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Andamios

On-line version ISSN 2594-1917Print version ISSN 1870-0063

Andamios vol.5 n.10 Ciudad de México Apr. 2009

 

Dossier: Ciudadanía y representación

 

La participación ciudadana como una relación socio–estatal acotada por la concepción de democracia y ciudadanía

 

Citizen participation as a society–state relation delimited by the concepts of democracy and citizenship

 

Mario Espinosa*

 

* Profesor–investigador de tiempo completo de la Academia de Ciencia Política y Administración Urbana de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Correo electrónico: learssen@yahoo.com.

 

Fecha de recepción: 14/05/2008
Fecha de aprobación: 19/09/2008

 

Resumen

En este trabajo, se señala que la participación ciudadana constituye un tipo de relación socio–estatal, la cual, antes de remitirnos a un conjunto de dispositivos institucionales o a la lógica de la organización social, puede ser concebida como un espacio de interacción, comunicación y diferenciación entre el sistema estatal y el social. Además, se plantea que dicha relación socio–estatal, que tiene como función la regulación permanente del conflicto supuesto en la definición de los temas públicos y de la propia agenda político–social, es una relación característica de las sociedades contemporáneas acotada (en sus sentidos y orientaciones) por las nociones normativas derivadas de los significados de la democracia y de la propia categoría de ciudadanía.

Palabras clave: Participación ciudadana, sociedad civil, Estado, democracia, ciudadanía.

 

Abstract

This text states that citizen's participation constitutes a society–state kind of relation which, before making reference to a bunch of institutional structures or to the logics of social organization, can be conceived as an interaction space, as well as for communication and differentiation between the state system and the social system. The text also sets out that the relation between the state and the society is a characteristic relation in contemporary societies; it is delimited (in its senses and orientations) by the regulation notions derived from the meaning of democracy and the concept of citizenship itself. The relation performs the function of regulating permanently the conflict assumed in the definition of public affairs and the political and social agendas.

Key words: Citizen's participation, civil society, state, democracy, citizenship.

 

INTRODUCCIÓN

Durante las últimas tres décadas del pasado siglo XX, el mundo en general y América Latina en particular han vivido un proceso de profundas transformaciones de distinto signo. Una de estas grandes mutaciones, sin duda, consistió en la expansión de la democracia como opción de gobierno a escala mundial. En este escenario, no sólo se configuró una serie de condiciones que obligaron a repensar los espacios e instituciones básicas para la organización política–administrativa del Estado, sino que también se generó un conjunto de condiciones sociales que impulsaron la construcción de nuevas formas asociativas y de solidaridad social autónomas que exigieron la apertura de los espacios públicos y, por tanto, se acentuó la relevancia de la participación ciudadana en la consolidación de las democracias representativas, en tanto que el afianzamiento de esta forma de gobierno ya no depende sólo de que los ciudadanos ejerzan libremente sus derechos políticos, sino de que también éstos se involucren (participen) activamente en los diferentes ámbitos y etapas del quehacer público. (Vallespín, 2000; Giddens, 2000).

En este contexto, sin duda, el despliegue de diversos proyectos de participación ciudadana, auspiciados desde diversos ámbitos y actores (sociales y/o políticos), se ha vuelto una constante en la conformación de las relaciones entre gobernantes y gobernados. El objetivo de este trabajo no consiste en exponer o describir una experiencia en particular. Por el contrario, su objetivo es discutir los referentes discursivos, teóricos y metodológicos desde los que se han analizado, regularmente, dichos procesos participativos.

Desde nuestra perspectiva, la exégesis de la participación ciudadana se encuentra actualmente bifurcada. Por un lado, están las interpretaciones que resaltan la autonomía y lo alternativo, respecto de la esfera estatal, de dichos procesos participativos (es decir, la diferenciación entre Estado y sociedad) como los rasgos esenciales de su originalidad, así como los significados democratizadores y ciudadanos que, se supone, son propiedades inmanentes de dichos procesos. Por otra parte, el contacto y la proximidad (esto es, la comunicación e incluso la interacción entre lo estatal y lo social) recreados a través de dichos proyectos de participación ciudadana, son traducidos, regularmente, como propiedades secundarias o artificiales, en tanto que sólo denotan el despliegue de acciones estratégicas para la conformación de una mayor legitimidad democrática y el respectivo control de la participación ciudadana por parte de órganos de representación política.

Considerando lo anterior, aquí se propone una aproximación conceptual distinta para la explicación de los procesos de participación ciudadana. Concretamente, se argumenta que dicho proceso puede ser tratado como un espacio de interacción, comunicación y diferenciación entre el sistema estatal y el social, antes que como un fenómeno que discurre entre lógicas excluyentes e incompatibles entre sí, es decir, como una relación socio–estatal que, en tanto tiene la función de regular conflicto supuesto en la definición de los temas públicos y de la propia agenda político–social, es una relación que se encuentra acotada (en sus sentidos y orientaciones) por las nociones normativas derivadas de los significados de la democracia y de la propia categoría de ciudadanía.

Con el propósito de argumentar nuestra propuesta, se parte del planteamiento de que el término de participación ciudadana es un concepto cruzado por dos grandes ejes analíticos. El primero, asociado a la manifestación empírica–descriptiva de estas prácticas ciudadanas, nos remite a las dimensiones, objetivos y lógicas presentes en la manifestación de este proceso cívico–político, en que se pone en juego el carácter de las decisiones públicas. El segundo, el eje coligado con la discusión normativa que ha acompañado y, en algunos casos, configurado la manifestación histórica de los procesos de participación ciudadana, nos conduce a los fundamentos, principios democráticos y de ciudadanía con que se encuentran asociadas la expresión y creación de espacios de organización ciudadana, en los cuales se disputa la disposición y ejecución de los asuntos públicos. Con este esquema, en un primer momento, se presenta un recuento general de las delimitaciones conceptuales vertidas hasta ahora sobre el proceso de participación ciudadana. Posteriormente, se acotan las distintas dimensiones y lógicas (estatal–social) que subyacen tras la formulación, análisis y desarrollo de dicho fenómeno y se subraya que el ejercicio de la participación ciudadana puede ser entendido como un espacio de interacción, comunicación y diferenciación entre el sistema estatal y el social, antes que como un fenómeno que discurre entre lógicas excluyentes e incompatibles entre sí. Consecutivamente, se hace una revisión de los presupuestos de la teoría política democrática, desde los cuales se apuntala, en términos normativos, su función e importancia en la consolidación de los regímenes democráticos y/o su incidencia en los procesos de expansión y fortalecimiento de la llamada sociedad civil y, finalmente, se retoma la discusión sobre el concepto de ciudadanía con el objeto de señalar las particularidades que caracterizan a este tipo de participación y, mejor aún, se establecen ámbitos, sentidos y objetivos a través de los que la participación ciudadana, entendida como un espacio de interacción básica entre la sociedad y el Estado, comunica o diferencia a ambos tipos de sistemas.

 

PARTICIPACIÓN CIUDADANA: CONCEPTOS, DIMENSIONES, OBJETIVO, CONDICIONES Y LÓGICAS

La participación ciudadana es un concepto regularmente empleado para designar un conjunto de procesos y prácticas sociales de muy diversa índole. De aquí, el problema o riqueza de su carácter polisémico. Problema porque la pluralidad de significados, en ciertos momentos, ha conducido a un empleo analítico bastante ambiguo. Riqueza, porque la multiplicidad de nociones mediante las que se ha enunciado ha permitido acotar, cada vez con mayor precisión, los actores, espacios y variables involucradas, así como las características relativas a la definición de este tipo de procesos participativos.

En términos generales, la participación nos remite a una forma de acción emprendida deliberadamente por un individuo o conjunto de éstos. Es decir, es una acción racional e intencional en busca de objetivos específicos, como pueden ser tomar parte en una decisión, involucrase en alguna discusión, integrarse, o simplemente beneficiarse de la ejecución y solución de un problema específico (Velásquez y González, 2003: 57).

De acuerdo con esta definición formal, aquello que llamamos participación ciudadana, en principio, no se distingue de otros tipos de participación por el tipo de actividades o acciones desplegadas por los individuos o colectividades involucradas. Este tipo de participación se acota como ciudadana porque es un proceso o acción que se define y orienta a través de una dimensión, una lógica y unos mecanismos político–sociales específicos.

