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Andamios

versión On-line ISSN 2594-1917versión impresa ISSN 1870-0063

Andamios vol.5 no.10 Ciudad de México abr. 2009

 

Dossier: Ciudadanía y representación

 

Partidos y democracia (¿"Porque amores que matan nunca mueren"?)

 

Parties and democracy (Why do loves that kill never die?)

 

Víctor Hugo Martínez González*

 

* Doctor en Ciencia Política por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales–México. Profesor–Investigador en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales (Universidad Nacional Autónoma de México). Correo electrónico: plomo@mexico.com, vicohmg@gmail.com.

 

Fecha de recepción: 12/05/2008
Fecha de aprobación: 10/11/2008

 

Resumen

Este ensayo analiza la difícil relación entre partidos y democracias, siguiendo cuatro discusiones académicas: divorcio original, festejo, declive/reemergencia y desilusión democrática. Este último momento, impulsado por la teoría de la calidad democrática y el postdebate de la crisis de los partidos, supone una "nueva" agenda de investigación explorada también por el artículo.

Palabras clave: Partidos, democracia, teoría de calidad democrática, representación.

 

Abstract

This essay analyses the difficult relation between parties and democracies through four academic discussions: first divorce, celebration, decline/reemergence and democratic disillusionment. This last moment, drive it by the quality of democratic theory and the postdebate to the crisis of parties, implies a "new" research agenda which is also explore it here.

Key words: Parties, democracy, quality of democracy' theory, representation.

 

Dice una canción de Joaquín Sabina: el amor empieza a irse ahora que no te pido lo que me das. La relación partidos–democracia, celebrada hace bien poco como un triunfo a la muerte de los regímenes autoritarios, sufre de esa misma paradoja. Nunca como hoy la democracia reina a nivel internacional, pero su reinado padece de un gran escepticismo hacia los partidos políticos. Este recelo no es, sin embargo, nuevo.

En 1902, en el primer estudio sistemático de partidos, Ostrogorski escribía: "los partidos han sido exitosos para asegurarse el control del gobierno, pero han fracasado miserablemente en sus funciones representativas" (1964: 539). Ciento seis años después, la relación partidos–democracia continúa siendo problemática. Sabemos que se necesitan mutuamente, que juntos hacen un gobierno deseable, pero también hemos descubierto que las democracias partidarias pueden ser poco democráticas.

En ese contexto, en el que la relación partidos–democracia es apropiada pero no plenamente satisfactoria, la literatura comporta dos "novedades". Por una parte, la crítica democrática de la democracia (O'Donnell, 2007), donde estarían propuestas como las "democracias delegativas" (O'Donnell, 1992), "exigentes" (Pasquino, 1999), "ciudadanas" (O'Donnell, 2003), o "de calidad" (Cansino y Covarrubias, 2007; Morlino, 2005; Schmitter, 2005). Por la otra, teorías partidistas configuradas como postdebate al debate agotado de la crisis de los partidos (Mair, 2007, 2006, 2004; Biezen, 2004). Ambas sendas investigativas sobrevienen a discursos teóricos considerados en su momento (casi) definitivos: la teoría de la consolidación democrática y, segundo, la hipótesis de la crisis del concepto crisis de partido. Esta nueva vuelta de tuerca supone un tardío pero valioso mea culpa. "Ahora que" por fin las democracias partidarias son dominantes, sus estudios (de teoría democrática y teoría partidista) retoman argumentos normativos que antes excluyeron: no basta la democracia sin calidad, los partidos no deben gobernar sin representatividad, se frasea de un tiempo a la fecha.

Planteado lo anterior, este artículo posee dos objetivos: 1) estimar, como signo de la conflictiva y nunca romántica relación entre partidos y democracias, las agendas investigativas que precedieron al actual debate por la calidad democrática y los partidos (otra vez) representativos; 2) apuntar, a efecto precisamente de las últimas reformulaciones académicas, que el mejor funcionamiento de los partidos es una condición necesaria, pero no suficiente, para la calidad democrática.

Si el desencanto es un fenómeno genérico del proceso democrático (Schmitter, 1991: 115), vale decir, para espantar decepciones imprevistas, que este ensayo no resuelve ningún problema teórico o empírico. Más bien lo contrario. Su afán es esbozar ciertos desencuentros (conceptuales, fácticos, crónicos y/o coyunturales) de la relación partidos–democracia que conspiran contra una alianza menos accidentada y precaria. Amores que matan nunca mueren, dice otra de las canciones de Sabina que poetizan el exceso. Sin ser éste el caso por cuanto la interconexión partidos–democracias está más allá de la retórica, dicho lazo no está libre de numerosos y peliagudos impasses de orden histórico, académico y/o político. Algunas de esas encrucijadas desfilarán también por estas páginas como consecuencia de su propio relato.

 

UN PÓRTICO NECESARIO

Los partidos políticos, se cree y pregona, ejercen una representación política democrática. La frase, común y repetida, conjuga tres elementos no fáciles de definir. No voy a elaborar aquí la arqueología de sus complicados significados, pero me interesa sentar una premisa: democracia, representación y partidos son conceptos ideal y analíticamente convergentes, pero sus propias trayectorias intelectuales y empíricas hacen su im/probable unidad contingente (incierta) y no ineludible (absoluta).

Democracia es el concepto más antiguo de los tres. Su prestigio, se sabe, debió remontar el rechazo que en épocas clásicas sentían por ella autores como Platón o Aristóteles. La democracia no nació con partidos, ni tampoco el principio de representación le fue inherente. En su momento fundacional, la democracia no era representativa. Su raíz, que hoy nos parece inseparable de la libre elección de gobernantes, fue durante siglos el sorteo y no la elección (Manin, 1998; Marcos, 2000). Hasta el siglo XVIII, como puede constatarse en obras como El Espíritu de las Leyes (Montesquieu) o El Contrato Social (Rousseau), la elección de gobernantes fue apreciada como un método aristocrático.

