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Economía UNAM

versión impresa ISSN 1665-952X

Economía UNAM vol.3 no.8 Ciudad de México may./ago. 2006

 

Artículos

 

La función constitucional de la regulación económica

 

The Constitutional Function of Economic Regulation

 

Diego Valadés

 

Director del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM. <valades@servidor.unam.mx>

 

Resumen

El enunciado de numerosos preceptos constitucionales tiene una necesaria repercusión económica. Las prestaciones sociales a que el Estado se encuentra obligado implican la disposición de recursos cuantiosos. Esta responsabilidad tuvo, a su vez, repercusiones en la estructura y en el funcionamiento del aparato gubernamental. El crecimiento desmesurado de la burocracia, el clientelismo político, la corrupción administrativa, el despilfarro de los recursos públicos, son algunos de los aspectos negativos de la carga de obligaciones prestacionales que incumbían a los órganos gubernamentales. Además, para hacer frente a esas demandas se recurría, con frecuencia, al endeudamiento.

Otra característica de la regulación económica, como facultad gubernamental, consistía en una creciente participación en la producción y distribución de bienes y de servicios. El Estado no sólo ofrecía satisfactores para algunas necesidades de la sociedad; también se convertía en el empleador más importante del país. Esto sucedía así por las inversiones en infraestructura y por la absorción progresiva de numerosas empresas privadas para evitar el riesgo de su cierre y la consiguiente generación de desempleo.

 

Abstract

The statement of many constitutional concepts necessarily has an economic effect. The social benefits the state is mandated to guarantee imply the use of large amounts of resources. This responsibility also had repercussions in the structure and functioning of the governmental apparatus. The unbridled growth of the bureaucracy, the system of political patronage, corruption in the administration and the waste of public resources are some of the negative aspects of the burden of obligations of social benefits that government bodies had. In addition, to comply with these demands, the government frequently went in to debt. Another characteristic of economic regulation as a government prerogative consisted of increasing participation in the production and distribution of goods and services. The state not only satisfied certain of society's needs; it also became the country's biggest employer. This happened because of the investments in infrastructure and the gradual absorption of many private companies to prevent them from closing, thus creating unemployment.

JEL classification: K00, K10.

 

Líneas generales

El enunciado de numerosos preceptos constitucionales tiene una necesaria repercusión económica. Las prestaciones sociales a que el Estado se encuentra obligado implican la disposición de recursos cuantiosos. Esta responsabilidad tuvo, a su vez, repercusiones en la estructura y en el funcionamiento del aparato gubernamental. El crecimiento desmesurado de la burocracia, el clientelismo político, la corrupción administrativa, el despilfarro de los recursos públicos, son algunos de los aspectos negativos de la carga de obligaciones prestacionales que incumbían a los órganos gubernamentales. Además, para hacer frente a esas demandas se recurría, con frecuencia, al endeudamiento.

Otra característica de la regulación económica, como facultad gubernamental, consistía en una creciente participación en la producción y distribución de bienes y de servicios. El Estado no sólo ofrecía satisfactores para algunas necesidades de la sociedad; también se convertía en el empleador más importante del país. Esto sucedía así por las inversiones en infraestructura y por la absorción progresiva de numerosas empresas privadas para evitar el riesgo de su cierre y la consiguiente generación de desempleo. Durante décadas el llamado "sector paraestatal" creció de una manera exorbitante, distrayendo la atención de los gobernantes y los recursos generados por los ingresos públicos.

La regulación económica tenía dos vertientes: las facultades reguladoras que el ordenamiento jurídico atribuía a los órganos del poder, en relación con la actividad económica de los particulares y la intervención directa de esos órganos en la vida productiva, a través de la gestión de empresas, del sistema de subsidios y de la concesión de créditos. Esta intervención alcanzó su punto máximo con la estatización de la banca, en 1982, mediante una adición al artículo 28 constitucional. La decisión produjo un efecto adverso de considerable magnitud y fue derogada en 1990. Entre tanto, el Estado fue desmantelando progresivamente una parte importante de las instituciones que le daban una participación voluminosa en la vida económica, y se hizo necesario adoptar lo que, coloquialmente, se denominó "capítulo económico" de la Constitución, integrado por tres preceptos que fueron reformados en 1983: los artículos 25, 26 y 28.

La función reguladora de la economía se desarrolló de manera paralela a la de estabilización social. La necesidad de disponer de recursos y la conveniencia de orientar la economía se complementaron durante décadas. Proveer a la población de una amplia gama de prestaciones sociales, ofrecer empleo, facilitar créditos y garantizar los precios de los productos agrícolas, eran acciones que requerían de un aparato de gestión económica que sólo la Constitución podía estructurar. De otra suerte, los particulares habrían contado con la posibilidad de ejercer acciones de naturaleza judicial, para sustraerse del control gubernamental.

Aunque tenía otras motivaciones, también puede incluirse en este rubro lo relacionado con el combate a la corrupción. Las desviaciones de la conducta de los funcionarios generaban incertidumbre en el sector privado, incrementaban los costos de transacción, aumentaban la resistencia ante la acción del Estado en el ámbito económico, desprestigiaban al gobierno y encarecían sus acciones de prestación. Con el propósito de establecer mecanismos de control sobre los funcionarios, de manera paralela a los preceptos de orden económico fueron reformados el título cuarto de la Constitución, en materia de responsabilidades, y el artículo 134, para depurar el manejo de los recursos económicos de que disponen las autoridades federales.

 

Rectoría del Estado

El primer instrumento regulador de la economía que la Constitución ofreció al gobierno fue el artículo 131. El párrafo inicial de ese precepto corresponde a una inteligente redacción dictada por José Yves Limantour, e incorporada a la anterior Constitución en 1896. En su versión original de 1857, ese precepto ordenaba la abolición de las alcabalas y aduanas interiores en el país a partir del 1° de junio de 1858. Sucesivas reformas fueron aplazando ese objetivo, en clara contravención de los propósitos originales, acentuando la imagen de debilidad institucional del Estado mexicano. Para revertir la situación, en 1891 se realizó la Conferencia de Economistas, y con los elementos allí planteados el ministro de hacienda de Porfirio Díaz elaboró el texto, que sigue en vigor, complementado por un segundo párrafo que fue adicionado en 1950, redactado a su vez por el ministro de economía Antonio Martínez Báez: un experimentado constitucionalista.

La importancia del segundo párrafo del artículo 131 es crucial, en tanto que faculta a los órganos del poder para adoptar medidas restrictivas en relación con el comercio exterior, a pesar de los tratados internacionales suscritos por México. La jerarquía de las normas, establecida por el artículo 133, deja a salvo esa facultad reguladora suprema.

Tiempo después, en 1983, la Constitución incorporó el neologismo rectoría del Estado y del desarrollo nacional, para denotar "dirección", "poder" o "autoridad" en materia económica. Se trató de un sucedáneo para facilitar la adopción de algunas normas atinentes a la planificación indicativa o no vinculante. El sentido anfibológico de la expresión permitió que la función de esta reforma tuviera una naturaleza múltiple. Por un lado se enviaba un mensaje a los inversores nacionales y extranjeros en cuanto a que el Estado se estaba imponiendo límites; por otra parte, se satisfacían algunas expectativas en el sentido de dotar al poder político de instrumentos para orientar la economía nacional; adicionalmente se disponía de un instrumento de control, en manos del presidente de la República, sobre los demás órganos del poder político, federales y locales.

