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Andamios

versão On-line ISSN 2594-1917versão impressa ISSN 1870-0063

Andamios vol.3 no.5 Ciudad de México Dez. 2006

 

Dossier: Educación Superior

 

La universidad de todos (educación superior y política desde la UNAM)

 

A University for everyone (UNAM'S superior education and politics)

 

Sergio Zermeño*

 

* Investigador del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM. Correo electrónico: zerser@yahoo.com.

 

Fecha de recepción: 26/03/2006
Fecha de aceptación: 19/06/2006

 

Resumen

Este artículo forma parte del libro Universidad, sociedad y política, donde se examina los efectos que un entorno social pleno de heterogeneidad, desarticulación y marcado por una crisis económica que polariza todos los espacios de la vida social, tiene sobre la universidad. Se constata cómo, en este contexto, la universidad se segmenta y se descubre sin una idea unificada de sí misma como un claro signo del ocaso de la modernidad. En esta perspectiva, se afirma que la universidad no puede ser reducida a alguno de sus roles y por el contrario deben ampliarse sus funciones sociales. En el presente artículo se identifican y critican los distintos proyectos que disputan el lugar político y social que debe ocupar la universidad, particularmente se analiza y reflexiona sobre como esta disputa de proyectos atraviesa a la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).

Palabras clave: Anomia, crisis de la modernidad, función social de la universidad, modelos de universidad, Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).

 

Abstract

This article is part of the coming book Universidad, sociedad y política. The book discusses the effects of the heterogeneous and disarticulated social context strained by an economic crisis than polarizes all the spaces that the social life have over the university. In here it is showed how in this context the university divides and discovers itself without a unified idea of its essence, as a clear sign of the modernity's decline. From this perspective it is affirmed that the university can not be reduced to one of its roles, moreover in the contrary it should extend its social functions. In this article there are identified and criticized different projects that dispute the social and political place that the University should occupy. Particularly, there are reflections and analysis about this dispute in relation with the projects of the National Autonomous University of Mexico (UNAM).

Key words: Modernity crises, university's social functions, university models, National Autonomous University of Mexico (UNAM).

 

LOS ARGUMENTOS

Las concepciones en torno a lo que deben ser nuestras universidades han girado, en los últimos años, en torno a un número más o menos reducido de argumentos. Si buscáramos dar un orden a la temática, dos ideas, en principio irreductibles, parecen resumir la discusión. La primera, que llamaremos aquí de excelencia: la universidad debe ser un órgano social capaz de producir concepciones, tecnologías y profesionistas orientados, más temprano o más tarde, a superar los obstáculos que encuentra una colectividad (por ejemplo nacional), para realizar sus aspiraciones (el progreso, en el ejemplo, y con él, el fin del hambre, de la insalubridad, el acceso colectivo a la educación y a la cultura). Sólo que para lograr esto mañana, el día de hoy no pueden acudir a la universidad sectores mayoritarios porque esa masificación deprimiría los niveles de excelencia académica sin los cuales es imposible, hoy, encontrar las concepciones, las técnicas y los profesionistas para realizar, mañana, las aspiraciones de esa colectividad (democratizar los beneficios). Y algo más, si la universidad pública no es capaz de asegurar esa excelencia por su masificación populista, tal función será cubierta por centros de enseñanza superior de alto costo, privados, exclusivamente asistidos por las capas de mejores ingresos.

Segunda concepción, que llamaremos social: la ciencia, la técnica y la universidad, en la historia de la sociedad industrial y de su periferia, no han demostrado ser otra cosa que instrumentos de reproducción de las desigualdades sociales y de la exclusión. Así, los beneficios del avance de la racionalidad en los países industrializados occidentales no han alcanzado, a lo largo de doscientos años, a importantes sectores poblacionales (el porcentaje de pobres en los Estados Unidos de América aumenta), ni se han extendido hacia el resto del planeta, donde los dos últimos decenios han visto el aumento absoluto y relativo de la población indigente, la polarización socioeconómica y la desarticulación cultural.

Según esta concepción, entonces, hablar de universidad de "excelencia" no quiere decir nada o puede decir todo, pues pueden ser excelentes los profesionistas, las técnicas y las concepciones emanadas de una universidad dedicada a optimizar los procesos productivos de la gran industria si se mira el problema desde el punto de vista de la reconversión industrial en el marco de la competencia mundial capitalista (y en esta perspectiva poco importa que los amplios sectores populares accedan a la educación superior), o puede ser excelente una universidad que prepara profesionistas, técnicas y concepciones orientados a encontrar una solución adecuada para los problemas fundamentales de la sociedad, que no son, diría este enfoque, los de la competitividad, el pago de la deuda y el control de la inflación, sino los de la alimentación, la salud, la educación para todos, el alojamiento, el transporte, etcétera. Lo que esta concepción plantearía, entonces, es que no hay avance académico posible sin la participación significativa de los agentes de la sociedad a quienes ese avance dice estar beneficiando.

