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Revista de El Colegio de San Luis

versão On-line ISSN 2007-8846versão impressa ISSN 1665-899X

Revista Col. San Luis vol.9 no.20 San Luis Potosí Set./Dez. 2019  Epub 14-Mar-2022

https://doi.org/10.21696/rcsl9202019964 

Artículos

La protoantropología de Tomás Moro. Un redescubrimiento a 500 años de la primera publicación de Utopía

Tomás Moro's Proto-Anthropology. A 500 years rediscovery of the first publication of Utopía

Esteban Krotz* 

* Universidad Autónoma de Yucatán, Unidad de Ciencias Sociales-Centro de Investigaciones Regionales. Correo electrónico: krotz@correo.uady.mx


Resumen

Después de consideraciones iniciales sobre el uso actual de la palabra utopía, este artículo caracteriza primero el contexto sociocultural y biográfico-intelectual de Tomás Moro, para después mostrar cómo estos elementos se reflejan en su obra Utopía, publicada por primera vez hace medio milenio. En seguida, se demuestra que dicha obra dista de ser una simple novela fantasiosa, sino que constituye un análisis elaborado que identifica las causas sociales de males sociales. La conclusión es que, aunque Moro no inventó la utopía, sí le dio el nombre a una corriente de pensamiento analítico que critica lo insatisfactorio de la sociedad y abre vías para su transformación.

Palabras clave: Tomás Moro; pensamiento utópico; análisis socioantropológico precientífico; sociedad real y sociedad soñada

Abstract

After initial considerations about the current use of the word utopia, this article first characterizes the socio-cultural and biographical-intellectual context of Thomas More, to show how these elements are reflected in his work Utopia, first published half a millennium ago. At once shown that this work is far from a mere fantasy novel, but is an elaborate analysis that identifies the social causes of social ills. The conclusion is that, although Moro did not invent utopia, he did give the name to a current of analytical thought that criticizes the unsatisfactory nature of society and opens up avenues for its transformation.

Keywords: Tomás Moro; utopian thinking; precipitous sociological anthropological analysis; real society and dream society

Quizá lo más extraño es que tanto los socialistas ateos como los cristianos progresistas se han disputado la herencia intelectual de Moro… la Utopía es todavía lectura obligada para la formación del pensamiento. Ángel Palerm (1974, p. 254).

Sobre utopías y antiutopías

En muchos lugares, en la actualidad la palabra utopía suele ser entendida como sinónimo de lo imposible. Es más, muchas veces parece equivalente a lo simplemente fantasioso, ilusorio, inexistente, e incluso a lo completamente desligado de la realidad vivida: se califica de utópica una propuesta que, si bien podría defenderse por corresponder a un anhelo o deseo respetable y hasta compartido, sencillamente no tiene futuro por no contar con bases firmes en la realidad empírica. Utópicos1 son soñadores, a veces simpáticos, las más de las veces ligeramente insoportables por siempre insatisfechos con el presente y buscando sin intermisión alternativas, pero sin tener los pies en la tierra.

Pero, por otra parte, y de allí también deriva cierta aversión contra la utopía y los utópicos, la idea de utopía en sí y como tal parece ser algo negativo. Cuando uno pregunta por nombres de libros y películas utópicas conocidas, se suele nombrar casi siempre obras tales como Mundo feliz, de Aldous Huxley; Fahrenheit 451, de Ray Bradbury; 1984, de George Orwell, o El cuento de la criada, de Margaret Atwood. Se trata de novelas -por cierto, todas llevadas con éxito a la pantalla grande- que tienen las mismas características y que producen los mismos escalofríos que muchas películas de ciencia ficción, porque pintan un futuro planetario espantoso en todos los aspectos, en el cual se potencia al parecer sin límites lo peor del presente: destrucción ambiental, violencia interpersonal y pública, tecnología terriblemente eficaz para el control físico y mental, denigración humana casi inimaginable mediante sofisticados y a veces manifiestamente brutales mecanismos de explotación y dominación. De hecho, las obras mencionadas son exactamente lo contrario de una utopía: son auténticas pesadillas, en vez de ensoñaciones de un mundo mejor, son verdaderas antiutopías (también llamadas utopías negras o distopías), que proyectan como probable y de modo magnificado lo más inhumano de la sociedad actual hacia el futuro.2 Incluso cuando obras de ciencia ficción tratan de proyectar una posible mejora en ciertos aspectos, se trata de sociedades de tipo policial.

¿Qué alternativas hay en cuanto a la definición del fenómeno utópico? Para una primera -y suficiente para los fines del presente estudio- aproximación al concepto de utopía podemos recurrir al clásico estudio de Karl Mannheim (1993), quien, en el contexto de una reveladora contraposición entre utopía e ideología, llama utópico un estado mental “cuando resulta incongruente con el estado real dentro del cual ocurre”. En seguida, sin embargo, vincula el pensamiento con la acción real o intencionada, pues señala que “sólo se designarán con el nombre de utopías aquellas orientaciones que trascienden la realidad cuando, al pasar al plano de la práctica, tiendan a destruir, ya sea parcial o completamente, el orden de cosas existente en determinada época” (Mannheim, 1993, p. 169. Las cursivas son mías). De este modo, la utopía es entendida como una forma de conocimiento, o, al menos, es discutida en el marco de una tipología de formas de conocimiento. Al mismo tiempo, se establece un vínculo intrínseco entre el pensamiento crítico y la conducta transformadora de la realidad sociocultural en la cual surge tal pensamiento; es decir, la utopía no se reduce a una simple ensoñación sin consecuencias para el orden social.

También el filósofo Ernst Bloch ha demostrado en detalle, en los tres volúmenes de su obra principal, El principio esperanza, que la utopía no es simplemente un género literario, aunque este sea actualmente su manifestación más conocida, analizada y debatida. Más bien, la utopía constituye un tipo de idea o forma de pensar que se halla en todas las sociedades y épocas históricas, y que no solo puede encontrarse en novelas y películas, en cuentos y leyendas, sino también en otras ramas de las artes (en especial en la música), en movimientos sociales y memorias históricas, en economías solidarias y formas de ayuda mutua, en protestas multiformes e intentos de igual modo multiformes de llevar otro tipo de vida, en rebeliones y revoluciones, en filosofías y religiones.

