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Andamios

versión On-line ISSN 2594-1917versión impresa ISSN 1870-0063

Andamios vol.3 no.6 Ciudad de México jun. 2007

 

Dossier: Derechos Humanos

 

¿Una ética de cara al futuro? Derechos humanos y responsabilidades de la generación presente frente a las generaciones por venir

 

Ethics for the future? Human rights and responsibilities of the current generation toward future generations

 

Sergio Cecchetto*

 

* Investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet), Argentina. Correo electrónico: scypu@infovia.com.ar

 

Fecha de recepción: 26/08/2006
Fecha de aceptación: 12/10/2006

 

Resumen

Dentro del conjunto de los derechos humanos de tercera generación se destaca la apelación a una solidaridad de tipo diacrónica entre la comunidad de seres humanos y el mundo natural extra–humano, y otra de tipo sincrónica entre la comunidad de los seres humanos efectivamente vivientes y otros hombres, integrantes hipotéticos de generaciones humanas aún no nacidas. Este artículo analiza críticamente los argumentos esgrimidos a favor y en contra de esa postulación de deberes / obligaciones éticas intergeneracionales en un contexto civilizatorio tecnocientífico, para fundamentar por último la responsabilidad que le cabe a la generación actual en la elaboración de una ética global que atienda seriamente a las demandas del futuro.

Palabras clave: Bioética, derechos humanos, derechos intergeneracionales, responsabilidad, futuro.

 

Abstract

Among the third generation of human rights, the appeal for a diachronic solidarity between the human community and the extra–human natural world, and for a synchronstic one between the community of living human beings and hypothetical members of future human generations, has a significant place. This paper analyzes from a critical perspective the reasons for and against this proposal of duties and intergenerational ethical obligations in the context of a techno–scientific civilization, with the aim of grounding the current generation's responsibility regarding the elaboration of a global ethics that could face the demands of future generations.

Key words: Bioethics, human rights, inter–generational rights, responsibility, future.

 

INTRODUCCIÓN

Los llamados derechos humanos son una construcción histórica que hunde sus raíces en las proclamas de la Revolución Francesa. Este hecho ha permitido clasificarlos en generaciones u oleadas bien diferenciadas que inspiraron la letra y el espíritu de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789 (Häberle, 1998). Así, por ejemplo, la primera de ellas deriva de la apelación a la libertad y refiere prioritariamente a derechos de corte político–social que posibilitan a los ciudadanos realizar determinadas actividades con el sólo límite impuesto por la necesidad de no afectar la libertad de los demás; la segunda responde a la consigna revolucionaria de la igualdad y refiere en especial a los derechos económicos y culturales buscando impedir que las diferencias o desigualdades entre los individuos contribuya a legitimar el dominio de unos sobre otros o la existencia de derechos especiales para determinados grupos o clases; mientras que finalmente la tercera ola se inspira en la fraternidad para proponer derechos solidarios que contribuyan a la cooperación, la paz y la tolerancia entre los ciudadanos.

Los derechos humanos de primera generación tomaron la idea de propiedad como modelo para su realización, reconociéndole libertades exclusivas a algunos individuos, ofreciendo poderes e inmunidades a otros, garantizando privilegios progresivos para todos ellos en función del ordenamiento jurídico vigente. La modernidad europea y norteamericana, sumergida dentro del ideario liberal o democrático, trató así de otorgar reconocimiento y protección a los derechos de las personas frente a los permanentes abusos por parte del poder (representado la mayoría de las veces por el propio Estado). La segunda ola de derechos humanos surgió ya entrado el siglo XX, con el objeto de garantizar igualdad y participación de todos los individuos en el ámbito del mercado: quedaron consagrados así los derechos sociales al trabajo, al salario justo, a la vivienda, al descanso retribuido, etcétera.

Los llamados derechos humanos de tercera generación, en cambio, mucho más cercanos a nosotros en el tiempo, no apuntaron a reducir la presencia del Estado en la vida de las personas (como ocurrió con la primera ola mencionada), ni tampoco a ampliar la participación del Estado para que el mercado le reconociera a los más desfavorecidos aquello que no es capaz de garantizar de manera espontánea (como ocurrió con la segunda generación de derechos). Los derechos de tercera generación, por contraposición a sus antecesores, subrayan la responsabilidad personal y social respecto de bienes naturales que no se comprenden ya más como ilimitados e inagotables. De tal suerte se ha hablado del derecho a la paz, a la investigación, al desarrollo, a la información y al medioambiente, por ejemplo. El rasgo común que comparten todos estos derechos sui generis es que se encuentran comprometidos íntimamente con la calidad de vida, noción que desafía la simplista visión cuantitativa de los recursos y la pretensión elemental de elevar el nivel de vida material de las comunidades (Cecchetto, 2005a: 294–297).

