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Andamios

versão On-line ISSN 2594-1917versão impressa ISSN 1870-0063

Andamios vol.2 no.3 Ciudad de México Dez. 2005

 

Artículos

 

Tiempo y destino: la fragilidad del bien en Los olvidados

 

Time and Destiny: The Fragility of Goodness in Los Olvidados

 

Cynthia Pech*

 

* Profesora–investigadora de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Correo electrónico: cpech_2000@yahoo.com.

 

Fecha de recepción:27/05/2005
Fecha de aceptación:30/06/2005

 

Resumen

La idea de que la excelencia humana es propia de toda persona, lleva a plantear una serie de cuestionamientos éticos cuando el bien, elemento constitutivo de dicha excelencia, se presenta vulnerable frente al entorno exterior. El presente artículo analiza esta peculiar situación a partir de la película Los olvidados (1950) de Luis Buñuel, documento fílmico que permite ahondar en la reflexión sobre la fragilidad del bien, en el contexto histórico del sexenio de Miguel Alemán, así como mostrar algunas de las contradicciones del contenido del discurso político alemanista: el bienestar general frente a una realidad que atendía a la contingencia de amplios sectores de la población urbana envueltos en la pobreza.

Palabras clave: Cine, ciudad, análisis del discurso, representación, Ciudad de México.

 

Abstract

The idea of human excellence as inherent of everybody invites us to some ethical questions, when the concept of goodness, a basic element of excellence, turns out to be vulnerable by external influences. This article explore this situation in the film Los Olvidados (1950) by Luis Buñuel, inviting to think about the fragility of goodness in its historical context, and discusses the contradictions in the political discourse of former president Miguel Aleman: general welfare in contrast with poverty of mayor urban sectors.

Key words: Film, city, discourse analysis, representation, Mexico City.

 

Para Julia Tuñón

El interés de este trabajo es reflexionar, en primer lugar, sobre el destino como tiempo y, en segundo lugar, cómo esta reflexión me ha permitido indagar sobre la idea de progreso, que burlada por Buñuel en su película Los olvidados, contrarresta el discurso político manejado por Miguel Alemán durante su gestión de gobierno.

En este trabajo no pretendo ejercer el análisis cinematográfico de Los olvidados, sino ocuparme de esta película en función de que en ella puedo anclar mi reflexión en virtud de que se me presenta como el ejemplo esclarecedor para abordar el tema que me interesa: la fragilidad del bien; así como que la película se me revela como un caso atípico del género melodramático,1 al cual la inscribo a pesar de su aparente exclusión del mismo. En este sentido, me interesa rescatar el tema del destino, entendido como fatalidad y como progreso ascendente que, muchas de las veces, no consigue cambiar de rumbo dentro de las películas que conforman el género melodramático. Por ello me interesa reflexionar, a partir del breve análisis de algunos personajes de la película, sobre dos de las ideas que la palabra destino me sugiere, tanto en el discurso alemanista como en la película de Buñuel.

 

DEL TIEMPO CIRCULAR, DEL TIEMPO LINEAL

El tiempo crea, y también destruye. El tiempo es la morada que se construye día a día. El tiempo es momento y espacio habitado que constituye lo cuantificable abstracto en las cosas, las personas, los sucesos.

El tiempo es uno, no bueno, no malo, sino ese que sólo mide, pasa, en instantes fragmentado. No hay tiempo propio, sino enajenado. El tiempo es físico, real, perdido, imaginario, imprevisible, encadenado.

El tiempo ha ido marcando la historia de la humanidad. La historia es ese tiempo que nace del acontecimiento. La historia, que es hija del tiempo, sujeta sus distintas concepciones: el tiempo como creador, conservador o destructor. Las maneras de concebir el tiempo llevan consigo sus propias contradicciones; sin embargo cada una de estas concepciones se enmarcan en dos visiones distintas: la circular y la lineal.

El tiempo circular contiene la idea de la periodicidad temporal. "El tiempo cíclico o circular es el ritmo periódico medido por un reloj o un metrónomo. El tiempo del reloj difiere esencialmente del tiempo del calendario o del libro de historia" (Halpern, 1996: 1). Además, este tiempo no incluye los conceptos de progreso o decadencia, pues sólo admite un tiempo presente ya que cualquier acción que se repite marca la pauta del tiempo circular. En este sentido, los acontecimientos que se suceden de manera frecuente y después de un determinado periodo de tiempo, vuelven a repetirse.

Esta idea de tiempo circular tiene que ver con el tiempo de la naturaleza del planeta —y del sistema solar— fuera del tiempo de los seres vivos que lo habitamos, pero incluso los seres vivos tenemos un tiempo biológico que permite, por ejemplo, que broten nuevas flores en plantas que continuamente se marchitan, o que los seres humanos sigamos un periodo cíclico de vida que comienza con el nacimiento, el crecimiento y que culmina con la muerte.

En esta idea de tiempo circular, se ubica el tiempo cósmico o mítico que Joseph Campbell define como ese tiempo que preside el pensamiento de todas las civilizaciones de las cuales se tiene conocimiento. La visión temporal que da este tiempo circular, fundamenta la idea del eterno retorno y en este sentido, creo, fundamenta también el destino como el poder misterioso (destin) que marca a los seres humanos y a las cosas desde antes de nacer; es decir, por una fuerza superior hemos sido elegidos para estar en el mundo y cerrar el círculo destinado a, y en, cada uno de nosotros. Sin duda la idea del eterno retorno al origen, a la Edad de Oro, constituye la parte fundamental de las religiones y de las tradiciones. La visión lineal del tiempo enmarca las ideas de cambio irreversible y del desarrollo histórico. El tiempo lineal entendido así, abarca dos polos, uno pesimista y otro optimista.

