SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.6 issue11Bibliografía sobre Ciencia Política: ¿crisis o renovación?Hermeneutic citizenship (a focus that goes transcends the multiculturalism of the global village in the Society of Knowledge) author indexsubject indexsearch form
Home Pagealphabetic serial listing  

Services on Demand

Journal

Article

Indicators

Related links

  • Have no similar articlesSimilars in SciELO

Share


Andamios

On-line version ISSN 2594-1917Print version ISSN 1870-0063

Andamios vol.6 n.11 Ciudad de México Aug. 2009

 

Artículos

 

México, proceso y afianzamiento de un nuevo régimen político

 

Mexico: Process and installation of a new political regimen

 

Octavio Rodríguez Araujo*

 

* Doctor en Ciencia Política, profesor emérito de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) , miembro de la Academia Mexicana de Ciencias y del Sistema Nacional de Investigadores (SNI) (nivel III). Correo electrónico: ora4@prodigy.net.mx

 

Fecha de recepción: 4/07/2008
Fecha de aceptación: 21/11/2008

 

Resumen

En los años ochenta, México se debatía entre dos regímenes políticos: uno estatista, populista y autoritario, y otro neoliberal, tecnocrático y menos autoritario que el viejo régimen. El interés de los grandes y poderosos grupos empresariales, tanto mexicanos como extranjeros, que hicieron suyo el dogma neoliberal, fue de tal magnitud que impusieron, mediante el Partido Revolucionario Institucional (PRI) (renovado) y una elección fraudulenta, a Carlos Salinas de Gortari (1988) en la presidencia de la república. La tecnocracia, primero del PRI y luego del Partido Acción Nacional (PAN), se afianzaría en el poder y no vaciló en darle un golpe de Estado ex ante a Andrés Manuel López Obrador para impedirle ganar la presidencia del país en 2006. La razón no es difícil de entender: este candidato representaba algo que los poderes fácticos no estaban ni están dispuestos a conceder: que se echara abajo el nuevo régimen para regresar a un mayor intervencionismo de Estado y al resguardo de la soberanía nacional, sobre todo en materia energética.

El dilema de los dos regímenes políticos superpuestos se resolvió, con trampas y fraudes desde el poder, a favor del neoliberal tecnocrático, desde el 2000 en manos del derechista Partido Acción Nacional. El gran problema es que el partido de centro izquierda, de Cuauhtémoc Cárdenas y de López Obrador, no parece estar a la altura del reto histórico que tiene enfrente.

Palabras clave: México, régimen político, tecnocracia, neoliberalismo.

 

Abstract

In the eighties, Mexico vacillated between two political regimes: one, statist, populist, and authoritarian, and the other neoliberal, technocratic, and less authoritarian. The interest of powerful business groups, Mexican and foreign, who adopted neoliberal dogma, was sufficient to install Carlos Salinas de Gortari, via the "new" Partido Revolucionario Institucional (PRI) in the presidency in a fraudulent election in 1988. The technocracy, first with the PRI and later with the Partido de Acción Nacional (PAN), grabbed power and retained it, carrying out a coup d' etat ex ante against Andrés Manuel López Obrador to keep him from winning the presidency in 2006. The reason is not hard to understand: this candidacy represented something that the power elites were not willing to concede: that the new régimen would be toppled to return to one with more state intervention and protection of national sovereignty, especially in maters of control of energy resources.

The dilemma of the two overlapping regimes was resolved, with scams and frauds, from the upper echelons of power, in favor of technocratic neoliberalism, under the control of the right–wing PAN since 2000. The major problem is that the center–left party of Cuauhtémoc Cárdenas and López Obrador, doesn't seem to be up to the historical challenge that it faces.

Key words: Mexico, political regimens, technocracy, neoliberalism.

 

En 1997 se asomó la posibilidad de una disyuntiva para el país a partir de una situación peculiar. Las elecciones del 6 de julio de ese año revelaron dos fenómenos inéditos: 1) por primera vez en la historia de México fue electo el jefe del gobierno del Distrito Federal por sufragio directo, universal y secreto y, además, dicho triunfo recayó en un partido de oposición de centro–izquierda, el Partido de la Revolución Democrática (PRD) , y 2) por primera vez, desde la fundación del partido oficial, éste no obtuvo la mayoría absoluta en la cámara de diputados.

Esos dos hechos me hicieron pensar que en el país había dos regímenes políticos sobrepuestos. Por un lado, el viejo régimen político, que he denominado estatista, populista y autoritario, y por otro, uno nuevo que he caracterizado como neoliberal, tecnocrático y también autoritario (más en lo económico que en lo político, si se me permite un matiz). El primero se fundó con el gobierno de Álvaro Obregón (1920–1924), y el segundo, aunque todavía con ciertas ambigüedades e indefiniciones, en 1982, con Miguel de la Madrid Hurtado.

Dije "dos regímenes sobrepuestos" porque al iniciarse el neoliberal tecnocrático, el estatista populista no había desaparecido del todo. Muchos de los defensores del viejo régimen, con o sin adecuaciones a los tiempos cambiantes, estaban vigentes dentro y fuera del gobierno federal, de no pocos gobiernos estatales y del PRI, uno de sus principales soportes desde su creación en 1929 como Partido Nacional Revolucionario (PNR). Al mismo tiempo, los defensores del nuevo régimen —también en el PRI—, que ya habían sobresalido desde el gobierno de López Portillo (1976–1982) en su gabinete económico, afianzaron su hegemonía al ganar para ellos la presidencia de la república, en un país presidencialista altamente centralizado. Podría decirse que, a pesar de que los defensores del régimen neoliberal tecnocrático contaban con el gobierno nacional, no habían logrado derrotar a los representantes del viejo régimen. Quizá esto explicaría por qué tuvieron que recurrir a un golpe de Estado técnico imponiendo, primero en el PRI (como candidato) y luego en la presidencia del país, a un tecnócrata también neoliberal: Carlos Salinas de Gortari. Fue éste quien habría de precisar el carácter del nuevo régimen, y afianzarlo, sin importarle los medios para conseguirlo.

Para los fines de este ensayo, entiendo por régimen político (que no gobierno) una forma de existencia del Estado que depende de la correlación de fuerzas sociales y políticas en un país y en un momento dados, además de ciertas tradiciones que tienen que ver con una cultura política generalizada, aunque no siempre asumida como tal. Al PRI, actor importantísimo del viejo régimen, lo entiendo como partido del régimen (y no como partido de Estado), de aquel fundado por Obregón y sostenido por varias décadas. Fue, explícitamente, el viejo régimen el que creó al partido y le dio como función principal el apoyo al gobierno en turno. Cárdenas, en 1930, lo llamó "el organismo dinámico del régimen", no del Estado ni del gobierno.1 Cuando el régimen que lo creó entró en crisis, su partido también, como pudo observarse sobre todo a partir de 1988 y más precisamente en 2000 cuando perdió la elección presidencial por primera vez en su larga historia de dominación política.

En 1997 todo indicaba que la hipótesis de los dos regímenes sobrepuestos tendría que definirse por uno de los dos, y tal vez la elección presidencial del 2000 habría de ser la que marcara el principio del fin del viejo régimen. Y así fue al ganar el Partido Acción Nacional (PAN) —con Vicente Fox— el gobierno nacional, la presidencia de la república. La superposición de los dos regímenes fue relativamente efímera para terminar definiéndose por uno de ellos, el que ya se perfilaba como hegemónico con Salinas en la presidencia.

Salinas de Gortari y Zedillo Ponce de León no dudaron en entregarle el poder al PAN con tal de garantizar la continuidad y afianzamiento del nuevo régimen, del régimen neoliberal tecnocrático.2 Esta forma de existencia del Estado mexicano es la que domina en la actualidad, y todas las baterías de sus gobiernos han sido dirigidas a evitar que el estatismo y cualquier modalidad de populismo vuelvan a gobernar el país. Los bombardeos, valga la figura, contra Andrés Manuel López Obrador, que todavía no han cesado, no se explican de otra manera. Se impuso el nuevo régimen y con priístas y/o panistas habrá de continuarse hasta donde sea posible, si así les conviene a sus representantes y representados más conspicuos. Al igual que el gobierno de Salinas, el de Calderón Hinojosa y la imposición de éste como presidente de la república no se entenderían sin la amenaza que López Obrador, en la última elección, representaba para la continuación del régimen neoliberal y tecnocrático. Había que detenerlo, y lo hicieron.

