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Economía UNAM

versión impresa ISSN 1665-952X

Economía UNAM vol.16 no.46 Ciudad de México ene./abr. 2019  Epub 17-Jun-2020

https://doi.org/10.22201/fe.24488143e.2019.46.449 

Artículos

El sindicalismo mexicano: ¿hacia un nuevo pacto social?

The Mexican unionism: towards a new social pact?

Saúl Escobar Toledo1 

1DEH-INA. saulescoba@gmail.com


Resumen

Este ensayo ofrece una historia muy breve de las políticas laborales instrumentadas en nuestro país durante las últimas décadas. Subraya la importancia de los “contratos de protección patronal”, un instrumento que ha servido para atraer inversión extranjera pero que ha provocado, al mismo tiempo, una violación constante de los derechos humanos. Consideramos que el capítulo laboral, incluido en el nuevo Acuerdo comercial pactado recientemente entre Estados Unidos, Canadá y México, coincide con las metas del gobierno electo en julio pasado encabezado por López Obrador. Las reformas a la Ley Federal del Trabajo a las que se ha obligado nuestro país pueden conducir a una verdadera democracia sindical, indispensable para un pacto social más incluyente y beneficioso para los trabajadores.

Palabras clave: Economía laboral; Contratos; Sindicatos; Política pública

Journal of Economic Literature (JEL): J; J41; J51; J68

Abstract

This paper offers a very brief history of labor policies in Mexico during the last decades. It stresses the importance of “protection” contracts for outsourcing of foreign companies to Mexico although they suppress human rights. We think that the labor chapter included in the new trade deal among US, Canada and Mexico has coincided with the goals of the government elected last July, headed by López Obrador. Thus, the accorded outcome, a reform of the labor law, may lead towards a real democracy in labor unions, indispensable for a new social pact in Mexico, more inclusive and beneficial for the working class.

Keywords: Labor economics; Contracts; Trade Unions; Public Policy

Durante varias décadas, a partir de los años cincuenta del siglo pasado, el país vivió una etapa de crecimiento económico y estabilidad política. Como se ha señalado por diversos autores (Tello, C., 2007; Cárdenas, E. 2015; Moreno-Brid J.C. y Jaime Ros; 2010), este proceso fue acompañado también de un aumento real de los salarios y el empleo, sobre todo urbano e industrial.

Un elemento fundamental para entender este período de nuestra historia se encuentra en la relación entre el sindicalismo y el Estado. Desde finales de los años cuarenta, el gobierno había reprimido con dureza las oposiciones obreras, particularmente en los sindicatos nacionales de industria, cosa que permitió, una década después, consolidar lo que se ha llamado un sistema corporativo caracterizado, entre otras cosas, por el control político de las agrupaciones gremiales.

Esto último se concretó al cooptar los principales liderazgos y con la eliminación de los grupos inconformes; también con una estructura legal e institucional que se estableció en la Ley Federal del Trabajo de 1931, y que permitió al gobierno en turno controlar el registro y existencia legal de los sindicatos y sus dirigentes; y, en tercer lugar, gracias a la obtención de plazas de trabajo estables, aumentos salariales, prestaciones y seguridad social. Fue una combinación de acciones represivas y de reparto de beneficios, lo que explica el afianzamiento del sindicalismo corporativo, leal al gobierno y al partido dominante en México.

Durante la segunda posguerra, en diversos países del mundo surgen los Estados de bienestar, también definidos como Estados sociales, que pretenden impulsar el desarrollo del capitalismo con políticas inclusivas: sistemas de salud públicos, distribución del ingreso y regulación de los conflictos laborales. En el caso de México, este esquema adopta rasgos fuertemente autoritarios. Los colectivos sindicales no practicaban la democracia, pero lograron administrar con cierta destreza las relaciones obrero-patronales (Bensusan, G., 2006; Garza, E., 1988).

Esta situación cambió drásticamente después de la crisis de 1982. Durante esta década, el país conoció un ajuste económico muy severo. El fenómeno, sin embargo, se dio a escala mundial. Bajos las administraciones de Margaret Thatcher (1979-1990) y Ronald Regan (1981-1989), se estableció un nuevo paradigma de políticas públicas basadas en la adopción de las tesis monetaristas, que planteaban como prioridad el control de la inflación y el ajuste de las finanzas públicas.

