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Revista de El Colegio de San Luis

versão On-line ISSN 2007-8846versão impressa ISSN 1665-899X

Revista Col. San Luis vol.5 no.10 San Luis Potosí Jul./Dez. 2015

 

Notas

Imperio, imperialismo y violencia: una visión desde la periferia

Empire, imperialism and violence: A view From the periphery

Felipe Curcó Cobos* 

* Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM), Departamento Académico de Ciencia Política. Correo electrónico: felipe.curco@itam.mx


Resumen:

Este ensayo reflexiona sobre la crisis de las instituciones ciudadanas del Estado y de la sociedad civil como consecuencia del proceso de globalización actual. Efecto de este proceso es que los gobiernos locales se ven cada vez más obligados a orientar su política conforme a los criterios de flujos económicos globales. Con ello, los Estados ven desbordada su capacidad de gestión, con lo que tienden a sacrificar intereses de sectores hasta entonces protegidos por ellos. Este texto se dirige a reflexionar sobre los fenómenos de exclusión, violencia y subalternidad que dicha exclusión genera. Su interés es hacer una exploración crítica de tres categorías analíticas centrales: imperio, imperialismo y multitud, a partir de la importante obra publicada en el año 2000 por Hardt y Negri. Al final, se mostrará su importancia para desvelar diversos fenómenos derivados de esta condición mundial y la violencia que genera, así como la necesidad de analizar el pensamiento de Hardt y Negri a partir de ciertas coordenadas de reflexión latinas.

Palabras clave: globalización; imperio; imperialismo; marginación; violencia; poder

Abstract:

This essay is a reflection on the crisis of the citizen institutions of the state and the civilian society as a consequence of the process of present globalization. The effect of this process is that the local governments see themselves more obligated to orient their politics according to the criteria of the global economic flow. With this the States see their capability to management overflow and this in turn tends to sacrifice the interests of the sectors that until now were protected by them. This text is directed to make a reflection about the phenomena of exclusion, violence, and subalternity that such exclusion generates. The interest of this essay is to do a critical exploration on three critical central categories: empire, imperialism and multitude as mentioned in the important work of Hardt and Negri published in 2002. Finally it will demonstrate its importance to unveil diverse phenomena derived from this worldwide condition and the violence that it generates, as well as the need to analyze Hardt and Negri's thoughts considering certain coordenates of latino reflections.

Keywords: globalization; empire; imperialism; alienation; violence; power

INTRODUCCIÓN. IMPERIO E IMPERIALISMO

En el inicio del nuevo milenio fue cuando se publicó el libro de Michael Hardt y Antonio Negri, Empire (2000). Desde su aparición, recibió muy duras críticas (Petras, 2001; Boron, 2002; Di Nardo, 2013). Algunos, en cambio, como Žižek (2001), lo acogieron con indudable optimismo. Este contraste en su recepción era de esperarse en un estudio que sobresale por su heterogeneidad. Desde sus primeras páginas, Hardt y Negri reivindican en su análisis una sobria interdisciplinaridad en un franco estallido de fronteras disciplinarias e hibridación posmoderna. Un enfoque que se autodefine tanto en línea de continuidad con la obra de Marx como con la tradición de Mille Plateaux de Deleuze y Guattari (1980). Esta naturaleza fluida, compleja y multidimensional de Imperio, lo pone en conexión con la naturaleza igualmente fluida y difícil de asir que caracteriza la gelatinosa realidad objeto de estudio de la obra. Una realidad inasible y -por inasible- líquida (como la ha denominado Bauman [2000]) , pero que a la vez posee estructuras claramente identificables.

Tres ideas fundamentales constituyen la base central de imperio. Las tres, por cierto -tal como lo mostraré-, han sido muy mal asimiladas por sus detractores. Mi interés no será reseñarlas, sino entretejerlas críticamente para mostrar el modo en que éstas son analizadas desde el pensamiento político latinoamericano. Enumero rápidamente cuáles son estas tres ideas. La primera de ellas tiene que ver con aquello que da título al libro: la diferencia entre imperio e imperialismo. La segunda se sigue de la anterior: afirma que el dominio imperial transitó de la sociedad disciplinaria a la sociedad de control propia del imperio (lo cual no impide que en éste exista un mercado global con forma de estructura jurídica policial). Finalmente, la última idea se refiere al concepto de multitud. Haré un triple recorrido por estos ejes. Esto me permitirá mostrar una cara de la exclusión, la violencia y la subalternidad que usualmente pasa inadvertida.

Empecemos por el imperio. Desde el prefacio de su libro, Hardt y Negri irrumpen ofreciendo un nuevo (y provocador) significado de esta palabra. Este término -nos aclaran en seguida- no es una metáfora, sino "una categoría teórica que exige mostrar las semejanzas entre el orden mundial actual, los imperios de Roma, China, el continente americano y algunos otros" (Hardt y Negri, 2000:16). El concepto de imperio se caracteriza principalmente por la falta de márgenes: el dominio de un imperio no tiene límites. Ante todo, y en general, los imperios han buscado constituir regímenes carentes de fronteras territoriales o temporales. Al ser una circunferencia sin límites, su centro está en todas partes y también en ninguna. Su orden no se presenta como un orden temporal. Antes bien se exhibe como una forma de organización que suspende la historia. Un imperio, en otras palabras, no aspira a presentar su dominio como un momento transitorio dentro del devenir histórico, sino como algo que está más allá de ello y le pone fin al acontecer. Su dominio impera en todos los registros del orden social y se ramifica hacia la completa extensión de los laberintos y compartimentos de la vida cotidiana. Porque este dominio no sólo organiza la vida social, más bien la define, aspirando a gobernarla biopolítica y exhaustivamente.1