 

EL ANTIGUO RÉGIMEN

El estatismo en el viejo régimen no fue resultado de planteamientos teóricos de Wigförss o de Keynes (muy posteriores), sino de una necesidad objetiva y pragmática. La revolución había destruido buena parte de la economía del país, los grandes capitales habían emigrado o se habían arruinado; ninguna de las clases sociales estaba en condiciones de asumir el poder y la reconstrucción del país en lo económico, social, político y hasta cultural; tal reconstrucción sólo era posible mediante la intervención del Estado. Éste era la única instancia con posibilidades de rescatar al país de su condición y de las acechanzas imperiales de la época. En otros términos, sólo la intervención del Estado podía reconstruir el país sobre las ruinas en que estaba. Y decir el Estado es implicar la necesidad de un nuevo régimen, distinto del porfiriano, y un gobierno necesariamente autoritario y centralizado que se encargara de tan enorme tarea. No logro imaginarme la reconstrucción del país en aquellos años con gobiernos débiles, flexibles y democráticos, aunque en teoría pudieran haber parecido deseables. Los enemigos de la revolución (y no sólo de algunos de los líderes revolucionarios) estaban ahí, incluso armados, y los intereses y ambiciones de muchos en estados y regiones del país eran una realidad con nombres y apellidos. Al afirmar esto no estoy tomando partido en favor del grupo Sonora ni de cómo llegaron al poder, simplemente pienso que otros hubieran hecho más o menos lo mismo de haber tenido el gobierno y la voluntad de rehacer el país, de construir uno nuevo y moderno. Un régimen democrático supone no sólo un gobierno que tome en cuenta a la población mayoritaria sino que ésta exista y tenga la suficiente conciencia para expresarse como sociedad, que no era el caso... todavía en esos momentos. Aun así, el régimen autoritario y estatista tuvo que ser populista. Era una condición inherente al hecho de que la revolución se había llevado a cabo contra una dictadura y con la participación de millones de mexicanos, muchos de los cuales perdieron la vida en esa empresa: alrededor de un millón en un país con unos quince millones de habitantes.

El régimen populista autoritario (además de estatista) no fue uno en todo momento o, si se prefiere, tuvo modalidades propias en distintos periodos. Como tal, podría decirse que desde el gobierno de Álvaro Obregón hasta el de Luis Echeverría (1970–1976) se mantuvo, pero los grados de populismo y su orientación no fueron siquiera semejantes en todo momento, aunque se quisiera dar esa impresión con ciertas medidas, como fuera el caso del reparto de tierras durante el gobierno de Díaz Ordaz (más de 24 millones de hectáreas de tierras estériles e inútiles para la agricultura) (Blanco, 1979: 48) o de la fama obrerista de Miguel Alemán, quien en realidad fuera uno de los grandes impulsores del capital industrial a costa de los niveles de vida de los trabajadores. En rigor, no todos los gobiernos del periodo mencionado fueron populistas, pero sí intentaron parecerlo y contaron para el efecto con las organizaciones corporativas de campesinos y de trabajadores urbanos controladas por aparatos del gobierno, normalmente por la presidencia del país y, desde luego, con el apoyo y el discurso del partido oficial.

El régimen populista autoritario ha tenido, en mi interpretación, dos modalidades principales claramente definidas y sucesivas: 1) una modalidad bonapartista, que podría ubicarse en el periodo comprendido entre 1920 y 1940, y 2) la modalidad de una democracia autoritaria en la que se mantuvieron formas bonapartistas, pero sin su contenido esencial.

La modalidad bonapartista, en una apretada síntesis,3 se caracterizó 1) por su origen, en que fue resultado de una crisis de gran magnitud (la Revolución de 1910) y porque ninguna de las clases sociales estaba en condiciones de asumir el poder o de influir determinantemente en él; 2) porque un grupo político–militar, formado al calor de la revolución, tomó el poder sin identificación directa con una clase social particular, aunque propiciara un modelo dominante basado en la propiedad privada de los medios de producción, manteniendo una relación de apoyo/control con los trabajadores y un discurso claramente populista, aunque, a veces (1926–1934), la actitud gubernamental fuera francamente de derecha y en favor de privilegios a sectores de la nueva burguesía asociada con el poder —principalmente— de Calles (el "Jefe Máximo").

La modalidad de la democracia autoritaria,4 en el caso mexicano, se dio a partir de que una de las clases sociales, en concreto la burguesía, comenzó a tener suficiente fuerza como para determinar, obviamente en su favor, las políticas públicas, y no, como ocurría todavía en el Cardenismo, como un proyecto "a pesar" de la burguesía que, como clase, estaba en proceso de reestructuración, si no de formación en la realidad posrevolucionaria. Este periodo comenzó definiéndose poco a poco, con mayor claridad, en los años de la n Guerra mundial, llegando a su plenitud en la llamada década mundial del desarrollo, que en México fue conocida como la etapa del desarrollo estabilizador (aproximadamente de 1959 a 1970, aunque la recesión mundial de la época se iniciara en 1967).

Las características principales y comunes del largo régimen populista autoritario (en las dos modalidades descritas) fueron, como ya ha sido señalado, intervencionismo estatal (no sólo en la economía); crecimiento constante de la administración pública (más allá de las necesidades de gobierno); dominio absoluto del Poder Ejecutivo (presidencialismo con facultades incluso metaconstitucionales5); centralismo político a costa de las libertades de los municipios y del federalismo contemplado en la Constitución; corporativismo como forma fundamental de la organización de la sociedad y de relación con el poder central; libertades acotadas, tales como las de expresión, asociación, de prensa, de manifestación; ausencia de respeto a los derechos humanos; corrupción en todos los niveles de gobierno y de la administración pública y, por si no fuera suficiente, elecciones fraudulentas y manipuladas en todos los niveles de la representación política, ade–55más de una política sistemáticamente clientelar del partido oficial hacia los ciudadanos.

A cambio de estos vicios característicos del sistema, en general se sostuvo un índice sostenido de crecimiento económico con una tasa de desempleo relativamente baja. Dicho crecimiento económico, que se mantuvo a un promedio anual de aproximadamente 6 por ciento desde 1935, no se tradujo en mejores salarios para los trabajadores, ni siquiera a partir del take off industrial favorecido por la n Guerra mundial. Las inconformidades generadas por el deterioro de los niveles de vida, sobre todo de los trabajadores de la industria y de los servicios tradicionales en la década de los cincuenta,6 fueron resueltas por la vía de la represión más que por la negociación política.

Otra característica de los gobiernos de este periodo fue, a pesar de que hubo momentos y aspectos de subordinación a los dictados de Washington, el nacionalismo, tanto económico como cultural e ideológico.7 Había una noción clara de la defensa del Estado–nación y, por lo mismo, de la nacionalidad fincada en los valores tradicionales rescatados de la historia de México, aunque ésta no siempre fuera correctamente interpretada.

El arreglo de partidos políticos, en este periodo, sobre todo a partir de 1922, cuando Obregón logró la subordinación de las fracciones partidarias en la cámara de diputados en contra de los carrancistas, estuvo sujeto a los condicionamientos, en la línea y en la disciplina, del jefe del Ejecutivo en turno. Una vez creado —desde el poder— el Partido Nacional Revolucionario (posteriormente PRM y luego PRI) , las elecciones se organizaron para favorecerlo, lo que no significaba otra cosa que favorecer al gobierno y, en general, a la gente del presidente de la república (con la salvedad del periodo dominado por Calles conocido como "el Maximato"8). Los partidos opositores, que por supuesto los hubo, fueron impedidos en su crecimiento manipulando los resultados electorales desde el nivel de municipio hasta el poder central, desde las legislaturas locales hasta la federal.