Al mismo tiempo, se instrumentó una ofensiva laboral: se congelaron los salarios y se redujo la plantilla de trabajadores, en primer lugar, en el sector estatal. Posteriormente se pondrían en práctica un conjunto de medidas encaminadas a flexibilizar las relaciones laborales en todos los sectores productivos. Con ello se buscaba también combatir el poder de los sindicatos, mismo que se había fortalecido durante los años del Estado de bienestar. La estabilidad macroeconómica, se supuso, impulsaría el crecimiento mediante el libre comercio de mercancías y capitales.

Las nuevas orientaciones se aplicaron posteriormente en otros países europeos, y se extendieron a América Latina fundamentalmente a través de lo que se llamó el Consenso de Washington (Williamson, J., 1990).

Los lineamientos contenidos en este recetario, recomendados enfáticamente por parte de las instituciones internacionales como el FMI, fueron adoptadas por muchos gobiernos de la región, pues parecían ofrecer una vía de escape frente al agotamiento del modelo sustitutivo de importaciones, y a la convulsión financiera causada por la deuda externa que había azotado la región en los años ochenta.

En México, la recesión también propició el cambio. Se rompió el pacto social vigente, y el esquema de acumulación de capital que había prevalecido hasta entonces, basado en el proteccionismo comercial de sectores estratégicos, un Estado con fuerte intervención económica, y diversas regulaciones fiscales, financieras y laborales. Así las cosas, las relaciones entre el sindicalismo corporativo y el Estado también se alteraron sustancialmente.

Bajo el gobierno de Miguel de la Madrid, se despidió a miles de empleados del sector público, y se impusieron topes rígidos a los salarios contractuales y al mínimo. Las organizaciones gremiales perdieron capacidad de negociación y se inició, en 1983, la decadencia del sindicalismo corporativo.

Las políticas neoliberales prosiguieron durante los sexenios posteriores, acentuando la debilidad de los sindicatos. Uno de los síntomas claros de esa fase decadente puede ubicarse en la proliferación de contratos de protección patronal (Bouzas, Alfonso y María Mercedes Gaitán, 2001).1 Bajo la presidencia de Salinas (1988-1994), la Secretaría del Trabajo dio curso oficial a este tipo de arreglos, los cuales se generalizaron rápidamente. Al mismo tiempo, las grandes agrupaciones nacionales, como los electricistas y petroleros, perdieron poder político y capacidad de gestión contractual.

La flexibilización del trabajo y los contratos ficticios se impusieron, sin modificar la Ley Federal del Trabajo (LFT). Fue hasta finales de 2012 cuando se aprobaron un conjunto de enmiendas, que buscaron darle legalidad a lo que venía ocurriendo en la vida real durante las últimas décadas. El resultado fue cuestionable desde diversos puntos de vista: se introdujeron nuevas reglas, particularmente en la subcontratación, pero el texto final de los artículos reformados fue muy confuso y ha sido inaplicable (Velasco, É., 2016; Avante R., 2017; y Escobar, S., 2016).2

Debe subrayarse, además, que no se alteró nada sustancial en materia de democracia, libertad de asociación y transparencia sindical. De esta manera, la transición política que tuvo lugar en las elecciones del año 2000 no ha tenido hasta ahora, ningún efecto en el panorama sindical (Bensusán, Graciela y Kevin J. Middlebrook, 2013).

La política laboral y, en particular, la existencia de los contratos de protección ha sido congruente con el esquema neoliberal basado en la contención salarial, el debilitamiento de los sindicatos y la subcontratación. Se ha producido, al mismo tiempo, una caída de los ingresos laborales y un deterioro en la calidad del empleo.

El caso de México, sin embargo, ha sido excepcional en comparación con los métodos de control y contención de las demandas obreras que se han observado en otros países del mundo.

Los contratos de protección se han impuesto, por lo general, sin recurrir a la represión del gobierno, dada su naturaleza clandestina. Sin embargo, en vista de que infringen severamente los derechos humanos, han llamado la atención de los organismos internacionales, como la OIT y el sindicalismo mundial. Más grave aún, en nuestro país se ha generado una violencia soterrada, que estalla ocasionalmente cuando los trabajadores descubren que están sujetos a un sindicato y a un contrato que nunca habían conocido, o cuando se deciden a ejercer sus derechos. Tras los contratos de protección se esconde la ausencia de un Estado de derecho, lo que ha propiciado un profundo desequilibrio en las relaciones laborales.