El significado de la democracia, vemos entonces, atraviesa un largo viaje histórico, inspirado por la ilusión de que los ciudadanos tengan gobiernos que los representen. De alguna manera, su estudio ha sido el descubrimiento de obstáculos a esa ilusión. Ya en 1939, cuando la ciencia política estaba en pañales, Merriam era poco optimista sobre la plena concreción del sueño: "es casi imposible que los electores puedan, en un momento dado, obtener el control del gobierno. No es que nuestro sistema electoral se proyecte para dificultar el control popular, pero en la práctica eso es lo que ocurre" (Merriam, 1941: 51. En esa misma línea, véase también Manin, Przeworski y Stokes, 2004).

Proteger la ilusión democrática, así sea reajustándola, es una asidua ruta académica. Dahl, desde 1953, ha trabajado sobre los procesos, requisitos, condiciones y criterios de la democracia (Dahl, 1982, 1987, 1989, 1992, 1999). La democracia, por él definida como "el sistema político entre cuyas características se cuenta su disposición a satisfacer entera o casi enteramente a todos sus ciudadanos" (1989: 13), merecería en sus investigaciones la conocida denominación de "poliarquía". Sobre las democracias existentes, recuerdo muy bien una sentencia de un profesor en mis cursos doctorales: la teoría de la poliarquía ha dicho ya todo. Para las teorías de la calidad democrática resulta, sin embargo, que ello no es así. De hecho, el debate post–poliarquía define una democracia de baja calidad como una que cumple con los requisitos de Dahl, pero no satisface aún otros criterios democráticos (Mazzuca, 2007: 42).

Si Dahl, pongámoslo de este modo, utilizó una estrategia sustitutiva mediante la que la ilusión democrática fue resguardada intercambiando el vocablo democracia por el de poliarquía, de un tiempo a la fecha otra estrategia, adjetiva y aditiva, viene ganando espacio en la literatura. Democracias ciudadanas, de desarrollo, auditadas, de calidad, etcétera, son adjetivos democráticos con un denominador común: sumar nuevos atributos a los que ya Dahl hubiera propuesto. En el fondo, lleva razón Munck (2007: 26); el problema sigue siendo el mismo: la búsqueda, sin un hallazgo último e indisputado, de una respuesta a la pregunta por el significado de la democracia. ¿Qué es la democracia? ¿Un sistema político (Dahl); un arreglo institucional (Schumpeter, 1996); un régimen, pero también una forma de Estado (O'Donnell, 2007); una forma de sociedad (Lefort, 1990; Castoriadis, 2000)? "What is democracy?", como Munck lo advierte, es —más acá de alguna "novedad"— el objeto de estudio de las teorías sobre la calidad democrática. Democracia, cierro aquí su pórtico, no es un término de fácil resolución.

Con el concepto de representación las cosas no son menos intrincadas. Veamos. Si la representación existía en la polis clásica como un medio aristocrático para seleccionar magistrados, consejeros o tribunos (Manin, 1998), la representación "democrática", la que hoy entendemos y defendemos como indispensable, no fue compañera del nacimiento de la democracia. Su invención, siglos después, es un legado de revoluciones históricas (inglesa, estadounidense y francesa) que generarían ideas radicalmente modernas, tales como la existencia de ciudadanos y, sobre todo, la consideración de que toda autoridad legítima procede del consentimiento sobre aquellos que va a ejercerse. Hobbes, aunque tampoco le es muy reconocido, sería uno de los primeros en reputar a los ciudadanos como fuente de legitimidad.

Pero incluso los gobiernos modernos serían, hasta la segunda mitad del siglo XIX, representativos pero no democráticos. Dicha representación, depositada en grupos legislativos al servicio de un pequeño y prominente sector de la sociedad, prescindiría de los partidos (únicas organizaciones, por entonces emergentes, capaces de incluir a las masas en la política). Más aún: para los fundadores del gobierno representativo moderno la creación de partidos fue percibida como una amenaza para la libertad del individuo. La reunión contingente de la democracia, la representación y los partidos (de masas) sería, pues, comprendida originalmente como una crisis del gobierno representativo (Ostrogorski, 1964), un peligro para el parlamentarismo (Weber, 1967), o peor todavía, un disparo letal al corazón de la democracia (Michels, 1962).

Si históricamente el principio de la representación ha sido variable, su archivo conceptual tampoco desmerece en complejidad. "Re–presentación", define Pitkin (1985), es hacer presente en algún sentido algo que, sin embargo, no está presente de hecho. Representación, según esto, consiste en una sustantiva actuación por otros que, por ser o tener que ser "sustantiva", hace de ella un concepto enrevesado. Qué se representa y cómo se le representa "sustantivamente" son así preguntas detonadoras de debates (Bobbio, 1986). Entre éstos figuran: 1) la visión del representante como un delegado sin libertad o con cierta capacidad de interpretar los intereses de otros; 2) la prohibición del mandato obligatorio a fin de que el representante vele por intereses nacionales y no particulares; 3) la ¿falacia o validez? de la representación orgánica, esto es, la idea de que la fidelidad representativa parte de perfiles socioeconómicos (un indígena debe tener un legislador indígena, por ejemplo); 4) la rendición de cuentas como la auténtica marca democrática del representante (Pitkin, 1985); 5) la negación de la rendición electoral de cuentas como garantía de representación (Manin, Przeworski y Stokes, 2004); 6) la sumatoria de otros tipos de accountabilities (rendición de cuentas horizontal y societal) más allá de las elecciones (O'Donnell, 2007).