Esto, se agrega, no debe convertirse en un inmediatismo; es decir, la universidad, por el hecho de estar vuelta hacia las demandas de lo social no debe limitarse a cumplir una labor de servicio social, una acción meramente emergente hacia su entorno: la investigación que logra producir resultados útiles para optimizar el rendimiento de tal o cual cultivo o diseño urbanístico, o bien, la que logra revolucionar un medicamento o una técnica curativa, o la que diseña una forma de organización colectiva más conveniente que otra para los fines de una participación más democrática, tienen regularmente tras de sí largos periodos de búsqueda e invención intelectual que en ocasiones no logran ningún resultado inmediatamente útil, tanto en las disciplinas estéticas, humanas y sociales como en las biomédicas o en las científico–técnicas.

 

CRISIS DE ESPERANZA EN EL PROGRESO

Podríamos afirmar que este último planteamiento ha sido posible sólo a partir del momento en que la idea de progreso ha entrado en crisis, o sea, a partir de la crisis de la idea de que el ascenso hacia estadios más elevados de racionalidad y de dominio del hombre sobre su entorno lo conducirían a una superación inmediata de los obstáculos que le impiden la realización colectiva de sus potencialidades más elevadas: la comunicación racional, la igualdad de oportunidades, la concordia, el incremento de la cultura y el cultivo de las artes, el cuidado del cuerpo, etcétera. Pero el problema es que esto último no se logró: no hubo correlación entre la formación de agentes altamente preparados en universidades de selección rigurosa y la solución de las necesidades más apremiantes de cuatro quintas partes de la humanidad y menos aún de la realización de sus potencialidades más elevadas. Y es que selección quiere decir "los más aptos" y, los más aptos, quiere decir los hijos de los sectores con mejores posibilidades culturales e intelectuales y éstos corresponden en alta correlación a los hijos de las clases histórica y geográficamente mejor acomodados con respecto a la universidad occidental.

La convicción de nuestro tiempo, diría en consecuencia esta segunda concepción (social), comienza a reforzar el planteamiento según el cual todas las instituciones cuasi externas a lo social, como lo ha sido la universidad de excelencia del capitalismo (desde Cambridge hasta el Instituto Tecnológico Autónomo de México), no serán capaces de proveer a sus educandos con las suficientes dimensiones que deberían ser tenidas en cuenta en su proceso intelectual y que les permitiría, en consecuencia, proponer relaciones balanceadas entre ciencia, técnica y sociedad (local–regional, nacional, mundial); que les permitiera, por ejemplo, plantearse los problemas del hambre en África, como problemas de todos los hombres a los que en doscientos años no hemos dado respuesta y que sí han sido agravados con una injerencia cuya ideología establecía: "hoy los invadimos, mañana los aculturamos y pasado mañana vivirán a imagen y semejanza nuestra".

Estos problemas son síntoma elocuente del fracaso de la universidad de excelencia. No hay solución donde los receptores de los supuestos beneficios están excluidos de las decisiones sobre su propio destino, porque no hay conocimiento sin interacción brutal con los portadores colectivos de lo que se pretende transformar: no hay soluciones exteriores y cualquier proceso científico viene de lo social o regresa a él.

Sin embargo, diría la primera posición (la excelentista), la universidad no puede ser un espacio abierto donde todos los agentes sociales entren y salgan sin restricciones. No, el proceso científico requiere ciertas condiciones que no pueden ser aseguradas para todos en una universidad de masas: tiempo para pensar, cubículos en que se pueda habitar ocho o más horas diarias, apoyo a la investigación con bibliotecas, centros de información computarizada, ayuda para la realización más expedita de las tareas secundarias (levantamiento de información, trabajo hemerográfico, atención a alumnos, calificación de exámenes y otras actividades). En consecuencia, esto requiere una jerarquización que asegure el espacio indispensable para la producción científica, experimental, docente, etcétera.

La universidad de masas con pretensión de abrir su ingreso a la mayor parte de la cohorte de jóvenes en edad de asistir a ella (y esto quiere decir con una apertura a los mal preparados de los ciclos anteriores, regularmente relacionados con los sectores de menores ingresos y poca tradición intelectual familiar), impide las condiciones para la realización del trabajo científico. ¿De cuál trabajo científico? Del trabajo, por ejemplo, del astrónomo que, dedicado al estudio del material intergaláctico, no sea acusado de elitismo por no consagrar sus jornadas a "socializar su conocimiento" en salones de clase multitudinarios o "dirigiendo" un número desproporcionado de tesis; o del grupo de investigadores que está imaginando cómo reconstruir espacios urbanos que, sin alejarse de la concepción colectiva de las vecindades tradicionales, pueda adecuarse a los requerimientos presupuestales de tal o cual material de construcción disponible...

