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Economía UNAM

versión impresa ISSN 1665-952X

Economía UNAM vol.6 no.18 Ciudad de México sep./dic. 2009

 

Artículos

 

La tendencia a la sobrevaluación del tipo de cambio

 

The Tendency to Overvalue the Exchange Rate

 

Luiz Carlos Bresser-Pereira

 

Profesor de Economía en la Universidad de Sao Paulo y desde 1959, en la Fundación Getulio Vargas Emérito desde 2005. <www.bresserpereira.org.br>

 

Resumen

En los países de desarrollo existe una tendencia a sobrevaluar el tipo de cambio. Las causas estructurales de este fenómeno son dos: la enfermedad holandesa y la atracción sobre los capitales extranjeros que frecuentemente ejercen las más altas tasas de interés prevaleciente en los países en desarrollo. En materia de política económica existen cuatro causas adicionales: la política de crecer con base en ahorros extremos, el control de la inflación mediante anclas cambiarias, la política de profundización financiera y el populismo vinculado al tipo de cambio. En estas condiciones un país puede neutralizar estas tendencias y crecer rápidamente, o puede no hacerlo con lo que se someterá a crisis cíclicas de balanza de pagos.

 

Abstract

In developing countries there is a tendency to the overvaluation of the exchange rate. It has two structural causes: the Dutch disease and the attraction of higher profit and interest rates, usually prevailing in developing countries, on foreign capitals. Economic policy presents four more causes for this: the policy of growth through foreign savings, the control of inflation by way of exchange rate anchors, the policy of "capital deepening", and the populist aspect linked with the exchange rate. There are two possible outcomes: either the country neutralizes this tendency and achieves rapid growth, or it does not and it will suffer cyclical balance of payment crises.

JEL classification: E50, E65, G00

 

En otro trabajo llamé la estrategia de desarrollo nacional de los países con ingresos medios más exitosos de "nuevo desarrollismo" y la comparé con la ortodoxia convencional (Bresser-Pereira, 2007). La siguiente cuestión fue cuáles de las políticas que conforman el nuevo desarrollismo eran las más importantes desde el punto de vista estratégico para promover con mayor eficacia y velocidad un rápido crecimiento. Sin subestimar la importancia de las principales variables de la oferta que inciden sobre la tasa de crecimiento (la educación, el progreso tecnológico y las inversiones en infraestructura), propuse que las variables de la política macroeconómica del lado de la demanda: una política fiscal dura, una tasa de interés moderada, un tipo de cambio competitivo y la decisión de crecer con ahorro interno, eran las variables clave. Para llegar a esta conclusión observé por un lado lo que estaba sucediendo en los dinámicos países asiáticos —cuyas políticas resultaron estratégicas para el proceso de crecimiento— y por el otro sometí esta hipótesis a un simple test econométrico, comparando las variables mencionadas. Las variables y políticas macroeconómicas más sólidas mostraron una fuerte correlación con el crecimiento económico. Dejé de lado las instituciones a largo plazo debido a que muestran una correlación significativa con el nivel, pero no así con la tasa de desarrollo económico; los países ricos son también aquellos cuyas instituciones tienen mayor complejidad y prestigio, pero es imposible trazar una correlación entre la reforma de estas instituciones y la tasa de crecimiento. Las reformas institucionales siempre son necesarias, pero rara vez preceden al crecimiento económico; su maduración, consagración normativa y aplicación llevan tiempo.

Para desarrollarse, un país debe mantener su presupuesto público equilibrado, su tasa de interés en niveles moderados y un tipo de cambio competitivo. Soy consciente de ello desde hace mucho tiempo, y también de que el tipo de cambio es la de mayor peso estratégico de estas tres variables políticas, ya que se trata de un poderoso factor determinante no sólo de las exportaciones e importaciones, sino también de los salarios, el consumo, la inversión y el ahorro. Sin embargo, esta realidad no fue reconocida por la teoría del crecimiento; los economistas que estudiaron el crecimiento económico no consideraban al tipo de cambio como un objeto de estudio legítimo. Apenas unos pocos trabajos objetaron empíricamente esta posición, pero no resultaron suficientemente específicos y claros para modificar la opinión dominante. Las investigaciones sobre este tema comenzaron con un gran estudio de Dollar (1992: 535), que vinculó al tipo de cambio con el crecimiento, seguido de trabajos de Sachs y Warner (1999) y de Razin y Collins (1997).

Dollar partió de la hipótesis de que los países latinoamericanos y africanos tienden a tener tipos de cambio más altos que los países de Asia, y concluyó que si estos países hubieran adoptado los estándares cambiarios asiáticos, su crecimiento anual promedio durante el período 1976-1985 habría sido 1.5 y 2.1 puntos superior a su crecimiento efectivo en América Latina y África, respectivamente. Según Dollar, "estos resultados conducen a sostener válidamente que la liberalización del comercio, la devaluación del tipo de cambio real y el mantenimiento de un tipo de cambio real estable podrían mejorar sensiblemente el crecimiento de muchos países pobres". En teoría, esta conclusión sería correcta sólo si el tipo de cambio efectivo en los países latinoamericanos y africanos hubiera sido el nominal. Antes de la década de 1990, sin embargo, esto no sucedía en muchos países, cuyas monedas eran administradas celosamente y sus tipos de cambio reales efectivos estaban afectados por derechos de importación y subsidios a la exportación. En el caso de Brasil durante la década de 1970, por ejemplo, dado que los derechos de importación eran de alrededor de 50% y los subsidios a la exportación también rondaban ese porcentaje, el tipo de cambio efectivo era 33% inferior a la tasa nominal; los exportadores de café pagaban un impuesto de 33 por ciento.

