México y la Revolución Mexicana constituyen un solo todo. Uno y otra se han integrado de tal manera que forman para la historia un conjunto armónico. Quienes crean que la Revolución ha llegado a su término, se engañan profundamente. PRESIDENTE MANUEL ÁVILA CAMACHO, 20 DE NOVIEMBRE DE 1942.
México en guerra. A modo de intro
En pocos momentos de la joven historia del México soberano se reclamó tanto la unidad nacional entre los mexicanos como en aquellos tensos, inciertos y desconcertantes años de la Segunda Guerra Mundial. Y esto fue así especialmente tras la declaratoria del “estado de guerra” por parte del H. Congreso de la Unión, después del hundimiento (13 y 14 de mayo de 1942) de dos petroleros de bandera mexicana en el Golfo de México, el Potrero del Llano y el Faja de Oro, obra de submarinos alemanes. “Se declara que, a partir del 22 de mayo de 1942, existe un estado de guerra entre los Estados Unidos Mexicanos y Alemania, Italia y Japón”, rezaba el primero de los artículos de aquella declaratoria1 con la que México se adentraba en una guerra de imprecisos horizontes en contra de la triada del Eje.2 Desde el exterior, y en un claro gesto de provocación, el nazi-fascismo había llamado a las puertas de México, un país que en ese entonces todavía seguía inmerso en un complejo proceso de institucionalización de su revolución.3
La excepcionalidad del momento, sin parangón alguno hasta la fecha, nos invita a seguir acentuando el análisis acerca de las muchas dimensiones que mostró aquella coyuntura histórica de los años 40 del pasado siglo XX.4 Por consiguiente, y para la ocasión, en las próximas páginas nos proponemos sondear aquel tiempo mexicano, cuando la presidencia de la República -máxima institución revolucionaria- hizo a los individuos, colectividades e instituciones del país un insistente llamado a la unidad nacional -“condición de la revolución y necesidad nacional” (Bartra, 1985, p. 36 )-, con el fin de cerrar filas en torno al presidente y, a la postre, cabeza rectora del país. La ocasión invitaba al esfuerzo, ya que, no en vano, México estaba en guerra (Ávila Camacho, 1942b, p. 20 ; Martínez del Río, 1943, p. 129 ).5
Por lo tanto, bajo ningún concepto fue casual aquella comparecencia pública del presidente Manuel Ávila Camacho desde el balcón del Palacio Nacional en la mañana del 15 de septiembre de 1942, día en que se celebraba un nuevo aniversario de la Independencia de México, pero ahora con un país inmerso en el conflicto bélico (Delgado, 2006, p. 242). Ante una multitud congregada en el Zócalo capitalino -previa convocatoria a una “Ceremonia de Acercamiento Nacional”-, Ávila Camacho compareció para la ocasión rodeado por los expresidentes revolucionarios que aún permanecían con vida: Lázaro Cárdenas, Abelardo L. Rodríguez, Pascual Ortiz Rubio, Emilio Portes Gil, Plutarco Elías Calles y Adolfo de la Huerta. Motivada por las circunstancias, aquella fue una puesta en escena tan insólita como irrepetible. Allí estaba compareciendo, y además en el edificio con mayor significación política del país, la memoria viva de la Revolución. “México conmemora este año su independencia bajo el signo dramático de la guerra. La hora es de unión y austeridad”, dijo el presidente en su elocuente discurso (Ávila Camacho, 1942a, p. 25).6 En palabras de Enrique Krauze (1997, p. 51), “más que una bella frase, un estado de ánimo frente a las potencias del Eje, un acto de equilibrio en su gabinete o un acto simbólico con los ex presidentes, para Ávila Camacho la ‘unidad nacional’ era la pauta del sexenio”.7
A este respecto, no se oculta que aquellos fueron tiempos de guerra, pero también tiempos para un premeditado ejercicio del fortalecimiento de la identidad nacional, más aún cuando el nazi-fascismo agresor era el gran enemigo a batir. Desde arriba, desde la alta magistratura del Estado mexicano, se diseñó estratégicamente un programa de cohesión social por medio de una premeditada puesta en escena basada en el ensalzamiento de los valores patrios. El fin último no era otro que el de gestar todo un proyecto cultural -elaborado no con todos, pero sí pensado para todos-, en el que la memoria colectiva nacional debía canalizarse hacia el particular esfuerzo bélico que demandaban aquellos tiempos de extrema gravedad (Ortiz Garza, 2007, pp. 221-222). Desde el momento mismo de la declaratoria de guerra, la sociedad mexicana entendió que México entraba en la guerra y que, tarde o temprano, y siempre en función del devenir de los acontecimientos, habría de ser parte integrante del triunfo o de la derrota.8
Por eso, y como era previsible, el verdadero protagonista durante aquellos tres años de conflicto bélico fue el propio gobierno mexicano, liderado y encarnado para la ocasión en la figura de la máxima autoridad del país: el presidente y general Manuel Ávila Camacho.9 Sobre el papel, él, y sólo él, habría de ejercer las veces del gran rector de la política nacional ante aquella coyuntura bélica internacional. Eran tiempos de incertidumbre, pero también de oportunidades para la obtención de no pocos réditos políticos.10 Para evitar frentismos, en palabras de Salvador Novo (1994, p. 12), Ávila Camacho prometió “gobernar para todos, gobernar sin partidarismos: unidad nacional, fin del egoísmo, el odio, la discordia que se apoyan en bases materiales, para reemplazarlos por valores sustentados en la moral”.11
Por lo tanto, en aquel marco de exaltación y forja de la identidad nacional mexicana, nos pareció pertinente indagar en la propuesta discursiva que se hizo con motivo de la celebración de las más señaladas efemérides del calendario patrio. Si la memoria es “forzosamente una selección”, tal como advierte Tzvetan Todorov (2000, p. 16), hay que decir que todas aquellas fechas, tan esperadas como debidamente escenificadas, acabaron mostrando una fuerza simbólica como nunca antes la habían tenido. Tanto es así que cada una de estas efemérides, en su calidad de lugares comunes, se puso al servicio de la exaltación del discurso oficial nacional,12 en un contexto histórico donde se lograba consumar una de las grandes aspiraciones revolucionarias. Como señala Gómez Izquierdo (2008, p. 79), el régimen de la Revolución Mexicana entraba “en una nueva etapa de conciliación y unidad nacionales: el pueblo apoya a la Revolución hecha gobierno”.
Para sondear su dimensión significativa, más allá del recurso procedimental, nos pareció pertinente acopiar la información de uno de los principales periódicos de la época, aquel que en su cabecera misma presumía de ser el “órgano oficial del gobierno de México”: El Nacional. Como quedará demostrado, nunca como hasta entonces la prensa oficial del régimen revolucionario fue tan oficialista, cumpliendo a carta cabal con su cometido de adoctrinamiento y moralización, puesto al servicio de la revisión y forja de una identidad nacional por expreso dictado de la presidencia misma.13
Además de otros recursos institucionales, las páginas impresas de El Nacional debían ser la gran trinchera donde librar las múltiples batallas de la propaganda en contra no solo del nazi-fascismo, sino también de los enemigos internos de México.14 Así, el larvado proceso de la redefinición de la identidad nacional mexicana, al socaire de los aires revolucionarios, encontró en la Segunda Guerra Mundial una de las coyunturas históricas más favorables -y, por lo tanto, de mayor trascendencia-, tal como quedó evidenciado en la celebración (esto en orden cronológico) de las principales efemérides del calendario patrio mexicano: Constitución mexicana (5 de febrero), Lábaro Patrio (24 de febrero), Natalicio de Benito Juárez (21 marzo), Batalla de Puebla (5 mayo), Independencia de México (16 septiembre), Descubrimiento de América (12 octubre), Revolución Mexicana (20 noviembre) y, entre otros, el día de la Virgen de Guadalupe (12 diciembre).