Entonces, la participación ciudadana —aun cuando no pueda decirse que haya una concepción unívoca del vocablo— nos remite al despliegue de un conjunto de acciones (expresión, deliberación, creación de espacios de organización, disposición de recursos) mediante las cuales los ciudadanos se involucran en la elaboración, decisión y ejecución de asuntos públicos que les afectan, les competen o, simplemente, son de su interés. Entendida así, de entrada, podría afirmarse que ésta nos remite a un tipo de interacción particular entre los individuos y el Estado, a una relación concreta entre el Estado y la sociedad, en la que se pone en juego y se construye el carácter de lo público (Ziccardi, 1998; Álvarez, 1997; Cunill, 1991).

En este sentido, la participación ciudadana se distingue de la llamada participación comunitaria y de la social porque, aun cuando éstas también nos hablen de un tipo de interacción especial entre la sociedad y el Estado, los objetivos y fines de la acción que caracterizan a estas últimas, se ubican y agotan, fundamentalmente, en el plano social, es decir, dentro de la comunidad, gremio o sector social en donde acontecen (Álvarez, 2004; Cunill, 1991). Por el contrario, la participación ciudadana es una acción colectiva que se despliega y origina simultáneamente en el plano social y estatal. Esto es, no se trata de una acción exclusiva de una organización social; tampoco es una acción dada al margen o fuera de los contornos estatales, ni un ejercicio limitado por los contornos de la esfera social o estatal que la origina. La participación ciudadana es un tipo de acción colectiva mediante la cual la ciudadanía toma parte en la construcción, evaluación, gestión y desarrollo de los asuntos públicos, independientemente de las modalidades (institucional–autónoma) por las que esta misma discurra (Álvarez, 2004: 50–51).

Por último, la participación ciudadana se distingue de la participación política porque el conjunto de actos y relaciones supuestas en el desarrollo de la primera no están enfocados (exclusiva, ni fundamentalmente) a influir en las decisiones y la estructura de poder del sistema político. Es decir, aun cuando con el despliegue de estas prácticas ciudadanas se busca incidir en la toma de decisiones que constituyen el orden de la política y de las políticas,1 se diferencian sustancialmente de las actividades políticas porque el conjunto de acciones, desplegadas desde este ámbito ciudadano, no pretende ser ni constituirse en poder político, ni busca rivalizar con éste. Aun cuando la participación ciudadana pueda concebirse como un canal de comunicación por el que discurren las decisiones que atañen a la competencia por el poder en un sistema político determinado (elección, sufragio); el alcance de dichas decisiones no está orientado a desplazar los órganos de carácter representativo, ni mucho menos constituirse en algún tipo de autoridad política (Pesquino, 1991: 18).

 

Dimensiones, objetivos, condiciones y lógica de la participación ciudadana

Según las múltiples definiciones planteadas sobre participación ciudadana, en primer lugar, podríamos ubicar aquellas que se centran en resaltar el espacio o dimensiones en el que acontecen dichas prácticas ciudadanas, así como los objetivos, condiciones y lógicas (autónomas y/o institucionales) que perfilan su realización.

Dimensiones

La delimitación del espacio donde acontecen los procesos de participación ciudadana, sin duda, ha sido una de las preocupaciones constantes en la literatura. De acuerdo con lo anterior, diversos autores se han preocupado por destacar que la participación ciudadana, en primer lugar, nos remite a

1) las experiencias de intervención directa de los individuos en actividades públicas para hacer valer sus intereses sociales (Cunill, 1997: 74);

2) procesos mediante los cuales los habitantes de las ciudades intervienen en las actividades públicas con el objetivo de representar sus intereses particulares (no individuales) (Ziccardi, 1998: 32);

3) conjunto de actividades e iniciativas que los civiles despliegan, afectando al espacio público desde dentro y por fuera de los partidos (Álvarez, 1998: 130);

4) despliegue de acciones mediante las cuales los ciudadanos intervienen y se involucran en los procesos de cuantificación, cualificación, evaluación y planificación de las políticas públicas (Baño, et al, 1998: 33);

5) proceso dialógico/cooperacional relacionado con la gestión, elaboración y evaluación de programas de actuación pública, así como con la planeación y autogestión ciudadana de distintos servicios públicos (Borja, 2000).

Como se puede observar, en general, no solamente se pone en relieve la relación entre el Estado y la sociedad, a la que este tipo de prácticas ciudadanas ha dado lugar, sino también al carácter central de dicha interacción, es decir, la disputa por y de la construcción de lo público.

 

Objetivos

En términos generales, podríamos decir que los objetivos con los cuales se asocia regularmente a la participación ciudadana se han trazado en un ámbito macro y en otro de carácter micro. En el primer ámbito, se resaltan las bondades de esta acción colectiva en la conformación del ideal democrático —apertura del Estado, despublificación del Estado, socialización de la política, etcétera—, en tanto medio institucionalizado y/o autónomo que da margen al progreso de la gobernabilidad democrática, o como una dinámica que —vía la participación activa y dinámica de los ciudadanos— permite la modernización de la gestión pública, la satisfacción de las necesidades colectivas, la inclusión de los sectores marginales, del pluralismo ideológico y el desplazamiento de la democracia representativa por la democracia sustantiva (Borja, 2000; Ziccardi, 1998; Cunill, 1997).

En el nivel micro, los objetivos, supuestos en las acciones y actividades ciudadanas mediante las cuales se toma parte en la construcción, evaluación, gestión y desarrollo de los asuntos públicos, en particular estarían orientados a

1) la construcción de mecanismos de interacción y de espacios de interlocución, impulsados desde la esfera social para el incremento de la receptividad y la atención de las demandas sociales por parte de las principales instituciones políticas (Velásquez y González, 2003);

2) el diseño y elaboración de modelos de participación que permitan la hechura de políticas públicas inclusivas y corresponsales, es decir, de acciones político–gubernamentales en las que se involucre activamente a los ciudadanos tanto en el ordenamiento de los intereses sociales, como en la formulación de las ofertas de atención pública (Canto, 2005).

En cualesquiera de estos dos objetivos del ámbito micro, se puede decir que la relación que se establece entre Estado y sociedad a través de la participación ciudadana se operacionaliza en varios niveles y formas muy concretas; esto es, la relación por parte de la esfera social puede estar caracterizada por la demanda: 1) obtener información sobre un tema o una decisión específica; 2) emitir una opinión sobre una situación o problemática particular; 3) proponer una iniciativa o acción para la solución de un problema; 4) desarrollar procesos de con–certación y negociación para la atención de conflictos; 5) fiscalizar el cumplimiento de acuerdos y fallos previos, así como el desempeño de la autoridad política (Velásquez y González, 2003: 60). Por el contrario, desde el ámbito estatal, aquí identificado con los objetivos macro, la interacción puede ser entendida a través de los canales de la oferta. De lo que se trata entonces es de analizar y diagnosticar las formas cualitativas y cuantitativas mediante las cuales se involucra a la ciudadanía en las diversas fases contempladas en la hechura y desarrollo de las políticas públicas: 1) Agenda; 2) Análisis de Alternativas; 3) Decisión; 4) Implementación; 5) Desarrollo; 6) Evaluación.

De acuerdo con lo anterior, podría pensarse en una matriz de interacción de las múltiples posibilidades de relación que se pueden desarrollar entre estas dos esferas (Canto, 2002).2

 

Condiciones objetivas y subjetivas

Otro de los puntos relacionados con la discusión sobre el tema de la participación ciudadana es el de las condiciones tanto objetivas como subjetivas. Las primeras aluden al conjunto de elementos estructurales e institucionales característicos del entorno y que obstaculizan o facilitan el despliegue de acciones participativas. En este sentido, se subraya la buena disposición de la autoridad como una condición básica para el funcionamiento y resultado de los instrumentos participativos; la estructura institucional con la que se cuenta para procesar la demanda y problemas de los ciudadanos y en sí, todas aquellas condiciones que brinda el conjunto de oportunidades políticas en un momento y espacio determinado, como el grado de apertura y receptividad del sistema político a la expresión de los ciudadanos; la correlación de fuerzas políticas; la existencia de un clima social y cultural favorable a la participación; el funcionamiento concreto de instancias, canales e instrumentos que faciliten su ejercicio, así como la existencia de un tejido social y una vida social fuertemente articulados, esto es, de una alta vida asociativa y organizativa arraigada en los ciudadanos (Favela, 2002a). En las segundas (las condiciones subjetivas) se subrayan una serie de variables que están relacionadas con los recursos (tiempo, dinero, información, experiencia, poder), las motivaciones, la biografía y el entorno inmediato de los participantes. El primer conjunto de variables "aseguran" que el proceso participativo tenga lugar, se sostenga y produzca algún impacto. El segundo hace referencia a las razones para cooperar que tienen los individuos y que los empujan a la acción (Velásquez y González, 2003: 61).

