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Revista de El Colegio de San Luis

versión On-line ISSN 2007-8846versión impresa ISSN 1665-899X

Revista Col. San Luis vol.5 no.10 San Luis Potosí jul./dic. 2015

 

Notas

Estado de violencia, violencia de Estado. Reflexiones antropológicas en torno a la guerra, la violencia y el Estado*

State of violence, State violence. Anthropological reflections on war, violence and the State

Víctor Vacas Mora** 

**Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, CIESAS, Occidente. Correo electrónico: vvmora@yahoo.es


Resumen:

El presente artículo se ocupa de las teorías sobre el Estado, así como de aquellas que se han enfocado en la violencia, con la intención de encontrar posibles vínculos que articulen ambos conceptos o desuniones que los separe. De esta forma, tras una breve presentación de intenciones, de modo somero se repasa el Estado en el marco de los estudios sociales para, una vez perfilado el estado de la cuestión, entrar en el análisis de la violencia como problema antropológico. Al final, recorridos ambos itinerarios, se concluye con algunas reflexiones en relación con lo expuesto y en referencia a ambos fenómenos, buscando posibles nexos, así como enunciando algunas conclusiones.

Palabras clave: antropología política; teorías del estado; poder y sociedad; violencia y cultura; estudios de caso

Abstract:

This article is concerned with the theories regarding the State as well as those that have focused on violence, with the intent of finding possible links that articulate the concepts or disunities that separate them. In this manner and after a brief presentation on the intents, the State is partially reviewed within the framework of the social studies in order to, once the state in question has been outlined, enter into the analysis of violence as an anthropological problem. Lastly, covering both itineraries, it is concluded with some reflections related to the presentation and referencing both phenomenon, looking for possible nexus as well as briefly stating some conclusions.

Keywords: political anthropology; theories of the state; power and society; violence and culture; case studies

PROLEGÓMENO

En un excelente ensayo sobre antropología política, Enrique Luque Baena (1996) observaba-acertadamente, en mi opinión-la escasa atención que la antropología ha destinado a la guerra dentro de su extensa producción bibliográfica, un hecho que no deja de ser llamativo, dada la amplitud de las miras antropológicas en cuanto a los objetos de sus análisis. Pocos fenómenos humanos han pasado inadvertidos a dicha disciplina social; desde el parentesco al canibalismo, de la economía a los rituales, de los sistemas productivos a los mitos, la etnografía ha transitado por numerosos escenarios sociales y ha recogido infinidad de datos acerca de los temas más dispares, mundanos o exóticos, banales o transcendentes que tienen relación con el ser humano. Sin embargo, uno de los fenómenos más reiterativos y de mayor presencia entre la especie humana, la actividad bélica desplegada en casi todas partes del mundo y en casi todo momento histórico mínimamente documentado, ha sido casi obviado, escorado en los estudios y relegado a los márgenes de la investigación académica. Pasada de puntillas, hasta hace muy poco la antropología no se había parado a escrutar con seriedad la guerra.

Doblemente curioso, si se atiende a que los fenómenos bélicos siempre han acompañado, copilotos en el viaje, a las teorías sobre el Estado. Mientras la guerra y la violencia habían sido, desde el punto de vista académico, casi desconocidas, el Estado refulgía como piedra de la corona en los estudios de ciencias sociales. Las teorías sobre el Estado, de una forma u otra, hablaban, velada o abiertamente, de la violencia. Motivo que impele el pacto social hobbesiano (y al que dicho contrato suprime), domesticado en dones y potlatch (Mauss, 1971), latente en el intercambio de mujeres (Lévi-Strauss, 1991), así como laurel del lábil mandato de los jefes "primitivos" (Clastres, 1978), lo bélico marca profundamente la visión antropológica de la vida social, y sin embargo se relegó en el ámbito académico a la retaguardia del interés investigador. Quizás por ello, por ese velo de desconocimiento, pese a su omnipresencia cegadora, se ha renovado el interés con inusitado furor. Desde hace ya un tiempo, cada vez más autores vuelven la vista, con nuevas preguntas y mayor calado analítico, hacia la violencia y la beligerancia humanas, así como hacia los actos que éstas generan. De esta forma, "del poco o nulo interés por la guerra en antropología, hace ya muchos años, se ha pasado a una auténtica obsesión por el tema" (Luque, 1996:81).

La guerra y la violencia, el poder y el Estado, compañeros en un largo trayecto, han ofrecido reticencias a ser definidos, problemas en la conceptualización de su interrelación, así como una aparente resistencia a su conjugación dentro de una misma teoría antropológica que diera cuenta de ellos, de sus vínculos e incompatibilidades en su relación. De un estado natural de guerra, de un "todos contra todos" que hace necesaria una entidad que todo lo controle y lo abarque, Leviatán que se imponga sobre los hombres y sus destinos, a las escépticas disquisiciones actuales que relativizan la existencia del Estado como omnímoda entidad real, han pasado tres siglos, durante los cuales el Estado se ha mantenido en el ojo del huracán de las disputas académicas. La guerra y la violencia han permanecido periféricas, como comodín explicativo en su surgimiento, o consecuencia deleznable de su aparición. Como fuere, el nuevo interés por la guerra y la violencia en su relación con el poder y el Estado parece ahora resituar las cosas, remover el viejo avispero en busca de nuevas respuestas, más acordes con las recientes aproximaciones al Estado en antropología social.

Imbricados en su estudio, los conceptos antedichos aparecen y reaparecen en los enunciados que respecto al Estado se han emitido. ¿Por qué, entonces, si el Estado, su naturaleza y función, parecieran cada vez conocerse y comprenderse mejor, la guerra y la violencia han sido tan escasamente trabajadas científicamente? ¿Qué relaciones podemos vislumbrar en los desarrollos, paralelos o cruzados, de las evoluciones en su estudio? ¿Hasta qué punto podemos considerar ambos conceptos como vinculados o como independientes y hasta qué extremo las teorías al respecto han aportado algo de luz?

En este artículo pretendo repasar brevemente y de manera no exhaustiva2 dos conceptos hermanados en la investigación con diferente suerte en su atención y trato. El Estado, insigne protagonista de las disquisiciones del pensamiento social, y sus espurias hermanastras, la guerra y la violencia. Por motivos de espacio y tiempo, el arranque del trayecto se situará en el siglo XVII, con las reflexiones de Thomas Hobbes, de las que se dice, por consenso casi general, que iniciaron el debate sobre el Estado, su naturaleza y función. Mirando más atrás, con seguridad podríamos recalar en la antigua Grecia, en el Imperio romano o en la Edad Media para recuperar del pensamiento del momento valiosas reflexiones en torno a dicha formación, central en la vida política de sus sociedades. Empero, por los motivos de espacio y tiempo ya mencionados, así como por la necesidad de localizar un inicio abarcable para el recorrido de este ensayo, se aceptará el común acuerdo que reconoce al pensador inglés el mérito de fundar la filosofía política e introducir el Estado en la discusión académica de las nacientes ciencias sociales. Una vez que perfilemos de forma somera el estado de la cuestión en lo que a las teorías del Estado se refiere, echaré un vistazo a la manera en que la guerra y la violencia se han estudiado en las ciencias sociales, muchas veces circundantes al Estado y al ejercicio del poder político. Para finalizar este breve itinerario, que de ninguna manera pretende agotar la veta teórica de discusiones sobre los temas presentados, esbozaré unas conclusiones que vinculen los dos conceptos repasados por separado. Con ello espero cerrar, en forma de síntesis, el recorrido del Estado en cierto sector de las ciencias sociales que aúne a su trazado el de la guerra y la violencia, para localizar conexiones y puentes que los vinculen, así como rupturas y brechas que los separen.

