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Andamios

versión On-line ISSN 2594-1917versión impresa ISSN 1870-0063

Andamios vol.6 no.11 Ciudad de México ago. 2009

 

Dossier Ciencia Política: ¿crisis o renovación?

 

¿QUO Vadimus Sartori? Ciencia Política y políticas públicas en el marco de una pólemica*

 

QUO Vadimus Sartori? Political Science and Public Policies within the framework of a controversy

 

Antonio Camou**

 

** Doctor en Ciencia Política (FLACSO–México). Profesor–investigador en el Departamento de Sociología de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP) y docente de postgrado en el área de Administración y Políticas Públicas de la Universidad de San Andrés. Correo electrónico: antoniocamou@yahoo.com.ar Página web: http://www.antoniocamou.com.ar/

 

Fecha de recepción: 15/12/2008
Fecha de aceptación: 19/02/2009

 

Resumen

En este trabajo, utilizo el polémico artículo del profesor Giovanni Sartori, "¿Hacia dónde va la ciencia política?" (2004), para discutir algunos problemas de la compleja vinculación entre producción de conocimientos y toma de decisiones. Sostengo que el análisis crítico ofrecido por el profesor Sartori se aplica a algunos aspectos de los estudios de políticas públicas, pero no a todos; de otra parte, las críticas y propuestas sartorianas son hasta cierto punto adecuadas, pero también pecan de escaso realismo, y en cierta medida son insuficientes, toda vez que concentra su reflexión en los aspectos epistemológicos de los saberes sobre la política, y descuida en buena medida los aspectos político–institucionales.

Palabras clave: Ciencia política, políticas públicas, producción de conocimiento, toma de decisiones, saberes expertos.

 

Abstract

In October of 2004, Giovanni Sartori published a brief article, "Where is political science going?", that generated a long controversy. In the notes that follow I am going to retake this dispute but moving the attention from the mainstream of political science to the studies of public policies. My purpose is to pay attention in one of the outstanding problems marked by Sartori: the weak connection between theory and practice. My main argument has two claims. On the one hand, I maintain that the critical analysis offered by professor Sartori is applied to some aspects of the studies of public policies, but not to others. On the other hand, I indicate that their critics and proposals are up to a certain point adapted, but also are little realistic, and to a certain extent they are insufficient, because he concentrates his reflection on the epistemological aspects of knowledge but he neglects the political–institutional aspects largely.

Key words: Political science, public policy, production of knowledge, decisión–making, expert knowledge.

 

En octubre de 2004, el distinguido politólogo italiano Giovanni Sartori publicó un breve artículo destinado a la polémica. El trabajo se tituló: "¿Hacia dónde va la ciencia política?", y la mordaz respuesta del autor de Homo Videns fue, sencillamente, "a ningún lado". Desde entonces, han corrido intensos ríos de tinta en más de un continente, y son legión los autores que tendieron a ubicarse a favor de la posición sartoriana (por ejemplo: Cansino, 2008), o en la vereda opuesta (por ejemplo: Colomer, 2004 o Laitin, 2004).

Más allá de cierto ruido en la discusión, no pocas veces acompañada de algunos adjetivos descalificativos, el debate ha permitido revisar —entre muchas otras dimensiones— algunos supuestos básicos sobre los modos de producción del conocimiento científico de la política, y sobre la vinculación (o la falta de vinculación) entre ese conocimiento y la solución de los problemas públicos.

En las notas que siguen, retomaré los hilos de esta disputa, pero desplazando levemente el eje de atención, pasando del cauce principal de la ciencia política a los estudios de políticas públicas, a efectos de concentrarme en uno de los defectos centrales destacados por Sartori: "privilegiar la vía de la investigación teórica a expensas del nexo entre teoría y práctica" (2004: 351).1

El trabajo está ordenado en tres partes. En la primera, analizo brevemente cuatro problemas básicos que no siempre han sido cabalmente distinguidos en el debate sartoriano. En segundo término, ofrezco una somera reconstrucción histórica de la constitución del campo de los estudios de política pública, a efectos de poner de manifiesto algunas similitudes y diferencias con el desarrollo del cauce principal de la ciencia política estadounidense. Por último, en las reflexiones finales, trato de integrar el análisis ofrecido en la primera parte con el desarrollo presentado en la segunda, de modo tal que se presentan como las dos pinzas de mi argumento principal: por un lado, el análisis crítico ofrecido por el profesor Sartori se aplica a algunos aspectos de los estudios de políticas públicas, pero no a todos; por otra parte, las críticas y propuestas sartorianas son hasta cierto punto adecuadas, pero también pecan de escaso realismo, y en cierta medida son insuficientes, toda vez que concentra su reflexión en los aspectos epistemológicos de los saberes sobre la política, y descuida en buena medida los aspectos político–institucionales, esto es, los canales y espacios efectivos de vinculación entre la producción de conocimiento y la toma de decisiones públicas.

 

¿QUO VADIS CIENCIA POLÍTICA?

Tal como ha sido planteado, el debate en torno al trabajo de Sartori encierra al menos cuatro cuestiones distintas, que al no distinguirse convenientemente han contribuido a enturbiar el entendimiento de lo que está en juego en la discusión. En principio, es necesario definir —aunque parezca un tanto obvio— de qué "ciencia política" estamos hablando; luego, hay que precisar cuál es el norte al que debería dirigirse (esto permite tener algún criterio para saber si avanzamos, retrocedemos, o nos hemos estancado); a continuación, se requiere esclarecer cuáles son los problemas que enfrenta la ciencia política (¿son un desvío o apenas una etapa subdesarrollada?), y finalmente, en el entendido de que somos partidarios de que la disciplina siga avanzando (o retome su marcha si es que se ha detenido o descarriado), corresponderá delinear una nueva estrategia que favorezca el desarrollo del conocimiento científico de la política.2

En primer lugar, para el veterano profesor de Columbia no hay dudas del tipo de ciencia política que es objeto de su crítica: es la ciencia política "estadounidense", y en tal sentido, el eje del artículo se concentra en "decir por qué no estoy a gusto con el molde estadounidense de la ciencia política actual" (Sartori, 2004: 349–350).

Nacida en Europa hacia la década de los años 50, esa ciencia política pugnó de entrada por distinguirse de su herencia filosófica, jurídica o histórica (por ejemplo, representada por trabajos como los de Gaetano Mosca), y defendió su estatuto científico autónomo. Como es ampliamente reconocido, y él mismo se encarga de recalcarlo, el propio Sartori fue uno de sus padres fundadores, aunque hoy se halle parcialmente "arrepentido" de aquella vieja lucha, o quizá mejor, de sus estrechos resultados actuales en tierras norteamericanas. En esas lejanas batallas, el lado científico de la trinchera se identificaba con un tipo de investigación "cognitiva" más que "narrativa", el desarrollo de un lenguaje "especializado" y la constitución de "bases metodológicas ad hoc" (Sartori, 2004: 350).

