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Economía UNAM

versión impresa ISSN 1665-952X

Economía UNAM vol.16 no.47 Ciudad de México may./ago. 2019  Epub 30-Jun-2020

https://doi.org/10.22201/fe.24488143e.2019.47.467 

Artículos

La deshomogenización del discurso neoliberal: del ordoliberalismo alemán al ultraliberalismo austro-estadounidense

The dehomogenization of neoliberal discourse: From the German ordo-liberalism to the Austro-American ultra-liberalism

Héctor Guillén Romo1 

1Universidad de Paris 8, Vincennes Saint-Denis. <h.guillen@wanadoo.fr>


Resumen

El neoliberalismo no es un bloque monolítico. Las diferencias son sustanciales entre la Escuela Alemana, la Escuela Austriaca y la Escuela de Chicago. Más allá de ciertas semejanzas, como su deseo de acabar con las tendencias colectivistas del siglo XX, difieren substancialmente su metodología, su visión del mercado, del papel del Estado, del marco jurídico moral o sociológico. Así, no hay una manera única de ser neoliberal. Incluso dentro del mismo neoliberalismo alemán, las diferencias no son desdeñables entre, por un lado, la Escuela de Friburgo u ordoliberalismo (Eucken, Böhm), con preocupaciones más jurídicas que sociológicas, y, por el otro, los representantes de un neoliberalismo abiertamente “sociológico” (Rüstow y Röpke), incluso si unos y otros comparten numerosas presuposiciones y convicciones. En el caso del ultraliberalismo (Mises, Hayek, M. Friedman, Becker, Buchanan), a pesar de diferencias visibles entre los diferentes autores, todos pretenden transformar el Estado para que sostenga y expanda la lógica del mercado, replegándose hacia el reduccionismo individualista más estrecho. Aunque este no es el caso de los libertarios anarcocapitalitas (D. Friedman, Rothbard), que ven en el Estado una fuerza ilegítima que atenta contra la libertad de los individuos.

Palabras clave: Historia del pensamiento económico; Pensamiento pconómico: figuras individuales; Economía política del capitalismo Neoclásicos

Abstract

Neoliberalism is not a monolithic block. There are substantial differences between the German School, the Austrian School and the School of Chicago. Beyond certain similarities, such as its desire to put an end to the collectivist tendencies of the twentieth century, its methodology, its vision of the market, the role of the state, the moral or sociological legal framework differ substantially. Thus, there is not a unique way of being neoliberal. Even within the same German neoliberalism, the differences are not negligible between, on one hand, the Freiburg School or Ordo-liberalism (Eucken, Böhm) with more legal concerns than sociological and, on the other, the representatives of a neoliberalism openly “sociological” (Rüstow and Röpke), even if both share many assumptions and convictions. In the case of ultra-liberalism (Mises, Hayek, M. Friedman, Becker, Buchanan), despite visible differences between different authors, all seek to transform the state to sustain and expand the logic the market by retreating towards a more narrow individualist reductionism. Although, this is not the case of anarcho-capitalist libertarians (D. Friedman, Rothbard) who see the state an illegitimate force that threatens the freedom of individuals.

Keywords: History Economic Thought; History of Thought Individuals; Political Economy of capitalism Neoclassical

Journal of Economic Literature (JEL): B1; B3; P16; E13

I. Del ordoliberalismo a la economía social de mercado

Desde que el modelo anglosajón se depreció por las recurrentes crisis financieras, Alemania se convirtió en el país faro de los liberales en economía. Durante largo tiempo, no obstante, Alemania no se singularizó por su inclinación liberal ni a nivel de las ideas ni de las prácticas. Alemania dio nacimiento a Marx y Engels, críticos del liberalismo del siglo XIX, y a Friedrich List, primer teórico del proteccionismo. Por lo que toca a las políticas económicas, estas fueron mucho tiempo dirigistas, y privilegiaron las grandes empresas, los famosos Konzerne, más que la competencia. Es sólo después de la Segunda Guerra Mundial cuando Alemania se convierte al neoliberalismo económico, bajo la batuta en particular del demócrata cristiano Ludwig Erhard, ministro de Economía de 1949 a 1963, antes de llegar a ser canciller (Commun, P., 2016: 241; Monguachon, C., 2016: 39).1 Este último, alentado por el ocupante estadounidense, implementará las teorías elaboradas antes de la guerra por Walter Eucken en torno a la noción de ordoliberalismo: el papel del Estado consiste en dictar reglas y hacerlas respetar, no en nacionalizar empresas ni en organizar transferencias financieras (Erhard, L citado por Commun, P., 2016: 262).2 Desde el inicio de la década de 1950, la economía de mercado oscila en Alemania, en función de las condiciones macroeconómicas o políticas, entre un polo ordoliberal, que recomienda al Estado concentrar sus intervenciones sobre la creación de condiciones necesarias al buen funcionamiento de la economía de mercado, y un polo más social, favorable no sólo a la implementación de un Estado-providencia, sino también a mecanismos particulares de gobernanza de las empresas y de diálogo entre los actores sociales (Commun, P., 2016: 10).

El pensamiento ordoliberal se construyó durante la década de 1930 en torno al análisis del fracaso de la República de Weimar, de la crisis económica y del ascenso del totalitarismo. El ordoliberalismo alemán se distingue, sin embargo, del liberalismo anglosajón, individualista, por el hecho de que tolera en la sociedad la organización de cuerpos intermediarios (partidos políticos, sindicatos, cámaras de comercio…). Para comprender la profunda desconfianza de Alemania con respecto a toda intervención pública en la economía, no hay que olvidar que -para este país-, la salida de la crisis de 1929 no fue el New Deal de Roosevelt ni el Frente Popular francés, sino el estatismo a ultranza de Hitler y su política armamentista, con consecuencias catastróficas para la humanidad: una desconfianza reforzada posteriormente por el desastre causado por la economía administrada en la Alemania del Este.

Inventado a inicios de la década de 1950, el término ordoliberalismo designa un liberalismo de un tipo particular, tal como lo redefinieron los neoliberales alemanes, reunidos desde 1937 alrededor de la revista ordo (fundada en 1937 por Walter Eucken y Franz Böhm, pero que sólo apareció a partir de 1948) (Commun, P., 2016: 9-10, 278, 290, 309, 377). Los economistas y juristas liberales de la Escuela de Friburgo -que desde 1937 titularon la publicación como ordo- afirmaban, en plena dictadura nazi, su voluntad de lanzar una reflexión interdisciplinaria con la mira de un orden económico que no estuviera sometido a la primacía de lo político. La difusión de las ideas económicas y científicas ordoliberales queda asegurada desde 1948 precisamente por ordo, “revista anual sobre el orden de la economía y la sociedad”. La publicación del primer número marca el inicio de la fase de compromiso político militante en favor de la construcción de un liberalismo a la vez económico, político y social. El vínculo entre liberalismo económico y liberalismo político se subraya ampliamente, y desecha en forma definitiva la noción de tercera vía entre capitalismo y socialismo. Es todo un modelo social que se perfila a través de diversos artículos: necesidad de ver al Estado fuerte y acantonado en las funciones claramente atribuidas, que sean regalistas en el dominio de la seguridad y la justicia o en el dominio del mercado. El Estado es entonces responsable del orden, es decir, del buen funcionamiento de la democracia política y económica. Los odoliberales juzgan, en particular en la revista ordo, cada medida de política económica en relación con su coherencia y su conformidad con el orden liberal general. Gracias a la difusión anual de ordo, que perdura hasta la actualidad, los ordoliberales se convirtieron en un importante grupo de presión en favor del mantenimiento de un orden económico liberal en la Alemania Federal.

El número inicial de ordo constituye el primer manifiesto colectivo del ordoliberalismo. La revista se abre con un artículo de Hayek, “El verdadero individualismo”, al que le concede un lugar particular como portavoz de un liberalismo ordenado en Alemania, aunque el autor de Camino de servidumbre nunca haya sido miembro de la Escuela de Friburgo. En su artículo, Hayek aparece como un ordoliberal, pero austriaco. Como los ordoliberales alemanes, reconoce al Estado el deber de plantear cuadros y reglas, y al individuo el deber de integrarse en un medio social dado. Hay en él, sin embargo, una visión algo idealizada del individuo, considerado como un ser imperfecto y humilde, perspectiva que no comparten los ordoliberales alemanes. Estos últimos conocieron y coincidieron con el nacionalsocialismo, su búsqueda desenfrenada del poder y la violencia del poder a todos los niveles de la sociedad. Para ellos, el hombre es, sin duda, un ser dotado de razón, pero algunas veces con sed de poder. El orden económico y jurídico debe -ante todo-, contener la búsqueda desenfrenada del poder económico y político que está en el origen de cualquier dictadura.

La palabra libertad o liberalismo no aparecía en el nombre de la revista, pero el hecho de confiar el primer artículo a Hayek constituía más que una mediana confesión. Los ordoliberales se comprometen en favor de la reconstrucción de un orden liberal, en oposición al socialismo que se construye en el campo comunista en la zona soviética y la futura República Democrática Alemana (RDA), pero también como alternativa al “planismo” y al intervencionismo que se imponen, bajo el concepto de “economía mixta”, en la mayoría de los países europeos después de la Segunda Guerra Mundial. En esta perspectiva, el objetivo de la revista consistió en definir mejor las condiciones morales, jurídicas y políticas del ejercicio de la libertad económica. Para los ordoliberales, la libertad no se construye a partir de un rechazo del Estado, sino que se supone que crece bajo su protección benévola sin ser invasora. El ordoliberalismo propone una reflexión económica, política, filosófica y sociológica sobre las condiciones propias para asegurar la existencia duradera de una economía de mercado competitiva, considerada como fundamento sine qua non de una sociedad liberal.

El ordoliberalismo nace de una reflexión histórica sobre los fundamentos del liberalismo económico. Esta reflexión fue llevada adelante por los economistas alemanes que se sublevaron contra una ciencia económica historicista o puramente teórica, o bien coyuntural y falsamente predictiva, en todos los casos impotente para resolver las grandes crisis de 1920-1930. El neoliberalismo aparecido en los años treinta del siglo pasado se presenta como una variante del liberalismo, un tipo particular de liberalismo (Guillén Romo, H., 2018). Más precisamente, se trata de un intento de renovación del liberalismo, caracterizado por dos grandes aspectos que lo someten a una nueva tensión interna. El neoliberalismo pertenece a un tipo de arte de gobernar ya antiguo. En este sentido es una reactualización del liberalismo clásico del siglo XVIII. Pero no es la simple repetición de este primer liberalismo. Es otro liberalismo, uno que no es sólo actual sino también nuevo, y cuya singularidad hay que pensar, elaborar.

Por un lado, se trataba de superar el laisser-faire naturalista. Por el otro, de combatir las formas de intervención estatales que, se decía, desajustan el funcionamiento del mercado y corren el riesgo de evolucionar hacia el totalitarismo. Sus teóricos pretendían no sólo responder a la crisis de una forma anterior de liberalismo, la doctrina del laisser-faire, que se caracterizaba por restringir el Estado a sus funciones no económicas, sino también contradecir, oponerse al desarrollo de formas de intervención estatales tendientes a controlar el mercado. La gran cuestión del liberalismo en el siglo XIX y del neoliberalismo en el XX no es tanto saber si el gobierno y la legislación deben intervenir, sino definir de cuáles intervenciones debe estar constituida la acción pública para alcanzar los objetivos deseados.

Es precisamente contra un cierto tipo de intervenciones como, según Michel Foucault, aparece a partir de la década de 1930 un liberalismo nuevo, prolongando el arte de gobernar al estilo liberal en otro contexto, pero dirigido al mismo tiempo contra las ilusiones de un laisser faire puro en el dominio económico. El adversario principal se identificaba (y se identifica), sin duda alguna, el “dirigismo” de Keynes, cuyo nombre simboliza la acción económica coyuntural y la política social administrada, que los neoliberales rechazan desde la década de 1930. En este sentido, la renovación del liberalismo desde antes de mediados del siglo XX intenta responder a una pregunta precisa: ¿no hay manera de asegurar el bienestar de la población de otro modo que por la acción coyuntural del Estado sobre la demanda, o por la intervención social estatal? Esto supondría reactivar los mecanismos del mercado, y necesitaría entonces, precisamente, un cierto tipo de intervención del Estado.

Lo nuevo era que los neoliberales concebían las relaciones entre el Estado y el mercado, ya no como dominios exteriores de uno respecto del otro, sino como una interiorización realizada por el Estado respecto de la lógica de la competencia del mercado. Y esto de dos maneras: el Estado debía encontrar su legitimidad en el buen funcionamiento económico de la sociedad, y para lograrlo había de hacer funcionar al máximo la competencia en la sociedad y, en consecuencia, aplicarse a sí mismo, tanto como fuera posible, este mismo mecanismo competitivo. El neoliberalismo se presentaba así como una nueva especie de liberalismo, una especie de “intervencionismo liberal”, según la expresión de Foucault. Dicho de otra manera, el neoliberalismo es -antes que nada-, una manera de pensar nuevamente el papel del Estado y el modo de intervención del gobierno, como lo muestra la lectura propuesta por el filósofo francés del Coloquio “Walter Lippmann”, organizado en París en 1938 (Laval, C., 2018: 31, 47-48). Asimismo, aunque el neoliberalismo se presenta como una ideología liberal clásica, es decir contra el Estado, lo esencial no está precisamente ahí, como lo ha demostrado Pierre Bourdieu. Para el sociólogo francés lo esencial reside más bien en el papel que ha representado la acción pública en la extensión de la lógica del mercado. La ideología neoliberal es un estatismo de un tipo muy especial, ya que se presenta como una ideología contraria al Estado, cuando es el Estado a quien se moviliza y transforma para universalizar la razón económica.

En realidad, el neoliberalismo es impensable fuera de la institución del Estado, el cual, como detentor de la violencia simbólica, es el único capaz de imponer la razón económica a todos los dominios de la sociedad. Todo el análisis de Bourdieu conduce a esta paradoja: la revolución simbólica neoliberal se conduce “desde arriba”, es decir, por el Estado, porque es a nivel del Estado y sólo del Estado -debido a la concentración de fuerza, a la vez física y simbólica, que ha acumulado históricamente- como podía imponerse un nomos (ley, costumbre) universal. La creencia en el nomos económico sólo puede establecerse con la condición de que los que la encarnan y la difunden sean reconocidos como “autoridades” institucionales, que se presenten a los ojos de la opinión pública con el traje del poder oficial, es decir, del Estado. El Estado neoliberal, que se despoja de muchos de sus medios de regulación, de intervención y de arbitraje en el campo económico, en particular, en el dominio social, no puede de ninguna manera deshacerse de lo que constituye su autoridad propia y de lo que inspira el respeto que le deben los ciudadanos (Laval, C., 2018: 216-217, 230).

El ordoliberalismo es una matriz de la economía social de mercado, pero jamás se ha confundido con este modelo en constante evolución (Commun, P., 2016: 324, 377). La palabra ordoliberalismo comenzó a difundirse hasta la década de 1950, después de la expresión “economía social de mercado”, cuyo auge remonta a la posguerra (Commun, P., 2016: 10; Rabault, H., 2016a:11).3 Sin embargo, el ordoliberalismo precede la construcción de la economía social de mercado. Surge como un movimiento de resistencia al nacionalsocialismo de Hitler (White, L.H. 2014: 288-289).4 Recordemos que esta escuela, llamada también de Friburgo, se desarrolló en torno a Eucken (White, L.H., 2014: 293; Audier, S., 2012: 417; Commun, P., 2016: 84; Rabault, H., 2016b: 14-17),5 economista y filósofo, profesor de la Universidad de Friburgo de 1927 hasta su muerte en 1950, lo que constituyó una pérdida inmensa para el campo ordoliberal.

Para los ordoliberales y los responsables políticos alemanes bajo su influencia después del fin de la Segunda Guerra Mundial, la libertad económica del mercado, condición de la prosperidad de la población, ejerce una función legitimadora con respecto al nuevo Estado alemán. El paso, a la vez cronológico y lógico, ya no se hace del derecho de soberanía a un gobierno económico, sino del mercado al Estado, de la prosperidad económica a la legitimidad política. Hay en ello una inversión muy significativa del esquema liberal clásico. Este último, como insiste Foucault, apuntaba a darle un lugar a los mecanismos autosuficientes del mercado dentro de un espacio político estructurado por el principio de soberanía. Con el ordoliberalismo alemán, el esquema se invierte: el mercado, fuente de bienestar, fundamenta la soberanía del Estado, el cual -tras el nazismo y la guerra-, debía refundarse sobre nuevas bases, lo que tiene como consecuencia mayor, hacer del mercado el principio regulador del Estado, e incluso la forma en que deberá inscribirse la institución estatal.

El mercado será el objetivo, principio y forma del Estado. Como este último obtiene su legitimidad del crecimiento y del bienestar, asume la responsabilidad de asegurar el buen funcionamiento del mercado otorgándole un marco jurídico-político estable, y garantizándole las condiciones monetarias y presupuestales de su funcionamiento. De manera más general, contrae la obligación de conducir una “política de sociedad” que consiste en actuar sobre el “medio ambiente social”. Promotora del mercado, la “política de sociedad” constituye el regulador de un Estado que tiene por función crear y defender una lógica competitiva en el mercado económico, protegiendo a la vez a la sociedad de los efectos de la competencia, gracias al apoyo de estructuras de encuadramiento comunitario, o de formas de actividad que estimulan la responsabilidad individual, como, por ejemplo, la pequeña empresa. La intervención gubernamental se verá entonces alentada cuando apunta a establecer y mantener, por medio de políticas “ordenadoras” y “reguladoras”, un cuadro que permite que los mecanismos competitivos en la economía funcionen sin perturbaciones monopolísticas, sindicales, ni sociales, administrativas o monetarias.