EL ESTADO

Corría el año 1651 cuando las imprentas renacentistas confinaban en papel y tinta, bajo el epígrafe Leviatán, o la materia, forma y poder de una república eclesiástica y civil, el pensamiento del intelectual inglés Thomas Hobbes sobre el Estado. Si bien antes de que este filósofo inglés plasmase sus ideas sobre el gobierno y la naturaleza del Estado en esta obra, otros autores, tales como el famoso Nicolás Maquiavelo o el absolutista Jean Bodin, ya apostaban por un poder fuerte, centralizado y necesario como rector de la vida social y política. Es a Hobbes a quien se le reconoce el haber iniciado el pensamiento político moderno, rompiendo con los moldes medievales precedentes. La percepción pesimista de Hobbes sobre la naturaleza humana (condensada en el aforismo homohomini lupus, adaptado libremente del escritor latino Plauto) y la obvia necesidad de un mínimo orden social para el desarrollo de la vida en común, encaminaron su pensamiento por una dilatada reflexión que concluía en la necesidad de un pacto social que hiciera posible el desarrollo pleno de la sociedad. El estado natural del ser humano es de individualismo beligerante, un egoísmo feroz a la hora de satisfacer sus deseos y necesidades. Egoísmo que no repararía en recurrir a la violencia para su consecución si así fuera necesario. Por ello, la convivencia pacífica y fructífera se volvería algo imposible si el ser humano fuera dejado a su libre albedrío, ajeno a un gobierno y a las consecuencias punitivas de sus actos. Lejos de cooperar, las personas en pleno disfrute de su libertad, competirían fratricidamente entre sí, en estado de guerra constante, por cubrir y satisfacer sus necesidades. Se impondría así la ley del más fuerte en un estado de conflicto interminable, que imposibilitaría el desarrollo de una sociedad sana, de una convivencia colectiva en la cual se pudieran alcanzar tanto una vida segura como los frutos del trabajo y el esfuerzo intelectual, sólo posibles como consecuencia del disfrute de tal paz. Por ello, para poder acceder a la tranquilidad de una vida apacible que evite el conflicto constante y generalizado, los individuos libres, de mutuo acuerdo, suscribirían un contrato que, limitando su libertad, cedería ésta a un único soberano, monarca absoluto, que velara por el orden y la convivencia pacífica en sociedad. Este alegato en favor de un poder único, centralizado y monolítico, supuso el inicio de una filosofía política que tendría eco en las ciencias sociales que estaban por nacer.

Poco después, el liberalismo, heredero del pensamiento ilustrado representado principalmente por Voltaire o Montesquieu,3 contestaría al pensamiento hobbesiano desde una visión antropológica eminentemente optimista. En ella, el ser humano, con base en la razón y el conocimiento objetivo que ésta le brinda de su entorno, se aboca al bien con sus actos. Es decir, en contraposición a Hobbes, el ser humano es "bueno por naturaleza". Los liberales, cuyos abanderados son Adam Smith, David Ricardo, Adam Ferguson, entre otros, consideran que el individuo es un ser libre, en cuya libertad radica su más preciado bien. El Estado, en esta percepción, se debe limitar a vigilar para que nada ni nadie impida, frene o niegue la libertad del hombre. El individuo, en virtud del conocimiento objetivo de su contexto, capacitado por la razón para distinguir el bien y el mal, puede actuar como quiera, libre de restricciones, siempre y cuando no lesione o impida la libertad de otros. El mecanismo que habilitará este modelo (más ideal que real) es el mercado, donde cada individuo desarrolla su libertad a través del intercambio de bienes y servicios. Esta institución, el libre mercado, sin restricciones ni injerencias por parte del Estado, reducido en esta teoría al papel de un simple vigilante, será la espina dorsal del modelo liberal. En referencia al mercado, Adam Smith observa cómo en su desarrollo se supera la dicotomía antagónica altruismo-egoísmo, dado que aun el hombre más egoísta, al operar en su marco, se convierte en altruista, ya que por perseguir su propio provecho genera beneficios para otros. Ambas versiones, la hobbesiana y el liberalismo, encontrarán una fuerte crítica tanto en Karl Marx como en Emile Durkheim.

Hobbes escribía un siglo antes del gran apogeo de la Revolución Industrial y los profundos cambios que la acompañarían, "la Gran Transformación", en palabras de Polanyi (cit. en Migdal, 2001). En este contexto, autores como Karl Marx, Max Weber, Emile Durkheim, entre otros, se volcaron a la búsqueda de explicaciones y previsiones para los cambios que se sucedían con velocidad en las sociedades del momento. Entre sus intereses, como no podía ser de otra forma, figuraba el Estado. Joel Migdal (2001) afirma que el debate sobre la transformación social en las ciencias sociales ha basculado, a partir de estos autores, en torno a dos posibles ejes, sociedad o Estado, dando lugar, según la proximidad a uno de estos polos, a dos tipos de teorías posibles: "the scholarship swing between 'society-centered' and 'State-centered' theories in explaining the social transformation" (Migdal, 2001:98). Posiblemente, la definición de Max Weber sobre el Estado sea la más influyente y repetida en los trabajos posteriores: "Por Estado debe entenderse un instituto político de actividad continuada, cuando y en la medida en que su cuadro administrativo mantenga con éxito la pretensión al monopolio legítimo de la coacción física para el mantenimiento del orden vigente" (Weber, 2008[1922]:43-44). Desde ese momento, y a excepción de las teorías pluralistas (véase Marcus, 2008), el Estado se siguió tratando, en mayor o en menor medida y en diferentes teorías y corrientes, como una realidad coherente en sí misma, como reificación autónoma de la sociedad de la que se separa tajantemente (Estado/sociedad civil) y como centro unitario de poder, invisible rector todopoderoso de la totalidad social. La antropología permaneció prácticamente ausente del debate, sin ser considerado el Estado como uno de sus objetos de estudio primarios.

