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Revista de El Colegio de San Luis

versión On-line ISSN 2007-8846versión impresa ISSN 1665-899X

Revista Col. San Luis vol.3 no.5 San Luis Potosí ene./jun. 2013

 

Artículos

 

La farsa de los pueblos exhibidos. Teatro etnográfico y representación escénica del otro

 

Elizabeth Araiza Hernández*

 

* El Colegio de Michoacán. Correo electrónico: araiza_mx@yahoo.com

 

Enviado a dictamen el 19 de junio del 2012.
Recibido en forma definitiva el 12 de agosto y el 17 de octubre del 2012.

 

Resumen

El hilo rector de este ensayo es una interrogante sobre la validez del supuesto según el cual no existe, y no podría existir, algo como un teatro etnográfico, al modo, por ejemplo, del cine o el documental etnográfico. En las páginas que siguen se expone una aproximación a esta problemática poniendo en relieve las dificultades que implica representar in situ al otro. En un primer momento se evocaran casos relevantes de puesta en escena del indígena o de autorrepresentación llevados a cabo en diferentes etapas de la historia de México. En un segundo momento se exploran algunas pistas de indagación: el problema otro o la necesidad de justificar su existencia y las implicaciones de esto en la representación escénica; la interacción y mutua influencia entre las diferentes formas de representación (pintura, escultura, cine, foto). ¿Hasta qué punto el teatro, en razón de su carácter directo, viviente, encarnado resulta más o menos ficticio, más o menos realista o naturalista, que las otras formas de representación? ¿Hasta dónde representar al indígena en una escena teatral implica en todos los casos convertirlo en objeto de espectáculo, denigrar su presencia o bien acceder a un conocimiento de lo que él es y hace, cómo vive y a lo que aspira? ¿En qué condiciones es deseable y realizable un teatro etnográfico?

Palabras clave: teatro etnográfico; indígenas; zoológicos humanos; formas de representación, otredad.

 

Abstract

The guiding thread of this essay is a question of the validity of the assumption that does not exist and could not exist, something like a theater ethnographic mode, for example, ethnographic film or documentary. In the following pages set out an approach to this problem by high lighting the difficulties of representing the other site. At first relevant case is evoked staging of indigenous self-representation or performed in different stages of the history of Mexico. In a second stage explores some tracks of inquiry: the problem another or the need to justify their existence and implications of this in the stage performance, interaction and mutual influence between different forms of representation (painting, sculpture, film, and photo). To what extent the theater, because of its directness, living flesh is more or less fictional, more or less realistic or naturalistic, than other forms of representation? How far represent indigenous theatrical scene involves in all cases in order to show turning, denigrate their presence or access to a knowledge of what he is and does, how he lives and what he wants? Under what conditions is desirable and achievable ethnographic theater?

Keywords: ethnographic theater, indigenous human zoos, forms of representation, otherness.

 

El auge de la representación escénica del indígena en México habría que ubicarlo sin lugar a dudas en la época de la independencia y de manera aún más decisiva a partir de la revolución mexicana. Presentar una imagen ideal del indígena situándolo en la época prehispánica resultaba necesario para construir una nación independiente, para infundir un sentimiento de pertenencia y de unidad nacional. Poner en escena al indígena contemporáneo era, pretendidamente, el imperativo de los gobiernos posrevolucionarios, una manera de saber cómo son, dónde viven, qué hacen, qué sienten, a qué se dedican, para así asegurar su integración o su asimilación a la sociedad mayoritaria. Sin embargo, de algún modo esta práctica estaba ya presente desde la época prehispánica. Varios cronistas (Sahagún,1985[1585]; Landa,1959[1560]) recopilaron testimonios de la época anterior a la conquista, dejando constancia de cómo los grupos dominantes, en este caso, los mexicas, acostumbraban "contrahacer", es decir imitar o escenificar, a los grupos dominados, en este caso, tlaxcaltecas, otomíes y chichimecas. Según esto, los mexicas construían escenarios en los que ellos salían vestidos como sus enemigos imitando sus lenguas y sus comportamientos (Kirchhoff, 1976)