Para el cristianismo, por ejemplo, el destino de los seres humanos que cumplen con lo ya establecido por la figura creadora de "dios" y se manejan de acuerdo con las leyes que éste ha estipulado en la Biblia, podrán cerrar el círculo en la tierra y ganar la vida eterna. Sin embargo los seres humanos que no se adhieren a lo establecido, no alcanzarán la vida eterna, es decir la vida después de la muerte.

La visión optimista del tiempo lineal incluye un cambio ascendente, y por lo tanto, positivo; mientras que la visión pesimista marca una flecha de tiempo descendente, es decir en negativo.

Sobre el tiempo lineal no quisiera abundar más, ya que adelante hablaré de las dos visiones de este tiempo: el progreso como tiempo ascendente, que creo entrever en el discurso manejado por el expresidente Miguel Alemán, y la fatalidad inmersa en el tiempo descendente que alberga el discurso buñueliano de Los olvidados.

 

EL "PROGRESO" EN EL PENSAMIENTO POSITIVISTA

No me cabe la duda de que la visión del tiempo circular ha ejercido una profunda influencia en nuestro pensamiento, pero presiento que de igual manera lo ha hecho la visión lineal. Es más, creo que en la actualidad ejerce más influencia la visión lineal del tiempo que, optimista o negativamente, trasciende hacia el exterior del pensamiento humano. Puedo pensar que en toda visión optimista se esconde el miedo a lo negativo, ya que la visión optimista persigue encontrar una mejor manera —una manera positiva— de vivir y mirar el mundo. Así, es indudable el peso "positivo" que inunda nuestro pensamiento y que valora nuestras acciones dentro de toda sociedad. Los seres humanos no sólo pensamos así respecto de las acciones humanas, sino también de las naturales, de las que están fuera de nuestra existencia.

Los olvidados2 de Luis Buñuel representa más bien todo lo contrario. Filmada en 1950, esta película puede definirse como un relato social, siguiendo lo propuesto por Roger Chartier (1992), pues sus personajes están construidos como correspondientes a "reales" y valorizados así por una colectividad.3 Lo "real", en este enfoque, sería el aquí y ahora y tendrían su referente mismo en la película, que no es más que un mundo ficcional, es decir, un discurso o texto, que construye dentro de sí un mundo de lectura posible y en la cual está siempre presente "una práctica encarnada en gestos, espacios, costumbres" (Chartier, 2002: 51).

Sin embargo considero que la ficcionalidad de la película puede estudiarse en términos históricos, en cuanto que en ella, como texto, pueden reconocerse las marcas que permiten verla como histórica. Es decir lo histórico va más allá de lo verídico, pues se relaciona con la verosimilitud que se forma a partir de las marcas que el texto tiene y no por la prueba documental. En este sentido, hablo de la historia como prescripción —cosas que me pueden llevar a algo—, donde los documentos actúan como los elementos a priori para hacer (ser) historia.

Considerando que lo narrado tiene sus límites en un saber compartido de forma colectiva, la historia da pie a un intercambio de la subjetividad de quien narra con los pretextos históricos, o como diría Braudel (1991: 17) "quien escribe historia pone mucho de él (o ella) en el retrato de un otro (o una otra)". Asimismo, la historia es interdisciplinaria en cuanto da cabida a múltiples y parciales conjeturas pues, siguiendo con Braudel, nunca pueden explicar el todo, sólo una parte y en un determinado momento. Por ello, hablar de destino es hablar de tiempo histórico.

 

EL DESTINO Y SUS USOS

No hay palabras muertas y los conceptos no están cerrados, se van actualizando. Las palabras están vivas por la apropiación —y utilización— que los seres humanos hacemos de ellas como parte fundamental de la lengua.4 Empezar este ensayo por la definición de la palabra destino, me remite a lo dicho por O. Ducrot y T. Todorov (1996: 385): "antes de entender para qué sirven las palabras, hay que saber qué significan".

En nuestro idioma, el término destino tiene distintas significaciones. Se aplica para hacer referencia al camino predeterminado que los seres humanos y las cosas debemos seguir; es decir nuestro destino sería el camino que ha sido fijado por una fuerza exterior y superior a los seres humanos y las cosas. Este camino puede ser bueno o malo y, en este sentido, el destino refiere una acepción positiva desde una visión religiosa o en la concepción fatalista de la tragedia griega.5 Sin embargo esta significación apunta también hacia otros vocablos como el azar, la suerte y la casualidad.

En otros usos, nos dice María Moliner (1975: 972–973), la palabra destino significa el lugar al que se dirige alguien o algo, es decir el lugar de llegada de las personas después de un viaje, o el lugar (último) de llegada de las cosas.

Sin duda las palabras van transformándose con el uso, como Joan Corominas (1974: 236) deja ver en el estudio que hace de la lengua castellana, donde cita que el término destino, en el sigloXVI, hacía referencia al "testamento".

Del uso actual del término destino, que viene del latín destinare (sujetar, fijar), en cuyo origen se halla stare (estar en pie, permanecer) se desprenden tres ideas diferentes que el idioma francés distingue con los términos destin, destination y destinée (Foulqulé, 1967: 345–348). Citaré estas tres acepciones del término para explicar, de manera más clara, las distintas aplicaciones que en el español contemporáneo también se le da.