El 5 de febrero: la exaltación del constitucionalismo democrático mexicano
En el ya mencionado discurso del 15 de septiembre 1942, el presidente Ávila Camacho dijo en voz alta que México estaba decidido “a colaborar para la victoria final de las democracias”. Por eso, el 5 de febrero de 1917, día de la aprobación en Querétaro de la Constitución “revolucionaria”, se convirtió en una fecha de suma importancia para el ideario nacional mexicano por el mismo hecho de representar el triunfo de la Revolución Mexicana, iniciada por Francisco I. Madero en 1910, y la consumación jurídica del gran proyecto revolucionario.15
Desde entonces, la Carta Magna mexicana alcanzó la dimensión de verdadero hito histórico y enclave supremo de la memoria oficial. Por tales razones, durante aquellos difíciles años de la segunda gran guerra, el discurso oficial mexicano se enriqueció del emblema constitucional, mediante un claro ejercicio de apropiación desde arriba, para presentarlo como el gran refrendo de la democratización del pueblo mexicano. Así, la Constitución de 1917 pasaba a ser el gran baluarte de la libertad de México, un claro ejemplo en el marco de aquella guerra provocada por el totalitarismo imperialista nazi-fascista.16
De igual manera, la Carta Magna mexicana no solo fue presentada como el resultado, premeditado y consciente, de un gran pacto social, sino también como el gran faro que debía iluminar el destino de los mexicanos en su honrosa condición de pueblo libre y soberano. Así, aquel ideario que tanto animó el quehacer de los revolucionarios seguía siendo el mismo que venían inspirando “nuestros destinos, [que] parecen tener validez para muchos años más, como brillante modelo de reglas para una convivencia social, justa y libre” (El Nacional, 5 de febrero de 1942, p. 1).
A decir verdad, durante los meses previos a la entrada de México en la guerra ya era notorio que el régimen presidencialista venía utilizando el legado de la Constitución de 1917 como una herramienta más al servicio de la gestación de la identidad nacional, así como para alcanzar -como permanente reclamo- la pretendida meta de la unidad nacional. En la celebración del aniversario de 1942, con letras mayúsculas y en titulares, El Nacional (5 de febrero de 1942, p. 1) rememoró que se venía cumpliendo el cuarto de siglo de una Constitución que “el pueblo mexicano se dio”. Mostrada su legitimidad popular, para la ocasión se ensalzó el valor de la Carta Magna no solo por sus principios fundamentales que articulaban su forma y fondo, sino además porque, en su condición primigenia, había emanado de la verdadera voluntad popular. Sus ideales “democráticos y progresistas”, enfatizaba este periódico oficial, habían sido un anhelado reclamo por parte de las “masas populares” (El Nacional, 5 de febrero de 1942, p. 1). Por supuesto, esta evocación constitucional se puso al servicio de la legitimidad misma del régimen revolucionario haciendo constantes alusiones a que las tradiciones políticas y sociales de México del momento estaban “hondamente enraizadas en el concepto de la democracia” (El Nacional, 5 de febrero de 1942, p. 1).
Desde una perspectiva ideológica, la celebración de cada aniversario de la Constitución del 17 sirvió también para buscar la anhelada cohesión social y la formación de una identidad fuerte, principalmente con el ánimo político de contrarrestar la ideología nazi-fascista, que comenzaba a fermentar entre las élites latinoamericanas.17 Las siguientes palabras de José Aguilar y Maya, procurador general de la República, pronunciadas en 1942, tuvieron este nivel elocuencia: “Y en esta hora aciaga para la noble causa de las libertades humanas, ningún reclamo puede haber más urgente para México que el de la unión estrecha, indisoluble, inaplazable entre todos sus hijos”. Así, para este notable de la administración pública federal mexicana, el “Código de 1917” era un verdadero “baluarte de la libertad de México” (El Nacional, 6 de febrero de 1942, pp. 1 y 7).18
En la misma línea, como se verá más adelante, la idea de que las élites económicas venían siendo contrarias a los intereses del pueblo soberano también se hizo presente en el discurso oficial de la época, bajo la premisa de reivindicar no solo los ideales de la Revolución Mexicana, en su condición de movimiento popular, sino también la propia Constitución, presentada como la consumación de dicho movimiento. Así, se hacía el recordatorio de que el pueblo mexicano había luchado por “la independencia, la libertad, la defensa de nuestro suelo contra las invasiones y la ancha puerta abierta al progreso desde 1910 hasta hoy” (El Nacional, 4 de febrero de 1943, p. 5).19
De ahí la insistencia en que la Constitución había emanado del pueblo y era el verdadero escudo protector de este. De manera implícita, esta propuesta discursiva buscaba la legitimación de la propia biografía revolucionaria, aparato estatal incluido, recalcando su origen popular e idealista, ya que “en abrumadora mayoría, en unanimidad casi, ha sido el pueblo auténtico, haraposo, hambreado, el que, bajo la idea directriz de iluminados salidos de su propio seno, como Morelos, Juárez o Zapata, ha creado el haz de convicciones e ideales que hoy son nuestro orgullo patriótico”.20
Esta necesidad de unir a los mexicanos bajo un mismo estandarte y de formar una identidad duradera obligó a forjar un gran consenso entre la clase política. Si bien este comenzó mucho antes de la gran guerra, fue en esos tiempos de incertidumbre, descalabro y tragedia cuando de forma muy especial, como suele suceder en tiempos de conflicto, se apeló al patriotismo por medio de un discurso oficial alimentado desde las diferentes instancias institucionales del Estado. Así sucedió, por poner un ejemplo, con los miembros del poder legislativo del XXVI y del XXVII Congresos y la publicación de su manifiesto de febrero de 1943 titulado “En defensa del espíritu de nuestra Constitución”, inspirado en el ánimo de “ratificar nuestra fe en el pueblo de México y en los principios revolucionarios por los que tanta sangre se ha dado” (El Nacional, 5 de febrero de 1943, pp. 1 y 6).
En este sentido, y dando el salto al panorama internacional, el discurso oficial siempre exhibió a México como un país excepcional que, al ser provocado y agredido por las tiranías europeas, se vio obligado a luchar y a salir en defensa de su soberanía y democracia. La siguiente transcripción de El Nacional es especialmente descriptiva:
Por lo que a nosotros se refiere, como respuesta a las provocaciones que hemos recibido, hoy nos cumple decir que la Nación mexicana, al revestirse con la armadura que yacía empolvada, está convirtiéndose en uno de los fuertes bastiones de la democracia no solo en orientación internacional, sino desde el punto realista y práctico (El Nacional, 6 de febrero de 1943, p. 3).
Así, era evidente el propósito oficial de apelar a los ideales de la Constitución mexicana de 1917, e implícitamente de la propia Revolución, en su pretensión de forjar una identidad nacional sustentada en principios como la libertad, la democracia y la justicia, teniendo siempre presente al pueblo que, aunque haraposo y hambreado, supo luchar por la conquista de estos ideales. Y todo, bajo la alargada sombra que proyectaba, a modo de cobijo, la bandera tricolor, ese gran símbolo por excelencia del México libre.
El 24 febrero: culto al lábaro de una patria en libertad
En aquellos años de guerra no hubo efeméride del calendario patrio revolucionario que se celebrara con tanta pasión y hasta emotividad como la correspondiente al día de la bandera nacional: el 24 de febrero. Para la ocasión, los titulares que fue firmando El Nacional alcanzaron importantes niveles de lirismo poético: “Día de afirmación patriótica vivirá hoy el pueblo mexicano” (El Nacional, 24 de febrero de 1943, p. 1), “Veneración al Lábaro Patrio” (El Nacional, 24 de febrero de 1943, p. 1), “Baluarte de dignidad en la guerra y un factor de concordia en la paz” (El Nacional, 24 de febrero de 1944, p. 1), “Que vuestras vidas hagan honor a los ideales que exalta nuestra bandera” (El Nacional, 24 de febrero de 1944, p. 1). A la par, se leía en este periódico oficial, “se advierte en estos últimos años que el culto por la bandera ha ganado en extensión y en profundidad. […] Se la pasea en las calles como en procesión” (El Nacional, 24 de febrero de 1943, p. 3).
