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Revista de El Colegio de San Luis

versión On-line ISSN 2007-8846versión impresa ISSN 1665-899X

Revista Col. San Luis vol.8 no.17 San Luis Potosí sep./dic. 2018

https://doi.org/10.21696/rcsl8172018871 

Artículos

El atril como personaje literario. Elementos de la representación en algunas escenificaciones cómicas del siglo XVIII

The lectern as a literary character. Elements of representation in some comic performances of the eighteenth century

Abel Rogelio Terrazas* 

*Universidad Veracruzana. Correo electrónico: aterrazas@uv.mx.


Resumen

El objetivo de este artículo es destacar algunos elementos teórico-críticos de la representación de obras dramáticas breves del siglo XVIII, desde la perspectiva del atril comprendido como un personaje proveniente tanto de la tradición literaria culta como de la fiesta popular. El personaje sobrevive en las obras estudiadas de dos maneras; primera, en función de algunas alusiones que lo vinculan con las tradiciones culta y popular; segunda, en relación con el carácter performativo de los textos dramáticos que tienen como valor fundamental la lírica popular. Como aportaciones, el estudio ha permitido valorar las obras en cuanto al espacio de representación y señalar algunas funciones de la lírica popular en las obras: ya sea para caracterizar a los personajes, ironizar la trama y valores morales serios, o crear atmósferas festivas.

Palabras clave: teatro breve; lecturas en atril; teatro popular; personajes-tipo novohispanos; lírica tradicional

Abstract

The aim of this article is to highlight some theoretical-critical elements of the representation of short dramatic works of the eighteenth century, from the perspective of the lectern understood as a character from both the literary tradition and the popular festivity. In the works studied, the character survives in two ways; first, according to some allusions that link him/her with the cultured and popular traditions; second, in relation to the performatory character of the dramatic texts that have as a fundamental value the popular lyric. As contributions, the study has allowed to value the works in terms of the representation space and to point out some functions of the popular lyric in the works: either to characterize the characters, to use irony for the storyline and serious moral values, or to create festive ambiance.

Keywords: brief theater; readings on lectern; popular theater; novohispanics type characters; traditonial lyric

EL ATRIO

En algunos pasajes satíricos de Quevedo, el atril aludía al símbolo de Lucas, el evangelista: un toro procedente de la iconografía medieval cristiana, en la que el predicador utilizaba los cuernos del animal emblemático para sostener el libro revelado. Consciente de la exégesis, Quevedo también aludía a una fiesta popular de origen pagano en la cual los cuernos del toro, o de cualquier otro animal cornudo, eran expresiones de burla contra los maridos engañados; algunos hombres consentían el adulterio por parte de sus esposas, señalaba, con el fin de obtener beneficios económicos. Así, en dos romances y unos tercetos, los pasajes “atril de San Lucas / fiesta de San Marcos” son expresiones de un personaje literario, el marido cornudo, que satiriza la doble moral de la época. Mientras en el Flos sanctorum medieval, el novillo fue el emblema de Lucas porque el evangelista dedicó sus escritos a relatar la pasión de Jesucristo (Cortés, 2010, p. 635). Por su parte, el toro quedó vinculado a la fiesta de San Marcos dado que la Iglesia adoptó las antiguas celebraciones paganas dedicadas a la ganadería, el 25 de abril en el calendario juliano, que corresponde con la fecha de su muerte.

Dadas estas dos notas comunes -de acuerdo con Ignacio Arellano- (ser evangelistas y asociarse por diferentes causas con un “animal cornudo”) era fácil confundir a los dos y usar de ambos indistintamente [San Lucas/San Marcos] para aludir a los maridos cornudos, a pesar de ser el león el animal simbólico de San Marcos (1981, p. 166).

En este trabajo interesa comprender el atril como una alusión culta, como un espacio abierto para la voz y como la proyección de un personaje en un tiempo y en un espacio definidos. De este modo es posible avanzar en el análisis de textos dramáticos que, con la figura del marido cornudo o sin ella, tienen elementos alusivos, cultos y populares, que se proyectan en la escena y suponen la representación de acuerdo con criterios definidos.

En efecto, el nombre del instrumento atril derivó de la misma raíz de atrio (Covarrubias, 1611, p. 102), espacio donde la fiesta religiosa alcanzaba dimensiones y expresiones colectivas extraordinarias. La predicación al aire libre requería de facistoles, como veremos, para la lectura multitudinaria de los pasajes bíblicos. En la poesía de Quevedo, el atril también es el espacio donde la voz guarda una relación semántico-performativa con la burla, la sátira y diversas expresiones vigentes en el teatro breve.

La propuesta es comprender el atril como un personaje con vida propia y como punto de partida para la interpretación, ya que tratamos con textos para ser representados o leerse en voz alta. Por supuesto, lo anterior es una metáfora de trabajo cuyo objeto es relacionar las posibilidades expresivas del drama cómico y la perspectiva del ambivalente atril quevediano.

“Leer en el atril” implica asumir una postura predeterminada por las marcas y condicionantes de representación contenidas en el texto dramático: el texto espectacular.1 Si bien la finalidad de este es la representación escénica, es posible plantear una mediación entre el atril y la representación, como un espacio liminal para comprender las escenificaciones jocoserias. En otras palabras, así como la risa y la burla de las obras dramáticas breves relativizan y convierten en propósito festivo algunas imposturas y gestos de la tradición teatral, el atril quevediano relativizaba el emblema y lo colocaba en el espacio festivo de la época.

Para el periodo de las obras estudiadas, contamos con una amplia gama de señalamientos que fueron publicados antes y después de las Reformas Borbónicas, donde se estipulaba de manera insistente que los actores se apegaran al texto revisado previamente por los censores. Además de procurar el respeto hacia los espectadores, la mesura, e incluso el vestuario de las actrices que hacían papeles de hombres (ca. 1725), se solicitaba el recato y la modestia debidos en ensayos y representaciones para todos los actores (ca. 1753), y si no lo hicieren, evitar la repetición de la obra.

La antología de documentos (reglamentos, edictos y prohibiciones) han sido consultada en el valioso trabajo de Maya Ramos Smith, Censura y teatro novohispano (1539-1822), en el que es posible considerar elementos importantes para comprender y contrastar las posibilidades expresivas de las obras dramáticas tales como el baile, la danza, el canto y diversos indicios espectaculares (gestuales y mímicos). Por ejemplo, prohibiciones sobre el tipo de vestuario que los actores debían usar (p. 480); la regulación de los ademanes satíricos y burlescos (p. 496); evitar chistes y expresiones de burla (p. 519); no hacer movimientos escénicos calificados de “ilícitos” (pp. 520-523); prevenir los movimientos “indecentes” de los actores en el escenario (pp. 551 y 559), y no exagerar los bailes como el jarabe y otras danzas de la época (pp. 574, 594). Es importante, por lo tanto, poner en práctica una interpretación de todos aquellos indicios donde la voz, el gesto y el tono pueden liberarse de acuerdo con las convenciones de verosimilitud de los textos, los juegos de doble sentido y diversos tipos de alusiones que les otorgan una fuerza dramática propia.

Fuente: “La Cartuja de Miraflores II. El retablo”, Cuadernos de Restauración de Iberdrola, vol. XIII, p. 31.

