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Revista de El Colegio de San Luis

versión On-line ISSN 2007-8846versión impresa ISSN 1665-899X

Revista Col. San Luis vol.10 no.21 San Luis Potosí ene./abr. 2020  Epub 14-Mar-2022

https://doi.org/10.21696/rcsl102120201160 

Artículos

Entre lo irracional y la defensa del honor. Los crímenes pasionales durante el Porfiriato

Between the irrational and the defense of honor. The crimes of passion during the porfiriato

Águeda Venegas de la Torre* 

Josalath Rodríguez Hernández** 

* Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo. Correo electrónico: avenegas.77@hotmail.com

** Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo. Correo electrónico: josachefuser92@gmail.com


Resumen

Durante el porfiriato (1876-1911) apareció en la prensa mexicana un nuevo tipo de crimen, el pasional, cuyas crónicas acapararon las páginas de esta al poco tiempo. Estos delitos resultaron ser un desafío para el discurso de la criminalidad positivista que propagaba el Estado, porque evidenciaban que no solo las clases populares participaban, sino también los miembros de la élite. Este artículo recupera los crímenes pasionales desde la prensa con el fin de analizar dos variables: 1) crímenes cometidos por las clases populares de los que se resaltaba que fueron cometidos como parte de la ignorancia, el abuso de bebidas alcohólicas, las formas de relacionarse amorosamente y la condición humilde de los participantes, y 2) crímenes cometidos por personas de la élite, que fueron justificados por la defensa del honor y el cuidado de las buenas costumbres, por lo que fueron relatados desde el romanticismo.

Palabras clave: porfiriato; crimen pasional; honor; clases populares; celos

Abstract

During the Porfiriato (1876-1911) a new type of crime appeared in the Mexican press: the passionate crime, which soon after its chronicles monopolized the pages. These crimes turned out to be a challenge to the positivist crime discourse that the State propagated because it showed that not only the popular classes participated, but also the members of the elite. This article recovers crimes of passion from the press with the aim of analyzing two variables: 1) crimes committed by the popular classes where it was highlighted that they committed them as part of their ignorance, the abuse of alcoholic beverages, the ways of relating lovingly and the humble condition of the participants, and, 2) crimes committed by the elite, which were justified by the defense of honor and the care of good customs, for which they were related from romanticism.

Keywords: porfiriato; crimen pasional; honor; popular clases; jealousy

Introducción

Los discursos y las prácticas criminales son producto de su momento histórico, los cuales revelan imaginarios, significados, valores y tensiones dentro de cada sector social. Así, vemos que, durante el periodo conocido como porfiriato (1876-1911), la criminalidad fue tratada desde parámetros científicos -de la escuela del positivismo criminal- con la finalidad de explicar quiénes delinquían y por qué. El resultado fue señalar que el criminal transgredía por factores biológicos y fisiológicos, prácticas culturales y entorno social.

Estos parámetros para la interpretación de la criminalidad tuvieron difusión entre los periódicos que se distribuían en la ciudad de México. Tanto los editoriales que discutían dichas propuestas como las notas que describían los crímenes ocupaban cada vez más espacios en sus páginas. Como lo refiere Pablo Piccato, “los diarios describían los crímenes de manera gráfica y daban voz a la indignación de la élite de cara al contraste entre su proyecto de crear una ciudad elegante y el comportamiento de una población que no compartía dichas preocupaciones” (2010b, p. 94). Era evidente que la criminalidad representaba la cara opuesta del progreso y el orden que el gobierno porfiriano anhelaba establecer. La prensa reproducía esta dicotomía; por un lado, daba cuenta de las acciones que se hacían para modernizar la ciudad a la altura de las capitales europeas y, por el otro, mostraba, con cierta morbosidad, los crímenes y denunciaba el aumento de estos entre los sectores populares.

En las crónicas criminales comenzaron a aparecer y cobrar protagonismo los denominados pasionales. Estos eran asesinatos ocurridos entre parejas que mantenían un vínculo amoroso (podrían ser esposos, amantes o novios) que, ante una ruptura o engaño, terminaba con la muerte de alguno, en los que el o la homicida asesinaba en un momento de ofuscación generado por la pasión.

Académicos, abogados y escritores discutieron sobre la naturaleza del crimen pasional y los motivos de este. En términos generales, se consideraba que el o la homicida actuaba motivado por el amor o la defensa del honor, por lo que era un criminal ocasional o fortuito, que podría pertenecer a cualesquier clase social, desde la élite hasta las populares. Sin embargo, en los espacios de administración de justicia y en la prensa no tuvieron el mismo trato los delitos cometidos por las clases medias o altas que los de la clase baja.

En este artículo se analizan, desde la prensa, los discursos establecidos para caracterizar quiénes y por qué cometían los crímenes pasionales, lo cual variaba dependiendo del sector social que se veía inmiscuido. Es así como se encuentra un doble discurso en la prensa; por un lado, este tipo de delito se vinculaba con la inmoralidad y la irracionalidad cuando era cometido por grupos populares, y, por el otro, los relacionados con las clases medias y altas se justificaban argumentando la defensa del honor al momento de cometer el homicidio.

Para el análisis de los discursos se trabajaron los periódicos El Imparcial, El Universal y El Mundo, de corte oficial; El Popular, de línea independiente; El País, de línea conservadora; El Tiempo, de corte católico, y El Monitor Republicano y El Porvenir, de tinte liberal. De estos diarios se recuperan las crónicas de los crímenes pasionales y los editoriales que permiten estudiar las construcciones, representaciones y tensiones sobre la criminalidad y quiénes los cometían.

El espacio geográfico en que se centra este trabajo es la ciudad de México, que en las últimas décadas del siglo XIX sufrió cambios considerables en diferentes aspectos de su estructura. En primer lugar, la población aumentó1 y, con ello, la mancha urbana se expandió y se formaron

nuevas colonias […] las clases sociales se asentaron en la ciudad de acuerdo a proyectos segregacionistas […] se popularizó el centro y muchas familias acomodadas buscaron nuevas residencias. Para las clases populares se formaron las colonias Guerrero, Vallejo, Díaz de León, La Bolsa, Rastro, Santa Julia y otras […] Los grupos privilegiados poblaron las colonias de Cuauhtémoc, Juárez, Roma y una parte de Coyoacán y Clavería (Florescano y Moreno Toscano, 1983, p. 146).

Los últimos avances tecnológicos llegaron a la ciudad; por ejemplo, la electrificación del alumbrado público se terminó en 1889 (Briseño Senosiain, 2006, p. 190). La arquitectura y los avances tecnológicos de la ciudad la colocaban en el mismo nivel que las capitales de Europa; sin embargo, la inmigración proveniente del campo se asentó en los márgenes de esta en condiciones de higiene y ornato deplorables. De tal suerte que la ciudad de México se convirtió en un espacio de contrastes; convivían lo antiguo y lo moderno, las clases altas y las populares. Este ambiente determinó en gran medida el desarrollo del fenómeno que aquí se estudia.

En cuanto a la temporalidad, se parte de las primeras crónicas de los crímenes pasionales en 1890 y se continúa hasta 1910, resaltando los primeros años del siglo XX como momento en que la prensa comenzó a criticar dichos homicidios.

El tema de los crímenes pasionales ha sido trabajado por Elisa Speckman Guerra (2001, 2002), quien analiza los ocurridos durante el porfiriato para mostrar los códigos de valores y las pautas de conducta deseables en cada uno de los géneros. Respecto a este último punto, señala que el trato dado a los hombres en la prensa era discrecional en función del honor; en cambio, las mujeres eran presentadas bajo dos estereotipos: uno, la pura y decente que moría en defensa de su honra; el otro, la pervertida que obtenía un castigo merecido. Siguiendo con esta línea de género y violencia, están los trabajos de Lisette Rivera Reynaldos (2006, 2016), quien estudia las visiones de las mujeres involucradas en los crímenes pasionales, que eran presentadas y juzgadas desde los roles de cada género. En el mismo sentido, Pablo Piccato (2010a) trata estos delitos como manifestaciones de la violencia contra las mujeres, en los que la defensa del honor justificaba el abuso del control masculino. Asimismo, resalta que el trato dado en la prensa a los hombres homicidas no fue el mismo en función de su estatus social. Desde una perspectiva más diversificada, Saydi Núñez Cetina (2015, 2016) ha realizado distintas investigaciones que abordan el crimen pasional entre las décadas de 1920 y 1970, en las que analiza desde la frecuencia con que se cometía hasta los discursos y representaciones en la nota roja, con objeto de entender su significado. Todo ello, para ver estos crímenes como parte de la violencia alrededor de las mujeres en el ámbito doméstico. Estas investigaciones son cimiento para el análisis de los discursos y las representaciones sobre los crímenes pasionales en función del estrato social, discursos en los que se evidencian valores, creencias e imaginarios sobre la sociedad.