En efecto, Anthony Marcus (2008) lamenta que la antropología se haya abstraído de las discusiones de las ciencias sociales en referencia al Estado, dejando a sociólogos y politólogos la tarea de definir y analizar dicha entidad. La mirada escéptica de los antropólogos hacia cualquier realidad tomada como dada, aunada a su entonces obstinada especialización en pueblos carentes de Estado, desplazó dicho objeto de los focos principales de la disciplina. En 1940, en una obra pionera por sus contenidos y objeto de análisis (los sistemas políticos africanos), Radcliffe-Brown adelantaba una opinión sobre el Estado que ilustra admirablemente esta posición: "In writings of political institutions there is a good deal of discussion about the nature and the origin of the state, which is usually represented as being an entity over and above the human individuals who made up a society [...] The State, in this sense, does not exist in the phenomenal world; it is a fiction of the philosophers" (1940:XXIII). Este descreimiento y escepticismo relega al Estado como objeto secundario en los estudios antropológicos, que sólo es tratado en relación con otros fenómenos estudiados. Sin embargo, en los años 70 y 80, la antropología retornó al campo que durante tanto tiempo dejó prácticamente abandonado a sociólogos y politólogos. En los 70, el antropólogo anarquista Pierre Clastres escribió sobre el Estado, al que presenta como el enemigo de la sociedad (aún se mantiene, como vemos, la separación sociedad/Estado). A partir de su trabajo de campo entre los guayaquíes de Paraguay, sociedad sin Estado, Clastres observa, basado en datos etnográficos concretos y en contradicción las teorías marxistas del surgimiento del Estado, que la aparición de éste será la que condicione la base productiva, y no a la inversa (como postulaban los marxistas en relación con la aparición estatal en la secuencia agricultura-sedentarismo-Estado). "La relación política del poder precede y funda la relación económica de explotación", afirma el antropólogo francés, para añadir con elocuencia que "el poder está antes del trabajo, lo económico es un derivado de lo político, la emergencia del Estado determina la aparición de clases". Con ello, la fundación del Estado viene a convertirse en el enemigo de unas sociedades que, antes de su surgimiento, son indivisas, holísticas y, más o menos, igualitarias. Uno de los primeros textos cuyo objeto de estudio principal es el Estado quizá haya sido el de Philip Abrams, de 1988. Abrams continúa la senda que había abiertoRadcliffe-Brown, negando al Estado la existencia como estructura o entidad unitaria que pueda ser estudiada. De ahí que la dificultad de su estudio derive de su inexistencia, de su carácter de ilusión colectiva, reificación de una idea que enmascara la realidad política. "State is not the reality which stands behind the mask of political practice. It is itself the mask which prevents our seeing political practice as it is" (Abrams, 1988:58). La idea de Estado otorgaría cohesión a unas relaciones de poder en tensión, fuerzas centrífugas que amenazan fragmentar la vida política de una sociedad. Pocos años después, Akhil Gupta profundizaría en este asunto, con otro artículo de amplia repercusión, publicado en 1995 en la revista American Ethnologist, "Blurred Boundaries. The Discourse of Corruption, the Culture of Politics, and the Imagined State", que tuvo muy buena acogida de la academia. Gupta ahonda en la deconstrucción del Estado como res, entidad cosificada, que se ha escindido de manera artificial del resto de la sociedad, y se nos presenta como autónoma de ésta. En su ensayo, las fronteras entre el Estado y la sociedad civil se borran. Desdibujadas estas fronteras, el Estado, "inexistente" como centro de poder unificado o estructura cosificada, se disemina a lo largo de la sociedad, en los encuentros cotidianos de cada persona con los agentes que representan al Estado. Es en estos encuentros e interacciones intersubjetivas donde se crea y recrea continuamente la idea y representación del Estado y, en opinión del autor, es ahí donde se debe prestar atención (entre otros espacios, tales como la prensa y otros medios de comunicación) si se quiere realizar una "etnografía del Estado".

Esta forma de acceder al estudio del poder, en esas interfaces cotidianas donde se gesta, materializa y se actualiza constantemente, es también resaltada por Marc Abélès:

El análisis del poder "allí donde se ejerce" tiene la ventaja de dar una perspectiva del Estado partiendo de la realidad de las prácticas políticas. Lo único que puede facilitarnos un mejor entendimiento de lo político, no ya como una esfera separada sino como la cristalización de actividades modeladas por una cultura que codifica a su manera los comportamientos humanos, es tratar de tomar en consideración el ejercicio del poder y su arraigo en un complejo en el que se mezclan inextricablemente sociedad y cultura (Abélès, 1990).

En consonancia con las teorías de Michel Foucault (1988), quien abogó por abandonar el empeño de estudiar el poder como sustancia cosificada para empezar a observarlo como un acto o una actividad construidos socioculturalmente ("modo de acción sobre las acciones"), y a partir de ahí preguntarse cómo se ejerce, Abélès reconoce la necesidad de investigar "sus raíces en el corazón de la sociedad y las configuraciones que produce" (1990).

Es decir, siguiendo esta línea, estamos pasando de estudiar estructuras e instituciones, clásicamente entendidas como punto de partida, origen y principio del poder, a comprenderlas como terminaciones del ejercicio de éste (Foucault, 1988),4 además de comenzar a entrever el poder y la idea del Estado producidos y reproducidos en el seno mismo de la llamada sociedad civil, de la que, por tradición, politólogos, antropólogos y sociólogos los habían escindido de tajo.

Aretxaga (2003), por otro lado, ahondó en esta perspectiva con su brillante síntesis del estado de la cuestión, Maddening States, que aporta ideas interesantes, a las que más tarde retornaré con relación al nexo Estado-violencia. Migdal, por su parte, descontento con la forma tradicional de abordar el Estado, entidad independiente de la sociedad, buscó formas de entender su relación con ella. Para conseguirlo, observa el Estado, no como una realidad unificada de modo coherente y apartada del resto de la sociedad, sino fragmentado en diversos grupos de interés que pugnan o se alían entre sí en diferentes interfases y circunstancias, diseminados estos espacios por toda la estructura social (es decir, no localizados en un centro en lo alto, vértice conductor del poder).

Interesantes estudios, como los de Guillermo de la Peña (1986), sobre países como México parecen confirmar en la práctica estas ideas. En un excelente texto, "Poder local, poder regional", el autor describe las tensiones entre los diferentes niveles de realidad sociopolítica del llamado Estado mexicano. En dicho contexto, profundizando en las ideas que treinta años atrás esbozó Eric Wolf (1956), el gobierno central, lejos de ostentar un poder efectivo que haga valer sus decretos y disposiciones, debe pactar y recurrir a intermediarios entre el poder estatal y los diversos ámbitos que conforman el territorio del Estado-nación mexicano, controlados éstos por grupos de interés que varían en el tiempo y el espacio. Estas negociaciones refutan el supuesto poder absoluto del Estado, el cual debe recurrir con frecuencia a caudillos (hacendados, terratenientes) y caciques locales en su negociación con diversas fuerzas para poder hacer efectivas las iniciativas aprobadas por un gobierno cruzado y amenazado por la tensión (conservadores y liberales) en un país de gran complejidad sociocultural y de una diversidad abrumadora. El poder, constructo sociocultural, antes que realidad universal, se disemina por toda la estructura social, en sus diversas capas y arenas. Dichos espacios de poder (en cooperación, disputa o independencia, a su vez, entre ellos) pueden coordinarse o entrar en conflicto con los intereses de aquel grupo o aquellos grupos que controlen la idea de Estado.

Con todo ello, en antropología, el Estado ha pasado de ser escasamente trabajado como objeto de estudio en sí mismo, a recibir atención reiterada y propiciar una discusión incisiva en diversos análisis y trabajos académicos. Si bien, como Marcus apunta, en el periodo de entreguerras hubo alguna preocupación por el Estado, en especial centrada en el problema de su origen y formación, para pasar, en el periodo de posguerra y de la Guerra Fría, al interés en los estudios de desarrollo comparativo como consecuencia del surgimiento de los "nuevos Estados" con la descolonización, para la corriente principal de la disciplina, el Estado permaneció en los distantes márgenes de la cotidianidad, ese día a día que conforma el campo de estudio privilegiado de la antropología. Pese a su mayor presencia, rara vez era un objeto de estudio en sí mismo, sino en dosis pequeñas y en relación con otros temas. Sería al final de la Guerra Fría cuando la antropología comenzaría a preguntarse con regularidad por el Estado y a desarrollar su propia visión de la naturaleza de éste. Irónicamente, este florecimiento del interés por el Estado emergió al tiempo que muchos comentaristas argüían su desaparición, o al menos la reducción de su poder, con la globalización. Desde ese momento, el aumento de los trabajos y las reflexiones en torno a éste han confluido en una corriente que, a falta de otro nombre, denominaré "deconstruccionista" del Estado. No podemos, una vez lo dicho, conceptualizar más al Estado como esa "cosa" por encima de los sujetos, con su propia volición, intereses y necesidades. Antes, ha de ser comprendido como una representación (como apropiadamente lo refiere Luque Baena), una idea que cohesiona la realidad política fragmentada, con base en grupos de interés, en cooperación o en disputa, de la que Migdal nos había hablado.

