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Economía UNAM

versão impressa ISSN 1665-952X

Economía UNAM vol.1 no.1 Ciudad de México Jan./Abr. 2004

 

Artículos

 

Restricciones estructurales del crecimiento en México, 1980-2003

 

Ignacio Perrotini

 

Es profesor-investigador de Macroeconomía de Economías Abiertas, Teoría Política Monetaria, Comercio y Finanzas Internacionales en la División de Estudios de Posgrado de la Facultad de Economía de la UNAM. Correo electrónico: iph@servidor.unam.mx

 

Resumen

Causa determinante del aumento en la brecha de desarrollo y del crecimiento lento de la economía es el régimen de inversión productiva insuficiente que prevalece desde la crisis de la deuda externa de 1982. Las políticas de ajuste, estabilización macroeconómica y cambio estructural en combinación con los vados institucionales de la economía mexicana propiciaron un ambiente macroeconómico adverso para la inversión productiva. La resultante pérdida de producto y empleo es la inevitable contraparte del éxito de las políticas antiinflacionarias. El autor analiza la reforma económica aplicada desde la segunda mitad de los años ochenta, así como los determinantes del régimen de baja inversión prevaleciente durante los últimos 20 años.

 

Abstract

Determinant of the widening of the gap in development and slow economic growth has been the insufficient productive investment since the debt crisis of 1982. Perrotini states that adjustment policies, macroeconomic stabilization, and structural change, together with institutional vacuum in the Mexican economy, gave place to an adverse macroeconomic climate for productive investment. The consequent loss of production and employment is the inevitable counterpart of the successful anti-inflationary policies. The author analyses the economic reform applied since the second half of the eighties, as well as the determinants of low investment during the past 20 years.

 

JEL classification: E6I, E65, 050

 

La libertad es uno de los más
preciosos dones que a los hombres
dieron los cielos: con ella no
pueden igualarse los tesoros que
encierra la tierra ni el mar encubre;
por la libertad así como por la
honra, se puede y debe aventurar
la vida.

Cervantes, Quijote, II, cap. 58

 

Introducción

A propósito de la evolución económica reciente podría decirse, parafraseando a Walter Benjamin, que nada ha corrompido tanto a México como la convicción de estar nadando en favor de la historia. No porque necesariamente haya que volver a un pasado que no puede -y, en cierto modo, al que no es deseable— volver. Más bien porque la transición -de una economía regulada, tildada de ineficiente, a otra, la tierra de la gran promesa, "eficiente", dixi el Consenso de Washington, de homines economici que asignan sus recursos y maximizan utilidad sin más férula que la ley de la oferta y la demanda- ha ensanchado la brecha de desarrollo de la economía mexicana vis-a-vis las principales economías del mundo en los últimos veinte años.

En efecto, los indicadores de desarrollo revelan que el abismo que separa a México de las economías más industrializadas se ha acrecentado durante el periodo posterior a la crisis de deuda externa de 1982: en 1980 nuestro Producto Nacional Bruto (PNB) per cápita ascendía a 7.3 mil dólares y equivalía a 36.6% del de Estados Unidos, mientras que en 1993 disminuyó a 6.8 mil dólares, lo que equivale apenas a 27.5% del de la Unión Americana. Asimismo, entre 1980 y el inicio de los años noventa ocurrió una desindustrialización prematura pues la participación relativa de la industria en el PIB se estancó en 28% y la de la fuerza de trabajo industrial en el empleo total disminuyó de 29 a 22 por ciento (Ros, 2000b: 101).

En el torbellino de vertiginosos cambios estructurales que ha tenido lugar desde la crisis de deuda externa a esta parte, se ha transferido a la liberalización comercial (LC) y financiera (LF), a la política monetaria y a las exportaciones, el papel de fuente principal del crecimiento y el desarrollo económicos, función que, con ritmo alterno o complementario, desempeñaron la sustitución de importaciones (SI), la demanda interna y la regulación o represión financiera (RF) durante casi cuatro decenios. Un resultado de estos cambios ha sido una creciente brecha de desarrollo que se explica, en parte, por la caída de la participación de la fuerza de trabajo en la economía y sobre todo por la disminución del producto per capita.1 Otra consecuencia ha sido la acentuada caída de la tasa de crecimiento económico de más de 6% en promedio anual durante 1960-1980 a 3% en 1982-2003.

En este trabajo se plantea que una de las causas principalísimas del aumento de la brecha de desarrollo y del crecimiento lento de la economía es el régimen de inversión productiva insuficiente que prevalece desde la crisis de deuda externa de 1982. Las políticas de ajuste, estabilización macroeconórnica y cambio estructural en combinación con los vacíos institucionales de la economía mexicana propiciaron un ambiente macroeconómico adverso para la inversión productiva y, por tanto, una reducción de la tasa de acumulación de capital. En consecuencia, el ritmo de actividad económica ha sido menor a los estándares históricos. La resultante pérdida de producto y empleo es la inevitable contraparte del éxito de las políticas antinflacionarias.

En la segunda sección del artículo se analiza la estrategia de reforma de la economía aplicada desde la segunda mitad de los años ochenta, cuyo objetivo declarado ha sido la restauración de los fundamentos del crecimiento sostenido de largo plazo. En la tercera sección escrutamos el régimen de baja inversión prevaleciente durante los últimos 20 años y en la cuarta se ofrece una reflexión final.