La virtud de esa reforma fue que cada lector podía entender lo que mejor se acomodara a sus propias percepciones y convicciones. Desde una perspectiva de izquierda, era un avance modesto, pero avance al fin; desde una perspectiva administrativa, facilitaba un cierto orden en el gasto, y desde una perspectiva empresarial era un elemento de certidumbre que resultaba satisfactorio. Por lo menos se sabía hasta dónde podría llegar el poder del Estado en cuanto a la regulación de la economía.

Independientemente de su contenido, la función de la reforma constitucional consistió en que el Estado recuperara la posibilidad de regular la economía. La profunda crisis económica que culminó en la expropiación de la banca, en septiembre de 1982, reforzada por la reforma al artículo 28 en noviembre siguiente, sometió a las instituciones reguladoras a una tensión para la que no estaban diseñadas. Al alterar su contenido y su función, las resistencias pusieron al poder político ante la disyuntiva de ejercer actos de coacción, sin importar los riesgos de una descapitalización del país, con su secuela de desempleo, abatimiento de la capacidad adquisitiva y probable crisis social, o rectificar hasta los límites razonables para la gobernabilidad del país. Sin embargo, también había que considerar los estragos de la crisis económica en la economía de los pequeños ahorradores, que no habrían aceptado de buen grado un retroceso ostensible en cuanto a la estatización de la banca.

La respuesta del Estado consistió en un ingenioso mecanismo legal mediante el cual el servicio bancario correspondió a las sociedades nacionales de crédito, de nueva creación. Conforme a la Ley Reglamentaria del Servicio Público de Banca y Crédito, de 1985, el capital de esas sociedades fue representado, en 66%, por certificados de participación patrimonial de la serie A, suscritos en su totalidad por el gobierno federal y, 34% restante, por certificados de la serie B, susceptibles de ser suscritos por particulares. De esta manera se hizo posible atenuar algunos efectos de la expropiación, y se preparó el camino para la reforma de 1990, que lisa y llanamente derogó el párrafo adicionado en 1982, y permitió la reprivatización de la banca. Para adoptar esta solución resultó de utilidad la reforma constitucional acerca de la rectoría económica del Estado, que ofreció un adecuado soporte a los argumentos conforme a los cuales el Estado no perdía su posición de ventaja en la banca, en relación con los tenedores de los certificados de la serie B.

Otro tema asociado con la denominada rectoría del Estado en materia económica fue el concepto de planificación. Al introducir las normas sobre planificación, la Constitución fortaleció el sistema presidencial. Todo el proceso económico del Estado fue puesto en manos del presidente, con apenas una tenue participación del Congreso. La Ley de Planeación, de 1983, asignó al presidente una serie de atribuciones que previamente eran ejercidas de manera informal. Le reforma constitucional se vio facilitada porque, cuando fue propuesta, ya había precedentes satisfactorios de planificación. El Plan Global de Desarrollo, de 1980, por ejemplo, incluyó objetivos muy ambiciosos entre los que se incluía la decisión de que no fuera sólo un documento para orientar la acción del gobierno, sino de todo el sector público nacional. La "globalidad" del plan, por otra parte, no se reducía a las acciones de repercusión económica del sector público; también abarcaba la amplia gama de asuntos en que el poder está involucrado, incluidas las políticas para la democratización.

Los intentos para establecer mecanismos de planificación en México vienen de muy atrás. En 1928 se dispuso por ley la integración de un Consejo Nacional Económico, sustituido en 1930 por la Comisión Nacional de Planeación, también de corta vida. Sucesivos esfuerzos se fueron acumulando, hasta culminar en la reforma del año 1983. No podía pasar inadvertido el hecho de que las acciones de planificación eran puestas, constitucionalmente, en manos del presidente de la República, y que de esta forma se fortalecía significativamente su capacidad de decisión. No hubo objeciones, porque instintivamente se reconocía que la centralización de las decisiones económicas facilitaría la superación de la crisis económica imperante en el país.

Los planes de desarrollo tienen un componente esencialmente económico, pero por necesidad tocan otros aspectos de relevancia para el desarrollo, entre los que figuran la consolidación de las instituciones políticas, la inversión en ciencia y tecnología, la educación, las relaciones laborales y el bienestar de la población. Por todo esto, los planes de desarrollo guardan una relación directa con los programas de gasto y, por extensión, con la definición de las políticas generales del gobierno. En la definición de esas políticas no participan los órganos de representación nacional; son una atribución concentrada en las oficinas presidenciales, o en las del funcionario en quien el presidente las delega. De acuerdo con la ley de planeación, el órgano investido de la capacidad decisoria relacionada con el plan nacional, es la Secretaría de Hacienda. Esto convierte al área responsable de las finanzas nacionales en el eje del programa de gobierno.

En un sistema de partido dominante, ese arreglo del poder ofrecía riesgos pero resultaba funcional; en un sistema plural y competitivo, ese mecanismo resulta disfuncional. Las fuerzas políticas representadas en el Congreso no tienen compromiso alguno con las decisiones que contiene el programa de gobierno, cuya formación obedece a una inercia de alta concentración del poder, ajena a las tendencias de un Estado constitucional democrático.

La reforma de 1983 se explica en su contexto, e incluso representa un paso susceptible de generar otras acciones; pero su impulso ha quedado detenido. Cumplido el objetivo de construir un instrumento cuya elaboración llevó más de cinco décadas, el proceso autogenerativo de la norma se detuvo, generando una merma en los procedimientos de planificación. Los resultados iniciales se han visto truncados por la falta de continuidad evolutiva y por la incongruencia que supone, en el nuevo contexto, la exclusión del Congreso en cuanto a las decisiones que orientan la acción gubernamental.

Los rasgos de envejecimiento del sistema presidencial mexicano se hicieron muy ostensibles a partir del momento en el que dejó de operar el partido dominante. Por mucho tiempo el sistema presidencial se mantuvo aparentemente saludable, en tanto que de manera ostensible envejecía el sistema de partido dominante; una vez que éste hizo crisis y dejó su lugar a un sistema de partidos competitivos, lo que se advierte es la vetustez de un sistema presidencial ajeno a las exigencias de un congreso plural, donde el presidente ya no tiene asegurada la presencia mayoritaria de su propio partido.

 

Energéticos

En este rubro se incluyen los hidrocarburos y la energía eléctrica, y forma parte de este estudio por los efectos que tienen en cuanto a las funciones de regulación económica previstas en la Constitución.

La cuestión de los hidrocarburos se advirtió desde el Constituyente de 1917. Pocos días antes de que culminara ese Congreso, el 25 de enero, un grupo de diputados presentó un proyecto de artículo 27, conforme al cual el "petróleo o cualquier carburo de hidrógeno sólido, líquido o gaseoso..." sólo podría ser explotado mediante concesiones reservadas a los mexicanos o a quienes, siendo extranjeros, aceptaran ser considerados como mexicanos, renunciaran expresamente a la protección de sus gobiernos, y se sujetaran sin reserva alguna a las leyes mexicanas. Esta iniciativa no prosperó en sus términos, y en el artículo 27 sólo quedó una referencia a las concesiones para explotar "combustibles minerales".