El Estado, ese "Estado" con mayúsculas, no existiría, al menos en el sentido de entidad unitaria, res política autónoma y opuesta a la sociedad civil. El conjunto más o menos heteróclito de fuerzas que acaparan dicha representación, en colaboración o disputa según intereses y situaciones, sólo puede ser ungido por la idea del Estado, comodín cohesivo que permite la organización, siempre conflictiva, de la vida política de ciertas sociedades. El Estado, como idea que es, vendría a ser el eje que impide que la inercia disgregadora de la diversidad de facciones desmiembre el orden mínimo necesario para la continuidad política de una sociedad, así como la cristalización de determinadas relaciones de poder, entendido éste como una actividad construida socioculturalmente en el seno mismo de toda sociedad, en sus interacciones cotidianas y en aquellas interfases en las que el Estado, como terminación del ejercicio de poder, se materializa en las experiencias cotidianas de aquellos que lo perciben y, a su vez, con sus actos, lo cimentan.

DE VIOLENCIA(S) Y GUERRA

Hemos dejado, en el punto anterior, una noción del Estado deconstruida, rebajada desde el podio del poder omnímodo, que todo lo abarca desde un centro coherente, hasta el papel de una mera máscara, ficción que aúna, cohesionándola, la vida política, quebrada y centrífuga en sí misma. Ahora nos toca volver la mirada hacia el otro componente del par teórico que guía este breve ensayo: la violencia y la guerra.

Carolyn Nordstrom, antropóloga volcada al estudio de la guerra y la violencia, inicia la segunda parte de su magistral libro, Shades of War, titulada "Guerra" (War), de la siguiente manera:

Sun-tzu, the famous Chinese military expert, began his book The Art of War with the words "Warfare is the greatest affair of state, the basic of life and death, the Way (Tao) to survival or extinction. It must be thoroughly pondered and analyzed". Centuries later, we have come little closer to understanding why humans will or will not point a weapon at another and pull the trigger in the pursuit of politics (2004:43).

Por un lado, observamos cómo ya en la China del siglo V antes de nuestra era se asociaba la guerra al Estado en forma de una de sus atribuciones definitorias o, al menos, la más notoria en importancia. Por otro, la autora nos indica el desconocimiento en que todavía nos movemos cuando hablamos de guerra y violencia, al menos en lo que a persecución de objetivos políticos se refiere. Asumamos con humildad este desconocimiento como inicio de nuestro (breve) recorrido, que siguiendo la costumbre decimonónica y escolástica quizá debiera arrancar con una definición, aunque sea aproximativa. En este sentido, Keith Otterbein define la guerra de la siguiente manera: "Warfare consists of the activities of military organizations, groups of men -under the direction of leaders- who engage in armed combat" (2004:4). Aunque mínimo, este enunciado nos será útil como punto de partida. Problematicemos algo más, sin embargo.

Durante años, las ciencias sociales centraron su eje de gravedad en sus estudios, en el orden y el consenso, observando en las sociedades cuerpos coordinados cuyos miembros y órganos son diversas instituciones, creencias y procesos que, trabajando en armónico conjunto, conducirían dicho cuerpo social por el buen funcionamiento y el equilibrio necesario para el desarrollo sociocultural. Esta visión soslayaba el conflicto que, así planteado, sería el resultado del malfuncionamiento de alguno de los componentes del cuerpo social. No sería hasta los años 40 del siglo pasado cuando se empezaría a cuestionar y a redirigir este enfoque, el cual desplazaba el conflicto a los oscuros márgenes de la vida social, una incómoda periferia producto y síntoma del desequilibrio, desintegración o incorrecto funcionamiento de alguna de la partes componentes del ensamblaje social. Evans-Pritchard y Max Gluckman, con sus estudios en las sociedades africanas coloniales, en contraste con la tradición antropológica previa, perfilaron el conflicto como inherente a toda vida social, una parte relevante de toda sociedad existente. El orden social genera el conflicto mismo, así como toda alianza engendra oposiciones, inevitablemente. En efecto, el conflicto, antes que un síntoma de inoperancia o degradación de un sistema social, caracteriza toda vida en sociedad, aunque las formas de resolverlo, sortearlo o de minimizar sus consecuencias son muy diversas, acordes con cada conjunto sociocultural y su situación histórica y contextual. Expuesto lo anterior, ¿podríamos asimilar la guerra como una extensión del conflicto así entendido? ¿Sería la guerra un producto extremo de estas oposiciones y facciones, consecuencia última de las diferencias y las discordancias presentes en todas las sociedades, tanto en su interior como en su exterior, en la interacción entre ellas?

Si bien el conflicto, dependiendo de su origen y naturaleza, podría derivar en violencia y guerra(s), no considero ambas realidades como asimilables; no sólo por las razones de intensidad obvias, sino también por motivos de contenidos: la guerra y los procesos bélicos (aunque originados en algún tipo de conflicto) reúnen en su interior violencias heterogéneas, violencias diversas en esencia y contenido, que se extienden y rebasan los límites del enfrentamiento armado en sí mismo para instalarse en muy diversos ámbitos de las sociedades que las generan y padecen. Mientras el conflicto se localiza en toda formación social como inherente a las relaciones e interacciones cotidianas y es, por muy diferentes mecanismos y en la medida de lo posible (dependiendo de su carácter e intensidad), domeñado, sorteado o menguado, permitiendo la continuidad de la vida social y la estabilidad cultural, la guerra supera dichos mecanismos y desestructura la sociedad, desestabilizando los pilares culturales que definen al ser humano en su mundo. Como Nordstrom explicita, las sociedades en régimen de guerra, con la(s) violencia(s) permeándolas en su totalidad (no circunscritas exclusivamente al campo de batalla), quedan desestructuradas, inoperantes y desarticuladas, "a broken and maimed society, a decimated cultural stability, a tortured and traumatized daily reality" (2004:60). Pero, dicho esto, volvamos un poco atrás.

Una de las primeras preguntas que me hacía en este ensayo era por qué esa desidia e indiferencia hacia el estudio y análisis de este importante fenómeno. Acorde con Luque Baena (1996:81), el largo desinterés de la antropología por el Estado (en lo que Marcus [2008] , como ya observamos, también concuerda) tuvo que influir forzosamente en la despreocupación académica hacia la violencia y la guerra. Por su parte, Keith Otterbein (1973) añade a esta razón otros motivos no menos importantes, en mi opinión. Entre las reflexiones del autor, tres apuntan a explicar la escasa atención por la guerra: en primer lugar, dado que los pueblos que aquellos antropólogos estudiaban se hallaban sometidos al control colonial y a la paz forzosa que la metrópoli les imponía, la guerra había desaparecido; en segundo, la posición antibelicista de muchos de los antropólogos, y en tercer lugar, al centrar principalmente sus miras inquisitivas en ámbitos tales como la religión, los mitos o el folklore, la guerra y el importante papel que ésta fungía en las sociedades que estudiaban les pasaron inadvertidos. Yo me atrevería a añadir una cuarta razón: el tradicional énfasis funcionalista en el equilibrio y la armonía como característica definidora de las sociedades "simples", énfasis que veló su mirada en lo tocante al desorden, el conflicto y la guerra. La antropología, en cualquier caso, ignoró, inconsciente o deliberadamente y hasta hace relativamente poco tiempo, el tema bélico, excluyendo de su repertorio de objetos de estudio una actividad que desde antiguo había suscitado entre muy diversos pensadores acuciantes dudas e incómodas incógnitas.

