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Revista de El Colegio de San Luis

versión On-line ISSN 2007-8846versión impresa ISSN 1665-899X

Revista Col. San Luis vol.4 no.7 San Luis Potosí ene./jun. 2014

 

Artículos

 

¿Pacificar o no pacificar? Una comparación entre Canadá y México*

 

Kevin A. Spooner**

 

** North American Studies and History Program Coordinator, North American Studies Program, Wilfrid Laurier University. Correo electrónico: kspooner@wlu.ca

 

Enviado a dictamen el 12 de marzo de 2013.
Recibido en forma definitiva el 23 de mayo y 3 de junio de 2013.

 

Resumen

Este artículo explora las actitudes divergentes de Canadá y México acerca del mantenimiento de la paz, explicadas en parte por las diferentes culturas políticas y el legado de conflicto militar. La renuencia mexicana a tomar parte en el mantenimiento de la paz radica en una lealtad fundamental en su política exterior a los principios de la no intervención en los asuntos internos de otros Estados y el derecho a la autodeterminación. Canadá, en comparación, acogió el mantenimiento de la paz a lo largo de la segunda mitad del siglo XX como una contribución internacional esperada de una potencia media. En efecto, este rol se arraigó en el imaginario nacional canadiense y en las percepciones de Canadá alrededor del mundo. Sin embargo, para mediados de la década de los noventa, Canadá había abandonado en gran medida las actividades de los cascos azules, debido a las drásticas reducciones del presupuesto militar y a la redistribución de sus tropas hacia misiones supervisadas por la OTAN o por coaliciones hechas para resolver conflictos específicos. El artículo concluye con la sugerencia de que, paradójicamente, las dos naciones están convergiendo en su orientación hacia las operaciones de la ONU. Canadá ha cambiado el enfoque de sus contribuciones cada vez más hacia las operaciones policiales en vez de las militares, limitando efectivamente su participación en el mantenimiento de la paz. México, por el contrario, podría comenzar a participar en las misiones de la ONU con contribuciones comparables de personal no militar, como un medio menos polémico de afiliarse a los esfuerzos internacionales de mantenimiento de la paz.

Palabras clave: Canadá, México, mantenimiento de paz, política exterior, cultura política.

 

Abstract

This article explores divergent Canadian and Mexican attitudes to international peacekeeping, explained in part by differences in political cultures and the legacy of military conflict. Mexican reluctance to engage in peacekeeping is rooted in that nation's fundamental devotion to the principles of both non-intervention in the internal affairs of other states and the right to self-determination that informs and shapes its foreign policy. Canada, by comparison, embraced peacekeeping through much of the second half of the twentieth century as an international contribution suitable to a middle power; indeed, this role became ingrained in the Canadian national imaginary and in the perceptions of Canada held by others around the world. By the mid 1990s, however, Canada had largely abandoned United Nations peacekeeping as dramatic cuts to defence spending limited capabilities and as soldiers were increasingly deployed on muscular missions overseen by either the North Atlantic Treaty Organization or coalitions of nations assembled to address specific conflicts. The article concludes by suggesting, paradoxically, that the two nations may now be converging in their approaches to support for U.N. operations. Canada has increasingly shifted its contribution to U.N. operations towards security and policing and away from the provision of armed forces personnel, effectively limiting Canada's role in U.N. peacekeeping. Mexico, on the other hand, could begin to contribute comparable nonmilitary personnel to U.N. missions, but as a less contentious means of joining international peacekeeping efforts.

Keywords: Canada, Mexico, peacekeeping, foreign policy, political culture.

 

En agosto de 1965, la Conferencia de Banff de Desarrollo Mundial atrajo a un destacado grupo de individuos para abordar el papel de Canadá como una potencia media, un tema que sigue siendo pertinente hoy en el estudio de la política exterior canadiense. Las ponencias fueron colectadas y publicadas posteriormente, pero uno sólo puede imaginarse el ir y venir de los verdaderos procedimientos que reunieron personalidades tales como Blair Frase, notable periodista y editor de Ottawa de Maclean's; los diplomáticos veteranos canadienses Chester Ronning y Arnold Danford Patrick Heeney; académicos tales como James Eayrs y John Holmes; incluso llegó el Primer Ministro Lester Pearson para hacer los comentarios de clausura. De particular importancia para esta exploración comparativa de las políticas canadienses y mexicanas en torno al mantenimiento de la paz fue la presencia de Mario Ojeda Gómez, en ese tiempo director de El Colegio de México. Un destacado académico de las políticas extranjeras de México, Ojeda Gómez llegó a ser embajador de México ante la UNESCO hacia finales de la década de las noventa.