Ilustración 1 San Lucas evangelista y su atributo: el toro 

La primera aparición escrita del cornudo en la literatura oral española ocurrió a mediados del siglo XIV: la cornamenta, el ciervo y varios objetos curvados eran alusiones frecuentes de la infidelidad de las mujeres hacia sus pacientes maridos, aunque nadie se interesaba en saber el origen de la asociación (Alín, 2004, pp. 17-20). Sebastián de Covarrubias dio razón del vocablo “cornudo” con la siguiente comparación: “los maridos de las adúlteras se llamaron cornudos, por ser divulgados luego en los pueblos como si los pregonasen con trompeta, y los judíos usavan en lugar de trompeta el cuerno”, además de que los maridos cornudos podían ser comparados con el buey, por ser llevados con paciencia por los cuernos (Covarrubias, 1611, p. 240). En “Vista de Sevilla”, grabado calcográfico incluido en el volumen V del Civitates orbis terrarum, de Georg (Joris) Hoefnagel (1542-1600), publicado en Colonia en 1598, la escena costumbrista detallada por el autor como “Execution de Justitia de los cornudos patientes” nos ilustra al respecto. La escena contiene una mezcla de juicios políticos y religiosos por parte del artista, no contra el mundo hispánico sino contra la “cornuda pasividad” de los Países Bajos ante las vejaciones del imperio español (García Arránz, 2009, p. 74). Si el artista retrató el castigo para los adúlteros desde un punto de vista realista, el asunto es recurso de la emblemática. Interesa subrayar la feliz confluencia entre las expresiones sobre el tema del cuerno y las múltiples menciones de la fiesta de San Marcos en todos los géneros literarios de la época, incluyendo el teatro.2

Fuente: García Arránz, 2008, p. 71.

Ilustración 2 Joris Hoefnagel. “Vista de Sevilla”, detalle de la “Ejecución de justicia de los cornudos pacientes” 

La asociación inicial entre los cuernos y el adulterio tiene raíces en el folclor medieval. Julio Caro Baroja sugiere que, en diversas celebraciones dedicadas a la ganadería y a la agricultura en el centro y norte de Europa, el cuerno se había revelado al menos por dos vías. En el ofrecimiento de un pan coniforme, reproducción del órgano sexual del hombre, que se regalaba a las mujeres casadas, por un lado, y en el toro consagrado a la fiesta del evangelista Marcos, por el otro. La primera manifestación podría devenir de las antiguas ofrendas primaverales que coinciden con las fechas de la fiesta, por el ser el día de San Marcos “el primer día del estío y el último del invierno (de acuerdo con la vieja división del año en dos fases)” (Caro Baroja, 1974, p. 81). El bolillo, también llamado “hornazo”, se vinculó con el día de Pascua, pero su razón de ser era aquella donde las alusiones colindaban con el campo semántico del adulterio; así han quedado varios testimonios en: el paso El deleitoso, de Lope de Rueda; en la comedia Tanto es lo demás como lo de menos, de Tirso de Molina, y en la antología de poesía castellana de Cejador, La verdadera poesía castellana (Caro Baroja, 1974, pp. 80-81).

Por otro lado, vale la pena recordar el testimonio temprano de la fiesta de San Marcos en El libro de Buen amor, donde el erotismo encontraba una oportunidad gracias a la concurrencia de mujeres ambiguamente libres de ataduras como las del matrimonio (Caro Baroja, 1974 ,p. 78). Durante la celebración, la alcahueta aprovechaba la posibilidad de encontrarle amante a una viuda pretendida por el Arcipreste de Hita, “ca más val buen amigo, que mal marido velado” (1988, copla 1327, p. 335).

La segunda manifestación fue registrada en el siglo XVI por Fray Francisco de Coria, ministro provincial de la orden franciscana, quien describió cómo en la villa de Brozas se ofrecía al evangelista el toro más feroz y bravo de una vacada que, por milagro y ante la maravilla de los concurrentes, se comportaba muy dócil.3 El toro asistía a la fiesta, “quietamente con mucho sosiego y reposo como si fuera persona de entendimiento” (cit. en Caro, 1974, p. 88). Mientras era conducido por calles y casas de la villa, los habitantes le colgaban roscas de pan, guirnaldas de flores y candelas encendidas en los cuernos. La muchedumbre, a veces, lo hacía caer, pero el animal no dañaba a nadie, “viéndose apretado con la mucha gente, alzar la cabeza y barba para no hacer daño ni tocar con los cuernos” (cit. en Caro, 1974, p. 89). La procesión alcanzaba el monasterio de Nuestra Señora de la Luz, donde el animal subía y bajaba los cincos peldaños ocasionando admiración y espanto en los espectadores. Los religiosos y el toro entraban en la capilla, y la bestia subía en el altar mayor y lo besaba con el hocico. Posteriormente, procesión humana y bovino avanzaban hacia la ermita de San Marcos con el fin de celebrar una misa “en el altar que está aderezado por la parte de afuera por no caber la gente dentro, por ser mucha, a la cual se predica” (Cit. en Caro, 1974, p. 89). Una vez terminada la ceremonia, el mayordomo de la vacada hacía una señal con unas varas y el toro volvía a su naturaleza fiera, brava y furiosa, y como espantado corría y la gente debía resguardarse como mejor pudiera.

La literatura culta aprovechó la presencia del cornudo en el folclor festivo coexistente con los ritos oficiales de la Iglesia; pues de la connivencia proviene la perspectiva del atril que ahora interesa destacar. Entre otros, fue Quevedo quien expresó la relación entre el emblema de San Lucas -el toro de la iconografía cristiana- y el animal popularizado de San Marcos. En estricto orden cronológico, el poeta utilizó por primera vez el atril en sentido lato, en los tercetos “Riesgos del matrimonio en los ruines casados” (pp. 653-676), escritos entre 1601 y 1605, que comparte autoría con su editor y corrector, González de Salas (Blecua, 1971, p. 653):

Júzgalo, pues que puedes, por tu casa,

fiero atril de San Lucas, cuando bramas,

obligado del mal que por ti pasa (vv. 121-123).

El blanco de burla es el yerno de quien, supuestamente, lanza la invectiva; el atril es un eufemismo capaz de amplificar el escarnio. La fiereza, entonces, y el bramido del toro resultan escandalosos en el espacio doméstico del marido que lo sabe. Falta decirlo (bramar) en voz alta para reconocer el adulterio. Posteriormente, el poeta tenía claro el sentido de la alusión, que no la confusión: aprovechaba la disemia y vigorizaba la burla. En el romance titulado “Doctrina del marido paciente”, de 1643 (1971, pp. 869-871), el atril es metáfora del espacio donde aparece la voz del cornudo. Para lograrlo, el yo poético asume la voz del marido, y su mansedumbre queda burlada con la afirmación de que las preocupaciones no redundan en calvicie. El marido acepta el peso de los cuernos y asume la voz de los de su tipo:

Bien puede ser que mi testa

tenga muchos embarazos;

mas de tales cabelleras

hay pocos maridos calvos.

También he venido a ser

regocijo de los santos,

pues siendo atril de San Lucas

soy la fiesta de San Marcos (vv. 19-26)

La ironía de ser un hombre devoto, “regocijo de los santos”, se dirige a sí mismo, puesto que la Fiesta de San Marcos es ya un adulterio semántico: el atril es toro, espacio y objeto de burla colectiva.

En otro romance, titulado “Alega un marido sufrido sus títulos de competencia con otro” (1971, pp. 1009-1012), el poeta madrileño volvió con el atril, esta vez para señalar el toro por los cuernos: “la pedía por esposa / para mejorar de trastos / y ser atril de San Lucas / siendo el Toro de San Marcos” (vv. 13-16). En todos los pasajes, además de considerar la iconografía medieval de los evangelistas, Quevedo aludía a la festividad popular en la que se ofrecía el toro y, asimismo, aprovechaba la correlación semántica, atril y atrio, lugar donde ocurría parte fundamental de la celebración, con el fin de subrayar el carácter colectivo del engaño. El adulterio quedaba revelado con el hecho de que el marido era el atril de un santo (devoción) y fiesta (burla) de otro. La sustitución poética era funcional porque tejía una red semántica ingeniosa de alusiones, referencias empíricas y burlas. Para el propósito de este trabajo, que es destacar algunos elementos para la representación de escenificaciones cómicas, resulta útil aprovechar la metáfora en función de lo que sugiere. El atril es el icono de la voz viva porque articula el espacio de confluencia -la colectividad- y la enunciación de algo antes de “entrar en materia”.