Por consiguiente, hay que recalcar que la obra maestra de Moro, publicada hace exactamente quinientos años, no creó la tradición utópica, la cual es mucho más antigua, sino que únicamente le dio el nombre, y constituyó, asimismo, un modelo muy influyente para muchas otras obras escritas de este tipo. Ángel Palerm califica ese “librito auténticamente áureo amen de provechoso y entretenido”, como reza la primera parte de su título, como lectura obligada para quienes se consideran parte de la civilización occidental. La incluyó en el primer volumen de su conocida historia de esta disciplina sociocientífica, por cierto, la primera de su tipo hecha en América Latina y centrada en los estudios y reflexiones sobre esta región del mundo (Palerm, 1974); por consiguiente, solo la primera parte, titulada “Precursores del mundo clásico”, carece de textos referidos a América. De los 24 capítulos dedicados a “Viajeros y descubridores de la era de las exploraciones” y a “Misioneros y funcionarios de la era de la colonización”, más de la mitad se refiere a textos derivados del primer siglo del encuentro Europa-América, y en varios de ellos se nota, como también se aprecia en la obra citada de Moro, la combinación entre expectativa y constatación, entre preconcepción y realidad observada, entre demostración empírica e “invención”, aunque las diferencias entre lo que hoy significan estos términos no necesariamente eran las mismas hace cinco siglos, como lo manifiesta, por ejemplo, el diario de a bordo de Colón. La parte IV, titulada “Utópicos y rebeldes de la era de las revoluciones”, inicia con Las Casas, sigue con Moro y Vasco de Quiroga y termina con Rousseau, Sant-Just y Babeuf. Una y otra vez se entrevera de diferentes maneras la otredad sociocultural testimoniada con la búsqueda de alternativas al orden social propio experimentado como oprimente y urgido de un cambio radical.

El presente estudio3 parte de esta idea del antropólogo ibicenco-mexicano. Primero resume la vida y la obra de su autor, Tomás Moro (1478-1535), como la vida de un profesional, intelectual y político para nada desligado de los acontecimientos que marcaban su época. Luego caracterizará, de modo igualmente breve, los procesos sociales centrales de esa época de transición entre la Edad Media y el Renacimiento, que se hallan con mayor o menor grado de explicitación en el libro Utopía y de los cuales varios se tematizan especialmente en el primero de los dos volúmenes de que consta la obra publicada en 1516 en Lovaina en latín, y con prontitud traducida a varios idiomas europeos más. En los siguientes dos apartados se analiza y se discute el contenido de los dos tomos de que se compone la obra con relación precisamente a estos procesos sociales y culturales vividos por su autor. Al final se presenta la conclusión, de acuerdo con la cual Utopía constituye un auténtico análisis socioantropológico precientífico, y se esbozan unas perspectivas que se desprenden de su lectura para una antropología latinoamericana en proceso de descolonización -lo cual, evidentemente, puede abrir perspectivas semejantes a otras ciencias sociales y humanas actuales-.

Un hombre para todas las estaciones

Tomás Moro, cuya vida ha sido llevada exitosamente al cine con el título de este apartado,4 nació en 1478 en Londres, en una familia acomodada.5 Como joven laboró como paje en la corte del cardenal John Morton (1420-1500), entonces lord canciller, uno de los cargos políticos más altos del reino británico. Posteriormente estudiaría humanidades clásicas y teología, pero por la insistencia de su padre se cambió a la carrera de derecho. Además de dedicarse después exitosamente a la jurisprudencia como abogado y juez, se convirtió pronto en uno de los más conocidos intelectuales de Europa, porque tradujo obras del griego y del latín, escribió poesía y obras de historia, y después también textos en defensa de la doctrina católica frente a diversas posiciones de la Reforma protestante. Llegó a ocupar importantes puestos públicos, tanto en el Parlamento inglés como cargos de confianza al servicio directo del rey. Participó en misiones diplomáticas en Inglaterra y en Europa continental (lo que le dio la oportunidad de encontrarse de nuevo con su amigo, el filósofo, teólogo y literato Erasmo de Róterdam, y de conocer en persona a otros de los llamados “humanistas” como el filósofo y escritor Juan Luis Vives). En 1529 fue designado lord canciller por el rey Enrique VIII.

Tomás Moro se casó por primera vez en 1505 con Jane Colt, con la que tuvo tres hijas y un hijo. Después de la muerte de ella en 1511, contrajo pronto nupcias con Alice Middleton, para que sus hijos crecieran con una madre. Su dedicación a la vida familiar incluía, cosa excepcional en aquel tiempo, el cuidado de la enseñanza de las mujeres, ante todo de su hija mayor, Margaret, con la que mantendría un constante intercambio de ideas, en especial durante los últimos años de su vida.

Pero la fortuna de Sir Thomas More cambiaría drásticamente a partir de la política eclesiástica seguida por el rey Enrique VIII para obtener la anulación de su matrimonio con Catalina de Aragón y poder casarse con la cortesana Ana Bolena (madre de la posterior reina Isabel I, y ejecutada en 1536 por órdenes del mismo rey). Como el papa se negó a efectuar tal anulación, el rey, quien había sido considerado hasta entonces un fiel defensor de la ortodoxia frente a los movimientos de Reforma protestante, promovió la separación de la Iglesia de Inglaterra de la católico-romana; en 1532 consiguió la sumisión definitiva del clero británico, el cual aceptó la supremacía real en asuntos religiosos, y se casaría en 1533 con dicha cortesana. Tomás Moro no quería abandonar su Iglesia, y renunció con pretextos a sus altos cargos. Pero al año de la celebración del segundo matrimonio de Enrique VIII sería encarcelado y despojado de buena parte de sus bienes, porque se negó a prestar el juramento que reconocería al rey como la cabeza de la Iglesia anglicana. En consecuencia, fue acusado de alta traición y finalmente fue condenado a muerte. El 6 de julio de 1535 fue decapitado. En 1886, la Iglesia católica lo proclamó beato, y en 1935, santo; en 2000, el papa Juan Pablo II lo declaró patrono de los políticos y gobernantes.

Tomás Moro vivía en una época llamada acertadamente “de transición”, aunque, de hecho, todas las épocas, creaciones intelectuales a posteriori, son épocas de transición, pues son recortes relativamente arbitrarios del flujo histórico continuo y, por lo tanto, algo así como puentes entre un “antes” y un “después”, siempre resultados del primero y generadores del segundo, por lo cual también en el caso de Moro se suele discutir sobre si estaba más anclado en la etapa histórica en proceso de finalización o más ubicado en la era nueva emergente. La suya fue la época europea en la que se desvanecían universos simbólicos y estructuras sociales típicos de la llamada Edad Media, y en la que emergían las que conocemos hoy bajo el nombre del Renacimiento. Los primeros contactos entre europeos y americanos y la Reforma protestante, ante todo la luterana, marcaron esa época de un modo único y especial, a tal grado que alrededor de 1500 se suele ubicar el inicio de la etapa civilizatoria europea llamada comúnmente “moderna”.6

Tomás Moro7 experimentaba conscientemente esta transición, por lo que varias de sus vertientes y facetas pueden reconocerse con facilidad en su obra maestra. No solo las registraba, sino también participaba activamente en su conformación y, a veces más con humor y autoironía, a veces más con clara e incluso ruda toma de posición político-religiosa, trataba de entender y explicarse los procesos históricos en los que estaba inmerso y de definir su papel en ellos.

Procesos sociales y culturales al inicio del siglo XVI europeo

Son varias las paulatinas, asincrónicas y complejamente enlazadas transformaciones socioculturales de aquella época de transición que marcaron -aunque, desde luego, de modo diferente según la región sociogeográfica y el estrato social- la vida de las poblaciones inglesa y, en general, europeas. Recordemos, en lo que sigue, seis de ellas.