Como con el Estado había ocurrido, una de las constantes interrogantes que resurge en la bibliografía sobre el tema es la cuestión de los orígenes. Obsesión perenne en las ciencias sociales, los principios, en muchas ocasiones, parecen obscurecer o relegar reflexiones más pertinentes por favorecer el sondeo, mediante hipótesis indemostrables, de umbrales genésicos y comienzos remotos. El origen de la actividad bélica es, como aquel del Estado, de difícil (sino imposible) rastreo. Es posible que Adam Ferguson (2010) fuera quien realizó el primer esfuerzo documentado por situar los inicios de este tipo de acciones. En su obra Essay on the History of Civil Society, publicada en 1767, este filósofo escocés, apoyándose en datos etnográficos, concluye, en concordancia con Hobbes, que el estado primitivo era de guerra constante (status hostilis). Pero, mientras que en Hobbes la guerra y la violencia son un mal que se tiene que erradicar en pro del desarrollo de la sociedad, Ferguson aprecia en ella ciertos valores positivos: refuerza la unidad civil, engendra la virtud civil y promueve la organización social, pudiendo de hecho ser la condición básica para la existencia de la civilización. Thomas R. Malthus (1993), haciéndose eco de opiniones ciertamente antiguas, veía en la guerra un necesario mecanismo de regulación demográfica. Herbert Spencer (1983), años después y en clara lógica evolucionista, apuntaba el inexorable progreso desde la constante agresión primitiva hasta la civilización y la paz. La guerra, de nuevo y como en Ferguson, era entendida como un dispositivo que impelía a la humanidad (por medio de la cohesión social, la ayuda mutua, la especialización económica, el descubrimiento de herramientas y artefactos de guerra y la diferenciación humana) hacia estados superiores en el camino de la evolución. Otterbein (2004), por otro lado, descubre, a partir del repaso de la bibliografía existente, dos principales teorías a propósito de los caliginosos orígenes bélicos: la teoría del mono asesino (killer ape theory) y la hipótesis de la caza (hunting hypothesis). Para los primeros teóricos, la agresividad humana es innata, al devenir como descendiente el ser humano de un primate de afilados caninos y agresivos instintos, desarrollados éstos en la caza. Entonces, la violencia y la agresividad hacia otros seres vivos, en este enfoque, serían resultado de ciertos genes y se manifestarían en la actividad cinegética, y la guerra, en última instancia, sería la continuación de la caza.5 Esta teoría, surgida a fines del siglo XIX del darwinismo, decayó poco después de 1920, solo para resurgir en los años 60 bajo la forma de la hipótesis de la caza. En esta sutil reformulación, tanto la caza como la guerra devendrían del instinto de agresión propio de los primates. Van der Dennen señala: "the killer ape hypothesis suggested that intraspecific violence evolved from hunting, whereas Eibl-Eibesfeldt (1975), Goodall (1986) and Van Hooff (1990) proposed that hunting evolved from intraspecific violence" (2005:14). En cualquier caso, ambas teorías han sido desacreditadas. Sin embargo, la idea de la violencia y la guerra como compañera del ser humano desde sus albores como especie se ha mantenido, y diversos antropólogos, como el célebre Robert Carneiro o aun Radcliffe-Brown, han atribuido a dicho talante guerrero y violento del ser humano el desarrollo de jefaturas y el surgimiento de los primeros Estados. Otro punto común en varios autores (Eibl-Eibesfeldt, 1970 et seq.; Erikson, 1964, 1966, 1984; McCurdy, 1918, a decir de Otterbein) es otorgar al etnocentrismo y a la xenofobia inherente a aquél un papel destacado en la guerra tribal. Los grupos étnicos, dicen estos autores, tienden a percibir a otros grupos como si pertenecieran a especies diferentes; así superan la inhibición de matar a alguien de la misma especie, lo cual favorece la cohesión intragrupal en su negación y enfrentamiento con el "otro" externo.

En los años 40 se impuso de modo progresivo el mito del "salvaje pacífico" y, con él, la teoría del desarrollo (developmental theory). En esos años, por ejemplo y entre otros, Eric Thompson escribía sobre los mayas del periodo Clásico, a quienes imaginaba como filósofos y astrónomos apacibles que vivían en armonía pacífica, ajenos a la guerra y a la violencia. Malinowski informaba de cómo la guerra evolucionó con lentitud como mecanismo de fuerza organizada sólo para la consecución de las políticas de las naciones. Leslie White argüía que la guerra es prácticamente inexistente entre las sociedades tribales, y es con el incremento de la herencia cultural como las metas políticas y económicas se convirtieron en las causas de la guerra (Otterbein, 2004:23-24). La guerra, en esta visión, acompañaría el surgimiento del Estado y resultaría ajena (o prácticamente ajena) a aquellas sociedades sin organización estatal, tribus y bandas (en la acepción neoevolucionista de Fried y Service).

Finalmente, Otterbein aísla una última corriente teórica en referencia a la guerra. Bautizada como teoría de los sistemas-mundo (world systems theory), con base en el difusionismo y la aculturación, parte de la expansión de las naciones occidentales (sistemas políticos centralizados) a lo largo del mundo que se iba "descubriendo". La guerra formal (serious war) es característica de los sistemas políticos centralizados, y en los sistemas políticos no centralizados la guerra es inexistente o de naturaleza no formal (nonserious nature), de carácter ritual. La guerra formal resulta del avance de los sistemas políticos centralizados (es decir, estatales) en su contacto con grupos tribales. El Estado, en esta visión (como en la teoría del desarrollo), es central en la explicación de la guerra. Varios autores apoyan la idea de que el excedente de bienes materiales (que permitirá, entre otras cosas, mantener un ejército y producir armas) y una ideología (la soberanía y la idea del Estado en sí misma) son las bases del origen del Estado y, con él, los contingentes bélicos y la guerra. A partir del surgimiento del Estado, principiaría la guerra, que se extendería a las sociedades tribales, desconocedoras de ella hasta ese momento, en el avance colonial del mundo estatalizado.

En resumen, siguiendo a Otterbein, podríamos clasificar estas explicaciones sobre la guerra en cuatro grupos teóricos. En orden cronológico son: el mono asesino (años 20), la teoría del desarrollo (años 40), la hipótesis de la caza (años 60) y la teoría del sistema-mundo (años 80). Sintetizando: o se asume que la violencia es algo innato al ser humano, inscrito en sus genes(y esta propensión violenta bien podría estar aunada a otras condiciones (excedentes alimenticios y materiales, aumento de población, las que deriven en el Estado)), o esa violencia, en su vertiente bélica y de guerra organizada, nació con el (la idea del) Estado y las formaciones políticas centralizadas.