En términos específicos y contemporáneos, hoy día el imperio es un nuevo orden donde el mercado mundial se unifica políticamente en torno a distintos nodos de poder: el poder militar, comunicacional, cultural y lingüístico. El poder militar se agrupa no sólo porque una nación, o un muy reducido número de naciones, dispongan todos los pertrechos del armamento militar, incluido el nuclear, sino porque, al igual que ocurre con el mundo monetario unificado por las monedas hegemónicas, su lógica y soberanía permanece subordinada a la lógica y los intereses transnacionales del capital y las finanzas. De manera similar, el poder comunicacional se traduce en el triunfo de un único modelo cultural, incluso en la tendencia a una única lengua universal. Este dispositivo en su conjunto es supranacional, mundial, es decir, total (Hardt y Negri, 2000:20-59).

Imperio se opone a imperialismo. El imperio emerge del declive de la soberanía del Estado nación sobre la que se sustentaba el imperialismo. Si antiguamente los países coloniales se subordinaban a los Estados nación imperialistas, hoy día todo se organiza en función del nuevo horizonte unitario del imperio. Es importante comprender la novedad que la fórmula política de Hardt y Negri implica. La clave para terminar de entenderla es la siguiente aclaración de los propios autores: el imperio no corresponde de ningún modo al imperialismo norteamericano posterior a la caída del Muro de Berlín. Porque el imperialismo, a diferencia del imperio, es siempre territorial. El imperialismo es una extensión de la soberanía de los Estados nación más allá de sus fronteras. Por eso la frontera era el elemento definitorio, tanto material como ideológico, de la nación. Era lo que permitía distinguir entre el mercado interior y el exterior. Límite sobre el que se levantaba la construcción imaginaria de la identidad nacional: aquello que definía los márgenes desde donde se proyectaba la expansión y la competencia con otras potencias imperialistas.

Es precisamente el declive de los Estados nación y sus políticas imperialistas lo que abona el terreno para que surja el imperio. Por un lado, la descolonización supuso en su momento el fin del imperialismo militar. Por otro, la ruptura de los acuerdos Bretton Woods a raíz de la Guerra de Vietnam y la consecuente desregulación financiera y monetaria que esto contrajo sedimentó las condiciones necesarias para hacer surgir la hegemonía de un capital financiero desterritorializado. La consecuencia inmediata de esto fue el debilitamiento de las soberanías estatales a favor de la construcción del imperio. La competencia entre capitales dio como resultado la desconexión de las grandes compañías de su base estatal. El capital se descentralizó e hizo móvil. El mercado mundial sustituyó al mercado interestatal.

Al término de la Segunda Guerra Mundial, la transferencia de capital desde Europa, Japón y todo los países subordinados permitió a Estados Unidos afianzar su hegemonía. Del mismo modo que en el siglo I de la era cristiana -afirman Hardt y Negri- "los senadores romanos pidieron a Augusto que asumiera poderes imperiales en la administración del bien público [...] con el fin de la Guerra Fría Estados Unidos fue convocado a desempeñar el papel de garante en la formación de un nuevo orden supranacional" (Hardt y Negri, 2000:173). La posición privilegiada de Estados Unidos en el nuevo orden transnacional financiero no significa, sin embargo, que su rol imperialista agote (o subordine) la autoridad y lógica del imperio (del cual el imperialismo norteamericano no es más que un engranaje). Por tanto, una de las primeras conclusiones útiles que cabe extraer de esta distinción analítica es que luchar contra el imperio en nombre del Estado nación pone de manifiesto una total incomprensión de la realidad del mandato imperial supranacional que rebasa los límites de la autoridad y la voluntad imperialista.

Mientras que el poder imperialista (por ejemplo, norteamericano) es territorial y estatal, el poder del imperio es anónimo y deslocalizado. En sus redes participan tanto los capitalistas norteamericanos como sus homólogos europeos, los magnates rusos o los mafiosos mexicanos. De ahí que la expansión del imperio no tenga nada en común con la expansión imperialista y que la dinámica de la guerra y la violencia se hayan transformado profundamente. Antaño la expansión se basaba en Estados nacionales inclinados a la conquista, el saqueo, la masacre. En la actualidad, en cambio, la competencia entre potencias centrales resuelta a través de la guerra no ocurre más. En el imperio de nuestros días, la competencia se rige por un neomercantilismo sin conflictos bélicos entre las grandes potencias, pero con control militar y guerras frecuentes en los territorios periféricos. Entender este cambio es una de las claves indispensables para pasar a analizar los mecanismos jurídicos y anónimos de control y de poder que desde estas redes se ejercen sobre la multitud.

