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Andamios

versión On-line ISSN 2594-1917versión impresa ISSN 1870-0063

Andamios vol.6 no.12 Ciudad de México dic. 2009

 

Reseñas

 

Alegoría del patrimonio

 

Elizabeth Giraldo Giraldo*

 

Choay, F., Alegoría del patrimonio, Barcelona: Gustavo Gili, 2007, 264 pp.

 

* Historiadora egresada de la Facultad de Ciencias Humanas y Económicas de la Universidad Nacional de Colombia, Sede Medellín. Actualmente cursa estudios de Maestría en Urbanismo, en el Área de Análisis, Teoría e Historia de la Universidad Nacional Autónoma de México.

 

La cuestión del patrimonio se nos presenta cada día como una necesidad cultural, a la que las naciones, entidades de apoyo internacional, universidades, técnicos y pensadores de todo el mundo destinan grandes inversiones de dinero, investigación y conocimiento. Un público cada vez mayor consume con apetito voraz y visita aquello que del pasado, en este caso patrimonio arquitectónico y urbano, se ha logrado conservar mediante enormes inversiones económicas principalmente de los estados. Hoy presenciamos lo que la autora ha denominado un culto al patrimonio, en el que, desde las más pequeñas localidades con su arquitectura modesta hasta las grandes ciudades con sus conjuntos urbanos, edificios emblemáticos y grandes colecciones museísticas, buscan consagrar el pasado, atraer a un público cada vez más numeroso y adicionalmente obtener cuantiosas ganancias. Para la comprensión de este fenómeno con alcances mundiales Choay desarrolla una reflexión que va desde lo filosófico hasta lo antropológico, pasando por lo histórico, que aclara la distancia conceptual entre monumento y monumento histórico, seguida por la búsqueda de los orígenes del monumento histórico, y finaliza con un análisis societal de las consecuencias del tratamiento contemporáneo sobre el patrimonio y la imperativa necesidad de antropologizarlo.

 

MONUMENTO Y MONUMENTO HISTÓRICO

El monumento es entendido como un acontecimiento cultural que materializa desde su creación la voluntad de rememoración de un grupo, que relaciona temporalidades pasadas, presentes y futuras en el devenir de la cultura que lo crea. El monumento contemplado de esta manera hace parte del tiempo vivido de los grupos humanos, cumple una función predeterminada de memoria, que no requiere de una exaltación objetivada de su existencia; por el contrario reposa en la evocación de una memoria viva, posee un mensaje que los distintos actores culturales comprenden desde su aparición y su sucesiva continuación en el tiempo.

La paulatina construcción de la idea de monumento histórico, por el contrario, responde a una transformación de la forma en que Occidente se relaciona con la entidad tiempo, con su pasado y la memoria. Una ruptura marcada por la constitución del conocimiento científico en Europa implicó el distanciamiento de la naturaleza, el devenir histórico, y por ende el del hombre en sí mismo. Bajo los regímenes de la conciencia y la razón, la mirada sobre el mundo se fracturó. Ya el pasado no hacía parte de una historia en común, significaba ahora un pasado perdido que podía ser estudiado y clasificado, traído al presente como vestigios de culturas ya perdidas y lejanas. Vestigios que a posteriori, serán valorados por su carácter estético o histórico como partes fundacionales de la cultura, pero nunca vueltos a ser creados como parte viva de la memoria.

Para llegar a este estado del monumento histórico es necesario realizar el mismo itinerario que Choay nos propone, pues para su cristalización fue necesario el paso de casi seis siglos no lineales, mediados por la consolidación del pensamiento moderno en Occidente, con vueltas y venidas para llegar finalmente a su consagración.

 

MONUMENTO HISTÓRICO, ORÍGENES

Con la época antiquizante del quatroccento y el proyecto humanista se produce el primer alejamiento con los objetos del pasado como antigüedades. Es el mismo momento en el que se inician el arte y la historia como actividades autónomas, donde especialmente el arte como historia influyó en la fractura que posibilitó la aparición de la noción de monumento histórico.