Con motivo de la celebración de la bandera tricolor en cada 24 de febrero fue común la publicación de poemas y cánticos como aquel que firmó Juan de Dios Peza, que incluía versos como los siguientes:
Te adoro como a un dios, ¡oh, mi bandera! […] Un templo encontrarás en cada pecho. […] No hay comparable a ti joya ninguna. […] Y si te ofende el poderoso, el fuerte por defender tu honor, nada es la muerte […] ¡Que mientras haya patria y haya gloria, sin mancha flotarás sobre la historia! (El Nacional, 24 de febrero de 1944, p. 5).21
En la misma línea, ante el enrolamiento de un “numeroso grupo de conscriptos que ingresarán a las filas del glorioso ejército mexicano”, Miguel Martínez Rendón publicó un artículo en el que decía lo siguiente: “La juventud, nuestra juventud amada, será ungida con el óleo de la patria tres veces santo, porque significa: dignidad, honor y gloria”.22 Así, la tricolor mexicana se convirtió en una permanente “caricia para los ojos” y en una constante evocación de los sentimientos patrios más profundos: “Sin libertad no existe la patria. […] La bandera necesita un alma. La de la nuestra es la libertad” (El Nacional, 24 de febrero de 1943, p. 3).
Precisamente, la libertad siempre estuvo presente en el discurso oficial en torno a la prosapia del estandarte patrio, en especial en aquellos años cuando el conflicto armado había quedado reducido a un asunto dialéctico entre democracia versus nazi-fascismo. Oficialmente, la veneración a la bandera se mostró como un ejemplo “de patriotismo y de unidad interna”, que debía ser fortalecido más que nunca, “en el momento que vivimos”, para que México, “como entidad democrática en el grupo de las Naciones Unidas, pueda cumplir los compromisos internacionales que su tradición histórica de pueblo libre exige en la lucha contra el nazi-fascismo, negación de todo principio de derecho y de libertad humana” (El Nacional, 25 de febrero de 1943, p. 1).
El editorial de El Nacional titulado “Símbolo de la paz y de victoria” sirvió para reforzar la posición oficial con respecto al “pendón de la patria” y al fortalecimiento de “la unidad de sus hijos ante la brutal amenaza que se cierne sobre sus instituciones de la independencia y libertad”. Así, la “enseña nacional” se mostraba como la “síntesis suprema” que abarcaba y representaba “los tradicionales ideales libertarios del pueblo mexicano en su lucha tenaz contra los elementos opresores y antiprogresistas internos, que se alían con los poderes conservadores extranjeros para mantener su hegemonía a fuerza de traiciones”. Por consiguiente, la bandera venía simbolizando “un concepto popular de patria, no uno aristocrático y hecho de privilegios”. Por tal razón, en su condición de símbolo común, tenía “la virtud magnífica de abarcar los ideales por los que luchan en esta hora crucial de la Historia todos los pueblos del mundo que aman la libertad y defienden la dignidad humana, bienes sin cuyo disfrute la vida no valdría la pena vivirse” (El Nacional, 24 de febrero de 1943, p. 3). Por eso, al respecto, he aquí estas palabras del presidente Ávila Camacho pronunciadas a fines de 1942: “La unidad de México es la mejor comprobación de que México existe […] Los mexicanos ante todo son mexicanos, sin más partido que el de la Patria, ni otros colores que los colores de su bandera” (Ávila Camacho, 1945b, p. 166).
En 1944, cuando la Segunda Guerra Mundial vivía sus momentos de mayor algidez bélica, la bandera mexicana fue presentada por la prensa oficial no solo como “nuestro símbolo”, sino también como un “objeto sagrado en que se cifra y compendia la voluntad de los mexicanos de ayer y de hoy: la voluntad de ser libres y de legar a sus descendientes una tierra fructífera con las bendiciones de la democracia”. De este modo, en aquel tiempo de tanto sufrimiento, el lábaro patrio se mostraba ante México y el mundo como una “llama de amor y una cimera de refugio y protección para los mejores ideales de la humanidad”, en especial porque muchos “millares de proscritos, de todas las naciones azotadas por el nazi-fachismo, se han acogido a su amparo” (El Nacional, 24 de febrero de 1944, p. 3).23
En este sentido, desde un punto de vista simbólico, la comparación entre banderas se convirtió en un ejercicio por momentos tan común como obligado. En palabras de Ancona Albertos -quien firmaba sus publicaciones con el seudónimo Mónico Neck-, la bandera era un “símbolo popular” y rendía “pleitesía a un pueblo” que ante ella se descubría. Por eso, mientras que la esvástica nazi era presentada como un “pendón de agresividad”, la tricolor mexicana se ofrecía como un “signo de libertad”, nacida de la “unión” y la “independencia” y levantada “sobre todos los prejuicios para convertirse en bandera de combate social”.24
Por lo tanto, en aquellos tiempos de pretendida unidad, nada como este símbolo patrio para alcanzar el ideal supremo. “Los colores de la bandera [y] sus alegorías [escribió Marcelo Jover en su artículo “Respeto y amor a la bandera”] vienen a plasmarse en la mente de todo hombre que ha aprendido a amar a su patria como algo consustancial en su formación moral”. Y añadió: “Que los niños y los hombres sepan que la bandera es lo que más los une dentro y fuera de la Nación, que les da a todos por igual el título de ciudadanos” (El Nacional, 24 de febrero de 1943, p. 3). Por eso, en aquel 24 de febrero de 1943, “los chiquillos irán a besarla como a una madre y los hombres, […] al verla flotar entre las músicas […] se sentirán más juntos que nunca, más unidos por la misma fe, más entrañablemente ligados al destino común” (El Nacional, 24 de febrero de 1943, p. 3).
El 21 de marzo: Benito Juárez o la encarnación de la democracia
En este marco de la Segunda Guerra Mundial, el régimen revolucionario mexicano, liderado entonces por el general Ávila Camacho, presentó a otro expresidente de la Nación, Benito Juárez, como esa gran figura política que encarnaba los grandes ideales que, décadas después de su muerte y tras el Porfiriato, se persiguieron sin desmayo hasta su consumación definitiva durante la Revolución Mexicana. En el discurso oficial de aquellos años, el presidente Juárez fue presentado como un hombre apegado a la ley, de grandes convicciones, defensor de la democracia y libertador de los pueblos de América. En su condición de órgano de prensa oficial del Ejecutivo mexicano, El Nacional lanzó la propuesta de que el 21 de marzo, natalicio del oaxaqueño Benito Juárez, fuese escogido como “Día de la democracia en América” (El Nacional, 21 de marzo de 1942, p. 1). Así, su figura fue mitificada hasta el grado de mostrar a Juárez como un verdadero héroe que luchó por la democracia no solo de México, sino también del resto del continente americano. De ahí el acento oficial que se puso con motivo de la especial celebración de esta efeméride, máxime durante aquellos turbulentos tiempos de la gran guerra, ya que Europa se había convertido en el campo de batalla donde los países democráticos venían combatiendo a los regímenes totalitarios.