Este simplificador bosquejo, cercenado y recortado por motivos de espacio, nos ofrece, pese a todo, un denominador común. Bajo este aparente pandemonio de teorías y especulaciones acerca de los orígenes de la guerra, sus motivaciones y consecuencias, subyace, en mi opinión, un supuesto escasamente problematizado (y que debiera serlo): la violencia y la guerra son una única "cosa" no sujeta a variaciones culturales e históricas. Por ello, tal como Luque (1996:82) nos invita, debemos volver a la aserción pionera de Franz Boas para situar la guerra y la violencia en un lugar más preciso. El célebre antropólogo de origen alemán nos recordaba que la guerra es, ante todo, un concepto, una noción, antes que una unidad empírica de contenido fijo. Tras su denominación se oculta una multiplicidad de formas y fenómenos, variabilidad en su concepción que reducimos a la unicidad simplista bajo el empleo de un sustantivo, "guerra" o "violencia". Carolyn Nordstrom indica que no hay una única violencia, convenientemente localizada en el campo de batalla; hay violencias, en plural, las cuales transcienden tal limitado escenario y se extienden por diversos campos de la sociedad. "Most people think that violence simply 'is' -enduring, unchanging, eternal. We talk about different wars, we don't speak of different violences [...] Violence is categorized along a continuum: from necessary to extreme, from civilized to inhumane -but in each manifestation, it is recognized as sharing the same fundamental character" (2004:57). Cierto es que la violencia, ya sea pensada genéticamente innata a nuestra especie o condicionada por estructuras sociopolíticas que mueven a ella, ha sido poco problematizada y se ha tendido a observar como un universal, invariable en su conceptualización y sólo clasificable en pro de sus objetivos.

Sea o no de carácter innato, grabado en nuestro comportamiento por imposición genética, la violencia y la guerra son siempre mediadas en el ser humano por la cultura. La violencia y la forma de ejercerla, entonces, se construyen y definen culturalmente, tanto en sus contenidos como en sus objetivos. Valgan dos ejemplos de los múltiples que se podrían rescatar: el tinku andino o la "guerra" amazónica. En el caso del tinku, dos grupos de dos poblaciones cercanas, correspondientes a los conceptos andinos complementarios de "arriba" y "abajo" (hanan/urin, en quechua, o alasaya/majasaya, en aymara), se citan anualmente, armados con palos y piedras, en un espacio abierto para pelear. En el "conflicto", cuando menos debe derramarse sangre para la tierra, entidad vital en la cosmología andina, y puede haber muertos (de hecho, es habitual que los haya) en el transcurso del enfrentamiento. Esta actividad (que se sigue tratando de prohibir desde instancias gubernamentales) cíclica ha horrorizado a los "occidentales" que, ajenos a la lógica andina, la han tachado de violencia, barbarie o guerra, encubriendo bajo el denominador aplicado una realidad mucho más compleja, relacionada con conceptos religiosos, rituales y cosmológicos. En el Amazonas, las poblaciones parecen desde antiguo estar implicadas en constantes enfrentamientos entre grupos. Sin embargo, los encuentros de este tipo, de baja intensidad, a decir de los observadores, no se asocian a una lógica de expansión territorial o política, y en muchas ocasiones han desconcertado al observador ajeno. Dentro de esquemas de un "cosmos predatorio", del perspectivismo cosmológico (Viveiros de Castro, 2002) o del animismo, en la nueva acepción que le dio Philippe Descola (1997), las sociedades amazónicas leen en el acto de matar una forma de generación de potentes lazos, con poderes transformativos, de "hacer" parientes en un espacio donde las redes familiares adquieren supina importancia. Además, el guerrero o cazador (actividades sinónimas entre los pobladores amazónicos) se mueve dentro de rangos del estatus con base en tales actividades, las cuales le otorgan un respeto no alcanzable por otros medios (como el mercado occidental, donde se puede hacer riqueza y ascender socialmente). Dentro de nuestros parámetros, la violencia y la guerra se ajustan principalmente a un esquema de interés político o material, en agendas programadas hacia tales fines. Por ello, cualquier fenómeno que consignamos bajo el epíteto "guerra" se asocia inevitablemente a tal definición o, de no hacerlo, se incluye en el casillero de "violencia sin sentido", irracional despliegue de la sin razón humana. Resituar la guerra y la violencia en el terreno de las representaciones, como la antropología ya parece haberlo conseguido con el Estado, ayudaría a reubicar muchos fenómenos que leemos como violentos sin contener, para aquellos que los practican, las connotaciones de tal idea propias de nuestra trayectoria histórico-cultural. Por ello, pese al aparente lugar común de situar la violencia y la guerra en las inmediaciones, si no en el mismo corazón, de la vida política y, en muchos casos, del Estado en sí, no podemos (o al menos, no debiéramos) vincular a priori y a la ligera ambas representaciones en el mismo campo, acorde con la lógica del occidente estatalizado, sin problematizar antes los contenidos socioculturales que la actividad violenta o beligerante pueda tener para sus realizadores. Donde creemos observar un acto de violencia o de guerra pudiera ser que detrás de la sangre y la agresión se escondan motivos muy diferentes a los que pensamos desde nuestra trayectoria cultural y política. La guerra y la violencia, como otros conceptos no problematizados, tienden a imponer una homogeneidad en los actos que describimos con tales términos. Por ello, considero muy conveniente ajustar el ángulo de nuestro enfoque según el problema, situado en sus propios parámetros, antes que llevar con nosotros preconcepciones que sesguen nuestra percepción y análisis del objeto de estudio. Con frecuencia, es cierto que "the images that we carry about any given topic shape our approach to that topic" (Nordstrom, 2004:58). En el caso de la guerra y la violencia, esto no es menos veraz.

VIOLENCIA Y ESTADO: CONCLUSIONES

Hemos repasado, de forma superficial y a vuelo de pájaro, diversas teorías sobre el Estado, la guerra y la violencia. Ambos conceptos, tratados desde antiguo en diversas ramas de la ciencia, han recibido escasa atención en antropología. Solamente en años recientes se han empezado a trabajar como objetos de estudio por derecho propio en la disciplina. El Estado ha pasado a ser considerado una máscara o pantalla, ficción que se reproduce en el día a día, en los encuentros cotidianos con los agentes que representan dicha idea. La guerra y la violencia, de ser comprendidos como sempiternos fenómenos universales, intrínsecos al sustrato genético de la especie humana (y a los primates predecesores de la especie), han pasado a asociarse a la aparición de las ideas de Estado y a ciertas condiciones socioeconómicas únicamente presentes en la reciente historia humana (la excavaciones correspondientes a épocas paleolíticas no parecen mostrar evidencias de guerra para todas ellas, lo que acercaría la aparición del fenómeno más acá en el tiempo).

