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Revista de El Colegio de San Luis

versão On-line ISSN 2007-8846versão impressa ISSN 1665-899X

Revista Col. San Luis vol.9 no.20 San Luis Potosí Set./Dez. 2019  Epub 14-Mar-2022

https://doi.org/10.21696/rcsl92020191076 

Artículos

Por una primera enseñanza universal, uniforme, pública, libre y moderna. Notas sobre los alcances y el influjo de la política educativa Gaditana en Nueva España

For a universal, uniform, public, free and modern first schooling. Notes on the scope and influx of the educational policy of Cadiz in New Spain

Martín Escobedo Delgado* 

* Universidad Autónoma de Zacatecas. Correo electrónico: mescobedo07@hotmail.com


Resumen

El artículo describe la crisis política y analiza los alcances, las limitaciones, el influjo y el legado de la legislación gaditana en la Nueva España. Además de auxiliarse de la historiografía del tema y el periodo, se apoya en la historia política de la educación. El proyecto educativo gaditano es importante, no por la implementación y los resultados, sino por el legado de este: laicismo, gratuidad, universalización. El trabajo recupera el contexto político de las propuestas educativas gaditanas, aspecto que generalmente es omitido por la historiografía. Se concluye que la primera enseñanza en la Constitución de 1812 fue concebida de acuerdo con los planteamientos políticos liberales, que tuvieron hondo influjo en la Nueva España.

Palabras clave: Constitución de Cádiz; primera enseñanza; política educativa; leyes y reglamentos; Nueva España

Abstract

The paper describes the political crisis and analyses the scope, limitations, influence and legacy of Cadiz legislation in New Spain. In addition to the historiography of the subject and the period, it is based on the political history of education. The Cadiz educational project is important, not because of its implementation and results, but because of its legacy: laicism, gratuitousness, universalization. The work recovers the political context of Cadiz’s educational proposals, an aspect that is generally omitted by historiography. It is concluded that the first teaching in the Constitution of 1812 was conceived in accordance with liberal political approaches, which had a profound influence on New Spain.

Keywords: Constitution of Cadiz; first teaching; educational policy; laws and regulations; New Spain

La educación elemental en el tramo final de La Colonia

Desde fines del siglo XVI, la monarquía española había comenzado a mostrar dificultades en el renglón económico, que se agudizaron en la siguiente centuria. En el Siglo de las Luces, de plano, la crisis económica se hizo presente debido, entre otras cosas, a la ineficiente recaudación, al deficiente manejo del ramo fiscal y al barril sin fondo que representó el aspecto bélico: al término de la Guerra de Sucesión española, la Corona se enfrascó en numerosos conflictos armados contra las potencias europeas de ese entonces, confrontaciones que prevalecieron durante casi todo el setecientos.

A sabiendas de que en sus posesiones las cosas no marchaban bien, el primero de la dinastía Borbón tomó medidas apremiantes con el propósito de alentar una política reformista que remediara la difícil situación que privaba en la monarquía. Ante la complicada coyuntura emanada del Tratado de Utrecht y frente a las monarquías europeas que al expandirse amenazaban con debilitar aún más a la monarquía española, Felipe V y sus ministros decidieron poner orden en distintas esferas, una de ellas fue la fiscal. En un primer momento, el cambio de la política regia en este ramo se tradujo en una inspección y organización más exhaustivas de las cuentas de las Cajas Reales con el firme propósito de fortalecer el ingreso y hacer que este se reportara sin mermas al tesoro real (Sánchez Santiró, 2014). Más tarde, estas medidas no fueron suficientes, por lo que se valió de estrategias fiscales más enérgicas: en la década de los sesenta, el visitador general José de Gálvez implementó nuevos ramos de recaudación, mientras que a partir de 1781 la Corona -como medida desesperada ante el apremio de liquidez- recurrió a donativos y préstamos forzosos que aumentaron la exacción fiscal de los dominios españoles (Marichal, 1992, pp. 153-186).

Durante la segunda parte del siglo XVIII, algunos ministros buscaron distintas formas de recomponer el erario regio. Como se ha señalado, ante circunstancias tan apremiantes, implementaron una política fiscal cada vez más impopular, pero que aseguraba la llegada de recursos a las arcas metropolitanas. Otros, a contracorriente de esta constante sangría y contra toda inmediatez, teorizaron sobre una solución profunda y duradera. Con un utillaje mental erudito como soporte, varios pensadores y ministros afirmaron que el deplorable estado por el que atravesaba la monarquía era el resultado de una larga serie de equivocaciones que debían enmendarse sin pérdida de tiempo, de lo contrario, afirmaban, el Estado español sucumbiría presa de la inopia y la indiferencia.

Además de aconsejar la realización de los cambios pertinentes en la hacienda regia, algunos pensadores recomendaron el fomento de la educación pública, atribuyéndole un carácter fundamental para el mejor funcionamiento del aparato económico y social de la monarquía. Influidos por algunas ideas de Francia, Inglaterra, Italia, los Países Bajos y Suiza (Mateo, 1988, p. 135), los eruditos españoles esparcieron la premisa de que la educación constituía la base de la prosperidad.

Con base en lo anterior, el presente trabajo toma como centro los esfuerzos gaditanos que tuvieron como propósito hacer de la educación un pilar verdaderamente consistente donde descansaran la paz, el progreso y la prosperidad de la nación española. El estudio parte de los antecedentes inmediatos a 1812; luego analiza las ideas que se esgrimieron para hacer de la primera enseñanza un proyecto público, uniforme, gratuito, libre y universal; finalmente, examina los alcances, las limitaciones y el influjo de la legislación educativa gaditana en la Nueva España.

Siguiendo la tradición ilustrada, influyentes autores españoles como Pedro Rodríguez de Campomanes, Gaspar Melchor de Jovellanos y Josefa Amar y Borbón aseguraron que la enseñanza pública era un factor que propiciaba el adelanto económico y el progreso de las naciones. El primero, en su Discurso sobre la educación popular de los artesanos y su fomento, asignaba a la labor educativa elementos pragmáticos bien definidos: “no sólo modera las pasiones destempladas; sino que enseña a respetar al Soberano, y a los Magistrados, que en el Real nombre gobiernan al público. También dicta la caridad con sus semejantes, para no hacerles ofensas, y aliviarles en sus verdaderas necesidades” (Rodríguez de Campomanes, 1775). En cuanto a las artes, los oficios y la industria, Rodríguez de Campomanes aseveró que “todas las naciones cultas han trabajado en perfeccionar el método de enseñar las ciencias […]. De las ciencias especulativas es la matemática la que inmediatamente influye en las artes prácticas, u oficios” (Rodríguez de Campomanes, 1775).

Por su parte, Jovellanos afirmó que la instrucción representaba la mejor herramienta para sacar a la monarquía española del atraso en que se encontraba (Jovellanos, 2008). En el mismo orden, Josefa Amar y Borbón reivindicó la capacidad intelectual de las mujeres y defendió su derecho a ser educadas fuera del hogar (Amar y Borbón, 1786).

Ahora bien, esta proliferación de ideas acerca del tema educativo no hubiera tenido aplicación de no ser por el proyecto reformista que la dinastía Borbón ejecutó tras el término de la Guerra de Sucesión. En el programa transformador ideado por los ministros borbones, el renglón educativo ocupó un lugar preponderante. A partir del mediodía del siglo XVIII fue muy notorio cómo la política regia empezó a otorgarle al tema educativo una singular importancia por el creciente número de ordenanzas y decretos en la materia, pero también por la cantidad de colegios de segunda enseñanza, universidades y planteles científico-técnicos que aparecieron a lo largo y ancho de la monarquía hispana. La enseñanza elemental también fue alentada sobremanera al secularizar, en 1749, las doctrinas que estaban en manos del clero regular. En adelante, la enseñanza de las primeras letras -incluida la religión- pasaría a manos de sacerdotes diocesanos (Tanck, 1995). Cuatro años después, la Corona dispuso que la Iglesia abriera más establecimientos educativos, instrucción que se acató en la Nueva España. Estas medidas repercutieron en el aumento de escuelas, ya que en 1756 había 262 planteles en 61 de las 202 parroquias del arzobispado (Guerra, 2000, p. 278).