Otros estudios (Benaroya y Janci, 1999; Easterly, 2001; Bresser-Pereira y Nakano, 2002b; Fajnzylber et al., 2004; Gala, 2006; Johnson, Ostry y Subramanian, 2007; Levy-Yeayti y Sturzenegger, 2007; Rodrik, 2007), también demostraron que un tipo de cambio más bajo aseguraría mayores tasas de crecimiento a los países en desarrollo. Basándose en los datos de Dollar, Easterly estudió el período 1960-1999, con el propósito de explicar por qué las reformas orientadas al mercado de las décadas de los ochenta y noventa no generaron los resultados esperados en términos de crecimiento. Una de las explicaciones que halló fue que ciertas monedas, como el peso mexicano, se apreciaron en términos reales; otras, como el real brasileño y el peso argentino, permanecieron constantes; y otras monedas asiáticas se depreciaron hasta 1990, y desde entonces se apreciaron hasta la crisis de la balanza de pagos de 1997. Gala (2006) completó los datos de Dollar y de Easterly, y los corrigió tomando en cuenta las distintas tasas de productividad de los países bajo estudio y sus posibles consecuencias sobre los tipos de cambio reales relativos. Las monedas de los países asiáticos que estaban experimentando aumentos de la productividad superiores al promedio, como Corea y Taiwán, debieron haberse apreciado con relación a las demás, conforme al efecto Harrod-Balassa-Samuelson. Sin embargo, esto no sucedió. La conclusión del estudio econométrico de Gala fue clara: los países asiáticos tenían tipos de cambio claramente más competitivos que los latinoamericanos, y por esa razón crecían con mayor velocidad. De esta manera, la relación entre un tipo de cambio competitivo y el desarrollo económico ahora es clara. Y también resulta clara la importancia estratégica de la política cambiaria. No es posible suponer simplemente que el tipo de cambio está en equilibrio con el mercado. Debemos asegurarnos de que así sea, de que el tipo de cambio sea competitivo. Si resulta difícil mantener el presupuesto público en razonable equilibrio y la tasa de interés en un nivel general moderado, resulta considerablemente más difícil mantener la competitividad del tipo de cambio, porque no es suficiente que los políticos sólo adopten una conducta moderada y razonable, sino que deben neutralizar proactivamente una tendencia estructural: la tendencia a la sobrevaluación del tipo de cambio.

Si bien, convincente en el aspecto econométrico, la bibliografía más reciente sobre el tema presenta dos problemas: confunde tipos de cambio competitivos con depreciados, y carece de una teoría o un mecanismo de transmisión que explique por qué un tipo de cambio meramente competitivo genera crecimiento económico en los países con ingresos medios. La confusión entre un tipo de cambio competitivo y uno depreciado es un error que yo también cometí. Durante muchos años, a partir de la década de 1970, estuve persuadido de que una "moneda relativamente depreciada" era causa primordial del rápido crecimiento económico. De esta manera, reconocí la función central del tipo de cambio para el desarrollo económico, pero sugerí que su nivel promedio consistía en el resultado artificial de una intervención en el mercado monetario. En otras palabras, sostenía que este tipo de cambio relativamente depreciado era el resultado de una intervención desarrollista en el mercado que podía ser acusada de "neo-mercantilista" o de "empobrecer al vecino". Desde 2007, no obstante, luego de desarrollar mi modelo del mal holandés (Bresser-Pereira, 2007; 2008) descubrí, en primer lugar, que este mal y las altas tasas de beneficio y de interés que tienden a prevalecer en los países en desarrollo son dos causas estructurales de la tendencia a la sobrevaluación del tipo de cambio. Segundo, que neutralizar esta tendencia es condición para el crecimiento acelerado en países con ingresos medios. Tercero, que el tipo de cambio resultante no está depreciado en términos relativos sino que simplemente es competitivo, conforme al modelo del mal holandés que distingue entre un "tipo de cambio de equilibrio corriente", que se corresponde con el nivel a que tiende intertemporalmente la tasa de mercado para garantizar el equilibrio de la cuenta corriente, y un equilibrio "industrial", que favorece la competitividad de las empresas comerciales que emplean la tecnología más avanzada a nivel mundial. El tipo de cambio de equilibrio industrial es por tanto "competitivo". Dado que el mal holandés es una gran falla del mercado, el tipo de cambio resultante no se vincula con este último sino con el que equilibra la cuenta corriente.

La relación entre un tipo de cambio competitivo y el desarrollo económico resulta clara. En virtud de que el crecimiento depende de la tasa de inversión y de la productividad del capital, y de que la tasa de inversión está sujeta a la disponibilidad de beneficios potenciales, las inversiones orientadas hacia la exportación, necesarias para que un país con ingresos medios aproveche su ventaja económica clave —los bajos salarios— y pueda crecer, sólo serán estimuladas por medio de un tipo de cambio competitivo.

Existen obvios intereses en torno al tipo de cambio. No es posible ignorar su contenido político-económico. Ningún país acepta que sus competidores deprecien artificialmente sus monedas. Esta práctica es considerada injusta —una forma nacionalista de "empobrecer al vecino"-. Según la teoría económica convencional, los países asiáticos y particularmente China están creciendo a expensas de sus competidores porque mantienen sus tipos de cambio artificialmente depreciados. Sin embargo, dado que lo que están haciendo estos países es simplemente neutralizar la tendencia a la sobrevaluación del tipo de cambio, o neutralizar el mal holandés y rechazar la política de crecimiento con ahorro externo que inunda sus países de divisas que no necesitan, el argumento neomercantilista deja de tener sustento.