Una es la decadencia del feudalismo y el surgimiento del poder absolutista. Bajo la forma de este último, el poder público empezó a hacerse visible como tal, lo que quiere decir también como separado de la sociedad y, por lo tanto, histórico, maleable y de alguna manera dependiente de la acción humana. Expresiones estelares de esta nueva visión del poder son las famosas obras centradas en la educación de los futuros soberanos, ya que condensan el análisis y la reflexión entonces por primera vez posibles sobre dicho aspecto clave de las relaciones sociales. El más conocido es, obviamente, El príncipe, redactado en 1513 por el florentino Nicolás Maquiavelo (1469-1527), cuando estaba encarcelado precisamente a causa de conflictos derivados de las luchas por el poder público; por esta misma razón, la publicación se retrasó casi dos décadas y se llevó al cabo de modo póstumo. Otro es Educación del príncipe cristiano, publicado en 1515 o 1516 por el ya mencionado Erasmo de Róterdam (1466-1536), amigo cercano de Moro, interlocutor e inspirador permanente, e incluso coautor con él de varias empresas literarias. Otro muy conocido en aquel tiempo es el libro tercero del Reloj para príncipes, publicado en 1529 por Antonio de Guevara (1480-1545).

Un segundo proceso, relacionado de varios modos con el anterior, es el afianzamiento teórico y práctico de la idea del espacio físico como objeto de la planeación detallada y geométrica, lo que se empezaba llevar al cabo especialmente en cuanto a la ciudad y algunas partes de esta, tales como las plazas y los parques. Por razones obvias, tal planificación urbana se efectuaba ante todo en los “vacíos” asumidos o creados deliberadamente en el llamado Nuevo Mundo, donde medio milenio después aún sigue siendo fácil distinguir el área inicial trazada por la administración ibérica de lo agregado con posteridad. A su vez, la construcción de parques y jardines no solo combinaba rocas, piedras, arena y el agua con determinadas plantas, sino además modificaba y controlaba las formas y el crecimiento de estas últimas.

En términos socioeconómicos, estamos, como es sabido, en los comienzos de la conformación del modo de producción capitalista. La recuperación social y económica de Europa Central y Gran Bretaña después del fin de la llamada Guerra de los Cien Años (1453) favoreció el surgimiento de la competencia en varias regiones en la producción de lana de oveja, que hasta entonces había sido casi un monopolio de Castilla. La conversión de muchas tierras de labor agrícola en pastizales para ganado lanar implicó la expulsión de la mano de obra entonces “sobrante”, la cual migraba hacia las ciudades, donde conformaba, junto con pequeños señores empobrecidos, huestes feudales “liberadas” y antiguos combatientes, una masa de pobres y miserables, que como “ejército industrial de reserva” avant la lettre participó en la fase inicial de la llamada acumulación capitalista originaria. Por ello, Karl Marx citaría, tres siglos y medio después, con beneplácito en el capítulo XXIV del primer volumen de El capital, dedicado precisamente a “la llamada acumulación originaria”, la descripción de esta mutación contenida en la obra moreana: “En su Utopía, Tomás Moro habla del extraño país donde ‘las ovejas devoran a los hombres’ […]”.8

Como cuarto proceso hay que mencionar la alteración profunda de lo acostumbrado en los ámbitos político y religioso durante muchos siglos que resultó de la crisis cada vez más aguda de la Iglesia romana, que se debatía durante el siglo XV entre el conciliarismo y el papalismo, y cuyos concilios ecuménicos de reforma de Constanza (1414-1418), Basilea-Ferrara-Florencia (1431-1445) y Letrán V (1512-1517) no lograron la anhelada “reforma de la cabeza y de los miembros”. Por otra parte, las propuestas y acciones de Lutero (cristalizadas en la publicación de sus famosas 95 tesis en octubre de 1517 en Wittenberg) y de otros reformadores desembocaron en la escisión de la cristiandad occidental. Tanto las guerras campesinas alemanas que terminaron en 1525 con la catástrofe de Mühlhausen9 como la muy posterior Guerra de los Treinta Años (1618-1648) no pueden entenderse sin tomar en cuenta estos procesos eclesiástico-políticos que se encuentran entreverados con la progresiva pérdida de poder de los señores feudales ante el encumbramiento de las ciudades y los monarcas absolutos, mencionada ya en el primer proceso aquí descrito.

Y qué decir del inesperado “descubrimiento” de América, llamado primeramente Indias Occidentales, acerca de cuyas sociedades y culturas se difundieron con prontitud y masivamente en toda Europa los reportes del navegante italiano Américo Vespucio, en uno de los que “se concibe por primera vez el conjunto de las tierras halladas como una sola entidad geográfica separada y distinta de la Isla de la Tierra” (O’Gorman, 1984, p. 133). “Los problemas para ubicarlo [el Nuevo Mundo] en el esquema tradicional, tanto geográfico como histórico, tanto teológico como cosmológico, van a ocupar la atención de los occidentales durante mucho tiempo. La antropología moderna surge de este esfuerzo de comprensión y de interpretación del Nuevo Mundo”, sentencia Palerm en la ya citada Historia de la etnología, y afirma en seguida: “Puede decirse que América y la antropología nacen, entonces, al mismo tiempo” (Palerm, 1974, pp. 95-96).10

Y, finalmente, en estos procesos socioculturales percibidos como crisis -en el sentido de situaciones en las que configuraciones pierden su perfil acostumbrado y hacen necesaria la búsqueda de nuevas explicaciones y vías de acción individual y colectiva-, la mirada de muchos intelectuales, en especial de los llamados “humanistas”, se dirige (por cierto, de modo semejante al que se produjo durante los decenios de la fundación de las ciencias sociales en el último tercio del siglo XIX) hacia los orígenes reales o imaginados del mundo en mutación, para encontrar en ellos criterios de orientación. Así, detrás de la filosofía y la teología tomasianas basadas en Aristóteles se redescubre a San Agustín y se vuelve a Platón, autor de dos de las primeras “utopías” escritas de Occidente y maestro en la exposición de ideas y argumentos a través del formato del diálogo, que es el que también usa Moro en su obra.11 A su vez, el estudio del original griego del Nuevo Testamento recobra el contraste entre la hermandad afectuosa y la solidaridad económica de los primeros cristianos reportadas en los Hechos de los Apóstoles y la institución eclesiástica, un milenio y medio después, tan escandalosamente estratificada por cargos, poder y riqueza. El famoso monje agustino de Wittenberg finalmente ya no lo podía ver así, pero para otros, inspirados igualmente como él por la llamada “devoción moderna” del siglo XV, ciertas tradiciones monásticas, que Moro había experimentado personalmente durante sus estudios en Londres, representaban precisamente la continuidad con las primeras comunidades eclesiales unidas por los lazos del amor y la ayuda mutua. No puede olvidarse, en este contexto, la añoranza expresada, casi exactamente un siglo después de la publicación de la Utopía moreana, por un integrante de la orden de los caballeros andantes, cuando trae a la memoria épocas más felices de la humanidad que las actuales: “Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío… Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia […]” (Cervantes, 2005, p. 133).