Tres décadas antes, él se encontraba en Banff discutiendo la posición de México como una potencia media, estableciendo comparaciones con Canadá. Luego de explicar las raíces históricas y la lógica de las aislacionistas políticas exteriores mexicanas, se dirigió al asunto particular del mantenimiento de la paz, identificando varias razones por las que México no había sido un participante activo en la que era una práctica relativamente innovadora en ese tiempo: operaciones de mantenimiento de la paz a gran escala organizadas por las Naciones Unidas (ONU). Él sugirió que México no tenía ni la capacidad militar ni la voluntad política para participar en acciones del mantenimiento de la paz. Aseguró que México "cree sinceramente que cualquier clase de intervención —incluso la de tipo colectivo, realizada con el objetivo de traer paz a la nación involucrada— tiende hacia la alienación de los pueblos de los países interesados, y la continuación de las tensiones políticas". Ojeda Gómez reconoció que esto representaba un contraste "no poco interesante" con otras potencias medias, en específicoe Canadá (1966:142-143).

En efecto, hacia mediados de los años sesenta, el mantenimiento de la paz parecía destinado a convertirse en el oficio de Canadá. El premio Nobel de Lester Pearson en 1957, ganado por su rol en el establecimiento de las Fuerzas de Emergencia de las Naciones Unidas (FENU), provocó mayor conciencia pública del mantenimiento de la paz y el papel potencialmente positivo de Canadá en el escenario internacional. Canadá había hecho contribuciones militares de utilidad, no sólo a la FENU, sino también a la Operación de las Naciones Unidas en el Congo (ONUC), la misión de la ONU para el mantenimiento de la paz más grande durante la Guerra Fría, enviada al Congo de nuevo independiente para ayudar a restaurar el orden tras el motín de su gendarmerie. En Ottawa, una especie de consenso político emergía a favor del mantenimiento de la paz. Los primeros ministros St. Laurent, Diefenbaker y, finalmente, el mismo Pearson —con la decisión de su gobierno de enviar soldados canadienses a mantener la paz en Chipre— destinaron las Fuerzas Armadas de Canadá al servicio del mantenimiento de la paz de la ONU.

Este artículo explora estas actitudes divergentes de Canadá y México con respecto del mantenimiento de la paz, explicadas en parte por las diferentes culturas políticas y los legados de conflictos militares. Concluye con la sugerencia de que, paradójicamente, se puede percibir ahora una convergencia de las políticas de apoyo de las operaciones de la ONU de los dos países. La contribución canadiense a las operaciones de la ONU se ha alejado cada vez más de la provisión de personal de fuerzas armadas, para inclinarse hacia la seguridad y acción policial, lo que en realidad ha limitado el rol de Canadá en las misiones del mantenimiento de la paz de la ONU. Por el otro lado, es posible que México comience a contribuir con la misma clase de personal no militarizado a las misiones de la ONU, pero como un medio menos polémico de unirse a los esfuerzos internacionales de mantenimiento de la paz.

La reticencia persistente de México a participar en el mantenimiento de la paz puede estar relacionada de manera directa con las creencias fundamentales que han guiado, desde hace mucho tiempo, las políticas externas de este país. David Mena Alemán (2005:657) sugiere que ha habido una devoción "como mantra" de sucesivos gobiernos mexicanos hacia la no intervención en los conflictos internos de otros Estados y al derecho a la autodeterminación. Las doctrinas Carranza (1917) y Estrada (1931) llegaron a ser pilares concretos en los que se apoyaron estos valores centrales. En búsqueda de la raíz de la política mexicana de seguridad nacional, ligada inseparablemente a las políticas exteriores más generales, Raúl Benítez Manaut (1996) nos recuerda que México, en los años que siguieron a su independencia, era una nación en potencial estado de sitio. La retórica del destino manifiesto de la doctrina Monroe se tradujo en pérdidas significativas de territorio sufridas por México a raíz de la guerra con los Estados Unidos desde 1846 hasta 1848. La posterior intervención de Francia en los asuntos de México aumentó el agravio. Dados estos primeros años tortuosos como nación, no es sorprendente que México tomara una posición defensiva en sus relaciones internacionales que insistía en la necesidad de respetar a todos los países, no sólo en su soberanía de Estado, sino también en su voluntad popular de ciudadanía.