 

La reforma de la economía

En 1979 la Reserva Federal de Estados Unidos adoptó una política monetaria anti-inflacionaria que a su vez produjo un súbito incremento de las tasas de interés, un colapso de los precios de las mercancías, una recesión global y la conocida crisis de deuda externa de América Latina.

Como respuesta a la crisis de deuda externa, el gobierno mexicano adoptó una estrategia de ajuste y estabilización macroeconómica orientada a reducir la inflación, a imponer disciplina monetaria y fiscal, aumentar las exportaciones netas (NX) y equilibrar la balanza en cuenta corriente. Durante 1982-1987 el enfoque para resolver el problema de la deuda externa consistía en generar NX positivas, para lo cual era necesario reducir la demanda agregada. Así, la economía registró flujos de capital negativos en términos netos y siguió una trayectoria de estanflación durante varios años consecutivos. El fracaso de este enfoque tanto en la solución de la deuda como de la inflación condujo a una nueva estrategia: la reforma estructural de la economía, proceso que ha conocido dos etapas.

 

La primera generación de reformas, 1989-1994

Aunque desde 1985 se realizaron varios cambios en la política comercial (Aspe, 1993; Flores, 1998), las medidas más radicales de reforma de la economía mexicana comenzaron con el Plan Brady (1988), la LC2 y la LF (1989). Con ello se introdujo un nuevo enfoque del comercio, las finanzas y la inversión. En el nuevo modelo de economía abierta el comercio y la inversión extranjera pasaron a ser los motores del crecimiento (UNTACD, 2003: 132).

El papel del comercio internacional como fuerza motriz del crecimiento fue propuesto inicialmente por Robertson3 (1938) en el contexto de la Gran Depresión de los años treinta; recientemente ha sido replanteado por Balassa (1978) y por el llamado Consenso de Washington como panacea de los males de los países en desarrollo. De ahí la apertura comercial unilateral de la economía mexicana: entre 1982 y 1988 el valor de la importación controlado disminuyó de 100 a 19.7 por ciento y el arancel promedio de 27 a 10.4 por ciento (Flores 1998). Por otra parte, el Plan Brady contribuyó a reducir el fardo de la deuda (véase la gráfica 1) y facilitó la reanudación de los flujos de ahorro externo, mientras que la LF propició los cambios institucionales que se estimaban necesarios para incrementar el ahorro y la inversión extranjera. Asimismo, la estabilización de la inflación fue una pieza clave para garantizar el acceso a los mercados financieros internacionales. A tal efecto, se aplicaron las siguientes medidas esenciales: a) restricción monetaria; b) políticas de austeridad para conseguir superávit fiscal primario;4 c) el régimen de tipo de cambio fungió como ancla de la inflación durante 1988-1994; d) apertura unilateral del mercado interno, y e) venta de los activos públicos al capital extranjero. De este modo se juzgaba que la primera fase de la reforma sentaría las bases para el crecimiento sostenido de la inversión y de la actividad económica.

La primera generación de reformas tuvo éxito al conseguir la desinflación y la estabilidad de precios, con una tasa de crecimiento promedio del PIB de 3% y sin crisis de balanza de pagos hasta fines de 1994. Se presuponía que la reforma generaría el volumen de ahorro (y, por tanto, de inversión) requerido para reposicionar a la economía en la trayectoria de crecimiento vigoroso que abandonó debido al choque financiero de 1982.5 Sin embargo, la estabilidad de precios alcanzada se circunscribió sólo a los precios del mercado de bienes, es decir, del PIB. Los precios fundamentales de la nueva economía abierta: las tasas de interés (la gráfica 2 muestra el excesivo spread), el tipo de cambio, los salarios reales, los precios de los activos y la tasa de retorno (las gráficas 3 y 4 manifiestan la inestabilidad de la IED y de la tasa de crecimiento de la economía) no se estabilizaron, incluso su volatilidad aumentó en el tiempo. En la gráfica 4 se observa que la desviación estándar de la actividad económica es menor a la tasa de crecimiento económico promedio sólo cuando el cálculo excluye las crisis financieras de 1982 y 1994.

La política de estabilización se basó en el uso del tipo de cambio nominal como ancla de la inflación y en los flujos de capital externo, sobre todo la inversión de cartera. La prolongada apreciación del tipo de cambio real no sólo distorsionó las cuentas macroeconómicas, sino que al combinarse con la LC obstruyó la restructuración ordenada de la planta productiva ante la creciente competitividad y frente a la nueva estructura de precios establecida por la apertura comercial. La política dual de sobrevaluación del tipo de cambio y apertura comercial, toda vez que operó en el marco de una economía que había estado sometida a prolongados choques de demanda recesivos, produjo simultáneamente una desindustrialización prematura y un patrón de crecimiento lento (Ros, 1995; Perrotini y Vázquez, 2003), con una tasa de ahorro y una cuenta corriente declinantes (véase la gráfica 5).