El término francés destin equivaldría a la acepción del destino como el poder misterioso que se fija de manera irrevocable en el curso de los acontecimientos. En este sentido, el destino es una fatalidad que se inscribe en el curso de la existencia de las cosas y, sobre todo, en el de las personas y las civilizaciones.

El destino aquí (destin) es una causa que ha determinado todo de una manera inamovible, necesariamente incambiable. En esta acepción cabe también la idea del destino como camino o travesía (la destinée), que sería la sucesión necesaria de acontecimientos que concierne a un individuo, un pueblo o una nación. El destino como camino o travesía diferiría del destino como poder misterioso que predestina la vida de los seres humanos y de las cosas, en que el primero no es más que una parte de las cosas que se supone produce el destin, mientras que el segundo es el que determina el camino o la travesía y se considera que produce más mal que bien, por eso su carácter de fatalidad o fatum. Sin embargo el destino como camino o travesía no sólo alude a lo preestablecido de manera fatalista, sino que también podría implicar la idea que el destino se construye, se teje o se decide, lo cual significaría que el camino o la travesía puede cambiarse, quizá no de forma radical, pero sí un poco, sobre todo para mejorar; asimismo, en algunos de los casos, la buena estrella proporcionada por el destin podrá convertirse en algo fatal.

En cuanto al término francés destination, equivaldría a lo que en español damos al lugar de llegada después de un viaje, es decir el final de un viaje, y también el lugar a donde se envía una carta o una cosa. El destino aquí haría alusión a personas y a cosas pero en un tiempo futuro inmediato y no al fin último de una vida o de una cosa.

El término francés destinée equivaldría al término español de destino, que hace referencia a la suerte o la vida de un ser, considerado un bien cuyo desarrollo ha sido fijado de antemano; aquí se estaría hablando del destino como algo predispuesto, algo fijado (destin) pero no en términos fatalistas sino todo lo contrario. Podría pensarse en el paraíso o la otra vida que según existe después de la muerte, en cuanto a religión se trata. Aquí el destino se entendería como el camino o travesía trazado en tiempos específicos y estaría refiriéndose a la realización de aquello a lo que alguien está destinado o destinada y que debe realizar por su concurso personal. En esta concepción del destino encuentro una visión religiosa del sentido de la vida y del tiempo del ser en el mundo, pero también arroja una idea del cambio como se tomaba en el positivismo, es decir el progreso como destino, pero de esto hablaré más adelante.

El destino, aquí, tendría por horizonte el bien personal, pues el sentido de nuestro destino se hace presente en nosotros como el movimiento mismo que nos lleva a realizarnos en nuestra plenitud.

Es indudable que el término destino alude a las dimensiones de tiempo y de espacio; asimismo se inscribe dentro de la problemática de la búsqueda del sentido de la vida por la que constantemente los seres humanos nos preocupamos, no sólo por nuestra propia existencia, sino también por el de las cosas. Sin embargo, en los términos que me interesa desarrollar, el destino es para mí una cuestión ontológica (y a la vez discursiva, por eso anclo mi reflexión en Los olvidados y en el contexto que recrea el México de 1950).

 

EL DESTINO COMO TIEMPO

El nacimiento del positivismo como pensamiento filosófico se debe a Augusto Comte, que lo difundió en Europa; no obstante, ejerció una enorme influencia en América posteriormente. El filósofo Leopoldo Zea (1985) dice que, específicamente en México, el positivismo no se sujetó a las premisas europeas para formar parte del pensamiento que se desarrollaría en los países de América Latina, y que además el caso del positivismo en su circunstancia mexicana debe servir como ejemplo del que se desarrolló en nuestro continente. En este sentido, se puede ver que "el positivismo no es en América una doctrina importada de Francia, sino una actitud espiritual propia de ambos continentes" (Romero, 1989: 31).

El ideal de progreso, desde una perspectiva positivista, estará presente en las propuestas nacionalistas de México. Desde 1867 hasta los años cincuenta del siglo XX, el positivismo no sólo apunta hacia el crecimiento económico y político, sino también a una mejora de la vida social, es decir un camino ascendente hacia la modernidad, precedido por esta "doctrina política puesta al servicio de una facción política" (Zea, 1985: 31), una clase afortunada formada en primera instancia por los Científicos, ya durante el Porfirismo, y después de 1910, por la clase revolucionaria.6 La clase revolucionaria, apunta Zea (1985: 34), no será más que la fatal clase afortunada producto de todo progreso.

En el contexto en que he centrado este trabajo, el alemanismo, la idea de progreso como condición de la modernidad no tuvo su origen en el discurso oficial, sino en el ideal progresista que llegó a consolidarse primero dentro de la política educativa y cultural de finales del siglo XIX y principios del XX. Sus antecedentes inmediatos nos remiten a la época de Gabino Barreda y su iniciativa por anteponer la enseñanza de las ciencias naturales en la educación media superior, específicamente de la Escuela Preparatoria fundada en l867, a la educación religiosa y filosófica. Para Barreda, educar significaba uniformar y someter a una única razón aceptada por todos y necesaria. Difícil empresa pero que valía la pena, pues la formación educativa representaba la manera de prevenir el futuro, además de que, creía Barreda, enseñaría a pensar al estudiante. También, al proporcionar esta formación, se estaría preparando a los hombres y las mujeres del mañana (Zea, 1985: 39–52).