No cabe duda de que, con la implementación de la Ordenanza de Intendentes de 1786, para el caso concreto del territorio novohispano, la pretendida reorganización apuntalada por el gobierno redundó en un impulso más firme de la educación pública. Con administradores más cercanos, la recaudación y el control fueron más eficientes, lo que arrojó como resultado una observancia más estricta de la política regia consistente, como ya se ha indicado, en la apertura de más escuelas de primeras letras a cargo de cabildos españoles y de repúblicas de indios, el reclutamiento de maestros laicos, la enseñanza obligatoria del idioma castellano en los planteles localizados en pueblos de indios y la inclusión cada vez mayor de las mujeres en la instrucción elemental.

La confluencia de esfuerzos por alentar la instrucción de las primeras letras rindió frutos. Cabildos, grupos filantrópicos, pueblos de indios, conventos y curatos interpretaron muy bien el mensaje del rey, por lo que ese entendimiento se tradujo en acciones concretas. En la subdelegación de Aguascalientes se fundaron tres instituciones durante el último tercio del Siglo de las Luces: la Escuela de Cristo, el Colegio de la Enseñanza y la Escuela Gratuita para Niños de Asientos (Gutiérrez Gutiérrez, 2016). Entre 1784 y 1785, Teotihuacán sumaba ya 14 escuelas a las que asistían aproximadamente 1 000 alumnos. En el mismo periodo, Xochimilco alcanzó la cifra de 29 escuelas que recibían a 2 906 niños. En 1787 Huatulco tenía 11 establecimientos escolares, Miahuatlán 44 y Yahualica 21. En la península de Yucatán, cuatro años más tarde, 175 pueblos contaban con una escuela (Guerra, 2000, p. 279). Hacia la última década del siglo XVIII se inauguraron escuelas en Guanajuato, Oaxaca, Puebla, San Luis Potosí y Zacatecas. Más adelante, se abrirían otras en Chihuahua, Córdoba, Jalapa y Tenancingo (Tanck, 1979, p. 22). Incluso, en minerales de mediana importancia como Real de Catorce proliferaron centros educativos de primera enseñanza. Así lo demuestra una carta que el párroco de ese lugar dirigió al subdelegado en el año de 1792:

[…] arriba de el rastro tiene escuela Francisco Torres con 25 muchachos; junto al Diezmo, Joseph Phelipe Campos con 40; en la calle del Puertecito, mi escribiente con 13; en la calle en donde Ud. vive, Pedro Joseph Prieto con 6; en las casas de don Ignacio Puente, vive Joseph Antonio Rivera con 17; en el Venadito, Lorenza Cardona con 14; tras de los Gallos, doña Petra Cordera con una gran porción de niñas y niños, y esta es la Amiga más formal; tras de la Iglesia, doña Matilde, con 6; en el Estanco de tabacos, don Clemente Garza con 6 niños, que está enseñando Gramática, y otros dos a leer. Sírvase Ud. el visitarlas y se cerciorará de esta verdad (Velázquez, 2004, pp. 363-364).

En lo que se refiere a los pueblos de indios, el proyecto borbónico también favoreció la enseñanza pública. Si en 1585 el III Concilio Provincial Mexicano había clausurado la posibilidad de que los naturales se ordenaran como sacerdotes, el gobierno borbónico retomó una real cédula emitida en 1697 que permitió la obtención de grados y órdenes sacerdotales entre la nobleza indígena (Aguirre, 2006, p. 83). Así, en el alba del siglo XVIII, los hijos de caciques que aspiraban a ordenarse como presbíteros o que deseaban obtener algún grado en la universidad necesariamente debían contar con el antecedente de las primeras letras, lo que aumentó la demanda de la enseñanza elemental. Otra resolución que favoreció la creación de más centros escolares fue una disposición de la Ordenanza de Intendentes de procurar la erección y el sostenimiento de escuelas con fondos de las Cajas de la comunidad. En este tenor, hacia el último tramo de la centuria dieciochesca, las escuelas de primeras letras en las repúblicas de indios se popularizaron, ya que, al castellanizarse, instruirse en el alfabeto y aprender la religión católica, les fue de sumo provecho: la alfabetización los incorporó a la dinámica de modernidad impulsada por la Corona.

Todo parece indicar que la política reformista funcionó adecuadamente en el ámbito de las primeras letras, pues hacia 1803, en los pueblos de indios, el número de planteles por provincia era significativo. Ese año, según Pilar Gonzalbo, las cifras en el virreinato eran las siguientes: la intendencia de Chiapas registró seis escuelas; Durango, seis , Guanajuato, 19; Guadalajara, 30; México, 536; Michoacán, 82; Oaxaca, 139; Puebla, 127; San Luis Potosí, 11; Sonora-Sinaloa, una; Veracruz, 42; Yucatán, 72 y Zacatecas, siete. De acuerdo con esta estadística, de un total de 4 271 repúblicas de indios registradas en el reino, 1 104 contaban con una escuela, lo que en términos porcentuales significa que 38 pueblos de cien contaban con un plantel de primeras letras (cit. en Aguirre, 2006, p. 89).

Estos datos difieren mínimamente respecto de los aportados por Dorothy Tanck, quien asevera que en 1803 México tenía 467 escuelas; Michoacán, 94; Guadalajara, 30; Yucatán, 72; Guanajuato, 19; San Luis Potosí, 11; Zacatecas, siete; Veracruz, 42; Puebla, 127; Oaxaca, 139; Durango, seis, y Sonora-Sinaloa, una; lo que hace un total de 1 015 escuelas esparcidas en la Nueva España, la mayoría de ellas sufragadas por las Cajas de comunidad (Tanck, 2000, p. 286). Sin obsesionarnos por las pequeñas diferencias en los números, lo que interesa resaltar es que, al despuntar el siglo XIX, la escolarización entre los naturales avanzó a pasos agigantados, fenómeno que, entre otras cosas, elevó la alfabetización proveyendo a miles de indios de las herramientas propias de la cultura escrita, aspecto importante para la vida de las repúblicas de indios, pues, a pesar de que para las labores del campo no se necesitaba leer y escribir, la dinámica de las comunidades fue cambiando paulatinamente debido a la creciente participación de individuos alfabetizados en las actividades cotidianas de las comunidades. Estos intervenían de mejor manera en cargos de gobierno, en la administración de las cajas comunales, en el manejo de las cofradías, en el comercio y en otras actividades no menos importantes (Aguirre, 2006, p. 88). Solo así puede explicarse la presencia de escuelas en algunos lugares muy remotos como la sierra del sur, donde en 1808 la región de Chilapa contaba con 12 escuelas en igual número de pueblos, “cuyos maestros recibían salarios de las cajas de comunidad de 40 a 96 pesos anuales” (Tanck, 2000, p. 597).

Pero no solo la educación destinada a los indios creció. Entre las postrimerías del Siglo de las Luces y el despertar del siglo XIX, importantes centros urbanos como Guadalajara o la ciudad de México atendían en centros escolares a un número cada vez más elevado de niños y niñas pertenecientes a distintos estamentos sociales. En Guadalajara se fundaron las escuelas elementales de Santo Tomás (1768), el Santuario (1783) y otra más auspiciada por el Consulado de comerciantes (1806) (Castañeda, 2012, pp. 200-203); mientras que en la capital de la Nueva España, en el lapso que abarca de 1786 a 1797, había siete planteles a cargo del clero regular, siete sostenidos por parroquias, 24 centros particulares y un número variable de escuelas mantenidas por el cabildo (Tanck, 2011, pp. 143-185).

El lado oscuro de este esfuerzo lo representaron las provincias internas del septentrión novohispano. En las provincias de la Alta, la Baja California y Nuevo México, entre 1803 y 1806 había un buen número de misiones donde se enseñaba doctrina, y casi nunca las primeras letras (Florescano y Gil, 1973, pp. 15-84). Años después, en 1811, Miguel Ramos Arizpe, diputado en Cortes por Coahuila, expresaba que “en las haciendas [de las Provincias Internas de Oriente] que ocupan gran número de sirvientes suele haber una u otra escuelilla, habiendo yo observado más de una vez el cuidado que se pone en que los hijos de los sirvientes no aprendan a escribir, por creer algunos amos que llegando a eso que se llama ilustración solicitarán otro modo de vida menos infeliz” (Florescano y Gil, 1973, p. 169).