El pluripartidismo existente en México, observable a partir de los años 40, fue más formal que real, puesto que era controlado incluso cuando se necesitaba que hubiera oposición. Así, por ejemplo, cuando el naciente PRI lanzaba a Miguel Alemán (quien era reputado como hombre de derecha) a la presidencia (1946), el gobierno saliente se encontró con que no había oposición, pues Acción Nacional (fundado en 1939) no presentó candidato, por lo que, a la nueva ley electoral se le añadió un artículo transitorio que, por esa única vez, permitiera el registro de partidos, incluido el Comunista Mexicano (en crisis desde 1940) que no reunía los requisitos cuantitativos de la nueva ley o, peor aún, se impulsó, sobre la marcha, la candidatura de otro hombre del régimen, pero a la derecha de Alemán (Ezequiel Padilla), mediante el efímero Partido Democrático Nacional (PND). Fue claro, entonces, que el régimen político, cuando le fuera conveniente, auspiciaba la presencia de la oposición, de la misma manera que la obligaba a desaparecer, como ocurrió con el Partido Fuerza Popular (PFP) en 1949 o con la Federación de Partidos del Pueblo Mexicano entre 1952 y 1954.

En ese periodo el partido del régimen y la administración pública dependiente del gobierno federal y de los estatales, principalmente, eran dos instancias de poder compartido y con frecuencia complementario. Quienes ocupaban cargos de elección popular, al terminar su gestión pasaban a formar altos puestos en la administración pública, y viceversa (salvo quienes eran castigados políticamente). El presidente del partido, y por lo tanto los puestos de mayor jerarquía, eran (y lo fueron todavía en 19979) nombrados por el presidente de la república, jefe del Ejecutivo y, por lo mismo, de la administración pública federal. El PRI, entonces, era una especie de escalera de ascenso al poder (la única) en donde se hacía la política en México, pese a su heterogeneidad en sus filas y a la existencia de grupos en su interior. Por la existencia de éstos en el partido, podría decirse que las pugnas de grupos equivalían a las de partidos dentro de un gran partido. Pero al depender la vida del partido, así como los ascensos políticos, del jefe del Ejecutivo federal, el presidente de la república era intocable durante su mandato, asumiendo facultades de poder que rebasaban con mucho las atribuciones conferidas constitucionalmente.

La oposición nunca tuvo posibilidades, hasta antes del gobierno de Salinas de Gortari (1988–94), de ocupar un gobierno estatal o de contar con mayoría en el Congreso de la Unión o en los congresos estatales. Las diversas reformas electorales, previas a la realizada por López Portillo en 1977, fueron, primero, para evitar que la oposición fuera competitiva (como fue el caso de la reforma de 1954 con dedicatoria al Henriquismo10), y posteriormente para darle a los otros partidos entrada relativa a la cámara de diputados bajo fórmulas muy precisas que impedían, de facto, que la oposición pudiera obtener mayoría absoluta en relación con el PRI (fue el caso de las reformas de 1964, "diputados de partido", y de 1973, supuestamente para auspiciar el registro de nuevos partidos opositores sin posibilidades de ser realmente competitivos).

Este control del jefe del Ejecutivo en turno sobre el partido del régimen, sobre el proceso electoral en su conjunto y sobre el poder Legislativo, permitieron también el control absoluto del poder Judicial, puesto que de la cámara de senadores depende aprobar o no las propuestas que hiciera el presidente de la república para la constitución de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y, por extensión, de las instancias que de ésta dependen.

El círculo de poder del antiguo régimen no puede cerrarse sin incorporar dos variables más que no por ser tratadas al final son menos importantes: los empresarios y los trabajadores (rurales y urbanos).

Durante el bonapartismo, el capital necesitó de los apoyos estatales para formarse, crecer o desarrollarse, según el caso. Con la coyuntura de la II Guerra mundial, el capital industrial se convirtió en el eje de la acumulación de capital en México y en otros países de América Latina como Brasil y Argentina. Contó con el apoyo de los gobiernos del régimen, no sólo con obras de infraestructura desarrolladas por éstos, sino con exenciones fiscales más que atractivas para el capital (por ejemplo, exención de impuestos a las industrias nuevas y necesarias) e, igualmente importante, con el control de las organizaciones de trabajadores impidiendo huelgas y sindicatos autónomos, como fue el caso de las represiones de 1947 y de 1956–59, incluso con militares, a los trabajadores principalmente ferrocarrileros. Con estos controles, los gobiernos de la segunda posguerra permitieron que los salarios reales de los trabajadores disminuyeran, de 1939 a 1948, a menos de la mitad y que la recuperación del nivel de 1939 se alcanzara hasta 1967 (Pascoe y Bortz, 1978).

En otros términos, los gobiernos del periodo de la democracia autoritaria favorecieron claramente al capital en perjuicio de los trabajadores, pero al mismo tiempo fortalecieron a la burguesía como clase perdiéndose así la posibilidad de mantener la forma estatal que hemos caracterizado como bonapartista, forma que comenzó a declinar con la II Guerra sin perder algunos rasgos, más como estilo de ejercicio del poder que como esencia del régimen.

 

LA CRISIS DEL ANTIGUO RÉGIMEN

Aunque hubo varias crisis políticas en el régimen populista autoritario, éstas no definieron la crisis del régimen aunque probablemente influyeron en ésta. Pero la crisis del antiguo régimen, si bien puede interpretarse como una crisis política más, fue de gran magnitud y, al parecer, definitiva, pese a que, como se dijo al principio, el antiguo régimen no había muerto del todo.

Una crisis política es expresión del poder político cuando otras fuerzas ponen en contradicción e incluso en riesgo de modificación fundamental las formas o los modos de dominación (que incluyen la dominación económica y la ideológica), o la dinámica de las formas de dominación que el Estado ejerce para mantener el statu quo, que es su principal y genérico objetivo en cualquier nación moderna (Rodríguez Araujo, 1986).

Las principales fuerzas externas al poder político institucional que pueden ponerlo en crisis son: 1) exógenas: las fuerzas económicas dominantes del capitalismo mundial o de una potencia extranjera, y 2) endógenas: las clases sociales que en su lucha ponen en crisis los modos de dominación que permiten que un régimen político —como lo he definido, y por extensión el Estado— garantice la estabilidad necesaria para la acumulación de capital en un momento dado.

Las crisis políticas previas a la crisis del régimen, fueron básicamente provocadas por razones endógenas. En cambio, la crisis del antiguo régimen y la sobreposición del nuevo régimen, tiene una mayor explicación en lo exógeno y en los cambios substanciales que ha sufrido la acumulación de capital conocida actualmente como globalización (o mundialización) de la economía en el marco del neoliberalismo.

Se dijo al principio que por régimen político (que no gobierno) se entiende una forma de existencia del Estado que depende de la correlación de fuerzas sociales y políticas en un país y momento dados. Estas fuerzas sociales y políticas, por supuesto, pueden ser externas, internas o mixtas (asociación de capitales transnacionales y nacionales). En las crisis políticas previas a la crisis del antiguo régimen las fuerzas sociales y políticas internas fueron las que amenazaron las formas o los modos de dominación existentes y básicos para el funcionamiento del régimen. Las fuerzas sociales y políticas que han puesto en crisis al antiguo régimen son fuerzas económicas, principalmente, que han venido determinando no sólo las formas de acumulación de capital a escala mundial sino el papel de los gobiernos en los Estados–nación que se intenta destruir —como tales— para facilitar el modelo neoliberal que no admite más fronteras que las de los países dominantes y hegemónicos, Estados Unidos a la cabeza.11

Dicho de otra manera, las crisis políticas previas a la crisis del antiguo régimen fueron producto de la lucha de clases, y la solución que le dio el régimen, autoritario como se ha dicho, fue la represión incluso militar (1947, 1956–59, 1968 y 1976, principalmente12), además de la escalada militar y paramilitar (la Brigada Blanca, señaladamente) en contra de los movimientos guerrilleros de los años setenta que, pese a la amenaza que representaron para el sistema, no provocaron una crisis política por no haber puesto en peligro los modos de dominación característicos del régimen hasta ese momento.

La crisis del régimen, del antiguo régimen, tiene un origen mucho más complejo que las previas crisis políticas. Está relacionada, internamente, con los promotores y convencidos de la mundialización económica (los tecnócratas nacionales); con la transformación del modelo económico mundial y su marco ideológico: el neoliberalismo; con la crisis económica (y en otros órdenes) que se inicia a mediados de los años setenta, y con los efectos que esta crisis económica provocó en la sociedad en términos de cohesión, solidaridad y espíritu de lucha.