Claro que por la gran autopista conformada por estos carriles han discurrido otras variantes —notoriamente europeas, como reconoce Sartori, o latinoamericanas, como podríamos agregar nosotros— que no calcan al detalle el modelo estadounidense. Incluso en términos de nomenclaturas, tal como lo reconoce el autor de Ingeniería Constitucional Comparada, "los británicos generalmente han descartado la noción de ciencia política", y se "aferran a la etiqueta de estudios políticos y/o de gobierno" (Sartori, 2004: 350).

En cualquier caso, ocuparse de la ciencia política estadounidense no es una trivialidad. Sartori asume de entrada que la Academia norteamericana es la "vanguardia" de la disciplina, y que su "poderosa influencia" se siente en la "mayor parte del mundo", por lo cual, si la vanguardia pierde el rumbo, se corre el riesgo de mandar por camino a quienes vienen detrás.

El segundo punto por considerar se refiere al "modelo" a seguir por la ciencia política. En esta cuestión, Sartori sigue siendo fiel a sus lejanos orígenes, y tiene muchos seguidores que lo acompañan en la cruzada. A la pregunta acerca de qué tipo de ciencia puede y debe ser la ciencia política, el profesor ítalo–norteamericano contesta sin dudar: el modelo fue y es la economía.

Aunque el modelo por seguir indicaría el norte de la disciplina, es claro que no pueden pasarse por alto algunas diferencias notables, que Sartori se encarga de recordar, reconociendo las dificultades que enfrenta desde el vamos el conocimiento científico de la política. Por un lado, el comportamiento económico se apega a un único criterio de identificación (la maximización del interés), mientras que en el comportamiento político no parece posible encontrar un principio único que guía la acción. Por otra parte, la economía opera con números reales (cantidades de bienes, monedas, tiempos de trabajo, salarios, etcétera), mientras que en muchos casos el estudio de la política debe asignar valores numéricos a procesos o decisiones con mayor o menor grado de arbitrariedad. Además, Sartori agrega un rasgo diferencial que se refiere a los supuestos epistemológicos propios del contexto histórico–intelectual de emergencia disciplinar:

la ciencia de la economía se desarrolló cuando se entendía muy bien que una ciencia necesitaba definiciones precisas y estables en su terminología básica y, de la misma manera, "contenedores de datos" estables que permitan una construcción acumulativa de información, mientras que la ciencia política estadounidense —aparecida unos 150 años después— rápidamente se encontró con los "paradigmas" de Kuhn y sus revoluciones científicas y alegremente entró en el emocionante pero insustancial camino de revolucionarse a sí misma más o menos cada quince años en la búsqueda de nuevos paradigmas, modelos y enfoques (Sartori, 2004: 350–351).

El tercer elemento del debate se refiere a los problemas (defectos, desvíos, o inmadurez) de la ciencia política en su versión estadounidense. Según como yo entiendo la crítica de Sartori, habría tres argumentos fuertes en contra de ese estilo de práctica científica. Puesto que el desarrollo de la argumentación sartoriana es un tanto disparejo e incompleto, voy a reordenarlo —con sus propias palabras— del siguiente modo:

a) La ciencia política dominante ha adoptado un modelo inapropiado de ciencia (extraído de las ciencias duras, exactas);

b) Ha fracasado en establecer su propia identidad (como ciencia blanda) por no determinar su metodología propia. Este punto Sartori lo despliega a su vez en tres sub–argumentos, al señalar que la disciplina ha buscado —hay que entender, vanamente— su identidad en ser:

1) anti–institucional y, en el mismo sentido, conductista. Pero la política es una interacción entre el comportamiento y las instituciones (estructuras) y, por tanto, ese conductismo ha matado una mosca con una escopeta, y en consecuencia, exageró;

2) progresivamente, tan cuantitativa y estadística como fuera posible. Pero ese cuantitativismo, de hecho, está llevando a la disciplina por un sendero de falsa precisión o de irrelevancia precisa;

3) dada a privilegiar la vía de la investigación teórica a expensas del nexo entre teoría y práctica: al no lograr confrontar la relación entre teoría y práctica hemos creado una ciencia inútil.

c) La ciencia política no sólo carece de método lógico; incluso ignora la lógica pura y simple.

En su exposición, Sartori le dedica algún espacio a discutir el sub–argumento (b–3) y el argumento (c), pero no desenvuelve claramente su razonamiento en los otros casos, más allá de enunciar sus posiciones de manera resumida y categórica, y de señalar que esas críticas; por ejemplo a (b–1) y (b–2), son muy conocidas, y en consecuencia las pasa por alto.

En el caso del sub–argumento (b–3), Sartori señala que la ciencia política se ha desenvuelto básicamente en su dimensión "pura", "que ha perdido —o incluso ha descartado— su rama aplicada", y por tanto, la "ciencia política es una teoría sin práctica, un conocimiento tullido por una falta de 'saber cómo hacerlo'", en definitiva, "es una ciencia en gran medida inútil que no proporciona conocimientos que puedan ser utilizados". El corazón del problema sería que

no hemos desarrollado un conocimiento aplicado ligado a preguntas del tipo "si... entonces" y al análisis de medios a fines. Si bien las consecuencias no intencionadas siempre están presentes, su inevitabilidad ha sido ampliamente exagerada. En el campo de las políticas de reforma y de la construcción de instituciones, la mayor parte de nuestros fracasos de predicción eran fácilmente predecibles y la mayor parte de las consecuencias imprevistas podían haberse previsto con facilidad (como revela casi invariablemente el análisis ex post) (Sartori, 2004: 352).

