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Andamios

versión On-line ISSN 2594-1917versión impresa ISSN 1870-0063

Andamios vol.6 no.11 Ciudad de México ago. 2009

 

Artículos

 

Ciudadanía hermenéutica (Un enfoque que rebasa el multiculturalismo de la aldea global en la sociedad del conocimiento)

 

Hermeneutic citizenship (a focus that goes transcends the multiculturalism of the global village in the Society of Knowledge)

 

Jorge Francisco Aguirre Sala*

 

* Doctor en Filosofía por la Universidad Iberoamericana. Adscrito al Departamento de Humanidades de la Universidad de Monterrey. Investigador Miembro del Sistema Nacional de Investigadores (SEP y CONACYT) desde 1993 (nivel II). Correo electrónico: joaguirre@udem.edu.mx

 

Fecha de recepción: 1/03/2007
Fecha de aceptación: 22/10/2008

 

Resumen

Globalización y migración causan el problema "universalismo versus peculiaridad". Las soluciones hasta ahora propuestas son insuficientes. La pluriculturalidad no salva el relativismo. La tolerancia no basta para interculturalidad. La multiculturalidad no explicita el modo de "asimilar" las diferencias. La Sociedad del Conocimiento aporta una nueva noción de Ciudadanía que fusiona hermenéuticamente los diversos horizontes de significatividad; logra una comprensión empática que afirma la originalidad, autenticidad y peculiaridad social y preserva la identidad individual.

Palabras clave: Universalismo, etnocentrismo, multiculturalismo, Sociedad del Conocimiento, hermenéutica.

 

Abstract

Globalization and migration trigger the "universalism vs. peculiarism" problem. The solutions generated so far haven't been sufficient. Multiculturalism doesn't save relativism. Tolerance is not enough for Interculturalism. Multiculturalism isn't explicit as to how to "take in" the differences. The Society of Knowledge brings a new notion of Citizenship that hermeneutically melts diverse horizons of significance; it achieves an empathic comprehension that affirms the originality, authenticity and social peculiarity, as well as preserving individual identity.

Key words: Universalism, ethnocentrism, multiculturalism, society of knowledge, hermeneutic.

 

INTRODUCCIÓN

La globalización es el punto de partida obligado de un sinnúmero de reflexiones hoy en día. Para unos significa la homogeneización —particularmente por la inclusión de todas las naciones al modelo neoliberal— y para otros la ocasión de reaccionar y defender la propia identidad a favor de las peculiaridades culturales. Estas dos posiciones han adoptado varias denominaciones. Por ejemplo, para quienes la globalización significa homogeneización, el fenómeno se concibe como procedimentalista, universalista y hasta totalitarista.

Ahora bien, entre los extremos del dilema buscaremos las ventajas del justo término medio. Nos referimos al esfuerzo de armonizar una comunidad mundial con el deseo de preservar las riquezas de las peculiaridades y la complejidad histórica en una sociedad igualitaria. Esta posición se encarna en el proyecto de la Sociedad del Conocimiento que da pauta al verdadero ejercicio de la Ciudadanía.

En este maremagno de ideas, enfoques y problemas ¿qué pretendemos aportar nosotros? Nuestro argumento también quiere disolver el dilema y los enfrentamientos entre universalistas y etnocentristas con una propuesta que rebase las posiciones del siglo anterior. Para ello nos vamos a dar a la tarea de exponer los puntos de vista del universalismo y del etnocentrismo. Una vez establecidos los polos del dilema, al caracterizar cada una de estas posiciones, expondremos las tres soluciones comunes hasta fines del siglo pasado: la pluri–culturalidad, la interculturalidad y la multiculturalidad. Para ello definiremos cada posición y señalaremos sus características distintivas al tiempo que haremos ver la insuficiencia de sus propuestas. De ahí se sigue la argumentación que la Sociedad del Conocimiento propone: un saber hermenéutico de los diversos horizontes de significatividad que —en una empática comprensión— aporta una solución integral y cultural. Solución que incluye estrategias políticas, jurídicas, económicas, etcétera, verdaderamente originales, auténticas y peculiares.

 

EL DILEMA: UNIVERSALISTAS VS ETNOCENTRISTAS

El Universalismo

Para evitar el relativismo —y con ello evadirse de su consecuencia: "el más fuerte impone su voluntad"—, las sociedades han considerado adoptar perspectivas éticas, políticas, jurídicas y de comercio internacional donde priven principios y reglas de validez universal. Se supone que dichos principios mínimos garantizarán la justicia social e individual, aunque puedan resultar fríos y distantes. La intención de la bondad tiene su lógica: si todos nos plegáramos a principios generales, entonces las minorías no serían aplastadas por las mayorías. El universalismo es paradójico: deseando encontrar un mecanismo para incluir y respetar a las minorías, las amenaza y terminará por destruirlas en sus particularidades.

El universalismo, en consecuencia, al proponer principios generales cae en una formalidad vacía y abstracta que no toma en cuenta la peculiaridad, el horizonte histórico habido y por haber, y mucho menos el sentimiento, menos aún el sentimiento de pertenencia. Además, maneja la idea de "homogeneidad social" desde un solo horizonte de significación y manipula el modo en que pueden existir las relaciones entre la homogeneidad y la singularidad cultural.

