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Andamios

versión On-line ISSN 2594-1917versión impresa ISSN 1870-0063

Andamios vol.3 no.5 Ciudad de México dic. 2006

 

Artículos

 

El neoliberalismo y los derechos sociales.Una visión desde la economía y la política

 

Neoliberalism and social rights. An economical and political vision

 

Orlando Delgado Selley*

 

* Maestro en economía por la Facultad de Economía de la UNAM. Profesor–investigador de la UACM de la Academia de Ciencia Política y Administración Urbana. Correo electrónico: o_selley2001@yahoo.com.

 

Fecha de recepción: 12/12/2005
Fecha de aceptación: 10/01/2006

 

Resumen

Este trabajo intenta explicar las causas fundamentales del auge mundial de la posguerra, para cotejarlas contra el desempeño mundial 1975–2000. Se atiende esencialmente a la contrastación entre la defensa de los derechos sociales, entendidos como la combinación de derechos civiles y derechos económicos. Además, se ofrece un bosquejo inicial de lo que podrían ser los ejes articuladores de una propuesta que permita superar el neoliberalismo.

Palabras clave: Producto por habitante, derechos sociales, derechos humanos, derechos económicos, Bretton Woods, democracia integral.

 

Abstract

This study tries to explain the fundamental causes of post war and the world, to revise them and compare them against it's actions from 1975 to the year 2000. Specifically the contrasts between the defense of social rights, to be understood as the combination of civil rights and economic rights: Besides all of the above, we present an initial draft of what might be the articulating angles of a proposal that allows us to overcome neoliberalism.

Key words: Social rights, human rights, economic rights, Breton Wood's, integral democracy.

 

En el último cuarto del siglo XX inició un proyecto político y económico que ha venido transformando al mundo: el neoliberalismo. Este proyecto no nació de una formulación estratégica completa que se propusiera un plan de acción para su implantación, sino ha sido el resultado de una nueva manera de concebir "lo económico" que ha replanteado el funcionamiento de las sociedades nacionales capitalistas. Por ello, este material se inicia con un brevísimo planteo que explica la importante etapa de prosperidad vivida entre 1950 y 1973 para, en seguida, reconocer las razones de su crisis y estar en condiciones de caracterizar este proyecto de capitalismo global llamado neoliberalismo. Luego presento tres viñetas que ilustran la relación entre democracia, derechos sociales y organismos financieros internacionales. Con esta caracterización haré algunos señalamientos sobre la construcción de este proyecto y, particularmente, cómo se estructuró su punto de apoyo fundamental. Finalmente, anotaré las líneas gruesas de un bosquejo de lo que podrían ser algunos de los elementos a desarrollar para estar en condiciones sociales y políticas de plantear la superación de esta etapa del capitalismo y, por supuesto, de la articulación de las fuerzas sociales y políticas que pudieran hacerlo. Este recorrido busca explicitar las diferencias económicas y políticas sustantivas entre el modelo vigente durante la etapa de prosperidad vivida entre 1950 y 1973 y el modelo que le sustituyó.

 

UNO

El mundo vivió en los últimos dos siglos de nuestra era el mayor ritmo de expansión de su población, de sus capacidades de producción y de los resultados en el uso de esas capacidades en toda su historia. Según las series de información recientemente publicadas por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (Maddison 1997; 2001; 2003), de 1820 al final del siglo XX, que es propiamente la organización capitalista de la producción, la distribución y el consumo, el mundo presenció una evolución sin precedente: entre 1820 y 1998 la población total creció al 0.98% anual, lo que quiere decir que en estos años la población se sextuplicó. Por el lado de la producción, el avance fue impresionante: 2.21% promedio anual, lo que significa que pasara en 1820 de 694 miles de millones de dólares (dólares de 1990) a 33 726 en 1998, de modo que la producción creció casi 50 veces. El producto por habitante en estos mismos años pasó de 667 dólares anuales a 5 709, lo que implica que se incrementó ocho veces. Este extraordinario desempeño, por supuesto, no estuvo exento de periodos críticos, como la crisis de 1880 y destacadamente la de 1929–1933. Conviene anotar que esta última crisis, reconocida como mundial, en realidad no ocurrió en la Unión Soviética. De modo que fue la gran crisis de las economías capitalistas.

Este largo ciclo expansivo tiene una característica básica: su aceleración. Ésta, sin embargo, no fue homogénea. Por el contrario, junto con la capacidad de desarrollar las fuerzas productivas a niveles impresionantes, el capitalismo mostró una vocación expansiva y de dominación. Por eso se convirtió en el modo de producción prácticamente único en el mundo, pero no se igualaron los niveles de desarrollo en las diversas regiones, sino que se establecieron desigualdades crecientes que escindieron al mundo en dos polos, uno desarrollado y otro sub–desarrollado (Valenzuela, 2003).

Los indicadores utilizados no dan cuenta precisa de la evolución de los niveles de bienestar de la población, pero hay una correlación alta entre la mejoría en los patrones de comportamiento del producto por habitante y las expectativas de vida al nacer (Maddison, 2001). De 1820 a la fecha, el mejoramiento de las condiciones materiales ha sido mucho más intenso y constituye también la causa de la expansión poblacional. El incremento en la esperanza de vida al nacer se reconoce como una importante expresión de la mejora en el bienestar social. Para 1820 aumentó a 26 años, dos más de lo que era en el año 1000. En 1900 llegó a 31, 50 años después fue de 49 y para finales del siglo alcanzó 66 años. Igual que con el producto per cápita, las mejorías no han sido homogéneas. Sin embargo, en este indicador las disparidades regionales no son tan acusadas. Por ejemplo, para 1999, en Japón, la esperanza de vida al nacer fue de 81 años, en tanto que para África sólo llegó a 52. La brecha entre el ingreso per cápita fue de 15 a uno.

Usando una regionalización para dividir al mundo en ocho grupos de países representativos (Maddison, 1997),1 podemos confirmar las dos características centrales señaladas: su vocación expansiva y su concentración. Los grupos serían: Europa Occidental (Alemania, Austria, Bélgica, Dinamarca, Finlandia, Francia, Italia, Noruega, Países Bajos, Suecia, Suiza y Reino Unido), los Nuevos Países Occidentales (Australia, Canadá, Nueva Zelanda y Estados Unidos), Europa Meridional (España, Grecia, Irlanda y Portugal), Europa Oriental (Albania, Bulgaria, Checoslovaquia, Hungría, Polonia, Rumania y Yugoslavia), la antigua URSS (Armenia, Azerbaiján, Bielorrusia, Estonia, Federación Rusa, Georgia, Kazajistán, Kirijistán, Letonia, Lituania, Moldavia, Tajikistán, Turkmenistán, Ucrania y Uzbekistán), América Latina (Argentina, Brasil, Chile, Colombia, México, Perú, Uruguay y Venezuela), Asia (Bangladesh, Birmania, China, Corea del Sur, Filipinas, India, Indonesia, Japón, Pakistán, Taiwán y Tailandia) y África (Argelia, Egipto, Ghana, Marruecos, Sudáfrica y Túnez). En total 65 países que explican la mayor parte de la población y la producción mundial,2 cuya evolución demográfica y del producto per cápita en el periodo 1820–2001 para años clave, se muestran en los cuadros 1 y 2.