En este contexto conviene recordar que lo que ha de entenderse por derecho ha sido objeto de múltiples definiciones, las cuales lo acercan o separan de los principios de la moral.1 Sin embargo, aún tratándose de un término vago y ambiguo, puede afirmarse que un derecho es siempre una exigencia o una demanda o un requerimiento que un individuo o grupo portador de ese beneficio puede legítimamente reclamar o hacer valer frente a un interlocutor —sea personal o institucional—, el que será encargado de satisfacerlo, toda vez que el reclamo sea reconocido como una petición justa. Es decir, un derecho es un interés subjetivo que ha encontrado su respaldo en un conjunto de reglas dictadas o reconocidas por el poder, y que obligan a su cumplimiento a todos los ciudadanos y al Estado. Entre un individuo que interpela y otro que satisface el requerimiento se teje una maraña de correlatividades, al punto de volverse evidente el hecho de que todo derecho llega de la mano de su solidaria obligación: alguien exige y otro responde a la exigencia, alguien tiene derecho y otro la obligación de satisfacer acabadamente el derecho exigido. Si así no ocurriera, los derechos conformarían una categoría inexistente, serían meras declaraciones retóricas ante las cuales nadie podría hacer más que escucharlas y desentenderse al momento. Este mecanismo es válido también para los derechos llamados negativos, es decir para aquellas circunstancias en las cuales el portador exige no ser interferido en su ser o en su obrar, generando así en los otros la obligación correlativa de la inmunidad (Flathman, 1976; Esposito, 2002).

En todos los casos es la correlación entre derechos y deberes la que nos permite reconocer cuáles son los derechos que han de respetarse y validarse. Asimismo, esta correlación es piedra de toque para detectar "derechos espurios". Son éstos derechos todavía no reconocidos como tales, más allá de que puedan alegar en su favor planteamientos éticos legítimos que han de especificarse y profundizarse antes de reclamar para sí reconocimiento y respeto universales.2

El compromiso peculiar que nos plantea la última ola de derechos humanos se extiende y enraíza, además, con una novedosa visión del hombre a la manera de organismo dependiente del mundo natural no humano —solidaridad diacrónica—, y también dependiente de los otros hombres (estén ellos presentes o por venir, sean parte de la comunidad efectiva de los vivientes o formen parte de una hipotética generación aún no nacida) —solidaridad sincrónica—. En las páginas que siguen intentaremos especificar qué se entiende por obligaciones éticas presentes respecto de las generaciones futuras y por responsabilidad intergeneracional en un contexto tecnocientífico, resaltando entonces la naturaleza y los alcances de estas nociones tan recientemente construidas. En paralelo iremos trazando las debilidades teóricas que acompañan a los conceptos estudiados, para arribar en último término a una ponderación personal del asunto, esto es si puede hablarse con propiedad de una ética para los individuos presentes orientada a individuos ausentes o, mejor aún, inexistentes.

 

ÉTICAS DEL FUTURO

Los desarrollos tecnocientíficos contemporáneos en el área biotecnológica, en la esfera biomédica, en el campo de la bioingeniería, auxiliadas por el complejo comunicacional–informacional, han contribuido a transformar la vida humana sobre el planeta, y a mejorarla en muchísimos casos. Asistimos sin embargo a una paradoja en tanto es fácil advertir que esta mejora actual podría engendrar un mal global en el futuro, para generaciones de humanos que aún no han siquiera nacido. La ética tradicional no ha tomado en cuenta esta dimensión temporal de gran escala; más bien se ha centrado en la relación cara a cara entre hombres contemporáneos y ha conjugado deberes y obligaciones en tiempo presente. La inédita apertura ética hacia el porvenir es en cambio resultado del acrecentamiento de poderío que han alcanzado los impactos de largo plazo provocados por los seres humanos sobre el conjunto de las criaturas vivientes y el entorno inanimado. Sería sin embargo pueril creer que solamente este viraje responde a un quantum de actividad febril, sin tomar en cuenta en paralelo la calidad o naturaleza del tipo de intervenciones tecnocientíficas ensayadas en el presente. Este hecho, que proyecta sombríos riesgos sobre el planeta y sus criaturas, ha incitado a distintos autores a proclamar obligaciones éticas que se extienden más allá de nosotros mismos y de nuestros accidentales contemporáneos, abrazando así a las generaciones futuras.

Una orientación ética que considere el futuro —a la que podría tildarse de positiva— debe en primer lugar determinar responsablemente fines, y destacar aquellas acciones necesarias que han de conducirnos hacia ellos. Tal orientación considera primordialmente la posibilidad de entregar a las generaciones de hombres venideros un mundo en el cual exista al menos posibilidad cierta y razonable de desarrollar con éxito una vida humana digna, enfrentando en condiciones de paridad diversos problemas (no sólo ambientales o poblacionales, sino de comportamiento, de diseño genético, etcétera) que las anteriores generaciones de hombres les han dejando como herencia. Llevar un recurso natural limitado a su agotamiento en el presente, por citar un ejemplo, introduce un efecto irreversible sobre el mundo futuro, cuyas consecuencias dañinas se harán sentir más tarde sobre otras personas afectadas por nuestras decisiones actuales. La ligazón que se establece entonces entre conductas presentes y escenarios de futuro debería importar a la ética filosófica, al menos a manera de contraste entre aquello que elegimos hoy y el cuadro final del desarrollo a largo plazo de las consecuencias derivadas de nuestro actual accionar sobre terceros interesados (Jonas, 1974).3