El concepto para colocar en perspectiva estos antecedentes, es el que contiene el Manual de materialismo filosófico, de Pelayo García Sierra, “Mesa como ejemplo de hermenéutica cultural…” (García Sierra, 1999, p. 430). De acuerdo con García Sierra, es necesario remontar el nivel enumerativo de los servicios que las mesas nos prestan, mediante una precisión conceptual. La clave está, nos dice el filósofo, en las manos humanas, puesto que…

las mesas, en cuanto suelo de las manos -más aún un suelo virtualmente continuo, una “trapezosfera” que contiene a todos los millones de mesas que existen en el planeta (una superficie que “dobla”, a un metro de distancia, al suelo de la esfera geográfica), es algo más que un mueble; es una formación ecomórfica, como los caminos lo son del suelo de los pies. (García Sierra, 1999, p. 430)

Si la trapezosfera sube demasiado, la mesa se convierte en un techo; si baja en exceso, entonces es un pódium. Se comprende así que las operaciones de las manos constituyen la virtud radical del homo erectus dentro de la orden de los primates, ya que primate es “una categoría creada a partir del órgano de las manos” (García Sierra, 1999, p. 430). La diferencia está en que las manos humanas crearon su propio suelo -las mesas- como correlato de erección, desarrollo y amplificación cultural de la especie.

Desde este punto de vista, el atril queda sugerido, no como un mueble, sino como una actividad donde el texto queda “sostenido” y origina la consecuente liberación de las manos. Como en el caso de la mesa, es necesario remontar el nivel enumerativo de la definición de atril y de “servicios concretos” que la acepción tradicional le confiere, “mueble en forma de plano inclinado, con pie o sin él, que sirve para sostener libros, partituras, etc., y leer con más comodidad” (RAE, 2016). El nivel enumerativo de la definición que incluye a todos los atriles del mundo está velado bajo el etc. de la enunciación, “sirve para sostener libros, partituras […] y leer con más comodidad”. El amplísimo uso excluye las posibilidades expresivas de determinado tipo de lectura, por la supuesta independencia del texto en cuestión. Es necesario comprender, entonces, que el atril constituye un fin particular cuando tratamos con textos dramáticos, ya que, como “suelo de lectura”, implica la relación entre las manos, el cuerpo, los pies y la dicción, con el texto espectacular contenido en el entramado del texto dramático.

La hermenéutica ha sido útil para considerar el concepto de atril como una relación entre el espacio de representación del texto dramático, la voz y las expresiones de tipos determinados (cómicas, serias, de burla, de castigo, etcétera). La recuperación del sentido que la cultura del barroco dio al atril, en este caso algunos pasajes satíricos de Quevedo, rebasa la univocidad conceptual. El atril siempre es otra cosa (metáfora y personaje) porque se relaciona con la equivocidad, la ambigüedad y los múltiples sentidos posibles de los textos. Ante eso, se ha escogido el uso del atril “al modo satírico” con el fin de corresponder con el tipo de textos que, a continuación, se proponen para el análisis de sus posibilidades expresivas y sus modos de proyección en el espacio escénico. Es posible que el atril aparezca en la literatura de aquella u otra época y, bajo condiciones y posibilidades distintas, pueda adaptarse como proyección de la representación para otro tipo de textos.

Si bien tratamos aquí con una propuesta metodológica para el análisis del consabido texto espectacular y la dimensión escénica de los textos dramáticos, también es cierto que existe la posibilidad de indagar y conjuntar representaciones gráficas, iconográficas y pictóricas relacionadas con los conceptos de atril, humor, risa, burla y sátira, lo que contribuiría, sin duda, a establecer parámetros más flexibles para valorar la cultura occidental renacentista y barroca en sus polaridades, tonos, contradicciones y matices; verbigracia, la obra de Michael Parker, “Wolfgang and the devil”, ca. 1471-1475, en la cual el demonio es el atril del santo. Con estos elementos es posible deducir que el atril desafía cualquier interpretación literal, como metáfora de trabajo y como modo de relacionar el texto con sus propias exigencias de “lectura” (véase la ilustración 3).

Fuente: The Yorck Project: 10.000 Meisterwerke der Malerei. DVD-ROM, 2002.

Ilustración 3 Saint augustine and the devil -according to other sources. Saint Wolfgang and the devil 

Las piezas del volumen Escenificaciones neoclásicas y populares (1797-1825) constituyen una muestra representativa de la diversidad teatral novohispana del siglo XVIII. Son piezas de teatro breve que siguen los modelos del entremés áureo, cuyos personajes provienen de la antigua tradición del drama satírico. Incluyen el color local, el sabor de la vida cotidiana, e introducen rasgos del suelo mexicano mediante la adopción y adaptación de algunas expresiones tradicionales como música, canto y baile.4

El público al que se dirigen es amplio y, por ende, las piezas pueden clasificarse como “teatro popular”, ya que pretenden abarcar el gusto de nobles y plebeyos. Sabido es que las escenificaciones populares y todo tipo de diversiones callejeras hacían competencia económica, sobre todo, con las comedias neoclásicas y barrocas representadas en el Coliseo Nuevo desde 1750 (Viqueira, 1987, p. 219). Este tipo de obras se representaron en domicilios particulares (Viveros, 1993, pp. 24-25; 1996, 28-29), en patios de vecindades, plazoletas y en las rinconadas (López, 1994, p. 14), pero también fueron parte de las fiestas oficiales por su inserción, harto tradicional, entre los actos de las comedias o acompañando obras serias (Asensio, 1965, p. 124; Huerta, 1995, pp. 39-44). Un rasgo distintivo de este tipo de obras es el uso del lenguaje, por cuanto utilizan juegos de doble sentido, agudezas conceptuales, interpretaciones literales de las palabras y parodias del habla coloquial y de la jerga de algunos discursos cultos. El lenguaje en las piezas breves (entremeses, sainetes, tonadillas, jácaras y mojigangas) es, pues, “objeto de manipulación con fines cómicos” (García Senabre, 1988, p. 144).

No se trata de obras creadas en el mundo popular, sino de piezas cuyo fin era recrear una dimensión humana caricaturizada o reducida a sus rasgos esenciales. Se trata de creaciones realizadas por manos con cierto grado de cultura y mentes conocedoras de las letras canónicas, capaces de discernir entre el lenguaje alto y bajo como representación de la carne y del espíritu, el honor y la socarronería. El público de este tipo de escenificaciones no era exclusivamente el habitante de la vecindad y del barrio, sino cualquiera, fuese noble o plebeyo, porque, conviene reiterar, estaban hechas “para divertir a la criollada a costillas de los mestizos y en último término el remedo del habla popular tiene como fin su descalificación” (Aguilar, 1988, p. 39). A pesar de la falta de empatía de algunos autores con los personajes, las obras guardan algunos elementos espectaculares vinculados con el espacio de la burla, la voz del cornudo y la predicación o castigo correctivo, que inciden en su configuración artística. Se trata de elementos que se proyectan escénicamente gracias a la ambigüedad, la parodia y el doble sentido, hasta conseguir una fuerza dramática propia.