En cuanto al argumento (c), Sartori reitera aquí sus conocidas preocupaciones acerca del escaso apego a la lógica en la formación metodológica de nuestras ciencias sociales. Este "analfabetismo lógico", como él lo llama, se pone de manifiesto de muchas maneras, siendo una de las más obvias e insidiosas la limitada preocupación por elaborar definiciones precisas de los fenómenos sociales o políticos, que en algunos extremos llega a la negación de toda posible definición. Pero menospreciar las definiciones —nos recuerda— está mal por tres razones: primero, puesto que las definiciones señalan el significado buscado de las palabras, garantizan que no nos mal interpretemos uno al otro; segundo, en nuestra investigación, las palabras son también nuestros contenedores de datos; por consiguiente, si nuestros contenedores de datos están laxamente definidos, nuestras observaciones estarán mal recolectadas; tercero, definir es, antes que nada, asignar límites, delimitar; por ello, la definición establece qué debe ser incluido y, a la inversa, qué debe ser excluido de nuestras categorías (Sartori, 2004: 353).3

Finalmente, llegamos al momento de la terapia, a la discusión de las estrategias para superar los males de la ciencia política estadounidense. Aquí las conclusiones de Sartori retoman buena parte de las enseñanzas de toda su vida:

¿Hacia dónde va la ciencia política? Según el argumento que he presentado aquí, la ciencia política estadounidense (la "ciencia normal", pues a los académicos inteligentes siempre los ha salvado su inteligencia) no va a ningún lado. Es un gigante que sigue creciendo y tiene los pies de barro [...] La alternativa, o cuando menos, la alternativa con la que estoy de acuerdo, es resistir a la cuantificación de la disciplina. En pocas palabras, pensar antes de contar; y, también, usar la lógica al pensar (Sartori, 2004: 354).

Llegados a este punto, podríamos decir que el análisis de Sartori es más fecundo a la hora de abrir interrogantes que en el momento de ofrecer respuestas. Entre las diversas preguntas por abordar, me gustaría detenerme en una cuestión básica: ¿se aplica el análisis de Sartori a toda la ciencia política estadounidense? Para contestar esta pregunta, daré un largo rodeo por el desarrollo del campo de las políticas públicas en territorio norteamericano. Al examinar ese espacio epistémico peculiar, a medio camino de ser rama de la ciencia política o espacio interdisciplinario con crecientes grados de autonomía intelectual, veremos un juego de parecidos y diferencias con el análisis sartoriano que nos permitirá reflexionar sobre una de sus preocupaciones clave: la vinculación entre conocimiento y práctica política. Veamos pues algo de esa intrincada historia.

 

SABERES EXPERTOS Y ELABORACIÓN DE POLÍTICAS PÚBLICAS4

Una historia lejana de las relaciones entre las esferas del conocimiento y el poder político recorrería la reflexión y las distintas experiencias que van desde la antigüedad clásica hasta los albores de la modernidad, con la obra de Maquiavelo y la vasta literatura sobre los "consejos" a los Príncipes; en estos casos, los vínculos entre la consejería política y las decisiones se configuran —al menos hasta Maquiavelo— a través de relaciones personalizadas, escasamente sistematizadas en lo que hace a su estructura cognitiva, y con un muy bajo grado de institucionalización y profesionalización (DeLeón, 1999: 137). Una historia moderna, por su parte, reconocería su punto de quiebre en los comienzos de la constitución de las ciencias sociales como disciplinas autónomas y su articulación con las necesidades del Estado burocrático y racional, las exigencias de los mercados capitalistas, y las expectativas de justicia de nuevos actores sociales. Pensemos, por ejemplo, en los casos de Saint–Simon, Comte, Le Play o Durkheim en Francia; o el programa de la Sociedad Fabiana (1884), la obra de Sydney y Beatrice Webb y la fundación de la London School of Economics para el caso británico; o la labor de Max Weber, Edgar Jaffé y Gustav Schmoller en los trabajos de la renovada Verein für Socialpolitik (1873), algo que en el lenguaje de nuestra época consideraríamos un Think Tank.5

Pero la historia contemporánea en la relación entre lo que comienza a definirse más claramente como conocimiento especializado (expertise), de un lado, y como política pública (public policy), del otro, no empieza a escribirse en sus nuevos términos hasta el período que va entre la crisis de los años 30 y el final de la Segunda Guerra Mundial. Y en buena medida, habrá que esperar hasta la crisis de los años setenta, y a la reconfiguración de las relaciones estructurales entre Estado, mercado y sociedad civil en el marco del proceso globalizador, para que vuelvan a replantearse en este renovado contexto las complejas relaciones entre ambas esferas.

En esta larga historia de encuentros y desencuentros entre el mundo del saber y la política, las sociedades occidentales actuales le fueron incorporando sus propias características, y también sus propias tensiones. Entre las más destacadas, como ha señalado Lewis A. Coser, hay que anotar el hecho de que el vasto proceso de burocratización de la vida social ha llevado a que la "productividad cultural —que alguna vez pudo haber sido asunto de artesanías— se racionaliza de manera que la producción de ideas se parece, en los aspectos principales, a la producción de otros bienes económicos". Paralelamente, el lugar que detentaba el literato y el intelectual de tipo "generalista" es paulatinamente ocupado por el "experto", dotado de un dominio técnico sobre un campo del saber, y capaz de orientarlo a la solución de problemas concretos de elaboración de políticas (Coser, 1968: 284) (Brunner, 1996). En el mismo sentido, la vinculación entre los especialistas y la política se opera cada vez más en el interior de redes de asuntos (issue networks), que conectan agencias de gobierno, tanques de pensamiento, centros de investigación, fundaciones privadas, organismos multilaterales, universidades, empresas patrocinadoras de proyectos, y otras organizaciones complejas, que dejan poco espacio a la figura declinante del intelectual "independiente".6

Al poner nuestra atención en los años cuarenta del siglo XX, lo que se quiere destacar es el hecho de que en ese período se anudan dos complejos procesos, cada uno de ellos con sus propias temporalidades y dinámicas, que contribuirán a definir los términos de la relación entre conocimiento especializado y políticas durante las tres décadas siguientes. Por un lado, asistimos a la emergencia de un Estado que se ubica crecientemente en el "centro" de la sociedad, tanto como regulador de la esfera económica como promotor de la integración social, y que será un creciente demandante de expertos y técnicos para cumplir las cada vez más diferenciadas tareas propias de su condición de Welfare State; por otro lado, las disciplinas científicas, en general, y las ciencias sociales, en particular, experimentarán desde aquellos días un marcado proceso de desarrollo teórico–metodológico, de diversificación y especialización institucional, y de profesionalización de sus cuadros, en el marco de una modernización y expansión universitaria en gran medida sostenida por fondos públicos.