El mismo Ramos Arizpe afirma que en las provincias de Oriente (Coahuila, Nuevo Reino de León, Nuevo Santander y Texas), únicamente en las villas de Saltillo y Monterrey había una escuela en cada localidad. Manifiesta que en otras poblaciones de regular tamaño había centros de primera enseñanza sostenidos por los propios padres de familia, empero, los maestros “son personas ineptas y de mala conducta […] que se entretienen en mal enseñar la doctrina cristiana, siendo por lo común incapaces de enseñar principios de una regular instrucción pública” (Florescano y Gil, 1973, p. 169). Ramos Arizpe atribuye este calamitoso estado de la educación pública al irrisorio número de ayuntamientos en esa vasta región: solo cuatro. En su opinión, una cantidad mayor de ayuntamientos fomentaría y difundiría las primeras letras con gran provecho público.

Pese a lo anterior, en el resto del territorio novohispano la multiforme educación elemental se había vigorizado. Sin duda, el interés de la Corona por extender las primeras letras fue un elemento fundamental que apuntaló el proceso de escolarización; sin embargo, no debe menospreciarse el papel que desempeñó la sociedad en este proceso. Si en el siglo XVI la Iglesia había asumido la encomienda educadora, en el periodo que nos ocupa fue evidente la incorporación de agrupaciones e individuos laicos en las tareas de enseñanza. Asimismo, el involucramiento de los gobiernos civiles locales en las actividades educativas -llámese gobernadores de pueblos de indios o regidores de cabildos de villas y ciudades españolas- fue más que evidente. Es cierto que el desarrollo de las primeras letras no estuvo exento de dificultades, sin embargo, es indudable que este sector educativo creció cualitativa y cuantitativamente en el ocaso colonial.

Las primeras letras bajo la égida de la Constitución Gaditana

Las ideas pedagógicas europeas sufrieron un vuelco durante la segunda mitad del siglo XVIII. Ya se ha mencionado que un número importante de pensadores replantearon la enseñanza. El papel del Estado también se modificó. Conforme avanzaron los años, los gobiernos alentaron con mayor brío la educación elemental pública, convencidos de su importancia en el progreso y la prosperidad de las monarquías.

En este marco de intervención del Estado, para el caso de la monarquía española es posible ubicar dos políticas de la Corona que tuvieron amplias repercusiones en el ámbito educativo. Por un lado, la expulsión de los jesuitas en 1767, cuyo influjo sobre la educación novohispana fue por demás relevante y, por otro, la supresión de los gremios de maestros de primeras letras promovido para el caso de la metrópoli en 1780. La primera medida clausuró los centros educativos ignacianos dejando inicialmente en la indefensión a quienes estudiaban en ellos; sin embargo, repuestos de la sorpresa, letrados y autoridades locales tomaron en sus manos la educación elemental y de segundas letras al reabrir los planteles cerrados tras la expulsión. La segunda disposición se tradujo en el debilitamiento de los gremios de mentores y en la autorización del libre ejercicio de la enseñanza, lo que en el corto plazo motivó la apertura gradual de más escuelas (Florescano y Gil, 1973, p. 11).

Pese a la trayectoria ascendente que mantuvo la educación durante el último tramo del periodo virreinal, la promoción del sector educativo disminuyó drásticamente con la política de exacción fiscal implementada por la metrópoli. Al despuntar el siglo XIX, desesperada por la falta de liquidez, la Corona aplicó el impuesto de los vales reales, lo que dejó en la bancarrota a numerosas personas, circunstancia que repercutió en el decaimiento de algunos establecimientos educativos, el cierre de otros y la falta de iniciativas para abrir nuevos centros.

La implementación de los vales reales entroncó con el inicio de la crisis política de la monarquía española. No es el propósito de este trabajo explicar con detalle este proceso, simplemente recordemos que desde 1802 la Corte madrileña se encontraba escindida. La desastrosa situación financiera y bélica por la que atravesaba la Corona originó la formación de dos bandos que se enfrentaron por el poder. El primero, constituido por el rey Carlos IV y su valido Manuel Godoy, se sostenía con dificultades en el trono; el segundo, conformado por nobles y aristócratas influyentes, había alimentado la esperanza del hijo del rey, Fernando, para que asumiera anticipadamente el mando de la monarquía. Ambas facciones acudieron a Napoleón para granjearse sus favores. El corso creyó que tales signos de inestabilidad y enfrentamiento podía utilizarlos en su favor, por lo que intervino con una estrategia que le rindió frutos. Luego de distintos avatares, el 18 de marzo de 1808 se produjo un motín en Aranjuez, cuyo resultado fue la renuncia de Godoy y la abdicación de Carlos IV en favor de su primogénito Fernando, el príncipe de Asturias. El siguiente mes, con engaños, Napoleón condujo a la familia real a Bayona, donde el 6 de mayo presionó a Fernando para que devolviese el trono a su padre y este, dos días después, cediera los derechos de la Corona española a su “aliado y caro amigo el Emperador de los franceses” (Gazeta de Madrid, 20 de mayo de 1808, pp. 482-483). Conocida la determinación de Carlos IV, los españoles de todos los reinos no atinaron qué hacer. Superado el pasmo inicial, la mayoría rechazó la abdicación por considerarla forzada e ilegal, al tiempo que los patriotas se aprestaron para resistir la invasión del ejército galo y construir una salida política a la acefalia real. Sin un monarca que asumiera la soberanía, los españoles se organizaron en numerosas Juntas provinciales que evitaron el vacío del poder al detentar estas la soberanía. Más tarde, suponiendo que la multiplicación juntera dispersaba el poder, constituyeron una Junta Central Gubernativa, encargada de concentrar el poder, vigorizar la lucha contra el enemigo, además de convocar a Cortes para que estas asumieran el poder soberano y dieran sustento político a la monarquía (Rodríguez, 2009; Portillo, 2008; Ávila y Pérez Herrero, 2008; Breña, 2010; Chust, 2007; Landavazo, 2001; Olveda, 2011).

Hubo dos convocatorias a Cortes. La primera a cargo de la Junta Central en 1809, que no fructificó, y la del siguiente año, emitida por el Consejo de Regencia. Esta segunda convocatoria movilizó un proceso electoral en toda la monarquía que produjo el nombramiento de un diputado por cada provincia. Para el caso de la Nueva España, el reino tuvo derecho a elegir 22 representantes. El 24 de septiembre de 1810, en la isla de León, los diputados se reunieron en Cortes Extraordinarias. Ese mismo día el órgano se asumió como soberano, es decir, en ausencia del rey, las Cortes se constituyeron en el poder supremo, lo que les facultó para gobernar en todos los órdenes a la monarquía en su conjunto (Casals Bergés, 2014, pp. 97-114).

Es justo en este contexto donde aparece la deliberación sobre el tema educativo y los afanes por organizarlo de acuerdo con los principios políticos que se fueron fraguando durante las discusiones del órgano legislativo y que se materializaron en la Constitución de 1812. El primer antecedente sobre la educación lo encontramos en las Bases para la formación de un Plan General de Instrucción Pública, que Jovellanos, siendo parte de la Junta Central Gubernativa, propuso en 1809 precisamente con la intención de orientar el debate acerca de tan caro asunto. Por principio de cuentas, las Bases consideran la instrucción como “la primera y más abundante fuente de la pública felicidad” (Jovellanos, 2010, p. 26). El mismo documento asevera que la instrucción es de suma utilidad para “formar ciudadanos ágiles, robustos y esforzados […]; mejorar las leyes con que estos ciudadanos deben vivir seguros […]; dirigir y perfeccionar la agricultura, la industria, el comercio y las demás profesiones activas” (Jovellanos, 2010, pp. 27-28), es decir, las Bases de Jovellanos sitúan la instrucción como un bien superior de la monarquía, ya que “la nación más sabia es siempre, en igualdad de circunstancias, la más poderosa” (Jovellanos, 2010, p. 28).

Otro antecedente fundamental que la historiografía omite constantemente es el derivado del gobierno de ocupación. En párrafos anteriores se mencionó la estratagema de Napoleón para despojar del trono a Carlos IV. Con el poder en sus manos, el emperador francés, sin planes de gobernar personalmente a la monarquía española, ungió a su hermano José como rey de España e Indias. La administración de José Bonaparte dio inicio el 4 de junio de 1808. Desde los primeros días de gobierno hubo muestras de renovación: cambió los Consejos por Ministerios y las antiguas intendencias las sustituyó por prefecturas; también promulgó una Constitución el 7 de julio de 1808. En este marco, el gobierno josefino dispuso, a través del Ministerio del Interior (órgano que suplió al Consejo de Castilla), la creación de una Junta de Instrucción Pública integrada por intelectuales afrancesados que interpretaron muy bien los principios de la Revolución francesa. Este órgano elaboró en 1811 el Plan General de Instrucción Pública, que, entre otras cosas, proporcionó un carácter general y uniforme a la educación que se brindaría en la monarquía. Asimismo, rediseñó el currículum de las escuelas de primeras letras, dispuso la apertura de Ateneos, ordenó el fomento a la educación femenina, impulsó la reglamentación escolar, estimuló las escuelas de artes y oficios, estableció liceos como planteles de segunda enseñanza, decretó la apertura de una Escuela Normal, estipuló la erección de hospicios y suprimió la enseñanza religiosa (Arenque, 2009, pp. 5-7).