Si a lo anterior sumamos que el universalismo puede adoptar el sesgo de incluir a todas las culturas en el modelo neoliberal, entonces causará el desprendimiento de ciertos grupos económicos y culturales respecto a las sociedades constituidas y cohesionadas con un alto perfil de autorreconocimiento. El desprendimiento de esos grupos provocará una mayor distancia con los sectores marginados en el mercado de trabajo y de consumo y evitará integrarlos. Así el universalismo implica uniformización de estilos de consumo, de disfrute y de vida, pero también fisuras en la identidad colectiva. Por tanto, "el acceso a una cultura universal ha significado para muchos pueblos la enajenación en formas de vida no elegidas" (Villoro, 1998: 113).

Sin duda alguna, el universalismo es moderno en el sentido de constituir una ideología anterior a la post–modernidad. Es decir, pugna por el progreso de las sociedades pero —esta es una objeción importante— sostiene un único modelo de progreso. Por ejemplo, considera un deber homogenizar la educación. En ello genera una imposición aun en contra de la voluntad de sus destinatarios. La obligación de la escolaridad (o del manejo y cultivo de una lengua en la escolaridad, por mencionar un ejemplo específico) no está puesta a la elección de los niños o sus padres o la comunidad. El universalismo puede llegar a adoptar una posición paternalista sobre el alegato de considerar a su destinatario como incompetente y toma decisiones por él para evitarle un mal. Claro está que define el progreso, la incompetencia y el mal únicamente desde su horizonte de significatividad, siendo éste —la mayoría de los casos— la ley del mercado bajo la fórmula de la demanda y la oferta.

Así, por ejemplo, cuando Garzón Valdés (1993: 45) define: "una sociedad es homogénea cuando todos sus miembros gozan de los derechos directamente vinculados con la satisfacción de sus necesidades básicas. La homogeneidad así entendida —prosigue— impide que el principio de la mayoría se convierta en dominación de la mayoría", lo que queda por definir, precisamente, son las nociones de satisfacción y de necesidades básicas. No es tan obvio que para todas las culturas las nociones de "necesidades básicas" y "satisfacción" posean el mismo referente. Los universalistas tienden a considerar que todos aquellos que no coinciden con sus apreciaciones sufren atraso e irracionalidad. Pero a su vez, no se percatan de su prejuicio progresista, que los hace desembocar en el fascismo de sus proyectos. El universalismo, parafraseando a Villoro, parece encontrarse en un callejón sin salida: integrar a la homogeneización globalizadora destruye a las minorías, pero respetar a éstas las mantiene en su atraso.

El Etnocentrismo

La psicología individual y la colectiva, en razón del proceso identitario, nos muestran la imperiosa necesidad de autoafirmación y de búsqueda de seguridad. Por tanto, se tiende a defender lo propio y tratar con hostilidad a lo diferente. Latapí (2003: 89) considera que esto explica la generación de estereotipos "sobrecargados de tonos negativos de quienes no pertenecen al propio grupo (de hombre, de mujer, de homosexual, de indio, de 'gringo', de chino, etcétera) y se constituyen prejuicios".

En este sentido, la reivindicación de la identidad cultural ha sido siempre una reacción que supone la superioridad de su propio patrimonio cultural, que cree correcto rechazar el de los otros. Por tanto, el etnocentrismo también tiene un prejuicio que comparte con el universalismo: tenemos la única forma valida y/o superior de ser.

La hermenéutica denuncia con claridad la precomprensión del etnocentrismo. En palabras de Aguilera (2002: 3):

... formamos parte de una subjetividad social... mayor que nuestra propia subjetividad. Así pues, el etnocentrismo tiene dos vertientes [según este autor] por un lado es positivo, porque mantiene la cohesión social del grupo y la lealtad de los miembros a ciertos principios. Y en segundo lugar, un cierto etnocentrismo radical puede conducirnos a actitudes y fenómenos como el nacionalismo, el racismo o clasismo social.

Así, el etnocentrismo saca partido de su prejuicio, y ello nos lleva a cuestionar: ¿de ser consciente de su prejuicio, el etnocentrismo lo declinaría?

Obviamente, para subsistir, la etnicidad exige una conciencia asociada a la integración social, pero no asimilada. Cuando se asimila, le ocurre lo que a la sociedad estadounidense: la mayoría absorbe y rechaza a la minoría. ¿Por qué habría que asociarse a la integración social? Siguiendo a Colom (1998), en términos amplios podemos considerar que la integración social es deseable porque la identidad en calidad de ciudadano proviene de su acción en la vida pública, y no de su desarrollo en el ámbito familiar, laboral o por ejercer el poderío económico de la propiedad. La integración social es atractiva a medias; por un lado ayuda a la adquisición real de los derechos de ciudadanía, pero por otra parte, disuelve las diferencias culturales. Y peor aún, en el caso de las minorías, prácticamente las elimina. La interacción con los otros es considerada en esta ambigüedad también por Taylor (1993: 53): "siempre definimos nuestra identidad en diálogo con las cosas que nuestros otros significantes desean ver en nosotros, y a veces en lucha con ellos". Aunque estas ideas son evidentes para la psicología, el etnocentrismo cultural se resiste a ellas. Ponerse a merced del otro significaría correr el riesgo de una alienación indeseable. Quedar condicionado al reconocimiento de otro grupo cultural es inaceptable para la más rancia tradición histórica; impensable entre norteamericanos y el Islam, por tomar un ejemplo a la mano.