IMPERIO: ORDENAMIENTO JURÍDICO, VIOLENCIA Y SOCIEDAD DISCIPLINARIA

Petras (2001), Boron (2002) y otros marxistas han malentendido a veces el sentido de algunas de las tesis anteriores. Hardt y Negri jamás afirman (como sus críticos suponen) que los Estados nacionales y el imperialismo se hayan evaporado ya, sino que, en todo caso, éstos empiezan a declinar y a transferir funciones a las agencias imperiales (Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial, OTAN, entre otros). Por lo tanto, hablan de tendencias, no de situaciones ya consolidadas. Mucho menos niegan la existencia del nacionalismo y de intereses nacionales en el actuar de las potencias. Reconocen, eso sí, "la capacidad del Imperio para manejar, orquestar y activar diversas fuerzas de nacionalismo y fundamentalismo étnico o regional" (Hardt y Negri, 2000:361-362). Tampoco hay en ellos una apología ideológica del constitucionalismo norteamericano, como no sea para mostrar que la legitimidad del uso de la fuerza imperial (del cual el imperialismo americano es un apéndice) descansa siempre en la defensa de valores universales. Esto ha sido una constante en todos los imperios históricos. Su beligerancia dice defender la paz al fin lograda (pero constantemente interrumpida por los otros subalternos y marginales). Las guerras de un imperio pretenden ser siempre justas y tener legitimidad jurídica. El uso de la fuerza se realiza con el consenso continuamente reclamado de todos los poderes y en una reconstrucción ininterrumpida del equilibrio sistémico.

Todo esto supone en el imperio una necesidad de producción y legitimación jurídica globalizante. Es importante explicar esto con claridad. A veces suele pensarse que la globalización comunicativa, económica o social no ha sido acompañada de una paralela globalización jurídica.2 Ha sido frecuente la tendencia a considerar que el llamado proceso de globalización significa, entre otras cosas, la subordinación de la política al mercado, lo cual se plasma en el ideal de la desregulación: una economía más globalizada significa más libre de ataduras y, por tanto, menos reglamentada por normas jurídicas estatales o de derecho internacional. Sin embargo, conviene aclarar que no es ésta exactamente la situación que predomina en el imperio. Porque "desregulación" no quiere decir que no existan reglas o incluso que existan menos reglas que antes, sino más bien que un tipo de reglas (de carácter público) han sido sustituidas por otras de naturaleza privada. De modo que el rasgo sobresaliente de la realidad jurídica del imperio consiste en la privatización del derecho. Luigi Ferrajoli, incluso, ha definido la globalización como "un vacío de derecho público" (2005:50)

Se trata de algo muy relevante: el centro de gravedad habría pasado de la ley, como producto de la voluntad estatal, a los contratos entre particulares (incluidas las grandes empresas particulares). Esto va acompañado de una creciente (y relativa) pérdida de soberanía por parte de los Estados, como consecuencia, además, del avance del derecho supranacional (lo ilustra el hecho de que buena parte de las normas vigentes en los Estados pertenecientes a la Unión Europea no tengan origen estatal).

Ha tendido a interpretarse erróneamente que este fenómeno habría traído consigo un nuevo tipo de derecho -un soft law- en el que el recurso a la coacción es menos importante que en el caso del derecho estatal. Suele afirmarse esto poniendo como ejemplo la existencia de mecanismos de resolución de conflictos jurídicos internacionales (como la mediación o el arbitraje) que en contraste con la jurisdicción no parecen tener un carácter netamente impositivo. Sin embargo, esto no es correcto, y para mostrarlo basta poner como ejemplo el contrato entre la petrolera argentina Yacimientos Petroleros Fiscales (YPF) y la transnacional Chevron. Dicho contrato autoriza al corporativo a explotar el yacimiento petrolífico de Vaca Muerta de ese país latino. Los términos de aplicación e interpretación del mismo contrato se rigen bajo las leyes de Nueva York. Cualquier controversia que requiera arbitraje se dirimirá en París (en la Cámara de Comercio Internacional [CCI], donde Argentina acumula causas por 20 mil millones de dólares). Son las leyes de Nueva York, por cierto -no está de más recordarlo-, las que brindaron el marco jurídico desde donde fue emitida la sentencia del juez de distrito Thomas Griesa a favor de los llamados "fondos buitre" (lo que, a la fecha en que se escriben estas líneas, está cerca de orillar a Argentina a una situación de impago de deuda y nueva quiebra de toda su economía). Ejemplos como estos muestran que el derecho globalizado dista mucho de ser un soft law sin poder coactivo. Más aún si pensamos en la indefensión no sólo de los Estados frente al poder de los corporativos transnacionales, sino de los grupos nacionales más vulnerables que al ver violentados sus derechos ambientales no disponen siquiera de la posibilidad de acudir a la jurisdicción estatal para buscar justicia.

Ahora bien, el ordenamiento del imperio de ninguna manera se reduce meramente a tales formas jurídicas globalizadas. Por el contrario, este ordenamiento evoluciona hacia lo que Rancière (1996) llama "orden policial" (del cual el orden jurídico no es más que uno de sus efectos). El orden policial no es otra cosa que el orden social preconstruido en el que cada parte tiene un sitio asignado. En las palabras del propio Rancière, "el orden policial define las divisiones entre los modos del hacer, los modos del ser y los modos del decir [...] es un orden de lo visible y lo decible que hace que tal actividad sea visible y que tal otra no lo sea, que tal palabra sea entendida como perteneciente al discurso y tal otro al ruido" (1996:44-45). Clave para entender esto es el capítulo dos de Imperio, en el que Hardt y Negri siguen muy de cerca el análisis de Foucault relativo al tránsito de la sociedad disciplinaria a la sociedad de control.