Por ejemplo, en El mulato celoso, entremés de José Macedonio Espinosa (López, 1994, pp. 39-41), hay un parlamento enriquecido con gestos procedentes del mundo del arlequín, donde la repetición de un parlamento constituye uno de los resortes de comicidad.5 La pieza representa a un par de hombres cuyo afán es conquistar eróticamente a dos mujeres de distinta clase social. La pareja amo-criado-fórmula parodiada de la comedia barroca- se disloca con la aparición de un mulato celoso, que le da título a la obra. El mulato no tiene derechos civiles ni relaciones conyugales con las mujeres cortejadas, pero aun así se interpone escénicamente entre amo y criado. Tenemos aquí la figura tradicional del marido celoso en una interesante mezcolanza semántico-performativa con la representación del mestizaje americano, cuyo resultado, sin duda, es la renovación de la vieja máscara ya anquilosada del viejo celoso. Por su parte, las mujeres se expresan con un amplio repertorio gestual, ya que, según ellas, pretenden “seguir el uso moderno” (v. 74): atraer hombres mediante encantos, gestos e imposturas hiperbólicas. Lo que hacen es parodiar las cortesías y los convencionalismos de las mujeres representadas en las obras dramáticas de moda:

te pones de mil melindres / te aliñas muy bien el pelo, / te pules un buen zapato / te miras toda al espejo, / te aplicas cuatro lunares, / pones muy derecho el cuerpo, / gobiernas el abanico / con donaire, con despejo, / y alquilas un coche nuevo: / en él entras muy señora, / con seriedad, con denuedo, / como el que a nadie conoce, / como el que ve desde lejos, / como la que está expectada / y como la que es un cielo, / y tú verás que te siguen / los don Juanes, los don Diegos, / los don Pedros, los don Manueles, / lo de este y el otro reino, / porque, no siendo forlón / bolaberun, bolaberun (vv. 92-112)

El parlamento termina en latín macarrónico, “bolaberun, bolaberun” (v. 112), parodia de bolaberum, volar, utilizado en villancicos sacros; verbigracia, los dedicados en la capilla de Carmelitas Descalzos para Navidad y Noche de Reyes, en Madrid, 1684 (Rey, 2010, pp. 525-530).

En la siguiente escena, Don Manuel galantea con doña Mariquita, y el criado llamado Trapiento (andrajoso, en el léxico de la época [s.v., Salvá, 1846, p. 1068]), interviene solicitando “el buen tercio” o alcahuetería del amo. En el desarrollo dramático de la solicitud, el andrajoso goza de libertad para adoptar diversas posiciones mímicas, gestuales y corporales (hincarse e incluso abrazarse de las rodillas del amo):

Manuel: Señora doña María,

ya que me permite el cielo

ver esa cara de rosa,

hábleme usté, si merezco

alguna urbana atención.

Trapiento: Don Manuel, haga usté tercio.

Manuel: Déjeme usted la carga

de mis amores primero,

y nos veremos después.

Trapiento: A ese después no me atengo.

Don Manuel, haga usté tercio.

Manuel: Señora, me ha puesto este hombre

en tal lance y tal extremo,

que ya no sé lo que digo.

Trapiento: Don Manuel, haga usté tercio. (vv. 79-93).

En el texto espectacular, la repetición del verso “haga usté tercio” implica un tono insistente y burlón del criado ante el galán Don Manuel. La cortesía queda ridiculizada por la repetición incesante y, por ende, la voz del criado implica el desarrollo vocal característico del necio. Con la entrada del mulato en escena, la conquista erótica queda totalmente arruinada porque se desata una riña. En este contexto satírico, los “celos” del mulato son ambiguos, puesto que, por un lado, pueden significar “cuidado, vigilancia y observancia de las leyes” de los hombres hacia las mujeres, y, por el otro, “el zelo” puede ser expresión de la libido (s.v., Autoridades, 1739). Con estos elementos es posible considerar que el galán ridiculizado, el criado en su papel de gracioso y el mulato celoso constituyan la visión del mundo al revés, frecuente de la literatura satírica barroca.

El tópico del mundo al revés enuncia la inversión de valores, en la que las bestias toman el lugar de los hombres, y viceversa. Procedente de la Edad Media latina (Carmina Burana, Arquíloco) y de la Antigüedad (Aristófanes, Virgilio y posteriormente los poetas carolingios), la visión del mundo al revés se explica porque “El contraste de generaciones es una de las pugnas que caracterizan las épocas agitadas, [y] se manifiesta como lucha de los ‘modernos’ contra los antiguos (hasta que los modernos acaban por convertirse a su vez en clásicos antiguos)” (Curtius, 1955, p. 148).

La conciencia social de crisis de los siglos XVI y XVII -escribe Maravall (1975) -, en la que pestes, hambre y miseria trastornan la visión de las cosas, hace propicio que el gracioso, “reiteradamente presentado como figura del loco” (p. 310), sea quien se encargue de ponderar la realidad. En parte, “es porque se piensa que existe una estructura racional por debajo, cuya alteración permite estimar la existencia de un desorden: si se puede hablar del mundo al revés es porque tiene su derecho” (Maravall, 1975, p. 314).

La figura del marido cornudo, en esta pieza, está encarnada en el mulato celoso cuya inversión de valores y degeneración social se expresan con los deíticos hacia todas las mujeres de la obra dramática, “en siendo mujer, lo mesmo” (v. 202). El mulato disloca, al menos escénicamente, el objetivo de corregir moralmente en el teatro tanto a las mujeres (que son ávaras, coquetas e interesadas) como a los hombres (que son pretensiosos y pobres). La encarnación de la fuerza, la libido y la violencia en el mulato constituye una representación del libertinaje sexual. El movimiento gestual y corporal del mulato, portador de un machete llamado su “San Pedro”, proyecta el movimiento del “celoso” con la pretensión de “estrenar” su filo ante cualquier oportunidad; disemia del acto sexual y de la defensa, ya inútil y ridícula, del honor.

La estructura que subyace es justamente la contraria: en apariencia, la pieza busca corregir la avaricia y el fingimiento de ambas partes, hombres y mujeres, pero también expresa el deseo sexual generalizado y lo personifica en el carácter envalentonado del mulato. Recordemos que el orden estamental y racial de la época, para estas fechas, ya estaba sumamente desarticulado; el mulato era resultado del ayuntamiento -emblema renovador del cornudo- entre españolas y negros [Ver Ilustración 3]. El mulato celoso es una obra muy rica en matices gestuales, tonos y movimientos que las voces de los personajes suponen en el espectáculo y en la lectura. La proyección de esta riqueza escénica abre posibilidades expresivas con connotaciones sexuales en los parlamentos de los hombres, y de múltiples efectos paródicos en los parlamentos de las mujeres (véase la ilustración 4).

En el caso de El alcalde Chamorro (López, 1994, pp. 42-45), hay varios elementos destacables para la lectura en atril y la representación. El primero es la presencia de la lírica tradicional y el canto como obertura de la obra. Los tonos festivos de la lírica tienen una función satírica en la cárcel, espacio donde se desarrolla el enredo, y caracterizan burlonamente al personaje principal: “Había en un cierto lugar, / un alcalde presumido; / de chiquito entendimiento / por ser el hombre chiquito” (vv. 60-63), cantan a coro los presos.

