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Economía UNAM

versión impresa ISSN 1665-952X

Economía UNAM vol.16 no.46 Ciudad de México ene./abr. 2019  Epub 17-Jun-2020

https://doi.org/10.22201/fe.24488143e.2019.46.432 

Artículos

La política tributaria

Tax Policy

David Ibarra1 

1 Doctor Honoris Causa por la UNAM. Presidente del Comité Editorial de economíaunam. dibarra@prodigy.net.mx


Resumen

El artículo propone diseñar una política fiscal que asegure el cumplimiento de las responsabilidades constitucionales en materia salarial, de empleo, de desarrollo, así propiciar el acceso ciudadano a los servicios sociales básicos. Para ello deberá utilizar eficientemente la política fiscal, la composición y destinos del gasto público, así como procurar diversas fuentes de ingresos, una reestructuración de la recaudación impositiva y una mejor utilización de la política de deuda pública, para lograr los principales objetivos económicos y sociales que el país requiere.

Palabras clave: Política fiscal; Gasto, inversión y finanzas públicas; tributación; Provisión y efectos de los programas de bienestar; Análisis macroeconómico del desarrollo

Abstract

The article proposes to design a fiscal policy that ensures compliance with constitutional responsibilities in terms of wage, employment, development, and promote citizen access to basic social services. In order to do so, it should use the fiscal policy, the composition and destinations of public expenditure, as well as to procure various sources of income, a restructuring of tax revenues and a better use of public debt policy, to Achieve the main economic and social objectives that the country requires.

Keywords: Fiscal Policy; Public Expenditures; Investment and Finance; Taxation; Provision and Effects of Welfare Programs; Macroeconomic Analysis of Economic Development

Journal of Economic Literature (JEL): E62; I33; O11

Tradicionalmente las grandes divisiones de la política fiscal se refieren, de un lado, al tamaño, composición y destinos del gasto público, de otro, a las diversas fuentes de ingresos donde destaca la recaudación impositiva y como colofón se sitúa a la política de deuda pública. En principio, esos tres componentes centrales deben estar decididos políticamente, coordinados entre sí y compatibilizados con los principales objetivos económicos y sociales de gobierno y país.

Las estrategias para alcanzar el objetivo medular de congruencia fiscal suelen revestir diversas modalidades a partir de las situaciones reales que prevalezcan y de las respuestas de los partidos políticos y comicios en tanto espejo de las preferencias del electorado. De los pronunciamientos de miembros del futuro gobierno de México, se infiere que la ruta elegida se encaminará inicialmente a reestructurar el gasto público con un programa de austeridad republicana. Se trata de abolir dispendios, gastos innecesarios, para de ahí derivar recursos de arranque con los cuales cubrir transitoriamente objetivos sociales, así como revivir a la inversión pública. De inmediato, se nos informa que no se abordarían cambios en los otros componentes de la política fiscal, los tributos y la deuda pública.

Sin duda, el planteamiento posee méritos políticos y económicos al evadir por lo pronto los embrollos y resistencias a cambios impositivos cuando prevalecen serios y múltiples factores de incertidumbre y ajustes previos a realizar. En efecto, ahí están los posibles titubeos normales de toda nueva administración, se desconocen las repercusiones de la renegociación del Tratado de Libre Comercio, las reacciones nacionales públicas o privadas a la reforma impositiva de los Estados Unidos, los efectos y permanencia de la consolidación fiscal en marcha, los de la contracción habitual de la inversión privada a fines y a comienzos1 de cada sexenio, a lo que se suma la terminación del gasto electoral, la elección de la localización del nuevo aeropuerto, los programas de austeridad republicana anunciada por voceros de la administración entrante y signos ominosos de la economía internacional. Al propio tiempo, nuestra estrategia de desarrollo exportador ya padece la caída en el crecimiento del comercio internacional así como de las políticas norteamericanas -acaso proteccionistas- y de sus nexos con la evolución más pausada de la productividad en México negativa en el mundo.