De la información anterior, detengámonos en tres grupos de países: los de la vieja Europa, los nuevos occidentales y América Latina. De 1870 a 1950, el producto por habitante en la vieja Europa crece 140% y de este último año a 1973 el crecimiento fue ligeramente mayor: 142 por ciento. En el primer periodo de 80 años se observó un crecimiento promedio anual de 1.7%, mientras que en el segundo periodo de 23 años fue de 6.2. Estamos frente a un ritmo de crecimiento tres veces y media más rápido. Por ello no resulta exagerado llamar edad de oro al periodo 1950–1973.

En los nuevos países occidentales: Australia, Canadá, Estados Unidos y Nueva Zelanda, las tasas de crecimiento son 3.8 para los 80 años del periodo 1870–1950 y 7.6 para los años de la edad de oro. La comparación de los niveles per cápita resultan interesantes: en 1820 los dos grupos de países occidentales tenían un producto apenas cuatro puntos porcentuales diferente, en favor de los países europeos. Cincuenta años después, en 1870, el producto por habitante ya era 16% superior en los nuevos países occidentales. Para 1950 había llegado a ser 85% mayor en esos nuevos occidentales: eran los años posteriores a la segunda guerra, iniciaba la reconstrucción de una Europa devastada, en tanto que en los otros países se había mantenido prácticamente intacta la capacidad de producción. En 1973, la diferencia era de sólo 33 por ciento.

En América Latina entre 1820 y 1870 las guerras intestinas y la persistencia de formas de producción precapitalistas, provocaron un capitalismo débil y, además, dependiente que sólo logró un crecimiento del producto por habitante de 0.1 por ciento anual. En el caso particular de México, en estos años el producto per cápita decreció al pasar de 759 dólares internacionales de 1990 en 1820 a 674 en 1870. En el periodo que va de la consumación de la independencia al inicio del gobierno de Porfirio Díaz hubo 75 cambios de presidente de la República (Moreno–Brid y Ros, 2004). América Latina logró crecer en 1870–1950 a un ritmo anual bastante alto: 3.3 porciento. En el lapso entre 1950 y 1973 ocurre la industrialización dirigida por el Estado (Ocampo, 2004), que permite un incremento anual de per cápita mayor al conseguido por los nuevos países occidentales, aunque significativamente menor que los doce países europeos occidentales. Sin embargo, este crecimiento no logra reducir la enorme disparidad con los países desarrollados, particularmente con Estados Unidos con quien apenas pasamos de un per cápita equivalente al 26.2 del de ellos en 1950 a uno de 27% en 1973.

Se puede apreciar con claridad que la dinámica más intensa en la posguerra se registra en Europa Occidental, donde junto con un fenómeno de avance técnico ocurre una rápida reconstrucción económica. El plan Marshall y la nueva arquitectura del sistema financiero internacional provocaron una distribución de los recursos internos que permitió la existencia de niveles cercanos a la ocupación plena. Esto resulta de enorme importancia: crecimiento con ocupación, lo contrario de lo que ocurre actualmente.

Esta situación prevaleció en los otros países europeos distintos a los socialistas. El desafío que proponían los países del bloque soviético, administrados con paradigmas completamente distintos, llevó al diseño de mecanismos de gestión económica en que los valores centrales del funcionamiento estatal reconocían la importancia de la generación de puestos de trabajo para todos, asociados a un mecanismo compensador si el mercado de trabajo fuera incapaz de resolver ese cometido. Esto implicó que la pobreza no creciera y, sobre todo, la construcción de una sociedad en la que se alejara la incertidumbre laboral (Hobsbawm, 1998). La información del Cuadro 2 para los países del bloque soviético confirma el desafío provocado por unas economías que funcionaban más eficientemente que sus vecinas e incluso que los nuevos países occidentales. El crecimiento del producto por habitante de los países de Europa Oriental y de la Unión Soviética en el periodo 1950–1973 fue de 5.9% y 4.9% anual respectivamente.

La política económica en los países capitalistas operó con el objetivo central de incrementar el crecimiento del producto, generar el mayor nivel de ocupación posible y evitar fluctuaciones cíclicas. Ello, por supuesto, implicó el reconocimiento público de que el Estado tenía una responsabilidad insoslayable: garantizar que no se deterioraran las condiciones de vida de sus habitantes. El pacto social existente tras la guerra, se basaba en la fuerza de los grupos obreros que habían participado en la resistencia y, por supuesto, en la confrontación política, social y económica con el bloque soviético.

Keynes y la demanda efectiva, el gasto público como amortiguador del funcionamiento cíclico, enfrentados a un contrincante extraordinario, explican la larga época de prosperidad vivida desde el final de la segunda guerra y hasta mediados de la década de los setenta. El contrincante estaba fuera, pero también dentro de los países capitalistas desarrollados e incluso en los del polo subdesarrollado. Paradójicamente, quienes intentaron derrotar al capitalismo y sustituirlo por una organización de la producción basada en la cooperación social, provocaron una política que lo mantuvo funcionando con eficiencia.

La expansión económica se basó en la actividad industrial y, por ello, implicó que el proletariado tuviera una importancia creciente. Los sindicatos obreros y los partidos de izquierda operaron como una fuerza capaz de atemperar los excesos de los capitalistas. Sin embargo la explotación del trabajo no disminuyó, por el contrario, aumentó a través de la mejoría de la productividad del trabajo, esto es, se produjo plusvalía relativa. Las diferencias en la productividad y en el ingreso per cápita entre Estados Unidos y Europa Occidental prácticamente desaparecieron en estos años (Ocampo, 2004).

 

DOS

En 1792 arribó a Francia por tercera vez Thomas Paine, parte central de la organización de la revolución norteamericana independentista. Junto con Washington, Franklin, Jefferson, Jackson y muchos más, Paine participó en la construcción del programa y en la organización de los grupos revolucionarios. Escribió el libro de mayor resonancia en los tiempos de la lucha armada: Sentido común. Luego publicó el semanario La Crisis. Con el triunfo de la revolución se constituyó un gobierno dividido, con viejos dirigentes revolucionarios que conspiraban contra George Washington. Paine, decepcionado de los gobiernos y de los hombres de la revolución convertidos en funcionarios gubernamentales, se alejó de Estados Unidos refugiándose en Inglaterra. Allí publicó la primera parte de Los derechos del hombre, un verdadero manual revolucionario que intentó convertir en fuerza los anhelos de transformación de granjeros ingleses. El gobierno inglés estuvo a punto de arrestarlo y, amenazado con la horca, logró huir a Francia.