Recapitulemos. Tanto el universalismo como el etnocentrismo se ven inclinados a confiar en el más débil de los encuentros: una sociedad donde se reconoce la diversidad pero se la tolera gracias a la ilusoria asimilación progresiva e irreversible de la unidad de la razón y la ciudadanía. Ante estos prejuicios y contradicciones, pasemos a tres soluciones añejas que intentaron escapar del dilema.

PLURICULTURALIDAD

La pluriculturalidad corresponde a cualquier sociedad (pueblo, nación, empresa, gobierno, agrupado por cualquier interés), cuyos miembros pertenecen a distintas culturas, y se encuentran constituidos en una unidad superior a las culturas de sus miembros por razones políticas, económicas, estructurales o de dominación. Pluriculturalidad es un concepto aplicable a grupos de múltiples naturalezas. Pero cuando se da de manera liberal y amplia, el Estado es la instancia superior que une a las agrupaciones. El Estado, si es liberal, se comportará neutral, particularmente en cuanto a los grupos étnicos (Kymlicka, 2003), y por tanto no intentará contrarrestar el relativismo. Pero si el Estado no es liberal, entonces el pluralismo tendrá sólo orígenes históricos y dominará con la imposición de su propio universalismo. En este caso, que es el peor, un grupo que se encuentra dentro de dicho Estado padecerá la enajenación a formas de vida no elegidas (Villoro, 1998).

El pluralismo, por respetar la pluralidad de las comunidades, no tiene interés en establecer la comunicación entre ellas; por tanto, según los teóricos, así no hay modo de reaccionar contra las relaciones de desigualdad y segregación que se generan en detrimento de las minorías. El pluralismo provoca participación sin integración. Levy (2003) denuncia con claridad los peligros del pluralismo: la inclusión forzosa de una minoría étnica (o de cualquier tipo) por necesidades migratorias, la exclusión forzada de la ciudadanía y su protección por el Estado al endurecer las leyes de extranjería y población, la crueldad interna provocada por los líderes al tratar de evitar que se mezclen con sus culturas vecinas, o por evitar que abandonen o modifiquen la identidad original.

Algunas deficiencias en detalle del pluralismo también han sido señaladas por Sartori (2001): el pluralismo (liberal) está obligado a respetar una multiplicidad de culturas, pero no está obligado a darles autonomía, dotarlas de sentido histórico o de pertenencia, ni a eficientarlas. Si bien rechaza la tiranía de la mayoría, ello no le compromete a repugnar el principio mayoritario como principio regulador. Es decir, el pluralismo aprecia la diversidad pero no está dispuesto a enriquecerla. Sus propósitos obedecen a intereses de asociación distintos a los que cada grupo posee.

INTERCULTURALIDAD

La interculturalidad, por su parte, describe las relaciones entre elementos de distintas culturas, narra sus mutuas conexiones, influencias, etcétera. Por tanto, nos referimos a ella cuando hablamos de los diversos enlaces, tránsitos y tráficos entre grupos y sus elementos.

De todos los vínculos interculturales, sin lugar a dudas, el más urgente es la tolerancia. Sin embargo, como veremos adelante, el más importante es el conocimiento y la acción hermenéutica. El término tolerancia, en opinión de Latapí (2003: 87), no es afortunado, pues significa "soportar con paciencia una situación indeseable", de ahí que no sea un vocablo adecuado para representar la actitud de respeto mutuo con que los ciudadanos deben convivir "interculturalmente".

La tolerancia intercultural posee una dimensión colectiva y otra personal. En la primera, se constituye como principio básico de las sociedades justas; está asociado a las nociones de igualdad, libertad y fraternidad. Aunque, como bien sabemos, brotó con anterioridad a la Revolución Francesa, su causa histórica procede del cisma cristiano de la Reforma. Hace referencia a una igualdad fundamental de todos los miembros de una sociedad, sean o no ciudadanos. Una libertad de conciencia, expresión y acción tan amplias como la reciprocidad de obligaciones y derechos lo permita. Y la fraternidad queda obligada para el ámbito público y como opcional para el privado. Así, en la dimensión personal, nos invita a permitirles a los demás ciertas cosas con las que estamos en desacuerdo, pero siempre podremos emprender acciones (tanto públicas como privadas) para que los otros se vean constreñidos en sus conductas o las modifiquen.

De este modo, se ve cómo la tolerancia tampoco salva el escollo del relativismo, pues aunque respete el derecho y la dignidad de los demás, se puede cabildear y manipular para que los demás transformen sus estilos de vida. Además, la tolerancia tiene un límite y muchos han sido quienes han trazado su frontera: Voltaire consideraba que el límite de la tolerancia es el fanatismo; Kant opinaba que habría de limitarla hasta antes de permitir la lesión a la dignidad, mientras que Stuart Mill señalaba como término de la tolerancia la libertad de los demás. El defecto de este liberal salta a la vista: mi libertad no puede terminar donde comienza la libertad del otro, porque este otro procurará que su libertad sea expansiva, y respecto a mí, que le comience lo más inmediatamente posible.