A partir de dichas condiciones, objetivas y subjetivas, se desprenden de antemano algunos de los escollos principales que obstaculizan los procesos de participación ciudadana.

Para quienes enfatizan la prioridad de las condiciones objetivas, el problema de la participación ciudadana, por ejemplo, está relacionado con la complejidad e ineficiencia burocrática, la nula disponibilidad de los gobiernos (locales) para brindar información, instrumentos y espacios que permitan el desarrollo óptimo de dicha acción ciudadana dentro de un marco de gobernabilidad democrática y las limitaciones cualitativas y cuantitativas de los espacios y canales de interacción existentes desde los cuales los ciudadanos pueden participar efectivamente en la planeación, aplicación y vigilancia de la política pública (Ziccardi, 2004: 257).

Desde este mismo punto de vista, otros autores consideran que no se puede esperar mucha participación de los ciudadanos si éstos "no saben cómo, ni dónde, ni para qué". Y señalan que las respuestas a estas preguntas (la facilitación de condiciones, la promoción y, en resumen, todas las facilidades para la expresión de la participación ciudadana) precisamente corresponden al sistema político —instituciones representativas y partidos políticos— (Borja, 2000: 57), y se subraya, además, las cortapisas de los procesos participativos en sus niveles de representatividad, de legitimidad y de su coste. Se afirma que la representatividad de la participación ciudadana es limitada, pues solamente participa un porcentaje muy pequeño de la población, el cual, incluso, no guarda precisamente un perfil–socioeconómico característico medio, sino que suele distinguirse por sus altos niveles económicos y educativos, así como por su basta experiencia asociativa. En cuanto a la legitimidad, se cuestiona la permeabilidad de dichos espacios por los propios intereses partidistas y/o por la lógica del mercado en la solución estratégica de los problemas y, finalmente, se crítica un elevado coste de las actividades supuestas en la participación ciudadana que no se reflejan necesariamente en una mejora sustancial de la calidad de las decisiones y en el propio desempeño de la gestión publica (Font, 2001).

Por último, desde quienes enfatizan las condiciones subjetivas, se pone de relieve que la participación ciudadana es un complejo proceso de toma de decisiones individuales en el cual interviene una serie de factores o elementos relacionados con el contexto vital (inmediato y específico) de los participantes y que, por tanto, la potencialidad de sus resultados, sus efectos y su repercusión estructural, está prefigurada también por un conjunto de prácticas y percepciones social y culturalmente inveteradas (características de las instituciones públicas y de los propios individuos) que subyacen en el espacio social en el que se desarrolla (Pliego, 2000).

 

Lógicas de la participación ciudadana

La participación ciudadana tradicionalmente ha sido analizada desde dos perspectivas distintas: de un lado se ha resaltado su marchamo estatal y de otro su sello social. Con esta diferenciación analítica, en términos generales, podemos afirmar que dicho fenómeno se ha estudiado: 1) a través de la manifestación y expresión de las fuerzas colectivas que se organizan de manera autónoma para actuar en defensa de determinados intereses sociales e incidir en la elaboración de políticas públicas (Álvarez, 1997; Lujan y Zayas, 2000); 2) mediante el análisis de los distintos organismos, figuras y modelos de participación institucionalmente establecidos para la expresión y organización de la voluntad ciudadana entorno a) al carácter público de la actividad estatal y b) a la importancia, pertinencia o legitimidad del interés ciudadano con respecto a solución de ciertos problemas definidos en el (o por el) mismo ámbito público (Ziccardi, 2004; Cunill, 1997).

 

La lógica estatal

Desde la esfera de lo estatal, el conjunto de actividades y acciones mediante las cuales los ciudadanos toman parte de los asuntos públicos nos remite a una serie de instituciones y mecanismos formal o informalmente reglamentados a través de los cuales discurre la relación que se establece entre el Estado y sus ciudadanos para la creación, desarrollo e instauración de ciertas decisiones de carácter público.

La participación ciudadana, en consecuencia, se acota como un proceso de inclusión política. Es una medida política estratégica para la atención y, sobre todo, para el control de las demandas sociales que apelan al funcionamiento del Estado. "Incluir" a los ciudadanos en el diseño, desarrollo y vigilancia del quehacer público nos conduce, entonces, a la creación deliberada de márgenes de acción que garanticen una mayor gobernabilidad y legitimidad democrática o, dicho desde una perspectiva neutral, es una moderna estrategia política mediante la que se conforman nuevas formas de gobernar orientadas a la apertura y establecimiento de una serie de espacios institucionales para la expresión y despliegue de los intereses ciudadanos (Rivera, 1998).

No obstante, más allá de los juicios previos que se puedan plantear en torno a esta concepción de la participación ciudadana —mecanismos de integración e inclusión social, estrategias de gobernabilidad—, lo que se vislumbra es que el diseño estatal de este conjunto de mecanismos institucionales para la inclusión y el procesamiento del interés ciudadano, así como para la gestión, elaboración y evaluación de programas de actuación pública, no se vincula con la irrupción e intervención de ciertos actores sociales, ni forzosamente con un proceso de democratización de los espacios públicos, sino que se presenta como una modernización exclusiva del quehacer estatal orientado por la generación de un conjunto alternativo de medidas y estrategias para la fundación de un nuevo orden de lo político.

 

Crítica a la lógica estatal

Los mecanismos de participación ciudadana impulsados por el Estado son percibidos como acciones meramente instrumentales orientadas al control y la adaptación social de los marginales. Así, entonces, el despliegue de acciones participativas se demarca como poderosas estrategias gubernamentales para contener el descontento y/o fomentar la integración social con esquemas exclusivamente corporativos, en los que el beneficiario es sólo un agente pasivo de los programas y beneficios sociales ofertados por las instituciones públicas (Velásquez y González, 2003).

Por tanto, se afirma que, según la lógica imperante en los procesos de participación, puede facilitarse el incremento de la representación social en la conducción de los asuntos públicos o bien legitimarse la corporativización del aparato social, tanto como la despolitización de la participación social.

Según este planteamiento, los modelos desarrollados desde la esfera estatal, al cimentarse en formas funcionales de representación y participación —convocatoria de los sujetos sociales para la adopción de políticas públicas predeterminadas y/o negociación e instauración de contratos de corresponsabilidad que aseguren la implementación de ciertas decisiones públicas— promueven una interacción y una colaboración instrumental en el ejercicio de la política, antes que el control e influencia sobre ella (Cunill, 1997:166).

Asimismo, se arguye que la participación ciudadana al adoptar formas orgánicas de institucionalización, predeterminadas desde el aparato estatal y, a su vez, radicadas en él, aun cuando no se planee expresamente así, conduce en todos los casos a favorecer la colaboración funcional. Y, por ende, la institucionalización de la participación ciudadana en la propia esfera estatal tiende inexorablemente a inhibir más que a facilitar la función de expresión y defensa de intereses sociales y, en definitiva, de su propia representación en la esfera pública (Cunill, 1997: 167).

En suma, se plantea que al suscitarse una relación constitutiva y no regulativa de la política, el potencial de la participación ciudadana como mecanismo de publicidad tiene escasas probabilidades de actualización. La construcción de los sujetos desde el Estado no sólo abre oportunidades discrecionales para la atención de intereses particulares, sino para la propia despolitización de los temas en la medida en que la dinámica y la direccionalidad de la participación ciudadana son determinados desde un sólo eje de la relación. De allí la siguiente afirmación:

la constitución de una institucionalidad de representación social requiere, en primera instancia, el reconocimiento por parte del Estado de la autonomía política de las asociaciones que actúan como mediadoras entre el Estado y la sociedad (el sector intermediario), tanto como la no formalización de su función de representación social a través de organizaciones (consejos, comités, etcétera) insertas en la propia institucionalidad estatal... (Cunill, 1997:167).

 

La lógica social

Desde la lógica social, la acciones y actividades desplegadas por un conjunto de ciudadanos con miras a involucrarse en la elaboración, decisión y ejecución de ciertos asuntos públicos que son de su interés, nos remite a una expresión y organización autónoma de una "fuerza social" mediante la cual se busca abrir los espacios por los que discurre la toma de decisiones políticas.

La participación ciudadana, por ende, es concebida como un proceso de intervención en la política y/o políticas. Es, entonces, un proceso que se desarrolla a partir de la irrupción de los actores sociales, del resurgimiento de la sociedad civil, del "adensamiento" de las redes sociales y de la vida comunitaria que, ante la caída de los regímenes totalitarios y/o el achicamiento de la política social del Estado, se trasforma en una estrategia de organización social básica de los ciudadanos para afrontar la defensa de sus derechos y satisfacción de ciertas necesidades básicas locales o inmediatas (servicios, vivienda, salud, alimentación) y que, ocasionalmente, en función del tipo de estrategias de acción, cohesión, continuidad y experiencia de la organización, pueden o no incidir en el diseño y elaboración de ciertas políticas públicas (Lujan y Zayas, 2000; Olvera, 1998).