La LF dio lugar a una mayor profundización financiera y a un aumento de la oferta de fondos prestables. Esto se tradujo en una recuperación parcial de la inversión (17.3% del PIB en 1989 y 19% en 1994) y en una aceleración del consumo privado (de 64.4% en 1989 a 66.3% en 1994). Es por ello que aunque la política anti-inflacionaria determinó condiciones monetarias restrictivas que incidieron en forma negativa en la inversión interna y, por tanto, impidieron que el crecimiento se basara en una más acelerada acumulación de capital, la desinflación no necesitó una contracción del producto durante 1989-1994, sino que bastó una tasa de crecimiento menor que la histórica aunque mayor que la de los años ochenta. El incremento parcial de la inversión no modificó el régimen de inversión baja que se estableció después de la crisis de deuda externa, en gran parte porque se basó en un ancla cambiaría y en movimientos de capital especulativo. Desinflar una economía con inversión de cartera suele tener costos en términos de producto, empleo y estabilidad de precios. Este costo se halla relacionado con el impacto de la deuda en el déficit de la cuenta corriente y en el tipo de cambio real de equilibrio. En lugar de reforzar los fundamentos del crecimiento sostenido, "se refuerza así el dilema para la política macroeconómica: en la nueva situación, alcanzar una tasa de inflación dada demanda mayor sacrificio en términos de producto" (Ibarra, 2000: 7). Pero en la doctrina en boga esto no representa ninguna contradicción, puesto que se supone que el ahorro y la inversión requeridos resultarán automáticamente de la apertura comercial y de la LF.6 En particular, la idea sostenida por las autoridades financieras de que en una economía abierta la distinción entre ahorro interno y ahorro externo es irrelevante (Aspe, 1993), condujo a la expectativa de que, dada la disciplina fiscal, los flujos de capital extranjero inducirían un efecto crowding in que incrementaría la inversión agregada a la tasa requerida por el crecimiento sostenido de largo plazo.

La primera generación de reformas sesgó de fado el perfil de la economía mexicana hacia una estructura de fragilidad financiera de tipo Ponzi.7 El creciente servicio de la deuda ligado a la inversión extranjera de cartera -especialmente a partir de la emisión de los Tesobonos- restó efectividad a la política de desinflación y de superávit fiscales primarios, acrecentó los problemas de la cuenta corriente y disminuyó el atractivo de la inversión productiva al afectar la competitividad de los bienes comerciables. Una estructura de financiamiento Ponzi representa el contexto menos adecuado para la estabilidad macroeconómica y el crecimiento sostenido de largo plazo; tampoco constituye el ambiente más favorable para la restructuración de la microeconomía con miras a la creación de una base sólida de exportación industrial porque: a) la economía se vuelve muy sensible a las fluctuaciones de la tasa de interés y de la prima de riesgo (Minsky, 1982: 106); b) las tasas de interés de corto y largo plazos aumentan debido a que, por un lado, la política de desinflación del banco central eventualmente vuelve inelástica la oferta de crédito y, por otro, existe un exceso de demanda de inversión, y c) la inversión y la tasa de retorno del capital disminuyen, dado que el aumento de la tasa de interés provoca racionamiento de crédito y la combinación de deuda y deflación desestabiliza los precios de oferta y demanda de los activos de capital. Si la crisis de deuda externa de 1982 tuvo como factor detonante el aumento del rédito internacional, el elemento detonante de la crisis financiera de 1994 fue el incremento de la prima de riesgo asociado a la apreciación del tipo de cambio y a los flujos de inversión de cartera, los dos ejes de la estrategia de estabilización macroeconómica. En ambas crisis prevalecía, por distintas causas, una estructura de financiamiento Ponzi.

 

La segunda generación de reformas, 1996-2003

La segunda fase de las reformas estructurales profundizó las medidas adoptadas en la primera etapa e incorporó dos elementos nuevos: la mayor participación de la inversión extranjera directa (IED, véase la gráfica 3) y el énfasis en el vinculo competitividad internacional-inversión-crecimiento económico.

Respecto al primer elemento, después de la crisis financiera de 1994 McKinnon y Pili (1995) argumentaron que para evitar "el síndrome de sobreendeudamiento" la apertura de la cuenta de capital de corto plazo no debería pergeñarse en las primeras fases del "orden de liberalización económica".8 En esta etapa, la IED, particularmente la de origen norteamericano, ha tenido una participación mayor que la inversión de cartera. Domínguez y Brown (2003: 91) plantean que la liberalización de la cuenta de capitales no dio lugar a una generalización de la IED en la economía mexicana sino a una participación selectiva y cualitativa en la industria manufacturera: si bien la IED como porcentaje del valor bruto de la producción industrial total disminuyó de 25 a 23 por ciento, en la industria de químicos, caucho y plástico se incrementó de 40 a 45 por ciento, en el rubro de textiles, vestido y cuero aumentó de 11 a 18 por ciento y en productos metálicos, maquinaria y equipo de 38 a 44 por ciento (Ibid.).

En lo concerniente al segundo elemento, las razones que se han esgrimido en la literatura para preferir estrategias de promoción de las exportaciones en lugar de la promoción de la Si o el mercado interno son: a) las exportaciones relajan la restricción externa al crecimiento y suministran las divisas necesarias para financiar la importación de bienes de capital (McKinnon, 1964); b) el comercio internacional aumenta la competencia y la eficiencia (Balassa, 1978); c) las exportaciones permiten economías de escala (Helpman y Krugman, 1985), y d) las exportaciones facilitan la difusión del conocimiento tecnológico y el aprendizaje mediante la práctica (learning by doing) (Grossman y Helpman, 1991).9 El supuesto de la segunda generación de reformas es que mediante una mayor competitividad el comercio internacional suministrará los recursos para la transformación de la planta productiva. En suma, lo que había apuntado Dennis Robertson en 1938. La novedad es que ahora se destaca el aspecto de la competitividad para que el comercio funcione como motor del crecimiento. Ello requiere un tipo de cambio realista y una mayor integración con la economía mundial.