 

MULTICULTURALIDAD

La multiculturalidad es la noción más socorrida de todas porque se presta a incluir parcialmente las dos anteriores y a poseer matices para reconciliar el universalismo y el etnocentrismo. Pero también hay que advertir que se confunde con la idea de mestizaje, de culturas híbridas, de composición social con ciudadanía diferenciadas, etcétera. Proponemos la siguiente definición: multiculturalidad es la conformación social hecha por la amalgama de múltiples culturas más allá del eclecticismo arbitrario. En este sentido, se refiere a la edificación de una sociedad que no simplemente suma, sino que asimila distintas culturas. Procura una identidad como efecto de una mezcla sin sincretismo, palpable principalmente en las generaciones posteriores al primer encuentro. De ese modo, pretende llegar a ser cultura y no enfrentamiento.

El primer país con una política oficial multicultural fue Canadá; en 1971 aceptó la culturalización de las particularidades étnicas diferenciadas. En 1989 refrendó su posición con su Ley del Multiculturalismo (Colom, 1998: 109). Sin embargo, el problema subsiste: ¿la sociedad multicultural debe permitir a sus ciudadanos roles "cívicos" diferenciados o éstos deben estar ausentes para garantizar la igualdad de la democracia?

Sartori (2001: 64) intenta una respuesta: "el multiculturalismo niega el pluralismo en todos los terrenos: tanto por su intolerancia, como porque rechaza el reconocimiento recíproco y hace prevalecer la separación sobre la integración", dado que tiene como propósito la homogenización y acarrea sus consecuencias. Pero Touraine (2000: 171 y 172) ya había objetado: "Nada está más alejado del multiculturalismo que la fragmentación del mundo en espacios culturales, nacionales o regionales extraños los unos a los otros, obsesionados por un ideal de homogeneidad y pureza que los asfixia y que, sobre todo sustituye la unidad de una cultura por la de un poder comunitario".

Ahí es justamente donde comienza la parte más difícil del problema: ¿cómo podemos asumir diferencias y problemas de una cultura ajena a la nuestra?

El multiculturalismo se propone (Colom, 1998) como un elogio de la diversidad en la unidad al considerarse una pedagogía de esperanza tolerante, respetuosa y solidaria. Entre los principales rasgos que caracterizan al multiculturalismo, hallamos:

a) Se logrará sólo cuando se pueda combinar la acción instrumental de asimilar a los distintos con la identidad cultural; es decir, cuando sus integrantes puedan reconocerse mutuamente como sujetos.

b) Hace frente a las ideologías y políticas totalitaristas.

c) Hace frente a la ideología neoliberal que disuelve las sociedades reales en los mercados y redes globalizadas.

d) Combina la diversidad de las experiencias culturales con la producción y difusión masivas de los bienes culturales.

e) Se niega el relativismo cultural extremo.

f) No ambiciona separación de culturas definidas por su particularidad.

g) No acepta la construcción de sociedades homogéneas.

h) No acepta la discriminación ni la violencia.

i) No acepta la nacionalización social que trata como inferiores a quienes se alejan del modelo dominante.

j) Apela a separar las normas técnicas y económicas de los valores culturales,

k) Reúne los elementos anteriores fuera de la sociedad, sólo en la libertad del Sujeto personal.

l) Apela a limitar todo poder (social, político, económico, cultural) por los derechos humanos fundamentales,

m) No se deja amenazar por el reino de la mercancía, ni por la obsesión de la identidad colectiva.

Por tanto, en el multiculturalismo, el otro no puede ser reconocido como tal a menos que se le comprenda, acepte y ame como Sujeto. Ser sujeto significa poseer un trabajo que combina la unidad de una vida y un proyecto vital con la acción instrumental y la identidad cultural que se disocia de formas históricamente determinadas de organización social (Touraine, 2000: 177).

Por tanto, el multiculturalismo se opone a las políticas nacionalistas, integracionistas y homogeneizantes. En consecuencia, busca el reconocimiento de intereses y valores plurales. Sin embargo, la política del reconocimiento no deja en claro como asimilar la diversidad cultural en una sociedad que evita el enfrentamiento. Tampoco dice mucho sobre las implicaciones de qué debemos entender bajo la noción de "asimilar". En la práctica, la participación de diversas culturas en una sociedad, sin la integración de las mismas, si bien ha permitido la combinación pacífica entre participación económica y autonomía cultural, no ha llevado a una verdadera sociedad multicultural. Y por otra parte, la integración sin participación ha provocado una doble desintegración: se adopta un género de vida que supone una calificación y un ingreso que no se posee. De manera que la asimilación de las diferencias del otro es un mero concepto bien intencionado pero sin una estrategia viable y real que permita el reconocimiento y la construcción de una sociedad que respete la identidad y sus derechos básicos.