La crítica social del primer volumen de Utopía

A diferencia de lo que muchos lectores esperan, en el primer volumen de Utopía casi no se habla de la isla descubierta por casualidad por un -pretendido- acompañante de Américo Vespucio (1454-1512).12 Más bien se discuten aspectos fuertemente insatisfactorios de la situación en Inglaterra, entre ellos la opulencia despreocupada de la corte real y de los ricos en general. Se llega a criticar con dureza a los “nobles que, ociosos como zánganos, no sólo viven del trabajo de los demás, sino que los esquilman como a los colonos de sus fincas y los desuellan hasta la carne viva para aumentar sus rentas” (Moro, 1984, p. 51). Esta es la “única economía que conocen esos […] derrochadores” (Moro, 1984, p. 51), quienes viven “un insolente lujo” (Moro, 1984, p. 55), de “suerte que la malvada codicia de unos pocos arrastrará a la ruina” a Inglaterra, cuya población merecería y fácilmente podría tener un destino mejor, para lo cual ha sido dotada de todos los recursos naturales necesarios (Moro, 1984, p. 54). Y es aquí donde se detectan los mencionados inicios de la metamorfosis civilizatoria, cuyas dimensiones y consecuencias obviamente todavía no se podían apreciar tal como le fue posible a Marx:13

Vuestras ovejas […] que tan mansas eran y que solían alimentarse con tan poco, han comenzado a mostrarse ahora, según se cuenta, de tal modo voraces e indómitas que se comen a los propios hombres y devastan y arrasan las casas, los campos y las aldeas. En aquellas regiones del reino donde se produce una lana más fina y, por consiguiente, de más precio, los nobles y señores y hasta algunos abades, santos varones, no contentos con los frutos y rentas anuales, que sus antepasados acostumbraban sacar de sus predios, ni bastándoles el vivir ociosa y espléndidamente […] no dejan nada para el cultivo, y todo lo acotan para pastos; derriban las casas, destruyen los pueblos y, si dejan el templo, es para estabular sus ovejas […] (Moro, 1984, p. 53).

Aún sin poder tener nuestra mirada retrospectiva, se identifica con claridad este proceso como causa de la migración campo-ciudad, del incremento de la masa de desempleados en las urbes y de los aumentos constantes de los precios de los alimentos y de la lana.

Otra crítica fundamental semejante del orden social reinante toma como punto de partida el sistema judicial inglés de la época, en el que las ejecuciones públicas de delincuentes eran espectáculos frecuentes y concurridos y podía verse a menudo “veinte de ellos colgar de una sola cruz”. Frente a las alabanzas de la “rígida justicia”, se afirma que “esa pena, excesivamente severa […] es demasiado cruel para castigar los robos, pero no suficiente para reprimirlos, pues ni un simple hurto es tan gran crimen que deba pagarse con la vida ni existe castigo bastante eficaz para apartar del latrocinio a los que no tienen otro medio de procurarse el sustento”. Dejando de lado cualquier referencia a los diez mandamientos o a consideraciones de tipo biopsicológico como las que inspiraron todavía en el siglo XIX europeo la llamada antropología criminal, aquí se diagnostica el problema como de orden social. En consecuencia, las medidas habituales son equivocadas: “Decrétanse contra el que roba graves y horrendos suplicios, cuando sería mucho mejor proporcionar a cada cual medios de vida y que nadie se viese en la cruel necesidad, primero, de robar, y luego, en consecuencia, de perecer” (Moro, 1984, p. 50). Un poco más adelante se combina la propuesta de una reorganización completa de la producción de alimentos y demás satisfactores de las necesidades de una vida humana plena con la exigencia de un sistema educativo que introduzca a la juventud cuidadosa y orgánicamente al trabajo productivo en la agricultura y al menos un oficio en vez de, como se tiene que constatar tristemente, “crear ladrones para luego castigarlos” (Moro, 1984, p. 55).

En el debate siguiente sobre crímenes y castigos llama la atención el modo en que se mezclan de manera graciosa la referencia a órdenes jurídicos ampliamente conocidos como el de los antiguos hebreos y el de los romanos clásicos con otros existentes en realidad, pero solo supuestamente observados como el de los persas y con otros más de pueblos evidentemente inventados como los polileritas (Moro, 1984, pp. 55 y ss.). Es decir, también en la obra de Moro, lo reportado sobre la vida en otras partes del mundo se mezcla con la imaginación y la creación literarias.

El orden perfecto de la isla utopía

En este contexto de mezcla de realidad y ficción, el segundo volumen aborda, como dice el subtítulo, “La mejor organización de un estado” (Moro, 1984, p. 75), cuyo contenido corresponde a lo que se espera usualmente de una novela utópica. La impresión de verosimilitud es reforzada por diversas referencias históricas y geográficas, como las arriba mencionadas, y por una carta del autor a un amigo flamenco existente en realidad (Pedro Egidio, 1486-1533), quien supuestamente estuvo presente en la larga conversación en la que un trotamundos de nombre Rafael Hitlodeo14 describía la vida y las instituciones de los habitantes de la isla, que conoció bien durante los más de cinco años que pasó en ella. En dicha carta, Moro le pide a su amigo averiguar con el viajero narrador la longitud exacta del puente sobre el río que atraviesa la capital de Utopía, ya que, como dice, no estaba ya muy seguro de haber anotado bien los datos correctos (Moro, 1984, p. 40). De hecho, la descripción de la sociedad ideal de los utopienses inicia con una reseña de las características topográficas de la isla y de los asentamientos humanos en ella, que alguna vez era una península y que fue convertida intencionalmente en una isla eliminando su conexión con la tierra firme del continente sudamericano. Así, a diferencia de muchos otros relatos de viajes utópicos, estamos ante “una isla que es el resultado de una voluntad de ‘insularidad’, y no de un accidente natural de la geografía. Desde entonces, las utopías tendrán por escenario privilegiado las islas, y su vocación primordial será el ‘a(isla)miento’ y la autarquía que se le adjudica como virtud de incontaminada pureza” (Ainsa, 2001, p. 23).