La participación ciudadana, así entendida, se presenta como intervención antes que como incorporación de los agentes sociales en el diseño, gestión y control de las decisiones políticas. Es decir, se le mira como un proceso social que resulta de la acción intencionada de individuos y grupos en busca de metas específicas, en función de intereses diversos y en el contexto de tramas concretas de relaciones sociales y de poder. Es un proceso en que distintas fuerzas sociales, en función de sus respectivos intereses (de clase, de género, de generación), intervienen directa o indirectamente en la marcha de la vida colectiva con el fin de mantener, reformar o transformar los sistemas vigentes de organización social y política (Velásquez y González, 2003: 59).

El despliegue de dichos procesos participativos y su corolario en la instauración de un conjunto de mecanismos ciudadanos para la publicidad de la acción estatal en sus tareas de elaboración, planeación y desarrollo de las políticas, por tanto, no resultado de la modernización o liberalización de la esfera política, sino la consecuencia de la organización autónoma, de la expresión de un cuerpo colectivo de ciudadanos ante el debilitamiento del poder político (achicamiento del Estado) y la instauración de una lógica de mercado en la construcción de las decisiones públicas (Álvarez, 2002; Olvera, 2001).

 

Crítica a la lógica social

Una de las principales críticas contra la participación ciudadana autónoma es que la intervención de los diversos actores sociales en la escena pública, en la deliberación y toma de decisiones políticas, puede convertirse en una sobrecarga para el sistema político, que ponga en riesgo la estabilidad y la lógica misma de los órganos de representación, característicos de cualquier sistema democrático. En otras palabras, desde esta perspectiva, la participación ciudadana puede significar una amenaza a la gobernabilidad y la estabilidad del sistema político. Las decisiones político–administrativas —se argumenta— es una cuestión compleja que demanda el mínimo de participación y, por el contrario, un amplio y sólido diseño institucional que permita el procesamiento práctico de las diversas demandas e intereses ciudadanos (Schumpeter, 1988; Bobbio, 1986).

Por otra parte, se señala que la participación ciudadana, aquella acción impulsada desde la esfera de la sociedad civil y/o bajo el auspicio de ciudadanos no vinculados con los vicios presentes en el ámbito político, en realidad no es un proceso que se encuentre exento de caer en esquemas tradicionales: corporativos o clientelares. En las organizaciones civiles, así como en los distintos espacios territoriales donde se despliega el activismo ciudadano, también se reproducen modelos basados en la fragmentación social, subordinación política, exclusión e integración sistémica; modelos contrarios a todo principio democrático que ponga de relieve la autonomía y la participación amplia de los distintos sectores sociales (Restrepo, 2001: 187).

Algunos autores, por ejemplo, subrayan que en nombre de la participación ciudadana se han impulsado procesos de privatización en áreas de interés colectivo e, igualmente, se ha estimulado la competencia entre las comunidades por la obtención y distribución de los recursos públicos. En fin, en nombre de la participación se han fortalecido los procesos de fragmentación social y se bloquea la creación de referentes comunes en la construcción de intereses colectivos generales (Restrepo, 2001: 172).

 

Corolario: entender a la participación ciudadana como un espacio de interacción, comunicación y diferenciación entre el sistema estatal y el social

Como se puede observar, la participación ciudadana es un proceso en que se destacan distintas aristas; por una parte —desde ámbito ins–titucional–estatal— la explicación de este proceso radica en aquellas prácticas y acciones ciudadanas impulsadas por una serie de instrumentos y mecanismos institucionales para la producción y el desarrollo de las decisiones públicas. La participación ciudadana es concebida como un mecanismo que permite reducir y procesar la complejidad de las demandas sociales y económicas que han de ser atendidas por el sistema político en su conjunto.

Por otro lado, desde el ámbito social, la participación ciudadana expresa una nueva forma de acción social desplegada por los ciudadanos para hacer frente a los vacíos dejados por el achicamiento del Estado, así como para defender un conjunto de posiciones, derechos e intereses de diversos sectores sociales e intervenir decididamente en el diseño, planeación y desarrollo de la política pública.

No obstante, si bien reconocemos que dicha diferenciación analítica nos permite comprender, por una parte, la manifestación y expresión de las fuerzas colectivas que se organizan de manera autónoma para actuar en el marco local en defensa de determinados intereses grupales o sociales (Lujan y Zayas, 2000; Álvarez, 1997) y, por otra, reconocer los distintos mecanismos, figuras o formas de participación organizadas institucionalmente desde la lógica de lo estatal (o gubernamental) (Rivera, 1998; Ziccardi, 2004; Borja, 2000), en este trabajo nos interesa argumentar que la participación ciudadana, desde nuestra perspectiva —es decir, como expresión y creación de espacios de organización y de disposición de recursos mediante los cuales la ciudadanía, en una localidad determinada, se involucra en la elaboración, decisión y ejecución de asuntos públicos que son de su interés—, no constituye un proceso que discurra en espacios distintos y excluyentes. Por ejemplo, entre una lógica de lo social y una lógica estatal incompatibles entre sí, sino que, por el contrario, nos remite a un proceso en que ambos espacios y lógicas (lo estatal y lo social) se yuxtaponen antes que contraponerse recíprocamente. De tal manera, en este trabajo se parte de que dicho proceso puede ser entendido, más bien, como un espacio de interacción, comunicación y diferenciación entre ambos niveles o sistemas de acción, en los que la expresión y organización de la voluntad ciudadana pueden estar dirigidos a resaltar el carácter público de la actividad estatal (gobernabilidad, legitimidad, control social, etcétera), o la importancia y legitimidad del interés ciudadano respecto de la solución de ciertos problemas definidos en el (o por el) mismo ámbito público, y en que las distintas formas de participación ciudadana, independientemente de su tipificación (institucional o autónoma, estatal o social), son producto o resultado tanto de los intereses provenientes de las necesidades y demandas sociales, como de aquellos originados por las propias instancias político–estatales.

Desde esta perspectiva, el análisis de la participación ciudadana, independientemente de su tipo (institucional o autónoma), precisa de una exégesis que no sólo dé cuenta de los elementos estructurales dispuestos desde lo estatal (espacios, recursos, disposiciones legales, apertura institucional, etcétera), sino también de la formas asociativas adquiridas dentro de la configuración del entramado social, así como de los problemas subyacentes tras el despliegue de acciones que, dentro de este espacio de interacción, comunicación y diferenciación constituido, realizan, recrean y construyen los alcances y limitaciones de la misma participación ciudadana (Favela, 2002b: 37).

Finalmente, la participación ciudadana, concebida como un puente entre la sociedad y el Estado, implica mirar estos dos polos de la relación no como antagónicos, sino como complementarios. En otras palabras, la participación ciudadana no es una repartición de poder suma cero, sino una suma positiva: no se trata de entender la participación como negación del Estado por parte de la sociedad civil, ni como la estatización de la sociedad que termina por subsumirla a las lógicas puramente gubernamentales.

Los sistemas democráticos modernos se apoyan en el fortalecimiento de la esfera pública considerándola como lugar de encuentro entre actores sociales y políticos para la deliberación y toma de decisiones colectivas. En tal sentido, la participación ciudadana fortalece a la vez el Estado y a la sociedad, sin que ello represente una pérdida de identidad de uno u otra. (Velásquez y González, 2003: 63).

Antes de desarrollar con más detalle este último planteamiento, es conveniente resaltar dos grandes ejes temáticos que cruzan la acepción y problema de la participación ciudadana. El primero de ellos es precisamente el relacionado con el conjunto de presupuestos teóricos y discursivos que subyacen tras los procesos de participación ciudadana, dirigidos a apuntar su función e importancia en la consolidación de las democracias representativas, así como en la expansión y fortalecimiento de la llamada sociedad civil. El segundo es el tema de la ciudadanía, como otro de los grandes fundamentos en los que descansan los contornos, sentidos y objetos de acción de dichas prácticas participativas.

 

TEORÍA DE LA DEMOCRACIA Y PARTICIPACIÓN CIUDADANA

La participación ciudadana es un concepto irremediablemente circunscrito a un campo mayor de la Ciencia Política. En especial, es una expresión recurrente en las teorías abocadas a tratar el problema de la democracia. Pero, a pesar de lo anterior, es decir, de la cotidianidad de su uso, hasta el momento no existe una noción unívoca acerca de dicha noción.