Dos factores hacen al tipo de cambio un problema central del desarrollo económico: es un factor determinante de las oportunidades de inversión, y de la tendencia a la sobrevaluación del tipo de cambio. En este trabajo, ofreceré una explicación general de esta tendencia y de la relación básica entre el crecimiento económico y el tipo de cambio. Asumiré que los países tienen un tipo de cambio flotante, aunque, aún si tuvieran uno fijo, la diferencia sería mínima; en la práctica, los regímenes cambiarios tanto de los países en desarrollo como de los países desarrollados no son ni completamente flotantes ni totalmente fijos, sino que siempre son administrados en cierta medida; son una combinación de los dos tipos. En otras palabras, rechazo la dicotomía "fijo o flotante" y doy por sentado que todos los países administran o intentan administrar su tipo de cambio. Por otra parte, no estoy interesado en la volatilidad del tipo de cambio, sino en su nivel general y en su tendencia a la sobrevaluación seguida de crisis de la balanza de pagos. Sobre la volatilidad existe amplia bibliografía que, si bien es importante, desvía nuestra atención del problema principal representado por un tipo de cambio crónica y cíclicamente no competitivo.

 

Tipos de cambio y crecimiento

Al estudiar el desarrollo económico siempre debemos tener en cuenta sus dos lados: el lado de la oferta y el lado de la demanda. La economía convencional tiende a analizar el crecimiento económico sólo en términos de la oferta, poniendo énfasis en la educación, la mejora del capital humano, el desarrollo científico (particularmente tecnológico), la innovación y las inversiones en infraestructura y en equipos que aumentan la productividad laboral. No obstante, como demostraron Keynes y Kalecki, la demanda no es creada automáticamente por la oferta, y por ende la insuficiencia de la demanda puede constituir un importante obstáculo para el crecimiento económico. Pese a que los países en desarrollo se caracterizan por bajos niveles de educación, escaso dominio del progreso tecnológico e inversiones deficientes en producción y transporte de energía, la baja utilización de los recursos humanos en los países con ingresos medios y bajo crecimiento no deja dudas acerca de que el problema principal suele estar del lado de la demanda. La demanda está compuesta por el consumo, las inversiones, el gasto público y las exportaciones menos las importaciones o superávit comercial. Entre estos componentes de la demanda agregada, las exportaciones son clave. Los economistas neoclásicos simplemente ignoraron el lado de la demanda. En cuanto a los economistas keynesianos que atribuyen un papel trascendental a la demanda, el problema es que suelen dejar de lado la función de las exportaciones para sostener la demanda agregada, por tres razones: primero, porque se concentran en el equilibrio macroeconómico a corto plazo; en segundo lugar, porque siempre presuponen sistemas cerrados; tercero, debido a que muchos economistas keynesianos de países en desarrollo siguen priorizando el mercado local y el consumo masivo, y desconfían del crecimiento liderado por las exportaciones.

Se trata de posturas erróneas que ignoran la función esencial del tipo de cambio y de las exportaciones para el desarrollo económico. Las exportaciones son clave para los países en desarrollo bajo cualquier circunstancia, y no hay oposición entre el crecimiento del mercado interno y una estrategia de crecimiento con base en exportaciones. Cuando el país todavía es pobre, es decir, cuando no ha completado aún su revolución industrial y no cuenta con capacidad de inversión o una clase empresarial y profesionales de clase media que realicen inversiones, a menudo evade la trampa de la pobreza combinando dos estrategias: la exportación de algún commodity mineral o agrícola que abunde en el país y una intervención estatal sistemática y planificada orientada al ahorro forzoso y a aumentar la tasa de inversión. La combinación de estas dos estrategias podrá variar de país en país (Brasil y Australia de un lado, Japón, Rusia y China del otro), pero las exportaciones siempre serán relevantes. A menudo sigue una fase de sustitución de importaciones que debe ser corta —una estrategia de industrialización es aceptable en tanto la industria manufacturera sea "naciente" (un problema del crecimiento en Latinoamérica fue la extensión artificial de la estrategia de industrialización). En esta fase, las exportaciones parecen tener un papel secundario, pero esto es así sólo en parte. Inmediatamente después de agotada la fase de sustitución de importaciones, el país deberá recurrir a las exportaciones para crecer, empleando ahora su mano de obra barata para exportar bienes manufacturados.

Como veremos durante el análisis del mal holandés, mientras el país se limita a exportar commodities, la neutralización de dicho mal no constituye un problema serio porque el país todavía no necesita industrializarse. Al momento de adquirir cierto grado de capacidad empresarial y técnica, sin embargo, el desafío consistirá en industrializarse y exportar; no tiene sentido que el ahora país con ingresos medios renuncie a la diversificación de industrias con altos ingresos per cápita; pero, para ello, es condición necesaria un tipo de cambio competitivo. Para estar seguros, podemos hacernos dos preguntas: primero, ¿es realmente necesario industrializarse para crecer? En segundo lugar, ¿es necesario aumentar las exportaciones para sostener la demanda agregada? ¿No podría el país sostenerla simplemente administrando las variables internas, esto es la inversión y el consumo?