Los planteamientos ético–filosóficos antiguos (y entendemos por tales a los anteriores a la Segunda Gran Guerra, sean éstos griegos, cristianos o modernos) no tuvieron que considerar la condición global de la humanidad en cuanto tal, a la propia humanidad de manera genérica como especie amenazada como consecuencia de un acto individual, ni tampoco que preocuparse especialmente por un futuro más o menos lejano —un lapso de cincuenta o de cien años ya sería periodo suficiente para hacer que cualquier acción presente sea imprevisible—. Las acciones humanas, esas que son estudiadas con especial dedicación por la ética tradicional o clásica, limitan la responsabilidad del agente moral en un círculo de corto plazo temporal, y le otorgan una eficacia pequeña a las conductas ejecutadas por acción u omisión. En ellas prima el respeto y el reconocimiento de lo humano por lo humano, la relación cara a cara establecida entre un tú y un yo que comparten idéntica naturaleza, delimitando perfectamente la responsabilidad inmediata que le cabe a cada individuo o pequeño grupo involucrado en la acción, y haciendo a un lado al resto de los entes extra–humanos. Esta consideración de las conductas va acompañada en paralelo de una capacidad científico–técnica rudimentaria en términos de producir cambios significativos y permanentes sobre el entorno. La inmediatez con la cual se estudia el proceder de los humanos en términos de ética filosófica clásica permite entonces desoír las demandas de la posteridad y las recriminaciones de largo plazo, esas que sobrepasan con mucho la inmediatez que les atribuye bondad y maldad apenas a sus consecuencias próximas derivadas. El biólogo Garret Hardin habló de este universo ético conformado por contemporáneos resumiéndolo bajo la fórmula: "Yo–Tú, aquí–ahora" (Hardin, 1972: 16).

Pero no sólo las conductas privadas de los hombres se mueven dentro de esa duración acotada, sino que también la mayoría de las organizaciones revelan idéntica incapacidad para pensar el largo plazo: el mundo comercial y político toma el grueso de sus decisiones fundamentales en el marco de los seis a doce meses, la duración media de los gobiernos de las naciones del globo es de apenas cuatro años, el mundo financiero rara vez plantea estrategias que excedan los treinta días... La historia de los pueblos nos muestra también que se ha movido en torno de urgencias presentes, casi siempre en forma violenta y en base a imágenes del futuro escatológicas o utópicas.4 Pensar el futuro lejano parece así entretenimiento novedoso para un pequeñísimo número de personas opulentas y ociosas, curiosas no sólo por su propio interés inmediato sino también por el de generaciones que probablemente han de seguirlos en el camino de la vida. Se trata de una preocupación por la especie completa homo sapiens sapiens, y ya no por una persona en particular, por un grupo étnico o una nación determinada.

Mientras tanto, los partidarios del realismo político y cultural se comprometen sólo con el presente: a medida que los problemas aparecen intentan resolverlos, uno a uno, y en ocasiones agudizando con la respuesta ensayada el problema inicial. Ellos entienden que ya existen bastantes dificultades con el presente como para tener que acudir a buscar nuevos interrogantes en un futuro que todavía no se presentó. Aquellas personas que pretenden mirar más lejos, por encima de su propio hombro, son —para quienes los juzgan desde este punto de vista— idealistas o mesiánicos: pretenden decir dónde debemos ir, aunque no se ponen de acuerdo respecto de la vía a tomar para llegar a ese lugar anticipado en sueños. Queremos resaltar con estas líneas que la mayor parte de la humanidad no se encuentra bien predispuesta a trabar comercio con un futuro que exceda, cuanto mucho, a su propia generación. Y tal vez esta incapacidad nos habla de un deficiente equipamiento biológico de los seres humanos, de una limitación cultural o imaginativa, de una cierta forma de ceguera política o ética que nos lleva a recusar de todo trato con los tiempos por venir. Y sin embargo... resulta evidente que el poderío humano y su conocimiento técnico y científico pueden acarrear errores en su aplicación, consecuencias no deseadas, efectos colaterales y adversos, errores de apreciación y de juicio, equivocaciones y consecuencias dañosas para nosotros en el corto plazo y para otros al por mayor en un plazo suficientemente largo. Todo parece indicar entonces que las acciones humanas presentes no pueden sólo medirse con la vara que Garret Hardin nos planteó a modo de burla, y que la racionalidad y naturaleza ética de los actos presentes requieren una piedra de toque que atienda a las predicciones de largo alcance, esas que nos afectan más como especie que como individuos aislados o generación presente.

 

DERECHOS DEL PRESENTE Y OBLIGACIONES DE FUTURO

La cuestión moral a estudiar se reduce a una pregunta básica: ¿existe una obligación ética que nos fuerce a limitar el techo tecnológico bajo el cual queremos vivir —prescindiendo de algunas aparentes "ventajas"— en orden a que algunos —que todavía no han nacido— puedan oportunamente disfrutar de una vida mejor? Ella acarrea muchas dificultades y está conminada a explicitar qué se entiende, por ejemplo, por "mejor" vida, y a encontrar razones que apuntalen el "deber" que existe de obligarnos con aquellos que nos seguirán.