Todo parece indicar que esta misma práctica se preservó durante la conquista y la colonización, ya que, según las crónicas que datan de esta época, los indígenas llevaban a cabo escenificaciones en las que, esta vez, el otro al cual representaban era el español. Fray Diego de Landa dejó constancia de que "los indios tienen recreaciones muy donosas y principalmente farsantes que representan con mucho donaire; tanto que de estos alquilan los españoles para que viendo los chistes de los españoles que pasan con sus mozas, maridos o ellos propios, sobre el buen o mal servir, lo representan después con tanto artificio como curiosidad (1959[1560]:38). Así, aprovechando los espacios en que disponían de cierta libertad, como las fiestas, los mayas al igual que los mexicas, construían espacios escénicos en los que representaban al invasor, imitando sus modos de andar, de hablar y de comportarse, se mofaban del trato que daban a sus sirvientes y de modo particular los usos y costumbres de los hombres casados.1 En estas representaciones los actores se expresaban en lengua vernácula. Los españoles que asistían a estas representaciones, al principio se contentaban simplemente con el registro visual, se limitaban a ver los gestos, los ademanes, el escenario, el vestuario, y se sorprendían de la gran hilaridad que la representación provocaba del lado de los espectadores. Les gustaban tanto estas "farsas" o "contra-hechos" en los que ellos mismos eran representados que no dudaban en pagar por ver. Pronto surgió la necesidad de aprender la lengua maya para comprender en razón de qué se les representaba de esta forma, de qué se reían tanto los mayas, cuál era el sentido profundo de aquellas escenificaciones. A tal punto que un tal Sánchez de Aguilar (citado por Gamboa, 1946:110) recomendaba a los españoles aprender la lengua maya.

En la actualidad, en numerosos poblados indígenas se siguen realizando representaciones escénicas en las que el otro figura como personaje central. Cabe mencionar tan sólo y a guisa de ejemplo la célebre "danza de los viejitos", de la región purépecha. Según las interpretaciones más difundidas, en esta danza los purépecha representan a los españoles. La prueba de que los personajes son europeos o españoles se encuentra en los rasgos característicos de las máscaras, un color de piel clara, ojos azules y cabellos blancos. Desde otra perspectiva se trata en realidad de los ancestros de los purépecha (García Mora, 2011). Pero ambas interpretaciones no debilitan el argumento de que con esta danza asistimos a la representación del otro, ya sea que se le sitúe en una distancia espacial —el europeo o el español— o temporal —el viejo de un pasado ancestral—. De acuerdo con una de las interpretaciones de la también muy conocida danza purépecha de los negritos, en ésta se representa a los afrodescendientes (Amós, 2001). En este caso, al negro se le considera no como un otro irreductiblemente diferente del sí mismo, sino como un ancestro de los purépecha. La lista de ejemplos resultaría inabarcable en este espacio; lo que interesa destacar es que de algún modo en aquellas épocas como en la presente, el teatro, el ritual, el carnaval y en general todas las modalidades de puesta en escena constituyen para los indígenas, como para aquel al que hacen visible, un modo de aproximarse a la comprensión del otro, de hacer inteligible al otro y de hacerse inteligible uno mismo.2

Por supuesto, habría toda una serie de consideraciones a tomar en cuenta. Es claro que las relaciones entre el que pone en escena y el que es escenificado son desiguales, estaban y están todavía atravesadas por el ejercicio de la dominación y el poder. No es lo mismo encarnar el personaje del otro o autorrepresentarse por voluntad propia que por imposición. En el caso de los indígenas asistimos a una estrategia visual y corporal de los oprimidos ante la imposibilidad de enfrentar de otro modo al dominador, si no es vestirse como él, imitarlo bajo un registro de la ironía, el sarcasmo, la risa. En el caso de los españoles asistimos a una estrategia de visualización del indígena con objeto de conocerlo sí, pero para dominarlo y controlarlo de una manera eficaz; hacer visibles a los otros con objeto de vender de mejor manera los territorios en que ellos nacieron. También, como veremos más adelante, es desde el punto de vista de éstos últimos una estrategia para legitimar la ideología de superioridad de los europeos y justificar la colonización. Si la representación escénica del otro ha sido realizada en diferentes sociedades en un periodo u otro de su historia, no obstante el problema del otro en la vida real —y podríamos decir que también sobre la escena— no se ha planteado de la misma manera en todos los casos. En parte, la cuestión se explica por estas relaciones desiguales y la dominación colonialista, pero quizá habría que tener en cuenta otros aspectos. ¿De dónde surge esta necesidad de poner en escena al otro?