Representación —se vislumbra su opacidad— no es un concepto con una definición teórica y una operacionalización empírica colmadas de consenso. Qué es la representación, así como ocurre con la democracia, carece de una solución unívoca.

Si en ciencias sociales construir conceptos es un problema gordo, el de partido político se lleva la medalla. Sabiendo eso, Ware calificaría su propio concepto como inconcluso: "el partido es una institución que busca influencia en el seno de un Estado, a menudo intentando ocupar posiciones en el gobierno, y puesto que normalmente defiende más de un único interés social, intenta, hasta cierto punto, agregar intereses" (Ware, 1996: 5). El estudio de los partidos, entes misteriosos, diría Duverger (1957: 12), añade entonces otras dificultades para el buen concierto de éstos, la democracia y la representación.

El análisis partidista evoca la (in)definición teórica que produce la ausencia de una teoría general de los partidos (Katz y Crotty, 2006). En 1951, aludiendo a esa falta de teoría comprensiva, Duverger evadiría definir a los partidos. "Una comunidad de estructura particular" (1957: 11), y ¡nada más!, fue su propuesta conceptual. Panebianco (1990), contagiado por el síndrome de las no–definiciones, avalaría en 1982 la ausencia de un concepto que prejuiciara y perjudicara la investigación partidista.

Definiciones, por supuesto, se cuentan por muchas, pero todas ellas despiertan objeciones en la literatura especializada. Para Duverger, un partido es una organización fuerte y estable. Pero precisamente contra esa idea, los partidos han sido definidos también como "cualquier grupo, aunque laxamente organizado, que busca puestos gubernamentales bajo una cierta etiqueta" (Epstein, 1967: 9). Conceptos como "el partido es una institución que busca enlazar al público con el poder político a través de ubicar a sus representantes en posiciones de poder" (Lawson, 1976: 3), no son, por otra parte, inmunes a la crítica que denuncia un sesgo funcionalista (Panebianco, 1990), o de plano, la desaparición analítica del partido en definiciones cuyo núcleo es la ambición individual: "el partido es un equipo de personas que tratan de controlar el aparato de gobierno" (Downs, 1973: 27). Si los partidos son, como pensara Beyme (1986: 35), "organizaciones ideológicas", ello tampoco está libre de impugnaciones: "un partido no es un grupo de hombres que intentan fomentar el bienestar público a base de un principio sobre el que todos se han puesto de acuerdo" (Schumpeter, 1996: 359).

Ante la cuantía de formulaciones teóricas, Pomper redactaría en 1992 un texto ("Conceptos de partidos políticos") con afanes resolutivos. Pero su intento distinguiría ¡ocho conceptos distintos de partido! Despejar la relación de los partidos con la democracia, vemos entonces, precisa hacerse cargo de la polisemia de sentidos inherentes a un partido político. Parte de estos desacuerdos deviene de tradiciones analíticas con definiciones repelentes entre sí. Lawson localiza cinco enfoques (histórico, estructural, de comportamiento, funcional–sistémico, e ideológico); Charlot (1987), cuatro (estructural, funcional, ideológico, y sistémico), y Montero y Gunther (2002), tres (inductivo, funcionalismo y elección racional). Cada escuela, sobra decirlo, entiende el vínculo partidos–democracia con premisas, contenidos y matices distintos. De los partidos definidos como una estructura permanente, a su conceptualización como fracciones de políticos sin ninguna estructura organizativa (Krehbiel, 1993), la relación partidos–democracia no cuenta en la literatura partidista con verdades reveladas o teorías únicas.

Democracia, representación y partidos —podemos resumir— encarnan un triángulo de doble complejidad: 1) la que nos preocupa cuando lamentamos que el rendimiento de su relación no sea la deseable; y 2) la que estamos obligados a aceptar cuando, vistos uno a uno, estos conceptos son una puerta abierta a diversos y a veces contradictorios significados. Elegir una de sus definiciones supone la desestimación de otras. Algo de ello, seguramente, incide en la recuperación actual de semánticas otrora marginadas.

 

DEMOCRACIAS Y PARTIDOS: (DES) ENCUENTROS CRÓNICOS

Afirmé en la introducción que la crítica democrática de las democracias y el postdebate por la crisis de los partidos, son brechas literarias relativamente novedosas. Dije, y ahora repito también, que el objetivo del texto es recordar el sinuoso camino que precede a estas nuevas olas teóricas. Una manera insuficiente, pero didáctica de hacerlo, es esquematizar el expediente en cuatro estaciones: divorcio original, ¿época gloriosa?, ¿retórica? de la crisis, y resaca triunfalista. Cruzando tales ciclos, la relación partidos–democracia generaría diferentes humores literarios: pesimismo, festejo, depresión/renacimiento y (re)examen de la última alegría y confianza. Cuento los contenidos de estas estaciones, y tras ello libero algunas reflexiones parciales.

La primera estación teórica partidos–democracia es de fisura y oposición: los partidos socavan la democracia, escribe Ostrogorski en 1902. La fobia partidista cogerá fama literaria en los años 60 del siglo XX, pero su origen es inseparable del surgimiento de los partidos. Por ser transgresora de gobiernos representativos sin base partidaria, y porque la organización de los partidos es portadora de "un comportamiento político disidente frente al sistema de normas vigente" (Beyme, 1986: 17), el nexo partidos–democracia será temprana y vehementemente rechazado por muchos. Desde su infancia, los partidos serán percibidos así como enemigos del gobierno democrático.