En términos generales, el problema de la participación ciudadana puede ser abordado desde los dos enfoques principales que actualmente caracterizan la discusión sobre la teoría de la democracia: el enfoque prescriptivo y el descriptivo.3 En este apartado, resaltaremos cómo cada una de estas perspectivas ha señalado una serie de características, objetivos y estrategias de acción para acotar y ubicar el problema de la participación ciudadana en el funcionamiento de los regímenes democráticos.4

 

La participación ciudadana: una forma de vida o una forma de norma5

Dentro del enfoque prescriptivo, en el cual la democracia se concibe fundamentalmente como un proyecto político de autogobierno (como una forma de vida), la función de la participación ciudadana consiste en la resolución y/o transformación de los conflictos políticos a través de la creación y apropiación de espacios de discusión públicos que permitan el debate racional, la interacción comunicativa y la incidencia directa de los ciudadanos en la toma de decisiones. En otras palabras, la participación ciudadana, antes que como un mero dispositivo jurídico o un procedimiento instrumental para constitución de la autoridad, se acota como un proceso constitutivo en la toma de decisiones colectivas supuestas en la organización, diseño y fortaleza de las instituciones democráticas. Es un mecanismo cívico–activo privilegiado mediante el cual se pueden fijar los escenarios deliberativos, la agenda, la legislación y la ejecución de las políticas públicas (Barber, 1998; Habermas, 1998; Giddens, 2000; Máiz, 2000).

En este sentido, aun cuando en la teoría prescriptiva existe un reconocimiento explícito de que el desarrollo de la democracia (y, en particular, el de los distintos regímenes democráticos modernos), tienen su base en el modelo liberal democrático, antes que en los presupuestos de los modelos de la democracia directa o unitaria, se cuestiona fuertemente el funcionamiento de los mecanismos formales de representación, no sólo porque exhiben un sesgo "anti–participativo" y tutelar, sino también porque al ponderar los procedimientos normativos e instrumentales, como los únicos medios efectivos para la incorporación y agregación de intereses en la conformación de cualquier proyecto de orden político, se presupone con facilidad que los ciudadanos son incapaces de participar activamente en la toma de decisiones —ya por la complejidad de los asuntos públicos, ya por su escaso interés o apatía política—, y, por tanto, que los representantes políticos, los gobernantes, son los únicos sujetos interesados y capacitados para defender el interés de sus representados (Barber, 1998; Máiz, 2000).

De acuerdo con las premisas y principios teóricos del enfoque presciptivo, la participación ciudadana, por tanto, estaría dirigida a cubrir los siguientes objetivos:

1) Promover el desarrollo de mecanismos dialogantes entre gobernantes y gobernados que permitan la inclusión amplia de cualquier manifestación política en la construcción y toma de decisiones de carácter público y que garantizasen la visibilidad de las acciones de los representantes políticos (Habermas, 1998; Giddens, 2000);

2) Constituirse en una actividad cotidiana y en un criterio central para la resolución de los conflictos políticos, o sea, para la toma de decisiones sobre asuntos de carácter público y crear espacios autolegislativos y autogestivos para enfatizar el carácter público de lo político (Barber, 1998: 291 y ss);

3) Fomentar el desarrollo de comunidades políticas capaces de trasformar a individuos privados dependientes en ciudadanos libres y a los intereses parciales y privados en bienes públicos (Barber, 1998);

4) Por último, la participación ciudadana, enmarcada en un modelo de deliberación argumentativa, sería una forma de expresión cívica dirigida a debatir las decisiones tomadas por la autoridad política, presentar y formular una serie de demandas en relación con el Estado y exigir, en términos generales, la publicidad de los actos del Estado (Habermas, 1998; Giddens, 2000).

Por el contrario, desde un enfoque realista, con que la democracia se define, básicamente, como una forma de norma, como un método institucional para la toma de decisiones políticas, antes que como una forma de vida, la participación ciudadana, al igual que cualquier otro tipo de participación, es una actividad que queda circunscrita a los procesos de elección y decisión delimitados por el propio mercado e instituciones políticas, pues en el modelo de las democracias representativas el demos no se autogobierna, sino que elige representantes que lo gobiernan (Sartori, 2000; Pitkin, 1972; Crespo, 2000; García, 1998).

Desde dicha perspectiva, si bien se reconoce que la democracia puede ser entendida como un procedimiento instrumental para el despliegue de los derechos individuales frente al Estado, o como un medio efectivo para la canalización y suma de los distintos intereses "previstos" en los dilemas de carácter público, se objeta que dichas tareas le competan al demos o que precisen de la creación de instancias públicas deliberativas. La congruencia entre los intereses de la comunidad y el gobierno, desde este enfoque, es un problema que compete exclusivamente a los gobernantes, no a los gobernados (Pitkin, 1972; Sartori, 2000).

La participación ciudadana, entonces, según los presupuestos del enfoque realista, no es la panacea universal para la construcción y consolidación de los regímenes democráticos —sus piernas son mensurables y escasas—. La implementación de mecanismos participativos, por sí mismos, no son garantía de nada; la participación (ciudadana o del cualquier otro tipo, distinta a la participación política) no es ninguna condición suficiente para sostener el edificio de las democracias modernas, ya que un mayor activismo o intervención ciudadana no supone automáticamente un demos más gobernante, así como tampoco demandar menos poder para los gobernantes significa más poder para los gobernados. Ambas condiciones, llevadas al extremo o planteadas como premisas fundamentales, acaban por socavar los principios de todo tipo de democracia (Sartori, 2000: 75; Crespo, 2000: 48).

Según los planteamientos del enfoque descriptivo, la participación ciudadana podría contemplar los siguientes objetivos:

1) constituirse en un mecanismo institucionalmente legítimo para renovar —cuando sea el caso— el consentimiento sobre las figuras o grupos gobernantes a través de la vía electoral, así como permitir, a través de su manifestación pacífica y significativa, esto es por la vía electoral, establecer un mayor vínculo efectivo entre elecciones y democracia (Sartori, 1998: 299);

2) facilitar los procesos inter–decisionales mediante un involucramiento mesurado en los problemas de orden público;6

3) permitir la convivencia civilizada entre los representantes y los representados y optimizar los esfuerzos de la participación ciudadana de forma tal que puedan contribuir —aunque no garantizar— el bienestar común (Crespo, 2000);

4) fomentar la confianza hacia las normas e instituciones como mecanismos neurálgicos de la estabilidad y desarrollo de la democracia y como dispositivos eficaces para la agregación de las diversas expresiones ciudadanas (Crespo, 2000).

 

El discurso de la participación ciudadana

Desde la perspectiva de los actores sociales (que dicho sea de paso, se inclinan por la concepción prescriptiva de la democracia), la participación ciudadana se plantea como: 1) una forma de expresión privilegiada mediante la cual es posible canalizar y conciliar la diversidad y la complejidad de los intereses de los habitantes de una región determinada; 2) un medio de comunicación más directo entre gobernantes y gobernados; 3) una herramienta ciudadana para influir en la pla–neación, vigilancia y evaluación de la función pública; 4) un nuevo instrumento de contrapeso en torno al funcionamiento de las instituciones gubernamentales y políticas; 5) un mecanismo de interacción entre funcionarios y ciudadanos orientado hacia la generación de formas de gobierno, legítimas, eficientes y representativas; 6) un derecho y una obligación ciudadana garantizada jurídicamente por el Estado; 7) una fórmula de representación ciudadana orientada hacia el desarrollo de estrategias de cogestión y autogestión en el desarrollo de políticas públicas; finalmente, 8) un novedoso proceso participativo que permitirá superar los viejos esquemas de gobierno basados en relaciones clientelares y corporativas (Ziccardi, 2004; Martínez, 1998; Álvarez, 1997; Lombera, 2001; Mejía., 1999).7

De acuerdo con las características o propiedades que el discurso le atribuye al proceso de la participación ciudadana, ésta contemplaría los siguientes objetivos:

1) consolidar la democratización de las instituciones y la toma de decisiones en la gestión pública (Lombera, 2001);

2) coadyuvar a la gobernabilidad democrática, es decir, lograr, en la medida de lo posible, el reconocimiento de los ciudadanos en torno a las acciones de gobierno (Zermeño, 1998: 103);

3) canalizar y conciliar la multiplicidad de los intereses ciudadanos con el objeto de contribuir a la solución de los problemas de interés general y al mejoramiento de las normas que regulan las relaciones en la comunidad (Assad, 1998: 11);

4) multiplicar los espacios y formas de participación ciudadana para la toma de decisiones conjuntas con el fin de desplazar las formas de participación corporativas, clientelares y autoritarias en la toma de decisiones políticas y, específicamente, en la conformación de la agenda dirigida hacia la gestión pública.