No avanzaré sobre la primera pregunta. Este problema fue resuelto en las décadas de 1940 y 1950 por la economía del desarrollo y la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) y vuelto a abordar por Nicholas Kaldor en la década de 1970.1 El desarrollo económico es un proceso de creciente productividad que se desarrolla dentro de las industrias, principalmente a través de la transferencia de mano de obra desde las industrias con bajo valor agregado hacia industrias con gran valor agregado —industrias que emplean tecnología de avanzada y pagan altos salarios promedio-. Sabemos que las industrias de bienes primarios están incorporando cada vez más tecnología y, de esta manera, podemos imaginar un país desarrollado basado exclusivamente en industrias primarias. Pero para que ello suceda, el país tendrá que ser pequeño, como Nueva Zelanda o Chile. E incluso estos países no restringen su producción de bienes transables a los bienes primarios. El desarrollo económico exige que un país que adquiere capacidad tecnológica sea capaz de transferir su mano de obra hacia industrias con mayor valor agregado per cápita. No tiene sentido que un país esté limitado estructuralmente respecto de las industrias en que puede especializarse porque su tipo de cambio está sobrevaluado.

Con relación a la pregunta de si un país puede sostener la demanda agregada interna circunscribiéndose a administrarla, la respuesta es que esto es posible en teoría, aunque resulta evidente que la posibilidad de poder contar también con la demanda externa facilita mucho las cosas. Si la economía es cerrada —o si los políticos actúan como si lo fuera—, resulta difícil aumentar las tasas de inversión y de ahorro sin reducir el consumo interno a corto plazo. Dentro del mercado interno, el político y el empresario enfrentan el clásico dilema del huevo y la gallina: las oportunidades de inversión dependen de una fuerte demanda interna que, a su vez, depende de la inversión. Si el país comienza aumentando la demanda, esto puede generarinflación; si la idea es comenzar por aumentar las inversiones, ¿cuál será el incentivo para invertir? Sin embargo, estos problemas desaparecen si asumimos que la economía es abierta y que el crecimiento debe ser liderado por las exportaciones. En este caso, cuando el país en desarrollo goza de capacidad tecnológica y de un tipo de cambio competitivo estará en condiciones de sacar ventaja de su mano de obra barata. La demanda deja de ser exclusivamente interna y se expande para convertirse en demanda mundial. Esto es lo que hicieron los tigres asiáticos, Brasil y México en la década de 1970, con gran éxito. Esto es también lo que los dos últimos países dejaron de hacer después de la crisis de la deuda de la década de 1980 cuando aceptaron abrir sus cuentas financieras externas y dejaron de neutralizar la tendencia a la sobrevaluación del tipo de cambio. Las exportaciones basadas en un tipo de cambio competitivo no sólo constituyen demanda cuando el saldo de las operaciones comerciales es positivo sino que, además, fomentan la principal variable de la demanda —la inversión—, que opera tanto de lado de la oferta como del lado de la demanda.2 Por tanto, las exportaciones son estratégicas para resolver el problema del desempleo o de la insuficiencia de la demanda. En la era de la globalización, el crecimiento liderado por las exportaciones es la única estrategia sensata para los países en desarrollo, siempre y cuando cuenten con la ventaja competitiva de la mano de obra barata. El argumento de que un modelo de crecimiento basado en las exportaciones es inconsistente con la distribución del ingreso y con el consumo interno masivo carece de sentido. Las exportaciones aumentan el empleo, los salarios y el consumo interno. El crecimiento con base en exportaciones puede elevar temporariamente la desigualdad, pero esta consecuencia se observa con mayor frecuencia en casos de crecimiento fundado en la sustitución de importaciones.

La mayoría de los economistas que reconocen la correlación positiva entre un tipo de cambio competitivo y el crecimiento acelerado la explican por referencia tanto a las crisis financieras, como a la corrupción o el rentismo provocado por una moneda sobrevaluada. Esto es correcto aunque obvio. Recientemente, Rodrik (2007: 20-26) ha ensayado una explicación más elaborada. Dado que una devaluación real de la moneda es por definición un aumento de los precios relativos de los bienes transables con relación a los bienes no transables, este autor sostiene que una moneda "sub-valuada" "acentuará la rentabilidad relativa de los sectores de bienes transables y provocará su expansión (a expensas del sector no transable)". No obstante, reconoce que esto no es una teoría, puesto que "tal teoría debería explicar por qué los bienes transables son 'especiales' desde la óptica del crecimiento". Recurre a dos explicaciones para ello. Una explicación es ajena al campo de la economía: instituciones débiles y la corrupción asociada impondrán "un impuesto más alto sobre los bienes transables"; la otra explicación es que "las fallas del mercado predominan en el sector transable". Estas explicaciones no son satisfactorias, e insisten erróneamente con el concepto de un tipo de cambio "sub-valuado" en lugar de uno "competitivo" (ver sección siguiente). Levy-Yeyati y Sturzenegger (2007: 22) cometen el mismo error, aunque están más cerca de la explicación correcta. Su conclusión es que el mecanismo que hace que una moneda "sub-valuada" acelere el crecimiento "está asociado con un aumento de la inversión y del ahorro total y una baja en el ingreso del trabajo con relación al capital". Sin embargo, no explican por qué un tipo de cambio competitivo está asociado a una mayor tasa de ahorro e inversión.