Esta última es una dificultad mayor, por cuanto es lícito preguntarse por la reciprocidad: se nos pide que nos limitemos pero, después de todo, ¿qué ha hecho la posteridad por nosotros?; y también por el esfuerzo sincero que la actual generación realiza —con sus más y sus menos— por la posteridad: todo el tiempo estamos haciendo cosas por ella. Sufrir por los futuros vivientes equivale a sufrir por los hambrientos de las antípodas del globo: estos dos hechos generarán un sentimiento poco sincero que nos llevará a desesperar por aquello que no vemos ni experimentamos en carne propia. Los sistemas culturales y religiosos han brindado pistas para pensar el problema, pero todas ellas están sometidas a idéntico rechazo por la responsabilidad a futuro: o el plan de la divina providencia se encargará de "cuidar" a todo su rebaño; o bien una naturaleza protectora y benéfica tenderá a solucionar por sí sola los desmanes producidos por el anthropos, compensando y equilibrando aquí y allí; tal vez sea mejor que la obra acabe de una vez, con todos los personajes involucrados en ella, para disfrutar lo más rápido posible de un paraíso trasmundano;5 o quizá el problema mismo esté mal planteado y el futuro no resulte jamás un generador de incertidumbres, puesto que formulamos nuestras reivindicaciones y demandas en términos de necesidades y esperanzas presentes, mientras que del futuro como tal no sabemos absolutamente nada. En otras palabras, cuando hablamos de los presuntos derechos de seres que aún no existen estamos proyectando nuestros valores e intereses a futuro, suponiendo que también entonces tendrán validez por más que hayan cambiado las circunstancias externas. Ni siquiera vicariamente podríamos hablar entonces de derechos para los humanos por venir, porque hasta desconocemos qué valores serán objeto de consideración ética y de protección jurídica dentro de un puñado de años.

Facilitarle la vida a generaciones por venir, a unas camadas de humanos que nunca llegaremos a ver ni conocer, en nombre de obligaciones racionales planificadas, no es una posición sencilla de admitir. ¿En qué tipo de consideraciones fuertes se basa el argumento? Si se admite una comunión con ideales cristianos, por ejemplo, la respuesta podría orientarse en el sentido de forjar una alianza colectiva con los seres humanos futuros, una especie de proceso identificatorio entre nosotros y ellos, que por el solo hecho de ser hombres, nos facilita compartir nuestras especificidades. Pero si no se comulga con esta u otra religión determinada, encontrar una justificación menos emotivista se complica. La noción de interdependencia aparece aquí como un buen comodín argumentativo, que elimina la emoción para hacer valer otra carta. Aceptemos que cada generación de seres humanos recibe un mundo modificado por la generación que lo precedió, que el conjunto de los productos y procesos científicos y técnicos antiguos se ve nuevamente modificado en esta generación presente, antes de pasárselo a la que continúa. Esos cambios pueden ser aumentados o reducidos por voluntad de los hombres, aunque difícilmente eliminados por completo. El conocimiento biológico y geológico nos anticipa que los cambios producen finales irreversibles, y frente a este dato primario la civilización puede optar por introducir variantes en esos cambios, modificar su ritmo (acelerándolos o deteniéndolos), o reencauzar su dirección. Todas las actividades humanas participan en diverso grado de los cambios, y determinan así la naturaleza y magnitud de las transformaciones que acaecen. Si, como seres humanos, somos capaces de causar cambios, entonces podemos auto–imponernos una obligación especial respecto del futuro que los sufrirá en carne propia, aún sin haberlos elegido.

El hallazgo de reglas moderadoras para ordenar las acciones humanas debe provenir entonces del conocimiento que tenemos sobre los finales irreversibles, y de la ignorancia que tenemos sobre las consecuencias que desencadenan a cada paso nuestros actos —especialmente los tecnocientíficos—, cuya intervención transforma no solamente al mundo de los hombres (presentes y futuros) sino también la naturaleza extra–humana en su conjunto. Pareciera que al ampliar los marcos temporales se recortan nuevas obligaciones morales respecto de generaciones humanas no nacidas, de las cuales no podemos esperar hoy un trato recíproco. Y aparecen también obligaciones morales hacia el mundo no humano, del cual tampoco puede esperarse un trato equivalente ya que se trata de una instancia no racional.