Los partidos, expresará muchas veces Ostrogorski, son una machine domination con tareas "inmorales": corrupción de la opinión pública, aplicación de encuestas para reforzar su poder, clientelismo sobre la población, etcétera. Ostrogorski, de tan horrorizado que estaba con ellos, clamaría por su eliminación. Michels, también en los albores del siglo XX, compartiría en mucho el juicio de los partidos como venenos para la democracia. Los partidos, aseveraría éste en su popular ley de hierro de las oligarquías, engendran una élite antidemocrática. Ostrogorski y Michels, aunque más interesados en la democracia interna partidista que en otra cosa, dejarían pronta constancia del escepticismo hacia los partidos como vehículos democráticos.

Que los partidos son producto y pilares de la democracia será, por el contrario, una de las tesis más encomiadas de Duverger. Los partidos políticos, clásico que Duverger publicase en 1951, significará así una etapa festiva de la relación partidos–democracia donde los partidos de masas serán considerados "las organizaciones del futuro". Los partidos, identificados como cemento de los sistemas democráticamente representativos (Neumann, 1965; Lipset y Rokkan, 1967), gozarán literariamente entonces de una época gloriosa. Resumo algunos atributos que darían al partido de masas ese prestigio.

Situado entre el Estado y la sociedad civil, el partido de masas ostentaría rasgos internos (organización doméstica) y externos (roles en el ambiente social) peculiares. Internamente, contendría un gran número de militantes de los que obtendría casi la totalidad de su financiamiento. Por ese lazo, estos partidos tendrían una mecánica articulada entre líderes y bases, cuyo funcionamiento dependería de una organización extraparlamentaria ("el aparato") creada para velar por la cohesión. Fuertemente disciplinados, estos partidos ofrecerían a sus miembros una prominente integración social. Catapultados además por conflictos de clase, serían ideológicos y programáticos. Externamente, los partidos de masas cumplirían una notable tarea de representación. Sus estructuras, localmente fincadas y enlazadas, asegurarían el contacto entre masas y líderes. Dirigida a sectores electorales predefinidos y bien limitados, esa función favorecería la movilización de un determinado grupo social. Dado ese rol, los partidos de masas fungirían como canales mediante los que los grupos sociales participarían en la política formulando demandas al Estado. En suma: los partidos de masas comportarían bases organizativas sólidas y extensas, claros vínculos identitarios con el electorado, estrategias políticas ideológicas, y bases electorales estables en el tiempo.

Esos atributos, hay que resaltarlo, empatarían con un tejido social muy específico: una estructura socioeconómica con clivajes polarizados; una concepción de la política centrada en la lucha de partidos que encarnaban esos clivajes; una visión de la democracia no ceñida a la trama electoral. Con condiciones así, la literatura clásica legaría cualidades románticas y festivas del partido de masas: su mayor interés no en ganar votos sino en "promover valores espirituales y morales en la vida política" (Duverger, 1957: 29); la creación (a efecto de la pasión por los partidos) de "células de a bordo que reúnen a los marinos en un mismo navío" (Duverger, 1957: 57); el contagio entre partidos de derecha del modelo organizativo de los partidos de masas de izquierda. ¿Qué tan de cierto y de mito hay en esta bella imagen partidista? Buceando en la literatura, no faltan los contra–argumentos que cuestionan un supuesto pasado heroico de los partidos. Ya en 1942, Schumpeter ofrecería páginas desacralizantes: los partidos no corrigen la apatía política de los ciudadanos, circunstancia por la que, racionalmente, éstos son apenas "un grupo cuyos miembros se proponen actuar de consumo en la lucha de la competencia por el poder político" (Schumpeter, 1996: 359).

Con una diagnosis enraizada también en la despolitización social, Kirchheimer escribiría en 1954 el primero de sus ensayos que estipulan el reemplazo del partido de masas por un tipo de partido ya no ideológico, sino electoral; ya no clasista, sino con clientelas heterogéneas que diluyen su perfil programático. Catch–all o agarra–todo, llamaría Kirchheimer a esta transformación partidista forzada por la desi–deologización y depolarización económica de las estructuras sociales. "Tras la segunda guerra mundial [... ] el partido de integración, producto de una época de diferencias de clase más profundas y estructuras confesionales más reconocibles, está sometido a la presión de convertirse en catch–all" (Kirchheimer, 1966: 184 y 190). Sólo tres años después del reporte de Duverger, Kirchheimer presentará así a los partidos ideológicos como una etapa efímera y transitoria dentro de una evolución general hacia cárteles electorales inapetentes e incapaces de revolucionar el status quo.

Contemporáneas a las de Duverger, las notas de Schumpeter y Kirchheimer tienen al menos dos derivas significativas. 1: la inexistencia, contra lo que Duverger pensara, de un cierto modelo de partido como hegemónico. 2: una duda razonable al respecto de una época gloriosa de romance entre partidos y democracias (Los partidos, detectaría Kirchheimer desde 1954, son funcionales a los poderes fácticos que dominan la sociedad e impiden a la democracia partidaria transformaciones sustantivas).

Pasemos a nuestra tercera estación teórica: la de la crisis (¿empírica o retórica?) de los partidos como actores democráticos. Este debate está ligado al parteaguas de Kirchheimer: ¿el cambio de los partidos anuncia su declive o fortalecimiento? Para unos, la devaluación de la ideología y militancia partidistas (que Kirchheimer apuntase) serán muestra de declive. Pero para otros, estos y otros cambios significarán un mayor equipamiento partidista para responder a los desafíos sociales. Esta discusión abrirá dos escuelas (Appleton y Ward, 1995: 114): la de los declinist, teóricos del declive, descomposición o deterioro partidistas, y la de los revivalist, defensores de la adaptación, metamorfosis o revitalización de los partidos. Resumiré esta confrontación.