Romero explica que pasado el tiempo, se vio que las ciencias no aportaban soluciones sino que planteaban otros problemas. De esta manera las ciencias como verdades demostrables empezaron a ser cuestionadas y en esta crisis de las ciencias "el positivismo dejará ya paso a las demás corrientes filosóficas que fluirían, de nuevo, dentro de la Universidad ya próxima a crearse" (Romero, 1989: 29); frente a su monolítica verdad, se alzaron otras maneras de visualizar el progreso en el pensamiento del México de fines del siglo XIX y principios del XX.

Los Científicos fue el grupo que constituyó la oligarquía económica y política dentro de la burguesía mexicana. Al respecto, Zea dice que el enfoque que le dieron "los científicos" a los ideales positivistas, fue el encaminado para crear la reciprocidad entre progreso y enriquecimiento, atraso y pobreza; reciprocidad muy discutida, pero que desarrolló posteriormente una forma de pensamiento en la clase política gobernante y en otros ámbitos.

El 22 de septiembre de 1910 se inauguró la Universidad Nacional de México. Justo Sierra, su promotor, haría hincapié en su discurso inaugural sobre la necesidad de educar para formar hombres y mujeres capaces de investigar las tantas cosas que quedaban por descubrir. En este hecho, el interés de Barreda por el desarrollo de una política educativa, no sucumbió a los embates de la caída de la fe en las ciencias, sino que concibió una política educativa institucionalizada y definida por el Estado. Así, el papel del Estado se volvió importante en el sentido de ser el representante y propulsor de un nacionalismo que empieza por la educación. Un nacionalismo necesario que buscaba, dice Carlos Fuentes, incluir a México en el mundo; fruto de este empeño,

La inclusividad mexicana tuvo dos impulsos. El primero fue recuperar la continuidad cultural del país y aliarla a una cierta idea del progreso nacional en favor de las mayorías tradicionalmente relegadas. De allí la importancia dada a la educación. El segundo fue insertar de nuevo a México en las corrientes universales del progreso, tal y como éste fue concebido por la modernidad europea a partir de la Revolución Francesa. (Fuentes, 1997: 25)

Desde entonces, es decir desde la Revolución Mexicana, nos dice Fuentes, la idea de progreso es el eje de todos los discursos políticos que se empeñaban en conseguir la modernidad a toda costa. En América Latina, en todo discurso político con el que se busca convencer a la gente que se está, o se pretende alcanzar la modernidad, hace uso del nacionalismo. El de Miguel Alemán no fue la excepción: en su discurso7 de toma de posesión que leyó en el Palacio de Bellas Artes el 1° de diciembre de 1946, definió el específico nacionalismo que promovía en México diciendo:

Mexicanidad es la conciencia de que en nosotros mismos —en nuestro esfuerzo tesonero en el trabajo y en nuestras convicciones morales y espirituales— radica la solución de nuestros problemas [...] De la Revolución venimos y vamos, con sus principios, a abrir un nuevo capítulo de la historia de nuestro país en bienestar de la nación.

En este discurso, las palabras "modernidad" y "progreso" se explican por el "bienestar" y la "prosperidad" y se hace eco de frases que apuntan hacia buenas intenciones:

la dignidad de la vida humana se opone al enriquecimiento a costa del hambre del pueblo [...] Nuestro desarrollo económico debe ajustarse a la norma de que la prosperidad que se logre la compartan equitativamente todas las clases sociales.

Para él, la igualdad de clases sociales es lo que define la "democracia". El planteamiento de Miguel Alemán, a grandes rasgos, se proponía lo siguiente:

El enriquecimiento del país, la lucha contra la pobreza y la abolición de la miseria; el impulso de la salubridad nacional; la elevación del saber y la cultura en todos sus grados; el mantenimiento de las reformas sociales en favor de la clase laborante; las garantías al esfuerzo de toda empresa progresista, el fortalecimiento de las libertades humanas y los derechos políticos y una administración de justicia expedita y honrada. (D'Acosta, 1952: 106)

En cuanto a la política internacional, Alemán proponía que México fuera pacifista, cordial y respetuoso de los derechos de los demás pueblos pero guardando con celo "el derecho propio". Argüía que mediante la cooperación con otras naciones "los problemas de nuestro porvenir inmediato" se resolverían pues la cooperación "económica y cultural de unas (naciones) con otras" era necesaria para "el advenimiento de una humanidad mejor".

El discurso alemanista pugnaba, desde el gobierno, por un progreso que estaba en manos de todos los mexicanos. En este sentido, hablaba de la posibilidad de construir un destino con tiempo ascendente que tuviera como fin "el bienestar de la nación" y en ella, sin duda, los mexicanos y las mexicanas estábamos implicados. Sin embargo, creo que el sentido del progreso de todos los seres humanos ha sido cancelado por el progreso para unos pocos, tal y como los científicos de la época porfirista pretendieron. La ley del mercado, y del más fuerte, ha estado permeando nuestro pensamiento en busca de un tiempo ascendente y continuo que nos dé un "destino mejor". Aquí cabría la idea de voluntad propuesta por Antonio Caso, como la fuerza que mueve a los seres humanos a luchar por la perfección (citado por Romero, 1989: 124).