Las presiones internacionales se dejaron sentir y culminaron con la Ley del petróleo de 1925, que dio lugar a interpretaciones divergentes. Algunos entendieron que otorgar o no esas concesiones era una facultad potestativa; otros se inclinaron por considerar que el Estado se encontraba obligado a otorgar las concesiones a quienes cumplieran con la condición de acogerse a la legislación nacional. Numerosos casos llegaron a la Suprema Corte de Justicia, que resolvió de manera contradictoria. En 1934, por ejemplo, sentenció que "al facultarse al gobierno federal para otorgar concesiones (...) no se le ha impuesto una obligación, sino que se le ha dado una facultad potestativa"; un par de años más tarde otra ejecutoria modificó ese criterio al señalar: "No es exacto que sea potestativo para el Ejecutivo de la Unión, el otorgamiento de concesiones para la exploración y explotación del subsuelo, pues la parte respectiva del artículo 27 no da a entender que las concesiones puedan o no otorgarse al arbitrio del Ejecutivo, sino sencillamente que no podrán otorgarse a las personas que no llenen las cualidades de dicha disposición." Hoy nadie se atrevería a afirmar que el otorgamiento de una concesión es obligatorio, pero durante varios años fue un tema controvertido. Tal era la situación de vulnerabilidad, frente a las presiones extranjeras, que México padecía.

Cuando el presidente Lázaro Cárdenas, después de la expropiación, propuso la reforma al artículo 27 constitucional, advirtió que con sólo modificar la ley reglamentaria se habría alcanzado el mismo objetivo, pues las bases para la protección de los intereses nacionales ya estaban en la Constitución. Pero reconoció, también, que era necesario "obrar con gran cautela". Esto significaba tomar providencias para evitar que, en el futuro, nuevas presiones externas subordinaran los criterios del Estado mexicano. Cuando anunció esa reforma, en su informe del 1° de septiembre de 1938, el presidente reiteró que la "actitud asumida por las empresas extranjeras imposibilitaba la defensa y la conservación de la riqueza contenida en los yacimientos", y que por lo mismo se proponía "que sea el Estado el que tenga el control absoluto de la explotación petrolífera".

La Corte señaló reiteradamente que, en 1917, el artículo 27 constitucional había nacionalizado el petróleo; y esto era cierto, en tanto que reservó su explotación a los mexicanos o a los extranjeros que aceptaran ser considerados como nacionales; por ende, lo que se produjo mediante la reforma a ese precepto, que entró en vigor en 1940, fue la estatización de los procesos de extracción de hidrocarburos. Esto es comprensible, en tanto que las presiones internacionales habían desbordado a las instituciones nacionales; en México no había inversores nacionales con la capacidad económica para solicitar concesiones en materia de energéticos, de manera que la situación era altamente desventajosa para el país.

Es aquí donde reside el problema en la actualidad. Una cosa es defender los recursos energéticos para la nación, y otra defenderlos para el Estado. Lo que ahora se ve es que los energéticos no generan recursos para la sociedad sino para la administración pública, y que incluso los representantes de la nación es muy poco lo que pueden hacer para determinar el destino de los ingresos procedentes de la explotación del gas y del petróleo. Esto no obstante, la administración de los recursos petroleros y del gas sigue siendo la fuente de recursos que moviliza financieramente al aparato gubernamental. La disposición de los ingresos procedentes del petróleo alcanza niveles incompatibles con la administración de una empresa sana. Un sistema fiscal muy complejo grava los ingresos del organismo petrolero Pemex, con el equivalente a 60% de sus ingresos. La empresa petrolera es la principal fuente tributaria del Estado mexicano, con lo que se produce una significativa dependencia de las finanzas públicas, y de la economía en general, en relación con el petróleo.

Esa situación, anómala, no puede atribuirse a lo dispuesto por la Constitución en materia de hidrocarburos. La norma se limita a determinar la propiedad nacional de los recursos energéticos, y la exclusividad del derecho a su exploración y explotación. La administración de la empresa, en cambio, no tiene por qué responder a directrices distintas de las que se aplicarían en cualquier otro caso, apegadas a las mejores prácticas identificables en la materia.

En cuanto a la energía eléctrica, la Constitución atribuye a la nación (debe entenderse al Estado) la exclusividad de generarla, conducirla, transformarla, distribuirla y abastecerla, cuando tiene por objeto "la prestación de servicio público". Esta disposición fue adicionada a la Constitución en 1960, durante las celebraciones del cincuentenario de la Revolución de 1910. Había, en el momento, la intención política de neutralizar a quienes, desde diversas organizaciones sindicales, promovían actos de protesta en contra del gobierno; también se pretendía dar la impresión de que subsistían las tesis reivindicatorias que alentó el movimiento revolucionario. En cuanto a los efectos prácticos, la industria eléctrica había sido absorbida por el Estado, y se consideraron las ventajas de mantenerla, constitucionalmente, en esas condiciones.

La adición al artículo 27 se produjo con posterioridad a la incorporación estatal de la industria eléctrica. Los programas de electrificación formaban parte de las acciones de gobierno, por lo que se advirtieron las ventajas de la gestión directa de esa industria. Además, también se convertía en un instrumento muy poderoso para estar en condiciones de ventaja cuando hubiera necesidad de negociar con el sector privado. Tener la exclusividad de la industria eléctrica representaba disponer de un elemento fundamental para regular la vida económica del país. Algunos cambios de orden técnico tuvieron repercusión directa en la actividad económica del país. Por ejemplo, la presencia de la Comisión Federal de Electricidad, fundada en 1937, permitió unificar los 30 voltajes de distribución de electricidad que llegaron a existir en el país, lo que implicó considerables ahorros.

Antes de la nacionalización de la industria eléctrica, en 1960, más de 40% de la energía era generada por diversas empresas extranjeras, cuya actividad se centraba en los núcleos urbanos y cuyas tarifas representaban costes muy desiguales para los consumidores. Esta situación afectaba a la población rural, marginada de los programas de electrificación, y encarecía la producción industrial. La nacionalización, en estos términos, fue una decisión acogida con satisfacción, lo mismo por los sectores más desfavorecidos que por los económicamente más poderosos, máxime que no fueron afectados capitales nacionales. Desde un punto de vista político, se trató de una acción gubernamental de gran éxito. A partir de la nacionalización, la agencia estatal tuvo una considerable repercusión en la industrialización del país; entre 1960 y 1970 la capacidad instalada se triplicó, con efectos inmediatos en el empleo y en el nivel de vida de los mexicanos.

 

Banca central

Uno de los más importantes instrumentos de que dispone el Estado para influir en la vida económica es la banca central. En su texto original la Constitución sólo disponía que el gobierno federal determinara de manera exclusiva la acuñación de moneda y la emisión de billetes, en este último caso a través de un banco controlado por el propio gobierno. Durante el período revolucionario se había vivido una etapa de extrema incertidumbre, en tanto que la emisión de papel moneda se convirtió en una práctica generalizada de las diferentes zonas del país sometidas a fuerzas militares en pugna.

Cuando estalló la Revolución, México disponía ya de un sistema monetario centralizado. El artículo 28 de la Constitución de 1857 facultaba al Estado para emitir moneda, de manera exclusiva. Con fundamento en esa disposición, el Congreso estableció diversas casas de moneda en las que, sin embargo, quedó aceptada la práctica de que los particulares llevaran sus metales, oro y plata, para la consiguiente acuñación de monedas. Este sistema fue modificado mediante la ley de casas de moneda de 1895, que redujo esas instituciones a las existentes en México, Guanajuato, Zacatecas y Culiacán, pero subordinándolas a la Casa de Moneda de México, que funcionaría como una dirección de la Secretaría de Hacienda.