Para muchos lectores de hoy, y probablemente también para algunos de entonces, el estado “ideal” descrito no lo es tanto, pues, a pesar de que los utopienses están “perfectamente organizados desde todos los puntos de vista y con un estado reglamentado” (Moro, 1984, p. 85), también allá hay delincuentes, existe la esclavitud y la pena de muerte, y a pesar de que esta sociedad isleña aborrece la guerra, se halla preparada para ella. También es patente que los principales problemas de la sociedad inglesa (y, por extensión, europea), denunciados a lo largo del primer volumen de la obra, no existen en Utopía: todos los utopienses tienen asegurados casa y comida, vestimenta y educación, acceso a la ciencia y las artes, cuidados en la enfermedad y la vejez, y todos participan, de manera directa o indirecta, en todas las decisiones públicas, mientras que casi todos los cargos políticos son rotativos y de elección. No es una sociedad de lujos ni de los desenfrenos que se detallan en algunas utopías populares medievales. Pero es una sociedad sin desigualdades lacerantes, sin pobres y miserables ninguneados, sin miedo e inseguridad, sin profusión de leyes injustas y sin conflictos religiosos.15 Es cierto que es una sociedad detalladamente reglamentada -lo que ha sido denostado muchas veces como falta inaceptable de libertad individual-, pero la seguridad que ofrece a sus ciudadanos contrasta vivamente con lo imprevisible, caótico y, en el fondo, inmanejable de la vida de muchos ingleses y europeos de la época.16

Y “como la naturaleza misma nos prescribe una vida agradable”, según opinión de los utopienses, los principios básicos de su sociedad “definen la virtud como la vida ordenada de acuerdo con los dictados de la naturaleza” y “el placer como meta” de todas las acciones humanas. A diferencia de todas las sociedades conocidas, en las que se trata de “buscar la propia comodidad a costa de la comodidad de los demás”, en la isla Utopía se invita a “los hombres a que se ayuden mutuamente para el logro de una vida de contento” (Moro, 1984, p. 99). A esta vida de contento contribuye también que los matrimonios -que son monógamos e indisolubles, y donde la infidelidad es penada con severidad- no son arreglados por familiares, sino que las y los pretendientes tienen la oportunidad de observarse sin ropas para estar seguras y seguros de no casarse con una persona que tiene defectos corporales ocultos (Moro, 1984, pp. 110-111).

El autor del libro no deja duda acerca de que los utopienses no son de una especie diferente de la humana. Tampoco recurre a la intervención divina para explicar el origen de la organización económica, política y social vigente desde hace más de milenio y medio en la isla Utopía. Es cierto que tal origen queda algo en la oscuridad, pues la fundación del orden utopiense alrededor de doscientos cincuenta años antes de Cristo se debió al mítico rey Utopo, quien organizó la labor colectiva para la separación física de la isla del continente, y delineó el admirable orden testimoniado por Rafael Hitlodeo. Pero una y otra vez se evidencia que la verdadera fuente del orden social descrito es el uso correcto y educado de la razón humana. Mediante ella se es capaz de reconocer las leyes, no solo del mundo natural, sino también del sobrenatural, porque, como se ve con claridad en la exposición acerca de los principios religiosos, los utopienses “son llevados por la razón a creerlos y darlos por válidos” (Moro, 1984, p. 98).

El resultado del uso de la razón para sentar los fundamentos del orden ideal queda demostrado de modo espectacular mediante dos aspectos centrales de dicho orden. Uno es la presencia de la propiedad colectiva y la ausencia de la propiedad pri-vada (con excepción de enseres personales como la ropa). Lo que la sociedad como conjunto y cada uno de sus miembros necesita es generado por el trabajo productivo, detallada y sistemáticamente organizado, de todos los integrantes de la sociedad. Dicha organización, por cierto, posibilita que nadie tenga que dedicar más de seis horas diarias al trabajo productivo (que, además, se desarrolla de modo rotativo en el campo y en la ciudad), por lo que la mayor parte del tiempo restante queda para las comidas, siempre comunes y festivas, y para el descanso, el esparcimiento y el deporte, el juego y el culto religioso, las ciencias y las artes. Como las ciudades, los barrios y los cómodos hogares multifamiliares de tres pisos (cuyos ocupantes se mudan a otro de acuerdo con un sorteo generalizado, cada diez años), con sus huertos bien cuidados, son construidos en toda la isla según los mismos planos elaborados detalladamente, y, como los productos del trabajo tales como alimentos y vestimenta, medicamentos, libros, instrumentos musicales y todo lo demás se concentran y guardan en almacenes públicos, no solo se vuelve absurda cualquier idea de acumulación privada, sino también se elimina de hecho cualquier estímulo para la avaricia.

El segundo es el valor del oro, la plata y las piedras preciosas. Hay que recordar qué significaban estas sustancias en aquella época, tanto en el plano real como en el simbólico, y cómo su búsqueda se había convertido en uno de los incentivos principales para el viaje hacia las Indias Occidentales, entonces recientemente descubiertas por los españoles. “En toda Europa, los hombres suspiraban por el oro, veían en sueños este metal, cavaban bajo los árboles y en las cavernas para encontrarlo; por oro vendían su alma al diablo y trabajaban con retortas para extraerlo de metales comunes como el hierro y el plomo”, sintetiza el antropólogo especializado en Mesoamérica, Eric Wolf (1972, pp. 144-145), y sigue: “Era una especie de enfermedad, como decía Cortés, entre cínico y realista, al dirigirse a los primeros nobles mexicas que encontró: ‘Los españoles tienen una enfermedad en el corazón, y el oro es su único remedio’”. En la isla Utopía también hay estos metales y minerales, pero los utopienses “se admiran de que el oro, tan inútil en sí, se estime por doquier hasta tal punto que el hombre mismo, que para su provecho le ha atribuido su valor, se tenga en menos que él; de que un imbécil cualquiera, sin más inteligencia que un tronco y más necio que malvado, esclavice a muchos hombres discretos y de bien, sólo porque posee gran cantidad de monedas de oro” (Moro, 1984, pp. 95-96). De nuevo, no es la naturaleza diferente de los utopienses la fuente de tal actitud diferente, sino la organización social misma, ya que busca “por todos los medios envilecer el oro y la plata”, por lo que usan dichos metales para fabricar “las bacinillas y otros recipientes de ínfimo uso” y “cadenas y gruesos grilletes para aprisionar a los esclavos”, además de que a los delincuentes les cuelgan “de las orejas zarcillos de oro, les adornan los dedos con anillos de oro, rodánles la garganta con collares de oro y les ciñen coronas de oro a la frente” (Moro, 1984, p. 93).17 Por su parte, las perlas y las piedras preciosas son juguetes infantiles que los niños dejan a medida que se vuelven adultos.

Inglaterra al revés y de cabeza

Con independencia del grado de verosimilitud de la existencia real de la sociedad utopiense logrado por el libro en el público lector, es obvia la relación intrínseca entre la isla inglesa y la isla Utopía, no solo porque la obra inicia con una crítica demoledora de la sociedad inglesa de la época de su autor, que no corresponde para nada al ideal del amor supuestamente característico de la vida cristiana y que acaba de manera violenta, por la miseria cotidiana y por la pena capital evitables, con la existencia de tantos seres humanos; mientras que el orden descrito en la isla Utopía garantiza una vida plena y feliz para todos y cada uno de sus habitantes.

Para cualquier lector inglés de la época, incluso para no pocos lectores algo informados y reflexivos de otros países europeos, la descripción geográfica hecha al inicio del segundo volumen de la obra tenía suficientes claves para hacer entender pronto de qué se trataba: el número de ciudades de la isla Utopía es el mismo que el número de los condados de la Inglaterra de entonces; varias características de la capital utopiense, Amauroto, evocan de inmediato la imagen inconfundible de Londres, entre ellas su ubicación sobre las riberas del río Anidro poco antes de que este se ensanchara para desembocar en el océano, el “admirable puente” (Moro, 1984, p. 78) que une las dos partes de la ciudad y las igualmente llamativas fortificaciones. Lo demás es diferente, porque es mucho mejor, pues “en el trazado de las calles se tuvo en cuenta no sólo la comodidad del tráfico, sino la protección contra los vientos” (Moro, 1984, p. 79), y en vez del mercado en el que se acostumbraba el intercambio de productos del trabajo mediante operaciones con dinero acompañadas de regateos, en el mercado utopiense se realiza la distribución de los bienes necesarios que solicitan los funcionarios, que siempre representan a conjuntos de treinta familias, por los cuales son electos cada año.