Su importante panfleto Los derechos del hombre recogía la experiencia de la lucha revolucionaria norteamericana y de lo que sucedió cuando triunfaron. La disputa en el grupo revolucionario se explicaba por diferencias de ideas en el proyecto de legalidad e igualdad en el nuevo país, así como en la concepción sobre los derechos de los hombres frente al gobierno y frente a los demás hombres.

Al llegar a Calais, Paine fue recibido por el pueblo entero y se le ofreció la representación en la Asamblea Nacional. Primero en esa Asamblea y luego en la Convención, Paine presenció la disputa entre los girondinos y la Montaña. Su presencia era apoyada por los liberales, en tanto que los jacobinos radicales reconocían su contribución a la revolución norteamericana, pero lo consideraban un símbolo sin peso real. Socialmente, los girondinos representaban un proyecto de gobierno de los sectores propietarios, mientras que la Montaña era la izquierda popular (Hobsbawm, 1974; Fast, 1999). Paradójicamente, Paine fue ubicado entre los girondinos, quienes lo habían llevado a la Asamblea y a la Convención, aunque ideológicamente su posición era más cercana a la de los montañeses.

Los derechos del hombre establecidos en esa contienda histórica se asociaban al rechazo a las cualidades de la sangre, a la realeza, pero sobre todo a la propiedad y a la decisión de a quién pertenecían los resultados del trabajo. Por supuesto, enfrentar a la nobleza significaba que todos tenían los mismos derechos frente a la ley, pero también se peleaba por los derechos económicos. Una parte central en la disputa entre la derecha y la izquierda en la revolución, lo que separó a los girondinos de la Montaña, fue la ampliación de los derechos sociales que exigía el pueblo.

La conocida sentencia del artículo primero de la Declaración de los Derechos del Hombre del 26 de agosto de 1789, "los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos", estableció el fin del régimen feudal definiendo la parte central de la concepción de la burguesía en ascenso. Libertad3 e igualdad, inauguraron una nueva organización social y económica: igualdad frente a la hacienda pública, frente a la ley y frente a la política. Se institucionaliza la libertad definida a partir de una visión de la clase que se proponía ordenar el funcionamiento no solamente de Francia sino incluso mundial: la burguesía en ascenso. Una libertad que significaba condenar las corporaciones feudales, pero fundamentalmente establecer las libertades de los ciudadanos, esto es, libertades individuales y libertades sociales: libertad de conciencia, libertad de pensamiento y, en consecuencia, libertad de imprenta (Duby y Mandrou, 1981). El otro gran pilar de la revolución francesa era la fraternidad. El planteo político de mayor envergadura y aún pendiente, ratificaba una visión en la cual lo que no podía resolverse por la acción de las leyes, ni por el nuevo funcionamiento económico, tenía que ser atendido de otra manera, con otro recurso: el de la solidaridad, que se proponía implantar una racionalidad social que resulta diferente de la concepción burguesa de la sociedad.

 

TRES

En plena segunda guerra, empezó a pensarse en la manera en que habría que organizar la vida económica del mundo al finalizar el conflicto bélico. El gobierno británico y el de Norteamérica, desde principios de la década de los cuarenta, propusieron que la reconstrucción económica requería la creación de nuevas instituciones internacionales que contribuyesen a que las relaciones económicas, financieras y comerciales redujeran los riesgos de crisis, particularmente de una crisis tan intensa como la que se había vivido poco antes del inicio de la hecatombe nazi, entre 1929 y 1933.

Dos economistas personificaban las ideas y los intereses de sus países en las propuestas de solución a los problemas que aparecerían tan pronto se derrotara a Alemania. John M. Keynes, importante economista, representaba a Gran Bretaña y los norteamericanos eran liderados por Harry D. White, representante de la Tesorería de ese país. La historia recuerda claramente a Keynes y prácticamente ha olvidado a White. Se reconoce que la propuesta de mayor calado, y que rechazaba el predominio de Estados Unidos, en la construcción de una nueva arquitectura de la economía internacional era de Keynes, en tanto que se ubica a White como a un desconocido economista esencialmente conservador, verdadero ganador de la intensa discusión que dio origen al Fondo Monetario Internacional y al Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento, creador de una arquitectura internacional al servicio de la mayor potencia económica de ese y de este tiempo.

En Londres y en Washington, desde principios de la década de los cuarenta, se empezó a trabajar en un asunto central: la reconstrucción de las economías de los países devastados por la guerra, así como las de los países que no participaron directamente en el conflicto bélico pero que sus aparatos productivos fueron reorientados para responder a los requerimientos de la industria militar o bien al abastecimiento de los productos necesarios para los países en guerra. En Gran Bretaña era claro que la paz traería dificultades económicas que no serían solucionables si no se les valoraba desde una perspectiva mundial.

En la década de los cuarenta, Keynes ya había escrito tres textos decisivos en el pensamiento económico por sus aportes a la concepción de lo que debiera plantearse en política económica: Consecuencias económicas de la paz,4 el Tratado sobre el dinero y la importantísima Teoría general sobre la ocupación, el interés y el dinero. En el primer libro, Consecuencias económicas de la paz, hizo un examen de las economías involucradas en la primera guerra tras la derrota alemana. Los problemas de la inflación y los enormes desequilibrios en las balanzas de pagos podían ser en esta nueva posguerra más complicados. La crisis de 1929–1933 no podía olvidarse, de modo que resultaba necesario ocuparse de la construcción de una economía mundial capaz de reducir los riesgos y suavizar el funcionamiento cíclico. White, en cambio, era un egresado de Harvard, profesor en universidades norteamericanas de segundo nivel, que había ganado prestigio entre los economistas del Ministerio de Hacienda de los Estados Unidos por su capacidad para traducir en políticas las concepciones teóricas prevalecientes. Se reconocía su pericia en la estabilización de problemas cambiarios en varios países.