Los tecnócratas han existido en tiempos previos al que estamos analizando, pues son producto de las condiciones que privan en ciertos momentos del desarrollo de las fuerzas productivas en la sociedad. Unos son más funcionales que otros a la situación del momento, pero son predicado del sujeto y no el sujeto mismo. Los tecnócratas, entonces, son resultado (funcional, la mayoría de las veces) de una cierta dinámica de acumulación de capital después de un proceso de pérdida de legitimidad y credibilidad de un régimen, en el caso mexicano del régimen posrevolucionario que he denominado estatista, populista y autoritario, y que demostró sin ambages su verdadero rostro y sus limitaciones ante la opción política no represiva en 1968, concretamente el 2 de octubre de ese año.

Es de tal magnitud la irracionalidad del sistema capitalista, que en un momento dado conviene sustituir la imagen del hombre fuerte, carismático, por la del hombre o del grupo técnicamente apto, que científica y técnicamente, por lo menos en teoría, va a resolver las cosas; es decir, la sustitución del "sabio político" por quien o quienes pueden resolver no intuitiva sino científicamente los grandes problemas de la "sociedad moderna y compleja", también en teoría.

La llegada de los tecnócratas al poder no fue producto de negociaciones internas (nacionales) entre los grupos económicos, las clases sociales y el gobierno, sino consecuencia de situaciones objetivas que permitieron u "obligaron" (dirían los gobernantes de entonces) una intervención más fuerte que nunca antes del Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial (BM) y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Estas situaciones objetivas fueron el endeudamiento externo, la petrolización de la economía (que favoreció la especulación en lugar de la inversión productiva), el déficit fiscal (que era superior a los 150 mil millones de pesos en el último año del gobierno de López Portillo), la creciente inflación, agotamiento de las reservas internacionales de la banca central (propiciado entre otras razones por la volatilidad de los petrodólares y la fuga de capitales que auspiciaban las crecientes devaluaciones) y, por supuesto, las devaluaciones del peso ante el dólar. En consecuencia, aumento de precios de bienes y servicios públicos, reducción del sector público y del gasto social y deterioro muy considerable del poder adquisitivo de la mayoría de la población, entre otras razones porque en el gobierno (1976–82) se inició la imposición de topes salariales por debajo de la inflación (que se mantiene hasta la fecha), como parte de la política pública para garantizar las ganancias del capital. Incluso durante el breve auge petrolero, los salarios reales se ubicaron al nivel de 1970, mientras que el costo de la vida se sextuplicó en el mismo periodo.

La incapacidad del gobierno mexicano para pagar la deuda externa (o siquiera el servicio de ésta) o adquirir nuevos préstamos, su incapacidad también para garantizar la circulación monetaria, el ahorro interno y cubrir el déficit presupuestal, lo llevó a aceptar las recomendaciones del FMI13 y de instituciones relacionadas; es decir, de los capitales e intereses dominantes ya en la economía mundial. Con estas aceptaciones, los tecnócratas de la recién creada Secretaría de Programación y Presupuesto, de la Secretaría de Hacienda y del Banco de México, se perfilaron como la fracción triunfante, políticamente, y la que, supuestamente, salvaría al país de la irracionalidad económica. Los tecnócratas serían funcionales a las necesidades del capital dominante en el mundo y al papel dado por los mercados a México en la nueva división internacional del trabajo en la lógica del cambio estructural.

En el gobierno de López Portillo se pudo percibir suficientemente la crisis del antiguo régimen, acelerada por la reconversión del capital a escala mundial a partir de la declaración de Nixon sobre la no convertibilidad del dólar estadounidense (1971) y de la crisis económica iniciada a mediados de los años setenta (la crisis del petróleo). La pugna entre tecnócratas y neokeynesianos, dentro del gobierno, se hizo más que evidente en las contradicciones entre el Plan Global, eficientista y miope por cuanto a sus efectos sociales, y el Plan Industrial elaborado bajo criterios de la escuela de Cambridge y con base en propósitos de mayor empleo y mejores salarios.14 Estas diferencias se expresaron también en el seno del PRI, como lo demostró la carrera interna por la sucesión presidencial y, por supuesto, en las filas de las corporaciones obreras y campesinas oficialistas que se vieron fragmentadas internamente por corrientes democratizantes que formaron frentes contrarios a las políticas de gobierno. Asimismo, en términos formales, se vio el deterioro del régimen en las elecciones al resultar Miguel de la Madrid el candidato presidencial que menor votación tuvo en la historia del PRI, sólo opacado por su sucesor, Salinas de Gortari, quien estuvo todavía más abajo, pese al gran fraude que lo llevó a la presidencia del país.

La tecnocracia, en general, no tenía militancia política en los partidos, en este caso en el PRI; por lo mismo, con muy raras excepciones, no ocupó cargos de elección popular en el Congreso de la Unión, por ejemplo. El último presidente priísta de México que fue senador y diputado fue Gustavo Díaz Ordaz (1964–70). A partir de Echeverría, con la excepción de Luis Donaldo Colosio, candidato presidencial del PRI asesinado en marzo de 1994, los candidatos a la presidencia por el PRI salieron de las filas de la administración pública "sin haberse ensuciado los zapatos" —como solían decir los mismos priístas no tecnócratas—.

Con el triunfo de los tecnócratas en los puestos más altos del poder, incluida la presidencia de la república, los viejos políticos han sido desplazados o considerados no funcionales a las "necesidades" de la modernización y, por lo tanto, sustituidos en los cargos importantes de la administración pública. Si a esta situación se le agrega el llamado "adelgazamiento del Estado" que significó la privatización de empresas públicas y la disminución de puestos en la administración pública federal, las oportunidades para vivir del presupuesto fueron cada vez menores, en comparación con los tiempos del amplio intervencionismo estatal y del crecimiento ciertamente desmesurado del sector público, provocando insatisfacciones, inconformidades y oposiciones soterradas en el interior del Revolucionario Institucional.

La construcción de un nuevo régimen, impulsada por los tecnócratas en el poder, terminaría por acelerar la crisis del antiguo que, en el modelo de acumulación dominado mundialmente por la ideología neoliberal, es, debe decirse, disfuncional y, al margen de este modelo, obsoleto —al no responder ya a las demandas de la población mayoritaria del país, entre aquéllas, a la democracia en todas las instancias y no sólo la electoral—.

 

EL NUEVO RÉGIMEN, SU CONSTRUCCIÓN

Se ha mencionado al principio que a finales de los noventa había dos regímenes políticos sobrepuestos en México y que uno de los dos tendría que ceder su lugar al otro, ya que ambos no pueden coexistir por largo tiempo (en lo fundamental son incompatibles, al menos teóricamente). Siguiendo a Salama (Mathias y Salama, 1986), si a partir de un gobierno y de sus alianzas con determinadas clases sociales o fracciones de clase se modifica el régimen político de tal forma que resulte una forma "desviada" del Estado, ese régimen será de poca duración, pues existiría una contradicción entre el ser (el Estado capitalista en un país capitalista) y su materialidad (el régimen político y por extensión el gobierno). Lo contrario también sería cierto, pero el régimen resultante no tendría que ser de poca duración pues no existiría esa contradicción entre el ser y su materialidad.

La contradicción —señala Salama— no se da, sin embargo, entre el Estado y su forma, sino entre la necesidad objetiva de reproducción del capital y de la relación social subyacente, por una parte, y la dificultad concreta de materializarla, por otra. Esta contradicción es, por tanto, producto de las formas que adopta la lucha de clases y de su intensidad (Mathias y Salama, 1986: 16).