La criminalidad en el Porfiriato

El periodo de gobierno denominado Porfiriato (1876-1911) desarrolló un ideario político centralizador con tonos progresistas, regeneradores y civilizadores, en el que la criminalidad representaba una percepción opuesta a este y, además, “amenazaba la imagen que el gobierno pretendía presentar en el exterior como un país seguro tanto para la inversión de capital como para los visitantes extranjeros” (Rodney, 1986, p. 6). El problema de la delincuencia era que mostraba la cara opuesta del proyecto de orden y progreso que se quería crear,2 convirtiéndose en una de las preocupaciones del gobierno para explicar la falta de control gubernamental en grandes sectores sociales.

Los criminólogos de la época trataron el tema desde dos posturas: por un lado, la clásica liberal y, por otro, la positivista. Esta última comenzó a tener mayor relevancia a finales del siglo XIX entre escritores, académicos, abogados y jueces. La escuela clásica liberal consideraba como criminal a los individuos que “de forma voluntaria, libre y consciente atentaban contra la moral y/o el orden social” (Speckman Guerra, 2002, p. 36). Desde esta postura, cualquiera podría cometer un delito. Dentro de esta escuela existía un solapado subtexto clasista que ubicaba a los delincuentes en las clases populares (Buffington, 2001, p. 58).

Algunos de los seguidores de la criminología clásica buscaron acercarse a un método científico para identificar las leyes imperantes en la sociedad que permitieran explicar las causas de la delincuencia, por lo que se creó la corriente ecléctica. El discurso ecléctico determinaba las causas de la criminalidad en el alcoholismo, la falta de educación, la inestabilidad política, la miseria y los rasgos culturales del grupo indígena o mestizo, sin caer en el determinismo ni negar el principio de libre albedrío (Speckman Guerra, 2002, p. 86).

Para la última década del siglo XIX comenzó a estar presente la escuela positiva que se caracterizó por una explicación determinista. Consideraba que las acciones de los individuos estaban predispuestas por factores ajenos a su voluntad como podrían ser el entorno social o las características biológicas y fisiológicas. Dentro de esta escuela se dieron dos vertientes importantes: la antropología criminal y la sociología criminal. El principal exponente de la primera fue Cesare Lombroso. Él planteó la posibilidad de que existiera un ser humano heredero genéticamente de ciertos factores atávicos, lo que permitía suponer un retraso racial que lo hiciera tendente a delinquir, es decir, un delincuente nato. De acuerdo con Pablo Piccato, los seguidores de esta corriente hacían énfasis en las explicaciones anatómicas, porque “la noción de raza, en el contexto de este discurso, se convertía en un instrumento para juzgar el grado de avance del país y las divisiones sociales que debían acompañarlo” (1997, p. 159). Estas ideas posibilitaron la vinculación de la criminalidad con los sectores populares. En contraposición a la corriente de la antropología criminal, la de la sociología criminal privilegió los factores sociales, ambientales y culturales (el factor exogámico) para explicar la criminalidad (Speckman Guerra, 2002, p. 103).

La propuesta de Lombroso fue atractiva para los lectores mexicanos; llegó de la mano de Francisco Martínez Baca, Rafael de Zayas Enríquez, Carlos Díaz, Manuel Vergara, Miguel Macedo, Carlos Roumagnac y Luis Lara y Pardo.3 Sin embargo, algunos expositores no siguieron íntegramente los planteamientos de Lombroso; además de la investigación fisiológica, integraron aspectos sociales. Ejemplo de ello fue Carlos Roumagnac, quien opinaba que la teoría del atavismo de Lombroso no era suficiente para explicar el fenómeno de la criminalidad, por lo que también contemplaba la presencia de costumbres patológicas o prácticas sexuales, pero privilegiando el factor orgánico.

Estos seguidores de la antropología criminal coincidieron en que los rasgos criminales se transmitían por herencia, en términos de atavismo. Asimismo, determinaron como rasgos anómalos los craneales, cerebrales o viscerales,4 las expresiones, los tatuajes, la desviación sexual y el lenguaje. En síntesis, como señala Elisa Speckman Guerra, “la corriente de antropología criminal admitió la existencia de una ‘clase criminal’ cuyos miembros, tanto orgánica como síquicamente, fueron vistos como diferentes al resto de los hombres” (2002, p. 103).5

A diferencia de la corriente de la antropología criminal, la sociología criminal contó con menos simpatizantes en el país; el principal fue Julio Guerrero. En su libro La génesis del crimen en México (1901) consideró el delito como un fenómeno social en el que confluyen aspectos psíquicos y fisiológicos, como señaló: “el crimen es un fenómeno complejo como todos los sociales; y no puede separarse por consiguiente su estudio, ni de la vida restante del criminal, ni de los fenómenos coexistentes de la sociedad” (1901, IX). Guerrero afirmaba que en la criminalidad intervienen factores ambientales, geográficos, sociales y culturales. Asimismo, estableció cuatro tipologías en función de la vida sexual y privada de los individuos, que van de la promiscuidad a la poliandria, la poligamia y, por último, la monogamia (Guerrero, 1901, pp. 157-158). Esta jerarquía se vinculaba a categorías sociales.

Algo en común entre estas tres escuelas fue la búsqueda de una explicación del fenómeno de la criminalidad desde el credo científico, en el cual se permitió tratar a los criminales como un grupo identificable con claridad. Esto se puede apreciar en los editoriales y las notas de la prensa sobre crímenes. Ejemplo de ello es cómo se siguieron de cerca y discutieron las ideas de la escuela positiva, donde se identificó a la clase popular y sus prácticas como germen de la delincuencia. Cuando Roumagnac publicó su libro Crímenes sexuales y pasionales (1906), en la prensa se refirió esta obra en el siguiente tenor:

Hay en todos estos especímenes, antes que una definida depravación mental, antes que una desviación fisiológica, otros componentes que preparan el acto; está ahí la miseria, está ahí la ignorancia, pero sobre todo está ahí el “pulque” como determinante del hecho. Raro es el delito citado por el señor Roumagnac que no haya generado en las fermentaciones del “licor mal comprendido”. Y es que el alcoholismo es un excelente abono para la floración de los gérmenes morbosos. […] Nuestra “mala vida en México” que ya nos anuncia el Señor Roumagnac, no es un producto de un erotismo malsano, sino la consecuencia irremediable de la depresión manifiesta de grupos que apenas se han elevado en la escala de la evolución zoológica. Las perversiones de este orden son más bien intelectuales que morales (El Mundo, 19 de mayo de 1906).

En esta nota periodística es claro cómo se recuperaba el principio de la desviación social, que era fomentado por la miseria, la ignorancia y, sobre todo, el alcohol (pulque), que desencadenaba actos criminales. En la prensa se apuntaló que los delincuentes provenían de las clases populares. Para ello, sustentaba sus argumentos en aspectos fisiológicos, hábitos de higiene, formas de vincularse amorosamente, condiciones de la vivienda, alcoholismo, etcétera.

En términos generales, los criminólogos del Porfiriato trataron de explicar el problema de la criminalidad desde parámetros científicos, algunos se acercaron más a lo fisiológico y otros a lo social y cultural. En estos discursos no faltó el elemento de la raza como un instrumento útil para lidiar con la degeneración social, porque las categorías raciales funcionaban como extensión de las concepciones orgánicas de la sociedad y la política. De cierta forma, todos estos alegatos identificaron la delincuencia con los sectores populares, lo que permitió que desde el gobierno se establecieran medidas de vigilancia y prevención de los incorregibles; como señala Piccato, “al restablecer claras fronteras entre la ‘gente decente’ y los ‘degenerados’, el discurso sobre el alcoholismo y criminalidad permitió legitimar la represión policial” (1997, p. 78).

Otro aspecto a considerar en los discursos sobre el delito es que combinaban la condena moral con un análisis de los fenómenos sociales que ellos mismos declaraban sistemático, para lo cual utilizaron la idea de degeneración y las condiciones morales (sobre todo las relacionadas con el consumo de alcohol). De acuerdo con José Ramón Narváez, el estatus del delincuente fue acogido en una sociedad moderna porque “se fundaba en la desconfianza hacia el otro, en el temor constante del peligro que generaba la infestación de seres atávicos, quienes de un momento a otro podían atacar a sus víctimas: los buenos ciudadanos” (2005, p. 163).

Esta revisión sobre las escuelas y los discursos que explicaban el fenómeno de la criminalidad durante el Porfiriato permite entender cómo se justificaron en la prensa los homicidios pasionales cometidos entre las clases popular, media y alta.

El crimen pasional en la prensa porfiriana

En las últimas décadas del siglo XIX, la prensa dio mayor prioridad a los intereses comerciales antes que a conveniencias políticas, y la nota roja comenzó a abarcar más espacio entre sus páginas; sobre todo, se observa en los periódicos que seguían una línea oficial e independiente. Las crónicas de los crímenes, por un lado, los describían de manera gráfica y detallada (con cierto morbo) y, por otro, mostraban la indignación de la élite porque los consideraban propios de las clases populares y que no permitían el desarrollo del proyecto de orden y progreso que promovía el gobierno.6 Para fines de esta investigación interesan en concreto las publicaciones sobre los homicidas pasionales, que presentaron un aumento paulatino, siendo en los últimos años del siglo XIX y principios del XX cuando mayor exhibición tuvieron dentro de la prensa.