Durante el periodo de Miguel Alemán (1946–1952), mejor conocido como alemanismo, México vivía una efervescencia política, económica y social que clamaba un avance ascendente hacia el progreso como modernidad. Rastros de un crecimiento político y económico están en los dos periodos presidenciales que le precedieron, tanto el de Lázaro Cárdenas como el de Manuel Ávila Camacho. Sin embargo el periodo alemanista tuvo la suerte, creo yo, de caminar muy aprisa hacia la modernidad. Sus aspiraciones no pretendían quedarse en el discurso, sino ir más allá en busca del crecimiento nacional que pareció reflejarse en los datos estadísticos de la época, cuando México creció en todos los sentidos, sobre todo en lo económico y lo demográfico.

Las circunstancias de la posguerra —en cuanto a un nuevo orden internacional— no sólo dotaron a México de la capacidad para desarrollar una política de crecimiento industrial y una economía de inversión en obras públicas, sino de una homogeneización de la clase política dominante instaurada por el propio presidente. Para Blanca Torres (1984), el alemanismo perseguía propiciar una economía autosuficiente e independiente de Estados Unidos. El plan de industrialización que promovió este régimen tenía como fin la modernidad, entendida como autosuficiencia e independencia económica del país. Para ello, el nacionalismo que propició Justo Sierra en los últimos años del siglo XIX y que, en los años veinte del siglo XX retomaría José Vasconcelos, hizo su aparición en el discurso alemanista que, bajo este concepto, pretendía la unificación nacional, como lo mencioné anteriormente.

Luis Medina define el periodo de Alemán como "la modernización del autoritarismo", que no sólo competirá a la figura del presidente sino también al partido político que representa, al que ahora se llama Partido Revolucionario Institucional (PRI) y que gobernó ininterrumpidamente poco más de setenta años. La modernización del autoritarismo, nos dice Medina, se da en aras del crecimiento económico del país, siguiendo la pauta de poner en práctica tres líneas políticas: la eliminación de la izquierda del elemento oficial, el control del movimiento obrero mediante la inserción de "los charros" en su interior y las concesiones al liderazgo sectorial del partido oficial (Medina, 1995: 2).

Para Medina, es mediante "la represión autoritaria" que Alemán logra consolidar una clase política en el poder: los civiles con títulos universitarios y ya no más los militares. Por mi parte, encuentro que este sobreponerse de los civiles egresados de estudios superiores sobre los militares, toca en un primer momento con el ideal positivista de progreso en la educación que buscaba ser una semilla que daría frutos en el futuro.

Luis Medina hace referencia al proyecto político que Alemán se propuso desde que tomó la presidencia. Recalca que el alemanismo "definiría un nuevo perfil político que excluiría por principio todo lo que no fuera idéntico a sí mismo, a lo que el presidente, allegados y colaboradores, consideraban la interpretación ortodoxa de la revolución mexicana a la cual ellos personificaban y encarnaban" (Medina, 1995: 93) y en esta exclusión de lo no igual a sí mismo, también se excluirán conceptos diferentes a los propuestos por él.

Puedo concluir que el sueño del progreso, que motivó el discurso político de Alemán en todos los ámbitos, fue el crecimiento económico y tecnológico, con el afianzamiento de una clase dominante en el poder que dictara las pautas del desarrollo económico del país, con la creencia de que en toda la sociedad se reflejaría ese desarrollo. Desde la labor de este presidente, el destino del país se empieza a vislumbrar como un tiempo progresivamente ascendente que permite cambiar cualquier destino. En este hecho, por sí solo, considero que está la materia de interés en y para este trabajo.

 

LA FATALIDAD: EL DESTINO DE LOS OLVIDADOS

Mientras que "el gobierno alemanista confiaba que del propio crecimiento económico habría de derivarse la mejoría de las condiciones de vida de los sectores más desfavorecidos" (Torres, 1984: 45), la película de Luis Buñuel, Los olvidados, deja ver la incongruencia entre el discurso alemanista y la representación cinemática de la fragilidad del bien que construye Buñuel en la película.

Si el discurso optimista de Miguel Alemán pronunciado en diciembre de 1946 auguraba una prosperidad y un progreso para todos, incluso los más desposeídos, en Los olvidados, película filmada en 1950, Buñuel argumenta todo lo contrario. Representación cinemática o no, era un hecho que el afán progresista alcanzó a pocos mexicanos, pues los datos muestran a la par de un avance económico, también se iba dando un crecimiento demográfico considerable.

La Ciudad de México empezó a crecer, a ensancharse hacia los lados.8 Los antiguos pueblos agrícolas cercanos empiezan a juntarse, pues entre éstos y la ciudad se establecen las "ciudades perdidas": concentraciones irregulares habitadas principalmente por emigrantes del interior de la República que llegaban en busca de empleo. Estos antiguos pueblos empezaron a formar parte de la metrópoli. Para 1950, el Censo de Población establece que la ciudad comprendía 26 cuadros formadas por "casas construidas con adobes y las que ostentaban el prototipo de la casa moderna, construidas con cemento, pero no solamente contrastaban estas construcciones sino también las construcciones ricas y las pobres" (Bataillon, 1968: 7). En la mayoría de estas últimas edificaciones no fueron utilizados ni el adobe ni el cemento, sino otros materiales como madera, láminas, cartón o plásticos gruesos. La ciudad así se presentaba como un matiz de distintos colores que albergaba el mismo sueño y esperanza para todos: la modernidad y el progreso.

Claro fresco de la ciudad de los años cincuenta es sin duda la fotografía de Los olvidados, que lo mismo muestra los suburbios y las zonas céntricas, como la confrontación de ambientes naturales, que dan a esta película una prueba del proceso por el cual la ciudad se estaba constituyendo en un espacio complejo. La ciudad en su tiempo, en el tiempo fuera de la existencia de los seres humanos y de las cosas; en una conjunción de tiempos distintos.