La sociedad disciplinaria correspondió a la etapa embrionaria (o temprana) del imperio. Podemos hacerla remontar a la consolidación del imperialismo norteamericano a partir de la Segunda Guerra Mundial y hasta finales de los años sesenta. Sus características histórico-económicas son las del fordismo: organización en serie y estandarizada del trabajo, inversión productiva, endeudamiento, política monetaria expansiva y salarios altos con el fin de fortalecer el mercado interno e incentivar el consumo, tal como lo prescribía el canon keynesiano y su aplicación durante el New Deal.

Durante este periodo, la sociedad se vuelve disciplinaria, es decir, la dominación social se construye a través de una red difusa de dispositivos que producen y regulan las costumbres, los hábitos y la prácticas culturales que son necesarias para optimizar el aparato productivo. La prisión, las fábricas, los psiquiátricos, las escuelas -todos los espacios de la vida cotidiana- operan para ayudar a estructurar el terreno social y definir las fronteras de lo normal/aceptado y lo anormal/inaceptable.3 El poder comienza poco a poco a configurarse bajo la realidad anónima, que a la larga caracterizará todas las estructuras de control del imperio. Desde la lógica disciplinaria, por tanto, el poder poco a poco deja de originarse en un centro de irradiación.

Ahora bien, entender a fondo esta lógica requiere seguir a Foucault en su desarrollo de una teoría no jurídica del poder. Una teoría no jurídica del poder es aquella en la que los mecanismos de sujeción dejan de ser identificado con leyes que únicamente prohíben. En lugar de ello, una teoría no jurídica del poder ofrece una visión menos esquelética de la disciplina y la autoridad. Una visión en la que la acción del poder se entiende a partir de una red productiva que despliega un carácter que no pesa únicamente como fuerza que inhibe, sino como fuerza esencialmente que crea y desde la cual se producen cosas, se induce placer, se forman saberes y se producen discursos. Esto, en otras palabras, permite terminar con un error: el de atribuir la razón de que el poder sea obedecido a su supuesta naturaleza represiva. Y es que más bien ocurre lo opuesto. Lo que hace que el influjo del poder agarre, que se le acepte y sea seductor es que el poder reprime permitiendo, o si se prefiere, que permite reprimiendo. De ahí que Ranciére utilice el término "policial" para referirse a esta estructura. Porque la policía no sólo reprime, sino que al reprimir permite cierto orden, garantiza las condiciones que posibilitan ciertas actividades. Y de ahí también que, al no ser su naturaleza meramente represiva, pueda ser más fácilmente aceptable para las personas.

La gran genialidad de Foucault consistió en mostrar precisamente que los mecanismos de control y sujeción de autoridad no son meramente restrictivos. El poder es seductor y se acepta porque no sólo prohíbe, sino porque también permite. Sus restricciones no tan solo inhiben conductas. Por el contrario, muchas veces las posibilitan y las generan (tal como, por ejemplo, las reglas gramaticales, al inhibir la espontaneidad del hablante, no sólo constriñen su capacidad lingüística, sino que de hecho la posibilitan). De igual forma, las prácticas del poder no simplemente segregan, excluyen, sino que más bien generan un otro que al mismo tiempo que es excluido también es integrado. El mismo movimiento que exilia al otro lo dobla por un proceso de normalización que reduce su alteridad al orden vigente. El otro marginal (ya sea en la figura del depauperado, el enfermo, el loco, el subalterno o el adicto) es expulsado del orden en tanto subjetividad autónoma para ser incorporado al mismo como mera objetividad manipulable, instrumentalizada, prescindible. En una retórica claramente inaugurada por autores como Agamben (1998), esto nos permite entender que el poder se asienta en una exclusión ambivalente, es decir, una exclusión que es inclusiva al mismo tiempo que es excluyente.

Permítaseme explicar esto con claridad: la realidad del imperio es compleja. Su naturaleza se sustenta a menudo en circunstancias ambiguas y modos de sometimiento antinómicas y aporéticas. De ahí que la reflexión sobre sus dinámicas y mecanismos muchas veces encuentre su mejor recurso descriptivo en la apelación a la figura retórica del oxímoron. En efecto, el oxímoron armoniza conceptos opuestos en una sola expresión capaz de crear un nuevo campo semántico más enriquecedor que el que tendrían cada uno de los elementos originariamente puestos en tensión por separado. De ahí que tanto Hardt y Negri como Agamben o Foucault recurran con frecuencia a semejante figura. Si seguimos el oxímoron y retomamos a Agamben y Foucault, podemos ahora entender cómo el imperio incluye al ser viviente en el derecho mediante una inclusión excluyente. ¿Qué significa esto? Significa que antes de ser ciudadanos somos sólo vida en bruto, vida biológica, zoé, como lo llama Agamben (1998:9). Ser incluidos en el orden civil como ciudadanos significa la posibilidad de convertirnos en algo más que zoé o vida biológica. Significa ingresar a una sociedad civil, cualificada, protegida por leyes, adquirir una identidad, derechos; en definitiva, una vida política (bios). El derecho nos incluye en tanto sujetos políticos (bios) y nos excluye en tanto sujetos vivientes (zoé). Pero, entonces, notemos algo: esta operación implica la posibilidad inversa. Es decir, la de ser excluido en tanto sujeto político (perder todo derecho y amparo legal) para ser incluido en el orden social en tanto mero sujeto viviente (animal). En resumen: dejar de ser mero ser viviente (desnudo, objetivado) para pasar a ser ciudadano, es un movimiento que se da bajo una forma de violencia consustancial al poder, una forma específica de amenaza consistente en la posibilidad (siempre vigente) de ser abandonado por el poder político. Esto abre la opción (constantemente potencial) de que el individuo puede en todo momento verse forzado a retornar a su estrato de mera vida natural, nuda vida, quedando al desamparo de la ley. Se trata quizá de una explicación rebuscada, algo abstracta, y tal vez lejana para un ciudadano o ciudadana de democracias evolucionadas o europeas. Pero esto es exactamente lo que representa Auschwitz. Sin ir más lejos, es también lo que representa en México ser un ciudadano al desamparo de toda legalidad y todo derecho. Una nuda vida, un mero cuerpo abandonado por el derecho, donde -desde este desamparo radical- el individuo es incapaz de hacer valer siquiera la primera de sus prerrogativas constitucionales y civiles: la del derecho a ver garantizada por el Estado la propia vida y seguridad.