 

Corolario

Como podemos constatar, tanto las aproximaciones teóricas como las enunciaciones provenientes de lo que aquí hemos denominado el discurso de participación ciudadana, si bien destacan los aspectos formales, acotan los escenarios y señalan algunos de los sentidos de la participación ciudadana —ingrediente básico de los sistemas democrático, activismo asociativo e incidencia ciudadana en la democratización de la toma de decisiones sobre los asuntos de interés público—; en realidad, al operar desde un plano exclusivamente teórico normativo o magnificar los casos empíricos, han arribado a una serie de conclusiones demasiado generales acerca del concepto, así cómo sobre la emergencia de un nuevo patrón de acción social impregnado de potenciales democratizantes. En otras palabras, se ha definido la participación ciudadana a partir de la función que ésta desempeña en la consolidación de los regímenes democráticos; en la gobernabilidad de los sistemas políticos; en el empoderamiento ciudadano o en la apertura y fortalecimiento de los espacios públicos para la expansión de las organizaciones autónomas (sociedad civil), sin decantar las condiciones específicas que expliquen por qué y cómo se produce dicho fenómeno ni, mucho menos, esclarecer los aspectos o elementos que justifiquen los sentidos u orientaciones de sus posibles efectos estructurales.

 

CIUDADANÍA Y PARTICIPACIÓN

¿A qué noción de ciudadano nos referimos cuando hablamos de participación ciudadana? Para responder esta pregunta, no vamos a reproducir el largo e intenso debate que se ha entretejido en torno al término de ciudadanía en la teoría política. No es el objetivo de este trabajo. En ese sentido, antes de centrarnos en discutir si la ciudadanía consiste en: 1) un estatus de inclusión y pertenencia a un espacio político que apela a la existencia de un conjunto de derechos y deberes, o 2) más bien nos remite a una identidad y a un conjunto de derechos y deberes que son resultado de una diversidad de prácticas circunscritas a temporalidades y espacios específicos, nos interesa resaltar los componentes que, independientemente de sus matices liberales o republicanos, conforman el concepto de ciudadanía.8

La noción de ciudadanía posee tres claros componentes: 1) la adquisición, adjudicación, posesión o conquista de un conjunto derechos y deberes por parte del individuo en una sociedad–política determinada; 2) la pertenencia a una comunidad política determinada: Estado–Nación; 3)  la oportunidad y capacidad de participación en la definición de la vida pública (política, social y cultural) de la comunidad a la cual se pertenece (Sermeño, 2004: 89; Tamayo, 2006:19).

Estos tres componentes (identidad, Estado–sociedad civil, derechos y participación), por tanto, constituyen aquellos ámbitos analíticos a partir de los cuales pueden definirse y observarse los elementos sustantivos de aquellas prácticas, proyectos, estrategias o acciones sociales que en su conjunto se encuentran plenamente relacionadas con la connotación de lo ciudadano.

La cualidad de ciudadano, entonces, antes de remitirnos a un simple estatus jurídico y/o territorial, nos remite a una diversidad de prácticas y/o dinámicas circunscritas a temporalidades y espacios específicos. Uno de los primeros autores clásicos que abordó este problema fue precisamente Marshall (1988), quien sostuvo que la ciudadanía, en tanto estatus de plena pertenencia de los individuos a una sociedad que a su vez implica el acceso a varios derechos, es un proceso histórico, es una construcción social, signada precisamente por la universalización de los derechos civiles en el siglo XVIII y de los derechos políticos en el siglo XIX, así como la propia expansión y consolidación de los derechos sociales en las postrimerías del XIX e inicios del siglo XX. Desde dicho desarrollo civil, político y social, la ciudadanía se concibe como "aquel estatus que se concede a los miembros de una comunidad", que en Marshall se identifica con el Estado–Nación. Sus beneficiarios son "iguales en cuanto a los derechos y obligaciones que implica", y su ejercicio y disfrute está garantizado institucionalmente por medio de los tribunales de justicia (derechos civiles), el parlamento (derechos políticos) y el sistema educativo y servicios sociales (derechos sociales).

La perspectiva de Marshall, si bien predominó a lo largo de varias décadas (desde los años de la posguerra hasta la crisis del Estado de Bienestar), ha sido objeto de diversas críticas, que en esencia han apuntado hacia: a) el carácter evolucionista o más aún teleológico de sus planteamientos que no logran dar cuenta del complejo proceso de la construcción de la ciudadanía (Giddens, 1999); b) el sesgo mecanicista de su teoría al soslayar las condiciones políticas y sociales, así como las tensiones y contradicciones existentes en el desarrollo de la ciudadanía (Barbalet, 1988); c) el sentido homogeneizador de la exégesis marshalliana, mediante el que se pretende establecer una teoría universal de la constitución de la ciudadanía que, sin embargo, históricamente se contrapone con las diversas estrategias y sentidos mediante los que se ha desarrollado dicho proceso en los países europeos (Somers, 1999: 229); por último, d) se increpa a Marshall el ubicar en un mismo nivel derechos que tienen una estructura distinta, es decir, colocar en un mismo plano los derechos sociales con los civiles y políticos. Estos últimos, aparte de ser derechos con una naturaleza universal y formal, delimitan la acción del Estado tanto en la esfera privada, como pública. Por el contrario, los primeros no tienen ni pueden poseer la misma naturaleza; son derechos particulares, específicos, que señalan las obligaciones "mínimas" del Estado, prestaciones sociales establecidas discrecionalmente por el sistema político debido a una exigencia sistémica de igualación e integración social, de legitimación política o de orden público (Gordon, 2001: 197; Rabotnikof, 2005: 40).

Empero, más allá de compartir o disentir de los señalamientos anteriores, lo que importa rescatar es el tratamiento sociológico que Marshall otorga a ese conjunto de derechos que hoy por hoy forman parte del proceso que define y redefine los confines de lo ciudadano y que, por ende, es ya indisociable de su ejercicio individual y social.

La ciudadanía, entonces, entendida como una construcción social, nos remite a un proceso que se encuentra fuertemente vinculado con el ejercicio y/o desarrollo de procesos ubicados en tres dimensiones:

1) la civil, dimensión en que el objeto de la acción es la defensa de los derechos de igualdad ante la ley, libertad de la persona, libertad de expresión, libertad de información, libertad de conciencia, de propiedad y de la libertad de suscribir contratados;

2) la política, dimensión en que el objeto de la acción está relacionado con el derecho de asociación y con el derecho a participar en el poder político, tanto en forma directa, por medio de la gestión gubernamental, como de manera indirecta, a través del sufragio;

3) la social, dimensión en que el objeto de la acción nos remite al conjunto de derechos de bienestar (mínimos) y obligaciones sociales que permiten a todos los miembros participar en forma equitativa de los niveles básicos de la vida de su comunidad.

Como se puede observar, este conjunto de derechos, mediante los que se describe la ciudadanía, corresponden a un modelo ideal de relaciones sociopolíticas que acotan los espacios de participación ciudadana. Ahora bien, las prácticas relacionadas con estos procesos participativos no sólo están ceñidas a dichos contornos, sino que también apuntan dinámicas y maneras específicas de entender su sentido u orientación específica. Por ejemplo, las prácticas o estrategias ciudadanas pueden tener una dinámica autónoma (emerger "exclusivamente" de los movimientos sociales y ser acciones reivindicativas de los derechos sociales, políticos y civiles) o caracterizarse por una dinámica dependiente, esto es, corresponder más con un despliegue de estrategias paternalistas y clientelares de la acción gubernamental, que tienen por objeto la procuración de una cierta legitimidad política, así como el control del orden y el poder político, antes que el fortalecimiento y construcción de una ciudadanía integral (Bayón, et al, 1998: 84).

Asimismo, este conjunto de dimensiones que acotan los objetos (sentidos) de las estrategias de acción constitutivas de la ciudadanía, brindan igualmente algunas pistas de las posibles direcciones resultantes de los propios procesos de participación ciudadana. De hecho, retomando los argumentos de Barbalet (1988) acerca de las diferentes posiciones que los ciudadanos asumen ante el Estado en el momento de interpelarlo para demandar la materialización de los derechos civiles o de sus derechos sociales, tendríamos entonces que los derechos civiles y políticos son derechos contra o delimitantes del papel del Estado, mientras que los derechos sociales constituyen reclamos garantizables por él. En el primer caso, es decir, para que las personas puedan defender sus libertades civiles y políticas, éstas procuran diferenciarse y acotar plenamente su autonomía. Por el contrario, los derechos sociales, relacionados con el conjunto de prestaciones que brinda el Estado para el bienestar de los ciudadanos (educación, salud, vivienda, etcétera), implica un posicionamiento distinto de éstos; la estrategia aquí no radica tanto en el distanciamiento como en impulsar una serie de condiciones (legales, administrativas, institucionales, etcétera) que favorezcan el acercamiento y comunicación entre el Estado y las demandas sociales de su propia ciudadanía.