Obviamente, no habrá que pensar en una pauta única para el desarrollo de las relaciones entre la esfera del expertise y los procesos de toma de decisiones a lo largo de esos años, y a través de diferentes países. En parte, porque los diferentes países centrales fueron desarrollando distintas constelaciones institucionales para la producción de conocimientos especializados de la mano de distintos modelos de universidad (Clark, 1997); en parte, porque sus sistemas políticos, sus experiencias históricas y la configuración de las relaciones de poder entre los actores estratégicos de esas sociedades han sido distintas. En principio, ha sido habitual contraponer la experiencia norteamericana y británica a la de los países de la Europa continental, pero cuando incorporamos al análisis a los países en desarrollo, entonces las trayectorias de los países centrales "empiezan a ser más similares" entre sí (Wagner, 1999: 56). Un punto que habitualmente se destaca es que "en los Estados Unidos y hasta cierto punto en el Reino Unido prevalecieron los nexos entre la ciencia social y el gobierno a finales del siglo XIX y en todo el siglo XX", en buena medida, porque la "orientación a los problemas sociales ha sido parte del surgimiento mismo y la evolución de las ciencias sociales como forma de actividad profesional en los países angloamericanos" (Wagner, 1999: 53). En este sentido, la American Social Science Association, creada en 1865 en Estados Unidos, puede servir de ejemplo respecto de esta orientación práctica de las ciencias sociales. La organización abrazó explícitamente la idea de que "el científico social era un ciudadano modelo que ayudaba a mejorar la vida de la comunidad y no un investigador disciplinario, profesional y desinteresado" (Wagner, 1999: 53).

Pero cuando miramos por un momento el caso europeo, nos encontramos con una historia menos lineal, tejida de paradojas y rupturas. Por lo pronto,

...a comienzos del siglo XX, todas las sociedades europeas habían visto a grupos de intelectuales que promovían la investigación social empírica y se esforzaban por crear y establecer las ciencias de la política y de la sociedad. En muchos casos, estos intelectuales universitarios consideraron que su tarea, como funcionarios del Estado, era ofrecer una mejor comprensión de las transformaciones sociales que estaban sufriendo sus naciones, capacitando así a sus gobiernos y a sus élites políticas a adoptar las medidas que afirmaran la posición de sus países entre los países nacionales europeos. Dista mucho de ser accidental el que verdaderos "movimientos" y fuertes organizaciones de élite favorables a la ciencia social y política se formaran en aquellos países que acababan de lograr la unificación nacional, como Italia y Alemania, o que habían transformado su estructura política, como Francia. (Wagner, 1999: 78).

Sin embargo, estas iniciativas originarias, dirigidas a vincular más estrechamente el ámbito de las ciencias sociales con el mundo de las decisiones políticas, y de la que son ejemplos destacados el programa durkheimiano en Francia o la experiencia de la Unión para la Política Social de Max Weber en Alemania, enfrentarán duros escollos. Por un lado, el proceso de institucionalización de las ciencias sociales empíricas sufrió en muchos países europeos las prevenciones o la desconfianza de saberes especulativos más arraigados, o directamente padeció los ataques provenientes de distintos grupos socioeconómicos, políticos o eclesiales, que veían como amenazantes la programática científico–crítica de las nuevas ciencias. Por otro lado, la vieja universidad de élite, ligada a rancias tradiciones aristocráticas, fue estructuralmente menos flexible para procesar las señales de nuevas demandas profesionales y de expertise que comenzaban a emerger desde algunos sectores sociales o estatales. Y finalmente, serán los desgarramientos político–ideológicos que culminarían en la trágica "guerra civil europea" de 1914 hasta 1945, los que arrastrarán a su paso los incipientes esfuerzos por organizar institucionalmente las nuevas disciplinas. Como lo ha recordado Burton R. Clark, al reconstruir el duradero impacto de la llamada "revolución humboldtiana" en las universidades germánicas en la primera parte del siglo XIX, y su posterior ocaso,

el sistema alemán de 1900 era sin duda alguna el lugar en el mundo en donde existía en abundancia un nexo productivo entre investigación, enseñanza y aprendizaje. Pero el sistema encalló en la siguiente mitad del siglo y, por lo tanto, contribuyó sustancialmente a que se transfiriera la preeminencia en la investigación académica y el entrenamiento relacionado en la investigación a otros países, sobre todo a Estados Unidos (1997: 60).7

En ese panorama, entonces, el caso estadounidense se volverá la referencia de vanguardia. A su temprano proceso de modernización de la Educación Superior, habrá que agregarle la ventaja estratégica de haber evitado la devastación territorial durante la segunda guerra, siendo receptor neto de la fuga de cerebros europeos, y haber capitalizado más rápidamente la experiencia de los equipos "interdisciplinarios" movilizados durante la contienda e improvisados como unidades de inteligencia.8 De hecho, será el líder de uno de esos equipos, el politólogo de Chicago Harold D. Lasswell, quien más claramente formalizará un programa orientado a organizar y sistematizar la problemática de la articulación entre saberes especializados y elaboración de políticas públicas mediante la estructuración de un espacio interdisciplinario integrador: las ciencias de las políticas (policy sciences).

En su clásico trabajo de 1951, "La orientación hacia las políticas", Lasswell definirá a las ciencias de las políticas como el "conjunto de disciplinas que se ocupan de explicar los procesos de elaboración y ejecución de las políticas, y se encargan de localizar datos y elaborar interpretaciones relevantes para los problemas de políticas de un período determinado". Claramente, Lasswell intentó ofrecer una respuesta consistente al hecho de que los problemas concretos del gobierno, en particular los referidos a la toma de decisiones e implementación de políticas (policy), quedaban habitualmente fuera de los estudios de Politics, ya sea entendida ésta en su versión más jurídico–institucional (al modo del viejo institucionalismo), o en el sentido del estudio de la dinámica de poder entre grupos, partidos y otros actores organizados, al modo de los estudios pluralistas en clave conductista (Aguilar Villanueva, 1993).

Pero el proyecto de Lasswell se enfrentó a dos problemas duros de resolver. Por un lado, encontró lo que podríamos llamar limitaciones externas: el variado universo de relaciones entre conocimiento especializado y toma de decisiones en el marco de una sociedad compleja no alcanzaba a ser cubierto por una ciencia, aunque ésta enarbolara de entrada una bandera de integración disciplinaria. Por otro lado, los seguidores del programa lasswelliano pronto se encontraron separados por diferentes tensiones internas a la hora de definir no sólo los moldes epistemológicos, teóricos, metodológicos y técnicos desde los cuales abordar los problemas de los procesos de toma decisiones, sino que también se planteó la dificultad de definir claramente el lugar desde el cual se posicionaba el experto o el analista frente a quien toma decisiones o el político.