¿Cómo relacionar ambos conceptos, Estado-poder y guerra-violencia? El Estado, en Hobbes, ese soberano despótico y autócrata, debe existir para contener (coercitivamente) la violencia y guerra permanente a la que la naturaleza humana nos condena. Otros autores, como Ferguson, Spencer o Malthus ven la guerra, inherente al ser humano, como un mal necesario que cohesiona sociedades y hace cooperar a sus integrantes frente al enemigo externo, impele al descubrimiento y el avance tecnológico y regula demográficamente poblaciones que exceden los límites del sustento. Weber, como hemos visto, observa en el Estado la capacidad legítima del empleo de violencia; mientras que las teorías marxistas describen al Estado como una fuerza represora, con capacidad (y necesidad) de ejercer la violencia en su labor de guardián del orden burgués capitalista. El Estado, en esta acepción, existe para garantizar las relaciones de clases, en sí mismas conflictivas, entre trabajadores (productores directos de la riqueza) y clase dirigente (apropiadores de la riqueza producida por los primeros). Krader (1968), en su ya clásico repaso de las teorías sobre el surgimiento del Estado, absteniéndose del debate (ya por aquel momento abierto) sobre la utilidad del empleo de dicha categoría en las ciencias sociales, define éste (muy en la vena weberiana) como aquel nivel de organización representado por una autoridad central justificada por algún tipo de ideología, autoridad que controla la única forma de violencia legítima dentro de un territorio determinado, ya sea frente a enemigos externos o al interior de él. De nuevo, la violencia se vincula al Estado como elemento diagnóstico y definitorio de su naturaleza y función. El jefe guayaquí, que Clastres tan vívida y elocuentemente nos describía, amparaba su débil poder y frágil mandato en la guerra, espacio donde existía la posibilidad de adquirir estatus que hiciera posible su trémula estancia en el liderazgo. Nordstrom observa cómo la guerra y la violencia, visiblemente manipuladas y expuestas en los cuerpos, en los cadáveres y las ruinas, domestica a la población, esparce el miedo y la aquiescencia hacia los designios de aquellos poderes que ostentan la capacidad de torturar, violar, destruir, saquear y matar. La violencia y la guerra, además de ser un enorme negocio que produce ganancias sustanciales, es una forma de controlar y de garantizar la docilidad de contingentes de población temerosa de la crueldad física y psicológica que la violencia hace visible en cuerpos vivos mutilados, cadáveres en las calles o en bombardeos, pillajes, saqueos y matanzas indiscriminadas. "Violence is employed to create political acquiescence; it is intended to create terror, and thus political inertia; it is intended to create hierarchies of domination and submission based on the control of force" (Nordstrom, 2004:62). Begoña Aretxaga, en su influyente artículo ya citado, vincula el Estado, como fantasía que se materializa en los encuentros del día a día entre aquellos que representan tal idea y los ciudadanos bajo su férula, con la violencia del control físico, en parte con fundamento en los trabajos pioneros de Foucault. Este pensador francés apuntaba cómo se produce una transformación en las formas de dominación y control de las poblaciones en el transcurso del siglo XVIII. La gubernamentalidad se trasladó, durante el desarrollo de dicho siglo, de un poder absoluto y despótico hacia nuevas prácticas y discursos que centraban su atención en la "domesticación" y ordenamiento de los cuerpos. Las disciplinas, como Foucault se refiere al conjunto de técnicas que poco a poco se van desarrollando encaminadas a tal fin, se implementan hacia dicho ordenamiento y control de los individuos por mediación del cuerpo, su disciplinamiento y disposición ordenada en el espacio: estadísticas y clasificaciones, censos, prisiones, hospitales y clínicas, escuelas, nacionalidades, nuevas nociones sobre sexualidad, salud y enfermedad, locura y cordura, se implementan como eficaces instancias en la disposición, lectura, manejo y control de los cuerpos. A través de estas nuevas técnicas, refinadas poco a poco a lo largo del tiempo, la entelequia del Estado, encarnada en sus representantes oficiales, consigue crear una ficción de poder y control total sobre aquellos que quedan "confinados" en sus fronteras. Debido al trabajo de estas formas disciplinarias sobre sus cuerpos, los ciudadanos interiorizan dicho orden naturalizado en sus propios organismos, dispuestos y organizados hacia la efectividad y la autorrepresión. El Estado, idea o representación, se materializa encarnado en la eficacia burocrática y el control de las personas en una forma de violencia, más o menos sutil, más o menos brutal, según la situación de la persona en el entramado social, el contexto y el tipo de encuentro con las fuerzas que el Estado personifica. En estos juegos del poder, Aretxaga señala cómo el terrorismo y otros "enemigos" del Estado se presentan como importantes piezas en su configuración imaginada entre aquellos que son corporalmente dominados por su representación. Estos "enemigos", reales o imaginarios, permiten un despliegue de fuerza por parte de aquellos grupos que representan al Estado, creando una brutal sensación de realidad de dicha idea y sus fuerzas, de control y poder, que sobrepasan al ciudadano, inerme ante la fuerza ejercida contra los "disidentes" y los "enemigos del Estado": "In locations where the state is felt as arbitrary violence, the force of the state is experienced as a traumatic emergence of the Real that breaks the parameters and assumptions of ordinary reality", creando un sentir real acerca de "an invisible, all-powerful subject" (Aretxaga, 2003:401). En estos despliegues de fuerza por parte de sus vicarios, el Estado se cosifica, se hace real a los sentidos de aquellos que, de uno u otro lado, saben de, perciben o sienten su violenta actuación. En este caso, la violencia o la amenaza de ella, se convierte en mecanismo de reificación de la idea Estado; un ejercicio de fuerza o potencialidad de él, que materializa tal abstracción como realidad efectiva, poderoso sujeto que todo lo controla con capacidad de llegar a cada rincón de la vida social. De una forma u otra, como podemos apreciar de este escueto repaso, la violencia y el poder, la guerra y el Estado han sido vinculados en las teorías sociológicas. ¿Qué podemos aportar aquí? ¿Qué ideas pueden ser perfiladas que abonen a esta discusión de largo calado?

En primer lugar, una tipología organizadora mínima. Las múltiples teorías que tratan sobre el Estado en relación con la violencia y la guerra se pueden reducir, en mi opinión, a dos tipologías básicas: las que consideran que, una vez surgido el Estado, la guerra y la violencia se inician o aumentan en intensidad con su aparición (violencia de Estado) y aquellas que hacen derivar el estado de la violencia preexistente (ya sea reprimiendo una tendencia natural o aprovechando la ventajosa posición que otorga la fuerza), es decir, estado de violencia.

En segundo lugar, una desconfianza. Derek Sayer (1994), en un capítulo del libro Everyday Forms of State Formation. Revolution and the Negotiation of Rule in Modern Mexico, se refiere a las abstracciones con temor. Recela cada vez que lee sobre abstracciones y generalizaciones, en especial sobre proyectos hegemónicos. La primera conclusión que extraigo de lo revisado va en esta dirección: la ineficiencia de emitir grandes generalizaciones. Cada caso se presenta como una excepción y como tal debe ser tratado. Como Eric Wolf o, posteriormente, Guillermo de la Peña hicieron para el caso del Estado mexicano, o Phillip Corrigan y Derek Sayer(1985) para el Estado inglés, hay que partir de lo particular y desconfiar de la extrapolación. Lo que puede ser cierto para el caso mexicano es posible que no lo sea para el caso italiano o el francés, y viceversa. Uno de los problemas que adolecen las teorías que relacionan Estado y guerra, poder y violencia (muy marcado en aquellas que tratan en específico de orígenes y génesis) es el carácter universal y general que tratan de ofrecer, reduciendo la multiplicidad posible de formas y combinaciones a una fórmula única que se erija como teorema explicativo exclusivo, ignorando las particularidades históricas y socioculturales. Esto, por otro lado, nos coloca en un debate no menos acerbo y de difícil tránsito y resolución: ¿es posible, entonces y de acuerdo con lo dicho, la ciencia sin la comparación? ¿Es factible y lícito inferir teorías o, cuando menos, hipótesis generales (objetivo final de la ciencia) a partir de la comparación de diversos casos, de diferentes características y particularidades cada cual? Considero que sí, desde luego. Lo que creo inviable es partir de lo general para llegar a lo particular, es decir, analizar cada problema de estudio desde grandes patrones, moldes explicativos adoptados a priori que fuercen (o distorsionen) lo analizado hasta hacerlo coincidir con el modelo inicial. Lo que expongo es que partiendo de cada problema en cuestión, de los datos empíricos que cada investigador rescate para su caso concreto, se vaya ascendiendo hacia el panorama general contrastando lo obtenido con los resultados de otras investigaciones parejas en cuanto al objeto de estudio. De dicho cruce y con la debida prudencia, es factible colegir similitudes o divergencias para observar, sin carácter absoluto ni con pretensión de irrevocable universalidad, ciertas líneas generales, patrones próximos o, tal vez y más correctamente, un "aire de familia" (Wittgenstein, 1988) que empariente casos de estudio diversos.