Por lo demás, agregaría este argumento, habría que definir con claridad qué parte de la educación pública debe ser denominada "universidad", pues comienza a aparecer claro que ni el bachillerato ni el primer ciclo universitario de formación general, tal como existe en muchos países de América Latina, tienen que ver estrictamente con la educación altamente profesionalizada que debe impartir la universidad. Así, si separamos esos ciclos básicos se resuelve en buena medida la discusión sobre la universidad de masas o de excelencia, pero encontramos, sorprendidos, que la relativamente acotada población estudiantil con que nos hemos quedado corresponde con un grupo selecto del que unos años más tarde saldrían los profesionistas, las técnicas y las concepciones de excelencia, que serán demandados, como en un círculo perverso, por las esferas económicas, científicas, políticas y culturales que pueden pagar sus servicios, quedando irremediablemente relegados los problemas de los amplios sectores, que no cuentan con los recursos para atraer a los agentes y a las técnicas que atiendan sus carencias.

Como se ve, hemos regresado al punto ciego, la respuesta de la segunda corriente aquí analizada (la social), es fácil de adivinar: esos alumnos de "buena cuna", con toda su experiencia, que no pasen por el espacio intenso de socialización que es la universidad de masas, no se podrán abocar a resolver más que los problemas que ellos consideren que son "problema" y esta lista estará en función directa de sus valores, su cultura de consumo, sus viajes, las "imperiosas" necesidades impuestas por el individualismo posesivo, las temáticas de investigación dictadas por el prestigio de publicar en revistas extranjeras y, en fin, las demandas de sus empleadores que no son regularmente los integrantes de cooperativas, ejidos o colonias populares con sus faenas comunales, sino las altas esferas de la sociedad dominante e integrada, ya sea la General Motors o la Secretaría de Economía.

 

UNIVERSIDAD, SOCIEDAD, DESARROLLO Y NACIÓN

Llevando las cosas al extremo podría uno preguntarse ¿por qué eliminar a la chusma sólo a partir del bachillerato? Si realmente es cierto que el reducido grupo de los bien nacidos es suficiente para asegurar una universidad de excelencia para el desarrollo y la competitividad en el mundo globalizado, ¿por qué no continuar saneando el presupuesto público y luchando contra el déficit fiscal hacia abajo?, es decir, ¿por qué no cerrar la cantidad de escuelas secundarias o del primer ciclo bachillerato a las que hoy es obligatorio asistir, y cerrar incluso una buena franja de la educación primaria? (al fin y al cabo los que por esta causa permanezcan analfabetas lo iban a ser de todos modos por no volver a practicar lo que la primaria pública les enseñó alguna vez). Aquí más que en ningún otro nivel proliferan las escuelas privadas de excelencia, para ir cebando lo que será la élite universitaria.

En realidad la pregunta es, entonces, ¿a partir de dónde eliminar a la masa y con qué argumentos? Que se autoeliminen en la licenciatura dice la segunda corriente —que ya podemos llamar "pro universidad social"— porque es mejor que en cada autobús urbano viajen tres individuos con estudios "superiores" a que no viaje ninguno, o que haya algunos grupos de estudiantes con orientación solidaria y colectivista que enlacen, con el exterior, a la barriada donde viven o donde proliferan las bandas o, en otro ejemplo, es mejor que el alumno sin muchos recursos intelectuales y materiales que sólo llegó a segundo de leyes termine defendiendo ante los juzgados a la flotilla de peseros en que trabajan su hermano y su cuñado, a que no haya nadie capaz de entender el mundo opresivo de los derechos y las instituciones jurídicas.

Que sean eliminados desde muy temprano o nunca admitidos incluso, diría la "universidad desarrollista o excelentista", pues sus estudios en nada contribuyen a la modernización y a las exigencias de un mundo que entra a su tercera revolución científico–técnica y su gran peso en el sistema educativo exige de presupuestos muy elevados y agrava la crisis fiscal y la inflación. ¿Para qué abrir expectativas a una masa que por su mala educación de todos modos no va a encontrar ni un empleo lejanamente relacionado con los estudios que realizó? ¿Para qué educar a una masa que de todos modos no se va a superar (no va a crear tecnología, dirigir empresas, generar nuevos estadios del saber)?