Por su parte, el apellido del alcalde, Chamorro, tiene una connotación de estulticia e inmadurez, “lo que no tiene barbas ni pelo” (s.v., Autoridades, 1729); es decir, estamos ante un personaje que representa la disminución irrisoria de la autoridad. En el teatro cómico breve de los Siglos de Oro, los alcaldes aparecen en escena “con vara de alcalde, pero también con la caperuza y el sayo que evocan el rústico” (Salomón, 1985, pp. 91-122; Guijarro Donadiós, 2013, p. 202). Por la caracterización del alcalde Chamorro, es posible asumir el tono satírico de la copla inicial, denostación del (in)cierto lugar que podía ser cualquier villorrio; burla sistemática de la discapacidad social de los alcaldes urbanos, donde solían representarse las obras para deleite de los citadinos. Por ser el alcalde un hombre “chiquito” se supone un correlato con la indumentaria que tradicionalmente lo caracteriza; a saber, la posesión de una vara como símbolo de autoridad. Por lo tanto, la vara del alcalde Chamarro debía ser bastante corta en correspondencia con la inmadurez del personaje ante las dimensiones sociales del oficio, y porque la vara, como en el caso de los sacristanes en el teatro, era una representación del falo, cuyos movimientos en escena eran bastante provocadores.

Ilustración 4 Anónimo del siglo XVIII. De española y negro sale mulato (circa 1780). Colección Malú y Alejandra Escandón, Ciudad de México 

Tenemos, entonces, un concepto erótico velado en la copla, que corresponde con el de las canciones agrupadas en la sección “Juegos de amor” en la lírica popular de los siglos XV al XVII, una visión donde el goce carnal y lo ilícito estaban vinculados (Cuéllar Escamilla, 2001, p. 85). La función de la copla en la obra dramática es generar expectativas en relación con los crímenes de los presos. Por ejemplo, en la tradición antigua abundan cancioncillas tales como “Triste de Jorge / si el alcalde le prende y le coge / triste d’él / que el alcalde le quiere prender” (Frenk, 2003 p. 352), o cuando el hablante expresa el desamor aparece la figura de la autoridad vigilante de la noche: “Katalina, Katalina / mucho me kuesta de tu amore: / tras mí viene la xustizia / tanbien el correxidore” (Frenk, 2003, p. 276).

Es posible confirmar que la copla procede de la tradición antigua debido al tono burlesco que refuerza la caracterización del personaje en posición vituperable y de “vara corta”; pero también funciona al modo de las coplas que parecen en la lírica moderna, donde la voz hablante procede de los presos y desde el espacio carcelario recreado. Si bien la función es generar una atmósfera donde lo ilícito concierne al erotismo, también se vincula con el repertorio tradicional moderno, en el que los presos cantan con un aire de cinismo cuando confiesan sus delitos, como “Oiga usted, señor prefecto, / deme used mi liberad / que no es la primera mujer / que con un hombre se va” (Frenk, 1982, p. 168), o cuando rememoran el tedio, la zozobra y el desasosiego del encierro, “Centinelas de la cárcel, / ¡cuánta lata dan ahí, / con esos gritos de alerta / que no dejan ni dormir! ” (p. 169).

El otro elemento destacable es el conjunto de didascalias implícitas de desplazamiento escénico cuando el alcalde interactúa con los demás personajes. La obra bien puede relacionarse con la estructura de la comedia de figurón de modelo centrípeto, donde desfilan varios personajes ante una figura central de quien hacen burla (Huerta, 1995, p. 62). Si bien la figura del alcalde tuvo protagonismo en el teatro cómico breve de los Siglos de Oro, en esta obra el desarrollo dramático gravita en un desfile de presos por el espacio escénico. Los encarcelados son: un representante (comediante), un puto y una fandanguera. Con estos elementos podemos inferir que la obra defendía el valor social de las autoridades carcelarias, en alusión a la necesidad de contar con hombres “recios” en los cargos públicos. Asimismo, se exhiben tres delitos que habían prosperado en relación con el teatro de la época: a) la “deshonestidad” de los cómicos de la lengua, oficio vituperado como indigno por las autoridades, “hasta la consideración de señor les era negada a los de su oficio” (Viveros, 1993, p. 30); b) el pecado nefando, encarnado en el puto, tópico frecuente en la literatura satírica de Quevedo y recurso cómico en obras teatrales breves de los Siglos de Oro (Martínez, 2011, p. 20), y c), con la mujer fandanguera, la fiesta y el baile popular, que nunca fueron vistos con buenos ojos por los más conservadores.6

El personaje más desarrollado en gestos, mímica y tonos es el puto, quien, desde su entrada en escena, se caracteriza de manera picante y sexualmente activo en la cárcel: “Andallo, mi vida, andallo; / quedo, mi señor, quedito, / que traigo desencajados / los huesos del entresijo” (vv. 197-200). El puto indica, de manera implícita, que es llevado a empujones con la réplica: “quedo, mi señor, quedito”, pero de inmediato desafía al público de la obra y a los demás personajes cuando señala sus partes pudendas, el entresijo, que “vulgarmente se toma por el medio del cuerpo, y que está debaxo del vientre” (s.v., Autoridades, 1732). Lo desencajado del personaje constituye un signo de subversión en el espacio regulado por las autoridades de la época, en lo tocante a las regulaciones morales para el espacio escénico, como en lo concerniente al espacio ficticio: la cárcel burlescamente recreada. Porta un abanico, adornos que podrían ser aretes y anda muy aliñado, indumentaria que se refuerza con la reacción del alcade Chamorro: “Como os veo con perendengues, / con chiquiadores y aliño, / me pareciste mujer” (vv. 203-205), lo describe atónito. Cuando el alcalde pregunta por las razones delincuenciales del puto, lo hace de la siguiente manera: “¡Arre allá, hombre del diablo! / Ven acá, ¿Cómo te llamas?” (vv. 227-228). Los deícticos allá / acá implican un juego de atracción y repulsión en el espacio escénico que desata la risa de los espectadores. Lo cómico no reside en la identificación ambigua (mujer/hombre) del puto, sino en las reacciones contradictorias del alcalde burlado. La autoridad y la virilidad, que reconocemos como espectadores y lectores, contrastan con la presencia del personaje pervertidor del orden natural y social. La secuencia escénica culmina cuando el puto fusiona la cortesía con la sodomía, en el juego disémico que lleva hasta sus últimas consecuencias el adulterio entre señores y señoritos de la época:

Escuche usted, señor mío; / yo, señor, no tengo causa, / porque, sin delito alguno, / sin causa, señor, sin causa, / me trajo un señor ministro, / pariente de otro señor, / amigo de un señorito, / a quien por señor estimo, / y todos estos señores / que aquí señor, llevo dicho, / fueron, mi señor, la causa / de señoriarse conmigo, / porque mire usted, señor, / como cualesquier señor mío […] (vv. 259-272).

El juego de lenguaje señoriarse/sodomía es evidente y no es necesario mencionar el culo o la parte de atrás del hombre, como en algunos pasajes satíricos de Quevedo, para aludir la causa del proceso judicial. Desde este punto de vista, El alcalde Chamorro es una obra conservadora e innovadora a la vez, puesto que utiliza la alusión como medio para expresar lo mismo, y deja abierta la puerta a la expresión gestual, donde los censores se apostaban continuamente. La elaboración cómica y espectacular supera la referencia empírica denunciada para la corrección moral, ya que el puto cierra el entremés bailando con el alcalde: “Pues que toquen el jarabe; / mas que lo toquen quedito, / que en oyendo tocar recio… / (Aparte: Me voy con el alcaldito […]” (vv. 311-315). El jarabe, baile popular bastante conocido en el siglo XVIII, había sido censurado en diversas ocasiones, ya que, con movimientos exagerados, los actores encontraban la oportunidad de hacer irreverencias gestuales y mímicas muy indecentes para los censores.

Fuente: Mother Clap’s Molly House. The gay subculture in England (1700-1830). Rictor Norton, 1992.