Entre los años 60 y fines del siglo XX, el mundo transitó de una época de cambios a un cambio de época. La literatura partidista, atenta a los vuelcos sociales que los partidos han debido enfrentar, prohijaría un diálogo entre dos prefijos, post y de, que aluden a un momento de evolución o de franca crisis. En sociedades (post)in–dustriales o (post)materiales, los partidos sufren desajustes que los llevan a su (de)clive o (de)terioro (Inglehart 1977; Lawson y Merkl 1988). El cambio social forzaría así el cambio/crisis partidista. Aspectos como la fragmentación de las identidades colectivas, la pérdida de confianza en las instituciones de la democracia, el crecimiento de los sentimientos antipartidistas, el surgimiento de movimientos sociales con mayor capacidad de representación, la pérdida de votos, o la volatilidad electoral, serían síntomas inequívocos del crepúsculo y eventual muerte de los partidos.

Frente a un juicio como el previo, su réplica contradecirá las bases de lo que Strøm y Svåsand (1997: 4) llaman "la visión sombría y los tratados catastrofistas de los partidos". Y los contra–argumentos serán no menos interesantes y persuasivos:

1) continuidad, y no derrumbe, de los clivajes tradicionales. El nivel, históricamente inferior y no mayor, de volatilidad electoral. El cambio electoral como indicador espurio de cambio partidista: la volatilidad electoral no garantiza el cambio partidista ni su ausencia lo excluye (Mair, 1993);

2) estabilidad de partidos tradicionales, potenciada por la insti–tucionalización de sus clivajes competitivos y el magro rendimiento electoral de los nuevos partidos (Mair, 1997);

3) definición de la crisis partidista como un proceso de adaptación y fortalecimiento que, en palabras de Aldrich (1995: 160), obligaría a sustituir el prefijo de (declive, decaimiento, descomposición) por otro de significado opuesto: (re)emergencia, (re)vitalización, (re)surgimiento de los partidos.

"Si el rol de los partidos continúa declinando, atestiguaremos su eclipse o reemplazo por otras instituciones que vinculen más efectivamente a los ciudadanos con su gobierno" (Flanagan y Dalton, 1984: 13). "Las consecuencias hipotetizadas por la literatura del declive partidista son demagógicas y extremistas" (Reiter, 1989: 326). Alegatos dispares como éstos avisparon un debate y una apasionante ecuación analítica: ¿cambio social = cambio electoral = crisis partidista? Por supuesto, aseveran los teóricos del declive. No necesariamente, contrarrestan los teóricos de la adaptación.

 

EL DEBATE POR LA CRISIS DE LOS PARTIDOS

La discusión literaria por la crisis de los partidos, vemos así, ha sido de una complejidad endiablada. Dentro de ella varios niveles están en juego: a) un debate subyacente, teórico y metodológico, sobre la conceptuación y operacionalización del cambio en los partidos; b) una suerte de (meta) debate sobre la visión teórica y práctica de la democracia y el papel en ella de los partidos; c) una cantidad ingente de temas traslapados (neocorporativismo, nuevos movimientos sociales, identificación partidista, valores culturales, organización y funciones de los partidos, etcétera). Que los partidos cambiaron es algo que nadie niega, pero si ese cambio trasluce una adaptación o un declive, más claro es aún, fue fuente de un candente desacuerdo académico.

Desahogado en los últimos 30 años del siglo XX, este debate pareció tener un epílogo incontestable: a pesar de sus obituarios, el cadáver de los partidos no apareció nunca. Más aún: por su conducción de gobierno, los partidos son indispensables para las democracias. Luego de los aires fúnebres, la persistencia darwinista de los partidos erigiría entonces una nueva línea de estudio: las transformaciones contemporáneas gracias a las que los partidos habrían sobrevivido.

En ese renglón, una de las hipótesis más refinadas sería la de un modelo partidista emergente definido por Katz y Mair (1995) como partido cartel. Contemplado como un "nuevo" estadio en la evolución partidista, dicho partido manifestaría una interpenetración entre el partido y el Estado (los partidos dejan de ser agentes de la sociedad civil para convertirse en agencias estatales), y un patrón de colusión interpartidista (los partidos dejan de rivalizar para más bien cooperar entre sí). La ayuda/financiamiento estatal, ahí donde los actuales partidos dependen económicamente de los recursos públicos, habría acelerado esta transformación.

Con los partidos cartel, agregan Katz y Mair, daría inicio un período en los que los fines de la política se hacen autorrefenciales; la política deviene una profesión alejada del ciudadano de a pie, y los partidos, gracias a canales tecnológicos de comunicación (campañas personalizadas y mediáticas), serían más poderosos pese a sufrir una hemorragia de militantes —prescindibles para hacer llegar sus mensajes al electorado—. Eficaces, pero decrecientemente legítimos en el ánimo ciudadano, los partidos cartel, indican también Katz y Mair, podrían ser causa, y no remedio, del malestar con la democracia partidista. "En el modelo cartel existe una percepción creciente de que la democracia electoral debe ser vista como el medio por el que los gobernantes controlan a los gobernados, y no al revés" (Katz y Mair, 1995: 22).