La tesis del comercio como propulsor del dinamismo económico encierra un paralogismo, en particular cuando se postula como panacea omnímoda del subdesarrollo. Y en ello estriba, por cierto, el limite de su praxis histórica. Este paralogismo se denomina la falacia de la composición: lo que es bueno para un país subdesarrollado no es necesariamente bueno para todos. De tal suerte que si todas las llamadas economías emergentes hicieran de las exportaciones el motor de su crecimiento, el comercio podría significar un juego suma-cero, sobre todo si las exportaciones comportan un alto contenido de insumos importados o de productos con baja elasticidad ingreso de la demanda.

A 20 años de políticas de estabilización y reforma económica, los resultados no parecen corresponder a las expectativas. Las gráficas 4 y 5 y el cuadro 1 revelan un comportamiento no satisfactorio de la economía mexicana en comparación con el período 1960-1980, amén de que la tasa de crecimiento se volvió más inestable.

Stiglitz (2003: 12) comenta que "la volatilidad (...) aumentó a partir de las reformas en América Latina, mientras que disminuyó en Estados Unidos". Otro efecto de la segunda fase de las reformas es la creciente correlación cíclica de la economía mexicana con la norteamericana. La expansión de la demanda agregada de ésta ejerce un efecto multiplicador sobre aquella a través de las exportaciones, así como las depresiones de Estados Unidos se propagan en la economía mexicana. Por ejemplo, la recesión estadounidense de 2001 deprimió nuestra actividad económica. Pero hay aquí una asimetría adversa: mientras Estados Unidos dispone de estabilizadores anticíclicos automáticos fiscales y monetarios, la economía mexicana ha perdido autonomía en política económica. La pérdida de mecanismos de amortiguamiento de los choques asimétricos adversos obliga a absorberlos mediante recesiones desestabilizadoras. El uso de la venta de activos nacionales como antidoto contra los choques externos -expediente tan socorrido en México y en América Latina a lo largo del período de la reforma económica- no es un recurso idóneo porque restringe la riqueza nacional neta y, en consecuencia, no aumenta el PIB per cápita. En cambio, el banco central de Estados Unidos, la Reserva Federal, inyecta liquidez cuando el sistema financiero norteamericano sufre una disrupción, como en el crac bursátil de octubre de 1987 o en la recesión de 2001, o induce racionamientos de crédito artificiales para atenuar episodios de sobrecalentamiento de la economía (Minsky, 1982; Semmler, 2003; Stiglitz y Greenwald, 2003). En el ámbito de la política fiscal ocurre otra asimetría similar: en Estados Unidos es anticíclica y en México prociclica o neutral,

Las reformas crearon un entorno macroeconómico que aumentó las restricciones microeconómicas al crecimiento y al desarrollo. La triplicación de la propensión a importar ilustra con claridad este hecho. Más aún, la acumulación de capital se ha mantenido en el rango insuficiente de 20% por un tiempo demasiado largo (véase el cuadro 2); la desviación estándar de la inversión aumentó de 8.0 puntos en la década de los setenta a 20.0 puntos en los ochenta y 12.5 en los noventa, acusando una mayor volatilidad en parte como consecuencia de la LF (unctao, 2003). No resulta obvio que el comercio y la competitividad per se generen un régimen de alta inversión.

La reforma de la economía ha dado pábulo a un régimen endémico de baja inversión, alrededor de 20% del PIB (UNCTAD, 2003: 66). En la segunda fase la IED ha acrecentado su participación (véase la gráfica 3). Al parecer, mientras se mantenga la política de crecimiento centrado en las exportaciones y en la IED es poco probable que la economía remonte el patrón de crecimiento lento observado hasta ahora. La IED no ha contribuido a incrementar ni a estabilizar la acumulación de capital, pues se ha orientado a adquirir activos existentes sin aumentar sustancialmente el acervo de capital.10 Esto tiende a reducir el producto nacional neto y la riqueza nacional, i.e., la plataforma para un desarrollo económico independiente futuro más robusto.

 

El régimen de baja inversión liberalización financiera, acumulación de capital y crecimiento

Históricamente la inversión ha sido considerada como una variable fundamental para el dinamismo de la actividad económica. La acumulación de capital y el financiamiento de la producción desempeñan un papel esencial en las obras de Adam Smith, David Ricardo, Karl Marx, Alfred Marshall, J. M. Keynes, J. A. Schumpeter, R. F. Harrod, P. Sraffa y N. Kaldor, por mencionar sólo a algunos economistas. En tiempos recientes, la nueva teoría del crecimiento endógeno también ha confirmado que en un modelo de crecimiento dado por:

g = λσs — δ (1)

Donde g es la tasa de crecimiento de la economía, i es la productividad marginal social del capital, s es la inversión productiva, s es la tasa de ahorro privado y d es la depreciación del capital, el desarrollo de los mercados financieros puede aumentar el valor de l dado que los bancos convierten depósitos líquidos en activos de inversión productiva ilíquidos (Blinder y Stiglitz, 1983; Arestis y Demetriades, 1996).