Se comprende así que tal política -que apunta al “cuadro”, es decir a las condiciones fundamentales de la competencia- se dirige hacia la constitucionalización de los principios de la economía de mercado. Los ordoliberales buscarán instaurar formas de encuadramiento constitucional del Estado para obligar a respetar, limitando el campo de competencias del sufragio universal y del poder legislativo, las reglas fundamentales de la economía capitalista. La gran novedad del neoliberalismo alemán, y de algunas componentes francesas (en particular en torno a Louis Rougier), consiste en haber hecho del orden legal, no una superestructura que se coloca por encima de un plano natural o derivando de un esquema histórico, sino una dimensión inmanente al funcionamiento económico y social. No hay economía sin reglas, sin leyes, sin instituciones, sin sanciones. Pero esto supone que lo económico determina el contenido y la finalidad del derecho público y constitucional (Laval, C., 2018: 49-52).

Eucken señala la importancia del papel desorganizador de la economía que el Estado realiza (Commun, P., 2016: 68-72, 292-293). Para el economista alemán, la concentración del poder privado, tal y como operó en el dominio de las minas, de la industria del acero y del aluminio en la Alemania de la década de 1920, condujo a un control de la vida parlamentaria por los grandes grupos, y por lo tanto, dio lugar a una alteración de la democracia. Bajo la influencia de los lobbies, el poder administrativo del Estado se refuerza en detrimento del Estado de derecho y del parlamentarismo. El comercio y el artesanado pierden influencia en beneficio de un mundo de la producción (industria pesada) que se colude con las fuerzas políticas no democráticas. Eucken constata amargamente: “Es el espíritu de la libertad lo que ayudó a la industrialización, y esta misma industrialización se volvió una pesada amenaza para la libertad.” La libertad permitió emancipar las fuerzas vivas del hombre en la economía, les abrió la vía de la técnica y de la industrialización, pero numerosas posiciones de poder particulares, y sindicatos, trusts (asociaciones de empresas o compañías monopolizadoras) y Konzerne (grandes empresas) se implementaron en el siglo XIX. “La libertad de unos fue utilizada para oprimir la de otros”.

La situación se agravó en el siglo XX con el control, por parte del Estado, de estas posiciones de poder central. La complicidad del poder político con el poder económico amenazaba con llevar a la dictadura política. En efecto, mientras estamos en vísperas de la llegada al poder de Hitler, cuando la República de Weimar degeneraba hacia un tipo de régimen presidencialista de tintes dictatoriales, Eucken fustiga la creencia en un Estado todo poderoso salvador y omnipresente: considera que el Estado se ha vuelto “el juguete de los intereses privados y de los partidos”. Se trataría entonces de restablecer la autoridad de un Estado imparcial, que esté de nuevo en condiciones de practicar una política económica en nombre del interés general, y no bajo la presión de múltiples intereses privados. Para él, es el Estado quien bloqueaba la evolución del capitalismo.

Este Estado alentaba incluso la formación de monopolios implementando una política fiscal y proteccionista que debilitaba las empresas. Había introducido un sistema de control de precios (en varios dominios como los salarios, el alojamiento, los bienes alimenticios), lo que había puesto en peligro la función de control y de regulación ejercida naturalmente por el mercado. Es así que para Eucken, incluso antes de entrar en la dictadura nazi, el Estado de Weimar había creado ya un desorden económico que se saldó por una anarquía económica que se verá agravada precisamente por el nazismo y su sistema de economía dirigida.

La economía dirigida estaba ya en camino con todo un conjunto de medidas que ponían gravemente en peligro no sólo el sistema económico liberal, sino también el sistema político. Para Eucken, el ejemplo de la Unión Soviética probaba que la economía dirigida no desembocaba en el socialismo, sino en un capitalismo de Estado.

Según Eucken (Commun, P., 2016: 280-282), el problema generado por el intervencionismo público es de orden estructural. En efecto, cada acción de política económica influye sobre el conjunto de órdenes que interactúan con el orden parcial objeto de la intervención. Cada acción de política económica se ha de considerar en el marco del orden económico general. Así, por ejemplo, una ley sobre el control de divisas, o un decreto sobre el control de precios, conducen a nuevos métodos de gestión en materia de distribución de materias primas, y repercuten en el conjunto del orden económico. Medidas tomadas de manera ideológica y puntual, a menudo suscitadas por grupos de presión y aplicadas sin estudio sistémico previo, no tendrán efecto o incluso serán contraproductivas. Para Eucken y los ordoliberales, las políticas puntuales de los intervencionistas están condenadas al fracaso, ya que están desconectadas de toda visión de conjunto, y son potencialmente contrarias a los principios de organización que rigen el conjunto del sistema económico. La incoherencia sistémica de las políticas económicas puede generar crisis económicas graves. El intervencionismo, heredero del reformismo recomendado por la escuela histórica, habría demostrado su ineficacia para resolver las graves crisis económicas y monetarias de la década de 1920. Peor, el intervencionismo -según Eucken- habría precipitado la caída de la democracia de Weimar, y lleva el riesgo de una deriva dictatorial, como lo demuestra la historia del nacionalsocialismo.

Eucken prosigue su crítica de la incoherencia de las políticas económicas que conducen a la ruina de las economías de mercado en su obra principal The foundations of economics. Para él, no fueron Hitler y los nazis quienes instauraron la economía dirigida y destrozaron la democracia, sino los gobiernos precedentes, que habrían practicado un intervencionismo errático sin ninguna coherencia. El fracaso de las políticas económicas prácticamente en el mundo entero, en la primera mitad del siglo XX, se habría debido a una falta de coordinación entre las diferentes medidas, una ignorancia de los hechos económicos y una incapacidad para evaluar el efecto de las medidas puntuales tomadas en todas direcciones y, algunas veces, en contradicción unas con respecto a otras.

El ordoliberalismo, una variante típicamente alemana del liberalismo clásico, se construye en buena medida en reacción al fenómeno de la cartelización de la economía alemana, a la extensión del intervencionismo estatal y a la inflación. Para Eucken, la expansión de los monopolios, de los oligopolios y de los carteles había destruido el funcionamiento sano del mercado (Commun, P., 2016: 295-296),6 y había conducido al Estado a intervenir bajo la dependencia de estos diferentes grupos de presión. Los individuos han buscado mejorar sus posiciones y arrancar la protección del Estado, favoreciendo un intervencionismo nuevo y desordenado de la economía, completamente contrario al buen funcionamiento del mercado. Tal privatización de los poderes públicos por los intereses particulares, individuales u organizados, habría pervertido el sistema de competencia,7 y arruinado su vocación de servir el interés común (Eucken, W., 1950: 83).8 Es decir, para Eucken los mercados competitivos manifiestan tendencias degenerativas, por lo que requieren de una corrección constante.

Su conclusión es clara:

El problema no se resolverá con sólo dejar que los sistemas económicos crezcan espontáneamente. La historia del siglo pasado ha demostrado esto con claridad. Un sistema económico tiene que ser conscientemente establecido. Los problemas concretos de la política económica -la política comercial, el crédito, los monopolios, la política fiscal, o la regulación de las quiebras- son parte del problema de cómo la economía, nacional e internacional, y sus reglas deben ser moldeadas (Eucken, W., 1950: 314).

Las políticas monetaria, social, comercial, agrícola y la fiscal; son partes de un todo, el de la política tocante al orden económico, es decir, la organización económica en su conjunto. La visión global de un todo liberal coherente encuentra pronto un nombre, no el “liberalismo”, inaudible en la época, sino el “orden” declinado bajo todos sus aspectos económicos, sociales y espirituales: orden competitivo, orden económico, orden político, orden social, orden racional y cristiano del mundo. Para Eucken, el orden liberal no es, como en Hayek, un orden espontáneo, sino un orden que hay que comprender, construir y proteger de manera activa y militante. Los ordoliberales van a tratar de demostrar que la libertad no es sinónimo de arbitrariedad y caos, sino que se encuentra en el corazón de un orden económico, político, jurídico y social. Tras la muerte en 1950 del líder de la Escuela de Friburgo, Walter Eucken, los ordoliberales, que han ampliado el círculo original de grandes autores, armonizan sus posiciones y construyen un frente común contra los proyectos de economía mixta que florecen en Alemania e inspiraron ampliamente las políticas económicas europeas al final de la guerra (Commun, P., 2016: 318). El hecho de que la Alemania federal no haya conocido una política económica keynesiana en su periodo de reconstrucción se debió a este frente ordoliberal, y constituyó una excepción notable en el mundo occidental. La multiplicación de artículos, no sólo en la revista ordo, sino en la prensa liberal suiza y alemana, así como el nombramiento de expertos para los consejos científicos en los círculos gubernamentales tuvo una influencia directa sobre los círculos políticos dirigentes al más alto nivel en la Alemania del Oeste. La trasmisión y la implementación de las ideas ordoliberales corren a cargo, con algunas excepciones, de un dirigente político clave, convencido y convertido al ordoliberalismo, a la vez negociador y comunicador “fuera de serie”: el ministro de Economía y padre del milagro económico Ludwig Erhard. Su política económica liberal tuvo, mientras sus frutos no eran todavía suficientemente tangibles para la opinión pública, necesidad del apoyo político de los ordoliberales, tanto contra el modelo comunista de la Alemania del Este, como contra el modelo keynesiano ampliamente expandido y mayoritario en la Europa de la posguerra.

Otro representante del ordoliberalismo, Frantz Böhm, lamentaba que el gobierno hiciera frente todo el tiempo a la tentación de satisfacer las demandas contradictorias de diferentes grupos de presión. Böhm trataba de demostrar que la ley, en lugar de servir al bien común, se convirtió en un instrumento de los intereses privados, y que la actividad económica, lejos de estar guiada prioritariamente por la creación de riqueza, tendía a la parálisis bajo el peso de ciertos apetitos particulares en busca de posiciones de renta, privilegios y exenciones de todo tipo (Audier, S., 2012: 417-422). El economista y jurista alemán mostraba que los contratos privados, con la bendición de la ley y del gobierno, podía conducir a eliminar sectores completos de actividad de la competencia económica (mediante aranceles, licencias restrictivas y rescates) en beneficio, no de todos los ciudadanos, sino de poderes económicos privados. Böhm constata que el principio de la libertad contractual autoriza contratos de todo tipo, incluso contratos donde las partes renuncian a su libertad de competencia. El derecho económico privado limita entonces la intervención pública, pero no los abusos del poder económico en el seno de la esfera privada. Böhm señala entonces que las concepciones del derecho público económico reposan sobre la idea de que el principio fundamental de la libertad de competencia sólo debería garantizar contra la intromisión del poder público, pero no contra las intromisiones que emanan del sector privado. De ahí la noción de “poder privado”, desarrollada por Böhm para designar una amenaza interna del mercado con respecto al principio de libre competencia, y la idea de una protección de la libertad no sólo contra el Estado, sino igualmente contra los perjuicios emanando de la esfera privada. El Estado debería ser capaz de prohibir todo abuso en detrimento de los más débiles y limitar el poder de los grupos de intereses privados (Rabault, H., 2016b:17-20; Monguachon, C., 2016: 32). Para Böhm, como también para Eucken, el gran error del viejo liberalismo del siglo XIX fue haber dejado la economía a su propio despliegue, favoreciendo así, de manera injusta y desigual, intereses particulares a costa de los intereses de todos (White, L. H., 2014: 290).9

Esta crítica del liberalismo histórico, en lugar de conducir a rechazarlo, debería -según Böhm-, buscar su refundación. Tiene la convicción de que la economía competitiva bien comprendida, además de ser eficaz, no conduce necesariamente a la anarquía, a condición de que una decisión política y jurídica dé vida a este orden competitivo y lo mantenga en funcionamiento. No es la “mano invisible” del mercado, sino más bien un cuadro institucional escogido por las autoridades públicas, el cual deberá canalizar las acciones individuales en una dirección benéfica para el bien común. Para el ordoliberalismo, la experiencia ha demostrado que la libertad de contratos se puede utilizar para abolir la competencia por medio de acuerdos de carteles, es decir, para alterar la forma del mercado y construir concentraciones de poder económico. De ahí la necesidad de una constitución económica que prohíba la concesión de privilegios por parte del gobierno, y que permita la construcción de una economía competitiva muy alejada del viejo laissez faire (Commun, P., 2016: 300). 10[.] En efecto, con el fin de salvaguardar la economía de mercado, una constitución económica se considera a semejanza de la democracia, que está protegida por una Constitución que rige el cuadro del orden político al estimar el mejor orden posible para el ciudadano. Para los ordoliberales, no hay ninguna razón para que el orden económico no sea protegido como lo es el orden político, tanto más que los dos están profundamente vinculados. El orden económico liberal es tan poco espontáneo y natural como lo es el orden político liberal. En esto se encuentra una diferencia fundamental entre los ordoliberales alemanes y el liberal austriaco Hayek. En nombre de una fidelidad a los principios iniciales del liberalismo, Grosmann-Doerth reclama que se refuerce el Estado como protector de la libertad económica. Tal es el significado de un Estado fuerte en el sentido del ordoliberalismo: un Estado capaz de imponer la competencia como regla fundamental de la economía (Rabault, H., 2016b:15-16).

El problema no se resolverá por sí mismo simplemente con dejar que el sistema económico se desarrolle de forma espontánea. Se trata de reconstruir racional y voluntaristamente la economía de mercado libre, considerada inicialmente por el liberalismo anglosajón como un orden natural. El sistema económico debería reconstruirse de manera consciente, con sus reglas a nivel nacional e internacional. Al definir los principios de un orden competitivo, Eucken distingue un principio fundamental, básico, siete principios constitutivos y cinco principios reguladores (Audier, S., 2012: 423-424). El principio jurídico constitucional básico es el de un sistema libre y eficaz de precios. Los siete principios constitutivos son:

  1. La promoción de un sistema monetario antiinflacionista, gracias a la primacía de la estabilidad del valor de la moneda y de los precios, con mercados abiertos hacia el interior y hacia el exterior,

  2. La protección de la propiedad privada, no sobre la base de una doctrina de los “derechos naturales”, sino como garantía contra el poder abusivo y teniendo en cuenta sus efectos sociales positivos,

  3. La libertad de los contratos para favorecer la cooperación económica, con la condición de no perjudicar las libertades de contratación de los otros actores;

  4. La responsabilidad económica,

  5. La constancia de la política para evitar incertidumbres,

  6. La creación de una atmósfera de confianza para los inversionistas,

  7. La interdependencia de todos los principios anteriores.

Los cinco principios reguladores compatibles con el libre mercado deben mantener la eficacia del orden competitivo, en los casos y en los dominios donde la plena competencia no puede realizarse y es necesaria una acción más directamente correctiva. Dichos principios son:

  1. Una política activa contra los monopolios que amenazan la libertad de otros actores y cristalizan formas de poder económico;

  2. Una política de ingresos, es decir, de redistribución, cuando los efectos de la competencia conduzcan a consecuencias socialmente inaceptables;

  3. Una imposición progresiva, aunque moderada, que permitiría canalizar la producción hacia la satisfacción de necesidades urgentes para la mayoría, más bien que hacia productos de lujo en beneficio de una minoría;

  4. La consideración, en la contabilidad económica, de las consecuencias externas de los estragos en el medio ambiente (destrucción de bosques, deterioro del suelo, etc.);

  5. La posibilidad, en algunos casos demasiado graves para los asalariados de establecer un salario mínimo. Finalmente, si el ordoliberalismo de Eucken defiende la propiedad privada y denuncia el intervencionismo, deja abierta la posibilidad de que el Estado controle ciertas empresas. Se puede relevar de la propiedad estatal los bosques, las minas de carbón, los bancos, con la condición de que se adapten al mercado competitivo y no entorpezcan la formación de precios debido a los subsidios.

Böhm señala que los principios que rigen la economía de cambio y la economía administrada son totalmente antinómicos, por lo que toda idea de compromiso entre los dos tipos de economía, y luego entonces de economía mixta o de tercera vía, es ilusoria. En palabras de Böhm:

No hay que ceder a la tentación de un sistema de economía mixta, mezclando economía administrada y economía de cambio, en la medida en que son profundamente incompatibles; esta experimentación estaría condenada a zozobrar relativamente rápido y definitivamente; o bien la administración central se verá forzada a suprimir completamente la libertad de los mercados, o bien los mercados libres reducirán a nada los proyectos de la administración central. Y no es seguro que en la batalla que opusiera los dos sistemas el sistema de economía de cambio saliera triunfante, si se toma en cuenta que los partidarios de una economía centralizada monopolizan por principio los puestos de poder, y son detentores después de un poder destructor (Böhm, F., citado por Commun, P., 2016: 283).

El intervencionismo es catalogado por Eucken y Böhm en el rango de elementos perturbadores, que pueden tener efectos devastadores sobre el orden económico, monetario, jurídico y más ampliamente social. El intervencionismo privado o público, que tome la forma de controles de divisas, subsidios o experimentos fiscales incoherentes, debe ser puesto al mismo nivel que los carteles o monopolios como factores perturbadores del funcionamiento de la economía de mercado. Puede luego rápidamente degenerar y transformar progresivamente una economía de cambio en una economía administrada.