Si damos por sentado el problema de las limitaciones externas, un somero análisis de las tensiones internas —que se manifestaron en diferentes planos— es ilustrativo del tipo de desafíos que debió enfrentar la empresa lasswelliana. Para decirlo con una grosera simplificación, los seguidores de Lasswell se dividieron en dos alas: de una parte, podría hablarse de una corriente "sinóptica" (Edward S. Quade, Yehezkel Dror), formada por racionalistas "puros", maximizadores, planificadores, promotores de análisis racionales comprehensivos, cuyo encuadre intelectual habría que buscarlo en el análisis de sistemas como metateoría, el empirismo estadístico como método y la optimización de valores como criterio de decisión; desde otro ángulo, encontramos la corriente "antisinóptica" (Charles Lindblom, Aaron Wildavsky), integrada por racionalistas limitados, incrementalistas, pluralistas, "satisficers", sociólogos y politólogos de las políticas, quienes se enrolaban en el pluralismo como metateoría, el análisis contextual de casos como método, y la racionalidad social (integración de intereses) como criterio de decisión.9 En buena medida, estas posiciones apuntaban a generar dos tipos de conocimientos diferentes en su relación con las políticas: de un lado, un tipo de saber orientado a generar recomendaciones para la toma de decisiones fundadas en un saber científico demostrativo, y preferentemente de base matematizable; de otro, un saber más preocupado por comprender el sentido de la acción política en su particularidad, analizar los fenómenos de la construcción y ejercicio del poder en el marco de la puja de actores, y desentrañar los factores causales en un entramado sociohistórico del desarrollo de las cuestiones (issues).

Veinte años más tarde de aquel artículo seminal, cuando las aguas de algunos debates habían llegado a puntos de equilibrio y reconsideración, en un nuevo trabajo, "La concepción emergente de las ciencias de políticas" (1971), el politólogo de Chicago presentará una definición renovada de los estudios de política pública, con pretensiones más abarcadoras y conciliadoras, y haciendo eje en la relación entre conocimiento y toma de decisiones. En sus propias palabras, las policy sciences son "ciencias interesadas en el conocimiento del proceso de decisión (knowledge of) y en el proceso de decisión (knowledge in)". El "conocimiento en" es un tipo de estudio orientado a proponer líneas de acción sobre una problemática dada con base en la definición y evaluación de las "mejores" opciones, se produce en "tiempo real", y los productores de conocimiento están directamente involucrados en el proceso de toma de decisiones. El "conocimiento de", en cambio, está constituido por estudios sobre las causas, desarrollo y consecuencias del proceso de elaboración y puesta en marcha de las políticas, su producción es independiente respecto del tiempo real de la acción, y los actores que lo producen mantienen una distancia crítica con el proceso de toma de decisiones. Para señalar dos ejemplos extremos, un estudio sobre el funcionamiento del sistema de jubilación privada en la Argentina de hoy, a efectos de proponer recomendaciones sobre su reforma, sería claramente un estudio de "conocimiento en"; una investigación sobre el impacto social de la generalización del sistema jubilatorio durante el primer peronismo, sería un caso de "conocimiento de".

Ciertamente, ambos tipos de conocimiento son válidos y necesarios a efectos de mejorar los procesos de toma de decisiones, y ambos tipos de estudios habrían de ser cobijados bajo el manto común de las ciencias de las políticas, que en la renovada visión de Lasswell deberían poseer tres atributos básicos: i) contextualidad: las decisiones son parte integrante de un proceso social mayor que debe ser estudiado; ii) orientación hacia problemas: se busca el esclarecimiento de Metas, Tendencias, Condiciones, Proyecciones y Alternativas; iii) diversidad (pluralismo metodológico): los métodos utilizados son múltiples y diversos. En buena medida, esta conciliadora síntesis lasswelliana acompañó a una tácita división social del trabajo intelectual a partir de los años 70: las universidades y los centros de investigación académicos serían principalmente el espacio de producción del knowledge of, mientras que las agencias estatales y un creciente número de Think Tanks serían los espacios privilegiados de producción del knowledge in10 (véase, más adelante, el cuadro titulado "Dos formas de conocimiento aplicado referido a las políticas").

En tal sentido, la década del 70 será testigo de la expansión y consolidación del campo de estudio de las políticas públicas, junto con el surgimiento de nuevos debates y replanteos. Por una parte, hacia 1972 y con financiamiento de la Fundación Ford, se lanza una línea de apoyo a los nuevos programas de postgrado en políticas públicas en distintos centros académicos estadounidenses: Ann Arbor, Austin, Berkeley, Carnegie–Mellon, Duke, Harvard, Rand y Stanford. Asimismo, se fundan algunas de las principales publicaciones periódicas del área (por ejemplo, Policy Sciences en 1970), y se multiplican proyectos de investigación, congresos y reuniones académicas.

Simultáneamente, las usinas de pensamiento experimentarán un marcado crecimiento y una paulatina di versificación. En general, distintos autores coinciden en señalar que los centros de investigación y análisis de políticas públicas tuvieron tres grandes momentos de creación (Haass, 2002) (Abelson, 2002a) (Stone, 1996: 17). Para el caso emblemático de los Estados Unidos, una primera generación, hacia finales del siglo XIX y primeras décadas del XX, estuvo ligada a un movimiento orientado a profesionalizar el gobierno y mejorar la Administración. Algunos ejemplos serían el Instituto de Investigación Gubernamental (1916), antecesor de la Institución Brookings (1927), o la Institución Hoover (1919). Un segundo momento se produce a partir del final de la Segunda Guerra, cuando comienza a emplearse la expresión Think Tanks, y los centros de investigación se orientan fuertemente a analizar la agenda internacional en el marco de la Guerra fría y los desafíos del liderazgo mundial estadounidense. Un ejemplo típico de esta generación será la Corporación Rand (1948), vinculada a la Fuerza Aérea norteamericana, y que fue pionera en la realización de estudios sobre análisis de sistemas, teoría de juegos y negociación estratégica. Finalmente, una tercera oleada emergió hacia los años 70: estas nuevas usinas estabán concentradas, tanto en la "defensa de causas" como en la investigación, buscando generar "asesoramiento oportuno que pueda competir en un congestionado mercado de ideas e influir en las decisiones sobre políticas" (Haass, 2002: 2). La Fundación Heritage (1973) o el Instituto Cato (1977) serían ilustraciones típicas de esta nueva generación de Think Tanks.

Pero hacia finales de los años 70 y comienzos de los 80, también se iniciará una época en que comenzará a revisarse una cierta visión "lineal", e incluso ingenua, de la relación entre producir conocimiento especializado y aplicarlo en el ámbito de la toma de decisiones. En gran medida, las dos alas del proyecto de Lasswell se encontraron con serias dificultades para traducir su saber experto en decisiones, y debieron abocarse a reconsiderar algunos de sus planteos originales: los "sinópticos" no alcanzaron los objetivos prometidos en las áreas de defensa y seguridad con Johnson y en los sistemas de planeación, programación y presupuesto; los "incrementalistas", por su parte, tuvieron sus propios problemas al llevar adelante los programas de la "Gran Sociedad" y la "Guerra contra la Pobreza". Comenzó a reconocerse que los propios expertos habían recomendado políticas con información insuficiente, que se había subestimado el análisis de la implementación, o que se había descuidado la problemática de la evaluación (Pressman y Wildavsky, 1998).