Herederos de esta relación fracturada con el pasado y del monumento como antigüedad, con las sucesivas destrucciones en el marco de la Revolución francesa, se inician los intentos más notables de protección y conservación de ese patrimonio construido, que ante la inminente desaparición pasa a ser lugar de defensa, como parte de una historia que se niega por su relación con el poder destituido, pero que se reivindica al ser parte de la historia de la Francia como nación. Con este hecho se inaugura además la interpretación del patrimonio como parte de la historia común de un pueblo, ensamblado en los proyectos de Estado–nación europeos.

Frente a otro periodo de destrucción de la ciudad y su arquitectura en el siglo XIX se despliega otro momento significativo en la defensa del patrimonio. Con las consecuencias de la Revolución Industrial y la sociedad industrializada sobre los tejidos urbanos tradicionales, surgen las reflexiones más influyentes en el pensamiento contemporáneo en cuanto a conservación y tratamiento del patrimonio. La autora contrapone dos discursos, el uno francés y el otro inglés, representados por Emmanuel Viollet–leduc y Ruskin; el primero defensor de la intervención como forma de permanencia del hecho construido, el segundo por el contrario, abogaba por una continuidad "natural" del monumento en el tiempo, lo que conllevaba al envejecimiento normal por el transcurrir de los años y el uso de los edificios.

El recorrido de la consagración del monumento histórico termina en 1960, momento que la autora señala como inicio del culto al patrimonio. Desde el momento antiquizante y la ruptura en los años sesenta, el monumento histórico respondía a una relación objetivada con el pasado. Ahora, en la era digital, ese pasado y ese patrimonio se nos presentan de una manera diferente.

 

EL CULTO

El papel que juega el patrimonio construido hoy, nos aclara la autora, es una manifestación profunda de la cultura contemporánea, que no se explica suficientemente con los intereses que surgen de la relación entre consumo, ocio y educación, como principales aprovechamientos de los bienes culturales. Existe una explicación profunda que se mueve entre la consternación causada por el ingreso a las espacialidades digitales, que desarraigan al hombre y alteran su condición espacio–temporal como vías de conexión con la vida material y la búsqueda narcisista de verse a sí mismo en el espejo del patrimonio como un anclaje real ante la instantaneidad que provocan las nuevas tecnologías.

Una especie de conmoción generalizada ante la desmaterialización de las relaciones sociales, en el contexto de la cultura protética que cada vez tiene más mediaciones entre el hombre y el mundo, lleva a buscar en ese pasado edificado el tiempo orgánico menos propio. La autora ve allí un peligro ante la ilusión de una materialidad falaz que poco tiene que ver con la capacidad edificadora del hombre, que es donde ella encuentra una salida ante la alerta del mundo digitalizado: es volver a la capacidad de articularnos con la tierra y la continuidad del tiempo.

Ante la exposición de la autora, quedan cuestionamientos ineludibles: ¿es tan generalizada en el mundo esa relación con el universo digital, o nos referimos a una porción mínima de la población con posibilidades de acceder a dichas tecnologías, mientras la gran mayoría vive hoy en conexión vital con su entorno? Por otro lado, ¿la inmaterialidad de tal estadio cultural contemporáneo le hace una oposición real al mundo material, o por el contrario hace parte del mismo devenir del tiempo que guarda unas relaciones virtuales y otras reales?; además, ¿no cabe la posibilidad de una simultaneidad de tiempos y espacios en los que el hombre vive como nómada fluctuante, con la capacidad también de reproducirse culturalmente en cada uno de ellos? Evidentemente la lectura de Choay se centra en los acontecimientos de los países llamados del Primer Mundo, especialmente europeos. A nosotros, como investigadores y pensadores latinoamericanos, nos aguarda realizar nuestras propias reflexiones sobre la relación que mantenemos con el pasado, que aún cuando han estado influenciadas por las corrientes europeas, revisten matices que responden a nuestras historias particulares, que nos hacen parecidos pero no iguales a los devenires del mundo europeizante.

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