A este respecto, conviene retomar la reflexión del filósofo español Pedro Laín Entralgo (1983) acerca del problema del otro. De acuerdo con este autor, la necesidad de justificar intelectualmente la existencia del otro no pudo surgir sino con la vigencia social del cristianismo. Este menester mental que Laín define como "el problema del otro" (Ibid.: ), no se experimentó en otras sociedades, ni desde el surgimiento de lo que llamamos la sociedad occidental. Para plantearse la existencia del otro como problema se precisa sentir de verdad la peculiar realidad del yo. Con el advenimiento del cristianismo surge tal necesidad mental, pero no fue sino a través de un largo proceso que dicho problema se plantea de manera real y efectiva para las sociedades occidentales. A partir de estas premisas se pone de relieve que probablemente los mexicas que representaban a otros grupos amerindios, no estaban sino expresando la percepción que tenían de éstos sin plantear su existencia, su diferencia cultural como algo que debía justificarse, un problema a resolver. Los mexicas ponían en escena al otro para conocerlo, pero no para volverlo semejante a ellos mismos. De hecho existen datos arqueológicos que prueban que los grupos dominados por los mexicas continuaron realizando sus prácticas culturales, religiosas y lingüísticas habituales. Es decir que al dominar militar, política y económicamente a otros grupos, los mexicas no pretendían transformarlos, perfeccionarlos a su medida, puesto que se les permitía seguir hablando su propia lengua, adorando sus propios dioses, realizando sus propios ritos, danzas, modos de vivir. En cambio las prácticas de puesta en escena a partir de la época de la conquista y la colonización van a estar atravesadas por esta necesidad de justificar intelectualmente y, podríamos decir corporalmente, la existencia del otro.

Laín ( ) observó que el planteamiento del otro como problema condujo a las sociedades occidentales a considerar a los otros como objetos y precisó que la objetivación del otro no es siempre conflictiva, no implica necesariamente reducir al otro a "nadie", a considerarlo como mero objeto, sino que puede dar lugar a formas de relación más positivas: la contemplación y la educación. A partir de estas premisas, podríamos decir que en cierto modo la puesta en escena del otro implica reducir al otro a un mero objeto de contemplación. Sin embargo, como podremos apreciar en los casos que serán evocados más adelante, a esta operación contemplativa del otro se integra otra que es transformativa. Entonces, la realidad del otro no es mero espectáculo, el otro no es concebido como objeto de contemplación sino como sujeto perfectible, transformable. En este sentido, podríamos decir que desde el teatro de evangelización hasta el teatro indígena actual pasando por los teatros regionales, al otro se le considera como un ser susceptible de ser perfeccionado y transformado. En otros registros discursivos diríase edificado, redimido, asimilado, integrado... consideremos por ejemplo los experimentos de educación y de cultura impulsados por los gobiernos posrevolucionarios, en los que el otro, es decir el indígena, fue considerado como un sujeto susceptible de integrarse a la sociedad mayoritaria, de volverse "civilizado", "culto", "ciudadanizado" (Araiza, 2012: 209-244).