Así como Eucken y Böhm encarnan bien el ordoliberalismo, Rüstow y Röpke representan el liberalismo sociológico. Aunque diferentes, los dos enfoques no son incompatibles. Tanto Rüstow como Eucken construyeron su pensamiento económico en reacción con la cartelización de la economía alemana y con los vínculos incestuosos consecutivos entre el Estado y los grupos de interés. Igualmente, Eucken y Rüstow estaban convencidos de que la grave crisis del capitalismo era imputable a los dogmas del laisser faire del capitalismo liberal, y a una cierta decadencia ética, espiritual e incluso religiosa. Sin embargo, los dos autores presentan perfiles muy diferentes: Rüstow había sido un ferviente socialista tras la guerra de 1914-1918, lo que no había sido el caso de Eucken. El enfoque de Rüstow era más bien sociológico, con una preocupación constante por la cohesión social. En el plan programático, Rüstow elaboró proyectos redistributivos, en particular con respecto a la herencia, mucho más audaces que Eucken, incluso si este no era hostil a un gravamen progresivo. Rüstow considera que el Estado no sólo debe asegurar el orden público, sino también asegurar el orden del mercado (Commun, P., 2016: 170), y para esto necesita tener una autoridad incuestionable en materia de “policía del mercado”, y ha de rechazar toda colusión con el poder productivo, lo mismo que cualquier petición que emane de los grupos de presión, como los monopolistas y los sindicatos. Cree profundamente en la existencia posible de un interés general, y se pronuncia con toda claridad en favor del bipartidismo a la inglesa, lo que permitiría, desde su punto de vista, dominar las disensiones surgidas del cabildeo o lobbying, y de los grupos de presión económica.

Rüstow, en su correspondencia con Röpke, atacaba con virulencia a Mises y Hayek, cuyo pensamiento consideraba responsable de la catástrofe económica de los años treinta. Para él, el liberalismo dogmático de Mises era una especie de paleoliberalismo que se caracterizaba por su odio a los sindicatos y sus prejuicios sociales. El viejo liberal “ultra” que era Mises le provocaba urticaria a este antiguo socialista sincero, quien además consideraba que Hayek no era muy “transparente” (Audier, S., 2012: 426). Atacando el “viejo liberalismo”, defiende el concepto de tercera vía (a la vez antiliberal y antisocialista), refiriéndose a sus propias ideas y a las de Röpke.

Rüstow es el único de los autores ordoliberales que busca definir un programa de tercera vía, que evitaría los escollos tanto del colectivismo como del capitalismo (Commun, P., 2016: 170-172). Esta tercera vía difiere mucho, sin embargo, del “planismo” propagado por los socialistas de Europa occidental, en la medida en que su fundamento es una separación estricta entre el poder económico privado y el Estado. La tercera vía ordoliberal pasa por una revolución que se despliega en el terreno del “orden”. Este terreno del orden no es primariamente de naturaleza política, sino económica, jurídica y epistemológica. Sin embargo, su objetivo, a fin de cuentas, es de naturaleza política y social, ya que apunta a permitir una política económica estabilizadora del conjunto de la sociedad. El Estado debería evitar intervenciones que trastornan el mercado permanentemente, e impiden una planificación a largo plazo y una dirección financiera sólida de las empresas. Sin embargo, el principio de no intervención del Estado en el sector de los particulares no significa un repliegue del poder público en sus funciones “reales” y de “policía de mercado”. Rüstow consideraba la coexistencia de un sector productivo y de un sector nacionalizado de bienes públicos tales como los transportes y la defensa. Los monopolios empresariales, de consorcios, si existieran, deberían ser objeto de un severo control a cargo del Estado. Desde su punto de vista, era necesario apoyar el desarrollo de un pequeño sector campesino y artesano, a cuya productividad deberían ayudar los institutos de investigación y un sistema cooperativo.

Rüstow aboga por medidas radicales de prohibición de la publicidad que, a fin de cuentas, se hace repercutir sobre el consumidor a través del aumento de precios bajo la presión de los gastos publicitarios. La reivindicación de un salario mínimo es objeto de rechazo, como prueba de un dirigismo económico. De una manera general, otorgar un ingreso mínimo debía quedar asegurado por un sistema de seguros particulares y no a través del Estado. Los subsidios al desempleo sólo debían distribuirse como productos de un seguro obligatorio para el desempleo constituido durante los periodos favorables, productivos; en las situaciones de crisis, Rüstow consideraba recurrir a obras públicas de todo tipo, a diferencia de Röpke, que las tenía por ineficaces e incluso perjudiciales. El Estado es igualmente responsable de gestionar la ayuda para recobrar el empleo, no sólo bajo la forma de asesoramiento en la búsqueda, sino también apoyando la formación y la reconversión. Rüstow atribuye al Estado un papel relativamente extenso. Se sitúa más allá del Estado liberal que se limita a asegurar el orden público y el respeto de la propiedad privada. Además de estas funciones, el Estado debe ser una especie de policía del mercado. El Estado debe asegurar el acceso de todos los actores al mercado, conminados a asumir una responsabilidad plena y entera. Más bien que desempeñar permanentemente un papel social y redistribuidor, debe suscitar, en periodo de crecimiento, la responsabilidad de los agentes económicos alentándolos a desarrollar una protección individual útil en situación de crisis. Rüstow cree firmemente en la existencia de un interés general, que define claramente como el buen funcionamiento de la economía de mercado. Es en este sentido, y sólo en este, es como el Estado puede definirse en calidad de representante del interés general.

Röpke (White, L.H. 2014: 193; Audier, S., 2012: 522, 524),11 defiende el libre mercado aun estando muy consciente de sus límites, e insiste en la primacía de los aspectos espirituales y éticos de la vida, al tiempo que explica que los más altos valores de la comunidad no tienen valor mercantil. Se trataba, para él, de moderar el mundo de la ganancia gracias a leyes, y de compensarlo con valores arraigados en un mundo paralelo al mundo económico. Considerar al “hombre económico” sólo con sus motivaciones de ganancia y poder, como un maximizador de utilidad, conduce a ignorar otras virtudes que lo motivan en sus actos económicos: alegría en la creación y la profesión, necesidad de valorizarse, perfeccionismo, sentimiento del deber, inclinación a la ayuda y al don, pasión del coleccionista de arte, etcétera (Commun, P., 2016: 357-358).

Aunque Röpke está muy familiarizado con el ordoliberalismo de Eucken y sus afinidades con la Escuela de Friburgo son reales, al igual que Rüstow le da al liberalismo alemán una fuerte orientación sociológica, filosófica e incluso religiosa. Su orientación difiere netamente de las de Mises y Hayek, y considera que una economía de mercado exige un programa económico y social importante. En su búsqueda de “una tercera vía” entre el viejo liberalismo y el socialismo, Röpke algunas veces justifica formas de intervención más importantes que las de Mises o de numerosos liberales de fines del siglo XIX y principios del XX (Audier, S., 2012: 436-444). Al analizar el callejón sin salida histórico del capitalismo, Röpke pone el acento en el error básico que constituye el “dogma de la armonía” defendido por el liberalismo. Esta “filosofía superficial”, que ha causado tantos descarríos económicos, sufrimientos sociales y estragos políticos, representó un gran papel en el descrédito y debilitamiento de las ideas liberales. Carente de una severa moral, el liberalismo se privó de todo impulso espiritual para únicamente solicitar el interés o el sentido común. Sobre todo la vulgata liberal adormeció la vigilancia y paralizó la fuerza de resistencia contra “el asalto de los intereses particulares”. El Estado, literalmente bajo asedio en permanencia por los lobbies de todo tipo, se vio obligado a aplicar una política económica oportunista, inconsistente y llena de contradicciones, en un intento de escoger como razones de interés institucional evidente, meras soluciones cómodas a costa del porvenir. Es así como, según el economista alemán, nació el proteccionismo, se desarrolló la presión fiscal excesiva y, en última instancia, la inflación. Contribuyentes, consumidores y ahorradores serían las víctimas de esta sociedad pluralista malsana. Se volvía importante regresar a más libertad, amputar tareas al Estado desmesuradamente vasto (Commun, P., 2016: 362),12 que sólo deja al individuo dinero para sus gastos menores (Röpke, W., 1961: 181-182),13 y someter la política financiera y social a reglas que respeten el interés general y un orden económico libre.

Para Röpke, el problema es saber cómo poner un freno al desarrollo del Estado-providencia, que hace que la sociedad adopte una organización jerárquica piramidal centralizadora:

El Estado-providencia es, a la vez, un proceso al cual le falta todo freno automático y que avanza con todas sus fuerzas en la misma trayectoria, siguiendo una vía en sentido único, sobre la cual es imposible o por lo menos muy difícil de ir en sentido contrario. La vía que sigue no indica más que una sola dirección, la de un desplazamiento incesante del centro de gravedad de abajo hacia arriba, de las verdaderas comunidades […] hacia el centro de la administración y de las organizaciones impersonales de masas que se encuentran a su lado. Esto significa una centralización progresiva de la decisión y de la responsabilidad, y una colectivización creciente de las condiciones de la prosperidad y del tipo de vida del individuo (Röpke, W., 1961: 187).

El problema principal que impide poner un freno a esta evolución dañina para la sociedad libre y el individuo es que los hombres comprendan que el Estado no es Santa Claus, sino el conjunto de los contribuyentes:

Muy a menudo los hombres no son conscientes, cuando se dirigen al Estado y esperan la satisfacción de sus deseos, de que tienen exigencias que no se pueden satisfacer más que a costa de los otros […] son los contribuyentes quienes, en su conjunto, deben llenar las cajas del Estado. Una demanda de dinero hecha al Estado es siempre una demanda indirecta hecha a otro cuyo impuesto contiene la suma codiciada, una simple transferencia de poder de compra que sólo el Estado negocia y su poder autoritario (Röpke, W., 1961: 189-190).

Röpke propone terminar con el “dogma de la armonía” y con toda la ortodoxia liberal que la acompaña, gracias a una concepción muy diferente del mercado y del papel de los poderes públicos. El objetivo del “tercer camino” o “tercera vía” es promover acciones de los poderes que sean “conformistas”, es decir compatibles con el mercado, y que no conduzcan, gracias a intervenciones contrarias, al colectivismo (incluyendo a la vez los regímenes nazi, fascista, soviético y la nueva teoría keynesiana). La posición de Röpke, que podría a primera vista parecer protokeynesiana, sólo lo es superficialmente. En efecto, el economista alemán se opone a las políticas expansionistas de reactivación coyuntural, como las practicadas por los gobiernos posteriores a Brüning, y en particular por los nacionalsocialistas a partir de 1933 (Commun, P., 2016: 54). El ordoliberalismo alemán se constituyó en oposición al “campo adverso” del nazismo, lo que condujo a un cierto número de autores de esta corriente, en particular a Röpke, a establecer una continuidad entre los estados totalitarios y el Estado social y keynesiano.

El Estado colectivista rebajaría al hombre, que olvidaría sus ideales de independencia y de autonomía y sólo pensaría en solicitar al Estado lo que antes obtenía de su círculo familiar, es decir, la seguridad. Exigir del Estado la seguridad era de todas maneras ilusorio, ya que el Estado le deja una parte cada vez más pequeña de su salario, del cual extrae una parte cada vez más importante para las inversiones y las guerras. Al igual que Hayek en Camino de servidumbre, Röpke se pronuncia contra el plan Beveridge, al considerar que el proyecto de seguridad social inglesa de 1942 era el más grande “sistema de aspiración y de desvío de ingresos” que jamás haya existido en los países europeos, y de una manera general contra la idea propagada por Beveridge del pleno empleo. El plan de seguridad social tendría ciertamente efectos nefastos sobre la actividad económica, provocando aumentos de costos, una baja de las capitalizaciones, un aumento desmesurado de la presión fiscal, etc. Agregar a esto, como lo hacía Beveridge, la pretensión de asegurar el pleno empleo era contranatural. Röpke consagra la mayor parte de sus estudios económicos a tratar de demostrar la ilusión económica que representaría la idea política del pleno empleo. El economista alemán dudaba que

el sistema de beneficencia para las masas, mecánico y obligatorio, fuera capaz de paliar el problema de su decadencia existencial (…) de orden material e inmaterial. El resultado sería lo que los alemanes ya habían conocido bajo Bismarck: “más seguridad social, más burocracia social, más desplazamientos de ingreso, más tickets y sellos, más contribuciones que pagar, más concentración de poder, de ingreso nacional y de responsabilidad en las manos del Estado, que ya controlaba todo, regulaba todo, con el resultado de que, sin haber resuelto ningún problema del proletariado, esto tendrá efectos destructores de centralización, de proletarización y de estatización de la clase media (Röpke, W., citado por Commun, P., 2016: 201).

La urgencia de Röpke era apoderarse del terreno ideológico de la tercera vía que los keynesianos pretendían ocupar entre el capitalismo del laisser faire y el comunismo.

La política del Estado-providencia, que suponía obligatoriamente soluciones colectivistas, no podía de ninguna manera aparecer como la tercera vía. La idea de tercera vía, vista como compromiso entre socialismo y capitalismo, no es la de los ordoliberales alemanes. Para ellos era importante ponerse a buscar esta tercera vía “entre el laissez faire y la teoría keynesiana de pleno empleo necesariamente colectivista”. Esta política de tercera vía era consciente de que

la seguridad, la estabilidad y el alto nivel de empleo solo podían alcanzarse de manera indirecta (…). La política de tercera vía hace todo para facilitar tal adaptación, y encuentra un campo de medidas conformes [al funcionamiento de la economía de mercado]; -promete a las víctimas de los ajustes coyunturales y de las rupturas de equilibrio la ayuda solidaria de la sociedad, sin romper los procesos de ajustes espontáneos; intenta resolver, atacándolos en la raíz, los grandes problemas de relación entre ahorro e inversión, interviniendo a tiempo para oponerse a los sobrecalentamientos de los boom, sin dar la ilusión de creer que todas las recesiones puedan ser completamente evitadas (…) (Röpke, W., citado por Commun, P., 2016: 214).

Las únicas intervenciones aceptables para Röpke son las vinculadas a una política monetaria contracíclica, y por lo mismo, vinculadas a la regulación de la masa monetaria y de las tasas de interés. Los gastos del Estado deberían ser obligatoriamente contrabalanceados por ingresos fiscales del mismo nivel.

El libro Civitas Humana de Röpke, publicado en 1944, aparece como un trabajo programático destinado a oponerse a los proyectos keynesianos de Estado-providencia, de reactivación coyuntural y de “pleno empleo”, que retoman, desde mediados de 1940, el terreno político de la tercera vía (Commun, P., 2016: 214-215). El Estado-providencia supondría políticas intervencionistas que se deslizarían muy rápidamente hacia la instauración de un colectivismo, a la vez liberticida y mortífero para el funcionamiento de la economía de mercado. Una doble conclusión se impone entonces: si se ha demostrado que las terceras vías keynesianas o socialistas harían derivar indefectiblemente todo el sistema liberal hacia un sistema colectivista, no hay tercera vía, vista como un compromiso entre liberalismo y socialismo. Solo hay dos sistemas posibles y claramente es necesario escoger su campo. Queda, sin embargo, el hecho de que el liberalismo debería contemplar una dimensión social. Civitas Humana subraya ampliamente que lo social es asunto de todos los actores de la sociedad: de los agentes económicos y de los ciudadanos responsables y conscientes de sus derechos y de sus deberes; de las empresas económicamente responsables inmersas en el juego de la competencia; del Estado árbitro pero también fiel a la ortodoxia presupuestal, que sigue una política contracíclica, que anticipa las crisis y las suaviza; de los contrapoderes locales cuidadosos de defender los intereses regionales y no los lobbys ni ciertas categorías sociales. A un socialismo que se afirma más liberal, Röpke opone un liberalismo social indisolublemente vinculado a un liberalismo económico. Röpke, como la mayoría de los ordoliberales, cuestiona la prioridad que se le ha dado al beneficio o a la maximización de la utilidad, de la ganancia. En efecto, para él no se trata de volver a los hombres más ricos, es necesario también volverlos más felices y mejores.

Para Röpke, el rechazo doctrinal de cualquier ayuda oficial del Estado, y la remisión de las victimas del capitalismo al equilibrio ciego de la economía de mercado, constituyen respuestas inadaptadas cuyos efectos han resultado catastróficos. En efecto, las respuestas dogmáticas y desprovistas de sensibilidad moral han tenido un papel importante y funesto en la orientación de las masas hacia el otro extremo, la “intervención conservatoria” o “en sentido contrario” al “curso normal del desarrollo”. No es demasiado insistir, según Röpke, sobre el error y la falta histórica del liberalismo dogmático, que abandonó a sus sufrimientos a las víctimas del capitalismo (artesanos, agricultores, desempleados, et al.) tratándolas de “ignorantes reaccionarios” y “egoístas”. En lugar de insultarlos, habría sido necesario ayudar a estos “débiles” que se encuentran sin ayuda ante a una desgracia que no pueden controlar solos (Audier, S., 2012: 596).14 Frente a las tragedias sociales, el economista alemán propone una “tercera solución” al dilema: ni laisser faire ni “intervención conservatoria”. Se trata de proponer una intervención de adaptación denominada convergente. En lugar de oponerse a un nuevo equilibrio gracias a subsidios, como lo hace el intervencionismo conservatorio, esta intervención de adaptación quiere activar y facilitar este equilibrio para evitar las pérdidas y las injusticias, o al menos disminuirlas. El objetivo final es el mismo, pero se alcanzará ahora con la colaboración de todos los que no han sido perjudicados, es decir, con la buena voluntad de todos, tendiendo hacia un nuevo equilibrio y sin amargura por el antiguo estado de cosas. En lugar de que la rama de producción dañada tenga que encontrar nuevas vías, como lo exigía el antiguo liberalismo, el intervencionismo de adaptación quiere contribuir al reagrupamiento indispensable gracias a planes, créditos, etc. No quiere ni cerrar el paso al curso normal de la evolución, gracias a un muro de intervención conservatoria que se desplomaría ineluctablemente tarde o temprano, ni ceder al desorden del laisser faire.