Antes de continuar es conveniente precisar cuáles son los crímenes pasionales.7 La pasión es una emoción y, como tal, representa un afecto y sentimiento; es entendida como una particular expresión sentimental salida de los espacios más recónditos de las emociones, lo que provoca la obnubilación del juicio. La pasión aunada al crimen es un tipo de acción violenta y forma parte de un esquema cultural “que obra como una red de conexiones sistémicas que pone en estrecha relación ciertos pensamientos y sentimientos” (Jimeno, 2003, p. 207). Es así como el crimen pasional refiere los asesinatos ocurridos entre parejas con vínculos amorosos, que pretenden naturalizarse por medio de discursos como los presentes en la prensa porfiriana y ocultar la construcción cultural que representan en realidad, como la violencia marital que era propia del sistema patriarcal. En otras palabras, se culpa a la pasión del acto violento que se cometió ocultando los pensamientos y sentimientos socialmente aprendidos en el uso de la violencia. En términos generales, el crimen pasional puede entenderse como una construcción social y jurídica que designa un conjunto de acciones intersubjetivas moral y legalmente sancionadas que lo caracterizan frente a otras formas de homicidio.

El Código Penal de 1871 no tipificó como tal el crimen pasional, por lo que se juzgaba como homicidio simple o calificado según las circunstancias en que se hubiera cometido.8 Por esta ambivalencia, entre los académicos, abogados y escritores se discutió la naturaleza de este delito y los motivos que lo provocaban. En términos generales, los criminólogos consideraron que los crímenes pasionales eran calificados como ocasionales o fortuitos, en los que el asesino actuaba motivado por el amor y/o la defensa del honor u ofensa, al momento que cometía el crimen se encontraba ofuscado (“pérdida instantánea del sentido moral”); pasada esa etapa, le abrumaban los remordimientos sinceros y confesaba su delito.9 Además, señalaron que tanto los sectores populares como las clases media y alta podrían cometer este tipo de crimen; al ser fortuito, no era privativo de un sector social o raza.

Del grupo de los criminólogos positivistas, Carlos Roumagnac se enfocó en el estudio de los crímenes pasionales en los primeros años del siglo XX. Señaló que la pasión es un deseo violento que domina al individuo y se revela en celos; en sus palabras:

[…] exagérese tal deseo, es decir, auméntese su intensidad, hágasele constante, dominando todo el ser cerebral, y se llegará a la pasión, a los celos. Ya no se tendrá tan solo el instinto de la defensa provocado por la amenaza real, por el peligro inminente o por el hecho consumado, y que procura destruir aquella y rechazar o contrarrestar estos por los medios que están a su alcance (1910, p. 10).

De acuerdo con sus argumentos, el deseo es un sentimiento propio del ser humano, pero cuando alguien teme el abandono del ser amado, pierde el sentido común y llega a un estado de irracionalidad, en el cual puede cometer un asesinato. Roumagnac puntualizó que un individuo transitaba del impulso del deseo al estado de irracionalidad de diferente manera según su estatus social. En el caso de pertenecer a las clases populares, se altera abruptamente por sus antecedentes genéticos, hábitos alcohólicos y sexuales; en cambio, si proviene de las clases media o alta es más paulatino porque hace uso de la moral y hay una racionalidad de sus sentimientos. En cierta forma, estas ideas se propagaron en la prensa, como se verá a continuación.

En México, las crónicas de crímenes pasionales comenzaron a aparecer y propagarse en la prensa durante el Porfiriato.10 “Fue común que […] iniciaran [presentando] una historia de dicha y felicidad de los amantes, y las vicisitudes de sus pasiones hasta llegar al desencanto [provocado generalmente por los celos], que fungía como colofón de ese amor expresado en una tragedia” (Núñez Cetina, 2016, p. 39), motivado por la cólera y la irracionalidad. En algunos casos, terminaba con la retractación y la confesión del criminal. Esta estructura de la crónica hacía referencia al homicidio ocurrido entre parejas con vínculos amorosos, en el que habitualmente se veían implicados los celos, la pasión, el honor o una ruptura violenta. La forma en que la prensa porfiriana abordaba estos crímenes “permitió que los lectores construyeran su propia versión de los hechos y el peso del sensacionalismo recayó en la palabra escrita, en el acto de descifrar las palabras del reportero e imaginar la escena y traducirla en contenidos mentales proposicionales” (Núñez Cetina, 2016, p. 35). Así que la postura de los reporteros tenía una influencia en la opinión pública. En las primeras crónicas, la prensa trató estos crímenes con sensacionalismo, enmarcados en referencias épicas; pero posteriormente11 fueron criticados moralmente desde los principios de la élite y las teorías degenerativas difundidas por las escuelas de la antropología y la sociología criminal.

Causas precisas de este cambio de discurso y del aumento en la prensa no se tienen, pero se pueden perfilar tres hipótesis. Primera: en la última década del siglo XIX aún no se definía con exactitud lo que sería llamado un crimen pasional. Entrado el siglo XX, los debates en torno al tema aumentaron y comenzó a definirse su naturaleza y esencia.12 Segunda: el avance en México de las teorías positivas para explicar la criminalidad, en las que se enfocaron en entender quiénes delinquían y por qué, no quedaron ceñidas a un grupo reducido de especialistas, sino que se llevaron a la prensa. Tercera: el gobierno controlaba los diarios de mayor circulación en el país, por lo que pudo inspeccionar los contenidos de las notas sobre crímenes y, sobre todo, en las que se veían involucrados integrantes de las clases media y alta.

En algunos delitos pasionales se implicaron miembros de los sectores altos. Coincide que fueron de las primeras crónicas que levantaron expectación y que estuvieron enmarcadas en un hálito de romanticismo13 que resaltaba que se mataba por amor o en defensa del honor, lo que generó empatía entre los lectores. Los relatos destacaban que por amor se cometían actos de venganza en busca de justicia; del cuidado de las buenas costumbres y de la restitución del honor mancillado, se retomaba el concepto de amor como uno de los sentimientos más nobles para justificar actos violentos como el homicidio, como se ilustra en la siguiente nota:

El Sr. declara que “si el exceso de amor movió el crimen, no es crimen”, pero que en tal caso solo el suicidio puede purificar al delincuente. En los delitos por amor exige una categoría indispensable, “la ausencia de todo egoísmo” (El Siglo Diez y Nueve, 20 de febrero de 1891).

En estas crónicas se justificaba el homicidio porque se había cometido por amor al otro (la víctima), y el temor a perderlo desplegaba ciegos arrebatos y la pérdida del sentido común. Recuperada la cordura, llegaba el remordimiento que expiaba toda culpa. Bajo esta lógica, el asesino era considerado por la sociedad y la justicia como un delincuente circunstancial y, por ende, diferente al criminal ordinario descrito por la escuela de la antropología criminal. Tomando en cuenta el punto de vista de los columnistas y su influencia en la opinión pública, posiblemente los asesinos aprendieron a utilizar los argumentos de matar por amor u honor, y por eso alegaban que al momento de cometer el crimen estaban privados de todo discernimiento y voluntad por el sentimiento de los celos, se declaraban inocentes de las acusaciones en su contra por haberlo perpetrado bajo la presión interior de una pasión dominadora.

Para finales del siglo XIX, la prensa resaltaba que equívocamente se designaron pasionales los crímenes cometidos entre un hombre y una mujer que habían mantenido una relación amorosa. La visión romántica comenzó a ser cuestionada, como se ejemplifica en la siguiente nota:

En materia de criminalidad, se ha inventado una palabra que comprende excusarlo todo: se ha inventado la palabra “pasional” que es el salvoconducto del delincuente ante la acción de la justicia. Un hombre puede asesinar a una mujer de un modo horripilante, beber su sangre, cebarse en su cadáver como bestia feroz en la presa que va a devorar: no importa, éste es un crimen “pasional” y todo se borra, todo se desvanece, todo se purifica ante este hermoso calificativo de una poesía arrebatadora (Eco Social, 22 de agosto de 1894).

En los rotativos hubo una crítica por la designación de ciertos homicidios como pasionales porque, a causa de ese calificativo, los asesinos lograban obtener la indulgencia pública, que se trasladaba al ámbito judicial, y obtenían la exoneración en un juicio (la absolución o, por lo menos, una atenuación considerable de la pena). En un momento, tanto en la prensa como en los juzgados fueron tratados de la misma manera el marido que mataba por una serie de situaciones circunstanciales y el amante o esposo que lo había hecho cegado por los celos o el borracho que cometía un crimen. Todas estas diferentes circunstancias eran calificadas como pasionales y, por lo tanto, “perdonadas por la opinión de los gacetilleros y la imaginación de los poetas” (Eco Social, 22 de agosto de 1894), como lo denunciaba la prensa.