Ilustración 5 Caricatura del siglo XVII. Un supuesto matrimonio con un puto, en una casa de prostitución 

En el caso de Los remendones, “petipieza nueva”, de José Agustín de Castro (López, 1994, pp. 55-59), conviene hacer el análisis aparte, ya que sus principales recursos espectaculares se fincan en el uso de la lírica tradicional. La obrita es importante porque, después de Eusebio Vela, el padre Agustín (1730-1814) fue, entre muchos otros, un importante dramaturgo del último tercio del siglo XVIII. La pieza fue publicada por primera vez en la Miscelánea de poesías humanas en 1797 (López, 1994, p. 55). La menciona Olavarría y Ferrari, en su Reseña histórica del teatro en México, como un mérito de las letras mexicanas, y considera la pieza con el denominativo “sainete de costumbres nacionales” (1895, p. 32). Varias antologías y estudios del siglo XX recogieron y mencionaron la pieza como parte del repertorio dramático trasregional: Pedro Henríquez Ureña la consideró ejemplo del teatro en el que la utopía de América puede verse reflejada, entre otras muchas piezas breves (1978, p. 177), mientras que Luis Miguel Aguilar la vio como quizá la primera comedia exitosa del siglo XIX , si no hubiera tomado distancia (antipatía) del mundo popular recreado (1988, p. 39 ); y hace relativamente poco tiempo, en 2008, fue representada por la Facultad de Teatro de la Universidad Veracruzana, bajo la dirección de Octavio Rivera Krakowska.

La presencia y los antecedentes de personajes harapientos en el teatro novohispano se explican según la perspectiva ideológica que los recrea. En el siglo XVI destaca la recreación del mundo rufianesco en un entremés profano de Fernán González de Eslava, el famoso Entremés entre dos rufianes. Pero no debe dejar de contarse el repertorio de simples, graciosos, donaires e indios del teatro evangelizador y misionero durante los tres siglos del virreinato.7 El mundo del hampa floreció en el teatro de América porque resultaba muy atractivo y útil, como en España, para atraer un público compuesto de capas sociales disímbolas. A través de las figuras del villano, el pastor, el moro, el gitano y el rufián, así como de brujas, mulatas e indias, se podían hacer evidentes relaciones insospechadas entre nobles y plebeyos. La lírica tradicional funcionó de manera especial en las voces de estos personajes de baja ralea, quienes eran los encargados de entonar los cantos con el fin de crear atmósferas festivas, rurales o callejeras que hacían contraste con el espacio de los nobles. Una misma canción funcionaba para contextualizar la acción, crear una atmósfera e incluso generar un tono irónico si el canto provenía de un villano en un espacio palaciego o, viceversa, un noble en el campo.

El espectáculo comienza cuando Tules y Pepa discuten la ausencia de sus respectivos maridos; se quejan de haberse casado y abandonar la ciudad de Puebla, de donde una de ellas es originaria. Cuando los maridos entran en escena, las mujeres evaden la autoridad de los hombres mediante algunas ironías. Según Pepa, a su marido Lucas, tras haberse ausentado del hogar durante quince días, lo han buscado “Un Santuno, su colega / tres marqueses, dos oidores / y un corregidor de fuera. / De parte del Consulado / dos convites, y que esperan / se digne usía prestarles / el honor de su asistencia” (vv. 70-76). La enumeración constituye una expresión burlesca utilizada tradicionalmente en el teatro cómico breve para exhibir defectos. En este caso, se exhiben títulos de nobleza y puestos burocráticos de criollos y españoles, una ironía contra la vagancia y el desempleo de la criollada. Por su parte, Pepa le indica a su esposo Gervasio:

Es verdad: no me acordaba / de las continuas tareas / que sufre usted por empleado / en el Crimen, en la Audiencia, / en el Tabaco, en la Aduana, / en la Casa de Moneda, / en la Dirección de Azogues, / en el Tribunal de Cuentas; / a más de los muchos autos / que en el palacio le entregan, / en virtud de la confianza / que hace de usted su excelencia (vv. 173-184).

Por un lado, la burla constituye una amonestación hacia los sectores sociales desarrapados, léperos e indios desocupados en las calles de la capital. Por otro lado, utiliza la enumeración de ricos centros laborales como una posible sátira contra quienes viven (y no trabajan) del erario.

Tules resulta ser una mujer ingeniosa porque utiliza una interpretación de los títulos de presunción de su esposo de manera literal: “Que usted tiene don, no hay duda, / pero por atrás, y es prueba / que lo conocen todos / por el Remendón” (vv. 206-209). En el juego de palabras, la mujer ha logrado desenmascarar y burlar las pretensiones nobiliarias de los letrados. Gervasio se atreve a presumir conocimientos de letras y Tules arremete: “También en el baratillo / las hay, en tantas novelas, / versos de esquina, Catones / y demás historias viejas” (vv. 217-220). Las réplicas de Tules demuestran que la “petipieza” es muy consciente de la distinción entre un lenguaje alto y otro bajo. La otredad popular mencionada, “versos de esquina” provenientes de el Baratillo, mercado de la capital donde circulaba lo prohibido y donde se reunían los estudiantes (Olvera Ramos, 2007, pp. 73-99), implica que la obra se adhiere a la tradición de la literatura censurada, en el tránsito de libros usados y prohibidos. La versión de Tules expresa un mundo trastocado de locura: “que también hay muchos locos / que son hombres de carrera” (vv. 247-248).

Fuente: Museo Internacional del Calzado, Francia.

Ilustración 6 El zapatero remendón y su familia (siglo XVII) 

El desenmascaramiento es irrefutable, puesto que Lucas y Gervasio unen fuerzas para acusarla de fiestera, jugadora de naipes y buscadora de pleitos.

La introducción de la lírica tradicional distiende la acción violenta entre maridos y esposas; llega ante sus puertas “el gallo”, costumbre viva hasta la fecha que consiste en llevar fiesta de casa en casa, “Porque se acostumbra dar serenata a la hora en que cantan los gallos” (Gómez, 2001). Desde adentro del escenario se canta la copla: “A usted, señora Pepita / clara luna, hermoso espejo, / le dedica este festejo / una muchacha bonita” (vv. 325-328). Como no hay vela, sillas ni esteras para recibir invitados, los remendones deciden guardar un evasivo silencio.

Por su estructura métrica, ABBA, la copla tiene parentesco con el grupo de coplas sobre la amistad, que perviven en la tradición oral moderna en gran parte del territorio nacional, como “No importa la lejanía / donde existe la verdad: / una sincera amistad / como la tuya y la mía” (Frenk, 1982, p. 78). Al igual que en la copla dedicada a Pepa, hay algunas composiciones donde el amigo asume la voz del hablante amistoso. Generalmente, este tipo de tonadillas expresan de manera sencilla los lazos afectivos, y los símiles con la naturaleza revelan la tenue gravitación que los une: “Dos jirones de vapor / que del lago se levantan / y al juntarse allá en el cielo / forman una nube blanca: / esas somos tu y yo” (Frenk, 1982, p. 78). Sin embargo, la copla cantada en la obra introduce el símil de la mujer con la luna y el espejo, símbolos de la fecundidad, que connotan la actividad sexual, provenientes de la antigua lírica tradicional hispánica (Frenk, 2003, pp. 67, 293). Pepita, aunque casada, forma parte del conjunto de mujeres sexualmente activas, cuya voz “de mujer” expresa su punto de vista en relación con el goce y el disfrute del amor carnal (Cuellar Escamilla, 2001, p. 86), como veremos. Con esta copla, a Pepita la están invitando a tener relaciones sexuales extramaritales en su propia casa, dado que su marido generalmente no se encuentra. En la diegesis, so pretexto de no contar con víveres ni muebles para recibir visitas, las mujeres deciden no dejar pasar a nadie.