En materia de redistribución, la estrategia del “tercer camino” defiende la idea de sostener una política ambiciosa. Así, no se considera incompatible con la economía de mercado que el Estado se encargue de la “distribución de la propiedad” usando “medios coercitivos”, como la imposición para llegar a una “distribución más igualitaria” (Audier, S., 2012: 597).15 [.] Además, no existen obstáculos para que el Estado distribuya subvenciones provenientes de los impuestos para “favorecer la construcción de alojamientos obreros o canales en las comunidades montañosas”. Asimismo admite que el Estado pueda intervenir, de manera moderada, en los dominios siguientes: ingreso mínimo para las personas en edad avanzada, asistencia en caso de enfermedad y desempleo (Commun, P., 2016: 366). Por otro lado, dentro de esta “tercera vía” se acepta que el Estado administre algunas empresas, e incluso ramas enteras de la producción, y que se presente en el mercado como productor o como comerciante.

Del mismo modo, no se violan los principios de una “política conformista” cuando se promueven obras públicas, financiadas por el Estado, para hacer frente a una depresión económica. En efecto, se equivocan los que consideran que cualquier nacionalización releva de una lógica colectivista. La empresa pública se puede considerar, según Röpke, como una entidad que corresponde a las leyes fundamentales de la economía de mercado, en la medida en que el Estado la respeta en calidad de empresario, y no implementa una socialización general que suspenda completamente dicha economía. En la década de 1940, Röpke va muy lejos en el reconocimiento de la intervención del Estado en materia económica, para los casos donde se la puede percibir como legítima. Ciertamente para los servicios públicos (ferrocarril, correo, servicios de agua, gas y electricidad), nadie negará a priori la necesidad de que estas empresas estén en manos del Estado; una cuestión más delicada es la de saber si este principio debería también aplicarse a todos los monopolios naturales, y si acaso es necesario a la producción de fierro y acero, que puede ser objeto de concentraciones nefastas. Para el economista alemán, tal medida nos dejaría en el marco de una política económica conformista sin caer en el colectivismo.

Dicho de otra manera, la “tercera vía” neoliberal de Röpke reconoce la legitimidad de una inmensa red de servicios públicos, e incluso el control por parte del Estado de una parte de la actividad económica con tendencia monopolística fuerte. Así, al economista alemán le parece justificado, en ciertos casos, confiar al Estado el cuidado de competir, con sus propias empresas, el excesivo poder de algunos monopolios industriales. A pesar de lo anterior, el antisocialismo profundo de Röpke, e incluso su hostilidad al Welfare State, no deja ninguna duda. En las décadas de 1950 y 1960, la tendencia antisocialista se acentuará, sin llegar a convertirse en el alter ego de Hayek. En efecto, a pesar de sus diatribas contra el plan Beveridge y contra la planificación indicativa a la francesa, Röpke permanece convencido de la necesidad de correctivos sociales bastante importantes. Continúa por legitimar el mercado y la competencia, pero en el seno de un amplio cuadro jurídico, sociológico y moral. Su planteamiento ordoliberal lo resume muy bien en los siguientes términos: “[Nuestro programa] consiste en medidas e instituciones que dotan la competencia de un marco, unas reglas y unos mecanismos de supervisión imparcial que un sistema competitivo necesita tanto como cualquier tipo de juego o partido, si se desea evitar que degenere en una vulgar reyerta. En realidad, un verdadero sistema competitivo, equitativo y que funcione adecuadamente no puede sobrevivir sin un marco moral y jurídico racional, y sin supervisión periódica de las condiciones en que la competencia se lleva a cabo, según principios de eficiencia reales. Esto presupone una reflexión económica adecuada por parte de todos los organismos y personas responsables, y un Estado fuerte e imparcial” (Röpke, W., 1982: 188; Rabault, H., 2016b :13).16

Los conceptos de ordoliberalismo”, “liberalismo sociológico” y “economía social de mercado”, contra lo que a menudo se señala, no son equivalentes (Audier, S., 2012: 444-456). La “economía social de mercado” más cercana a la “tercera vía” de Rüstow y Röpke se distingue, a veces abiertamente, del ordoliberalismo de Eucken y Böhm. A Alfred Müller-Armack (Commun, P., 2016: 302,327),17 el gran teórico y divulgador de la economía social de mercado, el ordoliberalismo le parece centrado en exceso sobre el tema de la competencia como medio de la política socioeconómica, mientras que él desea agregarle un amplio sistema de medidas sociales compatibles con el mercado (Commun, P., 2016: 316-317).18 En un texto publicado por la revista ordo en 1948, Müller-Armack señala que la “economía social de mercado” es un régimen nuevo que opera conforme a las reglas de la economía de mercado, pero con integraciones y garantías de carácter social. Para Müller-Armack, su visión de la economía social de mercado no es reductible al concepto de neoliberalismo, entonces identificado con el ordoliberalismo. Para él, el neoliberalismo carece de una integración suficiente de la dimensión social e incluso espiritual de la vida. Según Müller-Armack, mientras que la teoría neoliberal está basada sobre todo en la técnica del orden competitivo, el principio de la economía social de mercado reposa en la idea comprensiva de un estilo que encuentra su aplicación, no sólo en el orden de la competencia, sino en toda la esfera de la vida social, tanto en la política económica como en el Estado.

Sin embargo, según Müller-Armack (Commun, P., 2016: 303, 308), bajo pretextos de protección social en “interés de los trabajadores”, el Estado toma medidas destructoras de la economía de mercado: control de precios, de rentas, contingentes, racionamientos, tarifas aduanales elevadas, manipulaciones monetarias, etc., sin olvidar la nacionalización de ramas enteras de la economía. Este intervencionismo estatal favorecería el ascenso de los colectivismos, de los movimientos de masas y de la burocracia. En esta perspectiva, habría que deshacerse de un cierto número de errores e ilusiones: la de una igualdad perfecta y de un acceso seguro al trabajo (ideal de pleno empleo); la hipótesis según la cual era posible reglamentar el salario real gracias a un socialismo de distribución o a través de manipulaciones monetarias; la idea según la cual se obtienen ventajas sociales de un bloqueo general de precios, salarios y rentas, y ventajas económicas de los monopolios ya sea de los empleadores o de los empleados (sindicatos); y esperanzas desmesuradas respecto a las nacionalizaciones o las reformas agrarias. Todos estos instrumentos dirigistas eran para él de otra época o inutilizables.

Müller-Armack precisa su visión proponiendo un concepto más exacto: “economía social de mercado”, con compensación de ingresos, lo que incluye una política impositiva, subsidios familiares y ayudas de renta para los que tienen más necesidad. Así, la economía social de mercado abre la vía a una economía, ciertamente liberal, pero con correctivos considerables en materia de justicia social y participación de los asalariados. Müller-Armack era favorable a una redistribución de ingresos a través de la imposición, con la condición de que sea moderada y no ponga en peligro las incitaciones del mercado. Convenía colmar las carencias de la economía de mercado gracias a instituciones sociales como, por ejemplo, los bancos públicos, que suplían las carencias en materia de crédito y ahorro, o también gracias a la construcción de alojamientos sociales sobre bases cooperativas; de igual modo era urgente suprimir las ayudas a las grandes empresas y favorecer a las pequeñas y las medianas. Precisando la noción de “economía social de mercado”, sus defensores afirman que la economía de mercado se vuelve social cuando sus resortes fundamentales, que son la competencia y el sistema de precios libres, están en estado de funcionamiento. Para ellos la política social no se nutre de déficit públicos, sino de excedentes presupuestales alimentados por empresas, a las que el Estado deja los medios de crecer y crear empleo (Commun, P., 2016: 385).

Como vemos, el papel del Estado en una economía social de mercado no se limita al de un “Estado guardián” (el Estado mínimo del liberalismo del laissez faire), sino más bien al de un “Estado fuerte”, lo suficiente para alejar el peligro de la desaparición de unos mercados viables provocada por el poder monopólico y la búsqueda de privilegios. Pero “Estado fuerte” no quiere decir Estado autoritario, sino un Estado capaz de hacer frente a la presión de los grupos de interés. Se trata, claro está, de una cuestión de grado, de establecer en qué medida

se debe ‘determinar’ el sistema económico. Y es una cuestión de grado hasta qué punto la forma deseada difiere del patrón esperado que surge del laissez faire. Los ordoliberales diferían entre sí en estas cuestiones -por ejemplo, Eucken quería un grado menor de transferencias de ingreso que Müller-Armack, así como con los liberales del laissez faire. El alejamiento de Eucken respecto de los principios del laissez faire puede derivarse de mayores o menores diferencias prácticas en las recomendaciones de política pública en diversos ámbitos, pero no hay duda de que Eucken defendió un Estado más activo a la hora de intervenir en la economía que un mero Estado guardián (White, L. H., 2014: 291).

Las políticas son las partes de un todo, es decir, al orden económico en su conjunto. Para los ordoliberales, y para Eucken en particular, la competencia no se puede definir o proteger con una simple legislación. Lo debe ser igualmente con reglas constitucionales. En efecto, al igual que la democracia es una construcción histórica, anclada constitucionalmente, la economía de mercado, que es su semejante en el plano económico, debe también construirse sobre la base de reglas de funcionamiento jurídicas, si es posible ancladas constitucionalmente en una constitución económica. Dicha constitución debe comprenderse como una decisión política de conjunto sobre el orden de la vida económica nacional. Esta perspectiva pone el derecho en el centro de la economía, ya que concibe la constitución económica como un orden jurídico (Rabault, H., 2016b: 22). Así que, para Eucken, la tarea de la economía política consiste en elaborar un orden constitucional que conduzca a los mejores resultados, y no en aceptar pasivamente todo lo que surge del laissez faire. Una constitución económica adecuada constituye un requisito sine qua non para el buen funcionamiento de una economía de mercado. El derecho de la competencia está colocado en el corazón de la constitución económica (Monguachon, C., 2016: 42-48).19

Mientras que, en la tradición del liberalismo clásico, la regla de derecho es vista como un medio de proteger al individuo contra toda intrusión del poder político, el ordoliberalismo apunta a salvaguardar la libertad individual contra el dominio del poder económico de las empresas privadas. Fijando el cuadro en el cual los actores económicos, persiguiendo su propio interés, contribuyen al interés general, el ordoliberalismo se separa mucho del dogma smithiano de la “mano invisible”. La elaboración de los principios económicos sobre los que debe reposar la constitución económica se inscribe, por el contrario, en un proyecto muy amplio que apunta a la edificación de un orden que -según Eucken- sea a la vez “funcional y conforme a la dignidad humana”. De este modo la filosofía ordoliberal se distingue de la que ve en el orden una ley natural, inmanente e independiente de la voluntad humana (en Hayek, el orden se descubre pero no se crea).

La historia demostró, con la experiencia de la crisis de la década de 1930, lo que podía acontecer en un sistema económico regido sólo por las fuerzas del mercado. El orden en los ordoliberales es, por el contrario, un puro producto de la acción humana. Para ellos, el cuadro jurídico no deriva del derecho natural ni de axiomas dogmáticos. Se trata de una visión constructivista de la economía, que permite subordinar ésta a los valores morales. Cuando Böhm aboga por una política de competencia capaz de disolver el poder económico, es porque la formación del poder del mercado privado viola la justicia y perturba el buen desarrollo del proceso económico (Monguachon, C., 2016: 40-41).

I. La Escuela Austriaca frente al ordoliberalismo alemán

Desde la década de 1930, de Mises y Hayek lanzaron sus dardos contra las grandes corrientes republicanas, las liberales sociales y socialistas liberales, que sentaron las bases intelectuales e ideológicas del Estado social: “Nuevo liberalismo” en Gran Bretaña (recordemos que tanto Keynes como Beveridge fueron miembros del Partido liberal), Kathedersocialisten (socialistas de cátedra) en Alemania, “solidarismo” y “socialismo republicano” en Francia, “progresismo” en Estados Unidos, etc. (Audier, S., 2012: 614). Las expresiones que horrorizaban a los dos austriacos -así como a sus adversarios comunistas- eran las del “socialismo liberal” o del “liberalismo social”, estos colectivismos enmascarados. Para ellos, se había alejado al liberalismo, escandalosamente, de su significado original por esta izquierda reformista, que se apropió del término para hacerle decir otra cosa que la mera apología del libre mercado, el rechazo del Estado-providencia y el individualismo competitivo.

La diferencia entre el ordoliberalismo y la versión del liberalismo defendida por Ludwig von Mises es considerable, y eso desde la década de 1930 (Audier, S., 2012: 460-461). En el seno de la Sociedad del Mont-Pèlerin, Mises manifestará un total rechazo por la economía social de mercado. Entre Eucken (sin embargo, más moderado en el plan social que otros alemanes) y Mises la corriente no pasará. Incluso en el plano social -redistribución y protección-, Eucken era evidentemente más abierto hacia correctivos, aunque esta apertura fuera menor que la de un Müller-Armack. Mises afirmaba que había en general muy pocas diferencias en la nebulosa alemana que, poco o mucho, justificaba a sus ojos un peligroso dirigismo vecino del socialismo. Esto lo explica claramente en La acción humana, donde fustiga las críticas intervencionistas del laisser faire y los partidarios de la “tercera vía a la alemana”: “Los doctrinarios del intervencionismo repiten en todo momento que no proyectan abolir la propiedad privada de los medios de producción, las actividades de empresario ni los intercambios de mercancía. Los partidarios también de la más reciente variante del intervencionismo [economía social de mercado] afirman abiertamente que consideran la economía de mercado como el mejor y más deseable de los sistemas de organización económica de la sociedad, y que rechazan la omnipotencia gubernamental de los socialistas. Pero, evidentemente, todos estos abogados de una política de tercer camino subrayan con el mismo vigor su rechazo del liberalismo manchesteriano y del laissez faire. Es necesario, dicen ellos, que el Estado intervenga en los fenómenos de mercado, cada vez y en cada lugar donde el ‘libre juego de las fuerzas económicas’ desemboque en situaciones que se manifiesten como ‘socialmente’ indeseables.” Sin embargo, replica Mises, “sosteniendo esta tesis, consideran evidente que es al gobierno a quien le toca decidir en cada caso particular, si tal o cual hecho económico se debe considerar reprensible desde el punto de vista ‘social’ y, en consecuencia, si la situación del mercado requiere o no del gobierno un acto especial de intervención.” Mises continúa apuntando lo que él considera las implicaciones libertarias de la tercera vía alemana: “Todos estos campeones del intervencionismo no se dan cuenta de una consecuencia de su programa: la instauración de un absoluto dominio del gobierno en todas las cuestiones económicas, que a lo largo conduce a una situación que no difiere de lo que se llama el socialismo a la alemana, modelo Hindenburg” (Mises, L. V., 1985: 761-762). En 1950, en un discurso pronunciado en el University Club of New York, advertía, con más vigor que Hayek, que una política de vía mediana conduciría ineluctablemente al socialismo, de ahí que su oposición a los compromisos y a las políticas de vía mediana sea tan inflexible.

La relación de Hayek con el ordoliberalismo fue más complicada (Audier, S., 2012: 461-475). El exalumno de Mises fue asociado desde 1948, por Eucken, al comité editorial de la revista de los ordoliberales, ordo, al lado de figuras como Röpke y Rüstow. Es también con el apoyo de Hayek como Eucken dictará un ciclo de conferencias en la London School of Economics, trágicamente interrumpido por una crisis cardiaca. Igualmente, cuando Hayek regresó de la Universidad de Chicago en 1962, pronunció su discurso inaugural en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas de la Universidad de Friburgo, donde rindió un vibrante homenaje a la obra de Eucken y al ordoliberalismo, insistiendo sobre las convergencias teóricas con su viejo amigo (White, L.H., 2014: 287, 296-297).20 [.] Los trabajos de Hayek habían tenido una cierta influencia en los ordoliberales en los años 30 y 40. Sin embargo, con el paso del tiempo su opinión será más matizada. Si bien afirmaba que Eucken era el pensador más serio en materia de filosofía social que Alemania haya conocido en cerca de un siglo, consideraba que el círculo ordo encarnaba un “liberalismo restringido”, lo que en boca de Hayek no era un cumplido. La distancia con Eucken era importante. Este último construye su teoría, durante la fase de crisis de la economía y la política alemanas, con el problema crucial que constituía para él el ascenso de los carteles o Konzerne, y los agrupamientos de intereses privados que mantenían vínculos incestuosos con el Estado. Claro está que, como Hayek, se preocupa de la presión ejercida por las masas sobre el Estado, factor muy importante del desbocamiento de las políticas dirigistas. Si Hayek se alarma durante el mismo periodo del advenimiento del nazismo, está sin embargo más preocupado, sobre todo a partir de su estancia en Inglaterra, de convencer a sus amigos y contemporáneos “socialistas” del peligro de la planificación y del Welfare State, percibidos como amenazas para el modelo liberal: son menos los agrupamientos de intereses privados, los monopolios y los carteles, comparados con el dominio mismo del Estado sobre la economía, lo que comanda su reflexión. Hayek considera que no hay “soberano económico”, es decir un centro político que tenga la visión total sobre el proceso económico, por lo que no hay planificación posible de este último. Los ordoliberales tienen preocupaciones bastante diferentes: defienden la competencia garantizada por un Estado fuerte, no sólo porque ésta es un medio de aumentar la riqueza colectiva, sino también, y sobre todo, porque limita el enorme poder de los intereses privados y otros agrupamientos empresariales que hacen del Estado su instrumento. Se necesita que la política construya un cuadro institucional apto para mantener el mercado abierto y competitivo, y ello es porque la competencia en el mercado constituye -según Böhm- el más genial instrumento para debilitar el poder.