Por consiguiente, por razones políticas, sí es percibido que el mantenimiento de la paz interfiere en los asuntos internos o externos de un país o restringe acciones que tienen apoyo popular, por lo que podemos esperar que México vea este tipo de intervenciones con reserva. Además, hay aspectos legales y constitucionales sobre la cuestión de la participación mexicana en el mantenimiento de la paz. A finales de los años ochenta, el artículo 89 de la Constitución mexicana se modificó, no sólo para consagrar los principios de la autodeterminación de los pueblos y la no intervención, sino también para otorgar al Congreso de la Unión un papel más importante en la formulación de políticas extranjeras —o al menos en la emisión de juicios sobre la conducta del Poder Ejecutivo en torno a las relaciones exteriores— (Encinas-Valenzuela, 2006). Éste no es un punto de menor importancia; al abordar el mantenimiento de la paz en un estudio de las relaciones México-Canadá, Olga Abizaid Bucio (2004) enfatiza que el envío de las fuerzas armadas mexicanas fuera del país depende de la aprobación del Senado de la República. Y no está del todo claro si las fuerzas armadas acogerían con beneplácito una vocación pacificadora. El liderazgo del Ejército y de la Armada parecen divididos ante esta cuestión, con la Armada más favorable a la idea, al parecer (Sotomayor, 2006).

El debate sobre la participación mexicana en el mantenimiento de la paz nunca habría superado la pura especulación y contemplación frívola, salvo que, al poco tiempo de haber asumido el poder, la administración de Vicente Fox generó expectativas de que México desempeñaría un papel más activista en los asuntos internacionales. El primer secretario de Relaciones Exteriores del gobierno de Fox, Jorge Castañeda, argumentó: "La única forma en que nuestro país pueda balancear su agenda de política y sus intereses en el extranjero, es a través de una actividad muy intensa en el escenario multilateral" (cit. en Bondi, 2004:2). La decisión de México de presentarse como candidato a uno de los puestos no permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU en 2002-2003 señaló con claridad un cambio de rumbo. En 2004, el sucesor de Castañeda, Luis Ernesto Derbez, encendió un debate de mayores proporciones cuando planteó la posibilidad de que México contribuyera con tropas a las misiones de mantenimiento de la paz de la ONU (SourceMex, 2004a). Más tarde, en ese mismo año, el secretario general de la ONU, Kofi Annan, realizó una visita a México, y mientras se dirigía al Senado, "expresó la esperanza de que México considerara participar en las operaciones de mantenimiento de la paz" (United Nations, 2004). Al mismo tiempo, la ONU tenía 50 000 cascos azules desplegados en diecisiete operaciones, y el secretario general anticipaba una necesidad de 30 000 más (SourceMex, 2004b).

Sin embargo, la petición de Annan recibió una fría acogida. El secretario Derbez se apresuró a dejar en claro que México podría proporcionar servicios de apoyo, pero no personal de combate. Un senador del Partido Revolucionario Institucional (PRI) reforzó esta postura expresando dudas acerca de que si el Senado aprobara la participación de las Fuerzas Armadas Mexicanas en operaciones de mantenimiento de la paz, sería a condición de que el personal estuviera asistiendo en actividades no militares. José Luis Soberanes Fernández, presidente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), fue más tajante: "México no tienen ninguna razón por contribuir con tropas a las misiones internacionales de mantenimiento de la paz [...] semejante acción violaría nuestra tradición de no intervención en los asuntos de otros países". Varias organizaciones no gubernamentales mexicanas coincidieron con la postura de la CNDH (SourceMex, 2004b).