He sostenido durante algún tiempo que el mecanismo de transmisión entre un tipo de cambio competitivo y el crecimiento económico es simple. Del lado de la demanda, si se cuenta con capacidad tecnológica y con recursos ociosos o desocupados, el crecimiento dependerá de la tasa de ahorro, que depende de la tasa de inversión, que depende de la existencia de oportunidades de lucro, que a su vez depende de las oportunidades de exportación las que, en última instancia, existirán únicamente si el tipo de cambio no está sobrevaluado sino que es competitivo. El tipo de cambio es, de hecho, la principal variable de estudio por la macroeconomía del desarrollo, dado que desempeña una función estratégica para el crecimiento económico. Según el modelo clásico o de la economía política, el crecimiento depende esencialmente de la tasa de acumulación de capital, que depende de los beneficios esperados o, más precisamente, de la diferencia entre los beneficios esperados y la tasa de interés, pero que también depende del ahorro. Sin embargo, según la postura keynesiana, el ahorro depende de las inversiones —lo que convierte a los beneficios esperados en la variable clave del crecimiento económico. Pese a que los beneficios esperados dependen de la demanda interna, dependen también y en mayor medida de las exportaciones y, de esta manera, de un tipo de cambio competitivo. En otras palabras, si se dan las condiciones del lado de la oferta —que no debemos pasar por alto—, se requiere un tipo de cambio competitivo para materializar las inversiones orientadas a la exportación. El principal mecanismo que liga al tipo de cambio con el crecimiento está del lado de la demanda, pero también puede considerárselo del lado de la oferta —como un factor que aumenta el ahorro interno—. El tipo de cambio tiene importantes efectos sobre los salarios reales. Cuando el tipo de cambio está sobrevaluado, los salarios serán artificialmente altos y, en virtud de la alta propensión marginal al consumo, principalmente entre los trabajadores, el consumo interno también crecerá artificialmente. De esta manera, cuando la política económica lleva el tipo de cambio al nivel de competitividad o de equilibrio, caerán los salarios reales y el consumo interno, generando espacio para el aumento del ahorro interno (en tanto este cambio del lado de la oferta se complemente del lado de la demanda con el aumento de la tasa de inversión).

Esta teoría supone que los políticos son capaces de administrar el tipo de cambio a largo plazo. Así, rechaza la presunción neoclásica de que el tipo de cambio es endógeno. Y naturalmente rechaza también la postura neoclásica que invierte este razonamiento y sujeta el tipo de cambio a la tasa de ahorro. Esto es lo que argumentan Pastore, Pinotti y Almeida (2008: 296), por ejemplo. Coinciden en que un tipo de cambio competitivo está ligado al crecimiento económico, aunque rechazan expresamente mi modelo, en el cual un mal holandés no neutralizado y la política de crecimiento con ahorro externo, además de una política de altas tasas de interés (un caso de populismo cambiario), conducen a la sobrevaluación del tipo de cambio real que, a su vez, reduce las tasas de ahorro y de inversión. En lugar de ello, los autores mencionados asumen que el tipo de cambio es una "variable endógena", y concluyen afirmando que "los países con mayor proporción de ahorro con relación a las inversiones presentan superávit de cuenta corriente, un tipo de cambio real más depreciado y crecimiento acelerado. Pero esto es consecuencia de sus fuertes ahorros, y no de una política deliberada de fijar un tipo de cambio real más depreciado". De esta forma hacen depender al tipo de cambio real, una variable macroeconómica de corto plazo, de la tasa de ahorro, una variable estructural de largo plazo —lo cual carece de sentido. Si admitiéramos que el tipo de cambio puede ser administrado sistemáticamente por un país en el marco de una estrategia de desarrollo nacional —respecto de lo cual existen importantes antecedentes históricos no sólo en Asia sino también en América Latina entre 1930 y 1980—, tiene mayor sentido sostener que mediante una política macroeconómica dirigida a un tipo de cambio competitivo es posible dar lugar gradualmente a un aumento de la tasa de ahorro que, a su vez, en la medida de ese crecimiento, refuerce la política de tipo de cambio competitivo.

En la actualidad, la política consistente en administrar el tipo de cambio para prevenir su apreciación es más eficaz en los dinámicos países asiáticos que en Oriente Medio, África y Latinoamérica. Los países latinoamericanos utilizaron ampliamente la administración del tipo de cambio hasta la década de 1980 y crecieron a buen ritmo, pero perdieron esta capacidad después de la crisis de la deuda y de su sometimiento a las políticas dictadas desde el norte. La capacidad de los países asiáticos de rápido crecimiento para administrar sus tipos de cambio es la explicación fundamental de su éxito. Tiene origen en su mayor autonomía nacional respecto del norte y en su firme rechazo al populismo económico. Estas dos condiciones son esenciales para una estrategia de desarrollo nacional. Una tercera razón podría ser que los recursos naturales de los países de Asia son relativamente escasos, y por lo tanto estos países están menos expuestos al mal holandés. Sin embargo, es de resaltar que los países que sí cuentan con esos recursos, como Tailandia y Malasia, no han crecido con base en su explotación.3

 

La tendencia a la sobrevaluación

La principal razón por que algunos países con ingresos medios o emergentes crecen a gran velocidad y se encaminan a la convergencia mientras que otros quedan relegados es que los primeros neutralizan la tendencia a la sobrevaluación del tipo de cambio, mientras que los últimos no logran hacerlo. Después de varios años de estudiar la relación entre el tipo de cambio y el crecimiento económico, mi conclusión más general es que el principal obstáculo que enfrentan los países con ingresos medios para convergir es la tendencia de la moneda local a la sobrevaluación crónica y cíclica. Si bien se asocia a un tipo de cambio competitivo con el crecimiento veloz, su tendencia a la sobrevaluación es aún un aspecto a investigar científicamente, y puede considerarse una hipótesis que debe ser comprobada. Pese a ello, el casi permanente estado de fragilidad financiera y las crisis recurrentes de la balanza de pagos que observamos en los países en desarrollo constituyen sólidas pruebas de esta hipótesis. La tendencia a la sobrevaluación del tipo de cambio tiene dos causas estructurales principales: el mal holandés y la atracción que las altas tasas de beneficio y de interés disponibles en los países en desarrollo despiertan en el capital internacional como consecuencia de su relativa escasez actual. Se trata de causas estructurales porque son independientes de las políticas económicas o de la intervención del hombre. La segunda causa, sin embargo, se ve intensificada en virtud de tres políticas, dos de ellas recomendadas por la ortodoxia convencional (la política de crecimiento con ahorro externo y la "profundización del capital"), mientras que la tercera tiene origen en los propios países en desarrollo: el populismo cambiario.