Walter Eucken subraya los límites del Estado centralizado (Commun, P., 2016: 223). Entre los ordoliberales, es el autor que se acerca más a Hayek, y hace notar lo imposible que es para una autoridad centralizada controlar un flujo ilimitado de informaciones, y administrar autoritariamente una estructura tan compleja. En efecto, la idea del papel central atribuido a algo eventualmente tan imperfecto como es el conocimiento, es decir aquello que debe delimitar el campo de acción del individuo, esa idea será retomada e integrada por el líder del ordoliberalismo, Eucken. Todos los otros ordoliberales rechazan los excesos del Estado, pero menos por razones de imposibilidad cognitiva que por graves fracasos económicos, políticos y morales.

Las diferencias no se limitan a lo arriba expuesto. Mientras que Hayek rechaza la concepción estática del equilibrio económico, los alemanes, o al menos una parte de ellos, no la cuestionan verdaderamente, y reconducen de hecho la idea de la competencia perfecta que las autoridades públicas debían activamente promover. No menos notable es la diferencia en la manera de concebir la génesis y el papel de las reglas y las instituciones. En Hayek, en sus escritos de madurez (Derecho, legislación y libertad), las reglas no son la resultante artificial de una decisión colectiva sobre la que se ha reflexionado, de una acción voluntaria de los poderes públicos: más bien emanan de un lento proceso evolutivo de selección. Este punto marca también una diferencia sensible con el ordoliberalismo. En efecto, Eucken y Böhm rechazan tanto el fatalismo como el evolucionismo: para ellos, las reglas del juego económico apropiadas para regular el mercado son el producto de la voluntad humana, de un arte político. Su preocupación central es encontrar la estructura constitucional y el marco legal mejor adaptados para garantizar una sociedad y una economía libres. Su enfoque, desde el punto de vista hayekiano, sufre manifiestamente de un voluntarismo y un racionalismo constructivista demasiado grandes.

Otro punto de hondo desacuerdo se refiere a la cuestión de la “justicia social”. Para Eucken, la seguridad social y la justicia social son la gran cuestión del momento. El economista alemán se dice favorable a un impuesto progresivo y a formas de redistribución limitadas, mientras que Hayek fue un adversario declarado del impuesto progresivo, y de una manera general se mostró menos abierto que varios liberales alemanes a medidas redistributivas. Sobre todo, como sabemos, Hayek consagró su obra cumbre Derecho, legislación y libertad a pretender demostrar, basándose sobre su teoría del conocimiento y del mercado, la futilidad del concepto mismo de “justicia social”, al cual la mayoría de ordoliberales no renuncia. Igualmente se siente mal con el término “social” de economía social de mercado, ya que le parece una noción vaga y peligrosa que, según él, abre la vía a derivas intervencionistas.

Incluso si el pensamiento hayekiano sólo coincide parcialmente con el ordoliberal, aquel representa, en el ámbito de este último, un papel esencial (Commun, P., 2016: 224-225). La experiencia de la dictadura nacionalsocialista, y el impulso de Hayek, dieron lugar a que los ordoliberales alemanes se comprometieran políticamente en favor del orden liberal. Identificaron las condiciones económicas y financieras de un regreso duradero a una economía de mercado, y habrían de combatir en las instancias políticas, bajo el terreno de la tercera vía, de nuevo ocupada -después de los historicistas reformistas y los nacionalsocialistas-, esta vez por los socialistas keynesianos a partir de 1945. Esta tercera vía ordoliberal no es, sin embargo, como ya lo señalamos, un compromiso entre los dos sistemas antagónicos, capitalismo y comunismo, sino una variante del liberalismo humanista que se puede calificar de social, en la medida en que debe ser construido por el Estado, los actores económicos y los actores de la sociedad civil. Bajo la influencia de Hayek, los ordoliberales se comprometen claramente en la vía del liberalismo económico. Entablan un combate ideológico contra el Estado-providencia, que implicaba el planismo y el intervencionismo que -según Eucken- a partir de un cierto momento degeneraría hacia la economía planificada. La planificación y el centralismo estatal originarían a su vez la dictadura política y, luego, consecuentemente, el fin de todas las libertades.

El Estado ordoliberal no es ni un Estado confinado a tareas regalistas ni un Estado-providencia (Commun, P., 2016: 383-384). Es responsable de la estabilidad monetaria y presupuestal que fundamenta el marco de una actividad económica previsible. Es el guardián del orden competitivo, antimonopolista, incluso si delega esta tarea a una autoridad judicial independiente. Es el árbitro entre partidos que representaría el interés general. Incluso si la “escuela de la elección pública” (Buchanan) hubiera demostrado ampliamente la ilusión de un Estado en el que encarnara sólo el interés general, el ordoliberalismo y posteriormente la economía social de mercado dieron nacimiento a una noción durable de interés general, como una entidad que no es la suma de los intereses particulares, sino el producto de asociaciones diversas y múltiples entre poderes públicos, privados y la sociedad civil. La adopción de un freno al endeudamiento inscrito en la Constitución alemana sería la prueba de una sobrevivencia fuerte del espíritu ordoliberal, que asigna al Estado un papel de árbitro pero no de Estado-providencia sin límite.

II. La Escuela de Chicago frente al ordoliberalismo

No puede uno referirse -hablando estrictamente-, a una única Escuela de Chicago, que se desarrollaría desde la década de 1920 hasta finales de siglo, alrededor de un programa coherente y lineal de investigación y de acción. En efecto, habría más que matices en todos los aspectos entre sus grandes protagonistas: entre, por ejemplo, Frank Knigth y Henry C. Simons, por un lado, y, por el otro, Milton Friedman y George Stigler. La Escuela de Chicago no fue homogénea, como lo testimonia su relación ambivalente y evolutiva con respecto a la aportación del ordoliberalismo alemán (Audier, S., 2012: 457), hay que reconocerlo, hay que deshomogeneizarla.

En las décadas de 1930 y 1940, el “programa positivo para el laisser faire” de Simons suscitó el interés de Eucken: de hecho, contemplaba una parte esencial de crítica de los monopolios y las corporaciones, en la cual podría reconocerse parcialmente el ordoliberalismo alemán. Pero tras la muerte de Simons, la Escuela de Chicago con Director y Friedman al frente, abandonó hacia 1950 y 1960 las enseñanzas antimonopolistas y anticorporaciones del “programa positivo para el laisser faire”. En el fondo conservaban más el laisser faire que el “programa positivo” elaborado años antes por Simons en el contexto de la crisis de los años 30, en el que afirmó que los monopolios y las corporaciones eran un riesgo benigno para la competencia del mercado y para la vida democrática, y que en consecuencia se necesitaba, no más, sino menos regulación. El libro Capitalismo y libertad, de Milton Friedman, es un himno al capitalismo histórico y contemporáneo, donde defiende el liberalismo del laisser faire y del librecambismo en nombre de la libertad total del individuo (Guillén Romo, H., 1997: 45-72). En tanto que la escuela ordoliberal se construyó contra el callejón sin salida del laisser-faire del liberalismo manchesteriano, Friedman no vaciló en reclamarse descendiente de él, en nombre de una cierta radicalidad neoliberal. Con el paso del tiempo, acentuó sus pronunciamientos, incluso si conservó elementos del enfoque de Simons, y se mantuvo a distancia de cualquier anti estatismo absoluto, contrariamente a su hijo David Friedman. En particular, erigiéndose cada vez más en apologista del capitalismo, se apartará rápido de la obsesión antimonopolista del ordoliberalismo. Por añadidura, ni qué decir que Friedman manifestaba muy poca simpatía por el liberalismo sociológico alemán a la Rüstow y a la Röpke. Según un testimonio, consideraba que Röpke era algo como un “agrarista”, lo que viniendo de él no era un elogio. De manera más general, tanto en el plano de las proposiciones concretas (por ejemplo, el énfasis en la protección de los obreros) como de la visión de conjunto, su liberalismo extremo se situaba completamente en oposición, dentro del campo liberal, respecto del liberalismo sociológico e intervencionista de un Rüstow.

III. La Escuela Austriaca frente a la Escuela de Chicago

Las diferencias entre la Escuela Austriaca y la Escuela de Chicago no son nuevas, pero es sobre todo desde la década de 1990, bajo la influencia, en particular del libertario Murray Rothbard, como los discípulos de Mises, y a veces de Hayek, subrayan la necesidad de deshomogenizar este campo liberal que algunos -sobre todo a la izquierda- perciben como un bloque sin fallas (Audier, S., 2012: 475-489). Entre los austriacos y los estadounidenses de Chicago, con una correlación de fuerzas netamente favorable a los segundos, pudieron subsistir divergencias significativas, tanto en el plano de las políticas económicas preconizadas como, más aún, desde el punto de vista de sus preferencias metodológicas. Es este segundo punto el que trataremos, ya que está en el centro de sus diferendos.

Según el economista español Jesús Huerta de Soto, uno de los principales discípulos y divulgador de la Escuela Austriaca, existen diferencias profundas entre la Escuela Austriaca y el “paradigma neoclásico” bien representado por la Escuela de Chicago. Para esta última escuela, el punto de vista económico estaría constituido exclusivamente por el modelo de equilibrio y el principio de maximización. Muy diferente es el enfoque austriaco que, en el plano metodológico, defiende “el subjetivismo” lejos de los neoclásicos que parten del “estereotipo del individualismo metodológico (objetivista)”. Otra diferencia concierne la naturaleza de los actores de los procesos sociales: en los austriacos el análisis se centra sobre el “empresario creativo”, mientras que entre los neoclásicos de Chicago se privilegia la figura racional del “hombre económico” deshistorizado y desocializado.21 De ahí se deduce otro desacuerdo sobre la falibilidad de los actores económicos: por el lado de los austriacos, se concibe la posibilidad de cometer errores empresariales puros, que se podrían haber evitado con una mejor perspicacia empresarial, contrariamente a los economistas de Chicago, que despreciarían esta gnoseología falible. Esta diferencia se apoya en dos concepciones epistemológicas diferentes respecto de la información de que disponen los sujetos: para la escuela austriaca el conocimiento y la información son sugestivas, dispersas y cambian constantemente, lo que nutre una visión dinámica de la creatividad empresarial, lo que supone una radical distinción entre conocimiento científico (objetivo) y sugestivo (práctico); por el contrario, por el lado de los neoclásicos de Chicago, se conjetura una información total (en términos seguros y probabilísticos) de los fines y de los medios, que sea objetiva y constante, y que no distingue entre conocimiento práctico (empresarial) y conocimiento científico.

Igualmente, según Jesús Huerta de Soto, speaker del Consejo director de la smp (Securities Market Programme), mientras que para los austriacos no hay distinción entre la macroeconomía y la microeconomía, el paradigma neoclásico de Chicago se basa en un modelo de equilibrio (general o parcial) y una separación entre la macro y la micro. Las visiones de la competencia son también diferentes: proceso de competencia empresarial para la Escuela Austriaca y modelo de competencia perfecta para los neoclásicos de Chicago. Tal distancia se expresa hasta en el lenguaje privilegiado, respectivamente, por las dos escuelas: del lado austriaco, la lógica verbal (abstracta y formal) que toma en consideración el tiempo sugestivo y la creatividad humana; del lado neoclásico de Chicago, el formalismo matemático (lenguaje simbólico propio del análisis de los fenómenos atemporales y constantes). Finalmente, para las dos escuelas las posibilidades de predicción son diferentes: para la Escuela Austriaca, se trataría de una tarea fundamentalmente imposible, porque lo que va a suceder depende de un conocimiento empresarial futuro que no ha sido aún creado, mientras que para los neoclásicos de Chicago, la predicción es un objetivo que se busca de manera deliberada (Audier, S., 2012 : 475-480; 2013 : 26-27).22

Murray Rothbard, apoyándose en el conocimiento de la obra de Mises, y en su vieja amistad con el pionero austriaco, que data de la época en que asistió a su seminario en Nueva York, resumió en los siguientes términos la persistencia del diferendo que oponía a los partidarios de Mises, como él, con respecto a los partidarios de la línea de Friedman, líder de la nueva Escuela de Chicago: “Durante tres décadas tuvimos que soportar una reiteración complaciente sobre la importancia vital de las pruebas empíricas, sustentadas en deducciones hechas a partir de hipótesis, importancia que justificaba el predominio de modelos econométricos y de previsión, lo mismo que servía de excusa universal para el hecho de que una teoría fuera fundamentada en supuestos que se reconocen como falsos y extremadamente irrealistas.” Ahora bien, desde el punto de vista de la Escuela Austriaca, de la cual Rothbard se pretende el continuador, “la teoría económica neoclásica reposa en efecto, claramente, en hipótesis irrealistas cercanas al absurdo, tales como el conocimiento perfecto, la existencia continua de un equilibrio general sin beneficios, sin pérdidas y sin incertidumbre, y la acción humana concebida en los límites del uso de un cálculo que supone, él mismo, cambios infinitamente pequeños en nuestras percepciones y en nuestras elecciones” (Rothbard, M., 1989: 45-60).

Pero el rechazo de Friedman no proviene únicamente de los discípulos de la Escuela Austriaca. Los propios Mises y Hayek eran muy críticos del líder de la Escuela de Chicago. Hayek se opone a Friedman en materia de emisión monetaria, abogando por la desnacionalización de la moneda cuyo monopolio, incluso limitado por una regla monetaria, otorga al Estado el poder de generar inflación y defraudar sin restricción a los ciudadanos (Hayek, F., 1978). En el caso de Mises, según el testimonio de su editora, al final de su vida detestaba a Friedman, a quien consideraba, junto con Paul Samuelson, como uno de los más peligrosos economistas de Estados Unidos. Más específicamente, para él, Friedman no era más que un inflacionista nefasto que no comprendía nada de la cuestión de los precios, dado que insistía en la necesidad de considerar en su teoría monetarista solo agregados de niveles de precios, ignorando los efectos de los diferentes precios individuales relativos, la única cosa que contaba para Mises.

En el caso de Hayek, los desacuerdos también son importantes. Para él, la metodología positivista y cuantitativa de Friedman es bastante burda en el plano epistemológico, y deja de lado muchas cosas. Considera que es un archipositivista, para quien sólo puede formar parte de la argumentación científica lo que se puede probar empíricamente. La tesis de Hayek es que conocemos ya tal cantidad de detalles sobre la economía que la tarea consiste en ponerlos en orden. No tenemos necesidad de nueva información. La gran dificultad es digerir lo que ya sabemos. No nos volvemos más sabios gracias a una información estadística, solo si se obtienen datos sobre la situación específica del momento. Pero en el plano teórico, Hayek no cree que los estudios estadísticos conduzcan a alguna parte. Aún más, Hayek llega a sostener que el monetarismo de Friedman y el keynesianismo tienen más puntos en común entre ellos que los que tiene él mismo con uno u otro. En uno de sus textos autobiográficos, el viejo Hayek llegará a afirmar que una de las cosas que más ha lamentado en su vida científica es, no sólo no haber refutado en el momento de su aparición la Teoría general de Keynes, sino también no haber criticado los Ensayos en economía positiva de Friedman, que en cierto sentido es un libro casi tan peligroso. Si no lo hizo fue para que la Securities Market Programme (SMP) no se dividiera entre un ala hayekiana y un ala friedmaniana (Friedman, M., 1997: 196).23

Para Hayek, el mercado es una institución, un proceso de descubrimiento, y no un modelo abstracto como en Walras, Arrow o Debreu (Dostaler, G., 1998: 8-9). De la misma manera, los precios no son la solución de un sistema de ecuaciones simultáneas. El hecho de que no se pueden conocer y prever todos los precios llevará a Hayek a finalmente renunciar al concepto de equilibrio. Los precios son para él un mecanismo de transmisión de la información. Forman parte de un orden espontáneo, que permite solucionar el problema de la diáspora de la información. El precio es una señal que indica a un individuo, de manera abstracta e impersonal, lo que debe hacer y lo que debe eventualmente corregir: producir más o menos de tal o cual bien, con tal método más bien que con tal otro; consumir más o menos de tal o cual mercancía ahora o más tarde. Ningún otro mecanismo, y particularmente ninguna planificación, podrían producir este resultado con la misma eficacia, dado que se trata de millones de decisiones fundamentadas en conocimientos prácticos difusos y dispersos entre otros tantos individuos.