 

LA SOCIEDAD DEL CONOCIMIENTO: DEL CONOCIMIENTO HERMENÉUTICO

Siguiendo las ideas de Luis Villoro sobre la cultura, podemos afirmar que una sociedad debe tener, para ser verdadera, la capacidad de satisfacer necesidades, cumplir deseos y permitir realizar los fines del hombre. Si una sociedad no posee capacidad para plantear y desarrollar estas funciones, no tiene sentido su constitución (Villoro, 1998: 115).

Para lo anterior, a su vez, deberá poseer tres funciones: a) la capacidad de expresar emociones, deseos, modos de ver y sentir el mundo, b) dar sentido a las actitudes y comportamientos; señalar valores, permitir preferencias y elección de fines; de ese modo, integra a los individuos en un todo colectivo, y c) determinar criterios adecuados para la realización de esos fines y valores; garantizar así, en alguna medida, el éxito en las acciones emprendidas para realizarlos. Villoro (1998: 115) señala así que "una cultura [y por ende, la organización de una sociedad] será preferible a otras en la medida en que cumpla mejor con esa triple función de expresar, dar sentido y asegurar el poder de nuestras acciones".

Ahora bien, ¿qué instancia define, en una sociedad, las necesidades a satisfacer, los deseos a cumplir, los fines a realizar?, ¿quién acredita el modo de ver y sentir el mundo, los valores que dan pauta a actitudes y comportamientos y, sobre todo, los fines de la sociedad? Para responder a estas interrogantes, debemos reparar en las acertadas definiciones que harán de una cultura, una sociedad original, auténtica y peculiar.

Existen sociedades que entienden su modo de ser "original" de manera totalmente anacrónica. Así, por ejemplo, hay un sector muy amplio de mexicanos que —y por desgracia ampliamente equivocados— consideran la originalidad de la sociedad mexicana en el modelo "original" de la sociedad náhuatl. Así, lo más mexicano sería un escudo, vestimenta, actitud y estilo de vida totalmente precolombino y absolutamente no contaminado de la "invasión y conquista europea". En el mundo agrícola, por citar un ámbito, deberíamos deponer el tractor y los fertilizantes y regresar al modo original de trabajar la tierra: con una yunta de esclavos y procediendo con el método de "tumba y quema", a pesar de lo anacrónico ante los derechos humanos y los valores científicos de la ecología universal. Es claro, entonces, que la originalidad no debe entenderse como el rescate "arqueológico" de un modo de vida improcedente y sin sentido ni prospectiva histórica, por más añoranza e identidad simbólica que pueda ofrecer. ¿De qué sirve ser "original" según una identidad arcaica, si esa elección cultural no me permite subsistir ni tampoco realizar un proyecto histórico a la altura de los tiempos? La originalidad, más bien, consiste en la capacidad para participar activamente en la creación y recreación de una sociedad que permita el desarrollo de una actividad autónoma, históricamente elegida y con sentido futuro de realización.

Iguales equívocos pueden presentarse respecto a una sociedad que pretenda ser "auténtica". La autenticidad no puede limitarse a poseer una imagen de sí mismo sin contaminación de otras culturas; no puede entenderse como la defensa de iconos y tradiciones propias ante las extranjeras. La autenticidad es, más bien, la capacidad de plantearse un proyecto. Por ello, mientras la originalidad debe ver el futuro a la luz de la historia, la autenticidad debe juzgar la historia a partir de un futuro elegido. De este modo se evitará la afirmación de sí mismo por oposición y la valoración de lo propio por la falacia de lo exclusivo.

En el sentido anterior, una sociedad será original y auténtica, no cuando regresa a los cánones imprácticos de su pasado y se cierra a toda actualización, sino cuando está dirigida por proyectos que responden a necesidades y deseos colectivos básicos y cuando expresa efectivamente sus creencias, valoraciones y anhelos compartidos entre los miembros de dicha sociedad. Lo contrario es una sociedad "imitativa" (Villoro, 1998: 75) que responde a necesidades y proyectos propios de una situación ajena, distinta a la que vive en su realidad.

Tan inauténtica es una cultura que reivindica un pasado propio, como la que repite formas culturales ajenas, si el regreso al pasado no da una respuesta a las verdaderas necesidades y deseos colectivos, en la situación que en ese momento vive un pueblo. En los países antes colonizados, tan inauténtico puede ser el retorno a formas de vida premodernas, por "propias" que sean, pero que no responden a las necesidades actuales, como la reproducción irreflexiva de actitudes y usos del antiguo colonizador (Villoro, 1998: 75).

La peculiaridad, por su parte, debe entenderse mejor como singularidad. Es decir, la conservación y manifestación de los rasgos propios de una sociedad que la identifican, distinguen y dinamizan en su proyecto. Ello, como se ve, va más allá de la presencia de rasgos históricos que dan carácter distintivo a una sociedad, porque crean y adaptan a la sociedad para satisfacer sus necesidades y cumplir sus propósitos históricos. Por tanto, la peculiaridad no es tanto un dato, sino un proyecto (Villoro, 1998: 76), de manera que, sin necesidad de imitar sin sentido, se puede constituir una identificación auténtica para abrirse a formas sociales distintas que si respondan a las situaciones históricas propias. Así, la peculiaridad no es algo a posteriori, sino una elección, pues en cada situación elegimos un pasado propio y nos deshacemos de otro para darle una continuidad a la historia, un horizonte al sentido y para ello es menester hacer coherente el paso con nuestras metas actuales. La narración del pasado con que identificamos nuestra peculiaridad deberá corresponder a lo que propongamos para nuestra futura sociedad, pues ésta siempre está en construcción, en el horizonte de nuestra significatividad por hacerse.