La ley monetaria de 1905 relevó a las casas de moneda de la obligación de acuñar moneda con el metal presentado por particulares, y determinó que la emisión de moneda quedaría reservada al gobierno. Asimismo, facultó al presidente para fijar el tipo cambiario de las monedas extranjeras. Ese mismo año quedó instalada la Comisión de Cambios y Moneda, como órgano colegiado presidido por el secretario de hacienda, e integrado por nueve vocales, de cualquier nacionalidad, que debían ser representativos de la banca y del comercio. Esa Comisión tenía a su cargo fijar la cantidad de piezas monetarias que debían ser acuñadas. De esta forma, una atribución conferida al gobierno, quedaba compartida en cuanto a su ejercicio, por decreto presidencial, con los particulares, nacionales o extranjeros. Sea como fuere, estaban ya sentadas las bases para que el Estado ejerciera un control exclusivo sobre la emisión de moneda.

Es comprensible que se haya producido un gran desorden monetario con motivo de la guerra civil. La necesidad de proveer de circulante a la población, y de pagar a las tropas en conflicto, justificaba la emisión de billetes. El banco previsto por el artículo 28 como un instrumento adecuado para encauzar el sistema monetario, tardó para quedar formalmente estructurado. Salvador Alvarado, secretario de hacienda en el gabinete de Adolfo de la Huerta, envío a Nueva York a su secretario particular, Manuel Gómez Morín, para que estudiara la organización y el funcionamiento de la banca central, pero fue hasta 1925 cuando finalmente se produjo su fundación.

El establecimiento del Banco de México resultó muy oportuno. La primera posguerra mundial había traído una secuela de crisis financieras a lo largo del mundo, que incluyó una aparatosa inflación en Alemania a partir de 1919, y una conocida crisis financiera en Estados Unidos, en 1929. Si a este panorama se suma que México vivía también un prolongado conflicto, que se extendió casi hasta el fin de la década de los años treinta, se podrá valorar la importancia que tenía para la regulación de la economía, el contar con un banco único de emisión. La etapa previa a la segunda gran guerra, el prolongado desarrollo de las acciones bélicas y el traumático período de posguerra, también tuvieron efectos sobre la economía mexicana, en especial por un fenómeno inédito que consistía en la inesperada llegada de voluminosos capitales extranjeros. El Banco de México desempeñó un papel crucial para proteger el poder de compra del salario, la capacidad crediticia y la estabilidad financiera del país.

Las facultades del Banco estaban sujetas a las decisiones gubernamentales, como disponía la Constitución. Esta circunstancia no le permitió adoptar medidas para evitar los descalabros sufridos por las finanzas nacionales en las décadas de los años setenta y ochenta. De esa experiencia adversa resultó la reforma constitucional de 1993, que le dio autonomía al Banco. Conforme al nuevo texto del artículo 28, el Banco es autónomo en el ejercicio de sus funciones y en su administración interna, y ninguna autoridad puede ordenarle conceder financiamiento.

Con esa reforma, la función de regulación económica desempeñada por el banco central queda sustraída a las decisiones políticas del aparato estatal y adquiere un perfil eminentemente técnico. Puede advertirse cómo el desarrollo de las atribuciones en esta materia ha obedecido a un proceso incremental prácticamente sin alteración, que se puede remontar a la Constitución de 1857.

 

Presupuesto y endeudamiento

Las disposiciones relacionadas con el ingreso y el gasto reflejan una función clave de los sistemas constitucionales. La génesis misma de esos sistemas está vinculada con el tema presupuestal.

Para el ciudadano no siempre es perceptible la actividad coactiva del aparato estatal, que suele identificarse con actos específicos de naturaleza represiva. Sin embrago, la función coactiva que afecta de manera más extendida y constante a la población corresponde a la de orden económico. El sistema exactor opera de manera continua y no implica la imposición de una sanción ni de una amenaza de castigo. El Estado obedece a una necesidad recaudatoria ininterrumpida, cuyo ejercicio no depende de la conducta de la población ni del talante de los gobernantes. La obligación de pagar es permanente e inexcusable.

La regulación de la función recaudatoria fue una de las más importantes causas generadoras de los sistemas constitucionales. La exigencia planteada al monarca inglés en Runnymede, en 1215, de la que resultó el texto paradigmático conocido como Magna Carta, se centraba en el establecimiento de reglas y de límites para el ejercicio de la función tributaria. El rey tuvo que ceder, y se inició un período de tensiones entre el poder parlamentario y el poder regio, que se prolongó a lo largo de varios siglos. Los ajustes fueron dándose de manera progresiva y puede decirse que las relaciones sólo se estabilizaron en el siglo XVIII. En la actualidad el parlamento británico dispone de libertad irrestricta para hacer los ajustes que estime convenientes en cuanto al proyecto de ingresos y de egresos que le presente el gobierno.

Si bien el parlamento consiguió imponer algunas limitaciones al monarca desde el siglo XIII, se trataba de una institución acerca de la cual no había precedentes. Otros sistemas consiguieron avanzar con mayor rapidez, basándose en las experiencias previas. No obstante la maduración del sistema británico a lo largo de los siglos, sus protagonistas no fueron capaces de advertir la trascendencia que tenía el capítulo fiscal. De haberlo hecho, habrían atendido oportunamente las exigencias de sus colonias en América del norte, donde el fermento de la independencia fue expresado en una contundente frase: no taxation without representation [no hay tributación sin representación]. La paradoja consistió en que el parlamento británico haya aprobado la ley conocida como Stamp Act, en 1765, sin prestar atención a los argumentos sustentados por James Otis, en Estados Unidos. La explicación de esta actitud creciente entre los estadounidenses se relaciona con la falta de maduración del sistema representativo, de cuño inglés y francés. A pesar de los muchos siglos transcurridos desde la reunión de los primeros parlamentos medievales, todavía no estaba clara la importancia de ese sistema, que precisamente con motivo de la independencia norteamericana recibió el impulso que permitió su consolidación.

En Francia ocurría otro tanto. Los Estados Generales fueron convocados en 1789, después de no haberse reunido desde 1614. La razón de la convocatoria obedecía a la necesidad de ampliar la tributación, en tanto que las arcas francesas se encontraban desfallecidas luego del gran esfuerzo representado por el apoyo a la lucha de los independentistas americanos contra Inglaterra. En cuanto a los Estados Generales, subsistía la tradición medieval del mandato imperativo, por lo que los integrantes de ese cuerpo llegaron provistos de los llamados cahiers de doléances [pliegos de quejas], a través de los cuales la población reclamaba por un agravio o solicitaba la disminución o supresión de un impuesto.

El gran paso conceptual fue la instalación de la Asamblea Nacional, integrada por el llamado "tercer estado", y su proclamación como órgano soberano. Con este hecho fundamental para el desarrollo de las instituciones, en julio de 1789 surgió el mandato representativo, base del sistema que caracterizaría, en lo sucesivo, al constitucionalismo moderno y contemporáneo.

Frente a ese sistema ha habido dos reacciones: la del antiguo régimen, para maniatar a los representantes con un mandato imperativo, y la llamada "democracia participativa", que esencialmente se inspira en la limitación de los representantes mediante la revisión ulterior de sus decisiones, o como consecuencia de mecanismos paralelos para la adopción de decisiones. Estos últimos instrumentos alternativos de decisión política forman parte de la secular resistencia al sistema representativo. Estos medios o instrumentos alternativos presentan el atractivo de una justificación democrática, pero pasan por alto otras consideraciones relacionadas con el control de los órganos del poder, con la influencia de los medios de comunicación sobre las percepciones sociales, y con los efectos de la propaganda política.