Por supuesto también se han anunciado renglones compensatorios de erogaciones públicas, como las becas estudiantiles, la ampliación de las transferencias a la población de la tercera edad, el programa de reforestación y otras iniciativas semejantes. Con todo, es incierto que la previsible contracción de la demanda resulte compensada en medida suficiente y sobre todo oportuna con el acrecentamiento de las nuevas partidas de gasto y sea superable en el corto plazo la escasez evidente de proyectos de inversión gubernamental. Por lo tanto, la primera interrogante a comienzos del próximo sexenio sería si prevalecerán fuerzas impulsoras del desarrollo y la demanda o si factores recesivos, configurarán el primer reto macroeconómico de la nueva administración.

En sentido medular, no de orden transitorio, cabe recordar aquí que la carga tributaria nacional es una de las más bajas del mundo. Los ingresos impositivos federales apenas ascienden a 17% del producto y sólo a 13% de excluirse impuestos y derechos de Petróleos Mexicanos (Pemex) y de otras empresas públicas, frente a cifras recaudatorias que oscilan alrededor de 25% en Estados Unidos, 34% en la Unión Europea, más de 30% en Brasil y Argentina, y más de 20% en Uruguay o Chile. Los rezagos del sistema tributario mexicano, explicables sólo en parte por los diferenciales en el grado de desarrollo, son a todas luces mayúsculos. En renta, la recaudación mexicana representa (2016) 63% de la prevalente en la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), 22% de la correspondiente a la seguridad social, 58% de la del Impuesto al Valor Agregado (IVA) aún incluyendo al Impuesto Especial sobre Producción y Servicios (IEPS)- y apenas 16% de los gravámenes a la propiedad.

En México, desde 1980, aparte de haberse eliminado casi todos los gravámenes al comercio exterior, la competencia impositiva mundial y preferencias ideológicas propias, llevaron a reducir la progresividad del Impuesto sobre la Renta, de 55 a 30% como tasa máxima a las personas y de 40 a 30% de las empresas. La contribución del Impuesto sobre la Renta que se había mantenido alrededor de 5% del producto desde 2002 sube por fortuna alrededor de dos puntos para 2016. Con todo, el aporte de las empresas es ligeramente inferior (3.6% del producto) al que se cobra a las personas (3.7%), donde predominan los aportes de los trabajadores. A lo anterior se añade el impacto de la reciente reforma impositiva norteamericana donde se abate permanentemente de 35 a 21% el gravamen a la renta de las empresas y de 39.6 a 35% por un decenio al de las personas. Ello se complementa con otras medidas relacionadas con la repatriación de utilidades o la exención completa de la inversión empresarial que desalentarán o revertirán los flujos de capital norteamericano a países como México. Este último hecho, quiérase o no, despertará presiones políticas de distinto género para comprimir de nueva cuenta el nivel y la progresividad impositiva nacional, mientras, en sentido opuesto, seguirán creciendo las demandas por transferencias correctoras de las graves desigualdades en el bienestar de la población.

Además, en el caso del fisco mexicano cuenta mucho el descenso mayúsculo de los ingresos fiscales de origen petrolero que de más de 8% en 2004, se ha desplomado a 3.9% del producto en 2017, obligando a crear o incrementar los gravámenes sobre producción y servicios. De su lado, el aporte petrolero a la balanza de pagos, dejará de contribuir en igual medida a la viabilidad de múltiples convenios de libre comercio y a cerrar parte del déficit comercial crónico. En igual sentido, cuenta también el estancamiento -acaso declinación- del sector manufacturero que aportaba 18% del producto en 1993 y ahora apenas contribuye con 17% (2017).

La significación de esa tendencia regresiva reside en el hecho de que ahí se derivaban los mejores salarios y las mayores contribuciones fiscales sectoriales. Por consiguiente, parece revestir urgencia la implantación de una política industrial de fomento, así como reconstruir a Pemex financiera y productivamente, comenzando por reducir sus excesivos gravámenes.