No se puede negar -desde luego, no pretendo hacerlo- la relación existente del concepto del Estado con la violencia y la guerra. La violencia, su invocación como amenaza o su materialización en guerras, represión, coacción o torturas, es uno de los espacios donde la idea del Estado se hace real, materializada física y contundentemente. De igual manera, puede ser cierto que el Estado naciera de la violencia, como lo afirman no pocos académicos; también puede ser que, como otros muchos apuntan, con la aparición de la idea de Estado fuera como se agudizaron las razias y enfrentamientos "primitivos" o aun florecieran las primeras guerras en un mundo por aquel entonces desconocedor de violencia organizada. Lo que pretendo sugerir aquí es que las generalizaciones, por brillantes e ingeniosas que parezcan en el papel, esconden siempre el peligro de no coincidir con la realidad, que debe ser manipulada para que encaje en el molde teórico de la generalización. El vínculo entre la idea del Estado y la violencia, aunque existente, debe ser analizado en cada caso concreto pues, de seguro, tomará una forma específica, cultural e históricamente condicionada: no es lo mismo ni extrapolable el vínculo violencia-Estado en ciertos países de África, en guerra endémica, que en los países del "bienestar social" del norte de Europa.

Y, en tercer lugar, una certeza. No podemos ni debemos hablar de la violencia (o de la guerra) como una "cosa", un continuum idéntico en todo espacio cultural y todo tiempo histórico. Como todo producto humano, se encuentra mediatizado por la cultura. Por ello, y relacionado con la segunda premisa que aquí propongo (la no generalización), en cada caso se deben examinar los contenidos culturales de la violencia, problematizando su definición como universal transcultural, y observar su relación con el poder (de igual manera definido culturalmente) en ese caso específico. Incluso allí donde se ajusta a la definición occidental no hay una violencia: hay violencias. Y no sólo en la forma que tome, como rotulaba Nordstrom, sino también por la función que persigue. Puede ser una violencia represora, que pretenda inculcar el miedo y educar en el terror para garantizar la docilidad y la aquiescencia. En este caso, será una violencia visible, simbólicamente manipulada y expuesta ante todos para causar los efectos que persigue. Pero en otros lugares donde la violencia (de los representantes) del Estado se esconde y camufla por diversos medios, no creo que responda del todo a este mismo patrón. Aquí, la violencia, dirigida a ciertos entornos en específico y ocultada en muchos casos al resto de la sociedad, puede pretender mantener vivo un conflicto localizado que hace fuerte y real la idea del Estado, o, por el contrario, acabar físicamente con el entorno disidente (que amenaza la idea del Estado) en la clandestinidad "democrática". Como apunta Aretxaga (2003), los enemigos del Estado, disidentes, independentistas y separatistas, terroristas, otorgan finalmente coherencia y legitimidad a una ficción en realidad poco cohesionada, fragmentaria y centrífuga. Por ello, con esa violencia es posible mantener vivo un conflicto que cohesiona un proyecto débil, antes que (como se nos quiere hacer creer) poderoso, fuerte y centralizado. En mi opinión, la violencia no es una, siempre igual, sino que son muchas según la forma que asuma y la función hacia la que se encamine.

Guerra y violencia, Estado y poder son dos partes de un mismo problema que por haberse tratado muchas veces mediante teorías generales, pretendidamente universales y extensibles a cualquier tiempo y lugar, han eclipsado un conocimiento más preciso de cada caso. El carácter (cultural y sociohistóricamente determinado) que cada parte de la ecuación asuma, así como las funciones hacia las que se encamine, hace del problema un caleidoscopio de formas históricamente cambiantes, una pluralidad sólo comprensible en cada una de sus manifestaciones, diferentes a las demás. Por ello, como ya lo empezaron a hacer algunos investigadores, los estudios de caso son cada vez más necesarios, antes que las grandes abstracciones y generalizaciones de pretendida validez universal que opacan el entendimiento cabal de cada situación concreta.

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*Agradezco sinceramente la revisión, consejos y crítica del borrador preliminar de este ensayo al doctor Guillermo de la Peña. Sin su supervisión, recomendaciones y correcciones este artículo no sería lo que es; sin sus ánimos e indicaciones no hubiera llegado a su publicación.

2En este sentido, el recorrido elegido no pretende agotar la abultada discusión en torno al Estado y la violencia. Se toman referentes bibliográficos de diversos campos que permiten un acercamiento suficiente para elaborar el tipo de análisis que aquí se persigue. Soy consciente de que quedan fuera del foco bibliográfico manejado algunos (o muchos) trabajos relevantes tanto para el campo del Estado como para el de la violencia. Sin embargo, insisto en que no se pretende una exhaustividad absoluta de todo lo publicado ni un análisis que abarque la totalidad de posturas o acercamientos a ambos conceptos. El material revisado y citado avala con suficiencia el enfoque que aquí se toma y, por lo mismo, si no exhaustivo, sí lo considero adecuado a los objetivos perseguidos.

3Rousseau, por su parte y con su percepción optimista del ser humano, es igualmente considerado precursor del modelo liberal. Pero este pensador matiza que para que un sistema social de dicha índole se desarrolle de manera factible es prerrequisito una sociedad igualitaria. Por ello, el Estado debe garantizar una igualdad social real que permita que la implementación del proyecto socio- económico deseado.

4"El análisis en términos de poder no debe postular, como datos iniciales, la soberanía del Estado, la forma de la ley o la unidad global de una dominación; éstas son más bien formas terminales", dice el pensador francés, a lo que añade poco más adelante y en referencia al poder: "Me parece que por poder hay que comprender, primero, la multiplicidad de las relaciones de fuerza inmanentes y propias del dominio en que se ejercen, y que son constitutivas de su organización; el juego que por medio de luchas y enfrentamientos incesantes las trasforma, las refuerza, las invierte; los apoyos que dichas relaciones de fuerza encuentran las unas en las otras, de modo que formen cadena o sistema, o, al contrario, los corrimientos, las contradicciones que aíslan a unas de otras; las estrategias, por último, que las tornan efectivas, y cuyo dibujo general o cristalización institucional toma forma en los aparatos estatales, en la formulación de la ley, en las hegemonías sociales" (Focault, 2005:112).

5Aristóteles ya había sugerido la posibilidad en su obra Políticas de que la guerra fuera un vástago de la caza.

Recibido: 09 de Mayo de 2014; Revisado: 08 de Junio de 2014; Aprobado: 16 de Junio de 2014

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