Por ello resulta evidente que el conocimiento primordial de la Sociedad del Conocimiento es el conocimiento hermenéutico.

Como la hermenéutica ha tenido diversos desarrollos, sólo nos interesa aquí exponer sus lineamientos generales en función de establecer una Sociedad que supere la pluriculturalidad, la interculturalidad y la multiculturalidad. Para ello no sólo es necesario el conocimiento, sino, como bien ha dicho Taylor (1993: 43) desde hace décadas, "el reconocimiento". Reconocimiento del otro, de tipo hermenéutico que sí permitirá asumir las diferencias y las igualdades en un proyecto común, y no meramente una asimilación.

Recordemos que la meta final de toda hermenéutica es "hacer propio lo que antes era extraño", es decir, actualizar el sentido de lo ajeno al sentido de lo que vendrá a ser uno mismo. El proceso hermenéutico, como bien es sabido, se sitúa en la pre–comprensión propia y de lo ajeno para establecer las bases de la empatía y lograr la denominada "fusión de horizontes de significatividad". Dicha fusión permite, socialmente, la asimilación de las diferencias en los proyectos históricos de la sociedad. ¿Cómo lograr la fusión de horizontes donde lo extraño queda apropiado y asimilado?

El proyecto hermenéutico nos plantea el conocimiento de los prejuicios propios y ajenos para reconocer el propio horizonte de lo que nos resulta significativo, para reconocer el "sentido de pertenencia", es decir, aquello que creemos nos es peculiar, singular, auténtico y original, pero que no necesariamente cumple con las funciones que la historia le demanda a nuestra sociedad.

En un segundo momento, será necesaria la rememoración. Es decir, el reconocimiento de las subjetividades definidas tanto por la instrumentalidad como la identidad para lograr uno de los avances más importantes: el paso de la sociedad de producción a la sociedad de la comunicación. (El alcance de la esfera de la acción desde las esferas de la labor y la fabricación, en términos de Hanna Arendt). En esta etapa no se da un pluralismo sin límites, sino la comunicación e integración parcial entre conjuntos sociales separados que permiten una recomposición social. Recomposición de experiencias —por una parte—, del particularismo en culturas diferenciadas y del pensamiento —por la otra—, que señalan al progreso, a la razón y la igualdad. En este instante, los sujetos pueden dar cumplimiento a su deseo de combinar las acciones instrumentales con su propia identidad social en una organización y transformación de la vida pública que incluye las relaciones interpersonales, la vida afectiva, la memoria colectiva y la memoria personal. La Sociedad del Conocimiento hermenéutico no es la coexistencia de valores y prácticas culturales diferentes, no es un mestizaje generalizado o el eclecticismo del mercado, sino la construcción de la mayor cantidad de vidas individuadas, con el mayor número posible de individuos que combinan de manera diferente cada vez lo que los une (es decir, la racionalidad instrumental) y lo que los diferencia (la identidad de sus proyectos y recuerdos). Estas vidas individuadas tienen características peculiares que exigen derechos peculiares. De la comprensión de esta condición nace la necesidad de establecer una Ciudadanía Hermenéutica que respete las diferencias culturales y aspectos únicos.

El tercer momento lo constituye el distanciamiento: saber lo que no se es, negar lo que no se quiere ser, rechazar la versión de la historia y del presente que no resultarán acordes con el proyecto de futuro que satisfará necesidades reales, que cumplirá deseos propios y que realizará un sentido verdadero de proyecto social. Esta es la aurora de la apropiación.

La apropiación ha exigido el análisis de la pre–comprensión; después, establecer la empatía con los distintos miembros de una sociedad para explicarlos y entenderlos; además, la comprensión de sí mismo como otro ante el otro para darse a la tarea de la constitución de uno mismo y del sentido de manera simultánea. Por tanto, la apropiación combate las distancias culturales, aproxima a los extraños a lo contemporáneo y, sobre todo, actualiza, es decir, hace surgir en el tiempo del ahora lo que se anticipaba futuro por el cálculo de la memoria. Así, iniciar con el análisis de la propia pre–comprensión que nos ubica en el sentido de pertenencia, pasando por la rememoración y el distanciamiento hasta la apropiación, permite la fusión de horizontes que obliga a la Sociedad del Conocimiento, en el ejercicio del Conocimiento Hermenéutico a regirse bajo los siguientes cuatro principios: autonomía, autenticidad, eficacia y sentido. Veamos uno a uno sus estipulaciones.

El principio de autonomía (Villoro, 1998: 118). Toda sociedad tiene derecho a fijar sus metas, elegir sus valores, establecer preferencias y determinarse por ellas. En consecuencia, tiene derecho a ejercer el control sobre los medios a su alcance para cumplir esas metas y establecer criterios de juicio para justificar sus creencias y atenerse a las razones de que se dispone. Por tanto, la autonomía de una sociedad le permite seleccionar y aprovechar los medios de expresión que juzgue más adecuados. En resumen, la autonomía social ha de entenderse como el rasgo por el cual, gracias a la propia racionalidad, se acepte una sociedad en su particular identidad.