Para el caso mexicano, la prolongada crisis económica y social y el triunfo de la tecnocracia neoliberal en el gobierno fueron factores determinantes (y quizá no únicos) que lograron imprimirle una baja intensidad a la lucha de clases: la crisis, que se tradujo en un mayor desempleo (entre otros efectos), provocó necesariamente una mayor debilidad de la clase obrera y de las organizaciones populares en general, incluso de las afiliadas al PRI corporativamente. La amenaza del desempleo, que era y sigue siendo una realidad inobjetable, debilitó tanto a las organizaciones de trabajadores como a las clases sociales subalternas (organizadas o no). Al perder el gobierno los grupos estatistas y populistas, los tecnócratas neoliberales fueron imponiendo, desde el poder institucional, cambios en el régimen político adecuándolo (o alineándolo) a la lógica del Estado en un mundo crecientemente globalizado en un esquema que ha sido llamado neoliberal. Unos cuantos priístas que se mantuvieron en su partido y otros que se escindieron de éste para formar primero el Frente Democrático Nacional y luego el Partido de la Revolución Democrática (PRD), no lograron suficiente fuerza para disputar el gobierno a los tecnócratas o, si se prefiere, para revertir la imposición de Salinas en el gobierno. Este gobierno representó, más que sus antecesores, la necesidad objetiva de reproducción de capital en el nuevo modelo mundial de acumulación. La pugna era y sigue siendo entre los impulsores de un régimen antiestatista (neoliberal) y antipopulista y los defensores del intervencionismo estatal como forma de regular y mitigar los estragos del capitalismo en los sectores populares crecientemente depauperados. Desde el gobierno fueron los tecnócratas neoliberales los que lograron cambiar el régimen político, con la diferencia de que no impusieron una forma "desviada" del Estado (que hubiera sido de corta duración), sino una forma orientada en la misma lógica del Estado afín al modelo mundial de la economía y al papel de México como país del tercer mundo subordinado a las grandes potencias, en particular a Estados Unidos, y a las instituciones multinacionales en las que el gobierno de Washington ha tenido y tiene una gran influencia.

En este proceso de cambios, los defensores no exactamente del viejo régimen pero sí de los aspectos valiosos de aquél (desarrollo nacional, amplias políticas sociales, etcétera), pero con democracia, pasaron a la oposición con muy pocos (poquísimos) aliados en las filas del PRI. Esta oposición está en el PRD y cuando tuvo, por segunda vez (2006), la oportunidad de ganar, el gobierno tecnocrático–neoliberal (de Vicente Fox) recurrió al mismo expediente de 1988: evitar que el antineoliberalismo llegara al poder, es decir a ocupar la presidencia de la república.

El modelo económico que defienden los tecnócratas es la relativa mundialización de la economía en el marco ideológico–político del neoliberalismo.15 Éste es un patrón superestructural necesario para garantizar los requerimientos de la llamada globalización de la economía que es, como lo demuestran Hirst y Thompson, (1996) un mito ya que las compañías genuinamente transnacionales son relativamente raras puesto que la mayoría de las grandes firmas son de base nacional y de relaciones comerciales multinacionales.16 Otra característica que cuestiona seriamente a la globalización es que la movilidad del capital no ha producido una transferencia masiva de inversiones y de empleo de los países desarrollados a los subdesarrollados, sino que la inversión extranjera directa está altamente concentrada entre las economías industriales avanzadas, y el llamado tercer mundo permanece marginado tanto de las inversiones como del comercio, considerándose por separado a la pequeña minoría que forman los nuevos países industrializados. En otros términos, el comercio, las inversiones y los flujos financieros están concentrados en la tríada Europa, Japón y Estados Unidos17 (y tal vez deberíamos agregar a China en la actualidad), permitiendo que estos países tengan la capacidad de ejercer fuertes presiones de gobierno sobre los mercados financieros y otras tendencias económicas. Si pudiera hablarse de globalización, tendría que pensarse más bien en el terreno financiero, pues gracias a la desreglamentación casi universal de los mercados de capitales y de las monedas, son muy pocos los países que pueden ubicarse al margen.

Pero la relatividad de la globalización de la economía no la quieren entender, según toda evidencia, los tecnócratas mexicanos. Piensan, parece, que las ventajas de la globalización, que ellos suponen de verdad mundial, van a alcanzar a las economías de nuestros países, cuando en realidad lo que se está logrando es la destrucción de la unidad constitutiva del Estado y de los capitales nacionales a la vez que se han acentuado las desigualdades sociales y económicas —tanto en cada país como en el campo internacional— por la vía del desempleo masivo y de recortes presupuestales del gasto público, sobre todo social.18 Estas desigualdades sociales, sectoriales y regionales han obligado a los gobiernos a adoptar medidas crecientemente autoritarias que niegan en la práctica los valores del liberalismo que dicen defender. La democracia, como les conviene pensarla, se reduce a una democracia de elites y circunscrita al campo electoral en el que los partidos son privilegiados desde el poder como formas de organización abstracta de la sociedad, mientras que ésta es inhibida, por diferentes mecanismos, en sus intentos de organización y participación democrática en asuntos de su competencia e interés.

Los gobiernos del neoliberalismo han privilegiado la economía sobre la política, pero algo no les ha salido bien, pues la economía ha sido un fracaso salvo para los grandes capitales en México; es decir y por igual, nacionales y extranjeros, pero siempre los más grandes. La apuesta, en la lógica de la globalización económica, ha sido a la economía de exportación y a las inversiones directas de capital. Para lograr estas condiciones se ha sacrificado el nivel de vida y las expectativas de la mayoría de los mexicanos, como bien se reconoce incluso a nivel presidencial. Como bien se sabe, las desigualdades son, para las nuevas derechas, un prerrequisito para el crecimiento y para lo que han llamado progreso.

La crisis económica, que ha sido de larga duración, ha permitido, por un lado (como toda crisis), la concentración de capitales (22 súper millonarios mexicanos para 1994 sobre los dos que existían en 1991, por ejemplo), y por el otro lado, la indefensión de la sociedad mayoritaria y, por lo mismo, su depauperación acelerada y a niveles nunca vistos desde la crisis de 1929. Esta indefensión de la sociedad la he tratado de explicar (en otros escritos) por la misma crisis, y he señalado como uno de sus efectos inmediatos y más devastadores la individualización de la sociedad, es decir la pérdida de cohesión como tal, de solidaridad entre sus miembros, de acuerpamiento incluso entre las que pudieran ser clases sociales específicas. Esta sensación de naufragio ha propiciado actitudes de "sálvese quien pueda", y los tradicionales egoísmos individualistas de la sociedad civil de que hablara Hegel han aflorado como nunca antes.

Gracias a esta individualización, acentuada por el peligro real del desempleo masivo, que rebasa con mucho al concepto de "ejército industrial de reserva" (puesto que éste quería decir que podrían ser empleados, mientras que ahora no hay ni habrá empleo para muchos que lo han perdido o que aspiran por primera vez a tenerlo); gracias a esta individualización, decía, se ha podido golpear a las organizaciones de trabajadores existentes, desapareciendo algunas, disminuyendo sus contratos colectivos de trabajo en otras o, simplemente, no permitiendo que se formen sindicatos (como es el caso de las maquiladoras). Al no haber organización siquiera defensiva de los intereses de los trabajadores, los salarios han podido ser disminuidos como en pocos países en el mundo, al extremo de que el director del FMI llegara a declarar (cito de memoria) que en ningún otro país la población hubiera podido soportar las políticas de austeridad impuestas por el gobierno mexicano. En el mismo sentido se expresó el New York Times, periódico del que nadie sospecha tendencias izquierdistas, con el siguiente texto:

El grado de disparidad del ingreso en México está entre los peores del mundo y continúa creciendo en forma aberrante. Excluyendo a los países africanos, México tiene el abismo más grande entre ricos y pobres, según estadísticas de la onu y del Banco Mundial. El 10 por ciento de los ricos controlan el 41 por ciento de la riqueza del país, mientras que la mitad de la población total recibe sólo el 16 por ciento del ingreso nacional.19

La traducción política de esta dramática situación ha sido la pérdida de legitimidad de las organizaciones sindicales y, por extensión —ya que la mayor parte de éstas forma parte del PRI—, la legitimidad del partido oficial, al extremo de haber perdido la elección presidencial en 2000 y de haber pasado al tercer lugar como fuerza política en las elecciones de 2006.

Si bien por varios años el deterioro del PRI se observaba en el crecimiento de la abstención electoral y muy pocos votos para la oposición, con el tiempo, aunque la abstención siguiera creciendo, la oposición comenzó a ganar votos e, inversamente, el PRI a perderlos cada vez más. El punto de aceleración de este fenómeno fue la situación económica al final del gobierno de Miguel de la Madrid, el famoso sexenio de crecimiento cero, como le llamaran algunos economistas.