Hans Jonas ha tratado de especificar cuál es la naturaleza de esta obligación remota y descubrir adónde señala, es decir cuál es el fin que persigue. Esta exigencia ética —de acuerdo con su célebre propuesta— toma el ropaje del imperativo categórico kantiano para cumplirse. Y hay diversas maneras de expresarla, positivas unas y negativas otras, aunque todas exhortan a la humanidad a trabajar por la conservación del ser: "Actúa de tal manera que las consecuencias de tu acción sean conciliables con la permanencia de auténtica vida humana sobre la tierra"; "Actúa de tal manera que las consecuencias de tu acción no sean destructivas para posibles vidas futuras"; o lo que es lo mismo: "No pongas en peligro las condiciones que garantizan la preservación indefinida de la humanidad sobre la tierra" o, dicho nuevamente en positivo, "Incluye en tu elección actual la futura integridad de los hombres como objetivo común de tu voluntad" (Jonas, 1979: 40). Se trata de una convocatoria a la preservación de la sustancia vital, de un llamamiento al cuidado y a la custodia de las formas de vida, y no de una advertencia. Por tanto el reclamo de responsabilidad a la humanidad presente se formula, inicialmente, desde una explícita dimensión suprahistórica solicitando al hombre calma, prudencia y equilibrio, lo cual lleva implícito un horizonte temporal indeterminado y una preocupación sincera por las consecuencias remotas de nuestras acciones, por las generaciones venideras y por la naturaleza. El futuro es el tiempo significativo que gravita sobre el citado principio de responsabilidad, pues el poder que ejercemos de manera cotidiana al actuar atendiendo a lo inmediato, se deja sentir también y sin quererlo de intento sobre tiempos lejanos. Y ello trae, como consecuencia, una doble obligación: por lo presente y por lo por venir (Cecchetto, 2005b: 171–195).

 

DERECHOS PARA LAS GENERACIONES FUTURAS

Es muy escaso el análisis que se ha hecho desde el punto de vista del derecho, de la filosofía y desde la ética en particular, sobre los derechos que las futuras generaciones podrían "reclamar" para sí. Si esas camadas de humanos por venir son entes potenciales, podrían pretender ser sujeto de derechos; pero si en cambio cuando los evocamos estamos hablando de una mera probabilidad al anticipar la llegada de estos seres a la vida concreta, entonces estamos trabajando más bien con un concepto que con una realidad ontológica. ¿De qué derechos estaríamos hablando si éstos no llegan a ser reclamados efectivamente por nadie? Y en el mismo sentido: ¿sería lógico postular un tipo especial de derechos que valga para los hombres del futuro pero que no tenga validez alguna para los hombres del presente? ¿Acaso los intereses proyectados de las generaciones por venir deberían prevalecer y gravitar en las decisiones de esta generación? Una teoría de los deberes no puede sentirse cómoda al ordenar el sacrificio de personas actuales con miras a favorecer las condiciones de vida de personas futuras, persiguiendo la utilidad máxima (la mayor cantidad de bienes posible) o la utilidad promedio (la armónica distribución del mismo grado de bienes para todos). Para completar este cuadro de interrogantes tenemos que aceptar que las condiciones de vida del futuro nos son totalmente desconocidas, y que todo el cuadro de situación sobre este asunto está pautado desde nuestro más inmediato presente. Será desde aquí, entonces, que ensayaremos establecer prioridades y definiremos los límites de nuestra responsabilidad intergeneracional.

El filósofo estadounidense Ronald Green —miembro de planta del Darmouth College— ha venido trabajando en esta línea en los últimos años, valiéndose de la teoría de la justicia de John Rawls para aplicarla al área sanitaria y a la cuestión medioambiental (Green, 1977: 251).6 En su opinión pueden extraerse algunos axiomas de responsabilidad intergeneracional que sirvan para pensar nuestras obligaciones con el futuro. En primer término —anota—, estamos atados a los seres humanos por venir por lazos de justicia. Nuestro mundo posee un límite físico (recursos, espacio, etcétera) que no podemos sobrepasar sin lesionar, dañar o hacer sufrir a nuestros congéneres. Tales perturbaciones no hacen más que subrayar nuestra interdependencia y la insensatez a la que lleva el uso de la fuerza y del poder como guía de las acciones humanas. Podemos suponer entonces que en un mundo futuro, si llegara a existir, este tipo de conflicto real entre individuos puede volver a plantearse en idénticos términos: así como nuestros deseos y comportamientos desafían hoy a nuestros vecinos, bien podrían presentarle conflicto a personas futuras. El principio de justicia obliga entonces a distribuir con equidad bienes y oportunidades en el presente (justicia distributiva), pero esta distribución justa tendría que poder ser sostenida a lo largo del tiempo. La regla de oro puede ser un buen baremo para medir estas situaciones en concreto y plantear, caso por caso, si estamos faltando a nuestro deber ético en el plano sincrónico y en el diacrónico.

En segundo término, Green sostiene que las vidas de las futuras personas deberían ser mejores que las nuestras, o al menos no ciertamente peores. El esfuerzo humano se encamina permanentemente hacia una mejora de las condiciones de vida para nuestros descendientes, y el empeño está puesto en esa superación de lo dado, que no es otra cosa que lo recibido ya en herencia por nosotros al venir a la existencia. Aunque pudiera discutirse mucho respecto de qué significa una vida con calidad, es cierto que debemos hacer lo imposible para no degradar, dilapidar, diezmar y empeorar nuestra herencia ambiental, natural y cultural presente. Seríamos maleficentes si así lo hiciéramos, y colocaríamos a las generaciones humanas venideras en una posición incómoda para apreciar esa herencia mal utilizada.