Después de haber concluido los trabajos en Bretton Woods (Mikesell, 1994), White ganó importancia. Al inicio de la guerra fría, fue una víctima más de la persecución del Comité Contra las Actividades Anti–norteamericanas, presidido por McCarthy. Fue acusado de haber mostrado simpatías y mantenerlas en secreto hacia el Partido Comunista de Estados Unidos. Tras estos ataques su prestigio desapareció, destruyéndose su vida. Murió poco tiempo después, en 1949, de un ataque al corazón (Hobsbawm, 1998: 277). Así que un hombre fundamental para explicar lo que es actualmente la organización económica del mundo, basada en el predominio norteamericano, fue destrozado por el macarthismo y desaparecido de la historia: su foto no fue borrada, pero su trascendencia sí.

 

CUATRO

Vaclav Havel —expresidente de la República Checa y también de Checoslovaquia—, en un artículo periodístico titulado "Estrangulando la democracia" recuerda la incorporación de la República Checa a la Unión Europea, ya que comparten los principios democráticos liberales, conseguidos en el caso checo por la revolución de terciopelo. Esta revolución, dice Havel, no hubiera sido posible sin el apoyo expreso de una opinión pública democrática. El artículo busca que esa opinión pública atienda el caso de Zimbabwe, apoyando a quienes han venido luchando por la libertad, por el respeto a los derechos humanos. Para dramatizar su llamado, Havel escribió:

Aún puedo recordar con toda claridad lo que significa vivir en un país controlado por un partido regido por las reglas de un politburó, en el que los derechos humanos básicos y las libertades civiles no son respetadas, donde el discurso público es controlado por una ideología que es explicada y aplicada por un grupo pequeño de funcionarios. Allí, el Estado controlaba todo, incluso las vidas privadas de los ciudadanos. La oposición era suprimida y encarcelada. La libertad de opinión era inexistente o, por lo menos, severamente restringida. (Havel, 2004)

La nota de Havel expresa una concepción de los derechos humanos que se sustenta en la lucha ocurrida en los países del bloque soviético contra los gobiernos totalitarios. En esa lucha se exigían las libertades de las que se carecían y los derechos que no podían ejercerse: libertad de opinión, de movimiento, de organización política, de imprenta. A nadie en esos países se le hubiera ocurrido exigir empleo, educación o salud, ya que los tenían. Pero en otros países, como en Zimbabwe por ejemplo, o como en algún país latinoamericano, en estos momentos la lucha por los derechos humanos no puede limitarse a la parte civil, tiene que incluir los derechos económicos: trabajo, salud, educación. Olvidar estos derechos es grave, ya que implica reducir la lucha por los derechos humanos al ámbito de la relación entre el gobierno y la sociedad, un terreno exclusivamente político y descuidar un aspecto crucial, reconocido incluso por la ONU y por el Banco Mundial: la relación entre los diversos actores de la sociedad: empresarios, banqueros, trabajadores, desempleados y los representantes del gobierno.

En las condiciones derivadas del desmantelamiento de los pilares organizativos de las sociedades del antiguo bloque soviético, actualmente el desempleo masivo de trabajadores ha provocado migración hacia Europa Occidental. La lucha por los derechos humanos integrales es, en Zimbabwe y en el resto de los países en vías de desarrollo y en los propios países desarrollados, fundamental.

 

CINCO

A mediados de la década de los setenta del siglo XX la prosperidad terminó. Cuatro factores fundamentales lo explican (Maddison, 1996): la aceleración de la inflación, la ruptura del orden monetario posterior a la guerra: el patrón oro–dólar y las tasa de cambio fijas, el crecimiento de los precios del petróleo y el cambio de opinión en los que debían ser los objetivos de la política económica. El primer factor, la inflación, se asocia a la política económica para manejar la demanda agregada con fines anticíclicos (Valenzuela, 1991). El concepto central en el pensamiento económico dominante en la época de prosperidad era que la economía no podía generar una situación de pleno empleo, resultaba necesario que los gobiernos crearan la demanda que permitiera nuevos espacios de inversión rentables. Keynes postulaba que "excepto durante la guerra, dudo que tengamos alguna experiencia reciente de un auge tan poderoso que llevara a la ocupación plena" (Keynes, 1965).

El asunto no sólo era el de la certidumbre y la suavización del funcionamiento cíclico. Había un obvio componente político: los movimientos obreros nacionales en los diferentes países europeos exigían trabajo y los gobiernos debían responder a esa exigencia. El peso político de las centrales sindicales y de los partidos comunistas y socialistas hacía necesario que el Estado asumiera una responsabilidad social que hiciera exigible el derecho al trabajo. De allí el surgimiento del Estado de Bienestar. De hecho, en todos los países desarrollados, e incluso en algunos del polo subdesarrollado, se estableció la remuneración por paro involuntario.

Al mismo tiempo, en materia de salud y educación los gobiernos de los países desarrollados asumieron responsabilidades que implicaban redistribuir recursos de los impuestos hacia los grupos proletarios. El ciclo no se eliminaba, sólo se suavizaba, lo que implicaba que el gasto público requería incrementarse para reestablecer las condiciones de vida de la población. Si la carga tributaria crecía a un ritmo menor, era evidente la necesidad de sobregirar las cuentas gubernamentales. El déficit en las finanzas públicas se convirtió en una constante. A partir de este funcionamiento crónico, el problema eran sus fuentes de financiamiento. Una vía natural era la emisión de circulante, otra el endeudamiento público. Emitiendo dinero, los impactos en la economía podían ser controlados ya que se trataban de decisiones locales, en cambio, cuando se acudía al financiamiento externo los impactos de corto y de largo plazo se asociaban a la evolución de factores independientes de las economías nacionales y, por ello, menos controlables.

Además los gobiernos crearon empresas para abastecer los bienes públicos que demandaban sus sociedades. Servicios esenciales como seguridad, salud, educación, transportes, limpieza de los espacios públicos, así como la producción de insumos estratégicos como los energéticos —carbón, petróleo y la generación de energía eléctrica— se prestaban con empresas públicas que operaban con una lógica distinta a la de la ganancia y que eran distribuidores de subsidios al conjunto de la economía. Ello contribuyó a que el diferencial entre los ingresos y los gastos gubernamentales empezara a crecer.

Conforme el ciclo económico se repite, la aplicación del mecanismo keynesiano se empieza a hacer disfuncional. La larga ola expansiva de la posguerra se agota, requiriendo medidas que el capitalismo no fue capaz de formular. Lo que ocurre es que el crecimiento de los precios se agudiza y las medidas para revertirlo no pueden ser coyunturales, sino parecen requerir una modificación estructural. Más urgente resultaban transformaciones estructurales que actuaran sobre el funcionamiento estatal y sobre la lógica operativa de las empresas privadas, de modo que el ciclo cambiase su dinámica al agregarse el deterioro del patrón oro–dólar que, por las mismas razones que la inflación, era ya imposible sostener.