Recientemente, retomando esta última advertencia, Mair (2007, 2006, 2004) situaría a los partidos como responsables de fomentar una democracia sin demos, esto es, sin el ingrediente de apoyo y respaldo popular que debiera ser imprescindible. El punto, puesto en la mesa por quien más ha escrito a favor de la no–crisis partidista, resulta paradigmático de una franja académica crucial: la necesidad (presente en la crítica democrática a la democracia y en el posdebate a la crisis partidista) de evaluar las democracias, no sólo ya con criterios de eficacia y utilidad sociales, sino también con acentos normativos. Este (re)examen del vínculo partidos–democracias es, precisamente, la cuarta estación teórica de nuestro recorrido. ¿Qué novedades hay en ella?

La "teoría de la calidad democrática", así fraseada, es por ahora una ola creciente de estudios inspirados en proponer nuevas dimensiones, alcances e indicadores para un concepto y una práctica de la democracia que mejore los requisitos, procedimientos y normas de la democracia poliárquica. El propio Dahl, reconociendo que las instituciones yugulares de la democracia representativa son apenas "un nivel de democratización mínimo", no es ajeno al reto de "conseguir un nivel de democratización más allá de la democracia poliárquica" (Dahl, 1999: 114 y 115).

Democracia más allá de las reglas e instituciones poliárquicas es, luego, la consigna de "los críticos democráticos de las democracias". Entre ellos, echando mano de la teoría política, filosófica y moral, sobresale una vocación normativa más transparente y ambiciosa. La calidad de la democracia aglomera así propuestas como

1) superar la democracia electoral, limitada al régimen político y elaborada por la versión más conservadora de la ciencia política, para construir un concepto de democracia que rebase lo institucional (O'Donnell, 2005 y 2007). En la fijación de una democracia ideal sin oposición a la democracia real, los valores de la libertad, la igualdad y la justicia deben figurar como centrales (Morlino, 2005);

2) ubicar la calidad de la democracia como posterior a la consolidación democrática. La consolidación de la democracia no es garantía de la calidad de la democracia, pues la sola consolidación de reglas e instituciones democráticas puede producir un régimen de baja calidad democrática (Schmitter, 2005). La calidad de la democracia, incluyendo valores e ideales, supera analíticamente a la consolidación de la democracia pues evalúa la democracia en términos de procesamientos, pero también de contenidos y resultados (Morlino, 2005);

3) uso de premisas sociológicas, históricas y económicas: a) una democracia de baja calidad mantiene la desigualdad social y económica (Morlino, 2005); b) la teoría democrática debe incluir "una sociología política históricamente orientada" (O'Donnell, 2007); c) "una democracia que se muestre impotente para impedir las desigualdades sociales y la permanente falta de oportunidades económicas, es una democracia difícilmente defendible" (O'Donnell, 2003: 15).

Definida la calidad de la democracia como "el grado en que, dentro de un régimen democrático, una convivencia política se acerca a las aspiraciones democráticas de su ciudadanía" (O'Donnell, 2003: 158), este nuevo concepto y enfoque de la democracia reconsidera aspectos éticos (igualdad, libertad, justicia no formales) ensombrecidos antes por el diseño analítico de un andamiaje institucional de funcionamiento democrático. Asumido que dicho andamiaje resultó insuficiente para el "buen gobierno" de la democracia, la estrategia aditiva de juicios, valores y adjetivos normativos consiste así en "la extensión de la democratización a través de complementar los requisitos de Dahl mediante una expanded definition of democracry" (Mazzuca, 2007: 42).

¿Cómo, si es que la hay, se teje una relación entre la teoría de la calidad democrática y el postdebate partidista de la crisis? Por el momento, esta fase literaria no parece tener más puntos de contacto que el reconocimiento del peligroso vacío existente entre los ciudadanos y el mundo de la política. De un lado, la teoría democrática hace autocrítica y asume que sin calidad la democracia degenera "en el gobierno de los políticos y no en el de los ciudadanos" (Nun, 2000). Por otro, la teoría partidista contemporánea revisita sus propias posiciones y advierte las consecuencias negativas de que los partidos hayan afilado (como estrategia de sobrevivencia académicamente avalada) su rol gubernamental en perjuicio de su papel expresivo y de integración social. "Para qué, después de todo, habríamos de querer partidos si, más allá de sus provisión y ejecución de gobiernos, no tuvieran capacidades representativas" (Sartori, 2005: 29).

En ese ánimo, resulta llamativo que las nociones de "fracaso y declive partidistas" sean puestas ahora nuevamente en circulación por quienes antes abjuraron de ellas.

En otro sitio argüí que todo esto (las transformaciones partidistas) era parte de un proceso necesario de adaptación partidista. Precisamente porque los partidos ya no funcionaban como representantes efectivos, tenían que compensarlo acrecentando su rol dentro de las instituciones. Ya no dieron tanta voz a los ciudadanos, pero se hicieron imprescindibles para el funcionamiento de la democracia. Por eso no estaban en declive, sino adaptándose a circunstancias nuevas [... ] Pero eso ahora me parece una interpretación cándida [...] Los partidos no buscaron el equilibrio entre sus funciones representativas y gubernamentales, sino que abandonaron las representativas, y el problema es que ahora no pueden legitimar su rol gubernativo (Mair, 2004: 22 y 23).

Los partidos, se (re)piensa así, reclutan líderes, ejercen la administración pública, canalizan elecciones y forman gobiernos. Pero esa eficacia no los hace legítimos. La democracia, se (re)piensa también, debe rebasar lo institucional que, siendo útil, no es la llave de la calidad. Si esta convergencia en posiciones normativas supone un mea culpa esperanzador, es algo sobre lo que divagaré en el siguiente apartado.

 

ALGUNOS ENTREVEROS

Tras un pórtico conceptual que consideré pertinente y un travelling descriptivo de los expedientes académicos de la relación democracia–partidos, este ensayo contabiliza muchos entreveros. Deslizaré aquí sólo algunos de ellos.