Para muchos canadienses, este acalorado debate sobre la propuesta de participar en las misiones del mantenimiento de la paz de la ONU surgió como una gran sorpresa; la creencia fundamental de que son peacekeepers (de que, como país, contribuyen a las fuerzas de los cascos azules) está tan integrada en el imaginario nacional —y de una manera tan positiva— que resulta incomprensible que en otro país sea tan problemática y controversial la idea de participar en estas misiones. Considerando la representación omnipresente de los cascos azules canadienses: en la moneda; en el único monumento militar alzado por el gobierno federal después de la segunda guerra mundial; en estampillas del correo honrando a Lester Pearson; en autobiografías superventas, documentales y películas, e incluso en comerciales de cerveza. La génesis y la evolución de esta intensa identificación, sin embargo, es bastante difícil de determinar. El Premio Nobel de Lester Pearson se presenta como uno de los puntos más probables de partida. En aquel entonces, este logro fue ocasión de un florecimiento de orgullo nacional, y hasta hoy logra despertar la imaginación de los canadienses.

Al contemplar su lugar en el mundo, los canadienses tienden a sostener una elevada opinión de sí mismos. En 2005, el Proyecto de Actitudes Globales del Centro de Investigación Pew halló que 94 por ciento de los canadienses creen que "su país es bien apreciado por otras naciones", una proporción más alta que la de dieciséis países estudiados. Un estudio más reciente encontró que 59 por ciento de los canadienses identifican su país como uno destacable como "una fuerza positiva en el mundo hoy", y al pedir que específicamente identificaran la contribución más positiva hecha al mundo por Canadá, 26 por ciento de los canadienses dijo que era el mantenimiento de la paz —un porcentaje más alto que el asignado a cualquier otra contribución (Canada'sWorld, 2008:13, 31).

Si bien estas posturas suenan de algún modo como un autorreconocimiento, en realidad los canadienses podrían estar siendo precisos en su evaluación de cómo otros en el mundo perciben su país. A finales de 2006 y principios de 2007, la BBC, en cooperación con el Program on International Policy Attitudes (PIPA), encuestaron a 28 000 personas en veintisiete países, solicitándoles graduar doce países según su influencia positiva o negativa en el mundo. Canadá recibió la mejor calificación, con 54 por ciento de las respuestas de que Canadá tenía una influencia principalmente positiva, y sólo 14 por ciento evaluó de forma negativa la influencia de Canadá.1 Gallup International, trabajando en conjunción con Voice of the People, halló resultados similares en encuestas realizadas entre julio y septiembre de 2006 a 59 000 adultos en sesenta y tres países; 53 por ciento de las respuestas develó, en general, una opinión positiva de Canadá, la más alta de los nueve países incluidos en esa encuesta (Angus Reid Global Monitoriune 15, 2007).2 Finalmente, la encuesta Angus Reid, realizada a finales de 2006, a 5 800 personas en veinte países, halló que 67 por ciento de los encuestados cree que Canadá es un contribuidor al mantenimiento de la paz en el mundo (Angus Reid Global Monitor, 2006, noviembre 12). No sólo en Canadá, sino también alrededor del mundo, Canadá ha sido generalmente percibido en términos positivos —y, al parecer, la reputación del país como promotor del mantenimiento de la paz lo hace responsable en parte de esta percepción—.