En último lugar, Green apoya la idea de que el sacrificio en pro del futuro y las cargas que ello implique deben distribuirse de manera equitativa entre todos los seres humanos presentes, recayendo el peso mayor en los que más tienen o, lo que es lo mismo, considerando en especial a los que disponen actualmente de menores ventajas. Esta desigualdad de base entre ricos y empobrecidos tiene que ser remediada en el momento de instituir cargas, las cuales serán de todas maneras soportadas en distinta medida por todos los seres humanos vivientes. La noción de justicia mencionada al comienzo busca ahora, en este tercer escalón, su complemento con la noción de equidad, y la aplicación de ambos conceptos dispone siempre de un lugar en una ética entre presentes como así también en una ética elaborada en clave futura.

Las orientaciones amañadas por ese filósofo son tentadoras y de seguro universalizables. Sin embargo su puesta en práctica exige capacidades predictivas que no son corrientes, y al mismo tiempo que algunos debates todavía abiertos sean saldados en forma definitiva (el que remite a la "calidad de vida" o al "bienestar futuro" por ejemplo, o a la identificación indubitable de acciones tecnocientíficas de naturaleza dañosa). Desde la consideración pura del derecho que algunos realizan, y el desenvolvimiento progresivo de una teoría de los deberes que otros patrocinan, parece que una ética de las virtudes ecológicas queda entre sombras, olvidando el ahondamiento en los conceptos de prudencia, ponderación y precaución. Siguiendo este orden de ideas, resulta tópico insistir en la obligación de adquirir primero suficiente conocimiento predictivo, antes de poner en marcha una tecnología con capacidad de generar consecuencias de gran escala; y también de inhibir acciones tecnocientíficas cuyas consecuencias remotas o indirectas, dañosas e irreversibles se ignoran o apenas se conocen muy vagamente.7 En cualquiera de estos casos conviene subrayar que la ética aparece como una instancia capaz de proponer restricciones significativas a distintos cursos de acción, en orden a ponderar sus resultados tantas veces inciertos. El imperativo tecnológico nos ha habituado a pensar que si una acción es técnicamente posible, entonces debe ser ejecutada. El planteo ético que aquí sostenemos recalca en cambio que los vivientes cargan consigo una obligación mayor que, cuanto menos, los convoca a la abstención cuando de su accionar se deriven peligros serios para las generaciones futuras esto es, que puedan ser íntimamente vulnerados algunos derechos de que las actuales generaciones disponen y disfrutan y en razón de lo cual nuestros congéneres aún no nacidos corren el riesgo de no llegar a conocer jamás. En otros términos, la conservación y la protección y la mesura en nuestro trato científico–tecnológico con el mundo puede constituir hoy un capítulo indispensable del cálculo racional y de la prudencia utilitaria en términos de nuestra generación actual, un acto de amor respecto de nuestros hijos y nietos, un acto de pura justicia y respeto por los derechos del prójimo en relación con las generaciones más alejadas de nosotros.

 

CONSERVACIÓN, REALIZACIÓN, RECIPROCIDAD

Aquellos que rechazan las pretensiones de una alianza intergeneracional realizan con minucia una demolición de argumentos endebles que se utilizan para apuntalar esa relación. Ellos advierten que el amor al hombre futuro y el altruismo no son símbolos de dependencia directa, ya que el presente no depende en absoluto de lo que vendrá.8 La metáfora del contrato social tampoco es válida, porque cuando se lo suscribe cada individuo comprometido resigna intereses propios en aras de garantizar necesidades para el conjunto de la comunidad, fenómeno que los no existentes no pueden efectivamente realizar. Por otro lado, cualquier tipo de pacto se torna imposible de concretar fuera de los límites que impone el lenguaje y la sociabilidad. La preocupación por los que vendrán, entonces, tiene que ser de otra índole e inaugurar un enlace intergeneracional indirecto que fusione egoísmo y plenitud actuales con posibilidades de desarrollo futuras.

Sería imposible lograr que la generación actual sacrifique su bienestar presente para "mejorar" las condiciones de vida de la posteridad o "ahorrarle" cierta cuota de sufrimiento. Pocas personas estarían dispuestas a detener sus acciones, a congelar sus decisiones y a interferir sus vidas sobre la base de probables expectativas de consecuencias disvaliosas a futuro. Por amor propio sin embargo podemos actuar de manera tal que busquemos nuestra actualización máxima y armónica en el presente, y esta expansión vital (restringida a decisiones y acciones presentes) no pueda desentenderse de otras áreas, distantes y aún futuras, en las cuales nuestra participación ética hace impacto sobre el conjunto de todos los seres humanos. En otros términos, el actuar responsable que considera nuestra propia actualización, de manera inevitable involucra al futuro en su evaluación. Y es esta consideración crítica del futuro la que a la postre ofrece mayores posibilidades a nuestra actualización presente. Un acto moral, tomado en toda su dimensión espacial y temporal, no tiene la propiedad de excluir selectivamente a individuos de su campo de mira, y está constreñido por tanto a velar por la integridad de todos los afectados por la acción.