La industrialización a la que hacía hincapié el discurso alemanista, y toda la política de inversión en obras públicas que se dio durante esta época, quedaron, en parte, retratadas en esta película, donde el Estado es mostrado como el que dirigía cada paso que el país y los ciudadanos daban hacia el progreso, pero ¿el ser humano estaba progresando? Según Buñuel, no.

No conozco persona que haya visto Los olvidados sin haber experimentado una emoción, que va del simple nudo en la garganta hasta las lágrimas. Pese a esta característica del melodrama, siguiendo a Oroz, Los olvidados no tiene intenciones moralizantes ni redentoras, al contrario, se nos presenta con una crudeza fuera de lo común. Los niños de la película no son como los de las películas de la época que protagonizaba Pedro Infante, donde había elementos moralizantes y redentores.

Los personajes de Los olvidados no muestran arrepentimiento, o dolor, o promesas con buenas intenciones. Tampoco hay un contrario de "a ver quién es el más malo", sino que sólo se presentan como seres de carne y hueso que tienen que vivir para salir al paso.

En este sentido, siguiendo lo que Oroz apunta sobre las temáticas y las historias que presenta el melodrama, Los olvidados se ancla en el género, pues tanto su temática como su historia:

son cotidianas —herencia del drama burgués— y están relacionadas con la característica esencial de la dramaturgia occidental, provocada por Aristóteles al señalar el carácter del héroe: personas no muy virtuosas que caen de la buena a la mala fortuna, ni tampoco malvadas, que de la mala fortuna pasan a la buena. Es decir que son historias de antihéroes, personas comunes que al enfrentarse a situaciones extremas adquieren el rasgo poco común de los sentimientos y emociones sobrehumanas. (Oroz, 1995: 78)

Aunque hablar de melodrama significa hablar del género cinematográfico que el cine mexicano de la época de oro —1940 a 1952— encarnó y desarrolló para hacer frente a una industria cinematográfica muy en boga, en México tuvo sus orígenes inmediatos en la literatura teatral del siglo XIX, específicamente en el folletín (Oroz, 1995: 23–24), y que tras un continuo desarrollo en y por el cine norteamericano, trascendió al cine mexicano y estableció ciertos parámetros que permitieron diferenciarlo, definirlo y estudiarlo. Parámetros que, sin duda, posibilitaron estrechar la distancia entre la pantalla y el público, pues basado en historias de corte sentimental, el melodrama cinematográfico establecía —de alguna manera— patrones de comportamiento social, así como también afianzaba algunos valores morales.

Es un hecho que el género melodramático no sólo fue utilizado en México, sino que fue incluido y desarrollado por el cine de otros países, como el argentino y el brasileño. Sin embargo, pese a su inclusión en otras cinematografías latinoamericanas, en la mexicana creó un género que ha proporcionado elementos temáticos y narrativos que han influido en el cine en general.

No es de mi interés explicar detalladamente cada uno de los elementos que conforman el melodrama, sólo explicar brevemente porqué Los olvidados puede considerarse parte del género.

El hecho de que para Buñuel no haya salida, muestra el fatalismo que rige su película. Sus personajes así lo demuestran y juegan con el destino como tiempo descendente y circular. El progreso no aparece en la película, salvo como crítica al Estado y a su política de beneficencia. Por ejemplo, cuando Pedro es llevado a la granja–escuela donde aprenderá un oficio para sobrevivir "a la miseria", como le dice el director de la granja. Por su parte, ese director es, para mí, la representación del Estado paternalista y protector que da oportunidad a los ciudadanos de enmendar su camino. Sin embargo, pasando las fronteras de la granja —o de los ojos del Estado— lo que sucede afuera, en la calle, ni el propio director o Estado lo pueden evitar: la vulnerabilidad de la condición moral y ética de los seres humanos.

El destino fatal de Pedro da el golpe contundente en la secuencia donde el director de la granja–escuela le da cincuenta pesos para que compre cigarrillos. Además del dinero, le da su confianza y la libertad para irse o regresar. Al salir de la granja–escuela, El Jaibo —como inmaculada representación del mal— aparece en escena y le roba el dinero —y la confianza— que el director le había dado al niño. Buñuel aquí ha jugado con el azar. Pedro muy bien hubiera podido cambiar su destino fatalista, pero azarosamente el destino de Pedro siguió un camino y no otro, el de su redención.

Una vez más, Buñuel deja sin salida a sus personajes, sin salida de un tiempo decadente que presenta a El Jaibo como elemento fundamental del destino fatal de Pedro, no en vano Pedro muere apaleado por éste.

No sólo la fatalidad persigue a Pedro, sino a El Jaibo, personaje que Buñuel construye sin miramientos moralistas o culposos. El Jaibo es el antihéroe por convención. Sin embargo es el líder de un grupo de niños —y otros ya no tanto—, una persona a la vez admirada y temida; y no se detiene ante ningún lazo fraternal ni familiar. Lo mismo trata de abusar de Mechita, que es hermana de un fiel seguidor, con la libre anuencia de este último; o bien seduce a la madre de Pedro contándole la historia de su niñez y la falta que le hizo su madre.