Desde el punto de vista empírico, King y Levine (1993) con base en datos de ochenta países para el periodo 1960-1989, encuentran una alta correlación entre el desarrollo del sistema financiero, la inversión y el crecimiento económico. Ros (2000a) documenta la importancia de la inversión en el desarrollo y la industrialización de más de 60 países durante la segunda posguerra. Gelos y Werner (1999) analiza los efectos de la LF sobre la inversión en la industria manufacturera mexicana en los años noventa.

En la evolución económica reciente de México se constata una alta correlación positiva entre la formación de capital y la actividad económica (véase la gráfica 6). Sin duda la inversión productiva es uno de los determinantes más importantes del crecimiento y el desarrollo económicos porque es fuente de capacidad productiva y de demanda efectiva, de progreso técnico, acumulación de capital humano, economías de escala y de desarrollo institucional. En último análisis, la inversión es también el eslabón que conecta las relaciones dinámicas entre los ciclos, el crecimiento, los cambios estructurales y el desarrollo. El comportamiento de la economía depende de la tasa de inversión. Aun la estabilidad financiera depende de las expectativas de la inversión futura. De ahí la importancia de mantener un régimen de alta inversión estable (RAIE). Un régimen de inversión a la baja sólo aumenta la volatilidad de la economía y la inestabilidad financiera. Por ejemplo, en 1980 el PIB creció 8.33% gracias a una de las más altas tasas de inversión (27.2%) registradas en la historia moderna de México, mientras que en1988 la inversión se desplomó a 16.8% y el crecimiento fue magro (1.3%).

El gran dilema para México es cómo lograr un raje toda vez que la evidencia empírica prueba que, en un sistema que no dispone de mecanismos anticíclicos automáticos y en donde los insumos de capital y el financiamiento de la actividad productiva dependen del exterior, la inversión y las importaciones suelen ser las variables más inestables del ciclo económico. En estas condiciones los flujos de capital externo tienden a magnificar las fluctuaciones cíclicas, no a atemperarlas. Se ha intentado sortear este intríngulis mediante la LF y la aplicación de políticas macroeconómicas "buenas", "fundamentales", sobre la premisa de que el colapso de la inversión se explica por el insuficiente ahorro interno. Pero se pierde de vista que ese colapso y la consecuente contracción del producto ocurrieron pari passu con continuos superávit fiscales primarios y en cuenta corriente, choques exógenos de tasas de interés y de precios, fuga de capitales y transferencias netas de capital negativas. La contracción de la inversión no fue un problema de insuficiente ahorro, por lo menos no fundamentalmente. Hasta ahora la macroeconomía de baja inflación no ha generado un proceso de ajuste microeconómico industrial esencialmente local que permita una plataforma de exportación de bienes de alto valor agregado con baja elasticidad de insumos importados. ¿Son compatibles la macroeconomía de baja inflación y la restructuración microindustrial que facilitaría la competitividad y, por tanto, el éxito de un modelo de desarrollo a la Robertson-Balassa? ¿Es la primera condición suficiente de la segunda?11 La respuesta no es linealmente afirmativa, como parece desprenderse del esquema de política vigente. Lo que en cambio sí es un imperativo es la necesidad de establecer un raje objetivo, consistente con el crecimiento y el desarrollo económicos; la tasa de inversión objetivo podría ubicarse, digamos, en un rango de 25-30 por ciento. Así como el Banco de México establece cada año, desde 1995, una inflación objetivo, consistente con la estabilidad de precios. Seguramente un RAIE no es compatible con la inflación objetivo actual. Pero la evidencia estadística no rechaza la hipótesis de que la tasa de crecimiento óptimo (alrededor de 5%) con liberalización financiera y tipo de cambio fijo o flexible es consistente con una tasa de inflación ostensiblemente mayor que la meta de las autoridades monetarias (Ros, 2000b; Perrotini y Vázquez, 2003).

 

Factores determinantes del régimen de baja inversión

La tasa de inversión rectificó su tendencia declinante entre 1988 y 1994 al aumentar de 16.8 a 19.8 por ciento. La explicación es como sigue. El Plan Brady, el ancla cambiaría, la privatización de la banca comercial y la liberalización financiera indujeron un alud de capital externo y un acelerado auge de crédito en favor del sector privado (véase la gráfica 7) que sólo se contuvo con la crisis financiera de 1994.

El crédito bancario como proporción del PIB en 1988 era 15.1% y ascendió casi a 40% en 1994. La política de superávit fiscales primarios contribuyó en el mismo sentido. El efecto riqueza asociado a estos cambios también produjo un pronunciado auge del consumo que se reflejó en el aumento de las importaciones. Al tenor de esta ilusión financiera, se confirió credibilidad a la idea de la existencia duradera de un efecto crowding in derivado de la LF y de la inversión extranjera.

La desregulación y la política macro de baja inflación modificaron la estructura financiera de México al alterar los precios y la oferta de fondos prestables. El auge de crédito relajó las restricciones de liquidez de los sectores que habían sido racionados durante la etapa de represión financiera: la industria manufacturera, la de bienes durables y de la construcción, el mercado de bienes raíces, las empresas pequeñas y medianas (Gelos y Werner, 1999; Copelman, 2000). Además, los precios de los bienes raíces se movieron al alza y esto tuvo un efecto procíclico en el auge de la oferta de fondos prestables y de inversión porque estos bienes sirvieron como colateral de los préstamos bancarios. Así, la inversión fija repuntó aunque no con el vigor exhibido antes de la crisis de 1982.