El Plan General de Instrucción Pública josefino no tuvo los efectos deseados, por la sencilla razón de que en el territorio español se vivía una guerra encarnizada entre patriotas y el ejército invasor. Sin embargo, esto no obsta para reconocer el influjo de los proyectos educativos franceses sobre los españoles. En esta tesitura, las Cortes nombraron una Comisión de Instrucción pública, que ordenó la confección de un informe que diera luces para el arreglo de este ramo. En la sesión del 23 de septiembre de 1811, las Cortes designaron a un grupo de individuos que tendría la encomienda de elaborar un “Plan de instrucción y educación pública” (Diario de Sesiones, 1811). Todo parece indicar que el trabajo de esta comisión, aunado al conocimiento que ya se tenía sobre los adelantos del régimen josefino en la materia, fue tomado en cuenta para redactar el título IX de la Constitución Política de la Monarquía Española, denominado “De la instrucción pública”, conformado por seis artículos.

En lo concerniente a la educación elemental, la Carta de Cádiz consigna con especial nitidez los principios rectores del gobierno constitucional en la materia: uniformidad, gratuidad y su carácter público. No cabe duda de que el difícil contexto político que se vivía en la Península, impregnado de populismo y nacionalismo patriótico, influyó para que los intelectuales del momento definieran de ese modo la educación (Hernández, 2015, p. 218). No obstante, el título IX, si bien fundamental, representó en 1812 un texto programático breve y un tanto difuso, por lo que los diputados gaditanos reconocieron la necesidad de establecer por lo menos un complemento que explicitara con suficiencia los detalles operativos que no contenía la ley. Se planeó que este trabajo lo hiciera la comisión creada el 23 de septiembre de 1811; sin embargo, al comprobar que la labor realizada por este grupo no fue satisfactoria, el 13 de junio de 1813 se designó una nueva comisión que tendría el urgente encargo de elaborar un informe sobre la instrucción pública de la monarquía y un proyecto para arreglarla (Arenque, 2013, p. 39).

Quien tomó las riendas de la comisión fue Manuel José Quintana, a quien se le atribuye la autoría del Informe que se presentó a la Regencia el 9 de septiembre de 1813. Este texto clarifica que, en la monarquía española, la instrucción elemental debía ser pública, universal, uniforme y gratuita:

Siendo pues la instrucción pública el arte de poner a los hombres en todo su valor tanto para ellos como para sus semejantes, la Junta ha creído que en la organización del nuevo Plan de Enseñanza la instrucción debe ser tan igual y tan completa como las circunstancias lo permitan […], por eso es necesario establecer y generalizar su enseñanza […]. La instrucción pues debe ser universal, esto es, extenderse a todos los ciudadanos […]. Que el Plan de la enseñanza pública deba ser uniforme en todos los estudios […], también conviene que la enseñanza sea pública [y] gratuita […] (Quintana, 1813, p. 20).

En la parte introductoria del Informe, la comisión sostiene a la modernidad como una directriz de la instrucción pública:

[… No es necesario oponerse] a la mejora y perfección que van sucesivamente adquiriendo los métodos con los programas que hace la ciencia misma. Al escoger las obras elementales que han de servir a la instrucción, es fuerza que sean preferidas aquellas que están a la altura de los conocimientos del día, y estas mismas deben ceder el lugar a cualesquiera otras que se publiquen después que sean más perfectas y adelantadas (Quintana, 1813, p. 39).

Asimismo, la instrucción, de acuerdo con el Informe, deberá ser libre:

otro […] de los atributos generales que deben acompañar a la instrucción es el de la libertad, porque no basta que el Estado proporcione a los ciudadanos escuelas en que adquieran los conocimientos que los han de habilitar para llenar las atenciones de la profesión a que se dediquen, es preciso que tenga cada uno el arbitrio de buscarlos en dónde, cómo y con quién le sea más fácil y agradable su adquisición (Quintana, 1813, p. 41).

Finalmente, el documento dividió la instrucción en tres niveles: primera, segunda y tercera enseñanzas.

Entre otras cosas, la importancia de este Informe reside en que detonó un diagnóstico de los establecimientos educativos en toda la monarquía, ya que el Ministerio de Gobernación giró instrucciones a las autoridades de la Península y ultramar para que recogieran y remitieran información concerniente al nombre, número, tipo, ubicación y sostenimiento de los planteles de primera enseñanza que hubiese en sus respectivas jurisdicciones (Castañeda, 2012, pp. 191-192). Como evidencia de que la orden fue cumplida en muchos lugares, citemos el caso de la ciudad de Guadalajara. Carmen Castañeda refiere que el intendente José de la Cruz, en cumplimiento del precepto, ordenó a Rafael Villaseñor visitase las escuelas de primeras letras para recabar los datos requeridos. Realizada la encomienda, Villaseñor informó que en la capital de la intendencia había 10 escuelas de primeras letras:

[…] la de la Compañía que sirve don Ignacio Barbier; la del santuario que sirve don José Arce; la del Consulado que sirve don José Guzmán; la que está en la última cuadra de la calle Salsipuedes, la sirve don José Domingo Casillas; la que está en la sacristía del Santo Cenáculo, que la sirve don Antonio Rentería; la que está en la cuadra antes del Mesón de Ánimas, que la sirve don José María Robles; la que está en los escritorios que llaman de Santo Domingo, a la vuelta de la portería, que la sirve don Alejandro López Portillo; la que está en la sacristía de la iglesia de Nuestra Señora de la Salud de Analco, la sirve don Crisanto Ruvalcaba; las escuelas del Beaterio […] (cit. en Castañeda, 2012, p. 192).

En cuanto a los establecimientos de segunda enseñanza, de la Cruz solicitó a los rectores de los colegios seminarios le enviaran a la brevedad posible la siguiente información:

1º El nombre del establecimiento, 2º Su instituto o el objeto de su fundación, 3º Sus patronos, 4º Sus rentas por el quinquenio y de dónde proceden éstas, 5º El estado en el que se hallaba actualmente el establecimiento, 6º Las mejoras o desmejoras que haya tenido, y 7º Las mejoras de que sería susceptible (cit. en Castañeda, 2012, p. 191).

Reunida la información, José de la Cruz la remitió a la península Ibérica con el objeto de que las autoridades la consideraran antes de tomar decisiones en la materia.

El Informe de la Junta también es importante porque sentó las bases para la redacción de un texto posterior que pormenorizó la política educativa del gobierno constitucional. Este texto, publicado por el Congreso gaditano el 7 de marzo de 1814, se denomina Dictamen y Proyecto de Decreto sobre el arreglo general de la Enseñanza Pública, presentados a las Cortes por su Comisión de Instrucción Pública y mandados imprimir por orden de las mismas. A pesar de la existencia previa de algunas publicaciones sobre el tema educativo hechas por particulares, entre las que se encuentran reflexiones, compendios y manuales, el Dictamen representa el primer texto que organizó sistemáticamente la educación pública de la monarquía española de acuerdo con los fundamentos políticos del Congreso gaditano: un gobierno monárquico moderado integrado por el rey y las Cortes, asentado en una nación formada por ciudadanos.

Por principio de cuentas, el Dictamen reconoció “el desconcierto y descuido en que se halla la educación, [el] funesto abandono [que sufre], el atraso en las ciencias [y] la ignorancia que afecta a la nación española” (cit. en Ruiz, 1970, p. 369). En el mismo sentido, admitió que “sin educación, es en vano esperar la mejora de las costumbres, y sin éstas son inútiles las mejores leyes […], instituciones más libres […] y los derechos de los ciudadanos” (cit. en Ruiz, 1970, p. 372). Una nación que en 1812 se fundaba con renovados principios requería, según la comisión, de un aparato educativo sólido, que formara ciudadanos, alentara el desarrollo de la ciencia y promoviera el progreso de la monarquía toda. Para ello, era necesario “trazar el plano del edificio”, es decir, organizar la educación, puntualizar sus fines y alcances, así como especificar los medios y arbitrios para concretar tan encomiables propósitos. De esta forma, el Dictamen contempló 14 títulos y 126 artículos que detallan el proyecto educativo del gobierno constitucional. En este sentido, la intención deliberada de organizar el renglón educativo apuntaba ya a una política del Estado español en materia educativa.