Sea como fuere, argumentaría la corriente social, si somos cuidadosos lo que mejor ha sabido hacer la universidad es producir los grandes mitos unificadores y cohesionadores en una sociedad ancestralmente polarizada y recientemente desarticulada por el abrupto enganche globalizador. Eso es lo que la Universidad Nacional ha sabido hacer excelentemente: poner en un mismo espacio a actores y estratos sociales con distinto origen cultural y económico y enseñarles los principios del consenso y de la interacción comunicativa; en ese sentido quizás debamos más a ella que al PRI la explicación de nuestra tan admirada paz mexicana. Cómo hacer entender a los ideólogos de la tecnociencia que el objetivo fundamental de las ciencias sociales y las humanidades no es la búsqueda de una verdad demostrada con clasificaciones, contabilidad y mediciones, ni la idea de la sociedad como cuerpo biológico manipulable, sino básicamente el estudio de "el orden y la conducta virtuosa entre los ciudadanos de la Polis", según nos lo recuerda Habermas (1987) al hacer referencia a Aristóteles, incluso si la ética encerrada en esas Ciencias del Hombre no cumple con el status de "ciencia" exigido por el Iluminismo.

En esta tesitura, las voces de alarma ante nuestro estancamiento científico y su correlato, el discurso de la excelencia, no vendrían a cumplir otro rol que el de una ideología, un instrumento de exclusión al servicio del proyecto neoliberal, el rol simple y llano de desmanteladores de la universidad pública en aras del avance científico–técnico y de la salud de las finanzas del Estado, porque a la larga, en un sistema trasnacionalizado de patentes y conocimientos, los propios científicos en su soledad, con su debilidad política, ya sin sociedad universitaria, serán expulsados del campus por innecesarios, caros y "criticones", pero ya habrían realizado su trabajo irreparable de demolición de ese espacio público privilegiado en la historia de las sociedades y del humanismo que ha sido la universidad: ¡triste papel¡

 

EL "PROYECTO NACIONAL"

Pero, ¡un momento!, diría una tercera corriente: entre el proyecto de una "educación social" y el de una "educación cientificista–excelentista" está el "proyecto nacional", el que remata en la Universidad Nacional, es decir, aquel que entiende que para gobernar es indispensable la unidad nacional, que el elector, por más sumiso, debe ser un individuo mínimamente alfabetizado, capaz de garabatear su nombre, reconocerse como igual en un colectivo territorialmente definido, señalar a un adversario de esta nación que fortalezca la identidad colectiva, cantar el "Himno nacional" e intuir que los derechos del pueblo están siendo defendidos en alguna parte por unos individuos bien preparados que lo representen. Así pues, el Estado vela porque el proyecto de educación nacional exista y funcione como instrumento de legitimación del orden que ese Estado corona, y luchará, hasta cierto punto, contra los excesos de un proyecto desarrollista hiper–excluyente y también contra los de un proyecto capaz de concientizar a lo popular y equiparlo con organizaciones propias, de base, críticas, que se autonomicen respecto del orden que constituye el basamento de ese principio estatal. Sin embargo, tampoco se opondrá abiertamente a un proyecto de universidad que mantenga las expectativas populares de ascenso social, otra de las bases de su legitimidad.

Naturalmente eso es la Universidad Nacional, de ahí que en su seno se generen discursos tan elaborados y tan confrontados, y de ahí que el Estado mismo sea tan contradictorio con respecto a ella. Acepta e incentiva el proyecto de excelencia, del tipo de la reforma Carpizo, y el proyecto cientificista a la Sarukán, pero pone un alto a esa misma idea en el momento en que puede aparecer abiertamente excluyente y desmedidamente favorable a la universidad desarrollista, y en el momento en que la universidad pública puede verse asociada a la universidad de clase (de la clase integrada), y la masa identifique al rectorado y luego al gobierno como un adversario de lo popular (como sucedió en el ocaso del cientificismo sarukaniano–barnesiano, con la aparición del movimiento estudiantil cegehachero de 1999).

Sin embargo, si la idea de universidad social se pone al día es porque nuestro país, siguiendo una tendencia latinoamericana y mundial, está sufriendo una dualización socioeconómica y el discurso desarrollista–excelentista se exacerba al igual que el popular, tensionando e incluso haciendo estallar el proyecto de educación nacional, de Universidad Nacional. Afirmar entonces que una masa importante de estudiantes, ante el hecho incontestable de la pauperización, comienza a desconfiar de las técnicas y de las teorías que durante tanto tiempo han prometido a todos la entrada al reino de Occidente, es afirmar, en realidad, que están desconfiando del papel para el que han sido llamados al ingresar a la universidad. De hecho lo que está en juego y de lo que estos estudiantes comienzan a sospechar es de los instrumentos, aparatos y paquetes técnicos que han mostrado una nula preocupación por beneficiar a la sociedad excluida, marginada, informal.