Miembros conspicuos del PRI, entre ellos uno de sus ex presidentes, tuvieron otra visión de lo que debería ser el desarrollo del país y, al ser bloqueados en sus intenciones políticas dentro de su partido, se salieron de éste para formar la oposición electoral más exitosa en la historia posrevolucionaria del país: el ya mencionado Frente Democrático Nacional. Este Frente fue posible, entre otras razones, porque la insatisfacción generalizada de la población con la economía del país (devaluaciones, inflación galopante, especulación monetaria, cero crecimiento económico y disminuciones muy significativas en los niveles de vida) repercutió en partidos de tradicional apoyo al gobierno en turno (Partido Popular Socialista (PPS), Partido Auténtico de la Revolución Mexicana (PARM), Partido Socialista de los Trabajadores (PST) y otros todavía más pequeños) volviéndolos por primera vez opositores reales20 en la elección de 1988.

El triunfo del FDN, escamoteado por el gobierno mediante el sistema de cómputo e impidiendo "la autopsia del cuerpo del delito" (quemando alrededor de la mitad de las cajas electorales), y el aumento de votos en favor del PAN, fueron factores que harían surgir un desusado interés por las elecciones como vía al poder para desde éste intentar cambiar los destinos del pueblo mexicano en una dicotomía, todavía no resuelta del todo, entre neoliberalismo y algo distinto que, sólo en la superficie, pareciera ser una vuelta al populismo, al corporativismo y al intervencionismo estatal, pero que no es tal.

La elección presidencial de 1988 fue, aunque no se lo propusieran sus protagonistas, el parteaguas de la historia electoral de México21 y el cambio de un sistema de partidos a otro para dar lugar a una nueva fase partidaria–electoral que es, sin lugar a dudas, la que vive el país en estos momentos. Es decir, se pasó del —formalmente hablando— pluripartidismo con partido dominante, a un arreglo de pluripartidismo en el que el PRI no parece tener ya los elementos suficientes para recuperar su antiguo papel dominante, aunque lograra reconquistar el gobierno federal. En otros términos, la política "de carro completo" del pasado cedió su lugar a elecciones más competitivas aunque ahora los panistas y sus apoyos mediáticos y empresariales hayan retomado las viejas tácticas fraudulentas de sus antecesores en el gobierno. La idea de que las elecciones habían dejado de ser trucadas y fraudulentas se escurrió como agua por la atarjea de las ansias de poder de quienes asumieron el gobierno federal después de Zedillo Ponce de León.

La sobreposición de dos regímenes dejó de existir. El viejo régimen político arrastró en su crisis al PRI y los tecnócratas neoliberales le dieron una orientación distinta a la que lo había distinguido por alrededor de seis décadas. El nuevo régimen que parecía entrar en una crisis en diciembre de 1994 (los famosos "errores de diciembre") fue salvado con todos los recursos imaginables, incluidos los gestionados por el gobierno de Estados Unidos.22

 

AFIANZAMIENTO DEL NUEVO RÉGIMEN

Pese al salvamento del nuevo régimen político, al final del gobierno de Zedillo era claro que las incumplidas promesas de su gobierno (como el "bienestar para las familias" que nadie pudo ver) favorecerían a la oposición, ganando ésta una presencia que nunca antes había tenido. Tanto el PAN como el PRD compitieron, con crecientes posibilidades de triunfo, con el cansado partido oficial, tal y como se demostró en las elecciones de 1997.

Pero esta oposición cada vez más competitiva tuvo costos políticos e ideológicos, especialmente en su flanco izquierdo. La izquierda, para poder competir electoralmente, ha tenido que distanciarse de posiciones ideológicas que la definían en el pasado y ha renunciado a representar a clases y sectores de clase que tradicionalmente la distinguían de los antiguamente llamados partidos burgueses. La razón de estos cambios es simple: las definiciones ideológicas y la representación de ciertas clases sociales (trabajadores y campesinos, por ejemplo) excluyen a otras clases sociales, y tal exclusión se expresa en votos (en realidad en no votos) con el consiguiente riesgo de no poder competir con partidos con mayor apariencia de pluriclasistas. Por lo tanto, la izquierda, para poder competir electoralmente, devino plural en su composición y en sus planteamientos, relativamente indefinida ideológicamente, ambigua en varias de sus propuestas y, en consecuencia, semejante en muchos aspectos a sus adversarios.

El único punto que ha distinguido a la izquierda, concretamente al PRD del PAN y del PRI, es que el primero se ha propuesto "quitarle las aristas filosas al programa neoliberal",23 es decir, un cambio más o menos sustancial en la política económica para que mejore la calidad de vida de los mexicanos y no nada más la de los súper millonarios y sus socios de segundo nivel. De otra manera dicho, el proyecto perredista, a diferencia de los proyectos del PRI y del PAN, ha sido en cierto modo antineoliberal, lo que supone una mayor intervención estatal en la economía, para regularla e imprimirle orientación a las inversiones, como ocurre en los principales países desarrollados (Japón y Estados Unidos de manera sobresaliente), mejorar la planta del empleo, fortalecer la economía en el campo con sentido popular, aumentar salarios, y mantener la seguridad social y su gratuidad, o el subsidio de servicios tradicionales que han formado parte del ingreso indirecto de millones de mexicanos, y que ahora han perdido o están en vías de perder.

Pero los cambios en las políticas públicas en un sentido no neoliberal sólo eran posibles bajo dos presupuestos no necesariamente excluyentes: que la sociedad se organizara de tal manera que pudiera presionar al gobierno tecnocrático para cambiar su política o que en las elecciones del año 2000 la oposición antineoliberal ganara la presidencia de la república, que es la única posición de poder en México donde puede dictarse, al menos formalmente, la política económica y, por lo tanto, el rumbo del país —mientras el presidencialismo siga siendo característica dominante del sistema mexicano—.

Lamentablemente, la organización de la sociedad no fue posible, a pesar de los varios llamados que hizo entonces el EZLN en ese sentido.

Su heterogeneidad y los muy diversos intereses de sus miembros, acrecentados por la larga crisis económica, impidieron que la sociedad se organizara y así pudiera frenar o desviar las políticas neoliberales.

Esta ausencia de fuerza de la sociedad, más la ambigüedad ideológica de los partidos políticos y el hecho mismo de que coparticiparan en una supuesta transición democrática que ha sido sólo de elites, fueron factores que no estimularon una alternativa nueva y diferente al nuevo régimen cuya implantación estaba en curso.

Los gobiernos del nuevo régimen, del tecnocrático neoliberal, han perdido los modos tradicionales de control y dominación de la sociedad, al extremo de tener que recurrir cada vez más a la presencia de las fuerzas armadas, pero, al mismo tiempo, no han podido (o querido) resolver las contradicciones extremas que sus políticas neoliberales han provocado en la sociedad. La aparente salud del país, en términos socioeconómicos, sólo existe en las estadísticas macroeconómicas, porque al nivel de la población mayoritaria, que incluye a las empresas no competitivas a escala mundial (que son la mayor parte de las empresas del país), la inestabilidad del modelo es evidente y no se ve mejoría para los próximos veinte años, como implícitamente lo reconoció el presidente Zedillo en su tercer informe de gobierno de septiembre de 1997.

Ni la vuelta al pasado ni el mantenimiento del presente, parecería ser una apreciación válida de reflexión. Pero ¿qué alternativa existía?