Las mistificaciones románticas habían generado simpatías, por lo que invitaban a que se juzgara al delincuente con calma, frialdad y “desimpresionados de todo ese bagaje de sentimentalismo lírico” (Eco Social, 22 de agosto de 1894). En el trasfondo se criticaba el trato poético-literario y que se tuviera el derecho de ser celoso y, por ende, matar a la esposa, concubina o amante; en otras palabras, que se justificara que por celos se tuviera posesión completa sobre otro ser y privarlo de la vida.14

En términos generales, dos cosas salieron a la luz: primera, que la supuesta esencia romántica del crimen pasional era un factor para exculpar a los asesinos; segunda, que no existían certezas respecto al trato judicial de este tipo de delito. Los homicidios pasionales dejaron de ser vistos bajo el romanticismo de la literatura y comenzaron a considerarse otros referentes. Se relacionaron con instintos animales, más que sociales, por los que lo sexual desplazaría al amor, como se ve en la siguiente nota:

¿Existe, en realidad, una relación entre los delitos pasionales y los sexuales? Sí, evidentemente, porque los dos arrancan de un mismo tronco; son ramas más o menos podridas, de un gran árbol, en el que la savia arrastra gérmenes venenosos. La cosecha del amor -ley generosa de vida- arroja aquí y allá malas siguientes: son los degenerados de una doble función de la especie, que, en virtud de quién sabe qué desviaciones o anormalidades, contravienen ese alto principio (El Mundo, 19 de mayo de 1906).

En este contexto cambiaron las crónicas sobre el crimen pasional, se enmarcaban en relaciones fortuitas que no seguían los patrones del matrimonio y la familia establecidos por la moral de la élite, y eran movidas por deseos sexuales en los que el amor no tenía cabida. Se comenzó a recalcar que este tipo de delito era cometido por personas de los sectores populares que vivían en amasiato, se embriagaban y procuraban lugares inmorales como los lupanares; se recuperó la tipología de criminal que estableció Julio Guerrero.15 Estas crónicas develaron prejuicios morales, confirieron la comisión de estos delitos como propia de las clases bajas a causa de su herencia biológica, costumbres y medio social.

Los rotativos utilizaron un particular tono de moralidad que se revelaba en sus apreciaciones sobre el modelo de conducta socialmente aceptado y, aunque condenaran esos actos por su alto costo social, los argumentos que esgrimían para estigmatizar a sus protagonistas variaban en función del sexo de las víctimas y de los victimarios, así como del estatus socioeconómico de unos y otros. Es así como sobre los crímenes pasionales se identifican dos discursos diferentes en relación con el estatus social de los involucrados. En el caso de que los implicados pertenecieran a las clases populares, el discurso sustentaba que lo sucedido era propio de sus hábitos y formas de relacionarse en pareja; en cambio, si los liados pertenecían a las élites, el crimen se justificaba como defensa del honor. Para dar ejemplos de estos discursos en la prensa, se estudian dos casos: el de Piedad Ontiveros y el de María de la Cruz, que se exponen en las páginas venideras.

El crimen pasional como un acto irracional de las clases populares

La prensa de finales del siglo XIX, influida por la escuela positiva de la criminalidad, catalogó como un acto irracional el crimen pasional cometido por sujetos de los estratos más bajos de la sociedad, como lo evidencia la siguiente nota de El Monitor Republicano:

Habrán observado nuestros lectores que durante estos últimos días se ha desarrollado entre los hombres una especie de hidrofobia contra las mujeres. Casi no pasa día sin que consignemos la noticia de una mujer herida o muerta por su marido o su amante (24 de octubre de 1890).

Los editores asimilaron a los homicidas pasionales con animales en estado salvaje, ya que la hidrofobia o rabia produce agresividad en los canes y anula su estado de domesticación, lo cual los coloca en un salvajismo incontrolable. Es así como reporteros y editores consideraron que el crimen pasional era un acto bárbaro en el que el hombre perdía la cordura y actuaba fuera de sus cabales, crimen que solo podría cometerse por personas salvajes e irracionales.16

Este vínculo entre la criminalidad y la clase popular se fortaleció con la antropología y la sociología criminal (a partir de criterios fisiológicos, culturales y sociales). Pablo Piccato reiteró que “la noción de ‘degeneración’ era particularmente efectiva, porque fundía explicaciones y descripciones biológicas con las clasificaciones morales que situaban a los ciudadanos en una escala cuyos peldaños más bajos eran criminales, prostitutas y mendigos” (1997, p. 160). Se consideraba que los pobres carecían de educación e instrucción moral, por lo que eran incapaces de discernir entre las buenas y las malas acciones. Siguiendo estos argumentos, los crímenes pasionales llegaron a explicarse por la inmoralidad en que vivían los protagonistas y, sobre todo, por la inestabilidad de las relaciones amorosas que entablaban fuera de la legislación civil, es decir, en el concubinato (Piccato, 2010a, p. 177).

Las mismas crónicas se encargaron de caracterizar a los involucrados en los homicidios pasionales como pertenecientes a las clases populares.17 Para ello, reprodujeron los criterios de la antropología criminal que a partir de aspectos físicos y sociales identificaban al criminal, el cual era representado con fisionomía grotesca, comportamiento burdo, hábitos sexuales, excesos, alcoholismo o relaciones ilícitas.18

A continuación, se recupera el asesinato de María de la Cruz cometido por Esteban Cortázar, con objeto de analizar en el discurso periodístico cómo los caracterizaron y explicaron el crimen. Este homicidio fue relatado desde parámetros moralistas y prejuicios hacia los sectores bajos. Humilde el tugurio, teatro de la escena criminal, humildes María de la Cruz y Esteban Cortázar, los actores de una historia de amor con fin trágico. “Humilde”, con ese adjetivo las notas periodísticas calificaron un crimen, bajo el balazo de presentación “Una mujer cocida a puñaladas”.

Sobre este acontecimiento existen dos versiones, con distintos matices, proporcionadas por el mismo diario El Imparcial. Ambas crónicas inician cinco días antes del crimen, cuando el soldado Cortázar llegó feliz al domicilio común para reencontrarse con su amasia, después de haber estado en el acuartelamiento militar, la encontró comiendo con otro hombre. Según una primera versión, ante el asombro, Esteban salió sin hacer ningún escándalo, pero se fue con una “profunda herida en sus sentimientos […] quedó latente en su ánimo, mordiéndole el corazón, rabioso de celos” (16 de enero de 1898). En los meses posteriores, apareció la segunda versión de los hechos, que refería que hubo una pequeña contienda entre el esposo y el amante, que no pasó a mayores, y, también, se produjo una afrenta entre aquel y María, quien fue llevada hasta la Comisaría para ser acusada de adulterio, pero la causa no procedió por “la ignorancia de Cortázar para alegar sus derechos de esposo” (23 de mayo de 1898). De acuerdo con esta versión, se estableció un antecedente de adulterio, y Esteban desplegó emociones de rencor y celos.

Las dos versiones continúan relatando que, cuatro días después, Cortázar decidió tomar venganza. Animado por las copas y ciegos arrebatos de celos, fue a buscar a María y la encontró planchando unos chaquetines que no eran suyos; las consecuencias fueron fatales. María, al recibir la primera puñalada, se arrodilló pidiendo compasión y misericordia, pero su verdugo, ensordecido por la ofuscación del instante y el cúmulo de resentimientos, no hizo caso y asestó veinticuatro puñaladas19 hasta darle muerte. En el juicio, Esteban declaró que no fue consciente del crimen que cometió, que no recordaba nada de lo sucedido y que se enteró del asesinato de María hasta el otro día cuando despertó y vio sus manos llenas de sangre.

Entre las explicaciones del porqué las parejas pertenecientes a la clase baja se mataban figuraba el argumento de la inmoralidad, los excesos, la infidelidad y la inestabilidad de las relaciones conyúgales que entablaban. En esa época predominaban las uniones ilegítimas; en un contexto donde la legalidad era lo correcto, ese tipo de vínculo fue juzgado como irracional e inmoral. En este caso, la prensa retomó dicho ideario. Sobre el estado civil de Esteban y María se presentaron discordancias. La nota del 16 de enero de El Imparcial señala la ilegitimidad de la unión. El argumento de amasiato se derrumbaría meses después; cuando se daba seguimiento al juicio contra Esteban, se hizo hincapié en ciertos datos:

En la clase de tropa es raro el matrimonio legítimo; pero el sargento manifestó que deseó tener un hogar honrado, pues se le había prometido elevarles a oficial y quería alternar dignamente con las personas decentes del ejército; por esto se casó en León con la que al fin fué [sic] su víctima (El Imparcial, 23 de mayo de 1898).

La inconsistencia de la información quizá se debió a la inmediatez con la que se pretendía ofrecer la noticia. No es posible omitir los prejuicios morales en contra de los sectores populares, bajo los cuales se señalaba la situación de concubinato con la finalidad de etiquetar y agravar los actos de infidelidad y celos.

En el marco del seguimiento del caso que se analiza, El Imparcialdiscutió sobre la fidelidad de las esposas mexicanas por ser un interés de la sociedad, legisladores, juristas y literatos. La publicación, que planteaba que “a través del tiempo y del espacio puede oírse la gran voz de venganza contra la infiel” (23 de mayo de 1898), ponía en discusión si se absolvería penalmente al que mataba porque la mujer era infiel sin cuestionar la deslealtad masculina.