El papel que desempeña el mal holandés es distinto del que juegan las otras causas, ya que ejerce una gran presión ascendente sobre el tipo de cambio pero no lleva al país a experimentar déficit de cuenta corriente y a endeudarse fuertemente en el exterior. Como argumenté al analizar el mal holandés (Bresser-Pereira, 2008), este mal es el resultado de las rentas ricardianas derivadas de la abundancia de recursos naturales que producen un tipo de cambio consistente con el equilibrio de la cuenta corriente a largo plazo pero inconsistente con la competitividad internacional de las industrias de intercambio que emplean la mejor tecnología disponible a nivel mundial, con la excepción de los commodities que provocan el mal. De este modo, un país beneficiado por la existencia de valiosos recursos naturales sufre una maldición porque no tiene uno sino dos equilibrios cambiarios: el equilibrio "corriente", que equilibra intertemporalmente el tipo de cambio, y el equilibrio "industrial", que torna viables a las industrias de intercambio que utilizan tecnología de avanzada. A mayor diferencia entre estos dos equilibrios, más grave será el mal. El mal holandés aprecia la moneda nacional, pero esta presión se frena cuando el tipo de cambio alcanza el nivel correspondiente al equilibrio corriente.

La otra causa principal de la tendencia a la sobrevaluación del tipo de cambio está relacionada con el ingreso de capitales. Este ingreso es el resultado de la atracción estructural que las altas tasas de beneficio y de interés ejercen sobre el capital internacional. Pero también son consecuencia de una persistente política de crecimiento con ahorro externo recomendada por la ortodoxia convencional. Dado que las inversiones de las empresas comerciales requieren financiamiento, los economistas convencionales sostienen que el país en su totalidad también necesitará financiamiento externo. Sin embargo, se trata de una situación clásica en donde la lógica microeconómica (la necesidad de financiamiento de los empresarios) no puede ser convertida en lógica macroeconómica. En algunos casos, el financiamiento externo puede resultar positivo pero en la mayoría el intento por crecer con ahorro externo conduce al fracaso: en lugar de aumentar las inversiones, el ahorro externo eleva el consumo —generando una alta tasa de sustitución de ahorro interno por ahorro externo. Los países que adoptan la política de crecimiento con ahorro externo atraviesan tres etapas perversas. No hay necesida de criticar esta estrategia una vez alcanzada la segunda o tercera etapa, puesto que el daño infligido al país deviene ostensible. Por ello, limitaré mi análisis a la primera etapa, donde el país aún no ha suspendido sus pagos internacionales ni se ha endeudado en tal medida que dependa de sus acreedores y se vea obligado a ganar su confianza, pero sí ha caído víctima del maligno proceso de sustituir el ahorro interno por ahorro externo porque, debido a la apreciación del tipo de cambio, una porción considerable de los fondos externos que hipotéticamente aumentarían las inversiones terminan elevando el consumo.4 Como plantea Barbosa Lima Sobrinho (1973) en el título de uno de sus libros, siguiendo a Ragnar Nurkse (1953), 'el capital se hace en casa.' El ahorro externo o los déficit de la cuenta corriente sólo serán positivos para el crecimiento en momentos determinados, cuando el país esté creciendo a gran ritmo y las tasas de beneficio esperadas sean altas, ya que en esos momentos el aumento de los salarios reales provocado por la apreciación del tipo de cambio se canalizará en su mayor parte hacia la inversión y no hacia el consumo.

Mientras que el mal holandés deja de empujar el tipo de cambio cuando éste alcanza el equilibrio corriente, los efectos de los flujos entrantes de capital resultantes de la política de crecimiento con ahorro externo sobre la apreciación de la moneda por encima de ese equilibrio son continuos. El tipo de cambio se aprecia gradualmente en tanto el capital entrante financia el déficit de la cuenta corriente y aumenta la deuda externa. Si no se detiene este ingreso de capital, tarde o temprano se producirá una crisis de la balanza de pagos. La crisis tendrá lugar más rápido cuanto más intenso sea el proceso de apreciación y menor su neutralización por parte del gobierno local.

Es fácil comprender esta apreciación excesiva si el tipo de cambio es fijo. Es un error, no obstante, sostener que el problema se solucionará con la flotación del tipo de cambio. Esto no será así porque los mercados cambiarios son altamente ineficientes, especialmente en los países en desarrollo. No reaccionan depreciando la moneda tan pronto surge un déficit en la cuenta corriente. En los mercados financieros de hoy, el tipo de cambio depende cada vez menos de los flujos comerciales y más de los flujos de capital. En la medida que los inversores continúen creyendo que el país es sólido —y estarán tentados a hacerlo en la medida que obtengan buenos réditos—, seguirán abasteciendo de capital al país, y el tipo de cambio continuará excesivamente apreciado.