Hubo un candidato que pareció entender el momento que vivía el país a finales del sexenio de Zedillo. Adecuadamente asesorado se disfrazó, valga la metáfora, de no tecnócrata, de populista, y logró una imagen diferente a la de Zedillo y a la de Francisco Labastida. Ese candidato, en las elecciones de 2000, triunfó, más que el pan. El triunfo de Fox significó la derrota total y probablemente definitiva del antiguo régimen, dejando mal parado a su partido pese a los cambios que se le habían impuesto desde la presidencia de Salinas. Pero significó también la derrota de la opción antineoliberal que mal que bien representa o representaba el PRD. Perdió el PRI, pero no quienes se apoderaron del poder a partir de 1982. La tecnocracia neoliberal garantizó "su" modelo, que en realidad no es de ella pero así lo asume, apostando a dos de los tres números que estaban en juego: al candidato del PRI y al candidato del PAN. Para la tecnocracia y para los intereses de capital que representa, la carta priísta no era ciertamente la mejor, precisamente por los grandes conflictos entre grupos e intereses que han venido representando sus más distinguidos miembros, muchos de los cuales pertenecen a o fueron formados en el antiguo régimen y a éste le deben los privilegios con los que cuentan. La carta panista, en cambio, significaba no sólo acabar con el antiguo régimen sino la continuidad de la joya más preciada de los tecnócratas: la política económica. Con una ventaja adicional sobre la carta priísta: al ser el presidente de la república de otro partido, el PRI quedaría huérfano y, potencialmente, limitado a sus propios recursos y no más el beneficiario de los recursos públicos federales ante los cuales los fondos locales no tenían ni tienen comparación. No es casual que la primera reacción de muchos de los principales priístas fuera contra el presidente Zedillo y que se le convirtiera de golpe en un miembro distinguido del partido y no más que siguiera siendo el jefe nato del PRI, a pesar de que todavía no terminaba su mandato. De acuerdo con las tradiciones priístas, el jefe del Ejecutivo federal debió no sólo regatearle el triunfo a Fox (o por lo menos esperarse a que fuera declarado presidente electo un mes después de las elecciones) sino otorgar todos los apoyos posibles (fraudes incluidos) al candidato de su partido. Aunque tarde, los priístas se dieron cuenta, al conocer los resultados electorales, que Zedillo había jugado sus dos cartas para garantizar el modelo neoliberal, al costo que fuera y, ¡qué mejor que con la derrota de su partido y de sus opositores de casa! Con el triunfo de la oposición se le daba mayor credibilidad y legitimidad al gobierno continuista que si el PRI, como era tradición, hubiera ganado la elección presidencial. Zedillo no era priísta aunque formalmente fuera uno de sus miembros.24

En pocas palabras, en la condición de los dos regímenes sobrepuestos, el populista estatista y el tecnocrático neoliberal, el segundo se impuso desde la oposición en unas elecciones incontrovertibles, probablemente las más limpias y transparentes que haya habido en México, me refiero a los comicios de 2000.

Sin embargo, hubo un fenómeno que no había sido contemplado: que mientras se opacaba el liderazgo de Cuauhtémoc Cárdenas sobresalía otro líder, Andrés Manuel López Obrador, éste como jefe del gobierno del Distrito Federal (una plaza muy importante en un país tradicionalmente centralista y donde converge buena parte de la vida económica, política, cultural y científica del país).

En tanto que la sociedad vivía atomizada —aunque se expresara frecuentemente en movimientos aislados de protesta— y el PRD, como partido de centro izquierda, perdiera imagen ante la población por errores propios (algunos de ellos inadmisibles), el gobierno de Fox, por decirlo así, dormía tranquilo. Empero, el presidente de México y sus asesores (formales u oficiosos) pronto se percataron de que López Obrador podría resultar un candidato fuerte para la elección presidencial de 2006 y de que, además, sostenía una propuesta en muchos sentidos antineoliberal, estatista, populista y nacionalista sin ser necesariamente una vuelta al pasado. Fox y sus colaboradores (y probablemente también Salinas y Zedillo) quisieron ver en López Obrador la posibilidad de que, de llegar al gobierno de la república, reviviera el viejo régimen o, por lo menos, el fin del nuevo que tantos beneficios le había dado ya a los grandes capitalistas nacionales y extranjeros y a los adherentes (formales e informales) al Consenso de Washington.25

Desde 2003 se trató de desacreditar a López Obrador, se intentó desaforarlo por desacato a una orden judicial, sacarlo del gobierno del Distrito Federal y, de ser posible, encarcelarlo. El gobierno de Fox no tuvo éxito en esta empresa, al contrario: hizo más popular al jefe del gobierno capitalino. Guardando las proporciones del caso, López Obrador hizo, en conexión con su partido, algo semejante a lo que había realizado Fox en relación con el PAN: fue el candidato y el partido un apoyo orgánico muy importante pero de alguna manera a la zaga. Es posible que el desdoro generalizado de los partidos, y no sólo en México, haga pensar a muchos ciudadanos que los líderes carismáticos son más creíbles. Lo que sí es un hecho es que ningún partido político había tenido la capacidad de convocar a tanta gente en un plazo notablemente corto, como lo lograra López Obrador el 24 de abril de 2005, con motivo del desafuero, y después de las elecciones de julio de 2006: más de un millón de personas en cada caso (y hasta dos y medio millones el 30 de julio).

Los defensores del neoliberalismo calificaron al candidato del PRD y sus aliados como "un peligro para México", y actuaron en consecuencia impidiéndole llegar a la presidencia del país. Había que garantizar la continuidad del proyecto neoliberal y el afianzamiento del nuevo régimen. Felipe Calderón Hinojosa, quien no era el candidato de Fox pero sí de la mayoría del PAN, sería el encargado de llevar a cabo el proyecto y de anunciar que el nuevo régimen político (sin llamarlo así) sería de larga vida. Lo más grave del caso es que el PRD, que se perfilaba como el partido de centro izquierda y probablemente la vanguardia del antineoliberalismo, ha sido minado seriamente por sus pugnas internas y, en el momento de escribir este ensayo, ocupa el tercer lugar en las preferencias ciudadanas, por debajo incluso del PRI, que en 2006 era la tercera fuerza electoral del país.

 

FUENTES CONSULTADAS

Blanco, J. (1979), "Génesis y desarrollo de la crisis en México, 1962– 1979", en Investigación económica, núm. 150, octubre–diciembre. México: FE–Universidad Nacional Autónoma de México, pp. 21– 88.        [ Links ]

Carpizo, J. (1978), El presidencialismo mexicano. México: Siglo XXI.         [ Links ]

Clairmont, F. F. (1997), "Ces 200 sociétes qui controlent le monde" en Le monde diplomatique, año 1, núm. 4, septiembre–octubre, abril. París: Edición Mexicana.         [ Links ]

Garrido, L. J. (1982), El partido de la revolución institucionalizada (Medio siglo de poder político en México). México: Siglo XXI.        [ Links ]

Gutiérrez, G. E. (1983), L'Accumulation du capital et le mouvement ouvrier au Mexique: 1950–1960, Tesis de doctorado, París: Universidad de París VIII, mimeo.        [ Links ]

Hirst, P. y G. Thompson (1996), Globalization in Question. Cambridge: G.B. Polity Press.        [ Links ]

Labra, A. (1997), "Economía de Estado, salario del miedo", en La Jornada laboral. México, 25 de septiembre, pp. 6–8.        [ Links ]

Mathias, G. y P. Salama (1986), El Estado sobredesarrollado. De las metrópolis al tercer mundo. México: Ediciones Era.        [ Links ]

Ortiz Mena, A. (1970), "Desarrollo Estabilizador. Una Década de Estrategia Económica en México", en El Trimestre Económico, vol. XXXVIII, núm. 146, Abril–Junio, México: Fondo de Cultura Económica, pp. 417–449.        [ Links ]

Pascoe P. R. y J. Bortz (1978), "Salario y clase obrera en la acumulación de capital en México" en Coyoacán, núm. 2, enero–marzo. México, pp. 79–93.        [ Links ]

Petrella, R. (1996), "Globalization and Internationalization. The dynamics of the emerging world order" en Robert Boyer & Daniel Drache (editors), States against markets, the limits of globalization. Londres y Nueva York: Routledge, pp. 62–83.        [ Links ]

Rodríguez Araujo, O. (1975), "El Henriquismo: última disidencia política en México", en Estudios políticos, núms. 3–4, septiembre–diciembre. México: CEP–FCPS– Universidad Nacional Autónoma de México, pp. 103–128.        [ Links ]

–––––––––– (1986), "Crisis políticas en México", en Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales, núm. 124, abril–junio. México: FCPS– Universidad Nacional Autónoma de México, pp. 9–21.        [ Links ]

–––––––––– (1991), La reforma política y los partidos en México. México: Siglo XXI.        [ Links ]

–––––––––– (1996), "Política y neoliberalismo", en Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales, Año XLI, núm. 166, octubre–diciembre, México: FCPS– Universidad Nacional Autónoma de México, pp. 113–129.        [ Links ]

Vargas,O.R. (2008), "¿Qué es el Consenso de Washington?". Artículo en línea disponible en http://www.avizora.com/atajo/que_es/consenso_washington/0001_consenso_washington.htm, 28 de febrero de 2009.        [ Links ]

Volpi, Mauro (1979), La democrazia autoritaria (Forma di governo bonapartista e V Repubblica francese). Bologna: Il Mulino.        [ Links ]

 

NOTAS

1 Lázaro Cárdenas, siendo presidente del PNR, señaló que "los dos 'organismos básicos' en que se sustentaba el régimen desde que se habían abierto los cauces de la 'vida institucional', eran 'el gobierno y el partido'. El gobierno... iba 'llevando a la práctica, con empeñoso afán, los postulados del régimen', pero sólo podía obrar 'dentro de las facultades precisas' que le señalaban las leyes, fuera de cuyo límite no le era 'dable pasar'. 'El partido es, en cambio, dentro de las mismas leyes, el organismo dinámico del régimen': y al margen de las funciones del gobierno —aunque obrando siempre y en todo momento en perfecta armonía con cabal disciplina hacia éste— organiza a la colectividad, la encauza dentro de los principios del régimen, le crea órganos de gestión que asesoren a las masas trabajadoras, y consuma, en síntesis, todo aquello que no le era posible al gobierno realizar, pero que complementaba la obra' " (Garrido, 1982: 127).