Desde el Código Penal se establecía una doble moral marcada por los roles dados a cada género dentro del sistema patriarcal, mucho más laxa para los varones, como se evidencia en el capítulo seis sobre el adulterio. Esta doble moral permeó en las crónicas de crímenes pasionales. Para los hombres que actuaban cegados por los celos (generados por una infidelidad), “la violencia era entendida como parte integral del carácter masculino” (Speckman Guerra, 2002, p. 135), por lo que la muerte de la mujer infiel se entendía como un castigo merecido. Lilian Briseño Senosiain señala que en esa época existían dos códigos morales paralelos con diferencias significativas y puntos en común: uno prescrito por la Iglesia y otro promovido por el Estado liberal, impregnado, este último, de ideas positivistas. Pero en ambos es evidente la condición de subordinación de las féminas frente al hombre (2005, p. 420).

El tema del adulterio y el crimen pasional se trató de diferentes maneras en función del género y la condición social, tratamiento que se puede resumir de la siguiente manera: a) En la mayoría de las veces, cuando la mujer que engañaba pertenecía a las clases populares y asesinaba a su pareja, se presentaba a la opinión pública como una cualquiera, de poca moral, de conducta viciosa, pervertida y propicia a la tentación; en síntesis, una mala mujer que debía ser juzgada y condenada con todo el rigor de la ley. b) Si una mujer era asesinada y previamente había sido infiel, se caracterizaba en la prensa como “vil casquivana”, y esto era tomado como atenuante para el asesino que había actuado con la intención de mantener su buena fama y honra, haciendo un servicio a la sociedad al castigar a una potencial propagadora de desviaciones morales.20 c) En cambio, si la mujer infiel y asesinada pertenecía a la clase media o a la alta, el juicio moral sobre ella era aminorado y se resaltaban algunas de sus virtudes.21 En cuanto al victimario que actuaba en defensa de su honor, se le reducía la pena o se le dejaba en libertad de inmediato. A final de cuentas, dentro de la sociedad existía la concepción de que la infidelidad de la mujer debía ser castigada, y el grado de violencia no importaba porque el hombre actuaba en defensa de su honor. En la prensa se reforzó este ideario patriarcal, según el cual la mujer que había sido asesinada por infiel había recibido su castigo.

En medio de las discusiones sobre la infidelidad de las mujeres fue presentada María de la Cruz, que no era una mujer virtuosa y casta; al contrario, fue descrita como “voluble”, briaga y “probablemente heredera de una raza de ebrios y estirpe contaminada” (El Imparcial, 23 de mayo de 1898). La “infiel” María, como la calificaron los periódicos, no era la mujer abnegada que encontraba la felicidad en su casa sirviendo a su hombre; su comportamiento respondía a su condición de pobre: “María Cruz Servín pertenecía a la clase humilde del pueblo, y tal vez nunca comprendió la situación digna que para ella pretendía Cortázar” (El Imparcial, 23 de mayo de 1898). En contraste, el homicida Esteban Cortázar fue descrito como un hombre con cierta educación, porque había servido por siete años al ejército y “probablemente su roce con los hombres de las más variadas condiciones, sus viajes y la permanencia en poblaciones más o menos cultas, han desarrollado su inteligencia y despertado en él nociones morales” (El Imparcial, 23 de mayo de 1898). Para la prensa, aunque Esteban hubiera cometido el crimen bajo los influjos del alcohol, ya no era un hombre bárbaro e irracional porque había tenido contacto con los estratos civilizados de la sociedad. Esteban y María representaron una dicotomía de comportamiento moral, el bueno-honrado y la mala-inmoral, respectivamente.

En la descripción de los hechos se mencionó que Esteban declaró que no había sido consciente del crimen que cometió y no recordaba nada, lo que la prensa atribuyó a la pérdida del sentido común ocasionada por los celos22 y el alcohol. Estos dos elementos eran considerados como móviles que impulsaban a cometer los crímenes pasionales, se perpetraban sin razón y por instintos; producto, todo ello, de los temores latentes de una infidelidad evidente. Cuando a los celos se les sumaba el alcohol, el crimen era visto como un acto animal porque, para las dos moralidades de la época -la eclesial y la estatal-, este representaba una sustancia corruptora del ser humano, que evidenciaba, a la vez, la poca civilidad y la nula presencia del progreso en la sociedad y el individuo que lo consumía (Briseño Senosiain, 2005, p. 425). Así que Estaban, bajo el influjo de los celos y el alcohol, perdió el sentido común y se condujo bajo ciegos arrebatos; la misma prensa señaló que estaba “rabioso de celos” (El Imparcial, 16 de enero 1898) y, por lo tanto, actuaba de forma irracional. En este estado llegó hasta donde se encontraba María y la mató de una forma brutal: no quedó satisfecho con una puñalada y le asestó veinticuatro.

El homicida fue acusado por el jurado con todas las agravantes; sin embargo, el juez de la causa, el licenciado Ferrer, al condenar el homicidio recuperó el hecho de que Esteban había sido traicionado por María. Al final, el juez sentenció la libertad y el perdón para Esteban porque “obró en defensa legítima del honor” (El Imparcial, 23 de mayo de 1898).

Cortázar pertenecía a las clases populares, pero al dar su servicio militar y tener contacto con individuos de las clases altas había iniciado un proceso civilizatorio en el que adquirió conciencia moral, que permitió invocar la defensa de la reputación masculina en su juicio. No obstante, María Cruz fue presentada como una mujer que rompía los esquemas de la buena esposa; en su infidelidad y alcoholismo se concentró su condena. En este caso, la prensa, siguiendo una serie de prejuicios, fue matizando los hechos y las personalidades de los involucrados. Al inicio, lo presentó como un crimen sanguinario que solo podría cometer un bárbaro e irracional. Esto se nota en el título de la noticia de los hechos: “Una mujer cocida a puñaladas”. Posteriormente, la caracterización de Esteban como un hombre con luces de civilidad cambió el argumento dentro de la prensa, y el asesinato se valoró en defensa de su honor. A grandes rasgos, el homicidio cometido por Esteban Cortázar en la persona de María Cruz fungió como una lección adoctrinadora, tal como la criminología positivista del Porfiriato lo proponía y practicaba para ensalzar el argumento de progreso y civilidad.

Para la prensa de finales del siglo XIX y principios del XX, el “crimen pasional” ocurrido entre los sectores populares poseía ciertos elementos peculiares como los escenarios en que se había cometido, la apariencia física, los hábitos de los involucrados y el estatus de la relación amorosa que mantenían los protagonistas. En el caso del primer rubro, se señalaba que los lugares donde se cometían regularmente dichos crímenes eran las plazas públicas, los prostíbulos, los arrabales, las calles de la urbe o los cuchitriles. Por ejemplo, El Diario publicó:

El prostíbulo de la mujer Telésfora Buena […] fue teatro anoche de una de las escenas más sangrientas que van ya generalizando entre la gente de conocido libertinaje y van formando la ola que arrastra lo más despreciable de la sociedad (28 de enero de 1908).

Del aspecto físico, los hábitos y las indumentarias de los involucrados se hicieron descripciones despectivas destacando aspectos físicos, hábitos de holgazanería, ebriedad y sexuales, y la vestimenta del criminal o de la víctima. Cuenta de ello es el balazo sugestivo de la nota del asesinato de Lucrecia Alcántara: “Dramas de la clase humilde”. En esta se hacía alusión a las condiciones humildes del cuerpo inerte: “el gendarme […] vio que era el cadáver de una moza de no mala figura y vestida con relativa decencia en medio de su pobreza” (El Imparcial, 17 de marzo de 1903).

El tipo de relaciones que la clase baja establecía fue un factor que los criminólogos tomaron en cuenta para establecer categorías de criminales. El mismo Julio Guerrero señalaba que en las relaciones ilícitas existía un espacio para la infidelidad, que en algún momento sucumbiría en actos violentos y sangrientos. Este argumento estaba presente en el imaginario de la sociedad: “la pasión desenfrenada e irracional sólo tenía cabida en las relaciones ilícitas y siempre acarreaba desenlaces trágicos” (Speckman Guerra, 2001, p. 92).

¿Por qué la prensa ponía atención en datos que remarcaban la condición popular de los involucrados? Hay dos respuestas posibles: por un lado, se intentaba dar justificación a las teorías de la antropología y de la sociología criminal; por el otro, se intentaba construir la idea del México civilizado donde la culpa del mal social y la corrupción de la moral y de las buenas costumbres eran obra de los que menos tenían. Ser pobre acarreaba desventajas ante la opinión pública.

Al final, puede verse que la prensa reprodujo prejuicios y valores, creó el imaginario que consideraba que los crímenes se cometían en los sectores bajos y se caracterizaban, en su mayoría, por ser sanguinarios y bárbaros, perpetrados especialmente por personas irracionales. Fundamentaba esta idea en el argumento de que la gente de estos sectores no era capaz de controlar sus emociones y, ante el temor de perder al otro, a su pareja, sentía celos, el sentido común se le conturbaba y llegaba a un estado de irracionalidad. Consciente o inconscientemente, la prensa reproducía los supuestos de la antropología criminal que señalaba que los celos podían dominar “todo el ser cerebral” (Roumagnac, 1910, p. 10) y que estas clases no eran capaces de racionalizar sus sentimientos.