Mediante esta operación ambigua de exclusión-inclusión la política se vuelve biopolítica. La última etapa de control del imperio.

IMPERIO: BIOPOLÍTICA, SOCIEDAD DE CONTROL Y MULTITUD

El fordismo y la sociedad disciplinaria entraron en crisis a finales de los años sesenta. Las razones son múltiples, y explicarlas aquí rebasa los propósitos y límites de este ensayo. Sin embargo, pueden mencionarse dos de los principales motivos: (i) el primero es la ruptura de los acuerdos Bretton Woods. Tales acuerdos fijaban, desde 1944, el patrón oro y el compromiso de Estados Unidos de hacer redimible a oro cada dólar si cualquier Banco Central solicitaba oro a cambio de sus dólares. La constante disminución de sus reservas en este metal obligó a la Unión Americana a romper unilateralmente los acuerdos en 1971. El dólar dejó de tener respaldo en oro. Se volvió una moneda fiat. Lo mismo ocurrió con todas las monedas del mundo cuyo marco de referencia era el dólar. Como el respaldo en oro dejó de ser un factor limitante, ya no hubo restricción alguna sobre la expansión del crédito. Resultado de esto fue que el capital comenzará a desregularizarse y la inversión a concentrarse, ya no en actividades productivas, sino en inversiones especulativas y demandas de productos financieros.

El resultado fue (ii) el estancamiento del sector industrial y el decaimiento en la inversión productiva. En contraparte, comenzó a observarse el crecimiento del sector servicios en las economías avanzadas. El decaimiento del sector productivo generó un paralelo estancamiento en el empleo, y ello pudo haber tenido algún impacto en las circunstancias que dieron lugar a movilizaciones estudiantiles, pacifistas, ecológicas, antirracistas y contraculturales, acompañadas de mayores exigencias al Estado de bienestar. Como reacción, se observan diversas respuestas a estos fenómenos: las grandes compañías se desplazan a economías periféricas en busca de mano de obra más dócil, menos protegida y más barata. Va implementándose, poco a poco, lo que en la década de los años ochenta se llamó "posfordismo". El proceso de producción se automatiza e informatiza. La tecnología en comunicaciones crece como ninguna otra. El uso de la informática, la creatividad, el saber hacer, la multifuncionalidad en la fuerza de trabajo, la innovación permanente, así como la autogestión, se tornan fuerza productiva de primera importancia. Hardt y Negri llaman la atención sobre esto: la producción de mercancías inmateriales (servicios, bienes culturales, información y comunicación, industria del entretenimiento) requiere activar y gestionar tanto capacidades cognitivas nuevas, como afectos y emociones igualmente ligados al trato y cuidado de las personas.

Es así como surge la biopolítica, un nuevo paradigma o modelo de poder. El biopoder es una forma de gestión que regula la vida social desde su interior, siguiéndola, interpretándola, absorbiéndola y rearticulándola (Foucault, 1994a:182-201) . Desde luego que la biopolítica se basa también en el disciplinamiento voluntario. Ocurre que frente a la relativa rigidez de las tecnologías disciplinarias, las tecnologías de control que las sustituyen son flexibles, modulables, descentralizadas e ininterrumpidas. Cubren el entero espacio social y atraviesan de arriba abajo nuestra inteligencia, hábitos, afectividad y vida social. Dicen Hardt y Negri: "el poder disciplinario mantenía a los individuos en instituciones pero no lograba absorberlos completamente en el ritmo de las prácticas productivas; no lograba penetrar enteramente en las conciencias y los cuerpos de los individuos" (2000:39). En cambio, cuando el poder llega a ser completamente biopolítico, éste se expresa como un control interiorizado que se hunde en las profundidades de las conciencias y los cuerpos de la población. Su maquinaria no sólo invade el conjunto del cuerpo social, sino que lo moldea y lo constituye. La biopolítica se traduce en literales fábricas de subjetividad: el control de la sociedad se extiende no sólo a técnicas de poder disciplinarias que actúan sobre el individuo, sino también a tecnologías de control sobre masas de población enteras. Cada ámbito de la vida social opera para que el sujeto aprenda a autorregularse en la gestión de su salud, sexualidad, educación, trabajo y hábitos. En el ámbito de lo social esto tiene un correlato en el que el individuo es moldeado y sujetado a las necesidades de su entorno: el ejército no sólo es un ejército, sino también una escuela de disciplina, la empresa emula un entorno familiar que atiende necesidades y afectos; en definitiva, la cultura gestiona y diluye (o promueve) los enconos, las emociones y las diferencias.