Para El Jaibo no hay límites. Su destino fatal, a diferencia de los otros personajes, se marca en distintos momentos de la película como cuando motiva a otros chicos a apedrear al ciego don Carmelo; cuando cobardemente mata a Julián, o cuando roba el cuchillo de la herrería donde trabaja Pedro. Digo que se presenta, porque a la decadencia le sigue una decadencia más intensificada. Entonces, El Jaibo toma todo lo que se le va presentando, sin miramientos de ninguna especie, sin muestras de arrepentimiento o culpa. Él sabe que tiene que seguir, quizá lo que no sabe es a dónde llegará.

Los destinos de El Jaibo y de Pedro ya están marcados, igual que el destino de los demás personajes. De esta manera, para mí, el hilo de la trama de Los olvidados no es ni el personaje de Pedro ni de El Jaibo sino la fatalidad, un destino colectivo con tiempo lineal descendente. Los personajes no pueden escapar a la decadencia sino haciendo una decadencia mayor que los llevará a una tragedia colectiva.

Los olvidados, a los que el título de la película hace referencia, no creo que sean los niños como protagonistas de ella, sino los pobres que en conjunto serían los olvidados de la política progresista que el alemanismo había promovido en sus primeros años. Sin embargo, nos dice Buñuel, el progreso no es para todos, no es que no alcance sino que no les toca. La pobreza que presenta Buñuel llama a más pobreza, una pobreza transferible a la condición humana.

En contraposición a la fatalidad, en Los olvidados el destino con luces optimistas se presenta en dos de sus personajes. Por un lado en don Carmelo, y por el otro en el personaje al que llaman Ojitos. Su manera de ver la vida me parece que va más hacia un tiempo circular, un tiempo mítico, marcado por una fuerza sobrenatural que traza el destino de cada persona. El destino es el eterno retornar hacia "los buenos tiempos" —diría don Carmelo— o hacia la búsqueda del padre que —se da por supuesto— abandonó al Ojitos en el mercado.

El destino, aquí, implica el lugar de partida así como el de llegada. Don Carmelo recuerda con nostalgia los tiempos de don Porfirio, de cuando "los hijos respetaban a los padres" y de cuando los viejos eran autoridad. Al rememorar con nostalgia el pasado, retorna a la idea de que debe existir un orden de las cosas tarde o temprano. Mientras, Ojitos y su personificación invocan la inocencia como mecanismo de resistencia ante tanta hostilidad y desamparo que da la miseria a la que ha accedido por circunstancias ajenas a él.

Me parece que no en vano guarda la esperanza de que, regresando al mismo punto donde empezó su historia en Los olvidados, encontrará a su padre que quizá, por alguna circunstancia del destino, le hizo conocer el lado fatal de la vida.

Buñuel, en la película, alude al discurso progresista y nacionalista, no sólo del alemanismo, sino de los discursos políticos que se estaban sucediendo mundialmente; más específicamente, Buñuel alude a una situación que es mundial pero que ancla en la Ciudad de México. De no ser así ¿por qué meter la voz en off que nos introduce a la trama de Los olvidados donde se aclara que México sólo es una más de las ciudades en las que sucede lo que vamos a ver en esa película?

La visión cosmopolita de Buñuel es inapelable y crítica del nacionalismo, pues nos presenta la decadencia sin fronteras. Inevitable es también la actitud desenfadada que interpreto de la película.

Me es claro que Buñuel se mofa de cualquier discurso progresista que apele a la modernidad económica en aras de "mejoras a la humanidad", como Alemán señaló en su primer discurso. Me parece que Buñuel plantea una posición crítica ante el ideal de progreso económico y ante la fatalidad que existe en el destino de algunos seres humanos, específicamente en los pobres, tema central de su película, donde la miseria se presenta constantemente para apurar la desgracia, la fatalidad, de quien vive con ella.

Para Buñuel, el tiempo descendente de la fatalidad es el único que puede contraponerse al falso tiempo ascendente del nacionalismo autoritario, uniformador y, a la vez, discriminador del alemanismo. La falta de esperanza niega los moralismos mediante una representación de la realidad descarnada, el tiempo descendente y circular es el tiempo de los pobres, el tiempo que se olvida y que engendra olvidados.

 

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Notas

1 El melodrama puede definirse como aquella obra literaria, teatral o cinematográfica en que se exagera los aspectos sentimentales o patéticos, o bien como toda narración o suceso en que abundan las emociones que suscitan las lágrimas. El melodrama cinematográfico aquí especificado, se refiere a un cine de ficción que se desarrolló, básicamente, en los años cuarenta y cincuenta en nuestro país, pero también en el resto de América Latina, y que fue conocido como "cine de lágrimas". La apuesta de este cine fue la de explorar —y explotar— las distintas posibilidades del melodrama y a su vez ir delineando toda una serie de estereotipos, arquetipos y patrones valorativos a seguir y que hoy todavía están vigentes en algunas de las telenovelas latinoamericanas. Al melodrama cinematográfico se le puede considerar como un producto estético latinoamericano, es decir un producto hecho a partir de formas específicas y valores morales determinados por la cultura heredada y conformada a partir de lo ibérico–católico. Fue conocido como el cine de lágrimas porque era un cine que emocionaba y daba placer a través de las lágrimas, pero que a su vez, también buscaba una redención a través de esas lágrimas. Algunas de las características más importantes de este género cinematográfico son: historias de trasgresión y castigo (por ello moralizantes); se manejan núcleos de conflicto, es decir la catarsis (instante de perplejidad en el espectador que posibilita la proyección o identificación); el mal siempre es vencido; está la presencia del azar como destino final; se guarda una fuerte relación con la mujer que conlleva, a su vez, a la descalificación sexual del género, etcétera. Según Silvia Oroz, el melodrama cinematográfico se estructuró esencialmente a partir de cuatro mitos: el amor, la pasión, el incesto y la mujer (Oroz, 1995).