El principio de autenticidad (Villoro, 1998: 121). Toda sociedad tiene derecho a las manifestaciones externas consistentes con sus deseos, actitudes, creencias y propósitos efectivos. Ello podrá hacerse en disposiciones permanentes y profundas y no necesariamente con inclinaciones cambiantes y pasajeras, con el fin de darle mayor identidad. Ahora bien, la adecuación de dichas disposiciones a las necesidades de la comunidad que las produce es una condición sin la cual no debería darse la expresión auténtica. ¿De qué sirve establecer un rito religioso si las necesidades de una sociedad son apremiantes en materia de salud poblacional? o ¿qué sentido posee debatir sobre clonación y fecundación in vitro, si el problema social es la sobrepoblación y los criterios de política demográfica? Volvemos entonces a distinguir entre autenticidad y peculiaridad. La primera atiende la satisfacción de necesidades, fines y valores, mientras que la segunda distingue a una sociedad de las demás manteniendo una tradición por continuidad con su herencia. La primera puede vincularse con universalidad porque puede adaptarse o integrar elementos de otras culturas bajo el criterio de satisfacer necesidades, cumplir deseos y realizar fines.

El principio de eficacia (Villoro, 1998: 129). Toda sociedad debe poseer el derecho para poner en práctica los medios para garantizar el cumplimiento de los fines que haya elegido [a esta circunstancia le podemos llamar "la condición de racionalidad instrumental"]. Ello implica el deber de recibir, aquilatar y someter a crítica las ideas y técnicas ajenas y adoptar las que se juzguen más racionales. En contraste, a otras sociedades les corresponde transmitir e informar las creencias y técnicas más racionales a sociedades menos eficaces y también de asistir a las sociedades receptoras que autónomamente lo soliciten. De manera que el principio de eficacia supone el de subsidiariedad.

El principio de sentido (Villoro, 1998: 125). Este principio marca el horizonte de significatividad histórico, y por ello, particularmente es importante. Su propósito es señalar fines y establecer valores preferenciales, de ahí se deducen varios deberes. Entre otros, cabe mencionar: contribuir a que prevalezcan los fines y valores más altos; la realización de fines que mantengan integrada a la sociedad, con sentido colectivo y valores compartidos; la oposición y denuncia contra formas de cultura falsas, insuficientes e irracionales.

Pero cabría objetar: ¿quién va a señalar los fines?, ¿con qué criterios se van a establecer los valores preferentes?, ¿quién y por qué decidirá cuales son los propósitos más altos? Nociones como la república, la tolerancia, la subordinación al bien común han sido ideadas en los últimos trescientos años para resolver estas dificultades, pero la historia muestra que no han tenido éxito. La Sociedad del Conocimiento Hermenéutico podrá defender la libertad entre los polos de la democracia política homogeneizante y la diversidad cultural; los extremos de una ciudadanía cosmopolita y la diversidad de una ciudadanía liberal con la intervención mínima del Estado o la comunidad. Pero más bien se halla entre el principio universalista que desea gobernar la organización social y dictar el estilo de vida de las personas "normales y eventualmente, superiores a las demás", (es decir, el totalitarismo extremo), y el conocimiento que permite la estructuración y comunicación entre individuos y grupos sociales diferentes (por tanto, reconoce el individualismo extremo). O sea, un sistema de Derechos sólo funcionará si cumple las siguientes cuatro condiciones: en primer lugar, los ciudadanos deben tener un sentido claro de pertenencia a una delimitada comunidad. Esto puede darse gracias a sentimientos comunes nacidos de su compartida experiencia histórica, lingüística, educativa, religiosa, territorial o étnica. En segundo lugar, si se encuentran de acuerdo en derechos y obligaciones precisas emanados de su grupo distintivo. En tercer término, si conciben dentro de sus principales derechos ciudadanos el derecho a participar y representarse en la política, es decir, si se autoconciben como colegisladores —si no directamente a través de las formas de participación política activa, al menos a través de representantes elegidos en una esfera pública democrática—. Finalmente, los Derechos sólo pueden ser tales si se adaptan y transforman según las circunstancias e intereses, pues no hay otra razón para constituirse en sociedad o para desear ser miembro de un grupo. Lo anterior se traduce en el nuevo concepto de "Ciudadanía Hermenéutica".

