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Andamios

versión On-line ISSN 2594-1917versión impresa ISSN 1870-0063

Andamios vol.6 no.11 Ciudad de México ago. 2009

 

Reseñas

 

Sobre la crisis de legitimidad del sistema político mexicano: notas para un nuevo acuerdo

 

Raúl Romero*

 

Rubio, L. y E. Jaime (2008), El acertijo de la legitimidad. Por una democracia eficaz en un entorno de legalidad y desarrollo. México: Fondo de Cultura Económica–CIDAC.

 

* Pasante de sociología. Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México. Correo electrónico: cancerbero8311@gmail.com

 

¿Cómo establecer un marco institucional que a la vez que promueva el desarrollo del país, sea legítimo? Ésta es la pregunta central que guía la discusión del libro que nos presentan Luis Rubio —doctor en Ciencia Política por la Brandeis University, columnista del diario Reforma y presidente del Centro de Investigación para el Desarrollo A.C. (CIDAC)— y Edna Jaime —Licenciada en Ciencias Sociales por el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM) y columnista del periódico El Economista—, el cual busca desentrañar los orígenes de la crisis de legitimidad que vive el sistema político en México.

Según los autores, el principal déficit del Estado mexicano es su falta de legalidad, problema que encuentra sus raíces en la propia conformación del Estado–nación. Al respecto, sostienen que la nación mexicana es producto de una imposición de fuerzas extranjeras, de ahí que el Estado mexicano no sea fruto de un contrato social a la manera de Rousseau. Dicho de otra forma, México, al igual que muchos otros países que fueron colonias, se caracteriza por contar con estructuras políticas y legales impuestas por fuerzas externas–superiores.

Y aunque esto sea cierto, también es importante recordar que durante la Colonia —no así en la Conquista—, los pueblos originarios que fueron derrotados y asimilados, "reconocieron" las figuras de poder impuestas por la corona española, que tuvo que hacer ciertas concesiones o tolerar formas distintas de organización, siempre y cuando éstas no atentaran contra sus intereses. Así sucedió hasta la Independencia, cuando las clases mestizas, apelando a su soberanía y capacidad de autogobierno, reclamaron para sí las estructuras de poder de la nueva nación. Es decir, la batalla no sólo fue por la posesión de los medios de producción, sino también vino acompañada de un discurso de identidad y renovación de las instituciones políticas. A esto siguieron años políticamente bastante convulsos e inestables: desde conflictos internos (conservadores vs. liberales), invasiones extranjeras (EUA y Francia), hasta la pretensión por parte de los Habsburgo de restaurar el Imperio. Por eso, señalan los autores, Porfirio Díaz construyó una legitimidad basada en el proceso de pacificación, modernización y crecimiento económico, pero fue, sobre todo, una legitimidad pasajera, atada a la persona.

La necesidad de modernizar el sistema político mexicano para hacerlo acorde con un contexto mundial diferente, los conflictos por la dirección del país, aunados a la ambición de Porfirio Díaz por perpetuarse en el poder, entre otros factores, fracturaron los acuerdos mínimos que habían permitido el proceso de pacificación y la existencia de gobiernos reconocidos como legítimos, o al menos no impugnados.1

Los años que siguieron a la caída de Díaz se caracterizaron por la imposición, con la violencia como principal instrumento político, de gobernantes. Los gobiernos posrevolucionarios continuaron con el modelo de desarrollo impulsado por Díaz, al mismo tiempo que incorporaron demandas que históricamente habían sido causa de conflicto para el Estado mexicano. Es durante esta etapa cuando el sistema político mexicano adquiere una de sus características que aun hoy subsiste y que mina su legitimidad. Nos referimos a la convivencia de dos estructuras de poder: la estructura formal y la estructura real.

En los artículos de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos que versan sobre este tema, se indica que ninguna persona puede reunir dos o más poderes; que la capacidad de legislar no puede recaer en un individuo, por lo que se deposita en un Congreso compuesto por dos cámaras (diputados y senadores), y que en cierta forma estos poderes gozan de autonomía entre ellos. Sin embargo, en los hechos, ha sido diferente. Desde 1929, año de la fundación del Partido Nacional Revolucionario (PNR) , hasta los últimos años del Partido Revolucionario Institucional (PRI) , el sistema político mexicano se ha caracterizado por una concentración del poder excesiva y metaconstitucional en torno a la figura del presidente. Este fenómeno, llamado por varios estudiosos del tema "presidencialismo", es un claro ejemplo de esa estructura real del poder.

La sociedad en general, los miembros de organizaciones o de partidos políticos distintos al del Estado, e inclusive los diferentes grupos que conformaron el PRI, podían no compartir la ideología oficial pero delimitaban su actuar político dentro de los márgenes impuestos por el grupo en el poder. Como consecuencia, nos dicen los investigadores del CIDAC, los ciudadanos de a pie se acostumbraron a esta lógica: ¿por qué respetar las leyes y el Estado de derecho si los mismos gobernantes lo quebrantan todos los días en todos los niveles?