Estas dos concepciones de la sociedad de control y el biopoder describen aspectos centrales del concepto de imperio. Por un lado, ambas nos brindan el marco en que debe entenderse el nuevo proceso de construcción de identidad de los individuos. Por otro, -aseguran Hardt y Negri- esto nos permite percatarnos del abismo que se abre entre el nuevo paradigma de poder y las antiguas estructuras jurídicas. Porque aun "cuando el estado de excepción y las estructuras policiales constituyen un núcleo sólido y un elemento central del nuevo derecho imperial, este nuevo régimen nada tiene que ver con las artes jurídicas de la dictadura" (Hardt y Negri, 2000:40). Por el contrario, tal como vimos, el dominio de la ley y del derecho continúa desempeñando un papel relevante en la configuración del orden imperial. El contexto biopolítico del nuevo paradigma, no obstante, permite situar adecuadamente su función como parte de una maquinaria mucho más amplia y efectiva de control de la subjetividad. Así llegamos a las tres características centrales del imperio que hemos repasado: (i) el imperio carece de fronteras y, por lo tanto, de un afuera. Es esto lo que lo distingue del imperialismo y del carácter expansivo del capital. (ii) La ausencia de fronteras determina que el despliegue de la fuerza imperial se realice bajo un derecho policial dirigido a mantener un orden interno sobre la (falsa) pretensión de defensa de valores universales. Y (iii) el imperio tiene como objeto de gobierno la vida social en su totalidad a través de un régimen biopolítico de configuración y gestión de la multitud. Lo cual nos conduce al último concepto central de la obra de Hardt y Negri: la categoría -precisamente- de multitud.

El concepto de multitud desarrollado en Empire posiblemente corresponda a la parte peor asimilada por los detractores de Hardt y Negri. Así, por ejemplo, Boron tilda el concepto de ser "sociológicamente vacío" (2002:103). Hauerwas considera que es una categoría poco original y con nula o escasa aportación analítica (2003:23). A mí me parece, sin embargo, que estas acusaciones son injustas, además de omitir y dejar de tomar en cuenta elementos teóricos que no pueden ser obviados porque se hallan claramente presentes en las propia respuestas que Negri y Hardt han dado a todas estas acusaciones (Negri y Zolo, 2002:13; Hardt, 2004). Voy a explicar por qué creo que el concepto de multitud es original, posee poder analítico, y no resulta de ningún modo "sociológicamente vacío".

El término multitud, como se sabe, tiene su origen en Spinoza, quien, según la opinión de Žižek (2003) y Gatens y Lloyd (1999:88), ya dibujaba el concepto de manera deliberadamente ambigua. La multitud, explican Hardt y Negri es un concepto autónomo y separado del término pueblo. Este término es el que tradicionalmente ha designado a las poblaciones insertadas en el marco del Estado nación dentro de la modernidad. Negri afirma que el concepto de pueblo es artificial y reduccionista. Es decir, consiste en una falsa abstracción que hace del conjunto plural de los ciudadanos una supuesta unidad orgánica con cuerpo y voluntad única. En contraste con esto, el concepto de multitud hace alusión a "una multiplicidad de singularidades", entendiendo por singularidad "un sujeto social cuya diferencia no puede reducirse a uniformidad" (Hardt y Negri, 2004:127). La multitud, por tanto, es una suma de singularidades que no pierde su identidad por verse amalgamada en una unidad diferenciada.

Ahora bien, la relevancia teórica de este concepto está en otro lado y deriva, en todo caso, de este momento de diferenciación de lo singular frente a lo universal que distingue a la idea de multitud. Esto se advierte en el propósito explícito de Hardt y Negri por desvincular este concepto de la categoría marxista de clase social. Si la multitud -nos dicen- ha sido definida como una amalgama operativa y eficiente de singularidades, eso significa que esta nueva categoría política ha de permitir entender dónde exactamente radica en ella la posibilidad de ejercer un contrapoder al aparato biopolítico del imperio. La multitud es un sujeto político que aparece dentro del sistema. Y en la medida que su trabajo ha sido imprescindible para construirlo y es imprescindible para mantenerlo, no hay duda de que es aquí donde emerge toda posibilidad de oponer una contratendencia a las tendencias hegemónicas imperiales.4

Entender a fondo, sin embargo, dónde radican exactamente las condiciones de posibilidad de resistencia en la multitud exige vincular este concepto con una de las tradiciones más significativas del pensamiento político latinoamericano: la desarrollada en las últimas dos décadas por el filósofo argentino Ernesto Laclau. Mouffe y Laclau (1985) han considerado también indispensable reconstruir la noción misma de "clase social". Esto obedece a una necesidad que comparten con Hardt y Negri: la de rechazar el esencialismo o determinismo marxista para el cual las posiciones de sujeto y las identidades sociales quedan fijadas de antemano según la clase social a la que se pertenece y el lugar que se ocupa en el proceso productivo. En contraste, Laclau sugiere la necesidad de entender a los sujetos en términos de la posición que cada uno de ellos ocupa al interior de una determinada estructura discursiva. Así, por ejemplo, un conjunto de definiciones o prácticas sociales producen la categorías "homosexual" y "mujer". De estas categorías son predicados una serie de atributos por medio de discursos culturales específicos que son tan variables como contingentes. Por esta razón, dichos discursos no determinan el conjunto de posiciones y significados asociados a una persona o sujeto de manera unívoca o particular, sino que, por el contrario, definen las identidades y las relaciones sociales en forma inestable, variable, singular y equívoca. Esto captura el carácter omnipresente del poder inherente al régimen biopolítico del imperio. Una persona, siguiendo con el ejemplo, puede ser una mujer sometida a un orden discursivo patriarcal o un homosexual marginado en un contexto homofóbico y, a la vez, pertenecer a una élite económica que ejerce relaciones de dominio sobre otros: ello saca a la luz el hecho de que las relaciones de poder se dan siempre en torno a nodos discursivos. También muestra que no hay ámbito social ajeno a las relaciones de poder ni individuo exento de sufrirlo y ejercerlo.