Es verdad que más de 120 000 canadienses han prestado servicios en cerca de cincuenta operaciones de mantenimiento de la paz de la ONU desde 1948 (United Nations Association in Canada, 2008). En 2010, había aproximadamente 2 900 soldados canadienses desplegados en operaciones internacionales (National Defence, 2010). Entre éstos, treinta y cinco son expertos militares que prestan servicios en misiones de la ONU y sólo veinticinco son de tropas que prestan servicios en operaciones de mantenimiento de la paz de la ONU. De hecho, en mayo de 2010, entre las naciones contribuyentes al mantenimiento de paz de la ONU, Canadá tenía el rango de cincuenta y tres (Naciones Unidas 2010b, 2010c). Por décadas, Canadá contribuyó a todas y cada una de las misiones de mantenimiento de la paz de la ONU. Esta contribución llegó a ser un punto de contención para quienes criticaban el papel de Canadá en las misiones de la ONU. Se argumentó que era una política tan popular entre canadienses que los gobiernos sucesivos accedieron a las peticiones de la ONU por temor a ser el primer gobierno que dijera "no". Hasta finales de los años ochenta y principio de los noventa, se consideraba importante el mantenimiento de la paz como parte de las políticas canadienses de relaciones internacionales y defensa. En 1987, el gobierno Progressive Conservative (Conservador Progresivo) de Brian Mulroney emitió un whitepaper (una declaración de la futura dirección de la política pública) que reafirmaba la importancia de la participación canadiense en el mantenimiento de la paz. Y, en este caso, la política fue respaldada con la práctica. Con el fin de la Guerra Fría, fue posible reenfocar la atención en conflictos regionales, antes considerados demasiado peligrosos o desestabilizadores. Los cascos azules eran mucho muy solicitados para ayudar a supervisar la implementación de los arreglos de paz, como en el caso de la guerra Irán-Iraq. Durante este tiempo servían en el extranjero más soldados canadienses que en ninguna otra ocasión desde la guerra coreana.

La reputación de Canadá como uno de los países líderes en el mantenimiento de la paz, sin embargo, ya no tiene mucho fundamento. De hecho, desde 2003, Estados Unidos ha proporcionado más personal a las misiones de la ONU que Canadá. La extrema reducción de la contribución canadiense a las misiones del mantenimiento de la paz de la ONU se explica, en gran parte, como el resultado de dos tendencias que comenzaron a mediados de los años noventa.

Primero, el presupuesto para las Fuerzas Armadas de Canadá fue drásticamente reducido durante este periodo, como parte de los esfuerzos del gobierno federal para eliminar el déficit. Cuando Jean Chretien asumió el cargo de primer ministro en 1993, una de las prioridades de su gobierno fue equilibrar el presupuesto. Con gastos anuales de 512 mil millones de dólares, que representaban 10 por ciento del total del presupuesto del gobierno, el Departamento de la Defensa Nacional fue un candidato obvio para recortes (White, 1994; Morton, 2002). Asimismo, con el fin de la Guerra Fría, los canadienses estaban generalmente entusiasmados por cosechar por fin los beneficios financieros de un dividendo de la paz. En palabras del historiador Norman Hillmer, los canadienses sentían "que los militares no tenían mucho que hacer y los americanos nos protegerían de todos modos" (cit. en Galloway, 2006: A4). Y, entonces, comenzaron los recortes. Entre 1985 y 1989, en promedio, la proporción de los gastos militares del producto interno bruto eran de 2.1 por ciento. Para 1999, esta cifra había bajado en extremo a 1.2 por ciento. El gobierno alcanzó este ahorro, en gran medida, con la suspensión o cancelación de compras de nuevo equipamiento y con reducciones en el número de personal militar. En 1990, el número promedio de personal en las Fuerzas Armadas canadienses era de 87 000. Hacia el fin de la década, este número había descendido a 59 000 (Defence Expenditures, 2000). Sin duda, tan drástica reducción tuvo un impacto en la capacidad del gobierno de responder a peticiones de asistencia en el mantenimiento de la paz, en una época en la que el número de operaciones internacionales estaba en aumento. Esta misma contradicción, sin duda, pesaba en la mente del general John de Chastelain, jefe de personal de las Fuerzas Armadas en aquel entonces, cuando, en una entrevista en 1991, advirtió: "Nuestro problema es convencer al gobierno de que al darnos menos dinero, realmente significa menos defensa. No pueden darnos menos y esperar que hagamos tanto" (cit. en Fulton, 1991:25).