Con el abandono de la referencia metálica, el sistema financiero internacional se sacude, explota la política instrumentada por el Fondo Monetario Internacional para evitar fluctuaciones del comercio internacional que exigía tipos de cambio fijos con el propósito de mejorar las condiciones de competencia de las economías nacionales.

Desde Bretton Woods, Harrod (1958) se había planteado la necesidad de instituciones capaces de proveer demanda efectiva internacional, basada en la constitución de un fondo de reservas que permitiera atender los problemas coyunturales de la balanza de pagos. Ello se consiguió con la creación del Fondo Monetario Internacional que tuvo como encomienda básica crear una moneda de aceptación internacional, sostenida por aportaciones de los países socios en moneda dura, el dólar, que permitiera a los países deudores recuperar la pérdida de su capacidad de pago internacional girando contra sus depósitos más un múltiplo conocido: los Derechos Especiales de Giro, los Deg's. En Bretton Woods prevaleció la fuerza de los países vencedores de la guerra y la primacía la obtuvo la única nación beligerante que no había sufrido prácticamente ningún daño en su territorio.

Keynes había planteado la necesidad de crear una "Unión de Compensación" Internacional que pudiese constituir una moneda internacional de aceptación general que superara las compensaciones bilaterales, al tiempo que estableciera un método de determinación de los valores relativos de cambio de las unidades monetarias internacionales que impidiera usar la depreciación cambiaria para mejorar la competitividad de sus productos. La nueva moneda debería estar aislada de los eventuales movimientos de su correspondencia metálica —regía el patrón oro, lo que significaba que todas las monedas tenían una equivalencia forzosa con ese metal—, pero sin perder la capacidad de responder a los requerimientos del comercio mundial, con flexibilidad para dilatarse o contraerse con el propósito de contrarrestar las tendencias deflacionarias o inflacionarias de la demanda efectiva mundial.

La Unión de Compensación requería un mecanismo estabilizador que presionara a los países con problemas de balanza de pagos que intentaran fluctuaciones monetarias que afectarían a sus vecinos en un sentido contrario. Las reducciones de las importaciones de un país, significan inmediatamente reducciones de las exportaciones de otro, lo que muestra que una decisión de política cambiaria soberana podía trastocar el comercio internacional. Para ello sería necesario contar con una masa de reservas monetarias aportada por cada país miembro, proporcional a su importancia en el comercio mundial y que le permitiera responder a los requerimientos de importaciones de sus países. Esta institución central debía tener como único fin apoyar a las instituciones internacionales que planeaban y regulaban la vida económica del mundo.

En la resolución final prevaleció la idea norteamericana y, en el gobierno del FMI, Estados Unidos evitó que, como proponía Keynes, cada uno de los países que firmaran el acuerdo tuviese un voto, lo que crearía una entidad internacional en la que el carácter cooperativo fuera central, estableciendo una mecánica en la que los votos se decidirían a partir del monto aportado por cada país. Naturalmente el mayor aporte lo hizo el gobierno norteamericano y con ello obtuvo la certeza de que no se aprobaría nada con lo que no estuvieran de acuerdo. El FMI funcionó dotando de liquidez internacional a los países con dificultades de balanza de pagos. Sin embargo, estallado el patrón oro resultaba un organismo cuya actuación era contradictoria con los objetivos de 1944.

El incremento de los precios del petróleo exacerbó las complicaciones anteriores. En primer lugar, el aumento de precios fue excesivo: el precio del barril se elevó de 1.5 dólares a 35 en unos cuantos meses. Las finanzas públicas fueron severamente golpeadas, ya que los incrementos que afectaron el costo de la energía eléctrica y de los otros energéticos no pudieron ser transmitidos a los consumidores, lo que demandó mayores recursos públicos. Para el conjunto de las economías ocurrió un aumento generalizado en los costos, en momentos en los que había fuertes incrementos de precios, lo que llevó a una espiral inflacionaria difícil de contener. Además, se modificaron los flujos internacionales de capital haciendo que los petrodólares se lanzaran a la búsqueda de espacios rentables. Ello significó que la liquidez internacional se expandió, los bancos recibieron cuantiosos depósitos que requerían encontrar inversiones lo suficientemente atractivas para que se estuviera en condiciones rentables de remunerar adecuadamente esos depósitos.

Finalmente, el último factor en la debacle de la "edad de oro" fue el cambio en las percepciones sobre las responsabilidades de los gobiernos y, en consecuencia, de sus prioridades. Para los keynesianos y para los responsables de las políticas públicas, la crisis de 1973 era sólo una más y, por tanto, había que insistir en las mismas medidas. Sin embargo, empezó a generarse una crítica radical. Iniciada por la "minoría de los teólogos ultraliberales" (Hobsbawm, 1998) que señalaban que "no hay ningún defecto fundamental del sistema de precios que haga del desempleo el resultado natural de un mecanismo de mercado plenamente operativo", agregando que "la noción de un capitalismo inestable es ajena a los economistas profesionales" (Friedman y Schwartz, 1974), pronto fue generalizada por los organismos financieros internacionales. La conclusión de estos señalamientos era inequívoca: si el funcionamiento cíclico no se explica por la actuación natural de las fuerzas del mercado, era evidente que la explicación estaba en la actuación gubernamental. De hecho, incluso la crisis de 1929 fue explicada como resultado de un manejo inadecuado de la política monetaria del gobierno de Estados Unidos.

Estas críticas fueron avaladas por el jurado del premio Nobel. En 1974 el Nobel de Economía fue otorgado a Friedrich Von Hayek y dos años después a Milton Friedman, con lo que se dio impulso académico y viabilidad política a visiones que habían permanecido encerradas en las aulas. En 1973, Friedman y sus alumnos asesoraron el régimen asesino de Chile para reconstruir una economía basada en la plena operación de los mercados, con un Estado reducido al mínimo. El experimento chileno, importante en la historia por sus implicaciones políticas al apoyar a Pinochet, no se generalizó sino muchos años después, pero sirvió para que las ideas ultraliberales fueran puestas en práctica.

La discusión entre keynesianos y neoliberales no era una batalla entre economistas profesionales y académicos preocupados en encontrar una explicación convincente que permitiera formular propuestas de política económica capaces de enfrentar la nueva situación. En realidad era mucho más profunda: era la disputa entre dos ideologías que se proponían objetivos distintos y que diferían respecto del papel del gobierno en la dinámica económica. Los keynesianos planteaban que los salarios altos, el pleno empleo y el estado del bienestar creaban la demanda de los consumidores necesaria para expandir las economías, única vía para evitar las depresiones. Para los neoliberales, en cambio, esas políticas impedían controlar la inflación, impedían la reducción de los costos y, sobre todo, hacían imposible el aumento de las ganancias, único motor real de la economía. Para ellos, la famosa "mano invisible" de Adam Smith permitiría que los mercados produjeran un mayor crecimiento de la riqueza, si el gobierno dejaba de obstaculizar su funcionamiento. En ambos casos lo que prevalecía era la racionalización económica de un posicionamiento ideológico.