Siguiendo sobre estas y otras pistas,18 el lector puede darse cuenta, de repente o poco a poco, de que Utopía es una especie de Inglaterra al revés: una sociedad en la que, a pesar de no pocas semejanzas, muchas cosas importantes no son como se conocen en Inglaterra y el resto de Europa, como se ha aprendido a verlas como normales o naturales. Una sociedad en la que viven seres humanos iguales que los ingleses y los europeos de inicios del siglo XVI, pero de una manera mejor, con otras instituciones, costumbres y normas éticas en un “estado óptimo”, como reza el título de la obra.

Al reconocer que (¿y por qué no?) sí se podría organizar el trabajo de tal modo que todos laboren productivamente de manera organizada y, por consiguiente, la mayoría de las personas trabajaría menos que la gente en el resto del mundo, pero obtendría una proporción mayor de la riqueza generada colectivamente, y que (¿y por qué no?) sí se podría crear artefactos funcionales y bellos, a la vez de materiales sencillos tales como el barro y el cristal, para todos los propósitos, en vez de usar, para algunos de ellos y solo para subrayar distinciones jerárquicas, los escasos metales llamados preciosos, pero en realidad teñidos de sudor y sangre, poco a poco el lector se puede dar cuenta de que el discurso sobre la isla fantasiosa no es el cuento de un trotamundos sobre una sociedad lejana, sino que es la demostración de que Inglaterra está de cabeza.

Obviamente, esta demostración no se lleva al cabo -pues no se podía entonces- al modo de la ciencia social moderna, o sea, con marco teórico inicial, conceptos descriptivos y analíticos precisados, análisis metodológicamente justificados de determinados universos de datos, etcétera. Pero, aun así, tres siglos y medio antes de la invención de las ciencias sociales propiamente dichas, Moro procede de una manera semejante a las ciencias sociales modernas:19 busca las causas de ciertas situaciones, conductas, moldes culturales e instituciones sociales, y las encuentra, no en la moral individual, en la psique de determinadas personas, en la voluntad divina inamovible o en la tradición o la naturaleza inmutables; las encuentra en la forma en la que está organizada la sociedad, en sus instituciones históricas -y, por lo tanto, modificables-, en los principios, explícitos o implícitos, conscientes o inconscientes, acordados o impuestos, en que se sustenta, en la cultura que genera y la cual, a su vez, legitima dicha organización. Y las presenta de una manera muy elaborada para determinados destinatarios, en este caso, para lectores con una formación intelectual amplia (el original de la obra se escribió en latín, y los nombres de personas, de cargos y de aspectos geográficos derivan de la cultura griega clásica).

Utopía es, por consiguiente, un ejercicio de la razón, un experimento mental a partir del reconocimiento de las causas de la situación sociocultural, un modelo que parte de la posibilidad de una sociedad humana no basada en la desigualdad, en el desprecio de los débiles y los perdedores de la explotación y dominación perennes, sino basada en la igualdad, el respeto mutuo, la colaboración y la solidaridad; no anclada en la casualidad de la historia o lo inescrutable de la disposición celestial, sino fundada en la planificación racional a partir de principios cuya puesta en práctica favorecerían, al final de cuentas, a todos y cada uno de los integrantes de la comunidad.

A pesar de haber nacido de la indignación sobre la situación inglesa y en el medio intelectual europeo, Utopía tiene en mente a la especie humana entera. Pero no constituye un experimento mental abstracto, atemporal, al estilo de ciertas filosofías o doctrinas religiosas que pretenden abordar la vida humana “como tal”. Se construye a partir de la observación de una realidad sociocultural específica que significa sufrimiento de los más. Y se elabora en una tensión dialéctica entre la realidad sociocultural otra reportada -en este caso, ante todo, la realidad novedosa de los naturales de lo que después se llamaría América, pero también la relatada en obras clásicas de la cultura griega como las de Homero y Platón, el Nuevo Testamento y La Ciudad de Dios, de San Agustín- y la otredad esperada como posible a partir del sueño de una sociedad muy diferente, auténticamente humana, organizada por humanos para todos los humanos. La comparación de otras sociedades reportadas en el tiempo y espacio reales entre sí y con la propia vivida para entender el funcionamiento del mundo sociocultural esencialmente diverso y permanentemente cambiante -tarea encargada tiempo después a la ciencia antropológica- impulsa la búsqueda de una organización social “a la par felicísima y por siempre duradera” (Moro, 1984, p. 138).

Utopía es, pues, una aproximación analítico-prospectiva a la realidad sociocultural que se adelanta en mucho a su tiempo e incluso a los importantes tratados sobre el contrato social de los siglos XVII y XVIII. A diferencia de estos, y más acorde con los primeros antropólogos evolucionistas del siglo de la fundación de la antropología y de las demás ciencias sociales, para Moro es evidente que la sociedad no es instaurada por la acción consciente y arbitraria de seres humanos aislados y autosuficientes. Para Moro, el ser humano es por esencia un ser-en-sociedad, lo que le permite estudiar sus modos de vida e instituciones como experiencias históricas y analizar sus conductas observables y posibles en el marco de estas últimas. Pero tardaría todavía para que el proyecto de comunidad ideal adquiriera “carácter de programa político para el futuro, lo que fue evidente en el siglo XVIII francés y se extendió hasta muy avanzado el XIX” (Bagú, 1980, p. 177). Frente a la rudeza y la fragilidad de las condiciones de existencia de la mayoría de sus semejantes, ¿no atisba la visión moreana de la sociedad humana organizada como espacio para la vida feliz de los individuos, de todos los individuos, el grandioso final de tinte utópico de la obra principal del antropólogo norteamericano más conocido del siglo XIX, Lewis H. Morgan (s/f, p. 544), publicada 355 años después, cuando vaticinaba, en pleno desarrollo del capitalismo industrial, después del fin de la “mera carrera hacia la propiedad […] la resurrección, en forma más elevada, de la libertad, igualdad y fraternidad de las antiguas gentes”? ¿No constituye la sociedad soñada en la isla Utopía aquella communitas que “tiene que ver con la sensación experimentada por un grupo de gentes cuando su vida en común alcanza su significado pleno”? (Turner, 2012, p. 1).