El título primero del Dictamen perfila los cimientos de la política educativa del régimen constitucional: los artículos 1 y 2 establecen que la enseñanza sufragada por el Estado será pública y uniforme; el artículo 3 especifica que el método que se utilizará en las escuelas será “uno mismo”. En esta tesitura, el artículo 4 sostiene que se emplearán los mismos libros en todos planteles; el 5 afirma que “la enseñanza pública será gratuita”, y el 7 organiza y jerarquiza el aparato educativo nacional en primera, segunda y tercera enseñanzas (cit. en Ruiz, 1970, p. 372).

En lo relativo a la primera enseñanza, el Dictamen la define como “la general e indispensable que debe darse a la infancia”; puntualiza, además, que se impartirá en las escuelas públicas de primeras letras. También especifica que en estos planteles los niños aprenderán “a leer con sentido, y a escribir con claridad y buena ortografía; e igualmente las reglas elementales de la aritmética, un catecismo religioso y moral que comprenda brevemente los dogmas de la Religión y las máximas principales de buena conducta y buena crianza, y otro político en el que se expongan del mismo modo los derechos y obligaciones civiles” (Ruiz, 1970, p. 375).

Algunos autores han afirmado que los cambios curriculares propuestos en la Constitución de Cádiz se redujeron a la simple incorporación del Catecismo político; sin embargo, la reforma planteada por la comisión doceañista fue radical porque, entre otras cosas, reivindicó la rectoría del Estado en materia educativa, estableció la uniformidad de la enseñanza, instituyó un solo método y la utilización de los mismos libros en todos los centros escolares, privilegió la ciencia en demérito de la tradición y reconoció en la educación la palanca del progreso nacional.

Por las razones expuestas anteriormente, a los legisladores gaditanos les quedó muy claro el carácter primordial de la educación pública elemental; por eso, la universalizaron en términos legales, en consecuencia, la Comisión dispuso:

[…] en cada pueblo que llegue a cien vecinos no podrá dejar de haber una escuela de primeras letras […]; con respecto a las poblaciones de menor vecindario […] las Diputaciones provinciales propondrán el modo de que no carezcan de esta primera enseñanza […]; en los pueblos de gran vecindario se establecerá una escuela por cada quinientos vecinos (cit. en Ruiz, 1970, p. 373).

Plasmado lo anterior, por fin se materializó una sentida aspiración de los ilustrados españoles (García Trabat, 1989, pp. 303-310).

Para la época, este reto fue titánico, ya que la escolarización inicial había sido un fenómeno esporádico hasta el alba del siglo XIX. Es cierto que, como se pudo apreciar en el primer subapartado de este trabajo, la política borbónica impulsó sobremanera la creación de escuelas de primeras letras, sin embargo, este esfuerzo no representó en términos porcentuales un gran avance. Según cálculos de Tanck, Guerra y Van Young, hacia la primera década del siglo XIX la tasa de analfabetismo en la Nueva España oscilaba entre 92 y 95 por ciento (Tanck, 2000, p. 104. Van Young, 2004, p. XXX; Guerra, 2000, p. 279).

Para revertir esta realidad, el Estado se arrogó la tutela de la educación:

Los liberales de Cádiz harán de la educación una responsabilidad del Estado y un derecho que debe asegurarse a todos los ciudadanos, pero esto supone grandes reformas políticas, sociales y culturales y una profunda transformación educativa en un país donde el gran problema era suplantar unas estructuras pedagógicas caducas por otras modernas acordes con la nueva sociedad liberal (Real Apolo, 2012, p. 70).

De acuerdo con el artículo 369 constitucional, se crearía una Dirección General de Estudios, dependiente de las Cortes, cuya tarea fundamental sería la inspección de la enseñanza pública (Ruiz, 1970, pp. 368-370). Esta Dirección delegaría facultades en otros órganos con fines de supervisión y fomento. Así, la Comisión dispuso que los maestros de las escuelas públicas de primeras letras serían examinados por quien determinase la Diputación Provincial. Este cuerpo colegiado también sería el encargado de fijar el salario anual de los maestros de primeras letras (Santos, 2013, p. 93); además, los mentores estarían sometidos a una constante vigilancia sobre su conducta y desempeño, pudiendo ser removidos si existiese alguna causa justificada (Colección de los decretos, 1813, p. 116).

En cuanto a la educación de las mujeres, el título XII del Dictamen dice a la letra: “Se establecerán escuelas públicas, en que se enseñe a las niñas a leer y a escribir, y a las adultas las labores y habilidades propias de su sexo” (Colección de los decretos, 1813, p. 117). Algunos estudios han tachado a la Constitución gaditana de misógina o, en el mejor de los casos, de omisa en lo relativo a la educación mujeril (Ribón y Pérez, 2012; Castells, 2014); no obstante, este juicio deja de considerar los valores y la mentalidad de la época, factores que condicionaron la ausencia de alguna mención de la educación femenina en el texto constitucional, no así en el título del Dictamen que se acaba de enunciar, lo que prueba el interés de los diputados sobre el tema. Al estipular la apertura de escuelas para niñas por parte del Estado, la Comisión atendió este rubro dándole un carácter incluyente, lo que representa un antecedente sin parangón en la monarquía española.

El último artículo constitucional dedicado a la educación (371) se ocupa de vincular la enseñanza con la libertad de imprenta. Según los planteamientos de los legisladores doceañistas, era imprescindible terminar de tajo con la censura para favorecer la circulación libre de las ideas, elemento poderoso que alentaría la educación pública. De acuerdo con los principios constitucionales, la articulación entre estos dos factores representaba un “instrumento imprescindible para el avance del conocimiento y la prosperidad” (Sevilla, 2011-2012, p. 60).

Solo una cosa faltaba para redondear el tema educativo en el texto constitucional: convertir la primera enseñanza en algo necesario, imprescindible. Así, los representantes de la nación española remataron su ideario educativo uniendo indisolublemente la educación con los derechos políticos. El artículo 25 de la Carta señala que quienes en 1830 no supieran leer y escribir perderían sus derechos ciudadanos, por lo que a través de este ejercicio prospectivo incentivaron decididamente la alfabetización a partir de las escuelas de primeras letras que, tras la promulgación de dicha ley, se universalizarían (Constitución, 1812, p. 104).

Recapitulemos. El espíritu del artículo 366 constitucional abandona la concepción educativa estamental del Antiguo Régimen que propugnaba la exclusión escolar de las personas pertenecientes a estamentos inferiores; desde la tesitura del Estatuto de Cádiz, la inserción a la escuela de todos los niños -con independencia de su condición racial o económica- era obligatoria, ya que el influjo de la enseñanza no solo repercutiría en la mejora intelectual y material de los individuos, sino también en el progreso de la nación. Asimismo, la acción educativa suponía, no solo el hecho de que los educandos ensancharan sus conocimientos, sino además que el aprendizaje adquirido en las escuelas impulsaría el fomento de las virtudes cívicas, la formación de ciudadanos y, sobre todo, el apuntalamiento del nuevo régimen político.

La Constitución de 1812 universalizó la primera enseñanza tomando como base dos principios: concebir la educación como un derecho de los individuos e instituir la obligación del Estado para ofrecerla; así, la educación fue la estrategia y las primeras letras la táctica (Cárdenas, 2017, p. 1). En este tenor, pese a la libertad de impartir enseñanza, los diputados liberales dieron la pauta legal para preconizar los afanes promovidos por laicos y gobiernos locales en la tarea de abrir escuelas públicas, pues, según su criterio, los nuevos tiempos exigían una educación más alejada de la escolástica y el dogma, y más cercana a los adelantos de la ciencia y de la realidad emergente que se transformaba a velocidad sorprendente.

El título IX de la Constitución adquirió una dimensión política porque el gobierno constitucional proyectó la educación como un instrumento transformador de la sociedad, como un dispositivo para construir un nuevo régimen y como una garantía para que los ciudadanos y la nación en su conjunto accedieran a la prosperidad y la felicidad, ya que “El objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bien estar de los individuos que la componen” (artículo 13) (Constitución, 1812, p. 8). Nada más ilustrativo que este fin último de la educación planteado por los legisladores. A partir de la Carta de 1812 no quedó ninguna duda: la educación fue concebida como una herramienta básica que resolvería los diversos problemas por los que atravesaba la monarquía, por eso fue considerada como un aspecto estratégico del Estado español.