A lo largo de varias décadas este modelo fue relativamente exitoso: logró atraer inversiones extranjeras a las industrias manufactureras de exportación y fue, por lo tanto, un factor, no muy explícito, que alentó la apertura comercial bajo el TLCAN y otros tratados similares.

Sin embargo, la crisis mundial de 2007-8 empezó a cambiar las cosas. La recesión afectó particularmente a Estados Unidos, Europa y América Latina, y duró, según el FMI, hasta 2017. Todavía hoy existen signos de incertidumbre, inestabilidad y amenazas de una nueva contracción económica.

Las afectaciones y recuperaciones no fueron parejas. Hubo regiones del mundo en las que el daño fue mayor, e incluso en cada país hubo zonas que sintieron con mayor rigor sus efectos adversos (Milanovic, B., 2017). Sin embargo, la desigualdad, reflejada en una aguda concentración de la riqueza y en una tendencia declinante de los salarios en el ingreso nacional, se acentuó y se hizo más evidente (Cordera, R., 2017). Todo ello tuvo, como una de sus causas principales y al mismo tiempo se reflejó en ello, el deterioro del empleo. No sólo se observó un aumento en el número de personas desocupadas a nivel mundial, además los puestos de trabajo se volvieron más precarios y vulnerables. Consecuentemente, los ingresos laborales también se estancaron o decrecieron.

El malestar de la globalización (Stiglitz, J., 2002). se reflejó en descontento social, y luego llegó al plano de la política. Nuevas opciones surgieron para resistir los embates. El fenómeno ha sido, sin embargo, muy complejo. Si bien surgieron colectivos y movimientos como Podemos en España, y las opciones de Sanders en el partido Demócrata de EU, y Corbyn en el Laborista británico, por otro lado la crisis económica perjudicó a los gobiernos de izquierda de América Latina, sobre todo en Brasil, Argentina y Venezuela. Al mismo tiempo surgieron opciones de extrema derecha, con posiciones divergentes del consenso dominante. El Brexit y la elección de Trump fueron dos ejemplos notables.

En el caso de México, la sacudida económica deterioró la estructura salarial. Durante los primeros años del siglo XXI, los salarios medios parecían recuperarse poco a poco después de casi dos décadas de caída permanente. Los salarios mínimos, por su parte, se estancaron hasta hace apenas un par de años, después de una larga pendiente negativa de la que aún no se han recuperado. Por esta razón, se encuentran entre los más bajos, en términos reales, de América Latina (Mancera, M. A., 2015; Escobar, S., 2016). Pero los efectos se sintieron en toda la estructura salarial: los puestos de trabajo que proporcionaban más de cinco salarios mínimos diarios (SMD) disminuyeron, y en cambio crecieron los que ofrecían hasta dos o tres SMD. La precariedad de las ocupaciones también se ha agudizado, y ha hecho que se acentúen fenómenos como la intermediación, los contratos a tiempo parcial o por honorarios, y más recientemente los puestos informales basados en plataformas digitales o gig (Pacheco, E., de la Garza, E., y Reygadas L., 2016; Reich, Robert 2016). La desregulación del mercado laboral que se inició sobre todo desde los años ochenta, sin límites institucionales o políticos, se acentuó en los últimos diez años.

Al mismo tiempo, se insistía en que el libre comercio y los acuerdos multilaterales deberían fomentarse para contrarrestar los efectos de la recesión, e iniciar un nuevo ciclo de prosperidad. No todos estuvieron de acuerdo. Las oposiciones de distinto signo, que surgieron en los últimos años, se convirtieron en impugnadores del libre comercio y la integración económica global. Los sindicatos empezaron a fortalecer sus críticas, y a presionar a sus gobiernos para evitar uno de los efectos más nocivos de la globalización dominante: el outsourcing, la salida de empleos de una región a otra del planeta, atraídos por una fuerza de trabajo más barata. Esa preocupación se reflejó en el capítulo laboral de un nuevo acuerdo comercial de grandes dimensiones, el TPP, pactado a principios de 2016.3 Su redacción fue más enfática y detallada, si lo comparamos con otros tratados comerciales similares. La preocupación estaba dirigida sobre todo a México, Vietnam y, en menor medida, Perú y Malasia, pues se consideraba que los bajos salarios y las malas condiciones de trabajo que imperaban en estos países representaban una competencia desleal para el resto de los socios.