La segunda tendencia en los años noventa, que en última instancia llevó a una reducción significativa en la cantidad de personal de las Fuerzas Armadas canadienses disponibles para prestar servicio a la ONU, era la necesidad de recurrir cada vez más a operaciones militares más grandes y complejas para enfrentar las crisis internacionales. Los académicos no tardaron en desarrollar un nuevo vocabulario que describía lo que era reconocido como una nueva era de mantenimiento de la paz: establecimiento de la paz, pacificación, imposición de la paz, misiones estabilizadoras, etc. Cual sea la terminología favorecida, estas operaciones tenían una característica en común: estaban autorizadas, bajo el capítulo 7 de la Carta de la ONU, para utilizar la fuerza en el cumplimiento de sus mandatos. Los críticos del mantenimiento de la paz plantean que esta evolución señala el fin las misiones "tradicionales" de la ONU, en otras palabras, misiones que fueron autorizadas bajo el capítulo 6 y sólo podían recurrir al uso de la fuerza estrictamente para la autodefensa.3 Sin embargo, sería una simplificación excesiva interpretar la evolución histórica del mantenimiento de la paz como una evolución lineal que de modo paulatino incrementaba el uso de la fuerza en las operaciones. Desde los años sesenta, es posible reconocer las características de la supuesta nueva era del mantenimiento de la paz, como el uso más liberal de la fuerza para cumplir con los objetivos de una misión; por ejemplo, en el caso de ONUC (Findlay, 1999). Y en 2010, de las quince operaciones de la ONU, sólo la mitad tuvo autorización para usar la fuerza bajo el capítulo 7. Cuatro operaciones adicionales, administradas por el Departamento de Operaciones de Mantenimiento de la Paz de la ONU son claramente operaciones regidas por el capítulo 6. Ya en la década de los noventa, era ciertamente más común de lo que fue previamente para la ONU permitir el uso de la fuerza por los cascos azules, pero las operaciones más "tradicionales" siguieron siendo importantes a lo largo de la década y desde entonces.

El caos que sobrevino a la desintegración de Yugoslavia ofrece un buen ejemplo de cómo las operaciones de Canadá en el exterior comenzaron a cambiar en los años noventa, en parte como respuesta a tales tendencias en el mantenimiento de la paz. La presencia militar canadiense en los Balcanes comenzó con el despliegue de observadores militares en septiembre de 1991. El febrero siguiente, la ONU estableció la Fuerza de Protección de las Naciones Unidas (FORPRONU), y Canadá realizó contribuciones importantes de personal, tanto en número como en liderazgo. Mientras la situación se hacía cada vez más compleja política y militarmente, la sobrecargada burocracia asociada con el manejo de la misión en los Balcanes se hizo muy evidente en Nueva York, y está bien descrita desde la perspectiva canadiense por el general de división Lewis Mackenzie (1993) en su autobiografía Casco azul: El camino a Sarajevo (Peacekeeper: The Road to Sarajevo). Hasta los años noventa, las Naciones Unidas envió a terreno un promedio de seis operaciones a la vez. Esta cantidad se ha duplicado y triplicado en los últimos veinte años. Este ritmo de expansión ha resultado problemático. La ONU siempre había manejado el mantenimiento de la paz de una manera ad hoc —la idea en sí no fue contemplada cuando su carta fue elaborada en los años cuarenta—. Como resultado, el equipo burocrático requerido para supervisar y mantener soldados en terreno se improvisaba en el momento. La Secretaría se debatía bajo el peso de la rápida expansión de las actividades de mantenimiento de la paz; combinado con el apoyo inconstante del Consejo de Seguridad para las mismas misiones que autorizaba, y que creó condiciones propicias para fracasos en el terreno. En poco tiempo se hizo evidente que la ONU estaba mal preparada para dedicarse a la imposición de la paz.