La situación política complicaba la discusión económica. Para los defensores de la política de la edad de oro, ideológicamente estaban obligados a mantener el estado de bienestar, el compromiso con el pleno empleo y los acuerdos sociales de la posguerra, pero las dificultades económicas, la falta de crecimiento, dificultaban las posibilidades de cumplir con esos compromisos; además, las presiones de los empresarios por salir de la situación daban fuerza a salidas ajenas a las prácticas económicas. Así, se fueron imponiendo las visiones que volvían la mirada al pasado para resolver los problemas del presente y construir un futuro que prometía resolver los problemas siempre vigentes en el funcionamiento capitalista. Esta visión retiraba la protección a los trabajadores, restaurando el funcionamiento del mecanismo clásico del ejército industrial de reserva.

 

SEIS

El neoliberalismo tiene tres pilares explícitos, que esconden los objetivos estructurales de la nueva organización económica: reducir la importancia de la clase obrera, reduciendo los requerimientos ocupacionales, lo que permite disminuir drásticamente las remuneraciones reales, aumentando el excedente. Con esto gana importancia el capital financiero y se convierte en el sector hegemónico de la burguesía, al tiempo que se recompone el dominio de Estados Unidos en la economía mundial. Así que los pilares explícitos, austeridad fiscal, privatización de las empresas públicas y liberalización de los mercados, expresan los contenidos centrales del neoliberalismo (Stiglitz, 2002). El primero aborda la cuestión del funcionamiento de los gobiernos y el papel del gasto público. Al poner en el centro la austeridad, se formula el primer equilibrio fundamental, estableciendo que el gasto debe abandonar su función anticíclica que compensa las inequidades provocadas por el funcionamiento económico. Así se postula una de las máximas neoliberales básicas: finanzas públicas equilibradas, un déficit fiscal controlado o incluso equilibrio fiscal: déficit cero. En la Unión Europea, por ejemplo, se acepta que el gasto supere a los ingresos públicos en un monto equivalente a tres puntos porcentuales del producto. Cualquier exceso de gasto que implique un déficit mayor es sancionado. Con ello se intenta garantizar un equilibrio en las finanzas de los países europeos, lo que permite evitar presiones inflacionarias. Aquí aparece uno de los temas que está detrás de las políticas neoliberales: las "verdades económicas" irrefutables establecidas por los economistas profesionales "serios". El contenido conceptual se complementa con la idea de un pensamiento único, esto es, se formula la tesis de que no hay discusión económica entre diversas visiones, lo que hay es simplemente la discusión entre el conocimiento y la ignorancia encubierta en ideologías. Así se trata de aprender lo que indica la economía dominante que, por supuesto, no está sujeta a debate.

El otro pilar, la privatización, establece que en muchos países sub–desarrollados y en algunos desarrollados, los gobiernos frecuentemente dedican mucha atención, energía y recursos a hacer lo que no debieran. Se plantea la tesis de un gobierno modesto —recuérdese la consigna "estado moderno, estado modesto" usada por el FMI y el Banco Mundial durante la década de los ochenta— que esté en condiciones de hacer bien sus tareas básicas. Los gobiernos que producen petróleo, generan electricidad, conducen los transportes fundamentales de un país, cumplen con los servicios públicos, etcétera, según la ortodoxia vigente, olvidan cumplir con sus compromisos legales: seguridad, administración y garantías a la construcción y estabilización de la democracia (Letwin, 1988).

La experiencia pionera en relación con la privatización fue la del gobierno conservador británico encabezado por Margaret Thatcher. En su momento hicieron explícitas las razones de su programa privatizador (Delgado, 1994). La primera razón fue el convencimiento de que las empresas comerciales funcionan mejor en el sector privado que bajo la propiedad estatal. Para ellos, inequívocamente la propiedad estatal en la industria implica que los objetivos comerciales se subordinan al proceso político. Una segunda razón se apoya en el viejo concepto de libertad económica: la vida en el sector privado significa libertad para administrar y una menor intervención de políticos y funcionarios públicos. Además, las empresas públicas al competir deslealmente limitan la libertad de elección del consumidor. En consecuencia, al reducir la presencia estatal en la economía se promueve la libertad (Ridley, 1982: 1). La tercera razón remite a las negociaciones salariales en las empresas públicas. Las autoridades británicas sostenían que los sindicatos de las empresas privadas saben que el establecimiento de un nivel salarial excesivo puede llevar a una empresa a la quiebra, mientras que eso no es concebible en el sector público. Ello significa que los niveles salariales en el sector público sean frecuentemente excesivos. Así, quien resulta afectado por la laxitud en las negociaciones es el consumidor. Un cuarto argumento se relaciona directamente con el primer pilar del Consenso de Washington, la austeridad fiscal, ya que establece que dados los niveles alcanzados por el endeudamiento público y el peso de su servicio sobre las finanzas públicas, lleva a que las empresas que generan liquidez se conviertan en abastecedoras sin importar que se descapitalicen. Al mismo tiempo, otras muchas empresas públicas tienen que mantenerse funcionando por razones políticas, aunque funcionen ineficientemente. Al venderlas se alivia la carga sobre las finanzas públicas.

El tercer pilar, la liberación de los mercados, se entiende como el desmantelamiento de las "interferencias" gubernamentales en el comercio internacional, en el mercado de capitales y en los sistemas financieros. De los tres, solamente el primero mantiene una aceptación generalizada, aunque los países desarrollados han evitado que algunos de sus mercados específicos, como los agrícolas, se abran a la competencia. Los tres se fundamentan en la idea de que se fortalecen los países que liberan sus mercados, ya que obliga a que los recursos se ubiquen en los sectores más productivos y aunque ello no ha ocurrido, la receta sigue siendo aplicada.

En el caso de la liberación financiera se provocaron crisis bancarias en numerosos países en desarrollo que redujeron el ingreso nacional significativamente. La entrada de capitales golondrinos, el dinero caliente que busca obtener ganancias por encima de las normales en sus países de origen y que al menor síntoma de inestabilidad, aunque resulte ficticio, emigran, genera corridas especulativas en los capitales nacionales que terminan provocando crisis.5 Ello puede ilustrarse con el desempeño de las economías de los países en desarrollo. En el Cuadro 2, se muestra que los grupos que incluyen a los países en desarrollo, los de Europa Oriental y de la antigua Unión Soviética, tuvieron un desempeño decepcionante: la liberación de sus mercados no provocó una mejoría en el funcionamiento de la economía. Por el contrario, comparado con el periodo anterior, que para estos países fue de una expansión extraordinaria, se trató de una época difícil, para muchos casi de años perdidos en la búsqueda de una mejoría en los niveles de vida y bienestar. Por ello, utilizando la expresión de Joan Robinson puede identificarse como una edad de plomo (Ros, 1993).