IV. De Milton Friedman a los “nuevos clásicos”, a la “economía generalizada”y a la “escuela de las elecciones públicas”

A Robert Lucas, Robert Barro, Thomas Sargent y Neil Wallace se los denomina los “nuevos clásicos”, debido a su voluntad afirmada de regresar a las hipótesis de racionalidad maximizadora de los agentes, y a la perfección de la información para reencontrar la neutralidad de la moneda, el equilibrio general de competencia pura y perfecta y, por encima de todo, la inutilidad del Estado. En el plan ideológico, su liberalismo confina el integrismo. Pretenden legislar a nivel macroeconómico, apoyándose exclusivamente en la conducta de los agentes a nivel microeconómico. Todos se reencuentran en sus posiciones iniciales, aunque la escuela de las anticipaciones racionales ponga más particularmente el acento en la racionalidad de los individuos, y aunque la economía de Gary Becker insista sobre la capacidad de la racionalidad económica para extenderse al conjunto de los comportamientos sociales, y la de Buchanan y Tullock insista sobre la absorción de lo político por lo económico (Passet, R., 2010: 869-884).

A partir de la segunda mitad de 1970, cuatro autores (Lucas, Barro, Sargent, Wallace) publicaron una serie de trabajos en los que retomaban una hipótesis, a priori sorprendente, formulada en 1961 por John F. Muth, según la cual los individuos más ignorantes de la economía se comportarían espontáneamente de manera siempre conforme a los cánones de la teoría establecida. Las anticipaciones racionales se formulan en oposición frontal a los múltiples esfuerzos que tienden a acercar las hipótesis de comportamiento de la teoría económica con respecto a la conducta efectiva de los agentes. Apuntan a analizar los fundamentos microeconómicos de la macroeconomía. Según la célebre crítica de Lucas, los modelos macroeconómicos fundamentados en la observación de lo real reposaban, por definición, en estadísticas referentes al pasado. Si permitían efectuar previsiones válidas en el marco estable de una política determinada, se revelaban desarmadas ante reformas estructurales que afectan las bases mismas de la política. Necesitamos para esto, según Lucas, modelos estructurales en donde los agentes se adaptan a un cambio de su entorno. Y tales modelos solo se pueden establecer si se supone que los individuos se comportan racionalmente en el sentido de Muth. A este respecto, señala Lucas, “La búsqueda del realismo de un modelo económico pervierte su utilidad potencial para pensar la realidad. Todo modelo concebido para dar respuestas claras a las preguntas que se le harán será necesariamente, y de manera irrebatible, algo artificial, abstracto e irreal” (Lucas, R., 1980). Las “anticipaciones racionales”, suplantando las “anticipaciones adaptativas”,24 supondrán que los individuos reaccionan instantáneamente, y que lo hacen con una racionalidad y una clarividencia totales: “Las anticipaciones racionales, dado que consisten en previsiones informadas sobre los sucesos por venir, son esencialmente las mismas que las previsiones que haría la teoría que se aplica” (Muth J. F., 1961). En el mismo sentido, “los agentes privados, dijo Lucas, comprenden el contexto dinámico en el cual operan, aproximativamente tan bien como los que elaboran las políticas gubernamentales”. Estos agentes interpretan correctamente las informaciones, eventualmente imperfectas, de que disponen, y son capaces de prever correctamente las consecuencias de las medidas gubernamentales: “La contribución principal de las anticipaciones racionales es que los agentes individuales cambian de reglas de decisión cuando el gobierno cambia la política económica” (Sargent, T. J., 1988: 95). Los agentes estarían dotados de una memoria que les permitiría apreciar permanentemente los efectos de las decisiones gubernamentales, y reaccionar en consecuencia. Con haber sido sorprendidos una vez les basta para extraer durablemente las enseñanzas. En el caso de una política de reactivación, por ejemplo, sea de orden presupuestal o monetario, saben de entrada lo que va a seguir y tratan de evitarlo: todo déficit presupuestal, en lugar de estimular la economía, se perderá en un ahorro inmediato de los particulares, que anticipan impuestos que se recolectarán para reembolsar los préstamos al Estado; en el caso de una reactivación a través del gasto, anticiparán el alza de precios por venir, integrándolos inmediatamente en sus comportamientos y, por un fenómeno de profecía autorrealizadora, desencadenarán la inflación que habían previsto.

A diferencia de lo que decía Friedman, sus reacciones no son progresivas sino globales e inmediatas. Es inmediatamente como el déficit presupuestal va a perderse en los meandros del atesoramiento individual. También inmediatamente el aumento del gasto público se resuelve en alza de precios, en detrimento de toda repercusión sobre las cantidades y el empleo. La reacción de los precios precede e impide la de las cantidades. Se vuelve a encontrar la neutralidad de la moneda, propia de la teoría cuantitativa, y la incapacidad del Estado para modificar los ajustes económicos reales. Las políticas económicas estarían destinadas a la ineficacia. Solo si se los toma por sorpresa, los individuos podrán dejarse engañar, pero generalmente los errores irán en todos los sentidos, y se compensarán. Además, los agentes comprenderán inmediatamente, y ya no podrán sorprenderlos. De esta instantaneidad, Lucas obtiene tres conclusiones: 1) El sistema funciona permanentemente en equilibrio óptimo, sobre todos los mercados, incluido el del trabajo; 2) Los precios se encuentran en el centro de la regulación; 3) No hay necesidad de que la información sea total y perfecta para ser tratada racionalmente. En esencia, se trata del regreso al sistema walrasiano, pero, en el último punto, con un matiz que extiende el alcance del sistema al caso de la información imperfecta: ya no se necesita un subastador, puesto que cada agente, de alguna manera, se ha vuelto uno. El modelo que se impone es el del hombre racional y calculador: “La fuerza de las anticipaciones racionales, según Sargent, es que imponen una disciplina de equilibrio general. Para estar en la medida de determinar las anticipaciones de los individuos, se necesitaba prestarles de entrada una actitud coherente” (Sargent, T. J., 1988: 95). Como vemos, según lo señaló Pierre Bourdieu, la ciencia económica confunde los puntos de vista de las gentes comunes y corrientes con el pensamiento de los teóricos. El hombre económico, tal y como lo concibe de manera tácita o explícita la ortodoxia económica, es una especie de monstruo antropológico: el teórico coloca, en la cabeza de los agentes que estudia, las consideraciones y las construcciones teóricas que debió elaborar para dar cuenta de sus prácticas. El sociólogo francés califica esta monstruosidad con expresiones contundentes: “El hombre económico es un sujeto sabio hecho hombre”, “el hombre económico es de hecho un hombre académico” (Laval, C., 2018: 197-198).

La pregunta que se plantea entonces es si, gracias a la clarividencia de los agentes, el sistema se encuentra permanentemente en situación de equilibrio óptimo, ¿de dónde vienen las crisis generadoras de depresión y subempleo? La teoría de los ciclos reales trata de responder a esta cuestión. Los modelos fundadores, como el de Lucas, afirman simplemente que estos fenómenos no tienen un origen endógeno, sino exógeno. Bajo esta perspectiva, el ciclo resultaría de respuestas racionales y óptimas de los agentes económicos, bajo dos categorías de choques que modifican la eficacia de la combinación productiva: unos, “exógenos”, como accidentes climáticos que afectan la producción agrícola o variaciones brutales de precios de las materias primas y de la energía (crisis petroleras), y aun guerras o revoluciones, y otros “reales” o “tecnológicos”, consecutivos a ganancias de productividad que repercuten en el trabajo, los salarios y el empleo. Como vemos las anticipaciones racionales nos conducen de la extra lucidez de los individuos a la inutilidad del Estado.

Gary Becker, discípulo de Milton Friedman, obtendrá en 1992 el Premio Nobel de Economía por “haber extendido el dominio del análisis microeconómico a un vasto abanico de comportamientos e interacciones humanas, incluyendo comportamientos que no competen al mercado”. Según Becker, cualquier comportamiento humano concierne a la economía, porque todo es raro y debe ser objeto de elecciones racionales. La generalización, la extensión del campo del análisis económico al conjunto de comportamientos humanos reposa, en última instancia, sobre la omnipotencia de la racionalidad económica. Cualquiera que sea el marco y el nivel en el cual interviene, el individuo se supone animado por la bella e infalible racionalidad del “hombre económico”.

Partiendo de esta concepción imperialista de la economía y reductora de lo social, Becker analiza el conjunto de comportamientos humanos. Antes que nada, la familia, institución social de base, es objeto de una teoría completa en su libro A treatise on the family (Becker, G.S.,1981). En su constitución, su organización, su funcionamiento y su disolución, obedece a leyes que buscan optimizar, bajo restricción de tiempo y de presupuesto. El fenómeno comienza con la búsqueda de la pareja ideal. Se trata de maximizar una especie de relación calidad-precio, que consiste en detectar, para cada agente, a aquel o aquella cuyas cualidades completan las suyas, de tal suerte que sus dos productividades, asociadas, sean superiores a la suma de sus productividades individuales. Así para un costo, particularmente en tiempo de búsqueda, tan bajo como sea posible. Parece ser que esto se encuentra, generalmente, en medios sociales idénticos y en círculos geográficos vecinos. Una vez encontrada la pareja ideal, viene el momento delicado de pensar en firmar un contrato de matrimonio. Más allá de los intereses estrictamente materiales, se organiza particularmente la división del trabajo dentro de la pareja. Cada uno se dedica a las tareas para las cuales la productividad es superior a la del otro. Tomando en cuenta las diferencias biológicas, la mujer se compromete a traer al mundo y educar a los hijos, a cambio de la protección y de la seguridad con las que contribuye su cónyuge.

La decisión de tener hijos se analiza como una demanda de bienes durables (Becker, G.S. Gregg. L.H., 1993). Cada recién nacido representa una fuente de costos y de satisfacciones que se extienden sobre varios años. Su número varía con el ingreso de los padres, y el suplemento del costo que representaría el nacimiento y la educación de un hijo suplementario. En esta óptica, la baja de fertilidad contemporánea se explica por varios factores, entre los cuales destacan tres: 1) los salarios reales elevados, que aumentan el valor del tiempo, y por lo mismo los costos de producción doméstica, entre los cuales está la educación de los hijos; 2) el crecimiento del costo de oportunidad del tiempo que las mujeres dedican a la educación de su progenitura, debido a que ellas desarrollan más su propio capital humano y pueden percibir ganancias superiores en el mercado de trabajo; 3) el aumento del rendimiento de la inversión intelectual conduce a hacer beneficiar al hijo con una educación más costosa. En suma, el crecimiento del costo de oportunidad del hijo marginal, resultado de este conjunto de factores, conduciría la pareja a limitar su descendencia.

Por lo que toca al “rendimiento”, el “altruismo” de los padres da qué pensar: estos solo invertirían abundantemente en sus hijos para poder beneficiarse de su asistencia en el momento de la vejez. Según, Becker, la productividad de esta inversión sería superior a las de las cajas de jubilación. Para incrementar la probabilidad de no ser abandonados, los padres inculcarían a su descendencia el sentido del deber vinculado al amor filial. Debilitado este vínculo, la protección social proveniente del Estado contribuiría a la disolución de la familia.

Las cosas algunas veces terminan tristemente. El divorcio, como el matrimonio, se supone que depende del ingreso de los cónyuges, tanto en el interior como en el exterior de la familia. De una manera general, el hecho de que las familias ricas se divorcian menos que las otras se explicaría por el aumento del costo de las rupturas, en función del monto de los ingresos. Por el contrario, el aumento del salario de las mujeres en el mercado de trabajo, y el que se otorgue ayudas a las madres solteras actuaría en el sentido de aumentar la tasa de rupturas.

Becker llega hasta proponer un enfoque de la delincuencia en términos de un estricto cálculo económico. En 1968, en un artículo (Becker, G.S., 1968), intenta demostrar que la tasa de infracciones depende de las perspectivas de ganancias que se ofrecen al infractor comparadas con la dureza de las penas ponderadas por el riesgo de ser atrapado. Su teoría supone que todos los criminales actúan racionalmente:

Una persona comete un delito si la utilidad que espera de cometerlo es superior a la que obtendría utilizando su tiempo y sus otros recursos en otras actividades […] Este enfoque implica que existe una función que vincula el número de delitos cometidos por un individuo, y su probabilidad de ser reconocido como culpable, […] con la sanción prevista y con otras variables como el ingreso que espera de las actividades legales o ilegales, y con su voluntad de cometer un acto ilegal (Becker, G.S./Landes, W.M., 1974).

Como dice el refrán popular: “El miedo de la policía”. Vista desde el lado de los poderes públicos dicha concepción conduce a favorecer la represión, a primera vista más simple y menos costosa, más bien que a la prevención, que parece más onerosa, más compleja para implementar y con efectos que se extienden en el tiempo (Passet, R., 2010: 876-877).

La novedad del enfoque de Becker reside en la idea según la cual es posible considerar que la subjetividad humana se sustrae de la lógica de la acumulación capitalista, y esto gracias al concepto central de “capital humano” propuesto por Theodore Schultz y Becker (Laval, C., 2018: 54-55). Estos últimos ya no consideran al trabajador como objeto de una oferta y una demanda, sino como un sujeto económico activo que realiza elecciones entre fines alternativos. Al trabajador se lo identifica con un capital de competencias que le reporta flujos de ingresos. Los jóvenes estudian, no porque tengan curiosidad o un deseo de aprendizaje, sino porque calculan que tendrán por delante muchos años para rentabilizar su inversión. Subjetivamente, el individuo ya no se asimila a una fuerza de trabajo con un precio en un mercado, como era el caso con Marx, sino que se incorpora a una empresa que debe ser administrada según una racionalidad especifica. O para ser más precisos, el trabajador ya no es una fuerza de trabajo por vender, sino un capital de capacidades que se debe administrar según una lógica de maximización del resultado de sus inversiones.

La novedad radica entonces en la concepción del individuo como empresa o, mejor aún, como empresario de sí mismo. Lo que permite una extensión considerable del análisis microeconómico al conjunto de los comportamientos humanos. En efecto, el sujeto de Becker es conducido a identificarse con una empresa que se comporta según los imperativos de maximización de las inversiones en todos los dominios de la existencia: el consumo, la educación, la salud, el amor, el matrimonio, la inmigración, la fecundidad, la criminalidad, etc. Todas las actividades y todas las instituciones, como la familia, son asimilables al funcionamiento de una empresa que combina insumos raros (tiempo) y costosos (compras) para la producción de productos o outputs específicos. A este respecto uno de los divulgadores de los trabajos de Becker en Francia señala que su originalidad “se fundamenta sobre la idea que ciertos problemas, como la educación y la salud, no se deben considerar como simples consumos análogos a la compra de un cepillo de dientes o un automóvil, sino como actos económicos que implican, de parte de las familias o de los individuos, un cálculo de inversión” (Lepage. H., 1978: 22). No sólo la racionalidad de la conducta es absolutamente universal, sino que todo cálculo individual es un cálculo racional de inversión que integra, en particular, el arbitraje entre satisfacciones inmediatas y satisfacciones futuras, de tal suerte que lo que parece irracional -como aceptar un salario más bajo- saca a flote una racionalidad más elaborada que no se comprende siempre inmediatamente, pero que reposa sobre el desarrollo anticipado de las oportunidades de aumentar su capital. La tentación de “exportar”, fuera del campo económico, la racionalidad del hombre económico es la expresión de la desmesura de los economistas que creen poder dar cuenta de todos los comportamientos humanos gracias a su modelización.

La redefinición del “hombre económico” como “capital humano” y como “empresa”, propuesta por Becker, es así el correlativo de una acción sobre el medio apoyada por los neoliberales alemanes bajo el nombre de “política de sociedad”. Esta política consiste en actuar sobre el medio ambiente social con el fin de orientar la conducta de los individuos. El individuo está sumergido en un mundo que se debe proteger y transformar, cuando es necesario para el funcionamiento de la economía de mercado. Este individuo debe ser colocado ante elecciones alternativas, como, por ejemplo, el desempleado que debe arbitrar entre trabajo y ocio, un empresario entre inversiones, una familia entre establecimientos escolares o clínicas, etc. Más precisamente, el medio competitivo, conducirá al individuo a actuar como una “empresa”, y realizar elecciones para alcanzar un máximo de satisfacción. Gobernar, siguiendo los preceptos de Becker, es actuar sobre el medio de tal suerte que el individuo evolucione allí respondiendo a las incitaciones que dicho medio produce, en el sentido de un crecimiento de su capital. En el interior de un cierto espacio de reglas y de incitaciones, el individuo es perfectamente libre de actuar como se le antoja, de manifestar todas sus preferencias y, sobre todo, de “capitalizar” sus propios recursos.

El medio que despliega mejor las incitaciones a la capitalización no es otro que el mercado competitivo. La política ultraliberal, que consiste en crear y mantener un orden competitivo donde los individuos actuarán y deberán adaptarse funcionando como empresas, es decir, como unidades de capitalización privada. El mercado ya no es un dato natural, sobre el que no puede actuar el individuo, ya no es un “medio natural”, es un espacio normativo que una política económica y una acción legisladora permiten crear, mantener, corregir y extender. En estas condiciones, “el hombre económico” es el que se adapta a la realidad para maximizar sus ganancias. Por un lado, el ordoliberalismo apunta explícitamente al acondicionamiento de un mercado en el que el sujeto económico deberá adaptarse. Por el otro, el ultraliberalismo de Becker considera que “el hombre económico” tiene una capacidad de adaptación y de reacción que se supone “racional” con respecto a las “variables del mercado”. Si el sujeto se plantea así, como totalmente económico en todas sus elecciones, se tiene entonces todo el derecho de extender el mercado a múltiples dominios, como la educación, la droga, la justicia, la religión, etc., en un enfoque de economía generalizada que absorbe lo social en el seno de la economía.