 

UNIVERSIDADES Y DEMOCRACIA

En medio de esta explosión de tendencias, democracia universitaria querría decir entonces que los proyectos desarrollista, social y nacional en que se debate hoy esta institución, son irreductibles y que no puede haber uno que excluya al resto porque no se trata solamente de ideas sino de agregados sociales y de sus vanguardias defendiendo posiciones e intereses. De hecho, esta polarización o este estallamiento de la universidad en varios proyectos no depende sólo de la confrontación de fuerzas de nuestro tiempo. Sabemos que responde a factores estructurales de los últimos veinte años en toda América Latina y a factores que van más allá incluso y que tienen que ver con el desmembramiento de la unidad de las disciplinas del conocimiento ante las exigencias científico–técnicas impuesto por la dinámica de la sociedad post–industrial.

Respecto de lo primero basta recordar aquí tres datos: a) ningún cuerpo social, y menos el delicado equilibrio de una universidad, escapa a la desarticulación cuando en veinte años crece diez veces y modifica su composición de clase; b) no es fácil tampoco mantener la unidad cuando, ante este crecimiento masivo, la universidad se segmenta permitiendo el pasaje, a través de circuitos exclusivistas, a la parte selecta del alumnado, es decir, reservando para ella un cierto tipo de carreras y especializaciones de elevada calidad y fuertes exigencias económicas para cursarlas y, en fin, c) la unidad de las referidas corrientes centrífugas se volvió incontenible cuando los recursos para la reproducción de ese organismo se vieron reducidos drásticamente, debido a la crisis fiscal y los recortes presupuestarios, y cada uno de sus agregados comenzó una batalla por sobrevivir, fracturando la cohesión interna.

Que lo anterior no nos haga perder de vista, sin embargo, lo siguiente: la UNAM, que creció espectacularmente en los años setenta y con ello se ganó el calificativo de universidad de masas, no pudo absorber más que a uno de cada quince jóvenes que se encontraban en el ámbito de su demanda potencial (pero en general, en nuestro país, a partir esa década y hasta nuestros días las instituciones de educación superior no han logrado incorporar más que a uno de cada seis jóvenes entre las edades de 19 y 24 años (o uno de cada cinco, dependiendo del método de medición). Desde entonces nos encontrábamos, por supuesto, muy lejos respecto de otros sistemas educativos como los de los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) que absorben a más de dos de cada cuatro jóvenes en edad escolar universitaria, esa sí, verdadera universidad de masas.

Sin embargo, tomando en cuenta nuestros recursos, las cifras para México no eran malas; es más, dicho aumento era un logro si imaginamos por ejemplo una urbe como la Ciudad de México en la que, según el Censo General de Población de 1990, ocho de cada diez jóvenes en edad universitaria no asiste a la escuela y un número parecido no cuenta con un trabajo estable. Pero las tendencias desde los años ochenta y noventa se modificaron sensiblemente: la UNAM se achicó de 294 mil estudiantes en 1980 a 247 mil en 1991 (–16%) mientras la población mexicana pasó de 48 a 82 millones entre 1970 y 1990 y el tan mentado presupuesto para educación se redujo en 36% en términos reales entre 1982 y 1990, de manera que nuestro bachillerato, que en 1979 rechazaba 37% de las solicitudes, en 1987 rechazó ya al 54 por ciento. El rector Juan Ramón de la Fuente (2005), hacia el 2005 nos recordaba que mientras Estados Unidos destina 900 dólares per cápita a la educación, España dedica 410, Portugal 150 y México 14.

Achicamiento entonces de los centros de educación superior y, junto con ello, elitización (segmentación le llaman los pedagogos), del cuerpo académico: el abanico salarial de profesores e investigadores que en 1980 constaba de seis categorías y que entre la más baja y la más alta guardaban una relación de uno a dos, en los noventa alcanzó una distancia de por lo menos uno a diez (considerando exclusivamente a los académicos de tiempo completo y no a los técnicos ni a los profesores de asignatura). El reconocimiento salarial para las altas jerarquías no está mal en sí: un grupo de excelentes académicos que está dedicando su vida a la universidad tiene todo el derecho de recibir más de tres mil dólares al mes; el problema es que la gran masa de académicos con dificultad supera los quinientos dólares mensuales.