Para enaltecer aún más su figura, el presidente Juárez fue recordado como un hombre que logró superar las limitaciones sociales y económicas de la época hasta convertirse en el gran ejemplo de vida para los mexicanos presentes y futuros. Según el discurso oficial, su bien ganado título de Benemérito de las Américas se debía a su lucha y feliz victoria en contra del monarquismo europeo que intentó imponerse en México en aquellos años 60 del siglo XIX, contraviniendo principios torales de los pueblos libres como la soberanía nacional. De esta forma, se presentó públicamente a Benito Juárez como si de un mesías se tratase, dotado de una condición casi divina. He aquí el siguiente entrecomillado de El Nacional: “Juárez llevaba dentro de sí la directriz de su tiempo, la orientación de la humanidad, el signo de los tiempos nuevos. Era el abanderado de la república democrática, fórmula del gobierno justo del porvenir para todos los pueblos” (El Nacional, 21 de marzo de 1942, p. 1).
No se oculta que, en este contexto de la guerra, la figura de Juárez fue intencionalmente descontextualizada de su época con el fin de acomodarla a las especiales circunstancias históricas de aquella fatal crisis bélica. La evocación del personaje fue constante y siempre a modo de advertencia frente a los enemigos de México, externos y también internos,25 que, en un momento dado, osaran imponerse por la fuerza hasta acabar con la libertad y la democracia que el régimen revolucionario había conquistado. La rememoración del Benemérito de las Américas, gran protagonista de la restauración de la República en 1867 tras la derrota y muerte de Maximiliano de Habsburgo, acabó siendo una fórmula propagandística más para alertar a la población en contra de los grandes peligros que acechaban sobre las libertades patrias. En torno a la dignidad soberana de los pueblos y la igualdad de los hombres libres, he aquí la siguiente transcripción:
Los totalitarismos que han recogido y concentrado todos los desechos de la injusticia y el odio conservador contra la libertad y el progreso, han intentado socavar con mentiras burdas el bronce del indio oaxaqueño. Pero este bronce, que hoy esplende en estatua, puede siempre volver a estallar en explosión de heroísmo (El Nacional, 21 de marzo de 1942, p. 1).
En consecuencia, el presidente Juárez fue presentado como el gran referente histórico a seguir, “siempre que sea preciso luchar por los fueros del pensamiento libre, por la dignidad soberana de los pueblos y por la igualdad integral de los hombres” (El Nacional, 21 de marzo de 1942, p. 1).26
En pocas palabras, Benito Juárez, al igual que otros símbolos patrios, fue puesto al servicio de un discurso oficial que buscó la cohesión social y la formación de una identidad mexicana en tiempos tan inciertos como lo fueron aquellos de la segunda gran guerra. Su imagen idílica como libertador, demócrata y luchador social fue evocada constantemente con el fin de inspirar a todos los mexicanos por doquier y, a la postre, alinearlos en favor no solo del presidente de la República -el general Ávila Camacho-, sino también del propio régimen revolucionario. En juego estaba, además del fortalecimiento de una identidad nacional desde las altas esferas del Estado, la perpetuación del propio modelo revolucionario. Este, y no otro, fue concebido como la única alternativa política posible para encauzar convenientemente los destinos de México por la senda de la libertad y la justicia social. La mística revolucionaria era la única garantía que México tenía a su alcance para disuadir y aun frenar toda forma de intromisión en los asuntos soberanos proveniente de agentes externos o de poderes fácticos internos.
El 5 de mayo: evocación de una batalla por la libertad de los pueblos
En tiempos de guerra no podía faltar la evocación de las batallas. Al igual que las efemérides reseñadas, durante aquellos años de la Segunda Guerra Mundial, de manera muy especial a raíz del ingreso de México en el conflicto, la celebración del 5 de mayo, día en que se sigue rememorando el triunfo mexicano en Puebla en contra del ejército invasor de Napoleón III, alcanzó una especial notoriedad como en ningún otro momento desde aquel lejano 1862. “Puebla en fiesta recordó ayer la gloriosa jornada de 1862”, además rindió un “gran homenaje a los héroes”, se leía en El Nacional (6 de mayo de 1944, p. 1). Si bien aquella célebre batalla no ganó la guerra contra el francés (recuérdese que, a la postre, acabó siendo el preámbulo de la instauración del Segundo Imperio -el de Maximiliano- y el cumplimiento de los anhelos de Napoleón III), la remembranza de aquella gesta bélica sí podría asegurar el triunfo en otras guerras. De ahí, de nuevo, la estratégica instrumentalización de este lejano acontecimiento histórico para ponerlo al servicio de la propaganda oficial del régimen presidencialista mexicano (véase Sola Ayape, 2012, pp. 359-387).
La consigna fue muy simple, y esta se fundamentó en la necesidad de recuperar con la debida liturgia un episodio decimonónico para ponerlo al servicio de la exaltación de la nueva cultura bélica del momento. En aquel clima de guerra mundial, los arquitectos del Estado mexicano -El Nacional, entre ellos- no quisieron desaprovechar la rentabilidad patriótica que podría devengar la apropiación de la única gran batalla que México había ganado en su historia a un ejército extranjero, todo con tal de exacerbar el fervor patriótico y apelar a la unidad nacional durante el desarrollo de la segunda gran guerra. De entrada, un militar como Ignacio Zaragoza, “el joven general que supo dar a México su mejor victoria”, pasaba a convertirse en un ejemplo del “héroe típico mexicano” (Paz, 1941, p. 3), el mismo que, en su condición de jefe del ejército de Oriente, le había correspondido “el privilegio de rechazar a los invasores en Puebla” (El Nacional, 7 de mayo de 1946, p. 9),27 en lo que fue “un serio contratiempo para el mejor ejército del mundo” (Lira y Staples, 2010, p. 469).
En pocas palabras, se trataba de realizar el mismo ejercicio de entronización heroica que se hacía en cada 21 de marzo con la figura del mencionado presidente Juárez. En una clara evocación de la cultura castrense (recuérdese que México llevaba muchos años siendo gobernado por militares revolucionarios como Calles, Cárdenas o Ávila Camacho), Zaragoza o Juárez se presentaban ante la opinión pública como esos héroes patrios que habían demostrado gran coraje y valentía en la lucha por la libertad de su pueblo frente al ejército invasor. De ahí la necesidad de recordar sus obras y valía con el fin de arengar al pueblo mexicano en torno a grandes valores comunitarios como la unidad nacional. Así, la exaltación de los héroes no significaba otra cosa que la vida de cada mexicano habría que ponerse al servicio de la patria frente a cualquier forma de imperialismo, en un momento dado.28
Con estos antecedentes, aquella guerra mundial fue la coartada ideal para reavivar el fervor patriótico y rememorar la esencia constitutiva del México libre e independiente, articulada desde principios fundamentales como la soberanía nacional, la autodeterminación de los pueblos o el principio de no intervención. A este propósito, el siguiente fragmento publicado por El Nacional cuando se cumplía el primer aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial: “Pueblo y Nación salieron triunfantes de la prueba cruenta, como ya lo hacía prever el valeroso denuedo con que nuestros soldados defendieron, desde el principio, la soberanía patria frente al mejor ejército que el mundo conocía en aquellos tiempos”. Y añadía lo siguiente:
En aquella desgraciada guerra [contra el francés] todo el espíritu libertario democrático de México se evidenció y quedó encarnado lo mismo en Benito Juárez -el Benemérito de las Américas-, que en el brillante grupo de liberales que constituyeron su gobierno durante la azarosa lucha, y en todos y cada uno de los militares -soldados igual que generales- que sostuvieron con las armas el derecho de nuestra patria a darse el gobierno que la voluntad soberana de su pueblo determinase (El Nacional, 5 de mayo de 1946, p. 3).
Por consiguiente, y si Adolf Hitler venía invadiendo países sin poner freno a sus ambiciones imperialistas, México tenía que prepararse para la guerra también con un discurso oficial muy particular, en el que se hiciera hincapié en la necesidad de defender la libre autodeterminación de los pueblos.