2 Podría pensarse que así dicho es muy temerario, pero no. Si De la Madrid, un presidente débil, pudo entregar el gobierno a Salinas y éste a Zedillo después del asesinato de Colosio, no hay razón para pensar que Zedillo, más fuerte que el colimense, no hubiera podido entregar el gobierno a Francisco Labastida, pero no sólo no lo hizo, sino que, cuando éste daba un mensaje televisivo a la nación, Zedillo, el presidente, lo interrumpió en cadena nacional para reconocer a Fox como presidente electo.

3 Para mayor desarrollo puede consultarse Rodríguez Araujo, 1991.

4 Utilizo la expresión "democracia autoritaria" en el sentido que le da Mauro Volpi (1979), en La democrazia autoritaria (Forma di governo bonapartista e V Repubblica jrancese); es decir, como sucesión de una forma de bonapartismo que conserva muchas de las características distintivas de éste, sin ser una democracia más o menos plena, como se entiende en la literatura actual sobre el tema.

5 En Carpizo, 1978.

6 Véase al respecto Gutiérrez (1983).

7 Incluso en los once años del "desarrollo estabilizador", encabezado económicamente por el poderoso y liberal secretario de Hacienda, Antonio Ortiz Mena, éste declaró que la vinculación económica México–Estados Unidos "podría haber sido de absorción. No lo ha sido —añadió—, gracias al nacionalismo positivo de México, derivado de su tradición cultural, de su historia y de los valores emanados de la Revolución..." (Ortiz Mena, 1970).

8 En el Maximato, los presidentes de la República (Emilio Portes Gil, Pascual Ortiz Rubio y Abelardo L. Rodríguez) estuvieron subordinados al Jefe Máximo, Calles. Incluso los secretarios de Estado consultaban con Calles antes que con su jefe inmediato, el presidente en turno del país.

9 En septiembre de 1997, el presidente Zedillo nombró como presidente del PRI a Mariano Palacios, sin ocultar a la opinión pública el origen de esta designación y a pesar de haber dicho que guardaría una "sana distancia" de su partido.

10 Sobre el Henriquismo, puede consultarse Rodríguez Araujo (1975).

11 Una discusión sobre la intención de los capitales que dominan el mundo de hoy, de destruir los Estados–nación de los países subdesarrollados, puede leerse en Rodríguez Araujo (1996).

12 Me refiero a la represión en contra del proyecto de formar una central única de trabajadores y el "charrazo" contra los sindicatos involucrados en esa iniciativa (1947); asimismo, contra los trabajadores de la educación, primero, y luego contra los ferrocarrileros y sus aliados en el movimiento de 1958, que culminó con una represión militar a principios de 1959. En 1968 la represión, también militar, fue contra el movimiento estudiantil popular, y en 1976 contra la Tendencia democrática de los electricistas, impidiéndole que lograra sus propósitos de democratizar los sindicatos en México.

13 Estas recomendaciones significaron, no sólo en México, privatización de empresas públicas, disminución del déficit público, reducción de la administración pública, disminución drástica de los gastos sociales, topes salariales y homogeneización hacia abajo de los salarios, desmantelamiento de los sindicatos como asociaciones de defensa de los trabajadores, desregulación económica del Estado y apertura comercial y a las inversiones extranjeras. En síntesis, eliminar todos los obstáculos que pudieran encontrar los flujos de mercancías y de dinero.

14 El primero postulaba una menor intervención del Estado en la economía; el segundo, lo contrario.

15 Una importante discusión sobre la globalización de la economía, en la que los autores demuestran que en realidad es relativa, en (Hirst y Thompson, 1996).

16 Las 200 principales empresas del mundo se encontraban, geográficamente, en Japón (62), Estados Unidos (53), Alemania (23), Francia (19), Reino Unido (11), Suiza (8), Corea del Sur (6), Italia (5), y Países Bajos (4), según datos de Frederic F. Clairmont (1997).

17 A este fenómeno Petrella le llamó "Triadización", y mencionaba que "de los más de 4,200 acuerdos de cooperación estratégica entre las firmas a escala mundial en el periodo 1980–89, el 92 por ciento fue realizado entre empresas de Japón, Europa Occidental y Estados Unidos" (Petrella, 1996: 77). Una versión en español del artículo de Petrella puede leerse en Viento del Sur, núm. 10. México, verano de 1997, con el título "Mundialización e Internacionalización (la dinámica del orden mundial emergente)".

18 Al respecto, para el caso mexicano, puede leerse el artículo de Armando Labra, "Economía de Estado, salario del miedo" (Labra, 1997), donde se compara la economía mexicana de 1971 a 1981 con el periodo de 1982 a 1996, y se demuestra que no sólo ha disminuido la producción de riqueza, sino que los salarios reales, el consumo por persona y el empleo han disminuido de manera alarmante, incluso en comparación con países que en 1980 estaban en peores condiciones que México.

19 Según datos citados por La Jornada el 21 de julio de 1996. Esta situación no ha cambiado sustancialmente.

20 Enfatizo la expresión "reales" porque sabido es que tanto la candidatura presidencial de Vicente Lombardo Toledano por el Partido Popular en 1952, como la de Cándido Díaz Cerecedo por el pst en 1982, fueron en realidad oposiciones altamente dudosas por el papel que desempeñaron.

21 Hubo antes de 1988 otros momentos difíciles para el partido del régimen: la elección presidencial de 1940 y la de 1952, ambos momentos provocados por candidatos cismáticos del partido dominante, como también lo fue la elección de 1988. Sin embargo, mientras en aquellas elecciones hubo dudas sobre los resultados, puesto que no hay indicios suficientes para suponer que el PRM y luego el PRI hubieran perdido en favor de Juan Andrew Almazán y de Miguel Henríquez Guzmán, respectivamente, en 1988 las deducciones lógicas apuntaron hacia el triunfo del FDN.

22 Los llamados "errores de diciembre" que se manifestaron en primera instancia como una brusca devaluación del peso, significaron la revelación de una crisis que durante el sexenio de gobierno de Salinas de Gortari se había "ocultado bajo el tapete". Esta crisis fue de tal magnitud que el gobierno de Washington se vio precisado a gestionar, de diversas fuentes, un préstamo a México por más de 50 mil millones de dólares para impedir no sólo el hundimiento económico de su vecino del sur, sino que el modelo pudiera fracasar. Algo muy semejante se intentó después con Brasil.

23 Declaración de Andrés Manuel López Obrador, presidente del PRD, registrada en La Jornada (9 de junio de 1997).

24 Al dejar la presidencia, Ernesto Zedillo se incorporó al consejo ejecutivo de empresas estadounidenses, tales como Procter and Gamble, Alcoa, Union Pacific. Esta última es la propietaria de los ferrocarriles mexicanos privatizados precisamente durante su gobierno.

25 El documento de John Williamson, elaborado en 1989 para el Institute for International Economics, y denominado Consenso de Washington, planteaba medidas económicas originalmente para América Latina. Entre esas medidas, luego características del neoliberalismo, destacan la disciplina y reforma fiscal, reorientación del gasto público, liberalización de las tasas de interés, del comercio internacional y de la entrada de inversiones extranjeras, privatizaciones y desregulación económica (Vargas, 2008).

Creative Commons License All the contents of this journal, except where otherwise noted, is licensed under a Creative Commons Attribution License