Por último, la escasez presente de ingresos públicos no sólo explica la política vigente de consolidación fiscal, sino también el ascenso de la deuda gubernamental (de 21 a 45-50% del producto entre 2000 y 2017) y el peso de su servicio en el presupuesto mexicano (hoy alrededor de 3% del mismo producto). El enfoque principal de la política de la deuda pública ha consistido en procurar en lo posible su contratación en pesos, no en moneda extranjera; se cuidan así los efectos de posibles devaluaciones y tropiezos de acceso al crédito internacional, aunque el costo de servicio resulte magnificado por el diferencial habitual entre las tasas de interés externas e internas.

Con todo, esa última variable está lejos de los niveles alcanzados en Estados Unidos, la Unión Europea o Japón donde el salvamento de la crisis de 2007-2008, llevó la deuda a cifras sin precedentes históricos entre 100 y 200% del producto.

Precisamente de esas experiencias, surgen implacables las normas de austeridad gubernamental que se extrapolan con razón o sin ella, a todas las latitudes y que tanto han influido en conformar las políticas del orden financiero de los gobiernos e impreso fuerza a los dictados de las calificadoras internacionales de riesgos.

Con todo, pese a evoluciones estructurales semejantes, los ingresos tributarios de los países varían grandemente dependiendo no sólo de dictados del orden económico internacional, sino también del alcance de la protección social que prive en los países, esto es, del repudio o la aceptación nacional de desigualdades económicas y políticas. Así conviven en la OCDE, Dinamarca con una carga impositiva de 45% del producto, con la de 11% de Indonesia y la de 13% de México.

En el mundo, aparte de la supresión casi completa ahora contrariada en algunas latitudes Estados Unidos y China, entre otros de los gravámenes al comercio exterior, se han reducido ex profeso, competitivamente la ponderación de los impuestos directos, en cambio, se ha elevado el peso del IVA y de otros impuestos regresivos sobre todo en los países en desarrollo. En esa misma dirección, como lo muestran las cifras de la OCDE, la carga fiscal al trabajo crece hasta desplazar del primer lugar a la de la renta.

Cada una de esas etapas modificatorias de la estructura impositiva mundial, han resultado lesivas a los principios y postulados de la justicia distributiva de los países.

En efecto, en la propia OCDE, la suma de los gravámenes a la renta de los trabajadores, a la nómina y a la seguridad social alcanzan en promedio 27% del producto, la renta a las personas sólo 24%, IVA 20%. En contraste, las empresas aportan sólo 8.9% y los impuestos a la propiedad 6%, esto es, contribuyen poco a los fiscos. Visto de otra manera, los impuestos al trabajo en términos de la recaudación total representan alrededor de 50% en el promedio de la OCDE, 60% en Estados Unidos y Alemania, alrededor de 35 a 40% en México.

Cabe concluir entonces que la competencia fiscal desencadenada por la globalización, ahora intensificada por las reformas de Trump, ha estorbado el avance de los estados benefactores y la corrección fiscal vía impositiva o del gasto público de la aguda polarización distributiva de casi todos los países. Aun así, en las economías avanzadas, los fiscos todavía enmiendan una parte importante de la desigualdad primaria en el reparto de los ingresos. Esa cifra resulta pequeñísima en el caso de México entre tres o cuatro veces inferior situación que en principio justificaría por lo menos retocar al alza la carga tributaria a los altos ingresos y atenuarla en otros segmentos de la tarifa y, luego, ampliar los parámetros del gasto social básico.

En años recientes no se ha intentado una revisión completa, acabada, del régimen impositivo mexicano. Los esfuerzos y ganancias recaudatorias mayores se han centrado en mejorar la fiscalización, cerrar los beneficios a grupos interconectados de empresas y en compensar con gravámenes casi siempre indirectos (IEPS) la mengua de los ingresos petroleros e industriales. La progresividad de las tarifas del Impuesto sobre la Renta, salvo algunos retoques, no se han revisado a cabalidad en términos recaudatorios y de equidad en la distribución de las cargas impositivas. Mayor discusión pública ha merecido el alza y generalización del IVA, como medio de ensanchar las bases tributarias y aliviar los apremios fiscales, a pesar de sus efectos regresivos difíciles de compensar por otros medios.