Por eso, no había dudas de que la efeméride del 5 de mayo era el mejor ejemplo histórico “ante semejante realidad actual”,29 en el entendido de que no había ni podía haber jamás “pueblos ni razas inferiores”, y que el amor a la libertad y el derecho al gobierno propio debían ser “el patrimonio natural de todos los hombres”. Esto, y no otra cosa, era “la esencia histórica del 5 de mayo”, que debía recordarse, tal como se hizo en 1944, “en su profundo sentido humano”, en aquella “nueva guerra en que amaga el imperialismo conquistador al mundo” (El Nacional, 4 de mayo de 1944, p. 5). Dicho de otro modo, Puebla y su batalla de 1862 habían marcado un antes y un después en la historia nacional del México libre y, por consiguiente, tal gesta heroica podía ser utilizada para establecer un claro paralelismo entre Napoleón III y Adolf Hitler: “el uno quiso dominar este pequeño y gran mundo de México y el otro quiso someter al mundo entero. Y, en el fondo, en ambos casos, había una sola ambición: la de los explotadores internacionales” (El Nacional, 5 de mayo de 1945, p. 3).
Con valoraciones de este tipo, los hacedores de la memoria oficial habían encontrado una fuente inagotable de inspiración, porque, además, “la epopeya de Puebla fue una victoria para el continente americano” (El Nacional, 5 de mayo de 1945, p. 1). Así, esta ciudad mexicana pasaba a convertirse en el verdadero bastión de la defensa de la libertad, la independencia y hasta de la democracia en América, un escenario donde el pueblo mexicano “se impuso al mundo por la virtud de su derecho y de su voluntad de vivir libre, como un poderoso fastial de la democracia en el nuevo continente” (El Nacional, 4 de mayo de 1944, p. 5).30
El 15 de septiembre: la vida no es nuestra, es de la patria
Con el tenor que encabeza este nuevo apartado abrió página el periódico El Nacional aquel 16 de septiembre de 1943, fecha de una nueva conmemoración en todo México del inicio del proceso de la independencia de la Nueva España, hasta su consumación plena el 27 de septiembre de 1821 de la mano de un militar como Agustín de Iturbide (El Nacional, 16 de septiembre de 1943, p. 3). De nuevo, en consonancia con lo expuesto más arriba, el mensaje oficial iba dirigido a cada uno de los integrantes del pueblo mexicano, bajo el entendido de que su vida debía ponerse única y exclusivamente al servicio de la patria en aquellos tiempos de guerra contra el fascismo.31
Detrás de esta consigna parecía escucharse por momentos el eco de la voz de Miguel Hidalgo resonando en todos y cada uno de los rincones de México con motivo de la llegada de cada 15 de septiembre al conmemorarse el “grito de Dolores”, es decir, aquella exclamación que en la madrugada de 1810 saliera del “ronco pecho de una Nación hambrienta de libertad”, según evocaba el periódico oficial en 1944. A 132 años de semejante gesta, la fuerza del grito se sentía con más emotividad que nunca, porque el pueblo sacaba a relucir su espíritu de “héroe de la mexicanidad” (El Nacional, 15 de septiembre de 1944, p. 3).
Una vez más, tocaba defender con orgullo la libertad que definió el nacimiento de la patria mexicana. Este ideal era el mismo que desde entonces protegía a toda América, aunque, para la ocasión, no para separarse de la Corona imperial borbónica, sino para erigirse fuerte frente al acechante totalitarismo nazi-fascista. En este contexto, México revivió la voz del espíritu libertario recordando la responsabilidad histórica que conllevaba la presencia de una Nación “en marcha”, motivo de orgullo “por haber adoptado desde la iniciación de su independencia […] la consigna virtual de la defensa propia” (El Nacional, 15 de septiembre de 1942, pp. 1 y 8).
Inmerso en este ánimo renovado, México celebró el aniversario del inicio de su independencia nacional con especial pasión entre 1942 y 1945, aunque, eso sí, bajo la proclama presidencial de la unidad nacional. Eran tiempos de catástrofe bélica, y el país debía unirse internamente si en verdad quería contribuir al triunfo de los aliados en los campos de batalla europeos. La febril propaganda gubernamental de aquellos años se puso al servicio de la causa del régimen presidencialista apelando al orgullo mexicano y al espíritu patrio para ensalzar, por encima de todo, la cohesión social. En palabras de José Luis Ortiz (2007, pp. 221-222), el gobierno echó mano “de cuanto recurso simbólico disponía para alimentar y refrescar la memoria colectiva nacional y canalizarla hacia el esfuerzo bélico”.
Al grito de “la patria es lo primero”, las fiestas septembrinas reflejaron la fuerza de la memoria oficial en la construcción del imaginario colectivo de aquel México y la escenificación de un compromiso con la victoria final en el otro lado del Atlántico. La lectura del pasado histórico se puso al servicio de “la verdad esencial de México”, así como de la rememoración de que la identidad del pueblo mexicano se había forjado durante más de 130 años de “lucha ferviente”. En palabras de El Nacional (15 de septiembre de 1942, p. 8), “unas veces con fortuna y otras sin ella”, México había sostenido “los ideales republicanos, democráticos y sociales de sus libertadores, reformadores y revolucionarios […] en busca siempre de la justicia popular y social”.
También, para la ocasión, la contribución de México a la defensa de las democracias del mundo venía a dar continuidad a este ideal de redención, hasta el grado de aprovecharse la celebración de las fechas patrias para retomar el discurso de reivindicación de “la obra de los libertadores”, que no habían hecho, eso sí, sino “desmembrar un gran imperio en una veintena de repúblicas débiles” (El Nacional, 15 de septiembre de 1942, p. 8). La identidad nacional se mostró como el resultado de un largo pasado de lucha, “una guía luminosa” que podría ser ejemplo del “fluido vitalizador de los pueblos” (El Nacional, 15 de septiembre de 1942, p. 8). En palabras del presidente Ávila Camacho, la “participación generosa” de México en aquella guerra no era sino la continuidad “de la obra llevada a cabo por los insurgentes de la Revolución, [cuya] primera enseñanza no se había efectuado en el ámbito austero de las academias, sino en la escuela palpitante y dramática de la vida” (El Nacional, 15 de septiembre de 1942, p. 1).
De esta forma, durante aquellos años de la Segunda Guerra Mundial, desde arriba se hizo especial énfasis en que las enseñanzas de los ideales que forjaron la Nación mexicana -la igualdad, la autodeterminación, la justicia social o la dignidad del pueblo libre- se lograron mediante la lucha y el sacrificio, únicos caminos posibles para su perpetuación en el futuro. Así, la victoria contra el nazi-fascismo solo podría alcanzarse preservando la unidad nacional como único sustento de la grandeza de México.
La efeméride era propicia para la evocación de una unificación bajo la arenga del líder. En aquella madrugada del 16 de septiembre de 1810, el tañido de campana fue presentado como el llamado de libertad para que los mexicanos se unieran en defensa de la Nación bajo el liderazgo y guía del cura Hidalgo. Después, y a lo largo de la historia del México soberano, la necesidad de una figura central, en su condición de líder unificador y hasta redentor, se había venido mostrando como una estrategia para estimular el espíritu patriótico del pueblo mexicano.32
Aquellos eran tiempos de guerra y tiempos de unidad, cuando la figura presidencial -verdadera pieza clave del modelo de Estado gestado por el movimiento revolucionario- pasó a ser el único referente del país, reforzado por la ya comentada reunión “oficial” de los expresidentes con motivo de la gran Asamblea de Acercamiento Nacional. Entre otras lecturas, los generales Plutarco Elías Calles y Lázaro Cárdenas demostraron a la nación que, en tiempos decisivos para México y para el resto del mundo, las rivalidades políticas no tenían cabida alguna. Como resaltó El Nacional (16 de septiembre de 1942, pp. 1 y 8), esta especial situación reflejó la “fe depositada en la patria” en su empeño para alcanzar la anhelada victoria y ponerla al servicio de la grandeza de la Nación. Para la ocasión, refiriéndose a la ola de fuego del imperialismo más arbitrario que trataba “de reducir a cenizas nuestra existencia”, el presidente Ávila Camacho lanzó la siguiente proclama: “Aquí estamos todos, los de hoy y los de ayer, los ausentes y los presentes, los que viven y los que fueron, constituyendo una unión sagrada que ningún ataque enemigo dividirá” (El Nacional, 16 de septiembre de 1942, p. 8).