De acuerdo con lo anterior, una de las primeras cuestiones que se podrían resaltar, por su puesto, son algunos de los contornos que nos permiten discriminar algunas de las estrategias de acción o prácticas que, grosso modo, podrían clasificarse dentro de aquello que denominamos participación ciudadana. En primer lugar, ya hemos apuntado que este proceso se distingue de otros fenómenos participativos porque precisamente acontece en la interacción de los planos social y estatal en que se construye, se define y establece un conjunto de soluciones públicas. En segundo lugar, que los temas, soluciones y problemas con los que se encuentra más específicamente relacionado el ejercicio de la participación ciudadana están acotados por este conjunto de dimensiones en que se definen y redefinen la membresía, los proyectos y modelos mismos de la ciudadanía. No obstante, una de las cuestiones más relevantes que se pueden desprender de esta matriz (véase cuadro 2) es que la orientación, el sentido de la acción (diferenciación o comunicación), depende más de la dimensión de las demandas que del origen mismo de los procesos participativos. Esto es, los fenómenos participativos de orientación ciudadana no están orientados per se a buscar la diferenciación y autonomía de los planos estatal o social; por el contrario, incluso en el caso de que el objeto de la acción sea la defensa y garantía de derechos civiles y políticos, pueden buscar una interacción de comunicación y acercamiento. En consecuencia, la lógica de la participación ciudadana no es sólo endógena al ámbito desde la que se auspicia, sino que está cruzada por las dimensiones que la acotan y dan sentido a la acción.

Otro de los componentes de la noción de ciudadanía está directamente relacionado con la condición o potencialidad de la participación, es decir, con ese proceso político de formar parte activa de una comunidad y, sobre todo, de incidir, en el diseño, construcción y ejecución de las decisiones públicas relativas al espacio social al que como ciudadano se pertenece. Como resalta Ramírez Sáiz, la cualidad de ciudadano no está mediada únicamente por la adscripción a una determinada comunidad política, ni por el conjunto de derechos y responsabilidades que dicha comunidad reconozca; el ser ciudadano nos remite a una actitud consciente y responsable para intervenir en la vida pública y el buen funcionamiento de las instituciones que amparan dicha membresía (Ramírez Sáiz, 1995: 96). La ciudadanía, por ende, esencialmente nos remite a una actuación consciente, a una actividad deliberada, dirigida a formar parte de la vida pública, así como a una disposición permanente por concurrir en la elaboración de decisiones y objetivos colectivos, antes que a la mera adscripción y goce de ciertos bienes y servicios garantizados por un estatus jurídico o territorial.

Desde esta perspectiva, como se puede observar, el término de ciudadanía nos remite a una cuestión dinámica, a un problema de acción y construcción social permanente. Es un proceso participativo; por tanto, que se expresa y se sustenta en las prácticas e interacciones cotidianas que los individuos (los ciudadanos) establecen con y desde el ámbito socio–estatal. Por ello, ante todo, la ciudadanía nos remite a una construcción cultural, a un proceso identitario (sentido de pertenencia), que es resultado de luchas sociales, civiles y políticas, de un conjunto de transformaciones históricas y estructurales, así como de interacción y diferenciación entre los ámbitos social y estatal (Somers, 1999: 228). Tamayo (2006), por ejemplo, señala que la construcción de la ciudadanía (sus distintos proyectos) está atravesada por una lucha social entre el Estado y los grupos organizados de la sociedad civil en que la disputa, el conflicto, se encuentra entre la supresión o expansión de los derechos, la reglamentación de la participación ciudadana o la defensa por su autonomía.

"Los proyectos ciudadanos están, pues, en función de los actores sociales, y de su visión, sobre estas tres dimensiones básicas de la ciudadanía: la relación Estado–sociedad, los derechos ciudadanos y las formas de participar" (Tamayo, 2006: 19).

Conforme con lo anterior, la participación activa, es decir, la incorporación deliberada y consciente de los individuos en los asuntos correspondientes al escenario público es endógena a la acepción de ciudadanía en su versión sustantiva. Por el contrario, para quienes conciben a ésta como un estatus jurídico y/o de pertenencia geográfica, el elemento participativo, el interés y la disposición del ciudadano, por involucrarse en la vida pública, pasan a un segundo o hasta tercer plano y en consecuencia reducen su ejercicio a momentos y espacios específicos.

Cuando apelamos al término de participación ciudadana, nos remitimos no sólo a una acción individual o colectiva deliberada y en busca de propósitos específicos, sino que la recuperamos como esa actividad y/o proceso mediante el cual los individuos se integran a una determinada comunidad política a través de su libre ejercicio de derechos y deberes. En este sentido, si la participación ciudadana, nos remite a un espacio donde se expresan tanto el conjunto de normas establecidas (vgr. la libertad de asociación, igualdad ante la ley), como a los saberes o prácticas socialmente aprendidas para intervenir en la escena pública y contribuir a la definición de metas colectivas en una determinada comunidad política, podemos retomar claramente dichos fenómenos participativos con el objeto de subrayar las interacciones socio–estatales en las que se reproducen y por ende, desde los mismos, también dar cuenta de las transformaciones acontecidas en las esferas de la sociedad y el Estado.

Este planteamiento, en realidad, ya había sido destacado por otros autores al tratar de decantar el conjunto de condiciones y/o factores que formaban parte de los fenómenos participativos en las sociedades modernas. Pliego (2000: 18), por ejemplo, ya había destacado que para comprender por qué algunos individuos participan y otros no, precisa considerar a los individuos como "personas": como sujetos que intervienen reflexivamente en los procesos sociales desde una racionalidad de tipo vital (de un acto racional condicionado socialmente, construido a partir del conjunto de recursos materiales, significados, roles y posiciones de poder que caracterizan el entorno cotidiano y/o el marco de interacción regular que posibilitan la coordinación —acción social— de dichas elecciones racionales). Merino (1995) en un planteamiento anterior, también subrayaba que la explicación de los procesos participativos mediante los cuales el ciudadano tomaba parte y se involucraba en los asuntos públicos, estribaba tanto en un conjunto de circunstancias personales y sociales, como en las condiciones políticas circundantes de la participación, es decir, la exégesis de la participación se encuentra tanto en las motivaciones externas que empujan o desalientan el deseo de formar parte de una acción colectiva, como en el entramado que forman las instituciones políticas de cada nación. La participación entendida como una relación "operante y operada", como lo diría Hermann Heller, entre la sociedad y el gobierno: entre los individuos de cada nación y las instituciones que le dan forma al Estado.

Desde esta perspectiva, lo ciudadano ya no sólo distingue un tipo de participación que tiene lugar entre las esferas social y estatal, sino también sustantiviza a dicha participación como un conjunto de acciones y prácticas mediante las cuales los individuos recrean su pertenencia a una comunidad política a través del libre ejercicio de derechos y deberes.

De acuerdo con lo anterior, la participación ciudadana es, entonces, tanto un componente para el buen gobierno, "gobernabilidad", como un espacio social para expresión, organización y ejercicio de aquel conjunto de derechos y deberes que nos definen como ciudadanos. La noción de ciudadanía, en consecuencia, no sólo brinda la fundamentación legítima de la participación ciudadana, sino también delimita los espacios y sentidos de estas prácticas y acciones cívico–político–sociales.

Esto es, de acuerdo con los componentes básicos de la ciudadanía, la participación ciudadana tendería, por un lado, a corregir el pathos de la democracia representativa, y por otro, a reivindicar los derechos de ciudadanía (Canto, 2005).

 

Corolario: ciudadanía, teoría de la democracia como ámbitos normativos de la participación ciudadana

El concepto de ciudadanía, sin duda, es un término que se encuentra fuertemente asociado a la forma en que se entiende la democracia. De acuerdo con lo anterior, si hiciésemos un pequeño recuento del enfoque descriptivo y prescriptivo de la teoría democrática y lo asociáramos de manera particular con los componentes de la ciudadanía, podríamos decantar, básicamente, dos funciones o formas de la participación ciudadana.