Paralelamente crecieron las disparidades entre las dependencias universitarias de la periferia y las del campus central; y lo mismo pasó entre las escuelas y facultades, por un lado, y los centros e institutos de investigación, por otro; es más, en el seno de estas últimas dependencias la diferencia fue cada vez mayor entre los institutos y centros ligados al área social–humanística y los ligados al área científico–técnica (para estos últimos, por si lo anterior fuera poco, se abrieron flujos de financiamiento directo por vía del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt) o a través de contratos millonarios con diferentes organismos públicos y privados que no aparecen como parte del presupuesto regular de esas instituciones).

 

DESARROLLO TÉCNICO Y EXPLOSIÓN DEL ETHOS UNIVERSITARIO

Pero el problema es más complejo, mantener la cohesión de la universidad, recrear los espacios comunicativos universitarios, no sólo se vuelve difícil por la confrontación de las fuerzas que hemos mencionado; no depende, pues, únicamente de un análisis sociológico de los actores de nuestra época involucrados en el campus. No, la reconstrucción de tales espacios y de tales identidades, de algún tipo de "comunidad universitaria", se dificulta si tomamos en cuenta, además, un asunto central de la arquitectura del saber en nuestro estadio del desarrollo científico–técnico y que empuja hasta el colmo la diversificación, la explosión de lo universitario: resulta que con el desarrollo de la ciencia, la técnica y la complejidad de la sociedad post–industrial en general, aparece una serie de "actividades universitarias" ligadas al comercio, a la pedagogía, a las artes y a una infinidad de desarrollos técnicos y ciencias experimentales nacientes que quedaron defectuosamente acopladas con la idea totalizadora, enciclopédica, humboldtiana, que concebía a la universidad como un cuerpo unificado, armónico, y cuyo sentido debería estar provisto por el ideal de emancipación total de la sociedad. La multiplicidad de estas "disciplinas de la experiencia" impidió la concepción modernista de la ciencia como una totalidad metafísicamente unificada, con el monopolio de la filosofía como intérprete global, de manera que la propia idea de universidad, de ethos universitario, se ve resquebrajada.

Las ciencias naturales [nos recuerda Habermas] pagan su penitencia al cambiar su función universal a favor de la producción de un conocimiento valorado técnicamente. Las condiciones de trabajo de la investigación organizada en forma de institutos fueron recortadas menos en función de la formación general que a partir de imperativos funcionales de la economía y la administración... ¿Quién debe tomar el lugar que la filosofía deja vacante?, ¿es necesario mantenerse en la idea de unidad de las ciencias? [Y responde este autor:] Francamente no era realista la suposición de que la empresa de investigación organizada disciplinariamente, permitiría implantar una forma de reflexión que no se desprendiera de la propia lógica de la investigación. La historia de las modernas ciencias de la experiencia muestra que éstas se caracterizan por rutinas y conforme a un objetivismo que protege a la cotidianidad investigadora frente a las problema–tizaciones. (Habermas, 1987)

La química se liga a la agricultura y la universidad parece cumplir así con las funciones sociales hacia su entorno, pero en ese impulso se dan los pasos siguientes cuya justificación ya no es tan sencilla. Un buen ejemplo nos lo dan los institutos de ingeniería que inician algunas de sus tareas perforando pozos con objetivos diversos, como reconocer el subsuelo en una ciudad altamente sísmica. Pero cuando esta práctica se alarga y se vuelve rutinaria, si bien esos institutos atraen recursos financieros para sus universidades (y en ocasiones de manera privilegiada para sus élites de investigadores), terminan, sin embargo, por diluir la frontera entre el proceso de investigación y la venta de mercancías y servicios producidos de manera muy cercana a la seriación.

Y naturalmente surgen las suspicacias, pues cuando el proyecto de la universidad eficientista argumenta que la masa de bachilleres mal preparados no tiene cabida en las licenciaturas ni éstas deben ser rebajadas a la inmediatez de las salidas terminales, técnicas o administrativas, otra parte de los universitarios contesta que también hay ciertos institutos que podrían pagar la renta de sus locales y algunos impuestos instalándose fuera de la universidad, pues no es gran hazaña el que se autofinancien, si esto se logra usufructuando el prestigio de la institución, y si se tiene en cuenta, además, que sus ligas hacia la docencia son mínimas y sus criterios para seleccionar nuevos cuadros no difieren un ápice de los de la iniciativa privada.