Una conclusión: la subversión de la indagación indignada

Como se indicó arriba, la Utopía de Moro fue “la obra que bautizó el género” (Bidegain, 2010, p. 4) de la llamada novela utópica, pero al mismo tiempo “fundó la tradición clásica del pensamiento utópico de la Época Moderna” (Saage, 1991, p. 15). Favorecido, al igual que la Reforma luterana y la difusión de las noticias sobre el Nuevo Mundo, por la invención de la imprenta a mediados del siglo XV, este género literario también se reprodujo y extendió ampliamente, por lo que las huellas de la obra de Moro se pueden reconocer a lo largo de los siglos siguientes20 hasta el día de hoy. Con el cambio de la situación social y el avance de la indagación sobre los fenómenos socioculturales, también cambió y se ramificó la novela utópica, hasta que, en el siglo XIX, la invención de las ciencias sociales, tanto en su versión burguesa-dominante como en su versión socialista-contestataria, se distanciaron explícitamente de toda “especulación” y, por lo tanto, de la tradición utópica. El estudio sistemático de la tradición utópica occidental del citado Ernst Bloch preparó durante el siglo pasado el reacercamiento de ambas formas de conocimiento, el cual, empero, sigue ampliamente pendiente (Krotz, 2013, pp. 317 y ss. ).

Es cierto que el libro de Moro cumple solamente con una de las características fijadas por Mannheim para el pensamiento utópico, pues, hasta donde se sabe, Moro mismo nunca intentó promover personalmente o poner en práctica una organización social semejante a la de los admirados utopienses. ¿Sería fútil tratar de encontrar en diversas acciones y decisiones intentos de hacer realidad en su vida -de manera limitada, tal vez poco explícita, pero firme- algunos de los principios que rigen la vida de los utopienses? Al fin y al cabo, el ejercicio coherente y constante de la libertad de pensamiento, juicio y expresión, incluso frente al poder real-legal, que pagó serenamente con su vida, es condición de posibilidad de la generación de conocimiento científico, y ¿no debería ser también meta de quienes ocupan cargos públicos y toman decisiones sobre quienes supuestamente representan? La conmovedora reacción de Tomás Moro a su condena de muerte y su conducta igualmente impresionante en el cadalso (Kenny, 2014, pp. 91-113) son testimonios no solo de una fe inquebrantable en que la mejor parte de la vida viene después de la muerte, sino también de la convicción de que, a pesar de todas las traiciones, flaquezas y errores de sus enemigos, estos siguen siendo también humanos y, por lo tanto, hermanos.

Pero, incluso con independencia de la valoración de la acción política y conducta personal de Moro, hay que recordar cómo su obra inspiró e impulsó en seguida experimentos sociales de tipo utópico, cuya memoria pervive hasta el día de hoy: la creación de los hospitales en defensa de las víctimas de la invasión colonial en México por Vasco de Quiroga. “La Utopía de Tomás Moro, que Quiroga leyó y anotó, parece volverse realidad, por un momento, en tierras americanas” (Favre, 1999, p. 18).21

En este doble sentido tal vez se puede interpretar la valoración de Norbert Elias, quien entiende la obra cumbre moreana como:

[…] escalón específico en el desarrollo de la conciencia social. Aquí y allá seres humanos ya se sentían impulsados a idear planes para la eliminación de las monstruosidades más repugnantes en estado y sociedad e incluso publicarlos, aunque esto era harto peligroso. Sin embargo, en este escalón prácticamente no existía ninguna posibilidad, y aún no podía tenerse esperanza en este sentido, de llevar al cabo planes de este tipo (Elias, 1985, p. 117).

¿Podría decirse que en esa obra de Moro hay algo que con frecuencia parece ausente en la antropología y otras ciencias sociales y humanas actuales y que en las instancias de formación universitaria en los niveles de grado y posgrado parece tematizarse poco en el aula y menos en la organización institucional, a saber, la indagación indignada sobre el estado de la organización social en el mundo y sus causas, para buscar “no sólo el mejor, sino el único digno, a justo título, de tal nombre”? (Moro, 1984, p. 135).

América Latina tiene una larga historia de este tipo de indagación. El antropólogo brasileño Darcy Ribeiro (1971, p. vii) tal vez haya sido quien con mayor claridad había apostado al rechazo iracundo de los jóvenes indignados por la situación de América Latina durante la segunda mitad del siglo XX.22 La teoría de la dependencia, prefigurada en las obras de José Martí y José Carlos Mariátegui y sintetizada en los títulos de las obras de André Gunder Frank (2005) y Rodolfo Stavenhagen ([1965] 1981), la teología y la filosofía de la liberación, eclosionada en la Conferencia General del Consejo Episcopal Latinoamericano de Medellín de 1968 y en el Primer Coloquio Nacional de Filosofía de Morelia de 1975, la crítica a las instituciones culturales domesticadoras y la demostración de alternativas factibles de una pedagogía concientizadora, llevada al cabo por intelectuales tan conocidos como Paulo Freire e Iván Illich, constituyen manifestaciones del impulso utópico de quien propone alternativas frente a la hegemonía política, cultural y científica. En la actualidad, las noticias y los debates sobre el “buen vivir” o “buen convivir”, en particular intensas en varios países andinos, refrendan, amplían y actualizan la crítica de la promesa desarrollista fallida de las décadas pasadas; se nutren de los elementos utópicos en los sentidos inicialmente explicados y sintetizados más recientemente por movimientos como el neozapatismo chiapaneco o los foros sociales mundiales (cf. Krotz, 2012), impulsando a su manera los esfuerzos, ahora observables en varias partes de América Latina y otras partes del Sur, de descolonizar las ciencias sociales y humanas.

Es en este contexto donde parece pertinente recordar a Alberto Flores Galindo (1949-1990). Hace un cuarto de siglo, este historiador, ensayista y militante socialista, cultivador de la idea de la existencia de una “utopía andina”, repasó, en su carta de despedida a sus amigos (Flores Galindo, 1989), pocos meses antes de su muerte previsible a causa de una enfermedad incurable, el estado de las ciencias sociales y de los movimientos que pugnaban por una transformación radical de su país. Lo hacía en una situación francamente caótica, pocas semanas después de la caída del muro de Berlín, en medio de la campaña electoral de la que salieron victoriosos en la primera vuelta (abril de 1990) Mario Vargas Llosa y Alberto Fujimori, ante el panorama de los miles de muertos acumulados durante la década de los ochenta por Sendero Luminoso y las fuerzas de seguridad del Estado peruano, y en vista de una polarización de las fuerzas políticas de Perú, la creciente insignificancia de los intelectuales y el distanciamiento de la izquierda tradicional de los problemas reales de las mayorías populares, y más interesada en adquirir poder y mejorar sus propias condiciones de vida que “en lo que realmente sucede”.

Flores Galindo (1989) no cita a Moro, pero su propuesta tiene claros tintes moreanos, ya que propuso “redescubrir las tradiciones más lejanas, pero para encontrarlas hay que pensar desde el futuro. No repetirlas. Al contrario. Encontrar nuevos caminos. Perder el temor al futuro. Renovar el estilo de pensar y actuar […] Pero si se quiere tener futuro, ahora más que antes, es necesario desprenderse del temor a la creatividad. Reencontremos la dimensión utópica”.

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1Se usará en lo que sigue el masculino gramatical para referirse a todos los géneros de seres humanos.