Alcance y dificultades del proyecto educativo gaditano en La Nueva España

La Constitución Política de la Monarquía Española promulgada en Cádiz el 19 de marzo de 1812 fue recibida en la Nueva España con gran regocijo. Entre 1812 y 1814, en ciudades, villas y pueblos de indios se llevaron a cabo la recepción y la jura del texto constitucional entre festejos que involucraron a la población en general. Dichos actos representaron un gesto de fidelidad y obediencia al nuevo estatuto (Landavazo e Ibarra, 2013, p. 41). Un botón como muestra: en la jura constitucional en Texcoco, Antonio de Elías Sáenz, subdelegado de esa demarcación, expresó su beneplácito por tan magno acontecimiento:

Ciudadanos: Hacía mucho tiempo que las leyes españolas, establecidas bajo los principios invariables y eternos de la razón y de la Justicia, se hallaban oprimidas bajo el imperio de la tiranía, y un suceso extraordinario dio ocasión a que los americanos y españoles, unidos en Cortes, recobrasen los derechos de la libertad, sancionando la Constitución, que habéis de jurar (Gutiérrez y Diego-Fernández, 2012, p. 184).

El subdelegado continuaba: “Ya no sois una nación conquistada: sois ciudadanos libres: vuestra propiedad y seguridad está cimentada bajo los auspicios de la ley. Quiera el cielo que la parte malsana no dé lugar a una nueva conquista, y se pierdan tan preciosos atributos de la libertad civil” (Gutiérrez y Diego-Fernández, 2012, p. 185).

A este júbilo inicial le sucedieron no pocas resistencias. El código gaditano no planteó transformaciones superficiales, sino que modificó la organización y el gobierno político del territorio novohispano. Al enterarse de que algunos cambios constitucionales, como la supresión de la figura del virrey o la anexión de algunas intendencias a territorios mayores conocidos como Diputaciones Provinciales, quienes vieron perjudicados sus intereses iniciaron una repulsa soterrada que sin duda obstaculizó la puesta en marcha del flamante estatuto. Si a estas disposiciones que atentaban contra tradiciones e intereses creados se le suma la omisión de ciertos elementos jurídicos o la explicación poco clara de estos en el texto constitucional, el resultado no fue nada halagüeño para la aplicación de la Carta.

A pesar de la previsión que los diputados doceañistas tuvieron sobre muchos aspectos, el funcionamiento del régimen político presentó profundas ambigüedades, lo que trajo numerosas confusiones y dificultades al momento de llevarse a la práctica. Por ejemplo, las intendencias y las subdelegaciones -creadas en 1786- se subsumieron a una jurisdicción mayor: las Diputaciones Provinciales, omitiendo el texto constitucional si continuaban en funciones las antiguas estructuras administrativas o desaparecían. Ante la falta de claridad, las autoridades novohispanas tuvieron que interpretar el estatuto. Así lo hizo Antonio de Elías Sáenz, subdelegado de Texcoco, al jurar y poner en vigencia el código gaditano. Al término de la ceremonia, comunicó a los habitantes de la localidad que en lo sucesivo sería el jefe político de la demarcación. Esta determinación no fue errada, porque las Juntas preparatorias de la Nueva Galicia y México acordaron en 1813 que “la distribución actual de las provincias en subdelegaciones sea y se entienda por división en partidos, de manera que cada subdelegación sea partido”; sin embargo, este precepto no se estableció al inicio de la vigencia de la Carta Magna, sino sobre la marcha (Gutiérrez y Diego-Fernández, 2012, p. 186).

Otro caso paradigmático es el referente a los pueblos de indios. La vigencia de la Constitución implicó cambios en su sistema de gobierno. En algunas regiones “se establecieron ayuntamientos en muchas comunidades que sobrepasaron los mil habitantes, se suprimió el servicio personal de los indios y se dispuso que se repartieran las tierras de comunidad, se abolió el tributo, es decir, se extinguieron las repúblicas de indios por ayuntamientos constitucionales” (Tanck, 2000, p. 545).

De acuerdo con Dorothy Tanck, en Yucatán se crearon 154 ayuntamientos constitucionales, y el conteo que Luis Alberto Arrioja realizó para Oaxaca estima que fueron poco más de 200 en esa provincia (Arrioja, 2011, p. 237). Al acatar y cumplir el mandato gaditano, los indios agrupados en comunidad cumplieron con la ley, pero a medias. Lo cierto es que estos pueblos dejaron de existir nominalmente, pero en la práctica continuaron con sus usos y costumbres: las tierras siguieron trabajándose colectivamente como antes, las cajas de comunidad no sufrieron cambios y los indios continuaron con su ancestral costumbre de elegir a sus gobernadores.

Como se aprecia en los ejemplos anteriores, la adopción de la cultura constitucional avanzó con muchas dificultades. Según Jaime Olveda, tanto criollos como peninsulares vieron con desdén el texto de Cádiz, por lo que su aplicación se realizó con desgano (2012, p. 4). Lucas Alamán aseveró que su promulgación trajo consecuencias negativas en el pacto colonial, mientras que Rafael de Alba anotó que dejó insatisfechos a los más radicales (De Alba, 1913, p. VIII). En este tenor, no se puede explicar de otra manera la tardía instalación de los órganos que se echarían a cuestas la ejecución del ordenamiento jurídico: en Guadalajara, la Diputación Provincial se erigió formalmente el 20 de septiembre de 1813; en Monterrey, la Diputación de las Provincias Internas de Oriente se instituyó el 21 de marzo de 1814; mientras que en la ciudad de México este órgano quedó constituido el 13 de julio del mismo año, es decir, solamente un mes antes de que llegó a esta capital la noticia de la derogación del estatuto. A esto se le tiene que agregar que los cuerpos colegiados de San Luis Potosí y Durango probablemente nunca se instalaron (Lee Benson, 1955, pp. 22-43).

A este cúmulo de inconvenientes todavía se le debe añadir la guerra que inició en 1810. Es bien sabido que la insurgencia no se extinguió con la muerte de Hidalgo, sino que cambió su carácter e intensidad. Entre 1812 y 1814, José María Morelos reavivó la lucha en el sur, mientras que en otras zonas seguía latente. Esto repercutió en el funcionamiento del código gaditano, pues durante su vigencia hubo localidades y zonas bajo el control de los insurrectos como los Llanos de Apan, el fuerte de Mezcala, el cañón de Juchipila, la sierra de Guanajuato, Cóporo y grandes regiones de Oaxaca, Valladolid y las montañas sureñas.

Quisimos perfilar una parte del contexto novohispano prevaleciente durante la primera vigencia de la Constitución de Cádiz porque buena parte de la historiografía de la educación que aborda el tema y el periodo omite esta importante cuestión que trajo como consecuencia su aplicación efímera y limitada. Por supuesto que en la mayor parte del territorio novohispano se conoció el contenido de la Constitución porque, generalmente antes de la jura, el texto fue leído en plazas, templos, colegios, ayuntamientos y universidades. Pero una cosa fue enterarse de los artículos constitucionales y otra distinta su cumplimiento. En lo concerniente al título IX, las autoridades se enteraron de los seis artículos que lo integraban, pero muy pocas tomaron providencias para su observancia. Por ejemplo, ya se mencionó el caso del intendente de Guadalajara, José de la Cruz, quien dispuso que se recogiera información sobre las escuelas que había en la ciudad. Carmen Castañeda menciona al respecto que, a raíz de los datos registrados, el ayuntamiento redactó un Plan para erigir una escuela de primeras letras en la capital tapatía. Entre otras cosas, el Plan especificaba que cualquier persona deseosa de acudir al plantel lo podía hacer, porque era gratuito, ya que su sostenimiento estaría a cargo del Cabildo, aunque recordaba que era compromiso de los padres dotar a los niños de papel, plumas, catecismo, cartilla, libros y demás enseres escolares. Cuando esto no fuera posible -continuaba el plan- el Cabildo asumirá dicha responsabilidad. La escuela se dividiría en dos departamentos: uno de lectura y otro de escritura. En el establecimiento escolar se enseñaría doctrina cristiana a través del Catecismo del padre Ripalda y se procuraría la sencillez en la enseñanza “para que el niño no pierda inútilmente años enteros” (Castañeda, 2000, p. 193). Asimismo, el plan enuncia que el Cabildo sería el encargado de seleccionar, pagar e inspeccionar a los maestros que atiendan dicho centro. La jornada laboral abarcaría de lunes a sábado en horario diurno: tres horas por la mañana y dos y media por la tarde. El maestro tenía la obligación de entregar al Ayuntamiento un formato cada mes, en el que apuntaría el adelanto de cada niño. Para el director, el salario sería de 900 pesos al año. También se aclaró que el órgano municipal podría remover del empleo a los mentores siempre y cuando hubiese una causa justa (Castañeda, 2000, p. 192).