El enfoque realista, que acota a la ciudadanía como una esfera restringida de realización de preferencias, configurada a través de procesos estratégicos de agregación y mediante mecanismos representativos que garantizan la posibilidad de influencia de los intereses individuales en la toma de decisiones (Máiz, 2001: 73), concibe el despliegue de acciones y prácticas ciudadanas como procedimientos homogéneos y regulados que posibilitan la legitimación de las decisiones políticas, los cuales pueden resumirse en actividades para elegir a las autoridades u órganos de representación política, en acciones dirigidas a negociar o aceptar la competencia entre distintas posturas e intereses relacionados con el procesamiento de un problema determinado y, en mecanismos estratégicos que den cuenta del nivel operacional del gobierno (Meyenberg, 1999: 14).

Por el contrario, desde los planteamientos de la teoría prescriptiva de la democracia, en que la ciudadanía nos remite a una esfera amplia, o sea, a un proceso positivo que se configura con participación activa, directa y expansiva de los individuos en la génesis de la voluntad política (Máiz, 2001: 73), la participación ciudadana es, ante todo, un derecho y un compromiso colectivo del que depende la construcción pública de las decisiones públicas, es decir, la participación amplia y autónoma de los ciudadanos se concibe como una pieza fundamental para la regulación, vigilancia de las instituciones políticas, así como una estrategia básica para incidir e intervenir en el diseño, planeación y desarrollo de las decisiones públicas (Meyenberg, 1999: 14).

Recapitulando el conjunto de ideas presentadas a lo largo de este artículo, tendríamos entonces que la participación ciudadana, más que un resultado signado por las acciones del Estado o de la sociedad, es producto de su interacción y, por ende, constituye uno de los fenómenos en que se refleja y recrea constantemente una relación socio–estatal. Analizar estos procesos participativos desde dicha propuesta explicativa (en tanto que relación socio–estatal) permite resaltar cómo las estructuras dispuestas desde el espacio estatal no sólo asignan funciones a los diferentes órganos e instituciones, sino que a la vez establecen los espacios para el despliegue de procesos participativos orientados a intervenir o interpelar las decisiones políticas, sin que ello implique que toda acción colectiva de esta naturaleza se encuentre completamente delimitada por las facultades y capacidades institucionalmente establecidas, sino que, a partir de esta interacción y dependencia con lo estatal, también se reconfigura y retroalimenta el entramado asociativo (la sociedad civil) en el que esta misma se sustenta. (Favela, 2002; Álvarez E., 2004). Por ello, se afirma que la participación ciudadana, no obstante su cualidad comunicativa (de interacción), es un elemento diferenciador de ambos sistemas que la suponen y mantienen.

Asimismo, al acotar a la participación ciudadana como una relación socio–estatal en la que ciertos actores se interrelacionan no casualmente, sino intencionalmente (se comunican, se diferencian), se ha tratado de apuntalar un modelo analítico de doble entrada (empírica y normativa) que dé cuenta tanto de los sujetos sociales y sujetos estatales que la componen, como de los contornos normativos —orientaciones democráticas y de ciudadanía— que también la constituyen (Isunza, 2004: 20–21).

En resumen, consideramos que entender la participación ciudadana como una relación socio–estatal nos permitirá analizar las experiencias, fenómenos, modelos o casos respectivos desmitificando la oposición o distancia entre lo estatal y lo social, así como las supuestas virtudes intrínsecas y/o maldades constitutivas de tales procesos participativos.

 

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NOTAS

1 Política (politics), acotada a la adjudicación y ejercicio del poder y políticas (policies) como aquellos cursos de acción que se siguen para la solución de problemas públicos específicos.

2 Canto planteó este tipo de matriz sobre todo pensando en las fases de las políticas públicas y sus requerimientos. Por ello, en la columna que aquí se indica como ámbito social, Canto señala originalmente el tipo de acciones esperadas de acuerdo con las fases de las políticas públicas —oferta— (Canto: 2002).

3  Cfr. Del Águila, Rafael y Vallespín, Fernando (coords.) La democracia en sus textos. Alianza. Madrid, 1998. Para una diferenciación más amplia sobre los enfoques prescriptivos y descriptivos de la democracia, véase también: Giovanni Sartori, ¿Que es la democracia? Nueva Imagen. México, 2000.

4 Los enfoques que aquí se presentan responden exclusivamente a una tipificación expositiva. En otras palabras, ambos enfoques apelan a una misma tradición que podría llamarse la teoría de la democracia representativa, y sólo se diferencian en función del tratamiento o énfasis (formal o sustantivo) con el cual son abordados las temáticas aquí propuestas. En consecuencia, cabe aclarar que no se está hablando de otra cosa más que de la democracia representativa, en la que, como bien lo menciona Bobbio, las deliberaciones colectivas, que involucran a todos no son tomadas directamente por quienes forman parte de ella, sino por personas elegidas por este fin (Bobbio, 1996: 52).

5 Conviene aclarar que ninguno de los enfoques (prescriptivo o descriptivo) aquí expuestos se refieren a la participación ciudadana como un término conceptual o un tipo particular de participación con características específicas. Más bien se refieren a ella como parte de un proceso genérico de participación que rebasa la acción política de los actores sociales dentro de un determinado sistema democrático. La participación ciudadana sería una forma adjetivada de participación que no está orientada, ni limitada, a la funcionalidad de los mecanismos de representación o a los procesos de elección y confrontación política (participación política), sino que está orientada por presupuestos más activos y directos en la génesis de la voluntad política, es decir, es considerada como parte de esas acciones participativas que en vez de luchar por el control del poder político, reivindica el carácter público de las decisiones tomadas por ese poder político.

6 Sartori, en particular, considera que la eficacia de cualquier tipo de participación no es un problema que dependa de la cantidad de espacios y/o dispositivos deliberativos–participativos, ni mucho menos, del número de participantes involucrados, sino de las capacidades reales y efectivas de facilitar los procesos inter–decisionales (1998: 303).

7 Otros estudios o propuestas revisadas en la literatura anglosajona tienen la misma vertiente, esto es, se centran en el estudio de las funciones, escenarios y sentidos (consolidación de la democracia e incidencia de los ciudadanos en la esfera pública para la democratización del desarrollo) de la participación ciudadana y enumeran las condiciones estructurales, los espacios institucionales, las normas y mecanismos de interacción que posibilitan u obstaculizan su desarrollo. Cfr. Brody, Samuel D., Godschalk, David R., Burby, Raymond J. "Mandating Citizen Participation in Plan Making." Journal of the American Planning Association; Summer 2003, Vol. 69 Issue 3.; Turner, R.S. "The Politics of Design and Development in the Postmodern Downtown." Journal of Urban Affairs; Dec. 2002, Vol. 24 Issue 5.; McBride, Keally. "Citizens Without States? On the Limits of Participatory Theory". New Political Science; Dec. 2000, Vol. 22 Issue 4.; Maier, Karel. "Citizen Participation in Planning: Climbing a Ladder?" European Planning Studies; Sep. 2001, vol. 9, Issue 6.

8 Los principales enfoques teóricos sobre ciudadanía son tres: a) la teoría liberal o individulista, en la que se enfatiza la existencia de una esfera privada e independiente del estado; la autonomía de los ciudadanos, su capacidad de delimitar el poder estatal, la inclusión de los individuos en la discusión pública y la delimitación de los mínimos de justicia como base de ciudadanía (Rawls, 1971); b) la teoría republicana, también calificada como comunitarista, destaca la intervención de los ciudadanos en la esfera pública como una acción fundamental de la constitución de la sociedad en una comunidad política; el valor intrínseco de la acción política de los ciudadanos; las virtudes cívicas y la participación en organizaciones voluntarias como medio para aprender y ejercer la ciudadanía (Taylor, 1992); c) la teoría pluralista, en que la definición de ciudadanía, aparte de estas consideraciones sobre los derechos y deberes que la constituyen, subraya de manera fundamental un conjunto de consideraciones sobre la diversidad (cultural y ética principalmente) y plantea por tanto la necesidad de una ciudadanía diferenciada (Kymlicka, 1996). Desde nuestra perspectiva, todas estas definiciones son satisfactorias; sin embargo, más allá de los distintos matices y respuestas que se han esbozado sobre este problema, consideramos que la ciudadanía, el ciudadano no puede ser concebido como una entidad–identidad que es depositaria de una serie de atributos tales como la igualdad ante la ley, la libertad de elegir y el derecho al sufragio. Antes bien, 'ciudadanía' puede ser entendida como espacio o proceso interminable en donde se pone a prueba la veracidad de este conjunto de derechos y deberes democráticos —libertad, igualdad, participación— (Arditi, 2003).

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