Poco se ha explorado la incorporación de gravámenes en terrenos descuidados. Valga mencionar dos posibilidades. La primera se enderezaría a crear un programa de alcance nacional en materia de imposición a la propiedad inmobiliaria que facilitase a estados y municipios acrecentar sus ingresos conforme a normas generales que los protegieran de la proximidad política de los causantes. La segunda, se referiría a la aplicación de un pequeño impuesto a las transacciones financieras el llamado Tobin Tax como avance regulatorio a una banca con altísimas utilidades, elevados cobros por comisiones y renuente a prestar a la producción.

Por último, cabe señalar la indispensable actualización al convenio de participaciones fiscales entre Federación y entidades federativas. Como podrá recordarse, ese arreglo tuvo tres o cuatro propósitos centrales: a) evitar la multiplicidad de regímenes impositivos derivados dentro del país derivados del ejercicio de la soberanía fiscal de los miembros de una república federal; b) crear compensaciones moderadas a entidades federativas más pequeñas y con mayor rezago en desarrollo; c) construir reglas convenidas en sustitución de arreglos meramente políticos en la distribución de recursos federales a los estados y municipios. Hoy en día acaso conviniera revisar el acuerdo en consonancia con los cambios económicos dispares entre entidades federativas y en relación al ascenso espectacular de las aportaciones federales discrecionales a los estados que ya ascienden a montos equivalentes a los de las participaciones legales.

Por lo demás, habría que acentuar las medidas redistributivas compensatorias del retraso o la violencia en algunas zonas, singularmente del sureste del país.

Como se ve, la futura agenda impositiva es amplia, difícil de concretar de golpe en sus diversos aspectos, además de ser en sí misma cambiante conforme se alteren las circunstancias del desarrollo. Habría entonces que avanzar paso a paso, venciendo resistencias políticas inevitables.

Quiérase o no, ha periclitado la vía cómoda, subordinada, de calcar, algún paradigma impositivo para fincar las orientaciones fundamentales de las finanzas públicas y, en general, de toda la política económica. Mientras el país tuvo autonomía en implantar sus estrategias de cambio y distribución, el avance, pese a dificultades, fue considerable en el periodo que media entre 1930 y 1970. Después, la pérdida de iniciativa y la adhesión a directrices foráneas redujo a la mitad o a la tercera parte el ritmo de crecimiento a pesar de todas las ventajas reales o atribuidas a la integración internacional.

La mediocridad del desarrollo, la extremosa desigualdad, la magnitud de la desprotección social de la población y la estrechez de los ingresos y de la inversión gubernamentales, son resultado de errores y desajustes largamente larvados que no desaparecerán fácilmente y que demandarán de gran paciencia y persistencia políticas.

Por eso importa formar cuanto antes una alianza desarrollista entre estado, empresariado y sindicatos que, con sentido democrático, innovativo, diseñe la política económica con mayor grado de autonomía nacional. En el futuro, no tan distante y desde el gobierno, será indispensable utilizar la gama completa de los componentes de la política fiscal y financiera del Estado, así como asegurar el crecimiento de la demanda no sólo en mejorar la asignación de recursos, sino en ampliarlos para hacer honor a las responsabilidades constitucionales en materia salarial, de empleo, de desarrollo general y regional, así como en abrir con firmeza, hasta universalizar los accesos ciudadanos a los servicios sociales básicos.

1 En los primeros años de la administración del presidente Zedillo, la inversión privada cayó 2.5% del producto y 1.4% en la de Enrique Peña Nieto con respecto a los promedios sexenales.

Recibido: 27 de Julio de 2018; Aprobado: 24 de Octubre de 2018

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