Poco a poco, fue haciéndose manifiesto que era necesario revisar —con una visión integral— los problemas de la articulación entre conocimiento especializado y elaboración de políticas públicas. En esta línea, el actual interés por el estudio de la problemática es fruto, por un lado, del nuevo papel que cumple el conocimiento experto y las organizaciones productoras de expertise en el marco de las transformaciones globales entre Estado, mercado y sociedad civil, y por otro, de la autorreflexión crítica de los propios especialistas acerca de los usos y la influencia real del conocimiento científico en la toma de decisiones. En el primer caso, y como ha señalado James G. McGann al referirse a aquellas organizaciones comprometidas con el estudio de problemas globales,

...en el mundo ha habido una verdadera proliferación de centros de investigación y análisis que comenzó en la década de los 80 como resultado de las fuerzas de la mundialización, el fin de la Guerra Fría y el surgimiento de problemas transnacionales. Dos terceras partes de todos los centros de investigación y análisis que existen hoy se establecieron luego de 1970, y más de la mitad a partir de 1980 (2002:3).

Pero la referencia cuantitativa no debe hacernos perder de vista los cambios cualitativos que comportan, y la percepción de frecuentes"cortocircuitos" entre la esfera del expertise y la esfera de toma de decisiones. Si durante las décadas del cincuenta y del sesenta existía una confianza casi ciega en la validez de la "cadena dorada" que unía el saber científico con las necesidades de elaboración de las políticas públicas en los países centrales, la situación actual ha cambiado de manera significativa. Rara vez, nos recuerda Björn Wittrock (1999: 408) citando a Carol Weiss (1977), alguien se atrevió a dudar de que "utilizar la investigación de las ciencias sociales para las políticas públicas es una cosa buena [... ] usarla más es mejor, y aumentar su uso significa mejorar la calidad de las decisiones gubernamentales". Sin embargo, la expansión en los años siguientes de las propias ciencias sociales, de un lado, junto con los reiterados esfuerzos por vincular a éstas con los procesos de elaboración de políticas, de otro, pronto comenzaron a evidenciar las limitaciones de la ingenua doctrina que predicaba cierto automatismo unidireccional en la relación entre saberes especializados y gestión estatal. En buena medida, las preocupaciones actuales sobre los usos sociales del conocimiento son una respuesta a las ayer infladas, y hoy devaluadas, "pretensiones de la revolución racionalista [...] de racionalizar todo plan y coordinar las políticas públicas en un número cada vez mayor de ámbitos, y cada vez más hacia el futuro, con ayuda de toda una variedad de técnicas de administración" (Wittrock, 1999: 410).

Estas constataciones nos dejan en las puertas de una paradoja. "Tanto el crecimiento de la investigación social como la cientifización del procesos de políticas son procesos sociales de importancia fundamental en [...] Occidente" (Wittrock, 1999: 409), pero como contrapartida, "una y otra vez encontramos informes de científicos sociales que se quejan de que no se les escucha, y de responsables de políticas que se quejan de haber recibido muy poco que valiera la pena" (Wittrock, 1999: 409). Tal parece que la complejidad problemática de los vínculos entre la esfera del conocimiento científico especializado y la esfera político–institucional, donde se gestan y se implementan las políticas, está ahora en el centro de la escena.

 

REFLEXIONES FINALES

Vamos a aprovechar el espacio de estas notas finales para revisar el itinerario del campo analítico de las políticas públicas desde la perspectiva de la polémica sartoriana. Como vimos, el debate en torno al artículo de Sartori involucra al menos cuatro cuestiones diferentes: la identificación de la disciplina, su modelo ideal, los problemas, desvíos o defectos que enfrenta en la actualidad, y las estrategias de superación.

En el primer caso, la respuesta es sencilla: hemos tomado como referencia el campo de estudio de las políticas públicas tal como se desarrolló en los Estados Unidos desde principios de los años cincuenta. La generación fundadora, formada por autores como Lasswell, Lindblom o Wildavsky, es contemporánea de autores como Linz, Rokkan o Sartori. Ambas generaciones compartieron análogos desafíos, se desenvolvieron en el mismo contexto socio–histórico y epistemológico, y se plantearon objetivos estratégicos similares.

Pero a poco de andar sus derroteros, comienzan a separarse respecto del ideal científico. Ciertamente, en este segundo aspecto, el debate entre "sinópticos" y "antisinópticos" testimonia la dura confrontación entre dos maneras de pensar el estudio de las políticas (como ciencia "dura" o como "arte"), pero desde sus inicios el propio Lasswell se dio cuenta de la necesidad de constituir un tipo de saber interdisciplinario. La nueva ciencia debía ser una ciencia en plural (policy sciences), que combinara los aportes del amplio espectro de disciplinas de las ciencias sociales, pero también los saberes de otros campos. Así, las decisiones de políticas de salud no pueden ser hechas a espaldas de los avances de las ciencias médicas; la geología tiene muy útiles recomendaciones para hacer a una política minera, y los entomólogos pueden dar consejos fundamentales a la hora de definir un subsidio para el control de plagas en el marco de una política de desarrollo agrario sustentable.

Este obligado diálogo disciplinar ha tenido importantes consecuencias estructurales para las ciencias de las políticas. Por un lado, evitó identificar el desarrollo del campo en su conjunto con una ciencia tomada como modelo (por ejemplo, la economía). Justamente, a la hora de analizar una decisión pública sobre tráfico de estupefacientes, lo que hace valioso el diálogo entre economistas, psicólogos o juristas —cada uno con sus tradiciones interpretativas y sus respectivos modelos disciplinares— son los aportes diferenciales a la hora de tratar de comprender integralmente el fenómeno. De hecho, las eventuales pretensiones hegemónicas de un tipo disciplinar sobre otros han encontrado reiterados límites en la dificultad de un único saber para comprender el ancho campo de las decisiones. Por otra parte, el mismo Lasswell pensó de entrada que los estudios de políticas públicas debían ser programas de postgrado, en el que graduados en distintas disciplinas encontraran un espacio de producción interdisciplinaria de saber en torno a las decisiones, y con ello, se encontraba un límite estructural adicional a la pretensión epistemológica de un saber particular para subordinar al resto.