El presidente Enrique Peña Nieto decidió entonces enviar al Congreso un conjunto de reformas legales, acordes con el contenido del capítulo laboral del TPP. De esta manera, en febrero de 2017, el Congreso aprobó varias enmiendas al Artículo 123 constitucional, mismas que han sido definidas como las más radicales desde 1917 (Alcalde, A., 2017). En síntesis, se suprimían las Juntas de Conciliación y Arbitraje para dar paso a tribunales laborales del Poder Judicial; se creaba un Centro de Conciliación y Registro de Sindicatos y Contratos independiente del gobierno, y se establecía la garantía del voto secreto y directo de los trabajadores para elegir a sus dirigentes.

Sin embargo, una vez que asumió el cargo, el presidente Trump decidió salirse del TPP y renegociar el TLCAN. Con ello daba un giro notable al consenso dominante en torno al libre comercio y la globalización. Ante este nuevo panorama, cundió el desconcierto. Los cambios a la legislación secundaria, indispensables para poner en práctica los nuevos lineamientos constitucionales, se congelaron. Por su parte, el gobierno de Peña Nieto recurrió a las negociaciones del TLCAN, intentando mantener, tanto como fuera posible, el esquema anterior. Sin embargo, las elecciones presidenciales en julio de 2018 cambiaron esa ruta: el equipo del presidente electo intervino en la discusión, y permitió destrabar algunos puntos en conflicto. Entre ellos, y a eso nos referiremos enseguida, el tema laboral.

De esta manera, entre septiembre y octubre de 2018, se presentaron dos acontecimientos de distinta naturaleza, que apuntan hacia una transformación de fondo de las leyes y las instituciones del trabajo mexicanas: primero, el Senado de la República aprobó la ratificación del Convenio 98 de la OIT. Y poco después, a principios de octubre, se anunció el acuerdo final entre Canadá, Estados Unidos y México en materia de comercio, que incluye un capítulo laboral y un anexo, ambos muy importantes.

El Convenio sobre derechos a la sindicalización y la negociación colectiva data de 1949, y ha sido firmado por 165 países del mundo, incluyendo los de América Latina. Su valor reside en haber vencido, al fin, las resistencias de los representantes de los gobiernos del PRI y del PAN, del sindicalismo corporativo, y de algunos dirigentes empresariales que se había opuesto por razones estrictamente políticas: defender un modelo sindical corrupto, antidemocrático y servil.

La nueva composición del órgano legislativo (con mayoría de MORENA) sirvió sin duda para apresurar esta decisión, largamente pospuesta, ya que coincidía con su plataforma electoral y su programa. Pero quizás también porque ya se tenía información de que el capítulo laboral del nuevo acuerdo comercial norteamericano se ajustaba plenamente con el Convenio 98.

De acuerdo con el texto del United States-Mexico-Canada Agreement, publicado en el portal de la Oficina del representante comercial de Washington,4 el capítulo laboral es una versión mejorada de su similar en el llamado TPP 11.5 Es más claro y contundente, pues, por ejemplo, incluye de forma explícita el derecho a huelga como parte de la libertad de asociación. Contiene también un apartado especial en el que se reconoce que “los trabajadores y sus organizaciones deben estar en condiciones de ejercer sus derechos en un clima libre de violencia, amenazas e intimidación… y que es un imperativo de los gobiernos atender estos incidentes”. Otros apartados novedosos se refieren a los trabajadores migrantes, y a la discriminación por razones de género en el lugar de trabajo.

Pero lo más notable es el anexo 23-A, que tiene como título, para no dejar ninguna duda, “La representación de los trabajadores en la negociación colectiva en México”. Para ello, nuestro país se compromete a incluir en la legislación laboral, entre otras cuestiones, órganos imparciales para el registro de los sindicatos y los contratos colectivos; y un sistema efectivo que verifique que las elecciones de los dirigentes sindicales, y la opción por adherirse a un contrato colectivo, sean llevadas a cabo mediante el voto libre, personal y secreto de los trabajadores.