Del mismo modo, la unidad continental debía ser un gran motor de lucha y un elemento estratégico y forjador del imaginario colectivo. Ajeno a intereses estrictamente nacionales, México venía librando una batalla en beneficio de otras naciones hermanas. Siguiendo con el lineamiento oficial, El Nacional (15 de septiembre de 1942, p. 1) insistió sobremanera en el gran papel que México venía desempeñando en la defensa del continente americano. A la vista del mundo, y al unirse a la guerra en mayo de 1942, México izaba su gran estandarte de solidaridad internacional, fruto de su compromiso con los países vecinos, principalmente Estados Unidos.33 México se mostraba sin reservas a la altura de aquel llamado a la buena vecindad que en marzo de 1933 hizo a todos los países del continente americano el presidente estadounidense Franklin Delano Roosevelt con el fin de impulsar el diálogo entre naciones en unas condiciones de respeto e igualdad soberana. Así, en palabras de Rafael Flores (2007, p. 31), la política del buen vecino “tenía que trabajar a toda su capacidad para consolidar un mecanismo de solidaridad continental y establecer las bases para defenderse de la amenaza de la crisis europea”. 34
El 12 de octubre: la exaltación del espíritu panamericano
Como era previsible, el mensaje oficial en torno a la unidad continental también se hizo presente con motivo de la celebración de cada 12 de octubre -aunque en su estricta consideración de Día de las Américas-, reivindicando de nuevo el espíritu panamericano que, sobre el papel, venía dando alas a aquellos pueblos en la lucha. En palabras del presidente estadounidense Roosevelt, los americanos eran pueblos unidos, que habían iniciado su proyecto 450 años atrás con motivo del arribo de Cristóbal Colón al “mundo nuevo” y que amaban “la libertad, la democracia […] y la plenitud de la vida” (El Nacional, 13 de octubre de 1942, pp. 1 y 4).
Dadas las circunstancias de la guerra, la unidad continental se presentó como ese gran escudo protector de “las auténticas libertades”, que en ese entonces estaban “en riesgo de destrucción por las fuerzas venidas de fuera”. Entonces, no fue casual que el mandatario estadounidense hiciera un llamado a la unión de todos los países del mosaico americano, en buena medida porque la posterior victoria habría de ser compartida por todos los pueblos sin excepción. A su entender, la fe de Colón, la que lo llevó a descubrir un nuevo mundo en 1492, era la misma de la que estaba “poseída” toda América, esa fe que llevaría a sus pueblos unidos a conquistar la pretendida victoria frente a las huestes nazi-fascistas (El Nacional, 13 de octubre de 1942, pp. 1 y 4). De hecho, no era asunto baladí el reconocimiento público que el presidente Roosevelt hizo de la “valiosa contribución que México [estaba] prestando a la causa que en común [defendía] con todos los países democráticos ante la agresión nazi-fascista”.35
La efeméride del 12 de octubre se convirtió en un sitial de la memoria para reivindicar la libertad y la democracia en México y en el resto del continente americano. Si la libertad había sido el gran ideal que inspiró a los libertadores de las colonias españolas durante el siglo XIX hasta alcanzar la independencia definitiva, en aquellos años de guerra la democracia se mostraba como doctrina compartida y evocación suprema del respeto de la voluntad popular y de las libertades humanas (El Nacional, 16 de septiembre de 1942, p. 3). Conforme al discurso oficial, el México de Ávila Camacho se convirtió en defensor no solo del credo democrático, sino también de la unidad continental ante toda forma de acechanza nazi-fascista. Las celebraciones de fechas tan emblemáticas en el calendario patrio como el día de la Independencia o el de las Américas fueron aprovechadas por El Nacional (16 de septiembre de 1942, p. 1) para exhortar a los mexicanos a trabajar unidos “por el pleno resurgimiento de México y para el cumplimiento de sus deberes ante el peligro externo contra el que se encuentra fraternalmente vinculado en el lazo indisoluble con las naciones hermanas del continente”.
Este insistente recordatorio del peligro externo no fue casual. La identidad mexicana, forjada en torno a la unidad nacional y continental, se mostró hacia los de adentro y los de afuera como la evidencia de un pueblo único que, guiado por las enseñanzas provenientes de un pasado común, se mostraba celoso de su propia libertad y vigilante ante toda amenaza que pudiera poner en riesgo su propia dignidad. El filósofo y teólogo alemán Paul Tillich, quien había llegado a América huyendo de la persecución nazi, dio muestras de su americanidad con estas palabras: “Ser americano significa pertenecer al mundo entero y no sólo a una sección del mismo; significa haber recibido la libertad creadora y mantenerla”.36 Así, el irreductible espíritu libertario debía ser compartido por todas las naciones del continente americano, todas sin excepción alguna, puesto que, en palabras de El Nacional (16 de septiembre de 1943, p. 3), “la libertad es como el aire que sostiene [su] existencia”.
En consecuencia, la identidad de cada mexicano, en su papel de ciudadano también americano, debía ser determinada no solo por las circunstancias históricas reinantes, sino además por su permanente lucha por la libertad y la unidad nacional. Bajo esta consideración, ante la existencia de un enemigo común, una patria libre debería ser la única garantía de la libertad de cada uno de los individuos, aunque, para la consecución de estas metas supremas, México ya se había dado, décadas atrás, un nuevo régimen nacido de una revolución, un hito histórico que sería debidamente evocado en cada 20 de noviembre, en especial en la coyuntura de la segunda gran guerra, mostrado como la única propuesta política, sin excepción alguna, para preservar la libertad de México.
El 20 de noviembre: la patria sin la revolución no se entiende
El presente título es deudor de unas palabras del presidente Ávila Camacho, quien, a modo de aforismo, en plena coyuntura bélica, dejó bien a las claras su parecer en torno a la vinculación entre la Revolución y la esencia misma de la patria mexicana (El Nacional, 15 de diciembre de 1943, p. 3). Teniendo presente este vínculo inexcusable, la Revolución Mexicana fue concebida como ese gran zócalo donde se asentaba el México de las instituciones democráticas, después de haber librado una cruenta lucha contra el régimen porfirista hasta lograr la definitiva unidad nacional. Por eso, en aquellos inciertos años 40, la propaganda oficial recordó los grandes ideales de la Revolución para presentarlos como la verdadera y única garantía del bienestar del pueblo mexicano. Por lo tanto, y el mensaje oficial era muy claro, el presente y el futuro de la patria no podrían concebirse sin aquella gesta revolucionaria iniciada en noviembre de 1910.37
Dadas las cosas así, la Revolución se presentó como la consumación de grandes metas del pueblo mexicano como la lucha agraria y la igualdad legal, entre otras. Con ocasión de aquel 20 noviembre de 1944, El Nacional hizo una alusión especial al pueblo mexicano y recordó que la consumación del proyecto revolucionario había supuesto “la abolición de los privilegios seculares que mantenían sus enemigos para explotarlo”, así como el advenimiento de “un régimen social y político nuevo basado en los más elevados principios de la justicia social, repartición de tierras, la posesión y el goce de los frutos de la tierra por los campesinos mexicanos”. Asimismo, para este periódico oficial, el proyecto revolucionario había logrado metas que parecían inalcanzables en el México del siglo XIX: primero, condiciones óptimas “para las clases laborantes, con salarios decorosos y jornadas humanas de trabajo”; segundo, una educación pública para la “instrucción y cultura para el pueblo y la supresión de las formas tradicionales de engaño y explotación de las masas”, y, tercero, la protección de la soberanía nacional y “el respeto a su voluntad hecha en leyes positivas y sus anhelos cristalizados en realidades tangibles” (El Nacional, 20 de noviembre de 1944, p. 8).