Primero una obviedad: el vínculo partidos–democracias nunca fue el de un idilio normativamente deseable. La democracia, vimos ya, es un concepto en permanente (re)armado. Sus últimos estudios procuran (otra vez) un nuevo concepto. Tantas teorías democráticas (pluralistas, procedimentales, deliberativas, radicales, etcétera), cada una con presupuestos propios sobre el papel democrático de los partidos, condicionan que para estas teorías las democracias partidarias sean un problema irresuelto. Los estudios de partidos, informa también su historial académico, no han prohijado una teoría general para la que el rol democrático de éstos sea un asunto despachado. Con un cúmulo de teorías (democráticas y partidistas) en desencuentro crónico o mutua indiferencia, el nexo partidos–democracia sigue siendo objeto de desacuerdos.

"Indiferencia mutua entre las teorías democráticas y partidistas" (Biezen, 2004). Abogando por renovar la teoría de partidos, Biezen resalta el aislamiento bajo el que teorías democráticas y partidistas crecen como si la una no tuviera que dialogar con la otra. Pero cabe una precisión: esa indiferencia transcurriría en el plano de las tesis éticas. Para la literatura procedimental de las democracias, los partidos figuraron siempre en sus planteos. Ese sitio, empero, fue el de élites encargadas de encauzar el conflicto en sociedades plurales. Élites, como lo prescribe la teoría económica de la democracia, encomendadas de estabilizar el sistema/mercado político.

En esa clase de enlace democracia–partidos, las funciones de estos últimos destacarían por su conservadurismo, esto es, por tareas que no comprometieran la estabilidad del orden dominante. Funciones legales, leales y circunscritas al orden de una democracia sólo institucional, incluirían de este modo a los partidos en una teoría democrática que elegiría a su vez sus propias opciones (y pérdidas consecuentes): para que la democracia liberal andara, puesta a escoger entre la libertad y la igualdad, el segundo de estos valores debió asimilarse como más formal y menos sustantivo (Bobbio, 1989).

Ese funcionalismo conservador, defendido por la literatura de la no–crisis partidista, influiría en la interpretación de los partidos como organizaciones que para sobrevivir abandonaron la geografía social por los recursos y confines del Estado. Los partidos gobiernan, y lo hacen en todas las democracias liberales. Que los partidos gobernasen, aunque no se supiera bien con cuánta animadversión ciudadana, fue valorado así como el dato empírico que negaba su debilidad y refería los sentimientos antipartidistas como deseos ciudadanos ambiguos y contradictorios (Linz, 2002).

La relación instrumental partidos–democracias fue, por otra parte, avalada por la borrachera positivista de la ciencia política. Hacia los años 20–50 del siglo XX, la ciencia política rompió con su discurso originalmente normativo. A esos años pertenecen los virajes más enfáticos en una disciplina de espíritu avalorativo. Nuevos métodos de investigación, las semillas del enfoque de teoría política positiva (económica y no sociológica, como recomendaba Brian Barry), o la aparición de una "nueva teoría de la democracia" (Schumpeter) —opuesta a las ideas clásicas desestimadas como impracticables— son, a un mismo tiempo, bases de un programa político–académico y antecedentes analíticos del concepto de democracia que viajaría globalmente con la literatura de las transiciones. Hoy que la transitología considera a la consolidación democrática una estación teórica fallida, este hecho luce como efecto de un concepto institucional de democracia despojado premeditadamente de sus condiciones sociales, económicas, morales, culturales. Sería lindo, como Lechner (1988) y Lesgart (2003) indagan, (de)construir los puentes entre política real, estudios académicos y metodología de investigación, así como su incidencia en nuestras lecturas y mapas cognitivos e ideológicos sobre lo que la democracia no puede, y sí puede, ser.

La recuperación de argumentos normativos, es cierto, apronta aire fresco a las teorías democráticas y partidistas. No sé si esa "vuelta" a lo axiológico pueda curar a la ciencia política de su embriagamiento positivista. No creo, de hecho, que ése sea el caso. Pero este giro infiltra cambios saludables: a) la reconsideración de que la efectividad de "un buen gobierno" supone forzosamente el inasible tema de la legitimidad, esto es, las razones invisibles por las que los individuos encuentran justo obedecer a su gobierno. Las democracias partidistas, se dice ahora, precisan algo más que pactos y regularidad: deben ser socialmente legítimas al ofrecer un rendimiento todo lo cercano que sea posible a las expectativas de los ciudadanos; b) con la (re)valoración de lo que a un régimen le aporta legitimidad, las teorías democráticas y partidistas renuncian a la pretensión de teorías universales: partidos y democracias, se reconoce ahora, implican experiencias históricas concretas que contradicen la tentación académica de modelos únicos y reduccionistas. Una teoría democrática, afirma así O'Donnell (2007), debe partir de las condiciones sociohistóricas de sus distintas expresiones. Una nueva teoría de partidos, demanda similarmente Biezen (2003), no puede seguir limitándose a importar acríticamente las anécdotas paradigmáticas de Europa occidental.