El anexo culmina con la advertencia de que México deberá adoptar esta legislación antes del 1º de enero de 2019, y que la entrada en vigor del acuerdo puede ser pospuesta hasta que dicha legislación entre en vigor.

No hay duda de que ese anexo busca impedir que en México se sigan aplicando los contratos de protección. Tales prácticas son bien conocidas por los representantes sindicales de Estados Unidos y Canadá, los cuales decidieron ejercer mayor presión en la redacción del capítulo laboral. Así lo demuestra un documento elaborado por el Comité Consultivo del Sindicato Metalúrgico (United Steelworkers).6 El análisis presentado en este estudio coincide con diversas investigaciones y pronunciamientos hechos en México, desde la firma del TLCAN, por los sindicatos independientes (particularmente los que se agruparon en la Unión Nacional de Trabajadores, UNT), los abogados democráticos y los académicos (reunidos ahora muchos de ellos en el Observatorio Laboral). En síntesis, se sostiene -se denuncia- que la existencia de agrupaciones y contratos ficticios, pero legalmente registrados, han servido para imponer una política de bajos salarios y malas condiciones de trabajo.

Esa práctica ha permitido atraer inversiones extranjeras en la industria manufacturera durante las últimas tres décadas, pero con muy pocos beneficios para el país y sus trabajadores. Puede afirmarse, además, que el modelo económico adoptado, según lo estipulan los contratos de protección patronal, ha inhibido el crecimiento económico de México, como lo demuestran los estudios, entre otros, del Grupo Nuevo Curso de Desarrollo de la UNAM (www.nuevocursodedesarrollo.unam.mx).

En síntesis, el acomodo laboral, basado en los contratos de protección, está siendo cuestionado en México y por sus principales socios comerciales. Se han reunido con este propósito diversos protagonistas e intereses: las representaciones obreras de los países del norte, sus gobiernos, y la futura administración del presidente electo, amén de las organizaciones independientes mexicanas, para tratar de extirpar este esquema tan perjudicial. Los primeros sienten, con razón, que los contratos de protección son una manera deshonesta de quitarles plazas de trabajo; los segundos, en particular Trump, creen que de esta manera protegerán sus industrias; y los actores mexicanos aspiran a construir un esquema de desarrollo menos dependiente de las exportaciones manufactureras, y a mejorar los ingresos y las condiciones de vida de los trabajadores de nuestra nación.

Hay que advertir que todo lo contenido en el capítulo laboral, y su anexo, no se oponen a las reformas constitucionales. En particular, este último documento hace referencia constantemente al texto aprobado por el Congreso mexicano en febrero de 2017. Pero los sindicalistas y los gobiernos del norte creyeron necesario pactarlo expresamente, ante la posibilidad de que dichas enmiendas se anulen, como en efecto se intentó a lo largo de 2018 por diversos grupos de interés, principalmente del sector patronal.

Ahora toca al Poder Legislativo de nuestro país dar el siguiente paso: reformar la Ley Federal del Trabajo, para para adoptar nuevos lineamientos que permitan combatir los contratos de protección, y abrir la puerta a una democratización de los sindicatos mexicanos. Aun así, después de que esto haya sucedido, vendrá el reto de su puesta en práctica.

La próxima administración tendrá que aplicar las nuevas disposiciones legales, y ello significará una labor compleja. Lo será desde el punto de vista técnico y administrativo, pues poner en marcha una justicia laboral adscrita al Poder Judicial, que elimina las Juntas de Conciliación y Arbitraje, lo cual representa una tarea que exigirá recursos y un proceso de transición difícil.

Desde el punto de vista social y político, el cambio enfrentará muchas resistencias, tanto de algunos empleadores como de las viejas organizaciones corporativas, y, sobre todo, de la mafia que hoy se beneficia de los contratos de protección.

Si la nueva legislación se aprueba, en congruencia con la reforma constitucional de 2017, y el nuevo gobierno decide aplicarla, los trabajadores mexicanos, por primera vez en mucho tiempo, tendrán la posibilidad de decidir. Podrán elegir mediante voto secreto, personal y directo a sus dirigentes y representantes; podrán igualmente adherirse a la organización que prefieran; decidir con quién y bajo qué condiciones se pactan los contratos colectivos; y tendrán garantías legales y efectivas, en caso de que los empleadores o los funcionarios públicos ejerzan coerción contra ellos.