Sin embargo, los sectores favorecidos por el auge de crédito contrataron deuda en términos nominales en el marco de una macroeconomía de baja inflación y de tasas de interés reales y primas de riesgo idiosincrásico in crescendo (véase la gráfica 8) en virtud de la LF y de las distorsiones creadas por el ancla cambiaría. Amén de que 33% de la deuda denominada en moneda extranjera no estaba cubierta contra el riesgo en los mercados financieros. Esto agudizó los problemas de información asimétrica típicos de mercados financieros dominados por la competencia imperfecta (Greenwald, Stiglitzy Weiss, 1984; Gelos y Werner, 1999; Semmler, 2003; Stiglitz y Greenwald, 2003) a la postre determinó: a) las condiciones de fragilidad financiera que detonaron la crisis del Efecto Tequila; b) el racionamiento de crédito prevaleciente desde 1995 (véase la gráfica 7), y c) el reforzamiento de la tendencia hacia un régimen de baja inversión y crecimiento lento asociada al ciclo de crédito y deuda que se fue gestando con la reforma de la economía.12

Un segundo factor que contribuyó al régimen de baja inversión fue el desenlace de la desregulación bancaria, el tipo de sistema bancario que surgió de la privatización. El resultado fue un oligopolio supercompetitivo en el que la conducta de los bancos se rigió por la toma de riesgos excesivos para capturar una mayor participación de mercado en el menor tiempo posible, aprovechando las fallas institucionales de regulación y supervisión financiera de la reforma económica (Gruben y Me Comb, 2003). Esta estrategia de mercado explica la persistencia del auge de crédito aun cuando después de la privatización el sistema bancario operaba en un nivel en que el costo marginal excedía al ingreso marginal, y hace inteligible el aumento de la cartera vencida y la creciente fragilidad financiera. La supercompetencia oligopólica incrementó el riesgo idiosincrásico del país, el daño moral de la privatización bancaria y, dada la macroeconomía de baja inflación, hizo más oneroso el costo financiero del capital. Puesto que un hecho estilizado de la economía capitalista es la presencia del ciclo de crédito (cf. Friedman, 1986; Semmler, 2003; Stiglitz y Greenwald, 2003), existe también una alta correlación entre el crédito y la inversión. La gráfica 9 muestra la volatilidad del crédito y la inversión en México después de la crisis de deuda de 1982. Se observa que el modelo bancario de supercompetencia oligopólica no ha ayudado a estabilizar a esas variables.

En tercer término, en aparente paradoja, la mayor participación de la IED no ha favorecido el establecimiento de un RAIE. Por una parte porque en gran medida no se orientó a acrecentar el acervo de capital sino a la compra de activos existentes y porque el ancla cambiaría restó competitividad a la inversión en el sector de bienes comerciables. Por otra, porque el supuesto de que el desplazamiento de la inversión privada nacional ejercido en proporción directa por la inversión pública (efecto de crowding out) desaparecería con la austeridad fiscal, y de que su lugar sería tomado por el efecto positivo (crowding in) derivado de la inversión extranjera, no se satisfizo en la práctica: a diferencia de lo que ocurrió en Asia, en México la IED desplazó (crowding out) en parte a la inversión privada nacional después de la crisis de deuda externa de 1982 (UNCTAD, 2003: 77, passim).

Un cuarto factor es el efecto de la macroeconomía de baja inflación sobre la razón deuda-ingreso (D/Y). Este tema fue en esencia discutido ya por Evsey D. Domar (1944) en referencia a las consecuencias financieras del déficit fiscal y al problema del fardo de la deuda. Según Domar (1944: 822) "el problema del peso de la deuda es esencialmente un problema de lograr un ingreso nacional creciente". A mayor crecimiento del ingreso menor será ese fardo. Puesto de otra manera, dado que la razón D/Y está en función de la expansión del ingreso nominal, "un incremento secular en los precios aligerará la carga" (Domar, 1944: 81 8). O, de otro modo lo mismo, el peso de la deuda es aproximadamente igual a la razón D/Y "multiplicada por la tasa de interés que pagan los bonos" (op. cit: 802). Quiere decir que, siguiendo a Domar, el crecimiento y la inflación disminuyen la carga de la deuda, mientras que la macroeconomía de baja inflación y un incremento de la tasa de interés o de la prima de riesgo la aumentan. Regresemos a la gráfica 8. Durante 1988-1995 la razón D/Y de México siguió una senda insostenible. De 1996 a 2000 el aumento del ingreso corrigió esta trayectoria perniciosa, pero el crecimiento lento del período 2001-2003 recrea la amenaza de una deuda explosiva. Por fortuna este escenario no es inminente debido a que los problemas actuales de trampa de liquidez y de virtual deflación en Japón, Alemania y Estados Unidos mantienen la tasa de interés internacional en niveles muy bajos, aproximadamente 1 por ciento.