Esos temas se relacionan directamente con las decisiones del Estado en materia tributaria y de gasto. El sistema representativo se construyó en torno a las facultades de los congresos y de los parlamentos, en cuanto a una gama de autorizaciones que comprende el cobro de impuestos, la erogación de los recursos públicos, el control del gasto y, más recientemente, la obligatoriedad de aplicar la totalidad de los recursos a las partidas asignadas por los órganos de representación política. Esta ha sido, asimismo, la zona de mayor resistencia por parte de los gobiernos.

La aceptación de las facultades legislativas de los cuerpos de representación política fue relativamente rápida. Es verdad que durante largo tiempo la mayor parte de las constituciones incluyeron normas de habilitación para los titulares del gobierno, mediante las que solían trasladarle facultades legislativas; también lo es que subsiste una facultad legiferante en manos del gobierno, claramente apreciable a través de las normas de orden técnico, cuya adopción por parte de cuerpos de representación política es prácticamente imposible. Pero en términos generales la tensión entre los órganos del poder, como consecuencia de las facultades legislativas, ha quedado atrás, al menos en los sistemas constitucionales desarrollados.

La divergencia que subsiste es la relacionada con el presupuesto. Esto resulta comprensible porque, en tanto que la actividad legiferante tiene un alto nivel de complejidad, los órganos de representación no han tenido inconveniente para admitir la existencia de una zona de subducción competencial; pero en cuanto a la determinación del gasto, el panorama cambia.

La intervención decisiva de los congresos para determinar la recaudación ha constituido un alivio para los gobiernos. La parte conflictiva de los presupuestos no es a favor de quien se gasta, sino en contra de quien se cobra. Toda vez que los impuestos no generan popularidad, los gobiernos comparten con los congresos los costos políticos de su adopción. El financiamiento del gasto es la parte incómoda de la actividad presupuestaria, por lo que incluso en los sistemas constitucionales menos evolucionados se ha depositado la responsabilidad de determinar el monto del cobro en los órganos de representación política. La actitud relacionada con el gasto es, en cambio, opuesta.

A través de la definición del gasto se fijan las prioridades para las políticas públicas. Además, el acto de gobierno más apreciado es el que se relaciona con la posibilidad de favorecer a personas, grupos o regiones geográficas, mediante la asignación de recursos. La acción de gobierno está asociada a la capacidad de solucionar problemas, en especial de naturaleza política. Pero esta vertiente de la actividad gubernamental no es la más vistosa. En cambio, la materialización del gasto en los rubros de políticas sociales o de obras públicas, por ejemplo, tiene una repercusión más inmediata en la opinión pública, por lo que resulta altamente valorada por los gobernantes.

Las políticas de ingresos y de gasto generan un profundo impacto en la vida económica de un país. De todos los instrumentos de que dispone el Estado para influir en el sentido de la economía, éste es sin duda el que mayores efectos produce. La fiscalidad tiene repercusiones directas en la actividad económica; y el gasto público, incluso sin ser deficitario, influye significativamente en la activación de la vida económica. En México, las disposiciones constitucionales no han registrado variaciones drásticas en esta materia. Los cambios más significativos operados desde 1917 tienen que ver con la regulación de la deuda pública y con el control del gasto.

Para prevenir un endeudamiento que pudiera suponer un riesgo para el país, las constituciones nacionales han atribuido al congreso la facultad de aprobar sus montos. La de 1857 le daba, además, la atribución de reconocer y de ordenar el pago de la deuda nacional. Las traumáticas experiencias de las intervenciones extranjeras en México, y en el resto del hemisferio, hacían de éste un tema muy sensible que merecía ser considerado como un aspecto importante de la norma suprema. Sin cambio alguno, el precepto fue incorporado por el Constituyente de Querétaro como fracción VIII del artículo 73.

En tanto que la práctica del endeudamiento público excedió lo dispuesto por el precepto original, en 1946 se le introdujo una adición que dejaba en manos del presidente una herramienta crediticia susceptible de ser utilizada en los casos extremos previstos en el artículo 29. Otra adición, de 1993, obedeció a la intención de impedir que, por la vía de la deuda pública, se pudiera incurrir en déficit y, al mismo tiempo, ofrecía flexibilidad para que el presidente pudiera contraer deuda. El nuevo párrafo de la misma fracción del artículo 73 determinó que los montos de endeudamiento debían quedar incorporados en la ley de ingresos.

Las exigencias de la regulación económica con motivo de la crisis de diciembre de 1994, empero, llevaron a la adopción de medidas al margen de la Constitución. El préstamo de emergencia que autorizó el gobierno de Estados Unidos y las medidas del rescate bancario representaron un endeudamiento contraído en contravención de la disposición constitucional adoptada apenas unos meses antes. Es evidente que la norma pudo observarse, incluso en esa situación de crisis. Para no hacerlo, es probable que se haya valorado negativamente una ácida discusión en el Congreso; se prefirió pasar sobre el texto expreso de la norma suprema, para soslayar un debate que, de todas maneras, se ha seguido dando en los años subsiguientes. No se tuvo la visión política de privilegiar la positividad de la Constitución, incluso en plena crisis, como un factor de defensa del Estado; ni siquiera la actitud pragmática que suele aplicarse en estos casos, de involucrar a los congresos para compartir las responsabilidades. La experiencia dejó la falsa impresión de que el orden constitucional no ofrece respuestas adecuadas en momentos de crisis cuando, por el contrario, el ordenamiento está diseñado para preservar, en todas las circunstancias, la integridad del Estado.

El control del presupuesto, por otra parte, tiene un efecto múltiple en la vida económica del país. Es ése el instrumento que asegura que las erogaciones se adecuen a lo previsto por la autorización de gasto dictada por el Congreso; pero es también el que evita las prácticas de corrupción en el uso o en la aplicación de los recursos públicos. Cuando los montos de los recursos desviados alcanzan la magnitud que han llegado a presentar en México, la aplicación de controles tiene implicaciones en la moral pública y en la economía nacional.

En 1917 la disposición del artículo 74, relacionada con la Contaduría Mayor, era muy escueta. Permaneció así por décadas, hasta su reforma en 1999, cuando las facultades de control por parte del órgano superior de fiscalización fueron ampliadas. El artículo 79 desarrolló, de manera extensa, la organización y el funcionamiento de ese órgano de la Cámara de Diputados. La suma de facultades que la Constitución le confiere permite que ese órgano auditor desempeñe una actividad con inequívocas repercusiones en la economía del país.

La elaboración del presupuesto tiene consecuencias jurídicas, políticas y, sin duda, económicas. De ahí que sean tan relevantes las disposiciones constitucionales concernientes al período y a la forma de su elaboración, y que resulte asimismo de trascendencia el problema suscitado en diferentes momentos, del veto presidencial en relación con el presupuesto.

El propósito del veto no es precipitar una crisis institucional y la insolvencia nacional. El veto tiene por objeto mantener una relación de equilibrio entre el gobierno y el Congreso. Si se construye un veto muy fuerte o muy débil, se determina la prevalencia de uno de esos dos órganos del poder sobre el otro, pero no se sientan las bases para destruir el orden constitucional. Nuestro sistema establece que para superar el veto deben votar en contra de las observaciones presidenciales dos terceras partes del total de los miembros de cada Cámara; en cambio, para reformar la Constitución basta con el voto de las dos terceras partes de quienes estén presentes. En otras palabras, nuestra Constitución protege más al presidente que a la Constitución misma. Es la lógica de un sistema presidencial muy poderoso. En esa lógica, empero, no entra la consideración de que el presidente, para mostrar su superioridad política, pueda dejar al país sin presupuesto.