Esto es de suma relevancia por una sola razón: entender las posiciones del sujeto en estos términos permite elaborar una teoría más plausible sobre la posibilidad de que suceda lo que Laclau define como "relaciones de equivalencia". Es decir, una forma de construcción de lo político que puede operar entre las ideologías más diversas. Marx no anticipó esto.

¿Qué puede haber de común entre las características de explotación y las necesidades que sufren las trabajadoras y trabajadores de las acererías en la India, las fábricas de ensamblaje en Corea, un técnico de la Boeing de Seattle, y un trabajador en una plantación de amapola en México? Un concepto no esencialista de la identidad social que tome en juego el papel de lo simbólico en la configuración del rol en el proceso productivo ayuda a vislumbrar en términos teóricos más claros cómo el mundo de demandas insatisfechas puede comenzar a crear una identidad de los de abajo frente a los poderes que los excluyen e ignoran. Es lo que me propongo explicar a continuación.

HIBRIDACIÓN, LÓGICA DE EQUIVALENCIA E INSTITUCIONALISMO

Llegado este punto, resulta sorprendente la simetría entre las tesis de Laclau, Hardt y Negri. Estos últimos consideran que los motores para resolver las desigualdades sistémicas del imperio son la cooperación y lo que ellos llaman hibridación. Laclau, en cambio, habla de lógica de equivalencia e institucionalismo. Leer en paralelo ambas propuestas nos permitirá concluir entendiendo el alcance de estas distinciones analíticas.

El concepto de hibridación parte, precisamente, de la propiedad de diferencia que distingue a la multitud. Frente a la diferencia -afirman ellos- será la capacidad de hibridarse, de mezclarse (lo que Negri llama "metamorfosis biopolíticas") la que otorgue a la multitud el poder que le permita cambiar el sistema del imperio. Sostengo -como ya dije- que es sólo a través de Laclau como se hace posible entender la real importancia de esto. Veámoslo con cierto detenimiento.

Frente a las concepciones que impugnan el fenómeno del populismo como una expresión degradada de la política, Laclau reivindica el populismo, no como un contenido, sino como una forma de construir lo político a través de lo que él llama "relaciones de equivalencia". Ello ocurre cuando, desde fuera del sistema, un individuo (o conjunto de individuos) empieza a interpelar el orden hegemónico articulando el heterogéneo mundo de demandas insatisfechas. Con ello, poco a poco se va generando una identidad de intereses -ahí donde no la había- frente al común poder que ignora reivindicaciones de muy distinta índole pero que, en último término, pueden llegar a representarse como siendo equivalentes entre sí. En este sentido, Laclau distingue dos lógicas de construcción de lo social. Una es la lógica de equivalencia que hemos ya indicado. La otra es la "lógica de la diferencia" -o del institucionalismo-, en la cual cada demanda individual es absorbida dentro de un esquema en el que la política es reemplazada por la administración y su capacidad de procesar cada demanda diferenciada. Ahora bien, según va explicando el autor, la diferencia institucional nunca logra neutralizar del todo la homogeneización "equivalencial" que requieren las identidades populares como precondición de su constitución. Ello es así porque la "diferencia institucional" se enfrenta a otra forma de diferenciación, la heterogeneidad social, la cual corresponde a todos aquellos particularismos irreductibles y refractarios a ser absorbidos en demandas populistas articulables. En palabras del mismo Laclau, "es porque una demanda particular está insatisfecha que se establece una solidaridad con otras demandas insatisfechas, de manera que sin la presencia activa de la particularidad del eslabón no podría haber cadena de equivalencia" (2005:153).

La heterogeneidad, por consecuencia (reivindicada por Hardt y Negri en la diferenciación de lo singular implicada en la idea de multitud), constituye la condición de posibilidad de una política de cooperación (o hibridación) entre demandas diferentes que, pese a todo, comparten puntos de identidad común. Es precisamente porque existe heterogeneidad que se vuelve necesaria la producción de un acto de "sutura". La diferenciación dentro de la multitud es irreductible, pero a la vez es indudable que la sociedad se disgregaría en mero particularismo -y, por consiguiente, en una total impotencia política- si no ocurriera que las demandas no encontraran su forma de articulación en lo que Hardt y Negri llaman "hibridación" y Laclau "cadenas de equivalencia". El propio Laclau concreta su idea en un ejemplo claro: supongamos que hay un grupo de vecinos que tienen una demanda respecto del transporte que no es contemplada por la municipalidad y esos vecinos, al mismo tiempo, ven que hay otras demandas de otra gente referentes a la vivienda que tampoco son contempladas y que hay otras más que se refieren a la escolaridad. Es ahí donde el mundo de demandas insatisfechas comienza a crear una identidad de los de abajo frente a un poder que los ignora.