En los países de Europa Oriental que formaron el bloque soviético hubo un incremento de apenas 0.74% anual en el producto por habitante, en tanto que en los años de 1950 a 1973 fue de 5.93; en los países de la ex Unión Soviética fue peor: –0.74% promedio anual contra 4.92 en el período anterior. En América Latina sube el PIB per cápita 3.5% anual entre 1950–1973, luego con las reformas de mercado lograron un crecimiento de apenas 1.1 anual; en África, por su parte, los números fueron 2.3 y 1.4.

Al comparar la evolución del producto por habitante para los ocho grupos de países, usando como referencia los nuevos países occidentales (Australia, Canadá, Nueva Zelanda y Estados Unidos), se muestra que las disparidades regionales, muy significativas en toda la historia del capitalismo, pero que se habían reducido en algunos casos en la edad de oro, se incrementaron en 1973–2001. La información para seis años clave en la historia reciente del capitalismo aparece en el Cuadro 3.

Los países de Europa Occidental en 1950 tenían un producto por habitante 46 puntos porcentuales menos que Australia, Canadá, Estados Unidos y Nueva Zelanda, los nuevos países occidentales. Para 1973 se redujo a 25 y se mantuvo en ese nivel en los años del neoliberalismo. La situación en los países de la antigua Unión Soviética ha sido dramática: en 1990, un año después de la caída del muro de Berlín, el per cápita era de 6 871 dólares internacionales, en 1998 cayó hasta 3 861 y para 2001 se recuperó ligeramente a 4 626, un crecimiento de casi 20 puntos porcentuales en tres años, pero todavía 33% menor que el que habían alcanzado en 1990.

La distancia con los nuevos países occidentales de Europa Oriental y de la antigua URSS, era de 77 y 69 puntos respectivamente en 1950, justo después del fin de la segunda guerra que prácticamente los destruyó. Esa distancia se redujo ocho y seis puntos tras el crecimiento de los años 1950–1973 y en 2001 llegó a 78 y 83 puntos de diferencia, la distancia mayor en casi 200 años.6

Para los países de América Latina y África en 2001, como nunca en los casi 200 años registrados, la desigualdad se ha exacerbado hasta llegar a constituir productos por habitante apenas del 23% y del 11% en América Latina y en África respectivamente. De este modo, las reformas de mercado que también en este conjunto de países se han implantado no han sido capaces de generar ritmos de crecimiento como los observados en la edad de oro y además han agudizado la polarización internacional. No es, por ello, fortuito que el principal problema sea la pobreza que abarca cerca de la mitad de sus poblaciones.

 

SIETE

Pese a que el desempeño económico luego de años de un régimen de libre funcionamiento de los mercados no ha sido satisfactorio, prevalece la idea de que ese modelo es la única opción existente. Poco ha importado que la pobreza extrema crezca y que los países imperiales y los organismos financieros internacionales adviertan que los países en desarrollo deben persistir en la reducción de sus gobiernos y en la apertura total de sus mercados, aunque ellos mantengan altos niveles de protección para los mercados en los cuales los países subdesarrollados podrían competir y subsidien a sus productores. La doctrina de los "teólogos ultraliberales" persiste, ya que prevalece el bloque político al que le beneficiaba esa visión académica y no parece cercana la aparición de un nueva correlación de fuerzas que favorezca el desarrollo en el que se recuperen las responsabilidades sociales del estado. Responsabilidades que deben atender el funcionamiento de los mercados y, sobre todo, la recuperación de niveles de vida de la población. Priorizar este objetivo lleva a construir consumidores que aprovechen los enormes desarrollos tecnológicos que le permitirían a la humanidad, por vez primera en su historia, resolver el problema del hambre.

Hay elementos que se han ido planteando en el mundo por algunos de los gobiernos cuyos partidos de izquierda han ganado. En España y Argentina, para citar los ejemplos recientes, han ido formulándose y poniéndose en práctica medidas de una política económica diferente. No constituyen todavía una propuesta integral, pero contienen planteos alternativos. Lo central es el reconocimiento de que resulta indispensable abandonar la priorización en la política económica que determina la búsqueda del mantenimiento del equilibrio fiscal como objetivo primero, ya sea bajo la forma de un déficit en las finanzas públicas que no pueda superar el tres por ciento del producto, como ocurre en la Unión Europea, o bien bajo la estrechez del equilibrio fiscal estricto.

La primacía de los objetivos de estabilidad sobre cualquier otro propósito ha venido impactando gravemente la creación de los empleos necesarios para que los nuevos contingentes que ingresan a la fuerza de trabajo puedan encontrar colocación. Además, los salarios se han convertido en generadores de una competitividad totalmente espuria que ha provocado una carrera en la que los países pobres ganan inversiones provenientes de los países imperiales si remuneran peor a su gente. Privilegiar el cumplimiento de los compromisos con los grandes acreedores internacionales sobre las necesidades de las poblaciones, del mismo modo, ha restado capacidad de acción no sólo a los gobiernos sino a las sociedades en su conjunto. Los mercados financieros liberalizados han incrementado la vulnerabilidad de las economías y generado presiones incontrolables en los niveles nacionales.

La privatización de las empresas públicas no ha generado la inversión esperada, ni mejorado la productividad general de las economías. Aunque la experiencia en la privatización de la industria eléctrica ha sido desastrosa, los organismos financieros internacionales persisten en su pertinencia y las clases dominantes locales siguen promoviendo la venta a los capitales extranjeros de las empresas públicas generadoras y distribuidoras de energía eléctrica.

Lo que se requiere es una nueva formulación de política económica que enfrente el predominio del pensamiento único con el planteo de atender primero los déficit sociales. Las finanzas públicas deben atender los requerimientos de la población desfavorecida por la acción de las leyes del mercado. Lo fundamental es generar puestos de trabajo cada vez más complejos, que permitan ir incorporando a la población que se incorpora a la fuerza de trabajo. Ello obliga a modificar el funcionamiento de los bancos centrales que, para detener el crecimiento de los precios, incrementan la tasa de interés. En un proyecto de desarrollo industrial es indispensable reducir la tasa de interés, regular el crecimiento de las importaciones suntuarias y evitar que los capitales especulativos dominen los mercados de capitales. Lograr esto implica forjar una política que genere alianzas económicas con sectores industriales interesados en el desarrollo del mercado interno, quienes junto con trabajadores con empleos remunerados adecuadamente formarían el bloque social capaz de construir una nueva etapa de desarrollo.