El crimen pasional como defensa del honor

La prensa de la época porfiriana consideró a los pobres como lo más vil y rastrero de la sociedad. Cuando hacía referencia a ellos anexaba los adjetivos analfabetos, sucios, mal olientes, trogloditas, bárbaros, y los acusaba de ser los únicos especímenes capaces de cometer delitos como el asesinato.23 Estos adjetivos respondían a que, en el ideario colectivo de la sociedad mexicana, el pobre era potencialmente un criminal; eso le acarreaba consecuencias desfavorables en los juicios en los que se viera liado. En cambio, los prejuicios eran diferentes cuando en un crimen pasional se veía involucrado alguien de las clases media o alta. Esto se reflejaba también en la aplicación de la sentencia, “pues fue común no medir con la misma vara a los transgresores de la ley que pertenecían a las clases altas que a los estratos sociales bajos” (Briseño Senosiain, 2005, p. 425).

De acuerdo con los prejuicios sociales, ocasionaba extrañeza que un hombre de la alta alcurnia, con educación, raciocinio y mente abierta, cometiera un homicidio, porque “es natural que llamara poderosamente la atención de la sociedad saber que un hombre que había logrado elevarse a cierta altura social […] iba a sentarse en aquel mismo infame banquillo” (El Imparcial, 16 de mayo de 1903) donde se sentaban los matadores de mujeres que, lógicamente, para la prensa de la época y criminólogos, en su mayoría eran de los sectores bajos. Sin embargo, los celos y las pasiones desenfrenadas no fueron sentimientos privativos de las clases populares, sino también los experimentaban los miembros de la sociedad instruida; el mismo Carlos Roumagnac señalaba que individuos pertenecientes a esta pasaban de manera paulatina del instinto del deseo al de la pasión, a diferencia de aquellos, que pasaban de forma abrupta, porque los frenaba la moral y el raciocinio. Así que se admitían los homicidios pasionales en las clases media y alta, pero en la prensa fueron descritos desde otros parámetros a los cometidos por los sectores populares, como se verá a continuación.

Para ejemplificar cómo fueron representados en la prensa los crímenes pasionales en los que se implicaban personas de las clases medias o altas se analiza el caso del asesinato de Piedad Ontiveros. La historia empezó una noche, en el Teatro Principal, cuando Carlos Rodríguez y Piedad Ontiveros ocuparon butacas cerca del asiento de Luis Izaguirre. Ese día comenzó un triángulo amoroso que culminaría el 13 de octubre de 1889 con el asesinato de aquella en manos de este último. En plena función teatral, Izaguirre quedó prendado de la belleza y juventud de Piedad, mujer “delicada y graciosa” de diecinueve años, hija del “Coronel D. Pedro Ontiveros, el cual al morir sólo legó a su familia su honroso nombre, quedando ésta en la más absoluta miseria” (La Voz de México, 7 de junio de 1891). Por las condiciones económicas adversas, Piedad se vio en la necesidad de involucrarse sentimentalmente con dos hombres “a los 15 años, por simpatía o por hambre cae, y luego el primer amante la abandona; se entrega a un segundo, viaja con éste por los Estados Unidos y la desgracia le hace romperse un brazo” (La Patria, 7 de junio de 1891). El accidente fue motivo para que el segundo amante la abandonara. Sin protección social ni económica, Ontiveros entró en el negocio de la prostitución en la casa de asignación de Refugio Pulido, ubicada en la calle de San Jerónimo. En medio de la desgracia del linaje Ontiveros, apareció Carlos Rodríguez, un empleado de la tesorería general, que se enamoró de Piedad y entabló una relación amorosa “formal”, con la autorización de la madre, Juana Almeida.

En uno de sus paseos por el Teatro Principal, la pareja coincidió con Luis Izaguirre, compañero de trabajo de Rodríguez; este presentó a Piedad como su esposa, y aquel quedó impresionado por la belleza de esta. Al poco tiempo, comenzó a cortejarla, “sin que por de pronto Rodríguez tuviera la menor sospecha” (La Voz de México, 7 de junio de 1891). Al paso de los días, la triada de amigos solía realizar paseos comunes, que eran promovidos y patrocinados por Izaguirre con el fin de acercarse a Piedad. Solo era cuestión de tiempo para que Piedad Ontiveros correspondiera a los coqueteos de Izaguirre y quedara involucrada en una relación clandestina. Rodríguez no sospechaba nada, “hasta una ocasión, en que habiendo tenido un disgusto con Piedad, al regresar a su casa, supo por una criada que Izaguirre había estado con ella” (La Patria, 7 de junio de 1891). Rodríguez reaccionó de inmediato; consideró una afrenta la conducta de su amigo, pensó que su honor había sido mancillado y buscó enseguida recuperar su buena reputación y honra. Por tal motivo, retó a Izaguirre a un duelo, con testigos y padrinos, “pero mutuas satisfacciones evitan el duelo y vuelve el trato estrecho”24 (La Patria, 7 de junio de 1891). La reconciliación se originó por el intercambio de misivas en las que Izaguirre aseguraba que la honra y la dignidad de Rodríguez se mantuvieron intactas porque jamás había pretendido ni tenido relación alguna con Ontiveros.

A pesar de la aparente calma, el amor entre Ontiveros e Izaguirre creció sobremanera; así lo demuestran ciertas cartas escritas por la primera y presentadas durante el juicio por el segundo. Cada epístola dejaba claro que “Piedad padecía cruelmente, amaba con delirio a Izaguirre, y no podía abandonar, por sentimientos de gratitud, a Rodríguez” (La Patria, 7 de junio de 1891). El fuerte dilema moral y sentimental de Ontiveros produciría su muerte el 13 de octubre de 1889, día en que Luis Izaguirre le percutió cinco disparos por negarse a escapar con él y abandonar a Rodríguez.

Este delito se describió como un crimen pasional con tintes románticos, influido por las novelas. En la misma prensa se escribieron frases como “pues el mismo tipo del Cristo perdona a la mujer culpable por haber amado mucho” o “el crimen se comete por ebriedad de vino o de amor”. Véase que las notas periodísticas hacían evidente el amor y la defensa del honor como un asunto que era propio de las clases altas, que tenían el derecho a ser respetadas por su condición social. En este caso, la infidelidad fue justificada por amor. El amor y sus dilemas fueron recuperados como los impulsores de la infidelidad de Ontiveros. Así lo resaltaban:

[…] vivía el adulterio como un romance rosa, en su desliz incurre el amor, los buenos sentimientos, la entrega incondicional, al grado que cuando muere, por los testimonios expuestos durante el proceso para condenar a Luis, se hace evidente que Piedad estaba más enamorada del amante que del marido (Diario del Hogar, 5 de junio de 1891).

El honor se invocaba para la defensa del estatus social. Según las lógicas de la época, se debía reponer el respeto perdido por medio de la violencia. Bajo este razonamiento social, Rodríguez, al solicitarle a Izaguirre un duelo, hacía uso del derecho de restaurar su honor, ser respetado y reconocido como integrante de un grupo de iguales.

El honor puede considerarse como “el valor de una persona para sí misma, pero también a los ojos de su sociedad” (Piccato, 2010a, p. 131). Este implicaba un juicio colectivo del comportamiento individual; por ello, cuando un hombre era mancillado, esto se traducía en una degradación social. Así, cuando actuaban en defensa del honor argumentaban “que tenía ‘derecho’ a hacerlo, pues respondían a un sistema de conducta y de valores que los obligaba a eso” (Speckman Guerra, 2006, p. 1432). De acuerdo con los códigos penales de la época, actuar en defensa del honor eximía de responsabilidad criminal; de tal forma que “las autoridades judiciales otorgaron gran importancia a la defensa del honor, al grado de que vinieron a fortalecer el vínculo entre honor y violencia al legitimar esta última en nombre del primero” (Rivera Reynaldos, 2006). Estos criminales pasionales actuaban en respuesta a una causa legítima: el amor y el honor.

A modo de conclusión

Entre los tipos de crímenes que se registraron en el porfiriato se ubican los pasionales, los cuales tuvieron la atención de la prensa. Más allá de la crónica de los hechos, estas notas develan las representaciones morales, los prejuicios y las construcciones sobre el género. Al reconocerse que eran cometidos por distintos sectores, sus discursos cambiaron, como se presentó líneas arriba. En este contexto, el crimen pasional fue explicado por dos factores generales: la irracionalidad y la reposición del honor. La primera fue vinculada al alcohol, los celos, la pobreza o la poca educación de los involucrados; la segunda, en cambio, al cuidado de la buena fama y las costumbres morales “correctas”.

Los discursos señalados fueron decisivos al momento de presentar los homicidios pasionales de Piedad Ontiveros, de clase alta, y de María Cruz, de clase baja, que aquí se analizaron. Ambos delitos se cometieron con una diferencia de siete años: 1891, el de Ontiveros, y 1898, el de María Cruz. Insertos estos en la época en que se desarrollaban los debates para definir la naturaleza del crimen pasional y, por lo tanto, comenzaba a formarse una visión crítica respecto a este.