La "lógica de la diferencia" -o del institucionalismo- tiene como función primordial intentar impedir que tal cosa ocurra. Pensemos en los ejemplos clásicos de las protestas populares con sus reivindicaciones específicas en torno a la reducción de impuestos, educación, salud pública, falta de vivienda, o la carencia de oportunidades laborales para quienes buscan incorporarse al mercado laboral. En tales casos, la situación se politiza cuando la reivindicación puntual empieza a volverse híbrida y a vincularse con las de otras personas que demandan diferentes cosas, generando una oposición global contra ellos, los que mandan. Cuando así sucede, como lo dice Žižek, la protesta pasa de referirse a determinada reivindicación a reflejar la dimensión universal que esa específica reivindicación contiene. De ahí que los manifestantes se suelan sentir engañados cuando los gobernantes, contra los que iba dirigida la protesta, aceptan resolver la reivindicación puntual: es como, si al darles la menor, les estuvieran arrebatando la mayor, el verdadero objetivo de la lucha (2008:40).

Éste es, según Laclau, el verdadero momento de la política: el momento en el que una reivindicación específica no es simplemente un elemento de negociación de intereses, sino que comienza a funcionar como una condensación de demandas orientada a la reestructuración de todo el espacio social. Por supuesto que esta clase de condensación de demandas puede operar desde abajo como una movilización antisistema. Pero también puede ser activada desde arriba con una dirección distinta orientada a favorecer de los intereses del propio poder. Por eso es que hay tanto un populismo de izquierda como de derecha. Más allá de esto, lo relevante aquí es que este marco permite mostrar cómo, si una de las características del biopoder es la dispersión, su porosidad y omnipresencia, las contrarresistencias que este mismo poder genera no pueden menos que -para ser efectivas- articularse en el mismo plano y bajo las mismas características que aquello a lo cual buscan oponerse.

A modo de conclusión me gustaría cerrar con lo siguiente. Ni Hardt ni Negri (ni mucho menos Laclau) son ingenuos respecto de las posibilidades de una política de equivalencias (o hibridación) que haga frente a los controles biopolíticos del imperio. En todo caso, sus argumentos nos advierten acerca de la necesidad de adoptar la perspectiva de aquello que Immanuel Wallerstein en su momento denominó "análisis del sistema mundo" capitalista (World-System Analysis). Hay, pues, en todo lo expuesto, una invitación a dejar de asumir acríticamente la supuesta legitimidad del marco nacional como unidad de análisis apropiada.

La circunstancia actual obliga a ello. La tendencia a la ruptura de las fronteras económicas y políticas en el ámbito global, la nueva forma que asume la expansión de las relaciones capitalistas en tiempos de transnacionalización y las recurrentes crisis financieras globales tienen efectos visibles en importantes mutaciones en las formas de organización económica, el aumento del desempleo, la pobreza, el paulatino desmantelamiento del Estado de bienestar en Europa y la deslocalización de los puestos de trabajo a países periféricos, donde ejércitos de obreros empobrecidos están dispuestos a trabajar por salarios de hambre. En 2000 (año de la publicación de Empire), la Organización Internacional del Trabajo (OIT) estimaba en más de mil millones los parados del planeta. Según el mismo organismo, la mitad de la población mundial vive con menos de dos dólares diarios. En el mismo año, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) atribuía a 225 fortunas individuales igual capacidad de apropiación de la riqueza que a 49 por ciento de la población mundial. No hay recetas ni estrategias claras y fáciles para hacer frente a este panorama desolador. Pienso, no obstante, que las categorías que hemos analizado nos ofrecen pautas críticas que no debemos obviar a la hora de estudiar estos problemas. Quince años después de su publicación -esto es lo que aquí he querido mostrar-, Imperio sigue siendo ahora una obra cuyo análisis y discusión es más que pertinente.

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1Afirman Hardt y Negri que son éstas las notas que definen el concepto de imperio ya desde la época del Imperio romano. Ahí se hace patente como el concepto de imperio unió categorías jurídicas y valores éticos con pretensión de universalidad para hacerlos valer al interior de un todo orgánico. "Un poder unitario que produce paz y abarca todo el espacio considerado civilización" (Hardt y Negri, 2000:27).

2A este respecto pueden verse los textos de Steger (2003) o Laporta (2005).

3Sigo aquí directamente a Foucault (1994:207-228). Véase un análisis detallado de lo que aquí apretadamente resumo en la extraordinaria antología de Fordon (1980).

4Retomando una importante distinción de Erick Olin Wright (1994) entre explotación y opresión, las aseveraciones hechas aquí alrededor de la multitud suponen que Hardt y Negri entienden la relación entre multitud y poder imperial como una relación esencialmente de explotación y no de opresión. Según Olin Wright, la diferencia crucial entre explotación y mera opresión es que, en la primera, el explotador necesita del explotado, pues depende de su esfuerzo. En la opresión sin explotación, en cambio, el opresor estaría contento si el oprimido desapareciera. La vida para los colonos de Estados Unidos hubiera sido más fácil si el oprimido hubiese desaparecido. Lo mismo no ocurre, en cambio, con los ejércitos de mano de obra empobrecidos que el capital requiere para seguirse reproduciendo. Esa es la razón que salva a la multitud del genocidio, pues éste -dice Olin Wright- es la estrategia potencial de los opresores no explotadores.

Recibido: 28 de Enero de 2015; Revisado: 15 de Marzo de 2015; Aprobado: 08 de Junio de 2015

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