En tercer lugar, corresponde pensar los defectos, las promesas incumplidas o los desafíos de los estudios de política pública, y en este caso es difícil no coincidir con algunas de las preocupaciones de Sartori, en particular la que se refiere a la siempre problemática vinculación entre teoría y práctica. Aunque en este caso quizá corresponda una aclaración inicial: buena parte del tenor de los defectos se recorta siempre sobre el telón de fondo del tamaño de las expectativas; en otros términos, a mayores expectativas, es probable que seamos más proclives a caer en deprimentes descubrimientos acerca de lo lejos que estamos de las metas inicialmente propuestas, mientras que otros —que juzgarían aquellas metas como inalcanzables o exageradamente exigentes— serán más permeables a valorar evolutivamente los logros alcanzados. En definitiva, se trata de cierto aliento utópico y cierto ánimo pragmático que convive en toda discusión disciplinar.

En tal sentido, ¿qué tipo de influencia ejercen y/o deberían ejercer los saberes expertos en los procesos de elaboración de políticas? Carol Weiss elaboró una conocida clasificación para analizar la vinculación entre tres diferentes productos de la investigación y su posible impacto sobre las políticas: la investigación como datos, como argumentos y como ideas. En todos los casos, Weiss recalca con realismo que "la investigación de políticas o cualquier otro tipo de investigación no va a determinar la principal dirección de la política"; antes bien, los políticos y funcionarios "poseen convicciones ideológicas y constelaciones de intereses, que en gran parte determinan el rumbo que ellos siguen". El lugar de la investigación en la esfera de la política pública se conforma, las más de las veces, con "iluminar las consecuencias de las diversas opciones, para que quienes ocupan los cargos de autoridad puedan saber lo que obtendrán y aquello a lo que renunciarán al seleccionar un rumbo particular. La investigación de políticas es un actor de reparto en el drama de la hechura de políticas" (Weiss, 1999: 378–379).

En el caso de la investigación de políticas como ideas, el modelo ilustrado de Weiss supone que

la investigación de la ciencia social no tanto resuelve problemas cuanto ofrece un medio intelectual de conceptos, proposiciones, orientaciones y generalizaciones empíricas. Ningún estudio en sí mismo ejerce mucho efecto, pero, a la larga, los conceptos llegan a ser aceptados... Durante un período, y con mucha investigación, las ideas... se filtran hasta la conciencia de los funcionarios de las políticas y los públicos atentos. Llegan a desempeñar un papel en la manera en que los encargados de políticas definen los problemas y las opciones que examinan para hacerles frente... En este punto de su desarrollo, la ilustración puede ser el uso más sabio que se dé a las ciencias sociales (1978: 77).

En este esquema, "las ideas procedentes de la investigación entran en circulación", se filtran por "una variedad de fuentes", y "al ser absorbidas por el pensamiento convencional moldean las suposiciones de la gente acerca de lo que es importante, de lo que debe hacerse y de las soluciones que probablemente ayudarán a alcanzar los fines deseados" (Weiss, 1999: 384).

Por su parte, la investigación de políticas como argumentos "comienza con un conjunto de valores (sean los del investigador, los del cliente o los del empleador), y sólo considera opciones dentro de esta gama ideológica", por lo que se añade una "actitud de defensa activa y recomendación". Este tipo de investigación tiene tres ventajas para el que toma decisiones: i) "Le ahorra tiempo y trabajo; no tienen que descifrar las implicaciones de la investigación"; ii) "el argumento relaciona explícitamente la investigación con el problema en cuestión. Dice: por causa de la información a, b y c, cámbiese el artículo 4 inciso (a) en tal y tal sentido"; iii) "la integración de argumento y evidencia forma un [...] paquete para emplearlo en las negociaciones burocráticas o legislativas" (Weiss, 1999: 385–386). Como es claro, los grupos de interés y las organizaciones de cabildeo "diseminan cantidades considerables de información analítica, con objeto de fortalecer sus posiciones [...] es allí donde la investigación como argumentos (advocacy) parece florecer más abiertamente" (Weiss, 1999: 386).

En lo que respecta a la investigación de políticas como datos, podríamos decir que hasta finales de la década del 70 y principios de los años 80, se daba por sentado —desde una perspectiva racionalista estrecha— que lo que "deseaban los formuladores de las políticas era precisamente lo que los investigadores eran más capaces de ofrecer: datos, descubrimientos y conclusiones de investigación". Sin embargo, "cuando lo científicos sociales se ponían a estudiar los efectos de la investigación sobre las decisiones del gobierno, encontraban muy poco efecto". La respuesta es que las "convicciones ideológicas" y el "interés egoísta" de los actores y sus organizaciones "tomaban precedencia sobre los datos" (1999: 379).

En líneas generales, correspondería hablar de dos usos básicos de los datos científicos en el proceso de elaboración de políticas. Por un lado, tendríamos un uso propio o substantivo, en el que los datos cumplen el papel de "experiencias falsadoras" (a la Popper), y a partir de su conocimiento, llevan a abandonar o cambiar una orientación de políticas de manera significativa. Esto de alguna manera es raro en la política y en la ciencia, porque como la tradición kuhniana ha puesto de manifiesto, no se cambia una teoría o un paradigma en virtud de que algunos datos los "refuten", de la misma manera que nunca se espera completar toda la evidencia posible antes de actuar. Las políticas, como las teorías, al decir de Lakatos, "navegan por un mar de anomalías" hasta que no aparezca una teoría o una política "mejor" (y con posibilidades de ser llevada realmente a la práctica). En cualquier caso, y la experiencia de diversos estudios así lo corrobora, en ámbitos específicos puede mostrarse que la utilización de nueva información ha colaborado para cambiar significativamente una orientación de políticas. Por otra parte, nos encontraríamos con un uso instrumental (o retórico): en muchos casos, nos recuerda Weiss, "los descubrimientos de la investigación se utilizan básicamente cuando ayudan a los actores de las políticas a hacer lo que ya deseaban hacer" (1999: 380). De aquí también el uso sesgado de la información técnica en el debate público.

Como resumen, habría que decir que las tres formas de investigación (ideas, argumentos y datos) se combinan e interactúan a lo largo de todo el proceso de formación de políticas. No puede hablarse, por tanto, de la prioridad de una forma de conocimiento por sobre la otra, aunque quizá pueda conjeturarse que haya una mayor preeminencia de las ideas en los tramos iniciales, especialmente en la definición del problema y la estructuración de la agenda pública, cuando se establecen los lineamientos estratégicos generales por los que discurrirá la política, y una mayor preeminencia de los datos en el momento de la implementación y la evaluación, cuando la dirección de la política está definida, ocupando la argumentación el rango medio del proceso, especialmente en la fase de formulación de alternativas y toma de decisiones. En todo caso, estas observaciones no son nada más que hipótesis de lectura para un proceso en el que hay que ver en cada caso, y empíricamente, dónde, cómo, a través de qué canales y mediante qué intermediarios se produjo la mayor influencia de las ideas, los argumentos o los datos.