Años más tarde, en la década de los 60, varios movimientos comenzaron a impugnar la legitimidad del Estado Mexicano; sin embargo, es hasta 1968, con el movimiento estudiantil encabezado por el Consejo Nacional de Huelga (CNH), cuando se constituye un actor fuerte y capaz de evidenciar e impugnar la crisis de legitimidad del Estado en el México moderno. Si recordamos la definición weberiana del concepto de legitimidad, sobre todo cuando define al Estado como poseedor de la violencia legítima, vemos que también es en 1968 cuando el Estado mexicano posrevolucionario se ve obligado a reestructurarse. Desde entonces, la estrategia "integradora", basada en el corporativismo no democrático, se vio fracturada. El control político que habían construido el Estado y su partido no fue suficiente para negociar una salida pacífica con el CNH y quedó evidenciada la ausencia de legitimidad en el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz.

Empero, la violencia política contra la disidencia no paró. En 1971, el gobierno mexicano volvió a utilizarla para silenciar las voces que cuestionaban sus métodos y decisiones. La respuesta de la sociedad yde los partidos de oposición no se hizo esperar. Para las elecciones presidenciales de 1976, el Partido Acción Nacional (PAN) no postuló candidato, mientras que el Partido Comunista Mexicano (PCM), que carecía de registro legal, postuló al líder ferrocarrilero Valentín Campa, quien obtuvo más de un millón de votos que posteriormente fueron anulados. El triunfo de José López Portillo fue sumamente cuestionado y la necesidad de reorganizar una vez más las formas de competencia por el poder se volvió improrrogable. La reforma política de 1977 fue otro más de los intentos del Estado mexicano por dotar de legitimidad su ejercicio del poder.

En 1988, el fantasma de la legitimidad reapareció. La falta de certeza en las elecciones presidenciales —dicen los autores— generó en un importante sector de la sociedad mexicana la idea de que hubo fraude en los comicios. A este conflicto siguieron otros no de menor importancia: en 1994 el alzamiento armado del Ejercito Zapatista de Liberación Nacional en Chiapas y el asesinato de Luis Donaldo Colosio; la reforma electoral de 1996; y en 1997 el triunfo de Cuauhtémoc Cárdenas como primer Jefe de Gobierno electo del Distrito Federal.

Así, el triunfo del Partido Acción Nacional en el 2000 fue para muchos analistas y organizaciones la culminación del proceso transición democrática en nuestro país. Vicente Fox llegó con una alta legitimidad a la presidencia de la República, gracias, en primer lugar, a que fue el primer candidato presidencial ganador venido de un partido distinto al PRI, y en segundo lugar —no por ello menos importante—, por ser electo en un proceso no cuestionado. Sin embargo, para los últimos años de su mandato las viejas estructuras que habían sobrevivido a la transición se hicieron presentes. El uso de la violencia ilegal e indiscriminada para resolver conflictos como el de Atenco y el de Oaxaca; el intento por desaforar al candidato más fuerte de la oposición, Andrés Manuel López Obrador, y el abierto intervencionismo de Fox en los procesos electorales del 2006, entre otros acontecimientos, hicieron ver que el autoritarismo y la lucha por el poder por el poder mismo —distintivos del viejo priísmo— seguían siendo componentes clave del sistema político mexicano.

En el momento de referirse a los resultados y a la protesta que devino de las elecciones presidenciales de 2006, Rubio y Jaime señalan que lo más preocupante es que una parte importante de la sociedad perciba como legítima la lucha política fuera de las instituciones legalmente reconocidas. La noción de que las urnas son el medio a través del cual se determina el ganador de una contienda electoral quedó sumida en el lodo de esa disputa por el poder.

Por todo lo anterior —concluyen los autores—, México requiere un nuevo acuerdo político y un nuevo consenso nacional en torno al desarrollo; una reforma institucional que signifique un nuevo contrato suficientemente atractivo para que quepan todos; que la ley se constituya como una amenaza creíble. Un nuevo acuerdo que elimine lo que sobrevive del viejo sistema: ausencia de legalidad y mecanismos de rendición de cuentas débiles y, al mismo tiempo, garantice una verdadera representatividad del sistema político mexicano, permita una verdadera separación de poderes y castigue a los gobiernos infractores.

 

NOTA

1 El mismo lema con el que Díaz se había rebelado contra Juárez y Lerdo de Tejada, fue usado después por los maderistas para derrocar al propio Díaz: Sufragio efectivo, no reelección. Lo anterior —sugieren Rubio y Jaime— es prueba de que el proceso como se ha elegido a los presidentes en este país carece de una legitimidad al grado tal que con el mismo discurso que llegaron al poder pueden ser derrocados.

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