 

IDENTIDAD, COMUNICACIÓN, COHESIÓN, AUTONOMÍA

Con un entorno social de heterogeneidad y desarticulación, espoleada por una crisis económica que polariza todos los espacios, la universidad se segmenta y se descubre, además, sin una idea unificada de sí misma y de las ciencias, asunto tan propio de este ocaso de la modernidad. Y viene entonces la pregunta:

Si la ciencia ya no es más utilizable como anclaje de las ideas porque la diversidad de las disciplinas ya no deja ningún espacio para la fuerza totalizadora... ¿cómo pudiera llegar a fundarse un autoentendimiento integrador de la corporación universitaria? (Habermas, 1987)

Las formas comunicativas son las que conservan en última instancia los procesos universitarios de aprendizaje en sus diferentes funciones; es inevitable que estos procesos estén "empotrados en una comunidad de comunicación pública". Si la universidad mexicana está rota por los factores mencionados, parece ser lo menos recomendable que una sola fuerza imponga su proyecto, enfriándola y desmantelando sus espacios de participación, como sucedió durante los años setenta durante el rectorado de Guillermo Soberón (o con el proyecto que su contraparte pretendía imponer: el sindicalismo socializante), pero de manera más nítida, con lo que sucedió durante los años noventa con el purismo evolucionista de la corriente de los científicos: el rectorado de José Sarukan y su desafortunado sucesor Francisco Barnés de Castro.

Hoy, hablar de autonomía y de contrato social de los universitarios en nuestra institución implica aceptar dos cosas: primero, que es inevitable y deseable recrear e inventar espacios de interacción comunicativa con base en identidades colectivas consistentes (histórica, sociológica y científicamente hablando), y que quizá esto es lo único que quede del ethos universitario; segundo, que esos espacios han de ser animados con la participación de todas esas identidades, más restringidas o más amplias pero en todo caso consistentes, que componen a la universidad, masiva, segmentada, polarizada y científicamente diversa.

En esta perspectiva, la universidad no puede ser reducida a uno de sus roles, deben caber en ella al menos las siguientes funciones implicadas en lo que hemos destacado anteriormente: la que nos imponen los imperativos del mercado en el marco de la competencia global; la de la universidad incluyentista y democrática, la comprometida con su entorno social y humano; la de la amplia gama de disciplinas ligadas a las ciencias básicas, a las filosofías, a las artes, etcétera, que no se reducen a los problemas de nuestro tiempo; las de una profesionalización media ligadas a extensas necesidades contables, jurídicas, administrativas, computacionales, clasificatorias; la universidad de la paz social y la concordia, la que ha servido, a lo largo de muchos decenios pero particularmente ahora, como una "playa de estacionamiento" para impedir que la juventud desempleada y damnificada por el acelerado proceso de globalización se desborde en un espacio de desorden, y en el extremo, violencia, delincuencia y anomia generalizada.

La pregunta es por qué, en un marco tan complejo para el desempeño de la universidad, a los últimos tres rectorados del siglo pasado se les ocurrió comenzar la reforma de la universidad elevando las colegiaturas; es decir, buscando un tres por ciento más de ingresos y buscando reducir por muchos medios el tamaño de los centros de educación media y superior. Por qué no se les ocurrió, por ejemplo, levantar el nivel académico y devolver a un lugar de excelencia a las preparatorias y a los Colegios de Ciencias y Humanidades (CCH). La discusión en torno a la descentralización de nuestra universidad sería mucho más creíble después de una reforma de este tipo en los bachilleratos y en las licenciaturas. Pero la orden desde la OCDE, y desde Los Pinos, ha sido inequívoca en el sentido excluyentista y el futuro político de quienes hasta entonces dirigieron a la UNAM exigió su obediencia ciega. Es así que caímos en ese terrible malentendido que nos impidió ser generosos, que nos impidió aceptar que la universidad es de todos.

 

EL CONTRATO SOCIAL DE LOS UNIVERSITARIOS

Por más que la concepción excelentista de la universidad y la concepción social nos parezcan antagónicas y excluyentes mutuamente, y por más que la diversidad de que hemos hablado nos parezca difícil de conciliar, habrá que tener presente que los valores que sustentan el antagonismo no hacen más que reproducir, en menor escala, la gran confrontación que la sociedad capitalista de Occidente se vio obligada a concertar para restablecer un contrato social que satisficiera por igual al liberalismo y a la democracia radical; o, en otros términos, a los derechos individuales y a la masa popular; o, en fin, a la excelencia portada por los individuos más lúcidos de elevado discernimiento racional y a los agregados sociales menos privilegiados y de conducta más colectivizada, donde los liderazgos tendieron a apoyarse más claramente en una voluntad política avalada por la masa y no tanto en la destreza y el desempeño racional del individuo y en los derechos que lo consagraron. Dice Habermas:

La dialéctica entre liberalismo y democracia radical entablada por la Revolución Francesa ha hecho explosión a lo largo del mundo: había que conciliar la igualdad con la libertad, la unidad con la pluralidad o el derecho de la mayoría con el de la minoría.