Así, aunque el neoliberalismo alemán y el ultraliberalismo estadounidense a la Becker parecen corrientes heterogéneas, Foucault demostró la relación entre una “acción sobre el contexto”, fundamentada en la implementación de un cuadro competitivo y una subjetivación individual que remite al funcionamiento de la empresa. Construcción juridicopolítica de la competencia por un lado, individuo-empresa comprometido en un proceso de auto valorización, por el otro. En este marco, la extensión de la intervención gubernamental no requiere la multiplicación de “ventanillas” y “cajas” del Estado social, sino responsabilizar al individuo frente a los diversos riesgos de la vida. Constituyéndose como una “empresa en sí”, el individuo no necesita de ayudas y subsidios. Le bastará con reaccionar en el momento oportuno a los movimientos oscilatorios del mercado (Laval, C., 2018: 63-65).25 El mercado resuelve todos los problemas, ya que es la solución más eficiente, y la economía se reduce a una “teoría de la elección” que permite explicar todo. Aunado a lo anterior, se desarrolla una “cultura empresarial” completamente opuesta a la “cultura de la dependencia”, que promovería el Estado del Bienestar.

En 1962, James Buchanan y Gordon Tullock publican el libro fundador de la teoría de las elecciones públicas, en el cual trasladan los preceptos de la microeconomía individualista a los comportamientos políticos de las sociedades democráticas. Según ellos, en un sistema democrático, el ciudadano, el responsable político o el funcionario no son más que individuos racionales, egoístas, buscando, como los otros, maximizar sus utilidades. En el momento de las elecciones, el ciudadano escoge su representante considerando las ventajas y costos que parecen comportar para él los diferentes programas. Optando por el que le parece más favorable a sus intereses personales participa en la formación de una demanda racional de bienes colectivos. Esta racionalidad se refiere entonces solamente a los intereses individuales, independientemente de toda finalidad colectiva o social: la utilidad social se reduce a la suma de las utilidades individuales. Además, el político, el funcionario o el burócrata buscan maximizar sus propias utilidades. Estas se definen en términos un poco más complejos que el simple monto del ingreso: entran también consideraciones de responsabilidad, de ventajas para la colectividad, prestigio o poder, etc., sin olvidar el objetivo primordial de su propia relección o de carrera. Para esto, el político debe buscar seducir al máximo de electores sirviéndose de los recursos públicos, o incluso haciendo promesas irrealizables.

Así, para la Escuela de la Elección Pública, los datos del juego democrático se deducen del interés individual de los electores y de los candidatos, con lo que se asiste a la absorción de lo político por lo económico y al descrédito de la actividad pública, con lo que toda política se vuelve sospechosa, o un simple negocio de políticos que se sirven del Estado para su beneficio individual o de sus allegados.26

V. La Escuela Austriaca y la Escuela de Chicago frente a los libertarios

David Friedman, miembro destacado de la corriente libertaria, señala que

la idea central de los libertarios es que se debe dejar a las gentes llevar su propia vida como se les antoje. Rechazamos totalmente la idea de que sea necesario proteger a las gentes por la fuerza. Una sociedad libertaria no tendría leyes contra la droga, el juego, la pornografía ni tampoco cinturón de seguridad obligatorio. Rechazamos también la idea de que las gentes tendrían un derecho que hacer valer sobre los otros, fuera del de dejarlos en paz. Una sociedad libertaria no tendría ningún sistema de asistencia ni de seguridad social. Las gentes que desearan ayudar a los otros lo harían por su propio consentimiento, por medio de la caridad privada en lugar de utilizar el dinero arrancado por la fuerza a los contribuyentes. Los que desearan asegurar una pensión de jubilación lo harían por medio de un seguro privado (Friedman, D., 1992:1).

Esta radicalidad estadounidense solo representa la acentuación de una “línea de pendiente” de todos los gobiernos neoliberales y ultraliberales que favorecen el ahorro privado, la individualización de la protección social, las técnicas de capitalización en detrimento de los mecanismos de redistribución entre grupos sociales. Sobre todo Friedman apunta una dimensión capital del pensamiento libertario, indisociable de estas exigencias, a saber, el apego a la soberanía absoluta del individuo sobre sí mismo y sobre su propiedad:

Si se considera que cada uno es propietario de su propio cuerpo, y que puede adquirir la propiedad de otras cosas creándolas, u obteniendo la transferencia de esta propiedad a su nombre por otro propietario, se vuelve entonces posible, al menos de manera formal, definir ‘ser dejado en paz’ o lo contrario ‘ser víctima de la violencia’(Friedman, D., 1992:2). 27

Claro está que no todas las visiones libertarias pueden superponerse con respecto a la cuestión de la propiedad o del papel del Estado, y además movilizan, a menudo, paradigmas filosóficos diferentes. Pero la radicalidad propietaria y el antiestatismo libertario es generalmente tal que, en comparación, el liberalismo de Hayek, parece de una relativa prudencia (Audier, S., 2012: 544-556).

Hayek flirteaba con las tesis libertarias, pero no las aprobaba completamente. De hecho, en el fondo la crítica de los libertarios contra el Estado era diferente. En efecto, Hayek no fundamentaba su alegato, en favor de una bastante estricta limitación impuesta al poder estatal, sobre un juicio moral o político referente al mal absoluto encarnado por el Estado, a la manera de Murray Rothbard, discípulo de Mises. Su argumento apuntaba más a la ineficacia del Estado, resultado de los límites de la razón humana (Dostaler, G., 1998: 10-12). Una vez más, son sus trabajos en materia de psicología y epistemología los que determinan parcialmente su enfoque, mientras que muchos libertarios veían en el Estado una fuerza ilegítima y usurpadora en sí, que atenta necesariamente contra la libertad de los individuos (Simonnot, P., 2013). Para ellos, el enemigo es el Estado, que ha sabido durante siglos movilizar toda una maquinaria de propaganda para inducir, con ayuda de los intelectuales, una “falsa conciencia” entre los explotados, es decir los net taxes-payers (los que pagan más al Estado que lo que reciben de él). El enemigo, es toda esta élite que recibe del Estado más de lo que le paga (los net-taxes consumers): intelectuales, hombres de negocios y sindicalistas, que viven más o menos a costa del Estado.

Este antiestatismo radical explica también que una parte de los libertarios, en particular los que se reclamaban de Mises, hayan a menudo atacado a Milton Friedman con virulencia. Para comenzar tienen una interpretación muy diferente del crac gigantesco de 1929. Así, Rothbard en su libro America’s Great Depression, intenta demostrar que dicho crac no se debe a un fracaso del mercado, como señalaba Keynes, ni incluso a un error de maniobra del Banco Central de Estado Unidos, como lo pretendía Friedman, tesis con la que este último pretendió destronar a Keynes y asentar su reputación convirtiéndose en el líder de la Escuela de Chicago. Para Rothbard, la crisis de 1929 se produjo simplemente por un exceso de intervención del Estado a lo largo de la década de 1920. Fuera de esta crítica concerniente al origen de la Gran Crisis de los treinta, los libertarios consideraban que el economista de Chicago estaba equivocado, por el hecho de utilizar modelos de equilibrio neoclásicos que juzgaban superados. Además de que algunos otros libertarios le reprochaban no preconizar el regreso al gold standard (punto de particular importancia para Rothbard), su crítica apuntaba también a su defensa de los bancos centrales y a su rechazo de terminar totalmente con el Estado.

Las relaciones de Hayek con los libertarios eran ambivalentes, en evolución, y susceptibles de interpretaciones diversas. A Hayek no le gustaba la palabra libertario y sus connotaciones anarquistas. El anarquismo es para él una variante del totalitarismo. Contrariamente a los anarquistas y a los anarcocapitalistas, atribuye un lugar importante al Estado en su sistema. Aunque limitado por la regla de derecho, el Estado no dispone menos del monopolio de la coerción. Enmarca el orden espontáneo que requiere un cuadro jurídico. La policía, el ejército y la justicia privadas, preconizadas por David Friedman y los anarcocapitalistas, son inconcebibles para Hayek. Sin embargo, más allá de los desacuerdos profundos, particularmente sobre el papel del Estado y sobre la importancia de las tradiciones, Hayek manifestaba una cierta apertura a este polo extremista, incluso si estaba más alejado que Mises, tanto en el plano filosófico como personal. Por su parte, la desconfianza de los libertarios en relación con las ideas de Hayek era tal que lo consideraban como “casi un socialista”. Esto porque, en Camino de servidumbre, autorizaba un salario mínimo y una reducción de las horas de trabajo; en La Constitución de la libertad no consideraba atentatoria contra la libertad, al menos en su principio, toda restricción fiscal; y en Derecho, legislación y libertad no suprimirá toda legitimidad al papel del Estado y a los poderes públicos en materia de “bienes colectivos”. A este respecto, Rothbard, quien frecuentó a la mayoría de libertarios que gravitaban alrededor de la smp, enumera con horror una lista interminable de todas las intervenciones del Estado que Hayek, si no legitima, al menos autoriza en el dominio fiscal, de la protección social y de los servicios públicos. Como lo resumirá en su tratado libertario de 1982, La ética de la libertad, “Hayek avala una larga lista de actividades éticas que violan manifiestamente los derechos y las libertades de los ciudadanos individuales” (Rothbard, M.,1991: 304), razón por la cual los amigos libertarios de Rothbard lo considerarán, como acabamos de señalar, un cuasisocialista.

VI. Hacia un balance general de los enfoques liberales

Incluso si se está en desacuerdo con sus concepciones económicas, hay que reconocer la cultura de Hayek y el rigor con el cual plantea, a lo largo de su análisis de la evolución general, los principios que constituyen la piedra angular de su monumento económico (Passet, R., 2010: 854-855). Sabe desbaratar los arrecifes contra los que tropezaba la economía neoclásica: una economía pura y perfecta, un hombre económico autónomo, racional, maximizador y que conoce, gracias al subastador, todos los datos del mercado, el mito del equilibrio general… Cuánto más cercano a lo real nos parece su individuo imperfecto, limitado en su información, que ignora las consecuencias de sus actos, que descubre su vía por aproximaciones; el mercado concebido como un procedimiento exploratorio; la ausencia de subastador desde ahora inútil…

No obstante, permanecemos con un sentimiento de insatisfacción frente al enfoque Hayekiano. ¿Cuál es ese mundo únicamente constituido de individuos encerrados en su burbuja personal, que reaccionan siempre aisladamente y que ignoran los fenómenos de masa, individuos que como el hombre económico que no se coaligan, ignoran la correlación de fuerzas, en un mundo donde la sociedad no existe, donde los únicos valores a los cuales uno puede referirse son los mercantiles, donde la justicia social solo es una peligrosa utopía, donde se sustrae el privilegio de la creación monetaria a la vigilancia del Estado para confiarlo al banquero privado? La gran sociedad de Hayek es, a su manera, tan irreal como la sociedad pura y perfecta de la economía neoclásica.

Mirando atentamente, no hay uno solo de los enfoques examinados que no comporte una parte de verdad, de la cual se puede extraer una aparente verificación experimental, aunque el riesgo es grande de confundir esto con una confirmación (Passet, R., 2010: 891-895). Es indiscutible que los agentes no son totalmente amnésicos, y que sus reacciones anticipadas pueden contrariar las políticas gubernamentales; que el comportamiento de los políticos y las elecciones de los electores no son totalmente independientes de sus intereses personales o del atractivo del poder; que la importancia del incentivo, comparado con el riesgo y la dureza de las penas previstas influencia las decisiones de los granujas, etc. No hay nada más legítimo que preocuparse por poner en evidencia estas relaciones, evaluarlas, tratar de sacar a luz la parte de racionalidad económica y apreciar las consecuencias. La voluntad de explorar lo que se disimula bajo la masa compacta de agregados está perfectamente fundamentada. Es normal buscar las raíces microeconómicas de la macroeconomía, cuando esta manera de proceder no conduce a una simple confusión de planos. Keynes mismo no hacía otra cosa cuando se interesaba por definir los fundamentos psicológicos de las diferentes propensiones. Pero poner en evidencia relaciones es una cosa y reducir todo a estas últimas es otra: afirmar la legitimidad de la microeconomía no justifica que este se convierta en el único nivel de análisis. Decir que los factores económicos influencian las decisiones sociales no autoriza a reducir estas a aquellos; si bien hay una parte de cálculo en la delincuencia, reducirla a un análisis de costos/beneficios, ocultando el papel de los valores y de la moral en los comportamientos humanos, es completamente absurdo y se puede decir lo mismo de todos los dominios examinados. El pecado de los ultraliberales no es afirmar la parte de economía que hay en cualquier cosa sino -tomando algunas veces las precauciones verbales de costumbre-, eso es reducir todo, de hecho, a esta parte. Esto es lo que René Passet ha calificado como el pecado de reduccionismo. Su pretendida nueva macroeconomía, en la medida en que se resume en una simple proyección a nivel global de la lógica micro, continúa siendo, a pesar de todos sus disfraces, una pura microeconomía.

Este reduccionismo no es inocente. No es casualidad que la creación y el funcionamiento de la Sociedad del Mont-Pèlerin de Hayek se beneficiaran del apoyo de los medios empresariales creando centros de estudio y de documentación, empresas de asesoría, fundaciones dedicadas a promover las ideas neoliberales. Desde el momento en que se abordan las cuestiones de política económica -de los ordoliberales a los anarcocapitalistas, pasando por Hayek, Friedman, los teóricos de las “anticipaciones racionales”, Becker y Buchanan-, el acuerdo se establece a través de un cuerpo de ideas que se reencuentran en el Consenso de Washington. Esto, a pesar de las diferencias teóricas fundamentales entre las diferentes escuelas, como, por ejemplo, la que opone Hayek a Lucas con respecto al lugar de la racionalidad en los comportamientos individuales.

Finalmente, como señala Passet, no hay que olvidar la eficacia de que hizo prueba la planificación indicativa e incitativa francesa de la posguerra:

El plan de reconstrucción implementado en 1947 conciliaba el imperativo de los objetivos asignados a seis sectores ‘de base’, con la libertad de elecciones individuales en todos los otros dominios. Estos objetivos eran definidos por las ‘comisiones del Plan’, donde estaban representadas todas las fuerzas vivas de la Nación (representantes del Estado, sindicatos obreros y patronales, expertos, docentes, et al.). El éxito de este plan es innegable; ¿Estaríamos seguros de que solo la libertad mercantil habría asegurado las infraestructuras, la energía, las comunicaciones, la prioridad sobre la cual reposó el éxito del conjunto? ¿Se osaría pensar [en línea de Hayek y los ordoliberales] que este plan llevaría más a la dictadura que a confortar la democracia? (Passet, R., 2010: 854).

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1Lo menos que se puede decir es que la actitud de Erhard durante la guerra fue ambigua. En tanto que en 1939 publica una apreciación detallada de la política económica de aquella época, en la cual aprueba la política tarifaria del Estado nazi y se pronuncia contra la formación de precios por el libre juego del mercado, en el verano de 1943 se une a un grupo de trabajo creado bajo el impulso de la industria alemana en colaboración con el Ministerio de Economía, deseoso de suscitar una reflexión sobre el orden económico que habría que instaurar después de la guerra. Se trataba de un círculo de estudios que estaba en relación con los resistentes surgidos de los círculos liberales conservadores, que prepararon el terreno para una reconstrucción económica y política de Alemania después de 1945 (énfasis míos).

2“En todos los casos, el mercado es el lugar de la libre competencia, es un factor de estabilización económica y social, ¡no un factor de desorden! Esto con la condición de que el Estado vigile que no se desarrollen privilegios sociales o monopolios artificiales, y que el juego de la oferta y la demanda quede libre. Es falso creer que la administración planificadora y reguladora asegure mejor la voluntad económica de la sociedad que el mercado libre, cuyos movimientos se registran con cambios de precios. Si estos cambios de precios son reprimidos por el poder público, lo que es un error de graves consecuencias, continuarán alimentándose para finalmente explotar más tarde con una violencia multiplicada” (traducción mía).

3La noción de ordoliberalismo fue más utilizada por los investigadores que por los políticos, que prefieren pronto la idea políticamente más redituable de economía social de mercado. A menudo se identifica, abusivamente, el ordoliberalismo con la economía social de mercado. Ahora bien, esta forma económica expresa un consenso amplio en Alemania, que engloba a socialdemócratas y conservadores. Si los ordoliberales pudieron contribuir a la economía social de mercado, ello ha sido en puntos precisos como el derecho de la competencia o la teoría monetaria. Además, con frecuencia se presenta el ordoliberalismo como la ideología que justifica un orden económico. Esto es desconocer la dimensión crítica del enfoque. Los ordoliberales se mostraron severos, por ejemplo, con respecto a las insuficiencias de la Constitución Alemana, la Ley fundamental de 1949. Así es que se tiende a ver en el ordoliberalismo la legitimación teórica de un sistema al cual no puede identificarse exactamente.

4“Los ordoliberales trataron de entender el colapso de la República alemana de Weimar (1919-1933), tras la Primera Guerra Mundial, y el posterior ascenso del nazismo, con objeto de encontrar medidas constitucionales que impidieran su repetición. El ordoliberalismo apuntó dos razones para el hundimiento de Weimar. La primera fue la hiperinflación alemana de la década de 1920 [...] La segunda razón [...] fue la existencia de cárteles industriales, acuerdos legales entre las principales empresas que anulaban toda competencia.”