Cuando una crisis internacional requería una misión más compleja y con un uso expandido de la fuerza, la ONU delegaba la autoridad para que alguna organización regional de seguridad se hiciera cargo del asunto, como fue el caso de la OTAN en los Balcanes, o encargaba a una sola nación lo suficientemente fuerte para responder militarmente, como fue el caso de Estados Unidos en Somalia. Esto marcó el comienzo de las contribuciones militares significativas hechas por Canadá, misiones de imposición de la paz o desestabilización, llevadas a cabo o por la OTAN o por coaliciones de estados, formadas de forma improvisada, para resolver las crisis internacionales que surgían. En el caso de la ex Yugoslavia, la FORPRONU cedió el paso a dos misiones sucesivas de la OTAN: IFOR en 1995 y SFOR en el mismo año. De este modo, la contribución canadiense a la imposición de paz en los Balcanes fue transferida desde la ONU a la OTAN; un pequeño grupo de ocho canadienses seguía en la cede central de la OTAN en Sarajevo. De la misma manera, Canadá participó en la Operación de las Naciones Unidas en Somalia I (ONUSOM), hasta que la ONU decidió que se requerían medidas más fuertes para enfrentar el aumento de disturbios en ese país. La ONU autorizó una Fuerza de Tareas Unificada (UNITAF) formada bajo el liderazgo y el mandato de Estados Unidos. Canadá contribuyó a la UNITAF desde diciembre de 1992 hasta marzo del 1993 y luego a su sucesor ONUSOM II, hasta mayo de 1994, cuando los soldados canadienses fueron retirados casi un año antes que la ONUSOM II concluyera sus operaciones. Ya para principios de 1996, había menos de mil canadienses en total prestando servicio en todas las misiones de mantenimiento de la paz de la ONU, lo que marcó el comienzo de una consistente tendencia de declive. Las experiencias de los Balcanes y de Somalia constituyeron importantes precedentes para la participación canadiense en misiones de imposición de la paz, conducidas, no bajo el auspicio de la ONU, sino de la OTAN, en el contexto de misiones específicas de coaliciones de naciones voluntarias. En los últimos años, la mayoría de personal militar canadiense que ha prestado servicios en el exterior lo ha hecho, no a través de las misiones de mantenimiento de paz de la ONU, sino en Afganistán como una contribución a la "guerra contra el terrorismo."

El título de este artículo, "¿Pacificar o no Pacificar? Una comparación entre Canadá y México", enmarca una pregunta a la cual no existen respuestas simples o conclusivas. En 1965, en Banff, la percepción del mantenimiento de la paz desde las perspectivas de estos dos países norteamericanos parecía mucho menos ambigua, aunque divergente. Canadá, como una potencia mediana, había comenzado a acoger un papel de mantenedor de la paz, que llegaría a ser, a lo largo de una gran parte de la segunda mitad del siglo XX y principios del XXI, lo que definiría el lugar de esa nación en el mundo, tanto para los canadienses como para otros. Sin embargo, cabe observar que la colección de ponencias de esa conferencia en Banff ya revela una voz crítica hacia la participación de Canadá en el mantenimiento de la paz (Gordon, 1966). Desde la perspectiva de Mario Ojeda Gómez, la respuesta de México a la opción de participar en el mantenimiento de la paz con un "no" rotundo permaneció consistente y clara por décadas.

La situación contemporánea es, sin duda, mucho más compleja. Si bien México ha apoyado mediante contribuciones económicas los esfuerzos de la ONU para el mantenimiento de la paz, no ha proveído personal de las fuerzas armadas. La petición del secretario general Kofi Annan en 2004 de que México reconsiderara esta posición resultó en una reacción inicial más bien negativa; no obstante, parece haber provocado un debate en que se podía ver a México más dispuesto a cooperar con personal militar como parte del esfuerzo internacional de mantenimiento de la paz. En 2005, el Senado aprobó una enmienda al artículo 76 de la Constitución mexicana, permitiéndole al presidente enviar tropas tanto para misiones de combate como de no combate. Bajo esta nueva enmienda, el presidente aún requiere la aprobación del Senado para que fuerzas mexicanas se adhieran a una misión de mantenimiento de la paz que incluya el combate, pero el presidente no requiere de dicha aprobación para enviar fuerzas militares en misiones humanitarias. La opinión del público mexicano está ahora casi igualmente dividida en el asunto de la participación de México en el mantenimiento de la paz. Un sondeo de 2006 encontró que 49 por ciento de los encuestados "piensan que México debería participar en las acciones multilaterales dirigidas por la ONU para restaurar o mantener la paz en países afectados por conflictos violentos (González y Minuskin, 2006:37), y 43 por ciento se opusieron a esta posición. Finalmente, la administración del presidente Felipe Calderón seguía el ejemplo de su predecesor con un enfoque menos aislacionista de política extranjera. Era significativa también la decisión de postular para un puesto no permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU en 2009-2010, a pesar de las verdaderas dificultades políticas en la relación México-Estados Unidos que marcaron el último periodo de México en el Consejo de Seguridad (Secretaría de Relaciones Exteriores, 2008). El escenario parece estar listo para que México haga su entrada con los cascos azules, quizá al principio con contribuciones de personal militar y no militar a misiones autorizadas bajo el capítulo 6.