Ros (2000b:111) propone un análisis similar y plantea que la estabilidad de D/Y depende de "la tasa de acumulación a la cual los flujos netos de inversión extranjera se igualan justamente con el déficit comercial" (g*) y de la tasa de interés asociada a la deuda externa (r*). El aumento de r* y el descenso de g* explican respectivamente las crisis financieras de 1982 y 1994. Una vez más veamos la gráfica 8. Si es razonable considerar a la tasa de interés nacional como un proxy de r* y a la tasa de crecimiento del PIB como un proxy de g*,13 entonces una política que estimule el empleo y el crecimiento de la economía mediante un aumento de la demanda de inversión, sobre todo en el sector de bienes comerciables, es consistente con una senda estable de la razón D/Y (Ros (2000b: 113-114).

Finalmente, el marco institucional de la economía mexicana no ha favorecido un RAIE, pues, como hemos visto, la reforma económica no ha resuelto los problemas de información asimétrica, daño moral y selección adversa ni ha contribuido a abatir los costos de agencia en los mercados de inversión. En parte por ello la economía se ha mostrado vulnerable ante choques exógenos asimétricos, y los flujos y reversiones abruptas de capital magnifican la severidad de las oscilaciones cíclicas y la volatilidad de la inversión.

 

Coda

La reforma de la economía mexicana es una obra inconclusa. El papel de las exportaciones como dínamo del crecimiento económico requiere el concurso de un RAIE y de un mercado interno robusto que implique plena utilización de la capacidad productiva y de la fuerza de trabajo. El hecho de que las exportaciones hayan perdido dinamismo recientemente se debe en parte a la desaceleración de la demanda agregada internacional, en parte a la validez de la falacia de la composición y, por último, a la falta de un RAIE en la producción de bienes transables con altas economías de escala y rendimientos crecientes. La crisis reciente de las maquiladoras como fuente de empleo y ariete de integración a la economía mundial a través de redes de producción globales, tiene la misma explicación.

El crecimiento lento es una repuesta ineficiente a la fragilidad financiera, a las restricciones de balanza de pagos y a las presiones que genera la apertura comercial; su consecuencia más perniciosa es que aumenta la brecha de desarrollo. Los beneficios de corto plazo derivados de la deflación, de las "tasas de interés cero" y las trampas de liquidez de la economías desarrolladas, se neutralizan por el efecto de la falacia de la composición sobre las exportaciones y en ese sentido son espejismos vistos desde una perspectiva de largo plazo. Sin embargo, abren una coyuntura favorable para introducir un RAIE sin poner en riesgo ni la estabilidad de precios ni la de la razón D/Y.

¿Para qué un RAIE? Algunos economistas heterodoxos han sugerido una política industrial como solución Deus ex machina de los problemas que ha acarreado la apertura comercial. La elevada elasticidad ingreso de las importaciones, la restricción externa al crecimiento y algunos problemas de la cadena productiva parecen justificar esta medida. Pero una política industrial tiene varias premisas que, de no estar presentes, el remedio podría ser peor que la enfermedad, Primero que nada se necesita un RAIE. Segundo, éste deberá tener como meta el desarrollo de un patrón de industrialización con ventajas comparativas adquiridas y dinámicas en sectores de rendimientos crecientes y altas economías de escala. Tercero, el éxito de la estrategia depende de la existencia de fuerza de trabajo calificada y de otros recursos técnicos que desencadenen un proceso de aprendizaje (learning by doing) con efectos multiplicadores. Cuarto, la política macro deberá modificarse para hacerse compatible con el ajuste microeconómico industrial y no sólo abatir la inflación en el mercado de bienes, soslayando lo que ocurre con los precios de los activos, la prima de riesgo de los bonos, la productividad y el tipo de cambio. Quinto, en las condiciones actuales es necesario que la estrategia se oriente a aplicar una benévola eutanasia del rentista, tal como preconizaba Keynes. La eutanasia del rentista, por tanto, exige una distribución del ingreso más equitativa y políticas de empleo que eleven la propensión al consumo.

Es obvio que esta batería de medidas tendría que vencer formidables obstáculos y que no se emprenderán sin que antes se verifique un cambio fundamental en el enfoque de la política económica vigente. Se requiere que las instituciones de la economía pasen a ser al menos tan importantes como los "fundamentales" (Stiglitz y Greenwald, 2003). Pero no es menos obvio que sin la eutanasia del rentista la economía mexicana difícilmente cerrará la brecha del desarrollo. Y esa eutanasia dependerá, en cierto modo, del grado de libertad con que las autoridades monetarias elaboren la política. Conviene entonces recordar el aforismo de Cervantes acerca de la libertad.

 

Agradecimientos

El autor agradece a Daniel Alvarado su apoyo logístico invaluable y aclara que el artículo es parte del proyecto PAPIIT IN308703 Microfinanzas, Sistema Financiero y Desarrollo Económico, financiado por la Dirección General de Asuntos del Personal Académico de la UNAM

 

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Notas

1 Ros (2000b) mide el producto por trabajador como p = y/r, donde y es el PNB per cápita y r es la razón fuerza de trabajo/población, y calcula que entre 1980 y 1993 disminuyó de 22.0 a 18.6.

2 En junio de 1985 92.2 % del valor de la producción nacional estaba cubierto por las licencias de importación, mientras que en diciembre de 1988 la cobertura dismínuyó a 21.3% y eventualmente se volvió insignificante (Flores, 1998: 260).