El veto ha sido visto como una derogación parcial del principio de separación de poderes. Los constituyentes americanos, de donde tomamos la institución, decían que era necesario proteger al país de los riesgos del asambleísmo, y defender al Congreso de la amenaza de la corrupción. Para conjurar el poder omnímodo de la asamblea, el presidente podía vetar una norma que estimara lesiva del interés general; y para no tener que dominar al Congreso mediante las amenazas o la compra de votos, era preferible darle al ejecutivo un instrumento político y público.

Al margen de las motivaciones teóricas o prácticas del veto, en México se trata de una institución con la que, por la nueva relación entre los órganos del poder, nos tendremos que familiarizar. En cuanto al veto del presupuesto, considero que será conveniente que en el futuro se establezca su procedencia, como parte de una relación de controles más eficaz entre los órganos del poder; pero mientras esto no ocurra, es inaplicable en el sistema constitucional mexicano.

¿Por qué es inaplicable, constitucionalmente, el veto presidencial en el caso del presupuesto? El efecto jurídico del veto es invalidar una resolución del Congreso o de una de sus cámaras. Cuando el veto se hace valer en relación con una reforma legal, queda subsistente el texto que se pretendía reformar; cuando el veto se formula en relación con una nueva disposición, ésta no entra en vigor. El veto, como aparece en el inciso C del artículo 72, puede ser parcial o total; esto significa que el presidente puede objetar algunas disposiciones de un decreto, o el decreto completo. La diferencia entre un veto parcial y uno total consiste en que la cámara o las cámaras sólo pueden volver a discutir la parte desechada por el presidente, sin abrir el debate sobre lo que no fue motivo de observaciones. El veto parcial de ninguna manera implica que el presidente pueda publicar la parte no observada de un proyecto, porque esto equivaldría a una mutilación de la norma. Por esta vía se podría llegar al caso absurdo de que el presidente excluyera las disposiciones que le imponen obligaciones y conservara sólo las que le confieren facultades.

La Constitución establece que el presupuesto tiene una vigencia anual, de manera que una vez concluido el período de vigencia del presupuesto, el gobierno no puede disponer de los ingresos para realizar cualquier tipo de erogación. Si lo hiciera, los funcionarios incurrirían en responsabilidades.

El artículo 75 dispone que: "La Cámara de Diputados, al aprobar el Presupuesto de Egresos, no podrá dejar de señalar la retribución que corresponda a un empleo que esté establecido por la ley; y en caso de que por cualquier circunstancia se omita fijar dicha remuneración, se entenderá por señalada la que hubiere tenido fijada en el Presupuesto anterior o en la ley que estableció el empleo." Esto significa que cuando no hay presupuesto es constitucionalmente imposible hacer pago alguno por concepto de salarios, de servicio de la deuda, de adquisiciones o de contratos de obra. Sólo se admite la excepción de prorrogar los efectos del presupuesto anterior en la hipótesis del artículo 75, pero incluso en este caso no se trata de un caso en el que no exista presupuesto, sino en el de que, habiéndolo, se haya omitido fijar la remuneración correspondiente a un cargo. Suponiendo que esta norma fuera interpretada en un sentido muy amplio, para que se pudieran pagar salarios conforme al presupuesto anterior, aun no habiendo nuevo presupuesto, de cualquier forma no cabría la posibilidad de cubrir los otros rubros contemplados en el presupuesto, incluidas las obligaciones contractuales con acreedores, proveedores y constructores.

En los sistemas constitucionales donde es posible vetar el presupuesto (por ejemplo en Brasil, Colombia o Alemania), existe la reconducción presupuestal, de manera que cuando se veta el nuevo presupuesto, se sigue aplicando el del ejercicio anterior. En México esta opción no existe actualmente, aunque sí existió durante los primeros lustros de vigencia de la Constitución.

En la sesión del Congreso Constituyente del 13 de enero de 1917 se presentó el dictamen correspondiente al artículo 74. El texto, suscrito por los integrantes de la Comisión -Paulino Machorro Narváez, Heriberto Jara, Arturo Méndez, Agustín González e Hilario Medina-, permite que dispongamos de la interpretación auténtica del precepto constitucional en materia de presupuesto:

En cuanto a la facultad del Congreso y objeto de sus trabajos, contenida en los artículos 65 y 73 del proyecto de reformas, también hay alguna diferencia, que pasamos a explicar: la revisión de la cuenta pública del año anterior, que antes era exclusiva de la Cámara de Diputados, pertenece ahora al Congreso general, según las fracciones I del artículo 65 y XXX del artículo 73. Y se nota que aunque en la fracción II del artículo 65 parece dejarse al Congreso la facultad exclusiva de examinar, discutir y aprobar el presupuesto, la fracción IV del artículo 74, conforme en esto con la Constitución de 57, deja tal cosa o facultad exclusiva a la Cámara de Diputados. En este punto -que también era señalado por nuestros tratadistas, y por la experiencia del país, como una facultad muy peligrosa de que puede hacer mal uso la Cámara de Diputados- el proyecto de la constitución deja una especie de válvula de seguridad en el artículo 75, en donde se previene que la Cámara de Diputados no podrá dejar de señalar retribuciones a ningún empleo, entendiéndose, en caso de que falte este señalamiento, que rige el presupuesto anterior, porque se ha dado el caso de que la Cámara de Diputados, con sólo no aprobar un presupuesto de egresos, ata de pies y manos al Ejecutivo, y lo conduce a la caída o lo obliga a dar el golpe de Estado.

Como se puede ver, los constituyentes consideraron que, con lo dispuesto en el artículo 75, se contaba con una especie de prórroga del presupuesto anterior, en caso de que los diputados no aprobaran el correspondiente del nuevo ejercicio. Además, durante muchos años se aplicó el criterio de la reconducción del presupuesto, como los demuestra el informe de Venustiano Carranza, presentado ante el Congreso el 15 de abril de 1917, en el que entre otras cosas señalaba:

Teniendo en cuenta la organización precipitada de una revolución, no debe extrañar que no haya sido posible calcular egresos para la campaña del Ejército Constitucionalista durante los dos primeros períodos de la lucha.

Cada vez que ha sido posible, sin embargo, se ha procurado ajustar los desembolsos a algún presupuesto, y especialmente por lo que hace a sueldos, constantemente se ha tomado el de 1912-1913, último que puede considerarse legalmente existente, como guía para organización de oficinas y para calcular sueldos de empleados.

Es natural, sin embargo, que la organización que ha tenido que darse a las diversas Secretarías de la Primera Jefatura no corresponda con la organización del Gobierno Constitucional de 1912, y a eso se debe que de hecho haya sido imposible la aplicación del presupuesto de 1912-1913.

La reconducción del presupuesto fue ratificada por la Ley Orgánica del Presupuesto de la Federación de 1928, cuyo artículo 47 disponía:

Si al concluir el período ordinario de sesiones de la Cámara de Diputados no hubiere aprobado totalmente el proyecto de Presupuesto que le envió el Ejecutivo, se considerará dicho proyecto en vigor al iniciarse el ejercicio respectivo mientras que la misma Cámara no lo revoque mediante la expedición del que deba sustituirlo.

Adicionalmente, el presidente Carranza y sus sucesores fueron investidos de facultades extraordinarias para legislar. Esa habilitación extraordinaria se practicó muy frecuentemente en México hasta la reforma al artículo 49 constitucional, de 1938, que redujo la discrecionalidad del Congreso para otorgar facultades extraordinarias al presidente. Numerosas decisiones presupuestarias fueron adoptas por los presidentes conforme a esas facultades extraordinarias, por lo que aun en el caso de haber vetado una disposición de la Cámara de Diputados, que por lo mismo no entraba en vigor, los presidentes podían resolver el problema mediante un acto normativo propio.