En cierta medida, el futuro ya llegó; y es nuestra propia existencia amenazada o en peligro por desarrollos científicos y técnicos desbocados, por un ambiente en franco deterioro o una sociedad de consumo ilimitado, la que nos interpela. La actividad humana remodela el planeta y determina su futuro y el nuestro como especie, confinándonos a la inviabilidad en caso de que no se impriman con rapidez cambios conductuales y valorativos. El ser humano futuro es, en gran medida, el ser humano de hoy en día, el ya nacido; y sus problemas son, en gran parte —aunque atenuados—, los mismos que cuestionarán más adelante a todas las formas de vida sobre la Tierra. Esta afinidad afectiva es la que pone en sintonía presente y porvenir, y la preocupación por los que vendrán son objeto de las acciones que nosotros realizamos o desistimos de realizar hoy. La apercepción de la dependencia de lo humano respecto de instancias no humanas, y la interdependencia de todos estos estratos, hace que le otorguemos importancia creciente a una variedad de elementos no considerados prima facie por la ética filosófica. Si hoy se teme por valores, bienes e intereses que en un futuro podrían ser vulnerados, ello significa sin más que ya una nube sombría y real se cierne sobre ellos. Por lo tanto, la magnitud de la amenaza debería ser discutida en la actualidad con las herramientas éticas disponibles y con el catastro de los derechos vigentes.

No pretendemos sugerir en ningún momento que la actitud predominante del hombre actual deba inclinarse por la mera conservación y mantenimiento de todas las formas de vida —a la manera de Thoreau o de Albert Schweitzer, por ejemplo—. Sin embargo hay razones atendibles para avalar la conservación, aquellas que echan mano de lo estético o de lo estrictamente utilitario, de lo orgánico y de la adaptabilidad, de valoraciones culturales y experienciales. De manera genuina y primordial profanar el medio implica, ante todo, la pérdida de una parte o incluso del todo de nuestra condición de seres humanos, tal como autores de la talla de Muir y Aldo Leopold enseñaron. La idea de una ética del cuidado, de fuerte desarrollo dentro de la esfera biomédica, no se ha difundido en igual medida dentro de las esferas medioambiental y ecológica. En cualquier caso la noción de cuidado, vinculada estrechamente con las ideas de justicia, de responsabilidad y de equidad, concurre también al logro de un armónico desarrollo de la sociedad de los hombres. La gestión cuidadosa de los recursos ha de responder entonces por partes iguales a la justicia distributiva y al compromiso que nos obliga hacia la consecución de la vida biológico–material sobre el planeta, y este plano pasa desapercibido para Jonas y otros muchos teóricos de la sociedad tecnológica y militantes ecologistas. Planteado en otros términos, la emancipación de todos los seres humanos (la exigencia ética de autorrealización o de desarrollo) tiene por fuerza que estar acompañada por la preservación del mundo natural y de la vida en general (exigencia de autoconservación). Pero no puede defenderse apenas uno de los polos de la ecuación, dejando al otro librado a su suerte. Ambas exigencias van más allá de los elementos básicos para una simple supervivencia, y en cuanto llaman a los hombres a desarrollarse productivamente le encomiendan que no destruya el ambiente que necesitan para poder hacer de eso una realidad presente.

Conservación y realización se conectan bajo la figura de un meta–principio, el de reciprocidad, que torna evidentes las conexiones de cualquier elemento aislado con el todo, y que llama al reconocimiento de obligaciones mutuas. Postular una ética de la responsabilidad intergeneracional es, a fin de cuentas, un primer paso para conformar una moralidad de la interdependencia, que sobrepase nuestros compromisos actuales y restringidos, ceñidos a la esfera antropológica, a los contactos cara a cara, al tiempo presente, y a las consecuencias inmediatas, proponiendo el abandono de los modelos antropológicos de desarrollo basados en la exclusividad, la propiedad y la disponibilidad del medio ambiente y los recursos naturales y simbólicos. Ramos (1983) expresó esta idea de manera sintética y convincente: "Urge una conciliación entre necesidades humanas, la equidad social, la integridad del medio, y el uso sostenido de los recursos, de ahí que la solidaridad no sea sólo éticamente obligada sino por fortuna técnicamente obligada". Este aserto conviene que el hombre no puede vivir al margen de las ciencias y de la tecnología, ni siquiera sobrevivir sin ellas, lo cual dista mucho de suponer que el hombre pueda vivir dándole la espalda a la naturaleza y ejerciendo sus artes contra ella.9 La valoración positiva de la tecnología, en nuestro caso, se desprende de su carácter instrumental y a la mano para alcanzar la liberación humana, aunque esta posición no resulta complaciente a la hora de confiar en que más y más soluciones tecnológicas extremas serán capaces de resolver las problemáticas medioambientales y ecológicas que día a día se presentan en número creciente.