Como se puede apreciar, el plan representó una respuesta a medias al proyecto gaditano, ya que no contempló la enseñanza del catecismo civil en su currículum, en cambio sí consideró la gratuidad y la uniformidad. Además, resulta muy meritoria la atención que se le otorgó al método de enseñanza, pues se reconocía tácitamente que el deletreo, como derrotero para enseñar a leer, era por demás complicado, por lo que se sugirió trabajar con otro método con el que los alumnos aprendieran sin tantas dificultades. Algo no menos importante es la regulación de la actividad magisterial. Al contemplar un procedimiento para elegir a los mejores maestros, así como fijarles salarios y procurar su vigilancia, el Cabildo asumió en el discurso su rol educador. Sin embargo, el plan solo quedó en eso porque la difícil coyuntura que se vivía en Guadalajara impidió que la escuela proyectada abriera sus puertas (Castañeda, 2012, p. 195).

Ya se evidenció que el renglón educativo en las Cortes fue completándose gradualmente. Al título IX de la Constitución le siguieron decretos del Congreso que afectaron a la educación pública. El primero se publicó en España el 8 de junio de 1813, cuya denominación fue Sobre el libre establecimiento de fábricas y el ejercicio de cualquier industria útil. Este decreto se emitió con el fin de eliminar los obstáculos que impidieran el avance de alguna actividad productiva; por lo tanto, se determinó que quienes deseasen incursionar en algún ramo provechoso “podrán ejercer libremente cualquiera industria u oficio útil, sin necesidad de examen, título o incorporación a los gremios respectivos, cuyas ordenanzas se derogan en esta parte” (Colección de los decretos, 1813, p. 86). Para el gremio de maestros de primeras letras en particular, esto significó su extinción, además de la desaparición de todas sus prerrogativas, como examinar a los aspirantes a ser maestros y elegir los lugares donde se fundarían nuevas escuelas. De acuerdo con lo estipulado en el decreto, la enseñanza -así como otros oficios- se convertía en una actividad libre.

Las Cortes emitieron otro importante decreto el 23 de junio de 1813. Este documento, intitulado Instrucción para el gobierno económico-político de las provincias, otorgó facultades a los Ayuntamientos para abrir escuelas sufragadas con fondos del común recomendando el estricto cumplimiento del artículo 366 constitucional (Colección de los decretos, 1813, pp. 108-109). El capítulo II del mismo decreto otorgó autoridad a las Diputaciones Provinciales sobre los Ayuntamientos en materia educativa, asimismo les confirió el poder de examinar a los maestros y de extenderles títulos para el ejercicio de la enseñanza (Colección de los decretos, 1813, p. 116). Legalmente desaparecía cualquier margen de maniobra para el gremio de maestros de primeras letras.

Pudiera pensarse que estos decretos tuvieron plena observancia en la Nueva España, no obstante, su aplicación encontró serias oposiciones como la que se presentó en la ciudad de México. Dorothy Tanck describe el episodio: El Ayuntamiento constitucional de la capital se instaló el 4 de abril de 1813, de inmediato comenzó a ejercer las facultades otorgadas por la Constitución. Así, nombró comisionado de Educación al licenciado Tomás Salgado, en quien recayeron todos los asuntos relacionados con tan importante ramo. Tras conocerse la abolición de los gremios, el 12 de marzo de 1814 José María Chavarría solicitó autorización a Salgado para abrir una escuela de primeras letras en la calle de la Merced. Tomás Salgado vio una buena oportunidad para hacer efectivo el decreto y, sin examinar al aspirante ni comprobar su limpieza de sangre, concedió la licencia. Como era de esperarse, el maestro mayor del gremio, José Espinosa de los Monteros, exhortó al órgano municipal a tener mesura en la aplicación de la ley por el bien de la enseñanza elemental. Argumentó que no era necesario abrir más escuelas públicas porque con las existentes (privadas, parroquiales, conventuales, de pueblos de indios, etcétera) “había más escuelas que niños en ellas” (Tanck, 2011, p. 48). Subrayó, además, que representaba un grave error permitir que individuos sin título trabajaran en centros escolares porque esto propiciaba una pésima enseñanza. Salgado desestimó la queja de Espinosa de los Monteros porque interpretó e hizo suyo el espíritu educativo gaditano: entendió que el gremio de maestros de primeras letras impedía la proliferación de más escuelas y, por ende, de más niños alfabetizados. Según su opinión, el gremio utilizaba prácticas monopólicas, lo que frenaba la incorporación de más preceptores, una enseñanza menos dispendiosa y la renovación de métodos y contenidos. Por lo tanto, Salgado presionó para que el Ayuntamiento de la ciudad de México avalara los preceptos gaditanos y declarara válido abrir escuelas en cualquier parte, siempre y cuando los aspirantes se sujetaran a los exámenes que dispusiera el Ayuntamiento en tanto que la Diputación provincial se establecía (Tanck, 2011, p. 118). La propuesta de Salgado reviste singular importancia porque, por vez primera en la Nueva España, la examinación de maestros dejó de considerarse una cuestión gremial para pasar a ser un asunto de interés público (Tanck, 2011, p. 24).

La posición del comisionado de Educación fue rebatida de nuevo por Espinosa de los Monteros en julio de 1814. El antiguo maestro mayor del gremio dirigió una serie de consideraciones al virrey Calleja, quien, convencido de la utilidad del gremio de mentores, ordenó al Ayuntamiento “restituir a los maestros de primeras letras los fueros que les correspondan, y prohíba la enseñanza pública a maestros intrusos o no examinados” (Tanck, 2011, p. 50). Si a este revés que sufrió el Ayuntamiento se le agrega el hecho de que este órgano se declaró insolvente para cumplir la encomienda constitucional de abrir más escuelas públicas debido a los gastos ocasionados por la guerra (Ríos Zúñiga, 2003, p. 85), esto apunta a pensar que la instrumentación del renglón educativo gaditano afrontó numerosas dificultades, razón por la cual su aplicación fue muy limitada.

Otro ejemplo palmario que da cuenta de la atención especial que algunas autoridades dedicaron a la política educativa gaditana y de los tropiezos que encontró en su implementación se encuentra en el manuscrito denominado Arreglo de las escuelas de primeras letras, según la Constitución de 1812, elaborado en Zacatecas por una comisión que se formó ex profeso (AHEZ, Ayuntamiento, Enseñanza, caja 1). Este documento ha sido referido en múltiples ocasiones por varios historiadores que han estudiado la educación en el ámbito zacatecano (Muñoz Carrillo, 2017, pp. 176-201). De él se ha comentado que es anónimo, además de que no posee fecha de elaboración. No obstante, unos ubican su redacción entre 1813 y 1814, mientras que otros indican que fue confeccionado durante la segunda vigencia del código doceañista. Nuestra posición es que se redactó en el primer periodo de validez de la Constitución, por lo que no cabe duda de que en algunas ciudades como Zacatecas, convencidas de la importancia de la instrucción pública, se adelantaron al Dictamen y proyecto de decreto promulgado por el Congreso gaditano el 7 de marzo de 1814. Esto reviste una singular importancia porque exhibe un talante progresista por parte del Ayuntamiento local, pues, al fomentar la educación en la ciudad, este órgano “daba testimonio más auténtico del particular interés que le anima en favor de la causa pública y del más decidido anhelo de que los ciudadanos no se priven de sus mejores y apreciables derechos” (Castañeda, 2012, p. 204).