Aquellos eran tiempos de guerra y también de mucha propaganda política. Por consiguiente, ante este cúmulo de realidades tangibles, no resulta extraño que los ideales revolucionarios guiaran las acciones del Ejecutivo mexicano frente al desafío nazi-fascista o, al menos, así lo quiso mostrar el discurso oficial. Al participar en la guerra contra el Eje, México no había hecho otra cosa que unirse al grupo de naciones que venían defendiendo la libertad universal, esgrimiendo con orgullo y en actitud de cooperación los logros y anhelos revolucionarios. La guerra alcanzó a México en la conmemoración del “XXXII aniversario de su Revolución” y, en palabras del director de El Nacional (20 de noviembre de 1942, p. 1), “participamos con honor y seguridades de victoria al lado de las naciones unidas en su lucha contra pueblos brutales y caudillos dementes”.
Así, y haciendo caso omiso del hundimiento de aquellos dos petroleros de bandera tricolor en el Golfo, México había dado su paso al frente para incorporarse al conflicto armado “cuando el pueblo mexicano sintió cernirse el peligro sobre su patria, [y] sin vacilar declaró la guerra a las potencias del Eje” (El Nacional, 11 de diciembre de 1942, p. 8). Sin lugar ni tiempo para las vacilaciones, desde arriba se envió el mensaje de que los fundamentos del México institucional seguían prevaleciendo en pie, debido a una “conciencia inalterable, arraigada en el vigor de las convicciones populares”. A su vez, a modo de coraza ante cualquier y previsible contingencia, México contaba con un antecedente democrático de supremo valor: “el movimiento revolucionario y sus frutos positivos” (El Nacional, 1942, 20 de noviembre, p. 1).38
Por consiguiente, los ideales de Madero, Zapata, Carranza, Villa u Obregón no constituían un mero recuerdo testimonial, sino que nutrían “la batalla de cada día que libra hoy el pueblo mexicano contra el nazi-fachismo en lo político; contra el reaccionarismo en lo social; contra la miseria y el hambre en el terreno económico” (El Nacional, 22 de noviembre de 1942, p. 3). La Revolución, 30 años después de su irrupción, seguía brindando sus frutos, asegurando de manera muy especial la unidad de los mexicanos frente a la amenaza del fascismo imperialista. Para el presidente Ávila Camacho, “México y la Revolución Mexicana constituyen un solo todo. Uno y otra se han integrado de tal manera que forman para la historia un conjunto armónico. Quienes crean que la Revolución ha llegado a su término, se engañan profundamente” (El Nacional, 22 de noviembre de 1942, p. 3). Por eso, el deber más alto del gobierno avilacamachista era cumplir con éxito la nueva etapa de la Revolución frente a la tiranía del fascismo.39 En consecuencia, México debía unirse “con sus fuerzas honradas, conscientes, patriotas, para rechazar este nuevo intento de dividir y ensangrentar a la patria” (El Nacional, 13 de diciembre de 1943, p. 3).
Sobre el papel parecía evidente -esto sea dicho al margen de los múltiples exhortos que la prensa oficial venía recogiendo- que en aquellos años 40 la conmemoración del levantamiento maderista acabó formando parte de la gran arenga en torno a la unidad nacional mexicana y a la necesidad de fortalecer diversos planos institucionales del propio Estado revolucionario. “¿Desea usted ayudar a México? Compre valores del Estado y hará labor patriótica”, rezaba un anuncio de la Nacional Financiera publicado en el periódico oficial (El Nacional, 20 de noviembre de 1943, p. 2).
La unidad era el gran reclamo, y su materialización debía hacerse en torno a la figura del presidente de la República, a quien había que respaldar sin distingos de ideologías o banderías políticas.40 En palabras de Miguel Alemán, en ese entonces secretario de Gobernación y futuro presidente de México:
[…] debemos tener conciencia de la misión histórica de nuestra patria, que nunca como ahora se ha perfilado con tanta claridad bajo el Gobierno que preside el señor general Manuel Ávila Camacho, quien ha sintetizado y afianzado en su conducta gubernativa los altos principios de la Revolución Mexicana.41
En la misma línea, El Nacional (13 de diciembre de 1943, p. 3) ya daba por sentado que “las fuerzas populares y sociales” formaban “una muralla alrededor de nuestra constitución y nuestro Gobierno”. En suma, el discurso oficial imperante buscaba refrendar la legitimidad del presidente no solo como jefe político máximo, sino también como encarnación -y, a la vez, guía- de la herencia ideológica revolucionaria. Ya para entonces, el presidente se había convertido, en palabras de José Hernández (2015, p. 48), en una “especie de Pantocrátor”.
En 1942, por medio de su comité ejecutivo, el Partido de la Revolución Mexicana -partido oficial en ese entonces y antecedente inmediato del Partido Revolucionario Institucional- hizo un llamado general al país para que todos los mexicanos se entregasen al fortalecimiento de “la unidad de pensamiento y acción en torno del presidente ÁVILA CAMACHO [sic], respaldando la política interior y exterior del primer mandatario, intensificando la producción y capacitándose militarmente para defender la integridad del territorio patrio y del continente americano” (El Nacional, 20 de noviembre de 1942, p. 6).42 De ahí el constante reclamo, dirigido especialmente a los jóvenes para el enrolamiento en las filas del ejército mexicano,43 entre otras justificaciones, con el fin de estar a la altura del legado de los héroes revolucionarios, “los viejos luchadores, los de ayer, en patriótica comunión con los de hoy, aquéllos en la obra, éstos con el deseo de afianzar lo ganado por los primeros” (El Nacional, 20 de noviembre de 1944, p. 8).
En suma, desde las más altas esferas del Estado mexicano se insistió en la idea de rendir tributo patriótico a “los precursores que tuvieron la osadía del desafío directo al despotismo” (El Nacional, 20 de noviembre de 1944, p. 1), algo que permitió justificar ese incesante llamamiento al “buen revolucionario” (El Nacional, 22 de noviembre de 1942, p. 3), custodio siempre de “los ideales que están inscritos en la Constitución de 1917” (El Nacional, 20 de noviembre de 1944, p. 1). El presidente Ávila Camacho persistía en la opinión de que los mexicanos se convirtieran en “soldados inquebrantables” de la Revolución, la cual estaba “muy lejos de haber agotado sus cualidades intrínsecas”, hasta el grado de ser vista como una “viviente realidad en marcha” (El Nacional, 22 de noviembre de 1942, p. 3). En aquellos tiempos de la segunda gran guerra, la identidad nacional se quiso forjar en el fuego de la unidad, la solidez de los principios revolucionarios, la guía paternal y aun mesiánica del presidente de la República y en la irrestricta admiración por sus héroes constructores del México institucional. El gran legado revolucionario no solo era consecuencia de la lucha del pueblo mexicano por su libertad, sino también era la única garantía para asegurar el futuro de una patria libre.
El 12 de diciembre: el día de la virgen mexicana
Entramos en la recta final de este artículo haciendo referencia a uno de los días más señalados del calendario festivo mexicano, el 12 de diciembre, día de la Virgen de Guadalupe. Desde muy atrás, en esta fecha tan señalada, y no solo dentro del universo católico mexicano, se ha rememorado la aparición y presencia permanente de la Virgen de Guadalupe en territorio mexicano. Sin duda alguna, la virgen morena del Tepeyac se convirtió por derecho propio en uno de los símbolos más característicos de la identidad del mexicano, y, más allá de las pertinentes consideraciones religiosas, todo parece indicar que en el futuro seguirá siendo un verdadero referente en el imaginario colectivo mexicano.