La presión del mal holandés sobre la sobrevaluación de las monedas nacionales varía según su gravedad. Esta gran falla del mercado existe en distintos grados en los países donde los recursos abundantes y baratos generan rentas ricardianas. Tales rentas favorecen la viabilidad de la explotación económica de los recursos con un tipo de cambio más apreciado que el que sería consistente con la competitividad internacional de las industrias que emplean tecnología de avanzada. La consecuencia de esto es que los únicos bienes transables que el país puede producir son los que causan el mal holandés. La posibilidad de materializar una estrategia de desarrollo nacional dependerá de la capacidad del país para neutralizar los efectos del mal holandés por medio de impuestos a la exportación de los bienes que le dan origen.

La política de crecimiento con ahorro externo tiene como política complementaria la "profundización del capital". Profundización del capital es sólo una forma elegante de justificar altas tasas de interés que atraigan capitales internacionales; este concepto fue introducido en la década de 1970 por McKinnon (1973) y Shaw (1973), cuando muchos países en vías de desarrollo controlaban sus tasas de interés, a menudo negativas. Además, la profundización del capital también debería transmitir seriedad en términos de política económica, aunque las tasas de interés administradas y el populismo económico sugieren lo contrario. Otro aspecto complementario de la política de crecimiento con ahorro externo es el uso del tipo de cambio, en particular de un "anclaje" cambiario, para controlar la inflación. Esta política ganó popularidad en la década de 1990, después de que Argentina lograra en 1991 controlar su hiperinflación ligando su tipo de cambio al dólar estadounidense. Las desastrosas consecuencias de esta política son bien conocidas, incluso por la ortodoxia convencional, que desde fines de 1990 la ha abandonado en favor de la flotación cambiaria. No obstante, la práctica de utilizar la apreciación del tipo de cambio para controlar la inflación continúa siendo central para la ortodoxia convencional. El éxito alcanzado por Brasil en la reducción de la inflación desde 2002, por ejemplo, se debió a la fuerte apreciación posterior del real. Por otra parte, cuando el tipo de cambio se aprecia excesivamente, la aceleración de la inflación que traerá aparejada la depreciación requerida constituye un importante obstáculo. La aceleración de la inflación es temporaria en una economía abierta, competitiva y no indexada; la burbuja inflacionaria desaparece rápidamente. Pero el estigma de una gran inflación puede ser significativo, como sucede en Brasil, de modo que, ante cualquier aceleración de los índices de inflación, aunque temporaria, la gente teme el regreso de la alta inflación, lo que legitima la política del banco central de aumentar la tasa de interés, aun en ausencia de inflación alta, simplemente para apreciar el índices.

El 'populismo cambiario' —una de las dos formas de populismo económico— es también una de las causas de la tendencia a la sobrevaluación del tipo de cambio. Mientras que el populismo político es una práctica mediante la cual los líderes políticos se relacionan directamente con el pueblo, sin la intermediación de partidos políticos e ideologías, el populismo económico consiste simplemente en gastar irresponsablemente más de lo que uno recibe. Mientras que con el populismo fiscal la organización o aparato estatal gasta más de lo que recauda, incurriendo en déficit fiscales crónicos e irresponsables, con el populismo cambiario es el Estado nación o país el que gasta más de lo que recibe, generando déficit de cuenta corriente crónicos.5 Un tipo de cambio apreciado resulta atractivo en el corto plazo, puesto que implica mayores salarios reales y mayores beneficios que los que suministraría una tasa competitiva. Los ricos, que miden su riqueza en dólares, ven crecer su patrimonio con cada apreciación de la moneda local. Los salarios de la clase media, con su componente de consumos importados relativamente alto, suben cuando la moneda local aumenta su valor. Incluso los más pobres se benefician con el aumento de los salarios reales por medio de tipos de cambio no competitivos, ya que una porción de los productos que componen su canasta de consumo reduce su valor. A los ministros del gobierno les interesa contar con un tipo de cambio apreciado para ganar adeptos, y por ende no dudan a la hora de llevar a cabo lo que llamo populismo cambiarlo. Y los economistas del gobierno que aceptan el mandato exclusivo del banco central impuesto por la ortodoxia convencional —controlar la inflación— también prefieren un tipo de cambio apreciado porque sostienen —como se ha vuelto habitual en Brasil en los últimos tiempos— que la apreciación del real fue positiva porque llevó al aumento de los salarios. La ortodoxia convencional critica el populismo fiscal, pero se adhiere al populismo cambiario porque la apreciación del tipo de cambio se ajusta a su principal propuesta para los países en desarrollo: crecer por medio del ahorro externo. Examinemos entonces en primer lugar esta política, y analicemos a continuación el mal holandés —los dos factores principales detrás de la tendencia a la sobrevaluación del tipo de cambio.