2 Los olvidados, México. Productor: Óscar Dancigers. Guión: Luis Buñuel y Luis Alcoriza. Fotografía: Gabriel Figueroa. Intérpretes: Stella Inda (madre de Pedro), Miguel Inclán (don Carmelo, el ciego), Alfonso Mejía (Pedro), Roberto Cobo (El Jaibo), Alma Delia Fuentes (Meche), Mario Ramírez (Ojitos). Sinopsis: El Jaibo es un adolescente que al escapar de la correccional, se reúne en el barrio con sus amigos, con los cuales cometen una serie de fechorías, en particular asaltan a don Carmelo. Poco tiempo después, El Jaibo mata en presencia de Pedro al muchacho que supuestamente tuvo la culpa de que lo enviaran a la correccional. A partir de ese momento, los destinos de Pedro y de El Jaibo estarán trágicamente unidos.

3 Chartier retoma el concepto de Fichte: "comunidad interpretativa", para desarrollar su explicación sobre cómo la interpretación de todo individuo se sitúa en lo social (Chartier, 1992: 51).

4  A esta apropiación de la lengua, E. Benveniste (1996: 83) le llama enunciación; más concretamente, enunciación es, para este autor, "el poner a funcionar la lengua por un acto individual de utilización". Helena Beristáin (1997: 178) agrega que "en este acto de utilización de la lengua es durante el cual se actualizan sus expresiones".

5  Resulta interesante la revisión de la parte introductoria del libro de Martha C. Nussbaum (1995) donde la autora dice que lo característico de la tragedia es "mostrar la lucha entre la ambición de trascender lo meramente humano y el reconocimiento de la ruina que ello acarrea" (p. 36). Basándose en el estudio de algunas tragedias griegas "el libro es un análisis de la aspiración a la autosuficiencia racional en el pensamiento ético griego, dicha aspiración puede caracterizarse como el deseo de poner a salvo de la fortuna el bien (o la excelencia) de la vida humana mediante el poder de la razón" (p. 31). En ese sentido, para la autora "lo que le acontece a una persona por fortuna es lo que no le ocurre por su propia intervención activa, lo que simplemente le sucede, en oposición a lo que hace" (p. 31). Es decir existen contingencias externas al ser humano que puedo entender como su destino que puede ser, digamos, modificado en virtud de la autosuficiencia racional que no sería más que "el intento de desterrar las contingencias (externas) de la vida humana" (p. 30), de esa lucha entre la excelencia humana y la fortuna. Es decir tomando en cuenta lo anterior, se podría decir que existe la posibilidad de cambiar el destino de una persona pero que ello implica un cambio de ser y hacer de esa persona, que esta posibilidad radica en eso que se llama "la excelencia humana", todos esos valores éticos que constituyen el ser humano. Por supuesto, el cambio de la fortuna del ser humano mediante esa "autosuficiencia racional" propia de la excelencia humana, vislumbra un cambio positivo, un ir hacia la felicidad, la belleza... De alguna manera, me parece, el ideal de progreso infiere un origen en esta concepción. No me atrevo a ahondar más allá por mero desconocimiento del tema pero preciso añadir, por último, dos ideas, primera, que lo llamativo de lo propuesto por esta autora es que tras una cuestión trágica existe no sólo lo fatal y, segunda, que en esa búsqueda de la autosuficiencia racional para vencer la fragilidad del bien, quizá se encuentre la idea de la utopía como ingenuidad carente de fundamento y asociada estructuralmente a la ilusión de progreso, o incluso a esa búsqueda de la autosuficiencia racional o de la excelencia humana, pues cabe preguntarse si es que en algún momento se pueden alcanzar.

6 En El positivismo y la circunstancia mexicana, Zea retoma el discurso de José Torres, La crisis del positivismo, trabajo proporcionado por Samuel Ramos al autor, el cual da cuenta del análisis sobre la política positiva de Comte, para demostrar que tal política nada tiene que ver con el desarrollo de la política seguida por el Porfirismo. En este sentido señala que "Torres muestra que si bien la política positiva no pasó de un ideal irrealizable que no puede confundirse con una política corrompida como el Porfirismo, no por esto las leyes descubiertas por la ciencia positiva han dejado de ser efectivas. Se refiere en particular al ataque de José Vasconcelos a las leyes de lo que llamó darwinismo social. El triunfo de la revolución no es sino el triunfo de los más aptos. A un gobierno corrompido, decrépito, como lo fue el Porfirismo en sus últimos años, tenía que seguir un gobierno joven y vigoroso".

7 Hubiera querido tomar más frases del discurso de Miguel Alemán pero este ensayo no pretende ser exhaustivo en ningún momento. Sólo trato de dar orden y continuidad a lo que el tema del destino como tiempo me sugiere, tal y como lo he aclarado en la introducción. Por otro lado, quiero señalar que cuando haga referencia al discurso de Alemán se considere que mi fuente ha sido la reproducción de dicho discurso aparecida en el periódico Excélsior del día 2 de diciembre de 1946 y que he tratado de considerar lo que creo tiene que ver para mi tema. Quiero añadir que lo que está entre comillas ha sido tomado textualmente de esa reproducción y las considero como las palabras leídas por Alemán.

8 Claude Bataillon (1968) presenta un estudio muy clarificador del desarrollo urbano en los años cuarenta y cincuenta.

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