Al mismo tiempo haría falta invertir en la educación (Stiglitz, 2003), a partir de un aumento sensible en el gasto en este renglón. Se trata, en realidad, de una propuesta de movilización social: para que los pobres estén en condiciones de enfrentarse al mercado, con posibilidades reales de supervivencia, es central que la educación modifique drásticamente sus contenidos, en un proceso en el que los estudiantes pasen más horas en la escuela y reciban por lo menos dos alimentos durante la jornada, con profesores bien remunerados y asignados en función de los requerimientos de integración de las zonas con mayores índices de marginación de los diferentes países buscando alcanzar los niveles de desarrollo de las zonas más avanzadas.

Los mejores profesores deben ir a escuelas en comunidades marginadas, lo que exige incentivos económicos explícitos y generosos. Justamente eso demanda incrementar el gasto público y probablemente alcanzar una proporción de ocho puntos del producto interno bruto, pero lo fundamental es la dirección de ese gasto que claramente se convierte en una inversión de largo plazo. Una medida de este tipo, por supuesto, será inmediatamente calificada como populista, enfatizando el incremento del gasto.

Esta sería la primera estrategia de un programa de reducción de las disparidades regionales de los países en desarrollo, que buscara crear condiciones para incrementar sensiblemente el potencial productivo de las naciones (Casar y Ros, 2004). Un segundo aspecto de la estrategia es la vivienda. En los países en vías de desarrollo, el crecimiento desordenado de las grandes urbes ha provocado que las condiciones de las viviendas de los pobres resulten escandalosas. Por ello, los gobiernos deben incluir en sus programas de inversión el mejoramiento de las viviendas en las zonas marginadas, con recursos administrados por los propios pobladores, mecanismos precisos de supervisión, que tengan efectos inmediatos en esas viviendas y que necesariamente impliquen compras a los productores nacionales que, a su vez, dinamizarán el funcionamiento de las economías. El programa, además, deberá incluir acciones para evitar el crecimiento anárquico de unidades habitacionales donde no hay condiciones para ofrecer los servicios públicos indispensables, así como apoyos a la construcción de vivienda en las zonas agrarias. Nuevamente, estos dos planteos demandan fuerzas sociales que hagan suya la propuesta y la defiendan contra usos presupuestales que privilegian los rescates económicos a los sectores empresariales.

Un tercer aspecto es la salud. Los gobiernos tienen que destinar recursos a la atención médica preventiva de sus poblaciones, particularmente en las zonas con mayores índices de marginación. Ello implica coordinación con las instituciones privadas y con los grandes laboratorios propietarios de las patentes importantes. La medicina social cuenta con organismos no gubernamentales de prestigio universal que pueden proponer mecanismos adecuados para que la inversión se dirija precisamente a los lugares y a las poblaciones que lo requieren.

Financiar estos tres aspectos se vuelve el asunto central. De entrada, es posible plantear que los sistemas tributarios pueden ser sensiblemente mejorados, lo que permitiría reducir la evasión y la elusión fiscal. El impacto sobre los ingresos públicos, aunque pudiera ser significativo, no podría resolver los requerimientos planteados. Por ello hace falta instrumentar dos tipos de medidas: reducir drásticamente los gastos asociados a compromisos con las clases dominantes, es decir, los llamados rescates a proyectos de inversión privada que contaron con garantías gubernamentales y que fracasaron, junto con reducciones de costo de la deuda interna y externa. Sin declararse en suspensión de pagos, debiera ser posible una negociación como la que llevó a cabo el gobierno argentino con sus acreedores, que redujo el pasivo al 50 porciento. Ello permitiría liberar recursos que se destinarían al financiamiento del desarrollo nacional. Otras medidas se orientarían a eliminar los gastos suntuarios y los altos sueldos de los funcionarios de los gobiernos. Es posible establecer una norma internacional que ligue la remuneración de los gobernantes de cada país a un múltiplo del salario mínimo nacional, por ejemplo, 50 salarios mínimos al Jefe del Ejecutivo Federal y de allí hacia abajo en la remuneración de los diferentes niveles de las burocracias de los gobiernos nacionales y municipales.

Evidentemente, un programa de la naturaleza planteada no puede llevarse a cabo por un gobierno reducido a su mínima expresión. Los gobiernos mínimos son funcionales al imperio de un mercado que concentra y excluye. Para lograr lo contrario, un desarrollo para la gente, esto es, incluyente y lo menos inequitativo posible, hace falta un gobierno con instrumentos que le permitan redistribuir los "frutos del progreso técnico". Para hacerlo factible es indispensable construir una alianza social que explicite claramente lo que se busca, cómo se pretende lograrlo, qué papel le corresponde a cada actor económico, social y político y al gobierno mismo. Aunque se formule como una estrategia que pudiera ser generalizable, sólo es realizable a nivel local. La globalización impuesta por poderes multinacionales está gobernada por ciertos estados nacionales. Su ruptura sólo será factible si se establecen estrategias mundiales que tengan tácticas nacionales.

 

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NOTAS

1 Se introdujeron algunos ajustes para homogeneizar y completar la serie, particularmente para los países africanos, con la información que se proporciona en el más reciente estudio financiado por la OCDE (Maddison, 2003).

2 Según la información del Banco Mundial, la población mundial en 2001 fue de 6 132 miles de millones de personas. Los ocho grupos de países que hemos utilizado tuvieron una población ese año de 4 786 miles de millones de personas, lo que significa que representan el 78% del total mundial, mientras que en la producción la representación es superior al 85% (Banco Mundial, 2003).

3 Unos cuantos años antes, Adam Smith había planteado la idea de que la libertad era el incentivo necesario para que el funcionamiento económico fuese el adecuado (Smith, 1958).

4 Este libro apareció en Gran Bretaña en diciembre de 1919 y pronto adquirió una enorme importancia.

5 "Los pequeños países en desarrollo son como pequeñas lanchas. La rápida liberalización del mercado de capitales, de la manera promovida por el Fondo Monetario Internacional, los lleva a iniciar un viaje en un mar agitado, antes de haber reparado los hoyos, antes de que el capitán haya recibido entrenamiento, antes de que los chalecos salvavidas hubieran sido subidos al bote. Incluso en las mejores circunstancias, hay una alta probabilidad de que sean volteados luego de que una ola grande los golpee" (Stiglitz, 2002: 19).

6 "Para la mayoría de quienes vivieron en la antigua Unión Soviética, la vida económica bajo el capitalismo ha sido mucho peor de lo que los viejos líderes comunistas pudieron haber dicho" (Stiglitz, 2002: 133).

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