Si bien quienes llegan cantando son mujeres, amigas del barrio, las acompaña una alcahueta. Lo anterior se revela cuando Tules identifica a las visitantes como figuras grotescas; lo humano queda emparentado con la fertilidad natural, con lo insignificante socialmente, con lo monstruoso y el desorden social:

Pepa: ¿Quiénes vienen?

Tules: Eso: el mundo.

Viene Tonchi la Coneja,

la Toro, la Pelagatos,

la Laberintos, la Tuerta,

viene Pancha la Molina. Pepa: ¿La Molina?

¿Quién es esa?

Tules: Aquella que habrá dos años pasaron por alcahueta. (vv. 356-364)

La Toro y la Coneja representan la dimensión natural de la reproducción humana, pasando por una prolija actividad sexual y mediante el artificio de los cuernos. La Laberintos y la Tuerta traen consigo el desorden y la asimetría moral. La Molina es un caso especial porque, como figura representativa, alude a la tozudez, al alboroto y a la boca “que muele” (s.v., Autoridades, 1734); una alcahueta conocida y reconocida, su presencia es una mancha social. En tales circunstancias, el esposo de Pepa quedará caracterizado como un cornudo. La alusión es ingeniosa porque el canto proviene de las mujeres del exterior y, asimismo, las de la casa eluden dar rienda suelta al propósito festivo estando los cónyuges presentes. Acto seguido, se escucha la contraparte del saludo amistoso: “Adiós, gallina grosera, / que de un gallo a su pesar / te escondiste. ¿Qué más fuera / si como viene a cantar, / tal vez a pelear viniera?” (vv. 373-377).

Para comprender el cambio de sentido y función de la copla en la obra dramática, es necesario reconocer el uso disémico del símbolo del gallo y su acompañante, la gallina, tanto en la lírica tradicional antigua como en la moderna. En la antigua lírica tradicional, el gallo aparece con una connotación sexual bastante elocuente, y se conecta con el sentido esgrimido por la copla en su modalidad de pelea. El gallo quiere “pelear” porque no lo han dejado “entrar” en los aposentos de las mujeres: exige a las gallinas el canto o la pelea que, a estas alturas, no puede comprenderse sino como un reclamo ante la negación sexual. El doble sentido de pelea y cópula se desarrolla conforme la obra aprovecha el recurso para consignar el espectáculo con el tópico del final a palos. La configuración disémica se logra gracias a que las esposas acusan a sus propios esposos de maricas, por no corresponder con la invitación a “pelear” de la copla violenta. La virilidad queda espoleada por el flanco de la fuerza y por el flanco de la sexualidad. Al respecto, hay algunas cancioncillas en la antigua lírica tradicional en las que la voz femenina expresa la incapacidad sexual de los maridos, lo que convierte en motivo de burla al complemento de la gallina: “Llorava la novia, / aunque niña, / porque el novio se durmió a la gallina” (cit. en Cuellar Escamillla, 2001, p. 92). En el repertorio de coplas de “amor gozoso”, el gallo canta el anuncio de la madrugada, cuando se despiden los amantes; “Ya cantan los gallos / buen amor, y vete / cata que amanece” (Frenk, 2003, p. 328). En otras ocasiones, cuando canta el gallo, responde la gallina: “Canta el gallo / responde la gallina: / “¡amarga la casa / do no ay harina” (Frenk, 2003, p. 819). La compañera gallina también es interpelada por el compañero: “Canta la gallina, / responde el capón: “¡Mal aia la casa / donde no ai baron!” (Frenk, 2003, p. 819). Basten estos ejemplos, procedentes de cancioneros antiguos, en los que es posible advertir el juego erótico protagonizado por las aves domésticas y sus respectivos roles polarizados.

En la tradición oral moderna, el gallo es fiesta, canto y pelea. El refranero mexicano es rico al respecto: “gallo fino y pendenciero, canta hasta en el basurero”, “el gallo tiene buenas alas, pero nunca quiso usarlas”, “el gallo más grande es el que más recio canta” (Pérez, 2005, p. 215). Ignacio Altamirano recogió estos refranes de la tradición oral de su tiempo: “Como los gallos de Tepeaca / grandotes y correlones” (Altamirano, 1997, p. 78).

En la lírica tradicional moderna, el gallo representa dos funciones en concordancia con los tipos humanos que representa, “el retrato del mujeriego bravo y presumido a quien no importa el estado civil de las mujeres” (Cuellar Escamilla, 2012, p. 157), por un lado, y al tipo “vulnerable a la burla o infidelidad de sus mujeres” (Cuellar Escamilla, 2012, p. 165), por el otro.

La gallina, su acompañante, representa a la mujer “suelta” o libertina, “que ejerce libremente su sexualidad y es mostrada como promiscua y ordinaria, y la que tiene potencial para ser madre o para mostrar cualidades que le son propias” (p. 167). Se trata de dos caras de la misma gallina: facetas de la cultura patriarcal donde impera la visión “que se resiste a reformularse y replantear las formas de convivencia social” (p. 173). En la obra dramática, el canto primero es una invitación al solaz sexual y, enseguida, es reclamo contra las mujeres libertinas, una amonestación que las exhibe con esa conducta. El traspaso semántico, sin embargo, es ingenioso porque deja abierta la ambigüedad por cuanto las mujeres evaden la acusación y solicitan que sus esposos salgan de los aposentos a pelear. El doble sentido, en el espectáculo, es artero: invitación a la copula y alusión al acto sexual mediante una riña entre hombres y mujeres. Recordemos que el final a palos es la representación del caos social y carnavalización sensorial, arquetipos en el teatro cómico breve.

El final constituye una lección moral evidente para la sociedad de la época: no hacer fiestas en el interior de los aposentos. Las diversiones callejeras, si se realizaban en espacios abiertos, podían ser vistas como entretenimientos sencillos e inocentes de la leperada. Si las fiestas se realizaban en espacios cerrados, donde pudieran mezclarse hombres y mujeres, la sospecha de libertinaje sexual no se hacía esperar. Es notorio cómo la dualidad entre el espacio privado y el espacio público está mediada por la obra teatral, enfatizando el lugar de la fiesta popular en los espacios abiertos, como ocurría antiguamente en los atrios. La lírica tradicional cumple una función escénica de primer orden, pues apunta tanto hacia adentro, en la burla del marido remendón, como hacia afuera, en la invitación al sexo, que lo convierte en marica por no cumplir con su mujer ni con el papel correspondiente; “gallo” envalentonado ante las provocaciones y los deberes carnales de cónyuge en el interior de los aposentos.

Conclusiones

Por lo que las obras expresan en los niveles estético e ideológico, podemos argüir que estas se encuentran en el cruce de las tradiciones antigua y moderna, lo cual no debe extrañar cuando tratamos con una época y un contexto sociocultural donde el teatro debía cumplir regulaciones autoritarias muy rigurosas y gustar, deleitar y entretener. La negociación era meramente simbólica por cuanto era posible superar la regulación que, en efecto, traía como consecuencia la cancelación y repetición del espectáculo con la incautación de los papeles. De todos modos, las obras dan muestra del cruce de dos tradiciones; la antigua, que se expresa con el uso de símbolos populares renovados, y la moderna, en función de las nuevas maneras de concebirlos y adaptarlos para satisfacer las expectativas de entretenimiento y comunión teatral. Si bien hay una suerte de continuidad entre ambas tradiciones, se nota el cambio de perspectiva que va imponiéndose, sobre todo en el hecho de pretender construir una identidad local, protonacional y diferenciada con base en expresiones propias, así como el retrato de costumbres reconocibles por el público de criollos y léperos sin distinción de clase.