Después de siete décadas de silencio obligado, todo lo anterior significaría un cambio de fondo. Lo es, y por ello es de esperar que ocurra de manera gradual. El proceso apenas empieza, pero sin duda se ha abierto una brecha en un momento singular de la historia de México y del mundo.

Nuevos problemas surgirán en el horizonte inmediato en la medida en que el nuevo esquema laboral se vaya adoptando: ¿podrán elevarse los salarios, en primer lugar el mínimo legal, sin que ello provoque efectos inflacionarios u otras reacciones adversas? En las industrias manufactureras, sobre todo de exportación como la automotriz -ya castigada en el nuevo acuerdo comercial por el cambio en las reglas de origen-, un sindicalismo más representativo que pugne por mejor ingresos y condiciones de trabajo, ¿será impugnado por las empresas?, ¿podrá llegarse a acuerdos satisfactorios para las partes?; y en el caso del sector público, y en particular en industrias como Pemex y CFE, el gobierno entrante ¿dará cauce a un recambio de las dirigencias y, con ello, aceptará el compromiso de mejorar los ingresos y las condiciones de trabajo?

Estas son algunas preguntas, entre muchas otras. Pero, en el fondo, todo se reduce a una sola interrogante: ¿deben las organizaciones sindicales, como representación legítima de los trabajadores, desempeñar un papel activo en las decisiones vitales que les conciernen directamente, buscando un mejor equilibrio en las relaciones obrero-patronales? La historia diría que estos derechos se conquistaron en el mundo desde hace más cien años, y se ejercieron, con altas y bajas, durante todo el siglo XX. El consenso dominante, sin embargo, sostiene que deben acatarse las condiciones de los mercados (la productividad, los ciclos económicos, las condiciones particulares de las empresas). Cambiar el modelo laboral significaría, entonces, abrir la oportunidad de adoptar un esquema de crecimiento y un sistema democrático apoyados en un pacto social distinto, más incluyente y más justo:

Hoy... los pactos sociales yacen resquebrajados y otro tanto ocurre con muchos arquetipos políticos que orientaron la vida de las sociedades... Aun así, por escabrosas que sean las dificultades habrá que acercarse a un mejor equilibrio entre el individualismo eficientista y la equidad colectiva... El reto no consiste en regresar la historia, sino en ganar la justicia democrática en las circunstancias creadas por la interdependencia global (Ibarra, D., 2017).

Los próximos años dirán si esto es posible.

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1 Los contratos de protección son instrumentos jurídicos que se pactan, sin el conocimiento de los trabajadores, entre un sindicato legalmente registrado y el patrón o representante de la empresa. Con frecuencia se firman incluso antes de que las empresas comiencen a operar. Por lo tanto, su contenido no se modifica a lo largo del tiempo, contienen solamente las prestaciones y derechos mínimos que marca la ley, y nunca son negociados con representantes legítimos de los trabajadores. Según algunos investigadores, 90 por ciento de los trabajadores están contratados bajo este esquema ficticio.

2Las reformas de 2012 modificaron 226 artículos de la LFT. Diversos estudios se han ocupado de analizar los antecedentes, resultados y posibles consecuencias de estos cambios.

3La “Asociación Transpacífica” (Trans-Pacific Partnership o TPP) fue un acuerdo comercial firmado el 4 de febrero de 2016 por los gobiernos de doce países de Asia y América: Nueva Zelandia, Singapur Chile, Brunéi, Estados Unidos, Australia, Canadá, Japón, Malasia, México, Perú y Vietnam.

5Nos referimos al Tratado Integral y Progresista de Asociación Transpacífico que fue avalado en marzo de 2018 por los mismos países que suscribieron la Asociación Transpacífica convenida dos años antes, con la excepción de Estados Unidos.

6“Report on the Impacts of the Renegotiated North American Free Trade Agreement”, disponible en: https://aflcio.org/reports/report-impacts-renegotiated-north-american-freetrade-agreement.

Recibido: 25 de Julio de 2018; Aprobado: 30 de Octubre de 2018

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