Finalmente, llegamos al momento de las estrategias. En este punto, otra vez, es difícil no reconocer que las propuestas de Sartori son valederas. En particular, su doble recomendación de "pensar antes de contar" y de "usar la lógica al pensar" son difíciles de objetar. Pero también podríamos decir que son insuficientes. Entre otras razones, porque la solución a los problemas que enfrentan los saberes sobre la política y las políticas no es sólo epistemológica sino también político –institucional.

En tal sentido, buena parte de los científicos sociales sigue todavía preso de cierta imagen unilateral de la "transferencia" de conocimientos: habría un lugar privilegiado, la universidad o los centros de enseñanza, que producen el saber, y otros espacios (los partidos, las instituciones públicas, los movimientos sociales, las organizaciones populares, etcétera) que "reciben" el conocimiento válido, académicamente constituido. Frente a esta visión tradicional, la noción de "vinculación" plantea un esquema de diálogo de mutuo aprendizaje, entre los saberes prácticos de quienes tienen cotidianamente que resolver problemas (de política o de gestión, de conformación de consensos o de organización) y los saberes propios del desarrollo de la investigación científica. Este diálogo entre diferentes no opera mediante mecanismos de transferencia vertical, sino más bien por canales y redes horizontales de intercambio (Scott, 1999) (Gibbons, 1997), y entre otros aspectos, permite mejorar la calidad del debate público en el proceso de elaboración de las políticas (Stein, 2006). Quizá una importante tarea que los académicos del campo de las ciencias sociales tenemos por delante es la de abocarnos a la conformación, ampliación y/o profundización, de estos espacios, desde los cuales podemos repensar no sólo de dónde venimos, sino lo que es más importante, hacia dónde vamos.

 

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NOTAS

*Agradezco a los evaluadores anónimos de la revista por sus observaciones y sugerencias a una versión anterior de este trabajo.

1El texto original del profesor Sartori apareció en el vol. 37, núm. 4, de la revista Political Science & Politics. En estas páginas, sigo la edición en español publicada por la revista Política y Gobierno (Sartori, 2004).

2 Distinguir estos planos ayuda a entender mejor algunas de las múltiples dimensiones de la polémica, y los puntos de acuerdo y de desacuerdo entre los polemistas. Por ejemplo, Cansino (2008) coincide y reivindica vivamente las críticas de Sartori a la ciencia política "normal", pero no parece coincidir ni con el modelo ideal sartoriano (la economía), ni con la estrategia de superación, que a su juicio debería incorporar un fuerte componente de reflexión "metapolítica", y reconstruir puentes con la filosofía prescriptiva. Por su parte, Colomer (2004) coincide con el modelo ideal sartoriano, pero no ve los problemas de la ciencia política en términos de "defectos" o "desvíos" estructurales (más allá de que reconoce la existencia de investigaciones cuantitativas irrelevantes), sino más bien las visualiza como etapas inmaduras que habrán de ser superadas intensificando el camino elegido cincuenta años atrás.

3 En este tramo de su artículo, Sartori retoma algunas de sus conocidas preocupaciones, y de sus reconocidas contribuciones, para el mejoramiento de la lógica de la investigación en las ciencias sociales. Entre sus múltiples aportes cabe recordar Sartori, 1992 (originalmente, 1979), y Sartori y Morlino, 1994 (originalmente, 1991). Sobre los problemas para la definición de la democracia, véase especialmente el capítulo IX (tomo n) de Sartori, 1988.

4 Esta sección constituye una reelaboración de ideas aparecidas en un trabajo anterior (Camou, 2006).

5 Hay que anotar como curiosidad histórica que estos primitivos "tanques de pensamiento" creados en Europa fueron obra de socialistas y reformadores, y no tenían ligazón con los sectores dominantes; más bien, se originaron a partir de iniciativas de intelectuales y políticos preocupados por las condiciones de vida de los sectores populares.

6 Una buena descripción del proceso de creciente especialización, profesionalización y "jergalización" de la vida intelectual americana en comparación con otros casos de países desarrollados se encontrará en Bell, 1993a y 1993b. Para la noción de "redes de asuntos", véase Hugh Heclo (1992).

7 Hasta entradas las dos primeras décadas del siglo XX, Alemania seguía siendo —aunque cada vez con menor frecuencia— el destino habitual de los jóvenes norteamericanos que aspiraban a una formación de postgrado de excelencia, tanto en ciencias "duras" como en Filosofía y Humanidades. Un testimonio personal se encontrará en el fundador del estructural–funcionalismo sociológico, Talcott Parsons (1986) (edición original en inglés: 1977).

8 La hegemonía del pequeño colegio independiente (college) perduró en Estados Unidos durante 250 años, desde la creación del colegio de Harvard en 1636 hasta la década de 1880 aproximadamente. A partir de entonces, se sucedieron al menos tres períodos de intensa transformación institucional que han sido identificadas como "revoluciones" en la educación superior: la primera, en la última parte del siglo XIX, incorporó la doctrina humboldtiana de la unidad entre docencia e investigación; la segunda, durante el período de entre guerras, expandió y especializó el rasgo más idiosincrático del mundo científico y académico estadounidense: la existencia de una poderosa y extendida red de fundaciones y agencias donantes que asignan una enorme dotación de recursos a la investigación mediante mecanismos de competencia; el tercer período de cambio acelerado lo encontramos en la década y media posterior a 1945, cuando el financiamiento público empuja decididamente la expansión, diferenciación y especialización de la oferta universitaria en todos sus niveles (Clark, 1997: 185–186).

9 David Garson (1993) señala que, en buena parte, las dificultades del programa lasswelliano se debieron a la ingenua visión de las relaciones entre ciencia y política; en este sentido, el "fracaso" de proyecto original y unificador de Lasswell quizá haya que buscarlo en su propio intento de vincular "humanismo (democrático)" y conductismo teórico–metodológico. Un amplio tratamiento de esta problemática se encontrará en Aguilar Villanueva (1993, vol. I).

10 La distinción de Lasswell entre dos tipos de conocimiento no es idéntica a la distinción entre "conocimiento básico" y "conocimiento aplicado", aunque se vincula con ella. Podría decirse que tanto "conocimiento en" como el "conocimiento de" son formas de conocimiento aplicado.

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