La prensa se encargó de ajustar y presentar a los personajes para que el público los sancionara o empatizara con ellos. Las personalidades de las protagonistas y las víctimas eran muy contrastantes. A María Cruz se le describió como una mujer que llevaba una vida llena de excesos e inmoralidades, abierta a las nuevas experiencias que le ofrecía la vida, motivada más por los actos carnales que por el romanticismo. En términos generales, María fue presentada como propicia a la infidelidad. En contraparte, Piedad Ontiveros era la mujer bonita, delicada, educada y proveniente de la élite, que no buscaba aventuras, pero la desgracia del devenir de su familia justificaba las relaciones amorosas que entabló antes de conocer a Carlos Rodríguez.

Estas diferencias también se recalcaron al momento de enjuiciar sus infidelidades. Ontiveros no fue severamente condenada por la prensa porque ella se dejó llevar por el romance, a comparación de María Cruz, que lo hizo siguiendo los instintos sexuales. Las presentaciones de las protagonistas no son casuales; estas respondían a la clase económica y social a la que cada una pertenecía. La historia de Piedad Ontiveros contenía pasajes románticos como el primer encuentro con Luis Izaguirre en el teatro, el cortejo, el enamoramiento con su amante, las cartas que le escribía a Luis; también hubo drama cuando se narró el duelo y el asesinato. En cambio, la historia de María fue más cruda hasta su propia muerte; los periódicos se limitaron a mencionar que lo sucedido era movido por placeres carnales. Cabe resaltar la similitud de las imágenes de los homicidas dadas a conocer, a pesar de que pertenecían a clases sociales diferentes, lo cual hace evidente que no se condenaba al varón homicida, sino a la mujer que había transgredido los estereotipos de su género.

En esta comparación, la licitud o ilicitud de las relaciones adúlteras era un asunto que se debía tomar en cuenta, porque la porfiriana era una sociedad a la que le importaba la familia como una unidad básica para promover valores. Hasta los mismos criminólogos consideraban el contexto familiar para dilucidar por qué delinquían los individuos. Las dos parejas estudiadas vivían en amasiato, nada las comprometía legalmente. Podrían considerarse relaciones "más libres", sin embargo, fueron abordadas de diferente manera. En la relación de María y Esteban, se presentó como algo habitual de las clases bajas, que terminaba con el abandono de alguna de las partes o la muerte; así que los crímenes pasionales eran una forma irracional pero habitual de resolver los conflictos de las parejas. En cuanto a la relación de Piedad y Carlos, se resaltó que, a pesar de vivir en amasiato, existía una relación formal y un reconocimiento hacia él como el hombre de la familia porque mantenía a la madre y a los hermanos. Por el lugar que tenía Rodríguez dentro de la familia y socialmente, el adulterio se enmarcó en la discrecionalidad de encuentros casuales y a escondidas por la defensa del honor. Asimismo, en las formas de unión encontramos otros elementos (alcoholismo, pobreza, prácticas sexuales o vagancia) que se recuperaban para vincular a los sectores sociales con hombres irracionales y corruptos que cometían delitos sanguinarios.

A final de cuentas, los estigmas sobre las clases populares y la criminalidad se arraigaron en el imaginario social. Desde la escuela de criminología positiva, las personas de la clase baja eran incapaces de racionalizar sus sentimientos, como los celos, por lo que perdían el sentido común muy fácilmente y entraban en un estado de irracionalidad. En cambio, los integrantes de las clases media y alta eran capaces de racionalizar sus emociones y frenar sus ímpetus, por lo que sus crímenes pasionales eran referidos al honor, violencia permitida en la sociedad. Finalmente, el crimen pasional pretendía naturalizarse por medio de discursos y ocultar la construcción cultural, esto significaba que se culpaba a la pasión del acto violento que se cometía ocultando los pensamientos y sentimientos socialmente aprendidos en el uso de la violencia en un sistema patriarcal. La violencia contra las mujeres se ocultó y naturalizó al adjetivarla como pasional.

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1González Navarro afirma que en 1877 los centros urbanos tuvieron un crecimiento demográfico de 41 por ciento y en 1910 de 88 por ciento (1956, p. 67); según Mílada Bazant, la población de la ciudad de México pasó de 43 a 104 por ciento en ese lapso (1997, p. 206).

2Pablo Piccato señala que el “Procurador del Distrito Federal afirmó que mientras que en 1897 se condenó a 8 108 individuos, para 1909 el número se había más que duplicado para llegar a 16 318” (2010a, p. 92).

3Para ampliar sobre el tema, véase Fisiología del crimen: estudio jurídico-sociológico (1885), de Rafael de Zayas Enríquez; Estudios de antropología criminal (1892), de Francisco Martínez Baca y Manuel Vergara; La criminalidad en México: medios de combatirla (1897), de Miguel Macedo; Los criminales de México (1904) y Crímenes sexuales y pasionales (1906), de Carlos Roumagnac, y La prostitución en México (1908), de Luis Lara y Pardo.

4Francisco Martínez Baca y Manuel Vergara sostenían que cada pueblo tenía un tipo criminal que adquiría un rostro diferente, por lo que se esforzaron en identificar los rasgos de los delincuentes mexicanos en su libro Estudios de antropología criminal (1892).

5La propuesta de Lombroso se materializó en el Gabinete Antropométrico en la Cárcel de Belem. En 1892, el médico Ignacio Fernández Ortigosa propuso al Ayuntamiento de México la adopción del sistema antropométrico, el cual estudió detalladamente en París. Tres años después, el regidor Antonio Salinas y Carbó aprobó la instalación del Gabinete Antropométrico en la Cárcel de Belem, que se implementó de forma improvisada y a título de ensayo. El servicio se inauguró el 1º de septiembre del mismo año, bajo la dirección de Ignacio Ocampo; pero la instalación material no se hizo como se debía. Para 1906, el secretario de Gobierno del Distrito, licenciado Ricardo Guzmán, tomando en cuenta las observaciones hechas acerca de la marcha del servicio, aprobó reformar el gabinete de identificación y la clasificación antropométrica con el fin de regularla de acuerdo con las bases científicas (El Mundo, 9 de septiembre de 1906).

6Alberto del Castillo señala que “la prensa masiva fabricó la imagen de un criminal astuto y peligroso, cruel y sin escrúpulos, casi proveniente de las clases populares, que fueron rebautizadas en la segunda mitad del siglo como ‘clases peligrosas’” (1997, p. 38).

7Este concepto tiene su origen en la Francia del siglo XIX. Más que un término legal, se trataba de una expresión popular —crime passionnel— que significaba matar por causa de una repentina alteración de la conciencia provocada por sentimientos como celos, ira o desamor. Aunque los tribunales de ese país nunca absolvieron a criminales pasionales, tendieron a excusar a los culpables por el carácter del crimen y porque estimaban que eran pocas las probabilidades de que sus autores reincidieran y creían que no eran peligrosos para la sociedad. En este sentido, las autoridades consideraban que el criminal pasional era una persona normal y distinta al degenerado o criminal nato (Núñez, 2016, p. 32).

8Al no existir en el Código Penal un artículo específico que estipulara directamente la pena para condenar el crimen pasional, este podía ser juzgado como homicidio simple o calificado, según las circunstancias en que se había cometido y los vínculos que existían entre los involucrados; el victimario podía purgar penas que iban desde unos cuantos meses hasta años de prisión, o incluso la prensa da testimonio de la condena y aplicación de la pena capital. Regularmente eran condenados de acuerdo con el artículo 554 que impondría la pena de cuatro años de prisión “al cónyuge que, sorprendiendo a su cónyuge en el momento de cometer adulterio, o en un acto próximo a su consumación, mate a cualquiera de los adúlteros”.

9Véase el repaso que realizó Carlos Roumagnac sobre los distintos tipos de criminales que proponían los criminólogos positivistas, entre los que se ubican los pasionales o fortuitos (1904, pp. 14-21).

10Los crímenes pasionales son homicidios cometidos entre personas que mantenían un vínculo amoroso y se justificaban desde referentes del honor y el amor. El hecho de que la mujer fuera la víctima no era novedad relatarlo en la prensa y lo hacían desde titulares de “Matadores de mujeres” u “Otro uxoricidio”.

11Sería atrevido definir una fecha y las causas exactas del cambio de concepción del crimen pasional en la prensa; se propone el periodo entre 1894 y 1896 en razón de los cambios percibidos en las fuentes primarias. No se niega que después de 1896 no hubieran existido casos narrados buscando paralelismos poético-literarios, o que antes de 1894 no se encontraran juicios morales en ellos.