3 Agradezco a Jan Kregel esta observación.

4 Según datos del Banco de México, entre 1983 y 1991 el gobierno tuvo superávit fiscal primario todos los años en el rango de 4 a 8.6 por ciento del PIB y crecientes déficit fiscales financieros hasta de 16.1% del PIB en 1987. El diferencial entre ambos acusa la presión de la deuda interna y externa sobre las finanzas públicas. A partir de 1991 el diferencial disminuyó notablemente como consecuencia del Plan Brady y de mayores tasas de crecimiento del PIB.

5 "(...) la crisis [de la deuda externa de 1982] lanzó a muchos países fuera de su trayectoria de crecimiento de largo plazo" (UNCTAD, 2003: 65).

6 La hipótesis de LF fue propuesta originalmente por Goldsmith (1969), Mckinnon (1973; 1976) y Shaw (1975). Postula que con la liberalización de la tasa de interés y de la cuenta de capitales, aumentan el ahorro y la profundización financiera de la economía, se induce una transición hacia tecnologías productivas más rentables y eficientes. Además, los flujos de capital internacional tienden a equilibrar la cuenta corriente, el tipo de cambio se vuelve más sólido y la balanza de pagos se torna más estable. Para más detalles cf. Mathieson (1979) y Fry (1988; 1997).

7 "Una unidad de finanzas Ponzi es una unidad de financiamiento especulativa para la cual el componente de ingreso de los flujos líquidos de corto plazo es menor que los pagos de intereses de corto plazo de su deuda, de manera que durante un tiempo en el futuro la deuda pendiente de pago crecerá debido a los intereses" (Minsky, 1982: 23). Una economía Ponzi puede hacer frente a sus obligaciones financieras de deuda sólo endeudándose más o, cuando los mercados financieros internacionales se cierran, mediante la venta de activos (Ibid). Un fenómeno similar ocurrió en México en 1994.

8 Una de las críticas más incisivas de Stiglitz (2003) se refiere a que la reforma económica soslaya la secuencia y el ritmo requeridos en la introducción de los cambios en los países en desarrollo. Más aún, con antelación a la debacle de diciembre de 1994 McKinnon (1993) había advertido el orden de liberalización de la cuenta de capitales.

9 Este conjunto de argumentos conforma la hipótesis del "crecimiento guiado por las exportaciones". Aquí no abordaremos el amplío debate al respecto. Sólo mencionaremos que Xu (1996) y Hatemi-J e Irandoust (2000) encuentran evidencia empírica en favor de esa hipótesis para el caso de México.

10 "(...) la IED no es un acelerador independiente del crecimiento económico (...) sus efectos positivos sobre el crecimiento dependen de otras variables que son endógenas al proceso de crecimiento" (UNCTAD, 2003: 78). Que la IED no ha contribuido a acrecentar el acervo de capital no es sólo un fenómeno mexicano. La UNCTAD refiere que en América Latina la IED como proporción del PIB aumentó entre los años ochenta y la década de los noventa "en más de 1.7 puntos porcentuales", en tanto que la formación bruta de capital como proporción del PIB "fue 0.6 puntos porcentuales menor" (op, cit: 77).

11 Ros (2000a) sostiene que la experiencia también revela que una alta tasa de ahorro es el resultado de una elevada tasa de ganancia manufacturera y de una alta participación del sector industrial en el PIB, no el fruto automático de la liberalización comercial.

12 Friedman (1986) presenta evidencia de la existencia de un ciclo del crédito de este tipo en la economía norteamericana, el cual da lugar a interacciones entre la deuda y los ciclos económicos como las observadas posteriormente en México. Aunque el papel internacional del dólar permite a Estados Unidos grados de libertad sui generis en los mercados de crédito que no tienen los países dependientes. Por ello "(...) quizás uno de los principales errores del Consenso de Washington fue su Incapacidad para anticipar la magnitud de las fallas de mercado en la esfera de las finanzas, es decir, la falla de los flujos internacionales de capital para sostener niveles de tipo de cambio consistentes con los fundamentales económicos subyacentes" (UNCTAD, 2003: 145).

13 La gráfica 5 muestra que el déficit de la cuenta corriente no es grande y que se ha mantenido más o menos constante en los últimos años; la liberalización de la cuenta de capitales y el régimen de tipo de cambio vigente justifican el supuesto de arbitraje de tasas de interés.

 

Información sobre el autor

Ignacio Perrotini. Maestría y Doctorado en Economía en The New School For Social Research, Nueva York. Fue investigador del Instituto de Estados Unidos del CIDE y actualmente es profesor -Investigador de Macroeconomía de Economías Abiertas, Teoría Política Monetaria, Comercio y Finanzas Internacionales en la División de Estudios de Posgrado de la Facultad de Economía de la UNAM. Ha publicado diversos trabajos como "La Demanda de Dinero en México 1980-1994" (coautor), Monetaria, vol. XIX, núm. 4, CEMLA, México, diciembre, de 1996; "El mercado de futuros del tipo de cambio en México: 1978-1985", Comercio Exterior, enero de 1996, y "Estabilidad Macroeconómica e Inestabilidad Monetaria: Parturiunt montes, nascetur ridiculus mus", Investigación Económica, núm. 212, abril-junio de 1995. Es miembro del Comité Editorial de la revista Investigación Económica de la Facultad de Economía, UNAM.

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