La iniciativa de Carranza y el debate concerniente a las facultades extraordinarias en materia presupuestal, son de gran interés, porque se produjeron en la sesión del 2 de mayo de 1917, o sea al día siguiente del que entró en vigor la Constitución. Esta discusión tiene la importancia adicional de que participaron numerosos constituyentes. La ley, brevísima, quedó aprobada en los términos propuestos por Carranza:

Artículo 1°. Se conceden al Presidente de la República, facultades extraordinarias en el ramo de Hacienda, mientras el Congreso de la Unión expida las leyes que deban normar en lo sucesivo el funcionamiento de Hacienda Pública Federal.

Artículo 2°. El Ejecutivo de la Unión dará cuenta al Congreso del uso que haya hecho de las facultades extraordinarias que por el presente se le confieren.

Finalmente, desde 1918 hasta 1928 cada dependencia tenía su propio presupuesto, conforme a lo dispuesto a partir de la Ley de Egresos de la Federación de 1918, que además facultaba al Ejecutivo a aprobar los presupuestos correspondientes, de acuerdo con el artículo 18:

Queda facultado el Ejecutivo para aprobar los Presupuestos de aquellos Departamentos que conforme a la Ley de Secretarías de Estado, deben subsistir y cuyos presupuestos no hayan sido revisados por la Cámara de Diputados.

En diciembre de 2004 el presidente de la República presentó una controversia constitucional en contra de la Cámara de Diputados, por los términos en que aprobó el presupuesto de 2005. Los argumentos en los que basó su demanda consistieron en que la Cámara no admitió a trámite las observaciones formuladas por el presidente por considerar que éste carecía de facultades constitucionales; en la supuesta realización de actos de naturaleza administrativa por parte de la Cámara, y en la invasión de competencias.

La presencia de un partido hegemónico en el Congreso hizo que el veto apenas fuera utilizado en las décadas precedentes. La poca experiencia en esta materia hace que no se disponga de literatura suficiente, y que la propia Suprema Corte de Justicia de la Nación haya tenido dificultades técnicas para resolver la controversia presentada por el presidente de la República. El escrito mismo del presidente incurrió en diversas contradicciones que no fueron advertidas en la sentencia. Por ejemplo, el presidente argumentaba que las observaciones no podían ser aceptadas de manera parcial, y señalaba que debían serlo de una manera completa. En realidad el veto no implica esa disyuntiva. Ciertamente, cuando el veto procede, las Cámaras pueden superarlo, en cuyo caso el decreto se publica tal como fue aprobado por las Cámaras. El problema es un poco más complejo cuando las Cámaras sólo aprueban alguna o algunas de las observaciones, porque si subsisten otras objeciones sin aprobar y sin superar, el decreto no puede ser publicado. Aquí aparece uno de los errores de la controversia formulada por el Ejecutivo, que muestran que no tenía una idea clara de lo que significa el veto, ni del procedimiento legislativo.

Si una de las Cámaras (en el supuesto de que así procediera), no supera todas las observaciones, o acepta sólo algunas observaciones, el veto surte sus efectos y el decreto no puede ser publicado. La Constitución admite el veto parcial o total de un proyecto de ley o decreto. Cuando el veto es parcial, si algunas de las observaciones no son superadas ni aceptadas, el veto surte sus efectos y la disposición en cuestión no es publicable, porque no se puede poner en vigor un instrumento jurídico mutilado. No es posible publicar lo no objetado, más las objeciones aceptadas o superadas, y dejar en blanco las partes objetadas por el presidente y que no fueron superadas ni aceptadas por la Cámara.

Si la Cámara de diputados hubiera dado trámite a las observaciones formuladas por el presidente al presupuesto de 2005, sin que las hubiera superado o aceptado, el veto habría surtido sus efectos constitucionales y el presidente no habría podido publicar el presupuesto. La decisión de la Cámara de no dar trámite al veto fue lo que permitió al presidente la publicación del presupuesto, y él así lo reconoció en las consideraciones que introdujo al decreto de la Cámara de Diputados. En estas consideraciones que aparecen como preámbulo del decreto que contiene el presupuesto, y que son ajenas a la práctica legislativa, el presidente admite, expresamente, su obligación constitucional de publicar el presupuesto. ¿Es posible que esté constitucionalmente obligado a publicar el presupuesto y que pueda vetarlo y por ende no publicarlo? Es ostensible la contradicción del presidente, y muestra hasta qué punto se desconocen todavía los efectos jurídicos del veto en materia de presupuesto.

De acuerdo con el reglamento de la Cámara de Diputados, las observaciones hechas a los proyectos de decreto se discuten y votan en lo particular, es decir, una a una (artículos 97, 114, 133, 137 y 139), y puede darse cualquiera de estos resultados:

Primero: la Cámara supera las observaciones. En este caso se publica el presupuesto en los términos en que fue aprobado originalmente.

Segundo: la Cámara aprueba las observaciones. En este caso se publica el presupuesto con las modificaciones propuestas por el presidente.

Tercero: la Cámara discute las observaciones y, al votarlas, no consigue superar el veto, pero las rechaza por mayoría simple. En este caso el veto surte sus efectos, y el presupuesto no se puede publicar.

Cuarto: la Cámara aprueba algunas de las observaciones y supera otras. En este caso el veto también surte sus efectos y el presupuesto no se puede publicar.

Aquí surge otra cuestión que, por la falta de experiencia en la materia no se ha analizado. Al examinar las observaciones presidenciales, ¿puede la Cámara modificar el texto aprobado por ella misma, incluso por una mayoría superior a las dos terceras partes del total de sus miembros? De acuerdo con lo dispuesto por el artículo 72 esto no resulta posible, pues dispone que el texto objetado sólo puede ser "confirmado" por la Cámara. En sentido inverso, ¿podría la Cámara aprobar con modificaciones el texto propuesto por el presidente en sus observaciones? Si la Cámara no tuviera la mayoría calificada para superar el veto, pero sí una mayoría simple para modificar la contrapropuesta presidencial, ¿qué posibilidad de objetarla tendría el presidente? La mecánica del artículo 72 no permite que se establezca un juego de ir y venir entre la Cámara y la presidencia de la República. Si el presidente ya no tuviera oportunidad de formular observaciones al nuevo texto, quedaría en estado de indefensión; si el presidente ejerciera un derecho de "segundo veto", no previsto por la Constitución, se introduciría la inseguridad en la vida jurídica del país.

El veto es, per se, una excepción al principio rígido de separación de funciones; si se permitieran esos rebotes sucesivos entre dos órganos del poder, el presidente estaría participando activamente en el proceso legislativo, con efectos muy negativos para la vida institucional y convertiría al veto en un instrumento más del debate parlamentario. Sería, como resulta obvio, la desnaturalización de un mecanismo de control que, en términos generales, funciona satisfactoriamente en la mayor parte de los sistemas constitucionales.