Canadá podría aprender bastante de la actitud cuidadosa de México frente al mantenimiento de la paz y la intervención internacional, y a los canadienses les haría bien aprender más sobre "lo real" en lugar de "lo imaginado" en cuanto a las actividades de sus fuerzas militares. Existe una contradicción inconfundible entre las contribuciones reales de las fuerzas armadas canadienses al mantenimiento de la paz y la percepción de los canadienses de la importancia del apoyo de Canadá para las misiones de la ONU. Esta brecha entre percepción y realidad se ha hecho aún más deslumbrante desde marzo de 2006; después de esa fecha, el número total de canadienses que han prestado sus servicios con la ONU no ha excedido nunca los 200. Además, desde entonces, las fuerzas policiales han consistentemente sobrepasado el personal de las fuerzas armadas en la contribución canadiense a las operaciones de la ONU. Resulta curioso que México podría perfectamente entrar en el oficio de mantenimiento de la paz al proporcionar personal para operaciones humanitarias y del capítulo 6, justo como Canadá aparenta haber tomado el mismo enfoque, aunque en su caso como una estrategia de escape para retirarse de sus niveles de compromiso anterior con las misiones de la ONU.

Los serios recortes presupuestarios a las fuerzas armadas canadienses en los años noventa, dado que coincidieron con la creciente buena disposición de Canadá para contribuir con el mantenimiento de la paz llevado a cabo por la OTAN y en otros arreglos al estilo ad hoc, prepararon el escenario para el periodo posterior al 9/11 y la significativa contribución de Canadá a las operaciones de la OTAN en Afganistán. Las políticas de defensa y de relaciones exteriores en Canadá llegaron a ser dominadas por la misión en Afganistán, con el efecto de dejar todas las prioridades eclipsadas, incluyendo la participación en el mantenimiento de la paz de la ONU. Es cierto que los limitados recursos financieros restringen las opciones políticas y dejan a los gobiernos con decisiones difíciles, no obstante, es problemático el permitir que las relaciones internacionales de Canadá se vuelvan unidimensionales. Tanto más, considerando la percepción e información errónea que caracteriza la visión de los canadienses con respeto del papel de sus fuerzas armadas en el mundo.

Comencé citando a Mario Ojeda Gómez. Parece apropiado terminar con un retorno a Banff y los comentarios de Lester Pearson que concluyeron la conferencia. Al referirse a la relación de Canadá con la OTAN, el primer ministro hizo una pregunta retórica que parece particularmente apropiada a la situación actual: "¿Qué sentido tiene ser una potencia media que apoya una Alianza Atlántica si hemos desaparecido, o no existimos en Asia, o en el Pacífico, o en África?" Es quizá el momento para reconocer que el marco político binario que establece una dicotomía entre las operaciones militares de la OTAN y las de mantenimiento de la paz de la ONU es demasiado simplista para entender las prioridades, competitivas y a veces complementarias, para las políticas canadiense de defensa nacional.

 

REFERENCIAS

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Notas

* Kevin Spooner, 2012, "To Peacekeep or Not to Peacekeep? Canada and Mexico Compared", en Dynamics and Trajectories: Canada and North America. Eds. Michael Fox and Andrew Nurse (Black Point, Nova Scotia: Fernwood Publishing) reproducido con el permiso de los editores y de Fernwood Publishng.

1 Los otros once países evaluados eran Gran Bretaña, China, Francia, India, Irán, Israel, Japón, Corea del Norte, Rusia, Estados Unidos, Venezuela y la Unión Europea.

2 Las otras naciones evaluadas fueron Japón, Inglaterra, Estados Unidos, Alemania, Francia, Italia, China y Rusia.

3 Capítulo 6: Resolución Pacífica de Controversias; capítulo 7: Acción en Caso de Amenazas a la Paz, Quebrantamientos de la Paz o Actos de Agresión.

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