Los puntos principales que aborda el Arreglo son:

Justificación de su elaboración por parte de las personas comisionadas; el perfil de los alumnos y el pago que deben hacer los padres de familia; el perfil de los maestros; el financiamiento del servicio educativo; los materiales escolares con que se debían proveer a los alumnos y a las escuelas; los horarios, incluyendo el tiempo destinado al recreo, durante el cual se sugería en qué juegos podían participar los estudiantes; y cómo y quién realizaría la inspección de las escuelas y la integración de una Junta administrativa del servicio, la cual contaría con el apoyo total de la autoridad civil (Muñoz Carrillo, 2017, p. 184).

Por el contenido del Arreglo, todo indica que la comisión redactora estaba empapada del espíritu gaditano, amén de estar a favor de la educación pública al considerarla un faro de irradiación política y cultural. Sin embargo, la constante en materia de reglamentos y planes educativos en suelo novohispano fue la no aplicación. El documento zacatecano es, además de ambicioso, muy rico en ideas y propuestas, empero estas se quedaron en el papel.

Ya se mencionaron algunos hechos que repercutieron para que la legislación gaditana en materia educativa tuviera una ejecución limitada. Además del establecimiento por demás retrasado de las Diputaciones Provinciales, el fuego de la insurgencia y las menguadas arcas de los Ayuntamientos constitucionales, es preciso añadir la permanente confusión entre las autoridades para ejercer las atribuciones del gobierno. Si bien es cierto que las Cortes emitieron decretos cuya finalidad fue aclarar dudas y especificar detalles, la legislación nunca quedó clara o ciertos individuos y grupos la calificaron deliberadamente de difusa, lo cual motivó, en consecuencia, constantes disputas entre los involucrados.

La Instrucción para el gobierno económico-político de las provincias organizó el territorio en dos niveles: el regional, regido por Ayuntamientos, y el provincial, gobernado por Diputaciones Provinciales. Hasta aquí todo parece lógico y sencillo; no obstante, los conflictos asomaron por el ejercicio de las competencias. Aunque era evidente que las Diputaciones Provinciales tenían injerencia en toda la jurisdicción, los Ayuntamientos de las capitales lucharon por continuar siendo cabezas de partido, con todas las implicaciones que ello conllevaba, como en antaño. Otro problema que se suscitó en las Diputaciones Provinciales instaladas fueron los pleitos entre los siete integrantes de la Diputación con el jefe político que, de acuerdo con la Instrucción, presidía el órgano; esto, a todas luces, disminuía las facultades de las Diputaciones, lo que las dejaba vulnerables ante el jefe político, los Ayuntamientos constitucionales y otros poderes de facto.

Como se pudo apreciar, el aspecto educativo de la Constitución de 1812 tuvo alcances fundamentales: la concepción sobre la educación dio un salto cualitativo, el discurso educativo se consolidó y la educación ocupó un sitio privilegiado en la Carta gaditana (Tanck, 2000, p. 545-554). Esto no es un asunto de poca monta, ya que denota el enorme interés de los sectores letrados por fomentar la educación pública entre el grueso de la población. Además, el que individuos y grupos estuvieran al tanto de la legislación educativa y de las corrientes pedagógicas más avanzadas es una clara muestra de los esfuerzos por generalizar las luces en todo el reino. Así, los casos enunciados (Guadalajara, ciudad de México y Zacatecas) exponen cómo se recibió el título IX constitucional y demás documentos educativos, y cómo algunas autoridades novohispanas reaccionaron frente a la realidad prefigurada. Si bien la aplicación de los preceptos educativos gaditanos no prosperó como se esperaba, lo fundamental fue que este proceso primigenio sentó los cimientos para una posterior implementación.

Respecto a la segunda vigencia de la Constitución de Cádiz en la Nueva España, su aplicación fue muy restringida debido a la fuerza que alcanzó el plan independentista de Agustín de Iturbide. En el contexto político de finales de 1819 y principios de 1820, el tema de la independencia excluyó el asunto de la validez constitucional doceañista; no obstante, su influjo perduró en el México independiente. Por ejemplo, en la Constitución de 1824, la fracción I del artículo 50 facultaba al Congreso general para “promover la ilustración […] estableciendo colegios de marina, artillería e ingenieros, erigiendo uno o más establecimientos en que se enseñen las ciencias naturales y exactas, políticas y morales, nobles artes y lenguas” (Constitución Federal, 1824, p. 81).

Los estados libres y federados que integraban la República mexicana, haciendo suyo el espíritu educativo esbozado en la Constitución federal de 1824, promulgaron cuerpos normativos donde fue muy notorio el peso ideológico del Código gaditano. Un botón como muestra: en el estado de Zacatecas, la Ley de Enseñanza Pública promulgada el 9 de junio de 1831 especifica que la enseñanza tendrá tres niveles, primero, segundo y tercero; el gobierno se encargará de establecer escuelas de enseñanza pública a donde podrán acudir niñas y niños de manera gratuita, sin presentar documentos de limpieza de sangre o legitimidad; los métodos y los materiales serán uniformes; la enseñanza de sostenimiento privado será libre, sometida a la vigilancia del Estado; la primera enseñanza es la más general e indispensable y a ella acudirán todos los menores sin distingo de condición económica o social, por lo que se crearán escuelas elementales en las cabeceras de los partidos, pueblos y villas, haciendas, ranchos y congregaciones (Ley de Enseñanza, 1856, pp. 4-5).

No cabe duda de que en México la Constitución de Cádiz irradió con su luz los códigos que se redactaron después de la Independencia. El legado gaditano de la primera enseñanza universal, uniforme, pública, gratuita, libre y moderna se plasmó con posterioridad en los cuerpos normativos mexicanos

Reflexiones finales

En el Discurso preliminar a la Constitución de 1812, su autor, el parlamentario Agustín de Argüelles, aseveró que “El Estado, no menos que de soldados que le defiendan, necesita de ciudadanos que ilustren a la nación y promuevan su felicidad con todo género de luces y conocimientos. Así que uno de los primeros cuidados que deben ocupar a los representantes de un pueblo grande y generoso es la educación pública” (2011, p. 125).

Este planteamiento visionario, además de dar una directriz a los diputados gaditanos, ubica con espléndida lucidez uno de los pilares que, se esperaba, sostendrían a la nación y que la conducirían a la prosperidad y al progreso. La posición de Argüelles fue compartida por la mayor parte de los parlamentarios en Cortes, posición que permeó profundamente en los sectores letrados de la monarquía española.

Las ideas educativas que se plasmaron en el Código gaditano y en los documentos derivados de este tuvieron un carácter moderno al proclamar una primera enseñanza uniforme, pública, gratuita, libre y universal. De acuerdo con la preceptiva constitucional, la educación elemental debía formar ciudadanos de bien, amantes de la ley y de la patria, ciudadanos que fomenten el progreso y la felicidad de la nación.

La legislación emanada de Cádiz otorgó facultades a las Diputaciones Provinciales para examinar maestros, autorizar la erección de escuelas, resolver sobre métodos y materiales educativos, así como para supervisar la labor magisterial y fijar salarios y sanciones, empero, en la Nueva España, estos órganos se instalaron tardíamente y trabajaron con muchas dificultades, lo que ocasionó que la aplicación del Estatuto de Cádiz en lo relativo a la educación sufriera un impasse. Por su parte, los Ayuntamientos constitucionales se instalaron en ciudades, villas y pueblos de indios teniendo un funcionamiento más que irregular en estos últimos. No obstante, en algunos centros urbanos, los cuerpos municipales trabajaron denodadamente en la redacción de planes y proyectos para materializar lo establecido por el Código doceañista. Cabe destacar que, aunque no se aplicaron, estos esfuerzos son relevantes porque sentaron las bases para un desarrollo posterior. Sin duda alguna, estos documentos aportan una nueva forma de entender, concebir y practicar la educación, con lo cual constituyen un horizonte de expectativa que prefiguraría el aparato educativo de la nueva nación independiente.

Aunque visionario y ambicioso, el proyecto educativo gaditano es importante no por su implementación y resultados, que en realidad fueron limitados. Pese a las restricciones que enfrentó, la Constitución gaditana contribuyó a consolidar la secularización educativa en la Nueva España, además previó la creación de más escuelas de primeras letras, prescribió un currículum oficial, fomentó la gratuidad e ideó, de manera muy precoz, la construcción de un aparato educativo nacional. Estos elementos constituyen el cimiento donde descansan los valores más caros del sistema educativo mexicano: la rectoría del Estado, su carácter integral, así como la cobertura, la calidad, la igualdad, la gratuidad y el laicismo.

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Recibido: 05 de Noviembre de 2018; Revisado: 25 de Marzo de 2019; Revisado: 25 de Marzo de 2019

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