 

CONCLUSIÓN

La ética del siglo XX comenzó con una pregunta que sonaba paradójica, en vista de los dispares desarrollos construidos por filósofos de todas las épocas pasadas: ¿de qué hablamos cuando hablamos de ética? El siglo se cerró sin que pudiera, probablemente, otorgársele a la inquisitoria de George Edward Moore (1903) una respuesta satisfactoria. El despliegue científico y tecnológico operado con posterioridad a la segunda guerra mundial nos planteó otras cuestiones novedosas, para las cuales estábamos todavía menos preparados. Fue cuando se hizo evidente que del destino del presente dependía el presente del porvenir. En la apertura del siglo XXI no sabemos todavía elaborar —y tal vez no sea siquiera posible— una ética para ausentes que no lesione las aspiraciones legítimas de una ética de los presentes. No encontramos tampoco una manera de obligarnos ante instancias que no son humanas o no son efectiva y concretamente reales, porque la reciprocidad continúa presidiendo los deberes y los derechos que la ética tematiza. El planteo del reclamo que atiende al porvenir, a nuestro parecer, no ha llegado a un grado de madurez en su formulación y, en su estado actual, se torna dificultoso poder atenderlo y exigir con fuerza su reconocimiento, respeto y cumplimiento universales.

Frente a la estereotipia y a la insuficiencia de la ética filosófica para diseñar una deseada ética de cara al futuro, nos resta al menos una certeza fundamental, y es que si los humanos podemos ocuparnos bien por el presente, necesariamente estaremos entonces preocupándonos también en ese mismo gesto por el bienestar del futuro y de sus hipotéticos habitantes. El cuidado del mundo y de las generaciones futuras, en suma, es objeto de nuestras acciones de hoy; y es desde aquí, desde nuestro más inmediato presente que proyectamos futuribles como una manera humana de otorgarle densidad al pasado y a la presencia que hoy somos, construidos en igual medida por nuestro tiempo clausurado y nuestro tiempo por venir (Husserl, 1966).10

 

BIBLIOGRAFÍA

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NOTAS

1 En este sentido aparecen las definiciones iusnaturalistas y iuspositivistas del derecho. Conforme el iusnaturalismo un derecho no puede ser calificado como tal si contradice los principios morales y de justicia, mientras que de acuerdo con el iuspositivismo la definición de derecho se encuentra totalmente desvinculada de la moral.

2 Un listado incompleto de estos derechos espurios podría incluir los derechos de la mujer sobre su propio cuerpo, el derecho a a la muerte digna, a no nacer, a no procrear, etcétera. Y tal vez aquí debamos incluir también los derechos de las generaciones futuras, como estudiaremos más adelante. Los llamamos "espurios" por cuanto están mal planteados, y no se desprende de su formulación y requerimiento que exista una obligación legítima correlativa, que los inserte sin conflicto dentro de una tradición social. Aunque ataviados con el ropaje del lenguaje contractual y jurídico de los derechos y los deberes, estos derechos espurios se presentan bajo la forma de la proclama y escudados en una generalidad que los vuelve moralmente inexpugnables. Aún así sufren de una cierta vulnerabilidad, y sobreviven en un clima contradictorio que se mueve entre la validez racional indiscutible y la fragilidad sociopolítica.

3 Hans Jonas (1974) califica a este proceso de imaginación ética como "conjeturas simbólicas".

4 Las culturas ocupadas con asuntos lejanos, tales como el cielo, el infierno o la reencarnación, prestan poca atención al mundo físico presente y futuro, puesto que su propio destino ha de cumplirse en un trasmundo más allá del tiempo.

5 Hay versiones religiosas y laicas del mismo argumento, como cuando aquel célebre científico respondió a una demanda periodística que inquiría sobre sus planes para el futuro: "En el futuro, estaremos todos muertos", respondió lacónicamente.

6 También Russ Manning (1981: 155–165) adoptó esta línea de trabajo; y hay otros autores de interés que apoyan sus propuestas en Rawls, pero de manera tácita: tal el caso de Taylor (1981: 197–218), y de Norton (1984: 131–148).

7 De tal suerte Jonas (1985) pone entre paréntesis a desarrollos biotecnológicos, Jacques Testart (1986) a distintas formas de la procreación médicamente asistida, y otros muchos a la clonación humana y a los procedimientos de transgénesis.

8 La relación inversa, por el contrario, sí es sostenible. Jonas (1979: 63–70) se vale de ella para generar modificaciones conductuales con base en una "heurística del temor".

9 Tratamos de evitar la polémica entre conservacionistas y desarrollistas, doctrinas encontradas respecto del medioambiente que, sospechosamente, han coincidido en la consideración de la naturaleza como objeto de disposición humana absoluta. Para una discusión filosófica de estos asuntos ver Leopold (1949), Heisenberg (1955) y Heidegger (1957).

10 Para poder pensar sobre estos asuntos debemos recurrir al análisis fenomenológico husserliano sobre el tiempo, en el cual se describe la temporalidad originaria (denominada "fluir temporario original", o "presente fluyente viviente"), previa a toda constitución del yo. Husserl (1966) denomina "presentación", "protensión" y "retención" a los modos intencionales de anclaje en la presencia (el presente). Ellos se mantienen en un delicado equilibrio. El presente es el nombre que damos a la permanencia de sentido, el cual adquiere significación porque el pasado pesa sobre él tanto como el futuro. Pasado y futuro están entonces en una tensión equilibrada en el presente continuo.

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