12Algunas editoriales que abordaron e incentivaron el debate sobre cuál era el crimen pasional son las siguientes: “¡Pasionales!” (Eco Social, 22 de agosto de 1894); “Los celos como circunstancia atenuante de los delitos. Los últimos jurados” (El Imparcial, 31 de mayo de 1901); “Por los ‘Mundos del delito’ La criminalidad mexicana es más bien consecuencia de la depresión intelectual que de la presión moral de ciertos grupos” (El Mundo, 19 de mayo de 1906); “Los matadores de mujeres” (La Patria, 20 de octubre de 1906); “Los matadores de mujeres” (El País, 29 de octubre de 1907); “¿Cuándo tiene el marido derecho de matar? El criterio de la civilización y el de la ley” (El Imparcial, 22 de febrero de 1909); “La tragedia de la Colonia Santa María. Los matrimonios impulsivos, son los peores matrimonios. El gran crimen femenino que olvidan los matadores de mujeres” (El Imparcial, 18 de febrero de 1909).

13Ejemplos de estos relatos es el asesinato de Piedad Ontiveros en 1891 (que se analizará más adelante). Otro caso que se comentó buscando paralelos con obras de arte fue el del asesinato de Carmen Luna, cometido en 1896; los hechos se compararon con la zarzuela que lleva el mismo nombre de la víctima (Carmen), estrenada en Madrid en 1887, como se presenta: “con pocas variantes, ayer hemos asistido al desarrollo en la vida social, de las escenas […] de la zarzuela ‘Carmen’. Carmen también se llama la heroína de la tragedia que vamos a describir […] No es una andaluza de singular belleza, sino una soldadera guapetona […]” (El Mundo, 26 de noviembre de 1896).

14La violencia marital existía y era solapada culturalmente por el sistema patriarcal. Ana Lidia García Peña señala que con el triunfo del liberalismo en México y su proyección en los códigos, la violencia conyugal, que se sustentaba en el orden patriarcal, quedó reducida al ámbito privado y “la única importante, judicialmente hablando, fue la excesiva que pudiese poner en peligro la vida de la mujer” (2017, p. 194). Así que la violencia contra las mujeres en el entorno familiar quedaba dentro de la casa y en manos del juicio del marido, donde no tenía injerencia el Estado.

15En su primera categoría estaban los que coexistían en promiscuidad sexual, “se embriagan cotidianamente, frecuentan las pulquerías de los últimos barrios, riñen y son los promotores principales de los escándalos”. En segundo lugar, los que vivían en poliandria, que generalmente tenían un oficio, “blasonan de estar libres para desligarse de cualquier relación amorosa, siendo muy raro entre ellos el matrimonio. Las mujeres procuran no tener más de un amante a la vez en teoría; pero en la realidad viven en estado poliándrico. Los hombres por su parte se enredan con todas las que pueden, lo que con frecuencia ocasiona reyertas entre los rivales, que, con mayor o menor derramamiento de sangre, acaban con un cambio de amante y de domicilio”. En tercer lugar, los que estaban en poligamia, entre quienes se ubicaban los artesanos, gendarmes, empleados inferiores del comercio, oficinas públicas, etcétera; “muy rara vez se unen por vínculos civiles, la mayor parte sólo lo está por el matrimonio religioso, o por un simple amasiato. […] La fidelidad masculina se quebranta con frecuencia, pero las mujeres guardan la fe jurada”. Por último, los que eran monógamos, que comprendía generalmente a los que se dedicaban al trabajo intelectual (abogados, médicos, ingenieros, artistas, periodistas, profesores, etcétera), “moralmente se caracterizan por la honestidad en el lenguaje y hábitos privados. […] las mujeres son fieles y están unidas a sus maridos por lazos civiles y religiosos, que no rompen por divorcios, ni por separaciones ilícitas; aunque los maridos por lo general tengan deslices de amor más o menos trascendentales” (Guerrero, 1901, pp. 157-182).

16Para algunos criminólogos de la época, entre la locura y la criminalidad existen vínculos muy estrechos. Sobre el loco se apuntaló una doble representación: por un lado, era considerado como un ser vulnerable, frágil, indefenso, objeto de burlas, abusos, malos tratos y, por ende, necesitado de protección; por otro, representaba una amenaza para la paz pública y para el orden social establecido, por lo que era necesario someterlo haciendo uso de la violencia (Sacristán, 2002, p. 62). En relación con esta última acepción, la mayoría de los pacientes recluidos en manicomios eran bajo el diagnóstico de epiléptico, que en la época “los convertía en sujetos que en cualquier momento podían cometer un crimen o atentar contra la moral” (Ríos Molina, 2009, p. 31). Siguiendo las ideas anteriores, el loco era visto como un criminal en potencia, de tal manera que de la locura a la criminalidad había solo un paso. Por la forma en que los diarios presentaron los delitos pasionales cometidos por las clases populares, se consideraba que del delito a la locura había la misma distancia. Esta relación entre locura y criminalidad fue principalmente adjudicada por la prensa a los individuos de los estratos bajos que, al igual que los locos irracionales, inspiraban a la población sentimientos de compasión, pero también provocaban miedo porque existía la posibilidad de que se convirtieran en delincuentes de un momento a otro.

17En muy pocas ocasiones se mencionaba de manera explícita la condición económico-social de los involucrados, pero se puede leer entre líneas esa información si se toman en cuenta los oficios, entre los que figuran carpintero, campesino, cochero, talabartero, comerciante, sastre, sombrerero, carnicero, mecánico, maquinista de tren, electricista, etcétera.

18Claro ejemplo de estos criterios en la prensa fue el juicio seguido a Victoriano Varela por el asesinato de su amasia Cipriana García el 17 de agosto de 1890. El Tiempo determinó que por el aspecto físico del inculpado podía ser inocente: “En cuanto a su aspecto, no es repugnante: su rostro es el de un hombre que se entrega a las labores del campo, y ni en él, ni en sus ademanes pudiera creerse encontrar a un asesino” (20 de febrero de 1891). El comportamiento social también se consideró como un factor para que la prensa determinara si un acusado era inocente o culpable; por ejemplo, El Imparcial señaló, al dar cuenta del juicio en contra de Arnulfo Villegas por el asesinato de Carlota Mauri: “Villegas […] ha adoptado una ridícula postura de valor y sangre fría que le hacen más antipático […] Con humildad aparente, pero quizás con soberbia en el fondo, contesta de mala manera a los escribientes […] y en los careos […] también ha aparecido altivo en sus respuestas y burlescamente risueño cuando le contradicen” (28 de octubre de 1905).

19Regularmente los instrumentos utilizados para cometer el asesinato eran puñal, cuchillo, navaja, verduguillo o la misma herramienta de trabajo como alcayatas, charrascas y formones; cosa contraria sucedía cuando se veía involucrado un militar, un agente o un oficial, quienes utilizaban pistolas casi en todos los casos.

20En el juicio contra de Juan García por asesinar a Francisca Morones, según El Nacional, aquel describió a su esposa de la siguiente manera: “La conducta que observó a mi lado fué [sic] siempre reprensible, pues no solamente daba mal ejemplo a sus hijos embriagándose con bastante frecuencia, sino que mancilló mi honor cuatro veces y me robó ciento veinte pesos” (8 de abril de 1894). Por su parte, El Siglo Diez y Nueve resaltó el recato de García y fue más incisivo al juzgar la amoralidad de Francisca Morones: “Juan nunca fue mal hombre. Su destino lo colocó al lado de una infame mujer, que a su carácter irascible y pendenciero, lo ofendió cuatro veces con distintos amantes; además la infiel esposa robó cierta cantidad de dinero, al citado García” (10 de abril de 1894). Sin duda, las descripciones favorables de la víctima influyeron para que Juan García fuera condenado a purgar una pena de ocho meses de prisión por homicidio simple, y no una condena mayor.

21Muestra de ello es el caso que se analizará en el siguiente apartado, en el cual se resaltan los rasgos de belleza, pureza e inocencia de la protagonista y asesinada Piedad Ontiveros.

22La prensa manifestó que los celos eran un rasgo característico del crimen pasional. En casi en todos los casos, el acusado se defendía argumentando que en la comisión del homicidio había actuado movido por los celos, porque sabía que obtendría por parte del juez el perdón o una atenuante de la pena. Los periódicos mostraron una aparente indignación al respecto: “Parece, en efecto, verdad indiscutible y principio inviolable, que todos tenemos el derecho de ser celosos […] el hombre ha abrogado el monopolio de esa pasión […] es el único que tiene derecho de exigir de su mujer plena y absoluta fidelidad, es él sólo que puede y, según ciertos pensadores, debe transformarse en fiera cuando es engañado, y que sólo o casi sólo a él se le disculpan o atenúan las brutalidades, las ferocidades y los crímenes que los celos le sugieren e inspiran” (El Imparcial, 31 de mayo de 1901).

23Este aspecto se ve reflejado en la crónica del asesinato de Victoria Peñaseo a manos de Juan Martínez: “Acostumbrados como estamos a ver a diario ocupar el infame banquillo de los tribunales populares a gentes analfabetas, a sucios y mal olientes individuos, verdaderos trogloditas que casi delinquen sin saber por qué […]” (El Imparcial, 16 de mayo de 1903).

24La mención de la afrenta de un duelo resalta el trato romántico y casi literario que la prensa daba a las crónicas del crimen pasional de las élites porfirianas.

Recibido: 20 de Marzo de 2019; Revisado: 28 de Octubre de 2019; Revisado: 21 de Mayo de 2020

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