 

CIUDADANÍA HERMENÉUTICA

La Sociedad del Conocimiento Hermenéutico, en total fidelidad al propósito hermenéutico, debe reconocer al otro en tanto otro. Es decir, reconocer al otro en tanto distinto y, por lo tanto, en su peculiaridad. La alteridad se distingue y agrupa especialmente en características de culturas societales, como lo ha mostrado Kymlicka. Pero existe un caso particular que requiere una atención todavía mayormente especializada: cuando el grupo ciudadano además esta identificado por condiciones de opresión o marginación. La Ciudadanía Hermenéutica evita la falacia del sujeto abstraído e indiferenciado en los grupos sociales con sólo la función racional. Tratar como iguales a desiguales no es equitativo, y la fusión de horizontes compromete, y exige en este sentido, buscar el acomodo de las diferencias en la vida pública. Iris Marion Young, sin una amplia práctica de la hermenéutica alcanzó a visualizar esta condición bajo una ciudadanía diferenciada con derechos categoriales. Sin embargo, Young no dejó claro el criterio de pertenencia al grupo especial, pues resulta evidente que no toda mujer es marginada, del mismo modo no lo es todo homosexual, anciano o extranjero. La Ciudadanía Hermenéutica abarca no sólo los grupos oprimidos, sino también los societales, los minoritarios, los marginales y los diferentes. Incluye, por tanto, el respeto y la inclusión de todo tipo de diferencias. Ello le permite incluir proyectos específicos y diferenciados al margen del bien común y sin afectación de éste.

El trabajo hermenéutico de reconocimiento del sentido de pertenencia, en la constitución de la categoría ciudadana, otorga a cada grupo el derecho a decidir quién puede convertirse en un miembro y quién debe ser rechazado. No es el criterio de exclusión, sino, por el contrario, el canon de inclusión defiende el derecho grupal a preservar la identidad cultural. Asimismo, la empatía y el reconocimiento en la fusión de horizontes pugna por lograr algo poco común en las asociaciones políticas: gozar de un estatus social igual —o incluso mejor— del resto de los ciudadanos, precisamente por el hecho de encontrarse en desventajas. Hoy día es común que las personas con capacidades diferentes o minusválidas gocen de privilegios superiores en algunos lugares comunes respecto a su disposición física (y ello no constituye una discriminación positiva, pues existe prueba de esta necesidad), o algunos ancianos económicamente no activos disfrutan de tarifas especiales en la cotización de ciertos impuestos, o las mujeres en período de lactancia poseen horarios laborales más generosos comparados con cualquier otro(a) asalariado (a). Las condiciones sociales de la Ciudadanía Hermenéutica en su diferenciación y derecho "especial", dependen de las iniciativas de sus individuos a demostrar la evidencia de su peculiaridad y, sobre todo, de su autenticidad, como arriba se ha definido esta noción. Lo anterior se traduce en relaciones más equitativas y justas en el orden social existente entre sujetos diferentes. Inclusive, el "ciudadano hermenéutico" podrá ostentar diferentes identidades y derechos en función de los varios ámbitos socioculturales a los que pertenezca. No debe existir ningún obstáculo para ello, del mismo modo que no existen objeciones para la diferenciación de derechos y alcances ciudadanos entre diversas naciones y/o culturas ¿Por qué la estructura válida a nivel internacional —dadas las diferencias nacionales— no ha de valer a nivel intranacional, dadas las diferencias grupales? Bien sabido es que pensadores como Pufendorf en el siglo XVII, y Vattel, en el siglo XVIII, imaginaron un estado de naturaleza original en el cual las personas estaban sujetas a las leyes naturales y tenían derechos y obligaciones morales comunes. Pero no había instituciones en el orden natural que especificaran exactamente lo que cada individuo debía esperar a cambio de otros individuos. La confusión terminó con el establecimiento de sociedades civiles distintas en las cuales los individuos adquieren derechos legalmente determinados y obligaciones como ciudadanos "nacionales". Esto que resulta válido a nivel macro–social debe aplicarse en el modelo micro–social con la sofisticación propia del reconocimiento peculiar y sumamente específico que provee el Conocimiento Hermenéutico. La sociedad, en última instancia, se constituye para preservar la mayor cantidad de vidas individuales y, por tanto, para preservar la mayor cantidad de derechos individualizados.

 

CONCLUSIÓN

Aun los teóricos clásicos del Derecho Internacional, así como los defensores de las nociones cosmopolitas, reconocen la necesidad de respetar las diferencias e independencia de las personas no afines, y más allá todavía, reconocen la obligación básica de no dañar otras comunidades. El sentido que priva en el concierto internacional, dada la multiculturalidad, interculturalidad y pluriculturalidad contemporáneas debe aplicarse al orden micro–nacional.

Pero con toda la validez que asiste a lo anterior, la Ciudadanía Hermenéutica posee razones de mayor alcance. Rebasa el enfoque multicultural porque su argumentación está basada en una evidencia más allá de la necesidad de convivencia o tolerancia, y también más allá de una situación meramente circunstancial provocada por la migración o la globalización. La Ciudadanía Hermenéutica se funda en una Sociedad de una forma privilegiada de Conocimiento: no se trata del conocimiento racional instrumentativo, sino de la fusión designificatividad de horizontes diversos. Ello valdría independientemente de la globalización, la migración, la diferencia de potencial industrial o militar entre la naciones del orbe. Cuando demanda derechos especiales para grupos con identidades diferenciadas (nacional, cultural, étnicamente o de cualquier otra manera) y además incluye particularmente a sujetos marginados (aunque éstos pertenezcan, por otros y en otros aspectos, a un grupo social mayoritario), su demanda está fundada en la capacidad de justicia que proviene del saber de la comprensión, no de la mera constatación del otro como dato, sino como sujeto. De otro que es como sí mismo.

 

FUENTES CONSULTADAS

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