2Para una contraposición esquemática de utopía y antiutopía, que no se centra en las posibles o reales intenciones de la/os autora/es, sino en la función social de sus narraciones, véase Krotz, 1990.

3Este estudio es la reelaboración y ampliación de la primera y de la última parte de la conferencia “Regresando de las antiutopías: a 500 años de la Utopía moreana”, ofrecida el 10 de noviembre de 2016 en El Colegio de San Luis, San Luis Potosí, México.

4Traducción textual de A Man for All Seasons, título de la película biográfica de 1966, dirigida por Fred Zinnemann, que fue estrenada en los países de habla castellana con los nombres de Un hombre para la eternidad y El hombre de dos reinos. El título original es una expresión acuñada en 1520 por el lingüista inglés Robert Whittington para caracterizar a Moro (Perrini, s/f).

5La bibliografía sobre Moro y su obra, en especial la Utopía, es enorme. Lo que sigue, se basa principalmente en los trabajos de Heinisch (1966), Herz (1999), Krotz (1988), Manguel y Guadalupi (1984), Morton (1968), Mumford (2015), Saage (1991) Servier (1987) y Wegemer y Smith (2004).

6Siguen siendo aproximaciones valiosas a esa época bisagra en Europa continental El otoño de la Edad Media (Huizinga, 2008), La cultura del renacimiento en Italia (Burckhardt, 1984) y La revolución cultural del Renacimiento (Garin 1984). Los aspectos oscuros del inicio de la modernidad europea, que usualmente se omite considerar, han sido estudiados, entre otros, por Enrique Dussel (2000) y Walter Mignolo (2000).

7Puede ser provechoso recordar aquí que fue contemporáneo de Carlos V (1500-1558) y de Süleyman I (1494-1566), de Leonardo da Vinci (1452-1519), Nicolás Copérnico (1473-1543), Paracelso (1493-1541) y Juan de Dios (1495-1550), de Martín Lutero (1483-1546), Ignacio de Loyola (1491-1556) y Juan Calvino (1509-1564), de Marsilio Ficcino (1433-1499), Pietro Pomponazzi (1462-1525) y Francisco de Vitoria (1483-1546), de Albrecht Dürer (1471-1528), Matthias Grünewald (1475-1528), Michelangelo (1475-1564) y Rafael (1483-1520), de Josquin Desprez (1450-1521) y Giovanni Pierluigi da Palestrina (1525-1594). En el año de la publicación de Utopía, Bartolomé de las Casas redactó su Memorial de los agravios, de los remedios y de las denuncias, y el humanista italiano Ludovico Ariosto (1474-1533) publicó, acaso evocando la Odisea homérica, su poema Orlando Furioso, en el cual se describe un viaje fantástico a la luna.

8En la segunda edición del primer volumen de El capital de 1869 (Marx, 2009, p. 900).

9Véase el estudio de Ernst Bloch (1968), que en algún momento su autor caracterizó como “coda” de su primer libro, Espíritu de la utopía.

10En su famosa lección inaugural de la cátedra de antropología social en el Collège de France en 1960, Claude Lévi-Strauss (1979, p. 35) argumentó en el mismo sentido: “Lo que llamamos Renacimiento fue, para el colonialismo y para la antropología, un nacimiento verdadero […] Nuestra ciencia llegó a la madurez el día en que el hombre occidental empezó a comprender que no se comprendería jamás a sí mismo en tanto que en la superficie terrestre una sola raza, un solo pueblo, fuese tratado por él como un objeto. Sólo entonces pudo la antropología afirmarse como lo que es: una empresa que renueva y expía el Renacimiento, para extender el humanismo a la medida de la humanidad”.

11Sin embargo, se ha insistido acertadamente en que Moro no intentó imitar a Platón (Gerschmann,1968, p. 472).

12Es de notar que en los confines del internet pueden encontrarse versiones antiguas y recientes de la obra que omiten, sin mencionarlo, el primero de los dos volúmenes que componen la obra.

13Véase lo señalado en la nota 8.

14Se trata de un personaje ficticio, supuestamente portugués. Su nombre es el del arcángel Rafael, cuyo significado bíblico está relacionado con la sanación y quien es considerado tradicionalmente patrono de los viajeros, marineros y peregrinos; su apellido significa, según Ernst Bloch (2006, p. 84), algo así como “parlanchín”.

15Respecto a este tema, se señala que “aunque sus religiones son distintas y varias y múltiples sus formas, todas tienden, por caminos diferentes, a un solo fin, que es la adoración de la naturaleza divina” (Moro, 1984, p. 132).

16No es posible abordar aquí las aporías de casi todas las novelas de este tipo generadas por el esfuerzo de construir un orden social perfecto, el cual, por definición, no puede/debe ser modificado posteriormente so pena de perder su naturaleza perfecta deseada. El carácter procesual de toda la realidad y, por inclusión, de la realidad social y cultural, que apenas empezaba a hacerse consciente en la época de Moro, tardaría todavía más de tres siglos para establecerse bajo la forma de la teoría del “progreso”, a través de la cual la teoría de la evolución sociocultural se presentó eurocéntricamente domesticada (véase Krotz, 2013, pp. 266 y ss.).

17Hay que señalar que los utopienses usan los metales preciosos, que incluso importan, también como elemento de la política exterior, por ejemplo, para “comprar y poner precio al enemigo” (Moro, 1984, pp. 118-119).

18Para todo esto, véase también el capítulo sobre los nombres propios en Utopía en Marin (1975, pp. 97-111) y, en el mismo, el señalamiento sobre los nombres que contienen una negación: “La negación no conduce al referente del nombre, sino al mismo nombre, que al mismo tiempo designa ‘otro’ referente” (Marin, 1975, p. 100).

19Sin embargo, hay que reconocer que una parte de la antropología reciente y actual se limita, a modo de una especie de neoboasianismo, a la descripción (véase Krotz, 1995, pp. 14-15). No puede discutirse aquí la confusión posmoderna subyacente entre ciencia como forma cognitiva y las concepciones empiristas, naturalistas y neopositivistas que, al menos en la antropología, han llevado a un cierto “oscurantismo” (Harris, 1982, p. 343. Véase también Reynoso, 1991, pp. 11-60).

20El volumen que contiene la versión de Utopía aquí citada, recopilado e introducido por Eugenio Ímaz (1984), contiene, bajo el título Utopías del Renacimiento, también los textos de La Ciudad del Sol (1602), de Tomaso Campanella, y de la Nueva Atlántida (1614/1626), de Francis Bacon.

21Como introducción al tema, véase el ensayo de C. Venegas Ramírez (1966), la parte correspondiente del estudio introductorio de E. Ímaz (1984, pp. 15-20), la colección de trabajos de V. Morales et al. (2005) y el apartado respectivo de la historia de la antropología de M. Marzal (1998, pp. 201-214).

22Cabe señalar que también fue autor de un texto utópico “Venutopías 2003”.

Recibido: 27 de Noviembre de 2017; Revisado: 09 de Julio de 2018; Revisado: 11 de Junio de 2018

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