El interés por destacar las marcas de la representación y los recursos espectaculares, permite valorar las obras en el nivel estético. Así es posible advertir la conciencia de una tradición dramática jocoseria y la sátira de valores como el honor y la cortesía, con la ventaja de que, en la escena, la sátira se nutre de posibilidades expresivas cuando los autores agregaban sus improntas. La lectura en el atril, que había advertido Quevedo como un espacio textual y performativo para lo satírico, se proyecta en el espacio escénico y en la voz inquisitorial que pretendía la corrección de las costumbres, hasta incluir esa voz como objeto de burla. La figura del marido cornudo ha pervivido en el teatro novohispano dieciochesco, si bien aparece sofisticado y mediado por actitudes nuevas, alusiones cada vez más veladas y juegos de indirectas, como en los tres casos analizados. La perspectiva del atril ha permitido destacar no solo la figura del cornudo, sino también la dimensión de la fiesta popular recreada, en oposición a la seriedad implícita, la autoridad aludida y los valores parodiados.

Estos elementos permiten observar el alcance estético de la representación y el enriquecimiento de las obras con la introducción de algunas diversiones públicas callejeras en la escena, como el gallo en el caso de la última obra analizada. En otras, se alude y se ejecutan bailes como el fandango, en otra más prevalece un ambiente festivo creado por unas cuantas coplas. Por lo tanto, las escenificaciones pudieron haber subvertido el orden que, en apariencia, se intentaba mantener. Estilizar la fiesta y el baile popular en el teatro, es decir, representar lo que por sí podía provocar el alboroto, implica arriesgarse demasiado. Todo parece indicar que así fue, como lo demuestran las incautaciones, en el caso de las dos obras del maromero José Macedonio Espinoza. En contraste, la obra del padre Agustín de Castro guarda una relación indisoluble con el humor y la risa desde la perspectiva jocoseria. Si Los remendones se representó en las calles aledañas a algunos lugares mencionados por los personajes; por ejemplo, la Alameda, a donde todos (nobles y plebeyos) debían ir bien vestidos; o en los alrededores de la Acordada, centro laboral mencionado en la obra, la burla contra criollos y desempleados sería paradigmática. Las posibilidades expresivas del texto espectacular abren derroteros más ricos si hacemos el análisis desde la perspectiva de la época, en atención al lenguaje culto parodiado, a la distinción entre lo cómico y lo serio y, sobre todo, al modo de funcionamiento del canto, el baile y la lírica tradicional en este tipo de obras, con el fin de que la lectura, la representación y la comprensión se integren. En todos los casos, la palabra viva, como sucede en el teatro, interpela hasta la fecha la presencia del otro porque la expresión busca siempre una respuesta o es en sí misma una réplica contra el silencio.

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1El texto espectacular es un aspecto de la obra dramática, junto con el texto literario, que, desde la semiología de la obra dramática, constituye una propuesta de análisis bastante fructífera para las obras de teatro auriseculares, ya que en estas las marcas e indicios de representación se integraban en el texto literario. El texto espectacular está conformado por el bloque didascálico o “acotaciones implícitas” en los parlamentos de los personajes; se constituye de marcas e indicios de desplazamiento y movimiento escénicos, los señalamientos, gestos y los tonos; algunos íconos como el vestuario y la mímica, así como las distintas descripciones y réplicas que los personajes hacen entre sí, caracterizándose unos a otros o a sí mismos (Bobes, 1987).

2Cabe aclarar que la bandera de San Marcos, alusión del marido cornudo, dio origen a una confusión entre el emblema de San Lucas y el toro de la fiesta de San Marcos. En algunas enciclopedias de religiones, como ha señalado José María Alín, de quien retomo el recorrido literario sobre las expresiones del cornudo, se llegó a registrar que el emblema de San Marcos era el toro, no el león. El momento de la confusión es incierto; pero a mediados del siglo XVII se escribía también “atril de San Marcos” o “bandera de San Marcos” como expresiones de burla hacia los maridos cornudos (Alín, 2004, p. 34).

3Julio Caro Baroja, en Ritos y mitos equívocos, recabó varios testimonios, además de la crónica de fray Coria, y señaló la posibilidad de que la festividad correspondiera con las fiestas romanas de Rubigalia, cuyo fin era preservar las cosechas de trigo de la roña, que se celebraban el 25 de abril en el calendario juliano (1974, pp. 77-78). La relación de la fiesta y la ganadería es tal por la presencia del toro, la cofradía de ganaderos, las corridas de toros y por el arreo de ganado que concluye en varias regiones de la península el día 25 de ese mes (pp. 82-83).

4Además de las diversas líneas de continuidad y tópicos de la estética barroca en el teatro novohispano del siglo XVIII (Peña, 2011), puede verse el problema de la transmisión textual de algunas obras breves de las que hay variantes y versiones, así como las refundiciones y reelaboraciones de obras propiamente auriseculares como, por ejemplo, las que ha presentado Caterina Camastra en la Revista de Literaturas Populares (XIV-X) sobre el repertorio de José Macedonio Espinoza: Sancajo y Chinela (cuya primera versión apareció en 1663, de Sebastián de Villaviciosa, y representada en 1802), La manta (versión homónima de un entremés de Luis Quiñones de Benavente, sin fechar) y Las cortesías (basada en versiones españolas en pliego de cordel, sin fechar) (Camastra, 2014, pp. 5-8).

5El itinerario de algunas piezas del maromero José Macedonio Espinosa y las vicisitudes y querellas en torno a sus obras han sido estudiados por Caterina Camastra en su artículo “El Entremés de Luisa, de los papeles incautados al maromero José Macedonio Espinosa”, que puede consultarse en el Boletín del Archivo General de la Nación, núm. 18, 2007, pp. 34-50.

6Mientras que en el mundo social en el que se representaron estas obras, las diversiones públicas callejeras no fueron vistas como dignas de atención o “no tenían ni una opinión ni una política únicas” (Viqueira, 1987, p. 137) por parte de los censores, la adaptación (estilización y reelaboración) de bailes, cantos y, en general, de las diversiones callejeras en el teatro sí era fuente de “lo subversivo [como señala Viqueira], lo inmoral, lo impío [que] pueden en él dejar de ser simples posibilidades pensadas para cobrar cuerpo y apoderarse de la escena, suscitando pasiones violentas y enfrentamientos entre los espectadores, que no son sino el reverso de la comunión” (1987, p. 55). La introducción y la adaptación escénica de un baile o de un canto en una representación entrañaban, además de una función dramática propia, como en el teatro clásico español, cierto grado de subversión por el modo de actuación, improvisación y movimientos de los actores. Ese aspecto no estaba del todo bajo el control de la censura porque el teatro es un hecho vivo en un momento preciso, aunque sí se podía evitar la repetición total de la obra y el castigo judicial sobre las actrices y actores.

7Respecto del lapso que corresponde a las tres obras, a principios del siglo XVIII destaca la Comedia nueva del Apostolado de las Indias y martirio de un casique, de Eusebio Vela (Toledo 1668-Veracruz 1737), que alcanzó gran popularidad, junto con Si amor excede al arte ni amor ni arte a la prudencia, entre 1729 y 1730 (Peña, 2005, p. 11). En la primera, los indios aparecen haciendo el papel de graciosos, por un lado, y como protagonistas del drama de la conquista, como caciques y un mártir, por el otro. El personaje Mendrugo hace el papel de gracioso español, acompañante de los soldados y los frailes. Pero también hay indios graciosos que por su rol suponen la carencia de nobleza, y su indumentaria debía haber sido de acuerdo con las clases sociales más bajas de los indígenas.

Recibido: 26 de Enero de 2017; Revisado: 12 de Junio de 2017; Aprobado: 26 de Septiembre de 2017

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