Por un lado los liberales parten de la institucionalización jurídica de la igualdad de libertades y conciben a éstas como derechos subjetivos. (Habermas, 1987)

Para ellos, los derechos humanos (individuales) gozan de preeminencia normativa respecto de la democracia; la constitución y su separación de poderes gozan igualmente de preeminencia sobre la voluntad del legislador democrático.

Por otro lado, los abogados del igualitarismo conciben la praxis colectiva de los hombres libres e iguales como una formación de voluntad que es ella misma soberana. Entienden los derechos del hombre como expresión de la voluntad popular soberana; la constitución y su división de poderes es para ellos el resultado de la voluntad del legislador democrático iluminado... (Habermas, 1987)

Frente a estas posiciones jacobinas, los liberales opinaron que "la ficción de una voluntad popular unitaria sólo puede realizarse al precio de un ocultamiento u opresión de la heterogeneidad de las voluntades singulares [...] Es el mismo temor del burgués (bourgeois) de ser dominado por el ciudadano" (Habermas, 1987).

Este rodeo es pertinente porque nos permite recordar que los temores y el afán de preservación de la libertad individual de los académicos de alto rango en una universidad, ante la amenaza del movimiento estudiantil masificado con una dirigencia jacobina nutrida de preparatorianos y "cecehacheros", son posiciones aparentemente tan irreconocibles como la disputa que han escenificado a lo largo de dos siglos el liberalismo y la democracia radical.

Importa aquí reseñar cómo se ha resuelto esta disputa secular y separar las enseñanzas que puedan ser de utilidad para la universidad, para nuestra Universidad.

Habermas establece que la posibilidad de llegar a un consenso capaz de conciliar estas posiciones extremas (libertad e igualdad), radica en la creación de instancias discursivas públicas, en la búsqueda de una voluntad colectiva, posible mediante la discusión libre a partir de un ejercicio constante de interacción comunicativa en el que se forma la opinión y la voluntad políticas. Para lograr esto, las formas organizadas privilegiadas parecen ser las asociaciones horizontales no obligatorias, difíciles de ser recreadas en las sociedades llamadas complejas de nuestros días es cierto, pero, por fortuna, y es lo que nos interesa, tan familiares a la idea de universidad, de facultad, de comunidad científica, de disciplina, de instituto de investigación... Digamos que si algún agregado puede todavía hoy parecer a la comunidad de la polis es la comunidad académica, que por sus dimensiones y por su alta conciencia histórica y capacidad crítica permite, mejor que ningún otro espacio, el desarrollo de una discusión pública óptima, de la que se espera el más alto nivel de racionalidad y capaz de llegar a consensos respetados (transitoriamente).

Dejemos aquí estas referencias generales y recordemos, para concluir, que esta "red de asociaciones formadoras de opinión" es justamente lo que ha sido erradicado de nuestra universidad; primero, con la represión brutal del 2 de octubre de 1968 y, luego, con los regímenes rectoriales burocráticos–autoritarios que arrancaron en 1973 y que perdieron solidez a partir de 1987, pero que han despojado a los sectores académicos de su primacía indispensable, sin la cual no hay ethos educacional.

Los cinco últimos rectorados del siglo pasado (Guillermo Soberón, Jorge Ribero Serrano, Jorge Carpizo, José Sarukán y Francisco Barnés), basaron su fuerza en el redoblamiento de sus lazos hacia el exterior, en la homologación con respecto a los estándares dictados por los organismos internacionales, en una obediencia acrítica de las directrices recibidas desde el gobierno federal (rectores mucho más fotografiados en Los Pinos que en la Torre de rectoría, decíamos, y con asegurados puestos de altísimo nivel burocrático al término de sus gestiones "universitarias"); el movimiento estudiantil, por su parte, también echó mano, y cada vez con más decisión, de aliados externos al medio universitario: el magisterio y los sindicatos golpeados por las mismas políticas, los justos reclamos indígenas, las fuerzas trasnacionales que se expresaron en Seatle y en Washington contra el libre comercio y la globalización..., y el movimiento urbano popular hasta casi llamarlo al asalto del campus, como sucedió al final de la huelga de 1999 y que todavía mantiene espacios tomados en algunas facultades y dependencias.

Esto ha sido, sin duda, un factor más en el estallamiento de la identidad, de la unidad, del ethos universitario y ha desmantelado violentamente la construcción de un espacio de interacción comunicativa y acuerdos compartidos. El deplorable espectáculo de las sesiones de "diálogo" público entre la rectoría y el Consejo General de Huelga (CGH) hacia finales de 1999 es muestra elocuente de este fracaso. Ahora bien, ¿cómo recrear en nuestra universidad esas formas horizontales evocadas por Habermas?

 

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NOTA

Este artículo forma parte del libro Universidad, sociedad y política, de próxima publicación.

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