La tendencia a la sobrevaluación del tipo de cambio puede ilustrarse con una simple gráfica. En la gráfica 1, el tipo de cambio está definido como el precio en moneda local de una moneda extranjera o de una canasta de monedas,6 de manera que cuanto más baja sea la curva cambiaria, más se apreciarán la moneda local o el tipo de cambio. Si tomamos como punto de partida una crisis financiera y la rápida y fuerte depreciación de la moneda local respectiva (un incremento casi vertical del tipo de cambio de la gráfica), sobrevendrá un proceso gradual de apreciación del tipo de cambio, impulsado por los distintos factores o causas recientemente analizados. Durante el proceso de sobrevaluación, el tipo de cambio, bajo la presión del mal holandés, cruza primero la línea horizontal que representa el tipo de cambio de equilibrio industrial (e1), continúa apreciándose (es decir, cayendo en la gráfica), y cruza la línea horizontal representativa del tipo de cambio de equilibrio corriente (e2). A partir de este punto, el mal holandés de empujar hacia abajo el tipo de cambio, pero su apreciación continúa y el país ingresa en la zona de déficit de cuenta corriente bajo la presión de la política de crecimiento con ahorro externo y del populismo cambiario. Por último, a medida que el déficit crece y erosiona la confianza de los acreedores internacionales, se materializa la crisis de la balanza de pagos, y el tipo de cambio vuelve a depreciarse verticalmente. ¿Cuánto tiempo dura todo este ciclo? Si el país no cuenta con una política de neutralización de la tendencia a la sobrevaluación del tipo de cambio, el lapso entre crisis puede ser breve (digamos ocho años). La presunción de que un régimen de flotación cambiaria corregirá automáticamente el tipo de cambio no es realista, ya que los flujos de capital, y no los del comercio, son hoy los principales factores determinantes del tipo de cambio de mercado. Mientras los inversores extranjeros conserven la confianza y se sientan atraídos por altas tasas de beneficio y de interés, continuarán financiando al país. En determinado momento, sin embargo, percibirán el riesgo y el efecto gregario llevará al país hacia el default. No obstante, en la medida que el país pueda neutralizar parcialmente la tendencia a la sobrevaluación del tipo de cambio, la crisis podrá evitarse —sólo se observarán tasas de crecimiento más bajas.

Esta simple teoría explica por qué los países en desarrollo están tan expuestos a sufrir crisis de la balanza de pagos. Contrariamente a lo que suponen los economistas convencionales, estas crisis no se deben exclusivamente a la "volatilidad cambiaria" ni indican la presencia de un "desfasaje cambiario", sino que son el resultado de una tendencia estructural exacerbada por políticas incorrectas. Efectivamente, los tipos de cambio son volátiles, y suelen estar desfasados, pero no son consecuencia ni de shocks aleatorios ni de la inestabilidad psicológica de los agentes económicos, pese a que ciertos shocks son difíciles de predecir y el comportamiento económico a menudo carece de racionalidad. Estos factores pueden tener cierta incidencia, pero lo principal es la tendencia a la sobrevaluación provocada por las rentas ricardianas que dan origen al mal holandés y la atracción que las mayores tasas de beneficio e interés características de los países en desarrollo despiertan en los capitales extranjeros. Debido a estos factores estructurales y a las políticas erróneas que los profundizaron —la estrategia de crecimiento con ahorro externo, la práctica de utilizar un anclaje nominal para controlar la inflación, la profundización del capital y el populismo cambiario—, las monedas de los países en vías de desarrollo tienden cíclicamente a apreciarse en exceso hasta derivar en una crisis de la balanza de pagos.

La teoría es simple, pero las consecuencias son importantes: si el país no logra neutralizar la tendencia a la sobrevaluación del tipo de cambio, no crecerá, o lo hará lentamente. Dado que no estoy ofreciendo pruebas empíricas, debemos considerar este planteo como una hipótesis —aunque dotada de fuerza suficiente puesto que explica las crisis recurrentes de la balanza de pagos a que están sujetos los países en desarrollo-. Estas crisis no son provocadas principalmente por el populismo económico, como suele decirse, sino por una tendencia que tiene entre sus causas un tipo particular de populismo económico: el populismo cambiario. La fragilidad financiera de algunos países no se debe en todos los casos a su dependencia del capital extranjero en forma de préstamos o inversiones directas, sino a que no logran neutralizar dicha tendencia. El hallazgo de pruebas econométricas de esta tendencia y de la forma de neutralizarla —que depende de la decisión de crecer con ahorro interno, gravar las exportaciones de los bienes que causan el mal y, más ampliamente, de administrar un tipo de cambio flotante— requiere de investigación adicional.

 

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Notas

1 Ver Prebisch (1950), Kaldor (1978).

2 El gasto en inversión depende también de otras variables, además del aumento de las exportaciones, como la tasa de interés y, en particular, las expectativas de lucro, aunque estas últimas serán sensiblemente mejores si los empresarios cuentan con un tipo de cambio que los aliente a exportar.

3 Estos países están expuestos sólo al mal holandés "extendido", derivado de la existencia de mano de obra barata (Bresser-Pereira, 2008).

4 Para un análisis de las crisis de la balanza de pagos o crisis cambiarias, ver Alves, Ferrari Filho y de Paula (2004). Los autores distinguen modelos de primera, segunda y tercera generación; estos modelos asignan invariablemente un papel fundamental al déficit público para explicar estas crisis. Uno de mis alumnos del doctorado, Lauro Gonzales (2007), está preparando una tesis para demostrar que la política de crecimiento con ahorro externo y, por tanto, los déficit de la cuenta corriente, son en realidad los factores decisivos.

5 Sobre populismo económico ver Bresser-Pereira (1991) y Dornbusch y Edwards (1991). Los estudios clásicos sobre el populismo económico, incluidos el populismo fiscal y el cambiario, fueron escritos por Adolfo Canitrot (1975), Carlos Diaz-Alejandro (1981) y Jeffrey Sachs (1989) y están reproducidos en el libro que edité.

6 De esta forma, la gráfica no ilustra el precio de la moneda propia en términos de terceras monedas como suele suceder en Estados Unidos o Gran Bretaña, sino a la inversa.

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