Recordemos que, en la época novohispana, la Virgen de Guadalupe fue el emblema por excelencia del nacionalismo criollo. En tiempos de la Independencia, el cura Hidalgo encabezó la insurgencia con un estandarte de la Virgen de Guadalupe arrebatado de la iglesia guanajuatense de Atotonilco. Poco después, cuando el movimiento comenzó a dar sus primeros pasos hacia la institucionalización, aquella junta de Zitácuaro, formada por Ignacio López Rayón, José María Morelos, José María Liceaga, José Sixto Verduzco y José María Cos, presumió de un escudo donde figuraban las siglas N.F.T.O.N., es decir, aquel célebre lema “Non fecit taliter omni nationi” (No hizo cosa igual con otra nación), en recuerdo de aquel 25 de mayo de 1754, cuando el papa Benedicto XIV confirmó el patronato de la Virgen de Guadalupe sobre la Nueva España y promulgó una bula que aprobó a la Virgen de Guadalupe como Patrona de México, concediéndole misa y oficio propios. Ya en el siglo XX, la Virgen de Guadalupe también fue símbolo de lucha de uno de los bandos en aquella Guerra Cristera que enfrentó a los mexicanos entre 1926 y 1929.
No obstante, más allá de que el presidente Ávila Camacho se hubiera declarado públicamente católico y que a su muerte, en 1955, hubiese sido enterrado conforme a su voluntad bajo el símbolo de la cruz en su rancho La Herradura, de Huixquilucan (Estado de México), los postulados revolucionarios no precisamente se inspiraron en el dogma católico. Más bien, todo lo contrario, en especial porque, más allá de la consideración de las creencias personales, los gobiernos revolucionarios tuvieron como uno de sus principales cometidos asegurar no solo la separación Iglesia-Estado, sino también la neutralización del poder fáctico del estamento eclesiástico en la sociedad mexicana. De hecho, cuando México entró en la guerra, el arzobispo de México, Luis María Martínez, apoyó al gobierno del general Ávila Camacho declarando que “los católicos deben hacer a un lado sus ideales personales, por más bien fundados que puedan parecernos, para sujetarnos a las disposiciones dictadas por las autoridades civiles” (Campbell, 1976, p. 156).
De ahí que, en aquellos años de la Segunda Guerra Mundial, la festividad guadalupana fuese aprovechada oficialmente -entre otros, por El Nacional- para realzar la dimensión laica de la efeméride. El verdadero objetivo oficial era la forja de la identidad nacional, y no tanto la gestación de una mexicanidad, en la que la presencia del fenómeno guadalupano desempeñaba, y sigue desempeñando, un papel determinante.44 En consecuencia, no fue casual que, en aquellos tiempos del conflicto bélico, este periódico oficial no hiciera referencia alguna a la festividad de la Virgen de Guadalupe, excepto para reproducir algunos mensajes publicitarios, como el estreno de la película La Virgen que forjó una patria, del director Julio Bracho, dejando entrever el verdadero valor del símbolo guadalupano en su condición de forjador de una patria y, en consecuencia, de una esencia patriótica (El Nacional, 11 de diciembre de 1942, p. 2). Entre líneas se advertía un mensaje oficial: si la virgen forjó la patria, los destinos quedaban en ese entonces en manos del presidente de la República, inspirado por aquella “religión laica” llamada Revolución Mexicana.45
No obstante, la invocación de la Virgen de Guadalupe también tuvo su particular razón política, y no solo por su relevancia identitaria a lo largo de la historia de México. En 1942, la guerra ya era una realidad en el país, y los mexicanos solicitaban el abrigo de su manto protector en todo el territorio nacional, dando por buenas las decisiones que venía tomando el gobierno mexicano. Si el cura Hidalgo había encabezado el movimiento insurgente con un estandarte de la Virgen de Guadalupe, ese mismo icono debía servir de protección ante aquella coyuntura incierta y preocupante, marcada por la acechanza nazi-fascista. Un símbolo tan mexicano como la Guadalupana no podía quedar afuera de la resignificación política oficial, algo tan común en aquellos tiempos de guerra y de unidad.
A modo de final
Pondremos el punto final a este artículo, no sin antes avanzar unas últimas valoraciones. Como se puso de manifiesto más arriba, aquel 22 de mayo de 1942 quedó registrado en los anales de la biografía del México soberano como el día en que las circunstancias históricas lo empujaron a la guerra tras la afrenta y agresión de la Alemania nazi. En solo unas horas, el México del presidente Ávila Camacho se encontraba en la trinchera de los aliados -entre otros, con Estados Unidos- luchando en contra del nazi-fascismo y sus ambiciones imperialistas. Aquella guerra fue la más cruenta de la historia, y el conflicto armado se planteó sobre el papel como un juego dialéctico entre las democracias y el totalitarismo fascista. En suma, desde el lado de los aliados, todo se redujo a una cuestión de ser o no ser libre.
La segunda gran guerra se ofrecía como un escenario de mucha incertidumbre, pero también de infinidad de oportunidades, desde el momento en que, por la vía oficial, el nazi-fascismo se instaló en el imaginario colectivo como el gran enemigo a batir. México estaba en guerra, y desde arriba se preparó al país para la guerra por todos los medios propagandísticos al alcance; uno de ellos fue El Nacional. Si bien el reto era grande y de consecuencias impredecibles, el reclamo a la unidad nacional hecho por el presidente de la República, el general Ávila Camacho, era tan esperado como, en principio, fácil de lograr. Tal como recordó el periódico oficial, “unirse todos los hombres de un país para defenderlo contra invasiones o agresiones extranjeras es fácil”, especialmente y en consonancia, porque “el amor a la patria une a los hombres en sus intereses más caros y los reúne en los ejércitos” (El Nacional, 24 de febrero de 1943, p. 2).46
En su condición de militar revolucionario, el mensaje del general Ávila Camacho no era una invitación, sino una advertencia, ante la necesidad de disciplinar al país para responder al mando único de su líder por excelencia: el presidente de la República. En las comparecencias del resto de los presidentes revolucionarios en Palacio Nacional se escenificó la unidad nacional y se hizo una exhortación contra toda disensión o facción política que pusiera en cuestionamiento el dictado oficial.
Para tal fin, entre otros medios, se echó mano de la liturgia de las efemérides que, ya de por sí, nutrían el calendario patrio mexicano. Se trató de una apropiación de un universo simbólico recuperado del pasado histórico nacional, debidamente filtrado por el tamiz de la memoria oficial y puesto al servicio único y exclusivo de la nueva narrativa que demandaba la exigencia de los tiempos. La verdad nacía desde arriba para ser proyectada en múltiples arengas publicitarias a los de abajo, en un claro ejercicio de adoctrinamiento y aun de disciplina. A través de la resignificación política, la historia de México se hizo memoria y verdad oficial.
Por medio de esta calculada estrategia, los dividendos políticos fueron muchos, en especial para los hombres de la Revolución, so pena de reforzar la identidad nacional, unidireccionalmente concebida a través del reclamo de la unidad. El presidente de la República -encarnación de la Presidencia, en su condición de clave del arco del andamiaje institucional revolucionario- fue mostrado como el líder representativo y el único garante de la libertad del pueblo mexicano. Y con ello se hizo culto al Estado revolucionario y a su caudal de ideas e ideales. La Revolución fue presentada como el único camino posible para asegurar, frente a otras propuestas contrarias (formaciones políticas como Acción Nacional o movimientos como el sinarquismo), el futuro del México libre, a pesar de que la vida de cada individuo del pueblo soberano debía ponerse al servicio de la patria. Aquellos fueron tiempos de guerra y tiempos de unidad, cierto es, pero también, y aprovechando la coyuntura bélica, de refuerzo de la mística de la Revolución, verdadero aval, conforme al discurso y la verdad oficiales, para asegurar una patria mexicana en libertad.