5Se opuso valientemente a los intentos de Martin Heidegger, el rector de la Universidad de Friburgo, de expulsar a los judíos de la universidad y de nazificarla. En efecto, en 1934 en la Universidad de Heidelberg, un funcionario del partido nazi pronunció un virulento discurso denunciando la ciencia económica que designaba como “judía”. Un solo profesor osó ponerse de pie para manifestar su desacuerdo, era Walter Eucken. Un testigo de la escena cuenta: “Todos estaban sentados, la cabeza baja, y escuchaban silenciosamente. Entonces un hombre se levantó y dijo: ‘Protesto, protesto’ y agitó los puños para manifestar su des- acuerdo. Este hombre valeroso era Walter Eucken.” Durante la Segunda Guerra Mundial, Eucken participó en un grupo de discusión antinazi, y fue interrogado varias veces por la Gestapo, la cual lo amenazó con torturarlo. A la pregunta “¿Por quién ha votado hasta ahora?”, respondió “Nunca por el nacionalsocialismo”. Los futuros ordoliberales, que no fueron forzados a la emigración como Eucken, y los juristas Franz Böhm y Hans Grossmann-Doerth (oficial en el frente del Este, quien murió en 1944 en un hospital militar de las heridas recibidas durante un ataque aéreo), entre otros, van a proseguir su trabajo alrededor del epicentro de la Universidad de Friburgo. Se mueven en un terreno muy resbaladizo, en el margen de la aceptabilidad por parte del régimen nazi, participando en diferentes círculos de trabajo, entre apariencia de colaboración, resistencia y oposición constructiva al régimen. Eucken, dejando de lado una perquisición en su domicilio y los interrogatorios de la Gestapo, nunca fue verdaderamente molestado por los nazis. Aunque hay que hacer notar que la Universidad de Friburgo tenía una particularidad en el sistema universitario alemán: siempre rechazó colectivamente introducir el modo de gobierno autoritario que imponía la depuración racial e ideológica y obligaba a vigilar la aplicación de contenidos pedagógicos nazis en las diferentes disciplinas.

6Independientemente del hecho de saber si una empresa es privada o pública, mientras más grande sea (en el caso de los grandes grupos, de los monopolios y, todavía peor, de las empresas nacionalizadas que imponen una colusión del poder público y privado) más se reduce el campo de la competencia, que es la única que garantiza la libertad de elección en el mercado de los bienes de consumo y del empleo. Solo la competencia, que permite la multiplicación y la variedad de los productores diferentes y de las empresas proveedoras de empleos, asegura, tanto al consumidor como al empleado, que pueden poner en competencia a empleadores potenciales, asegura la libertad de elección. La gran empresa que deriva hacia el monopolio, y después hacia la alianza con los poderes públicos, ya no garantiza al actor económico una esfera de libertad y de autodeterminación suficiente. La necesidad de la mesura marca igualmente el orden euckeniano. En el plano losó co, el monopolio sólo es la expresión económica de esta inclinación egoísta y dominadora, destructora del frágil equilibrio social entre las diversas voluntades. Hay que combatirlo y controlarlo, si se quiere que el frágil equilibrio antagonista entre las diferentes inclinaciones individuales se mantenga, y no se vuelva la presa de seres naturalmente tiránicos y sedientos de poder.

7Entre las prácticas nocivas que perjudicaban la competencia, Eucker incluía no únicamente los acuerdos de fijación de precios, sino también el hecho de cobrar precios diferentes o el rechazar el trato con algunas otras empresas. Eucken proponía reglas para prohibir estas prácticas. En este punto los ordoliberales discrepaban de los defensores del laissez faire, que consideraban que dichas prácticas eran parte de la naturaleza competitiva, y argüían que si no mediaba violencia ni delito terminarían desapareciendo.

8“La propiedad privada y la libertad de contratación y la competencia son los principios bajo los que se constituye el sistema económico [...] Los economistas clásicos [...] pensaban y confiaban en que un simple sistema de libertad natural, como [Adam] Smith explicó podía dar lugar a una economía competitiva y ordenada [...] En realidad, los sistemas económicos existentes [...] se alejan cada vez mas de estos principios. Cada vez más, por ejemplo, la ‘libertad de contratación’ se utiliza para suprimir la competencia por medio de acuerdos entre empresas [...] ‘El simple sistema de libertad natural’, contrariamente a lo esperado, no produce un orden competitivo”.

9Los ordoliberales insistieron en “que su programa no era de laissez faire, que Franz Böhm define [según Jan Tumlir] como ‘un enfoque de la política legal en el que se garantiza la vigencia de todos los contratos, incluidos aquellos destinados a reducir o eliminar la competencia’, tales como los acuerdos de fijación de precios o el establecimiento de cárteles entre empresas. En general, la doctrina del laissez faire sostiene que sólo se necesita un marco mínimo para garantizar que lo que surge de forma espontánea en la economía de mercado sea beneficioso. El marco mínimo es un conjunto de normas jurídicas que definen claramente los derechos personales y patrimoniales, al tiempo que prohíbe la coacción, el robo y el fraude, con los apropiados mecanismos de aplicación para garantizar que cada transacción de la que surgen las instituciones es voluntaria y, por lo tanto, mutuamente beneficiosa”.

10La Escuela de Friburgo buscó definir los fundamentos teóricos de una constitución económica que sea capaz de obstaculizar el crecimiento incontrolado de todo poder económico y político. Originalmente confiados en el poder ordenador del Estado, los miembros de la Escuela de Friburgo (Miksch, Böhm y Lutz) evolucionan, sin embargo, hacia una desconfianza creciente con respecto a la intervención estatal. Se pronuncian entonces en favor de reformas jurídicas y de dispositivos más incitativos que represivos, preservando la asignación óptima de recursos. Pre figuran el programa de investigación constitucionalista de la Escuela de la Elección Pública, que busca definir los límites explícitos que se deben oponer a un Estado que deriva hacia un intervencionismo excesivo y sistemático.

11Vale la pena recordar que Röpke fue uno de los universitarios alemanes más valerosos en su tiempo, y que llegó incluso a criticar abiertamente el nazismo: “En la primavera de 1933, el economista alemán Wilhelm Röpke se encontró con dos agentes de las SS en su puerta. Posteriormente recordaría a estos miembros de la élite paramilitar de Hitler como personas ‘particularmente agresivas’. Röpke, un liberal clásico sin pelos en la lengua, había sido declarado ‘enemigo del pueblo’ y despedido de su puesto de profesor en la Universidad de Marburgo por pronunciar discursos en contra de los nazis. Otros profesores, también expulsados durante la campaña de los nazis para hacerse con el control de las universidades, habían prometido cambiar de bando o guardar silencio para recuperar sus antiguos puestos de trabajo. Röpke se negó. Entonces el gobierno de Hitler pasó a la intimidación sin ambages. Cuando los agentes de la SS conminaron a Röpke a pasarse al bando de los nazis, éste los rechazó con ‘desprecio e indignación’. Tan pronto como se fueron se dio cuenta de que debía abandonar el país inmediatamente.” Al lado de esta actitud valiente, no es menos verdad que Röpke formaba parte de una amplia nebulosa, conservadora, campesina, agrarista, profundamente religiosa y a menudo reaccionaria.

12Cuando la sociedad no está a la altura de ocuparse ella misma de los problemas sociales, deja que lo haga el Estado-Providencia. Sin embargo, para Röpke se trata menos de condenar que de mostrar los límites y los peligros para la sociedad libre. Era, por ejemplo, inútil que el Estado se encargara de garantizar todos los riesgos y avatares de la vida, en el momento en que un sistema desarrollado de productos de ahorro y de previsión eran pro- puestos por las aseguradoras. Esto solo servía para agrandar el círculo de los que sufrían el trato de menores de edad, y para hacer del Estado “un tutor colosal” frente a un hombre “reducido a la condición de animal industrioso detenido en el establo del Estado”. Esta intrusión del Estado en todos los dominios de la vida individual y social conduciría a la perdida de reflejos humanos, como el sentido de la ayuda familiar y social, y favorecería que emergieran sentimientos destructores como la envidia en sustitución de la simpatía.

13Para Röpke, el Estado-dinero de bolsillo “es un Estado que arrebata cada vez más a los hombres la libre disposición de sus ingresos, mientras se lo sustrae con impuestos [...] les endosa la responsabilidad de la satisfacción de las necesidades más indispensables, o bien totalmente (como en el caso de la educación y de los cuidados médicos), o bien parcial- mente (en lo que toca a los alojamientos o a los productos alimenticios subvencionados por el Estado). Lo que les queda a los hombres es, a n de cuentas, dinero de bolsillo que pueden utilizar para la televisión o para los eventos deportivos”.

14En Röpke encontramos una defensa obsesiva de la pequeña propiedad campesina y artesanal, una crítica permanente a la desmesura industrial y la especulación financiera (en particular estadounidense) así como un tradicionalismo religioso que le hace decir que el hombre no es un hombre económico, sino un hombre religioso. Ultraconservador e incluso reaccionario, defendió posiciones muy poco compatibles con las orientaciones contemporáneas del capitalismo: difícilmente se podría encontrar algo más alejado de su liberalismo sociológico conservador, profundamente antimodernista y antiprogresista, que la “nueva economía”, sus burbujas especulativas y sus mitos vinculados a las nuevas tecnologías.

15Röpke abogaba abiertamente en favor de la hegemonía de las “clases medias”, invocando a Aristóteles, para quien el desequilibrio entre muy pobres y muy ricos constituía uno de los peores males que había que evitar.

16Una razón de más de interesarse en el ordo-liberalismo es el hecho de su parentesco con la corriente neo-institucionalista contemporánea en economía que se interroga sobre las condiciones institucionales de la prosperidad económica. Si autores como Douglass C. North y Daron Acemoglu no citan a los ordo-liberales, se puede decir que adoptan un método para- lelo evitando modelizaciones abstractas, interesándose en la historia económica y poniendo por delante la importancia de las instituciones jurídicas y políticas.

17Alfred Müller-Armack sólo se incorpora a los ordoliberales después de la guerra. Müller-Armack fue miembro del NSDAP (Partido Nacionalsocialista de los Trabajadores Alemanes), y no participó en los círculos de reflexión de la resistencia ordoliberal. Se entusiasmó durante un tiempo por el nacionalsocialismo, como lo demuestra uno de sus libros. Únicamente es a partir de 1943 cuando se compromete con una reflexión sociológica y religiosa sobre los errores del nacionalsocialismo. A partir de entonces, propugna una economía liberal y social, y en 1946 se vuelve miembro de la CDU (Unión Cristiana Democrática de Alemania). Es el autor y el vulgarizador del concepto de “economía social de mercado”. Agrega al pensamiento ordoliberal una fuerte componente social heredada del cristianismo social. Erhard le confía, en 1952, el puesto de “Jefe del departamento de cuestiones fundamentales”. Posteriormente es nombrado Subsecretario de Asuntos Europeos, puesto que conserva de 1958 a 1963. El nombramiento de Müller-Armack tenía por objetivo hacer contrapeso a los altos funcionarios dirigistas y profundamente antiliberales nombrados por el canciller Adenauer. Este último, demócrata cristiano pragmático, pero poco liberal, estuvo siempre preocupado por debilitar la posición política de su ministro de economía. Más allá de la política alemana, Müller-Armack prosiguió, con toda independencia de su ministro Erhard, un objetivo primordial: contribuir a la realización de un orden liberal en Europa.

18La gran abanderada del concepto de la economía social de mercado será la Democracia Cristiana, bajo el impulso de Adenauer y sobre todo de Erhard. En 1950, Adenauer y Erhard deben hacer frente al ascenso provisional, pero brutal, del desempleo. Confrontado por las críticas unánimes de los ocupantes anglosajones, y de una manera general por el keynesianismo europeo y la socialdemocracia alemana, defensora de una política de pleno empleo, es Wilhelm Röpke a quien Adenauer recurre para hacer un diagnóstico sobre la política económica de su ministro Erhard, al cual no le tiene una confianza total.

19Como la competencia se considera la condición indispensable para mantener la economía de mercado, la instauración de reglas de competencia reviste un lugar particular en la “política de orden” propuesta por los ordoliberales. El derecho de la competencia, es decir, el cuadro jurídico e institucional que rige el funcionamiento del mercado forma parte, en el lenguaje de Eucken, de los “principios reguladores” de la constitución económica, cuya misión es mantener un orden competitivo eficaz. El derecho de la competencia apunta a determinar las reglas del juego, y no el resultado del juego competitivo. Si se considera que el juego competitivo genera una cierta eficacia económica, es decir, crecimiento y desarrollo del progreso técnico, en beneficio de los consumidores, esto solo resulta del ejercicio de las libertades económicas garantizadas a cada uno. Protegiendo la libertad económica individual, el derecho de la competencia ejerce una función pivote en la sociedad. Los ordoliberales proclamaban la libertad de acción económica de los individuos como valor en sí, que el derecho de la competencia debe proteger contra el ejercicio del poder excesivo del mercado. Pero, antes que nada, la insistencia sobre las libertades económicas se percibe como un medio de exigir al derecho de competencia que vigile que el poder político no sea instrumentalizado para favorecer los intereses de las empresas poderosas. Distinguir entre la “competencia por los méritos” y “competencia por la exclusión” es un punto central del derecho de la competencia.

20Impartió cátedra en la Universidad de Friburgo de 1962 a 1969, y terminó su carrera universitaria en esta misma universidad de 1977 a 1992. También fue parte de la junta directiva del Instituto Walter Eucken, un centro de investigación ordoliberal independiente, que continúa funcionando hasta la actualidad, en especial sobre temas como el orden económico internacional y una constitución económica para la Unión Europea.

21Mientras que la concepción de Mises define al agente económico como “una persona humana activa y creativa”, la de Gary Becker lo determina como “un operador de elecciones pasivo, robótico y mecánico”. En tanto que el método de Mises se basa en el subjetivismo metodológico, el de Becker descansa en la aplicación del principio de preferencias estables y el equilibrio de mercado, y reduce toda acción al “hombre económico”.

22La publicación en 1953 del libro de Friedman The methodology of positive economics, uno de los textos económicos más leídos por los economistas en la segunda mitad del siglo XX, daba materia a la exasperación de Hayek y sobre todo de Mises. En efecto, en dicho libro, además del hecho de que Friedman tomaba por modelo las ciencias de la naturaleza -una herejía para los austriacos y sobre todo para Mises-, explicaba en sustancia que el n de la ciencia económica no era formular una teoría explicativa de hipótesis realistas, sino proveer hipótesis simples que puedan explicar mucho, y cuya validez dependería de su capacidad predictiva. Dicho de otra manera, para el maestro de Chicago poco importa la verosimilitud de las hipótesis científicas de partida, con tal de que sean confirmadas por los hechos. Así, Friedman se inspiraba libremente de Popper (con quien discutió de metodología en el coloquio inaugural de la Sociedad del Mont-Pèlerin, en 1947), y llega a afirmar, de manera provocativa, que una teoría será tanto más significativa si parte de hipótesis irrealistas. El enfoque metodológico de Friedman horrorizaba a Mises, quien lo consideraba un auténtico peligro para el porvenir de la economía.

23Sin embargo, Friedman, atacado por los austriacos, en una entrevista realizada en 1993 a la pregunta referente a las divergencias que lo separan de la escuela austriaca de Mises y Hayek, respondió que estas son principalmente de orden metodológico: mientras que los austriacos piensan que “sus teorías son ‘aprioristas’, no sometidas a la refutación empírica”, él mismo se esforzó por expresar sus concepciones “de manera que puedan ser contradichas por los hechos”.

24Las anticipaciones adaptativas de Friedman prevén el valor futuro de una variable, a partir de su valor presente y del error de previsión hecho en el periodo pasado; es la consideración de este error -afectado de un coeficiente estrictamente comprendido entre 0 y 1 -lo que está en el origen del término “adaptativo”. El principio de las anticipaciones adaptativas fue criticado por Muth, ya que, según él, los individuos racionales toman sus decisiones sirviéndose de la información presente y no de la pasada. Así, por ejemplo, a partir de la experiencia, los productores y los comerciantes calculan sus precios de venta no en función del costo de la compra de materias primas o de sus existencias o stocks, sino de su costo de reposición. Por su parte, los asalariados reclaman aumentos de salarios integrando las alzas por venir.

25Si el sujeto económico reacciona a los estímulos del mercado, puede ser el blanco de todo tipo de métodos y técnicas “perfectamente integrables a la economía”, y que tienen por n la manipulación y el reforzamiento de sus reacciones. Es así como al campo económico pueden integrarse técnicas, prácticas y discursos psicológicos, desde el conductismo hasta las neurociencias.

26No está de más señalar, como ya lo dijimos, que la Escuela de la Elección Pública comparte con el ordoliberalismo alemán interrogaciones en torno a las cuestiones económicas constitucionales.

27Alguien que me impide por la fuerza hacer uso de mi bien como me parezca, cuando yo no le impido hacer uso de su bien, me violenta. Un hombre que me impide drogarme con heroína me impone una restricción; un hombre que me impide matarlo no me está restringiendo.”

Recibido: 21 de Septiembre de 2018; Aprobado: 10 de Enero de 2019

Héctor Guillén Romo

Estudió economía Facultad de Economía de la UNAM, es maestro en Economía por El Colegio de México y tiene un doctorado por la Universidad de París I y un posdoctorado en la Universidad de Picardie (Amiens, Francia). Fue profesor de tiempo completo en la UAM-Iztapalapa e impartió cátedra en El Colegio de México y en el Instituto Tecnológico Autónomo de México. Ha sido profesor visitante en varias universidades de Francia; Brasil; Honduras y España. Desde 1990 es docente-investigador de tiempo completo en el Departamento de Economía y Gestión de la Universidad de París VIII. Cuenta con una amplia obra publicada en libros y revistas especializadas tanto en México como en Francia.

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