 

Balance

La intensa participación del Estado en la economía dio lugar a que se hablara de un sistema de economía mixta. Se ha entendido que este tipo de sistema se caracteriza por la participación simultánea de la empresa privada y pública en el proceso económico, o bien por la planificación de la economía o la alta incidencia de las decisiones gubernamentales en el control de precios. La expresión "economía mixta" comenzó a utilizarse a raíz de las medidas adoptadas enseguida de la crisis económica de 1929 en Estados Unidos, y en un principio se asoció con el vigoroso desarrollo que los sindicatos tuvieron en esa época en Estados Unidos y en Europa. El uso del concepto se generalizó a partir de la segunda posguerra. En México, pese al desmantelamiento del aparato paraestatal, y a las medidas restrictivas del gasto público, siguen presentes los elementos que permiten identificar un sistema de economía mixta, en especial por la poderosa presencia del Estado en el ámbito de los energéticos.

Otros aspectos en que el Estado incide en la regulación económica, como la banca central o el efecto indirecto de los presupuestos, no son considerados por la doctrina como un elemento relevante de la economía mixta. Sucede lo mismo con los mecanismos de la planificación indicativa, que si bien fijan metas a la acción del Estado, no vinculan al sector privado, como sucede con la planificación normativa.

Por lo que respecta al presupuesto, el sistema constitucional deberá evolucionar para dar mayor certidumbre a los procesos económicos. El episodio del desencuentro entre el presidente y el Congreso, escenificado en 2004-2005, no tuvo efectos en el mercado en tanto que prevaleció la percepción de que habría un arreglo que permitiría disponer de presupuesto. El pulso entre los órganos del poder exhibió la disfuncionalidad del arreglo institucional vigente, y pudo superarse gracias a que el presidente, utilizando una figura poco convencional de preceder un decreto del Congreso con sus propias consideraciones, optó por la publicación del presupuesto que había vetado y, a continuación, impugnado ante la Suprema Corte.

En los sistemas constitucionales contemporáneos, la autoridad máxima en cuanto a determinar los ingresos, los egresos y su control, recae exclusivamente en los órganos de representación política. Son los gobiernos quienes proponen los procedimientos tributarios y los aplican; también son ellos los que elaboran los programas de gasto; pero, con las pocas excepciones en las que se admiten algunas decisiones plebiscitarias en materia de gasto, en todos los sistemas democráticos las autorizaciones son competencia de los órganos representativos.

Ahora bien, el sistema presupuestario mexicano está diseñado para operar en condiciones de partido dominante. Un esquema normativo como el actual, claramente superado por la realidad democrática, seguirá produciendo situaciones de tensión entre los órganos del poder político. El problema no depende de las personas que ocupan las posiciones de decisión política. Esta es tal vez la apariencia, pero el fondo corresponde a un problema estructural.

En esas circunstancias, lo más funcional para las relaciones entre los órganos del poder y para el conjunto de las actividades económicas nacionales, es impulsar reformas que permitan un nuevo esquema normativo para el presupuesto. Ni siquiera se trataría de una modificación constitucional; bastaría con que ley de presupuesto previera el procedimiento a seguir para el caso de un veto, y la reconducción del presupuesto.

Con motivo de la controversia presidencial en contra de la Cámara a propósito del presupuesto de 2005, surgieron otros asuntos en torno a las facultades de la Cámara en materia de presupuesto. Los más relevantes consisten en determinar si la Cámara puede asignar partidas para actividades y para programas específicos. El presidente defendió la generalidad de las previsiones, alegando que la particularización del gasto es una función administrativa. Esta posición encontró una acogida favorable en la Suprema Corte de Justicia, y aun cuando así se pudiera inferir de una interpretación restrictiva de las facultades que la Constitución le confiere a la Cámara, sólo se trataría de una más de las muchas resistencias que secularmente se han opuesto a la expansión de las facultades parlamentarias en relación con los presupuestos.

El 20 de diciembre de 2004, el presidente publicó el presupuesto, antecedido por una serie de consideraciones entre las que incluyó la decisión de no ejercer las partidas con cuyo ejercicio discrepaba. De esta suerte, se confirmó que la naturaleza del presupuesto no tiene carácter de norma, sino de un acto administrativo de habilitación de gasto. Es, como el propio presidente subrayó en la controversia, una mera autorización de gasto, acerca de la cual el gobierno puede tomar las decisiones que estime adecuadas. Esta es, asimismo, una visión arcaica del presupuesto. Los representantes de la nación no se deben limitar a decir al gobierno cuál es el máximo que le autorizan a gastar en un rubro determinado, sino que deben indicarle exactamente cómo aplicar los recursos que la propia nación está aportando.

Esa es una discusión que se ha tenido en otros países con sistema presidencial y en los momentos en que el presidente no ha tenido mayoría en el congreso. Ese problema no se registra en los sistemas parlamentarios, porque la mayoría que aprueba el presupuesto es la que sostiene al gobierno, de suerte que no se puede dar una dualidad de políticas entre el gobierno y el parlamento. En algunos sistemas presidenciales, en cambio, es un fenómeno que suele producirse ocasionalmente, y que denota la subsistencia de un sistema presidencial ortodoxo, no reformado.

Para subrayar la importancia del presupuesto para la vida económica nacional, el presidente señaló en la controversia que los diputados no se habían acogido a los términos del plan nacional de desarrollo. Ya se han visto más arriba las características generales de la planificación en México, y lo que representa ese plan para el sistema presidencial. En el caso de la controversia, explícitamente se afirmó que la Cámara debía sujetarse al contenido de un documento que, en los términos de la ley de planeación, es elaborado por la Secretaría de Hacienda, que a la vez formula el proyecto de presupuesto. El documento presidencial puede ser considerado como un buen indicador de los aspectos en que el proceso de elaboración del presupuesto sigue presentando considerables rezagos en México.

Otro problema que se suscitó con el presupuesto de 2005, y en el que la controversia presidencial acertó al identificar, consiste en que las decisiones presupuestales adoptadas por la Cámara pueden contradecir las disposiciones de leyes federales. Esto es relevante, porque en este caso no se puede aplicar el principio de que una norma posterior deroga a una anterior, en tanto que el presupuesto y las leyes no tienen la misma naturaleza.

La Constitución ha mantenido al presupuesto como una facultad exclusiva de la Cámara de Diputados. Lo razonable, en un sistema federal, es que la segunda cámara también intervenga en la aprobación del presupuesto. Podría tener la naturaleza de una ley y, en esta medida, no habría en lo sucesivo contradicciones posibles entre el presupuesto y las leyes federales. Desde luego, esta posibilidad tendría múltiples implicaciones, en tanto que casi 80% del gasto público está comprometido por disposiciones legales. Este es un hecho que limita la libertad de decisión de la Cámara, aunque por otra parte la releva de las presiones que se presentarían en el caso de que, cada año, fuera posible modificar aspectos que, por estar en las leyes, son más o menos estables. La legislación ordinaria ha sido, hasta ahora, un vehículo para que el Congreso influya en el destino del gasto, y de ahí se deriva también una cierta estabilidad en las previsiones presupuestarias.

 

Información sobre el autor

Diego Valadés. Licenciado en Derecho por la Universidad Classica de Lisboa y por la Facultad de Derecho de la UNAM. Doctor en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid. Autor de los siguientes libros: La Dictadura Constitucional en América Latina, La UNAM, Formación, Estructura y Funciones, La Constitución Reformada, El Derecho Académico en México, Constitución y Política, Derecho de la Educación, El Control del Poder y Constitución y Democracia. Es miembro de la Academia Mexicana de la Investigación Científica, de la Academia de Letras Jurídicas de Brasil, y de la Asociación Argentina de Derecho y de El Colegio de Sinaloa. También es miembro de Honor de la Abogacía Española y de la Barra Mexicana, Colegio de Abogados. Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores. Actualmente es Director del Instituto de Investigaciones Jurídicas.

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