Finalmente, y dado que la fuente de "un buen gobierno" radica en la preocupación clásica por los fundamentos de obligación política a un Estado, el debate revive lo que pese a ser evidente había tenido un lugar secundario en los análisis: la necesidad, imprescindible y sin sucedáneos, de un Estado fuerte que proteja e irradie la democracia. El concepto Estado fue una vez jubilado por la ciencia política: "ni el Estado ni el poder son conceptos que sirvan para unificar la investigación política", (Easton, 1968: 110). Estado es hoy un mea culpa de la teoría democrática; fue un término subutilizado por la literatura de las transiciones. Si la calidad democrática supone dejar las ciudadanías de baja intensidad e impedir que las desigualdades económicas desfonden los derechos políticos, el problema no es otro que el de la (re)construcción de estados demasiado poco poderosos para llevar a más una democracia empañada por regímenes de pluralidad social arbitraria y selectiva (Oxhorn, 2008). La ciudadanía, joya del discurso de la calidad democrática, evolucionó empíricamente como una relación entre el individuo y el Estado. Si éste es flaco, la ciudadanía sufrirá ojeras, cansancio y desilusión (Heater, 2007).

En suma, si la democracia es tanto un principio organizativo como un principio de legitimidad (Lechner, 1988: 134), si los partidos tienen las mismas funciones institucionales que sociales (Mair, 2004), las nuevas teorías democráticas y partidistas, aún sin una firme hoja de ruta que remonte su indiferencia mutua en el plano normativo, estarían quizá avanzando hacia un horizonte que subsane sus propias escisiones. La democracia —se recupera ahora lo que antes se marginó en su construcción conceptual— lleva consigo "una lógica moral sobre la que descansa su legitimidad política" (Ipólito–O'Donnell, 2008: 56). Los partidos, se retoma lo que fue excluido para no ceder a la literatura de su ocaso, deben resarcir la democracia sin demos que gobiernan. La novedad de estos discursos tiene empero un sabor agridulce, tanto como (re)descubrir la importancia del Estado para la democracia y aceptar que los partidos, sumados todos los límites de su propia configuración y el cambio en las estructuras e identidades sociales, no pueden reducir la irreductibilidad de la política a una mera competencia electoral.

 

CONCLUSIÓN

En agosto de 2007, Luis Salazar pronunció en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales–México una conferencia sobre los déficits de las democracias. Recuerdo una de sus definiciones más ácidas: la transición democrática mexicana consistió en el paso de una colonización hegemónica del Estado a una colonización pluralista: los partidos y los poderes por encima de ellos secuestraron el espacio público, decía Salazar. Dos grandes problemas trae esto para la representación democrática. 1) la conducta de elites partidarias desinteresadas en socializar los privilegios que ganaron con la democracia y, más allá de ello, la reducción de su protagonismo en las democracias. 2) una lesiva sujeción de los partidos a los medios de comunicación. El principio de representación, impactado por la incidencia social de los media, habría evolucionado hacia una democracia de audiencia en la que los partidos lanzarían a los públicos distintas ofertas (Manin, 1998). "Democracia centrada" en los medios, pero también "censada y/o cercada" por los media llama Exeni (2005) a estos ejercicios de sondeocracia donde los partidos pierden el timón de la agenda política. Como dijera Kirchheimer hace 54 años: los partidos son menos prominentes que lo que su papel formal pudiera indicar. Si esto es así, un deseable mejor funcionamiento de los partidos no resuelve por si solo la representación democrática. El problema, incluyéndolos, los trasciende.

Con esa misma intuición, Prud'homme (2007) lleva el problema a la zona inasible de los imaginarios colectivos. Para el caso mexicano, considera también éste, la insatisfactoria representatividad de las democracias partidarias inicia, pero no acaba, en el estrecho talento de sus elites. Tocando una herencia simbólica, el problema estaría quizá siendo agravado por el anhelo, no expuesto a la revisión de su factibilidad, de que un sistema partidista de radio nacional y estirpe republicana pueda echar al olvido la muy familiar experiencia de modos de representación política tradicionalmente locales y ajenos a la prohibición constitucional de la no reelección constitutiva. Afrontar los propios ideales y temores democráticos, sería otra cuenta pendiente.

Si para tener calidad la democracia debe responder a la perspectiva ciudadana, rastrear esa perspectiva supondría otra tarea. Sobre ello, Schedler y Sarsfield (2007) plantean estadísticamente una advertencia: las declaradas preferencias ciudadanas por la democracia no convierten a un individuo en un verdadero demócrata. Buena parte de los encuestados serían, al declararse demócratas pero no rechazar todas las formas de autoritarismo, una suerte de "demócratas con adjetivos". Si ello puede ser así, el problema, otra vez, demandaría reajustes no sólo partidistas.

Habría muchos otros problemas circundantes, pero abordo sólo uno más: la rígida construcción académica del concepto democracia. La democracia precisa de un sistema estable de reglas, pero también parece requerir movimientos y participación política ajenos al territorio institucional. Todos los regímenes institucionales (Dahl es el primero en reconocerlo) aportan una versión inconclusa y decepcionante de la democracia ideal. Cómo entonces, sino a través de un paradójico fundamentalismo democrático, pretender que las tentativas de arreglo no desafíen el circuito de los remiendos institucionalistas. Sin romper con lo que la política institucional ofrece, pero tampoco sin caer en la falacia de que lo político es sólo lo institucional y/o técnico, las democracias, podría ser revisado en las cortes académicas, necesitan de "un equilibrio entre el momento de institucionalización y el de autonomías e identidades fuera de las instituciones que pongan presión al sistema político institucional político para su mayor articulación con la sociedad civil" (Laclau, 2006: 193). Los hombres, sus culturas, sueños y pesadillas no importan menos que las instituciones.

Es pronto para el deseo y muy tarde para el amor, dice otra canción de Sabina. Sería bueno para la salud académica, pero más para la fortuna de la democracia que es lo que verdaderamente importa, que las "nuevas" teorías democráticas y partidistas no naufragasen en ese destiempo de los deseos ligeros y los amores retrasados.

 

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