En lo que sigue describiré el caso de los teatros regionales que se llevaron a cabo entre las décadas de 1920 y 1930. Como se podrá apreciar, estas propuestas teatrales son, al igual que las que vengo comentando, modalidades de representación del otro y de autorrepresentación. Sin embargo, fueron más lejos en el objetivo de constituirse en un método para acceder al conocimiento del otro. En nuestra circunstancia, estos que se dieron en llamar "teatros de indios", fueron concebidos inicialmente como un método eficaz para lograr que los indígenas se hicieran conscientes de sí mismos, que valoraran sus propias costumbres, y a la vez constituyeron un modo de lograr que la sociedad mayoritaria conociera quienes son, donde viven, qué hacen, qué dicen, sienten y piensan los indígenas. En este sentido se trataba de emplear el teatro como instrumento de pedagogía indígena, para lograr que los diferentes grupos étnicos se integraran o asimilaran a la nación. A este respecto resulta pertinente desplazar la mirada en el espacio para observar un tipo de representación del otro que, más o menos por la misma época, se realizaba en diferentes países europeos y en Estados Unidos. Es decir los que se dieron en llamar ferias, pabellones, parques o grandes exposiciones coloniales. En este caso a lo que asistimos es a un peculiar método de pedagogía colonial. Antes de entrar de lleno a la descripción de los teatros regionales y las exposiciones internacionales, cabe abrir un paréntesis para argumentar acerca de la pertinencia de este tema para la discusión sobre visualidad.3

 

Diálogo entre las formas de representación

Aunque ya ha sido dicho, no está de más comenzar insistiendo en que la representación escénica (teatro, espectáculo, ritual, performance artístico o cultural, juego, danza) implica una visualidad peculiar. A diferencia de otras formas de representación —pictórica, fotográfica, cinematográfica— en ésta se requiere la presencia directa, el cuerpo presente del actor, su palabra encarnada y la presencia directa también de los elementos escenográficos, llámese vestuario, sonidos, ruidos, música u olores. De tal suerte que la atención del público es solicitada de manera particular, involucrando no solamente su vista y su oído, sino todos sus sentidos. A diferencia de la foto, el documental, el cine que por lo general involucran solamente los sentidos de la vista y el oído, en el teatro, el espectáculo, el ritual, el performance cultural o artístico, quedan implicados todos los sentidos, ya que es posible sentir directamente la respiración del actor, el palpitar de su piel y de su corazón, el olor de su sudor. Esto en sí mismo, la peculiaridad de lo visual en la representación escénica, indica la pertinencia de tomar en consideración las formas de representación escénica cuando se trata de dar cuenta de la visualidad en una determinada sociedad y en un periodo de la historia. Es cierto que en los últimos años las investigaciones sobre lo visual se inclinan cada vez más a considerar otras formas de representación. Aquí cabe mencionar notablemente los estudios que integran la dimensión de lo performativo —el espesor corporal, el movimiento del cuerpo— en la imagen (Dierkens, et al., 2010). Cabe remitir también a los estudios de la imagen que se apoyan en los avances de las investigaciones en neurología y, más concretamente, a partir de la teoría de las neuronas espejo (Freedberg y Gallese, 2007: 197-203). Con todo, pese a los aportes innegables de estos trabajos, justo es reconocer que por lo general de lo que se trata es de dar cuenta de la imagen misma. Las consideraciones sobre lo performativo o sobre la acción teatral sirven ante todo para explicar la función social, el poder, la potencia o la eficacia de la imagen (Dierkens, et al., 2010). También permiten entender la función terapéutica, acerca por ejemplo de cómo la imagen provoca intensos estados emocionales y afectivos, cómo la imagen es capaz de generar empatía entre quienes la realizan y quienes la observan (Freedberg y Gallese, 2007:197-203).

Sin embargo, otra vía de indagación fue señalada, desde inicios del siglo XX, por el historiador del arte Aby Warburg (cf. Careri, 2003:42), al indicar que para comprender la intensidad de los gestos plasmados en las obras plásticas uno no se puede limitar al estudio de la imagen misma, sino abrir la investigación para abarcar el teatro, la fiesta y toda forma de acción ritual. Desde esta perspectiva, lo que se persigue es algo más esencial y por tanto más ambicioso que el entendimiento de la imagen misma, esto es, "comprender lo que para una determinada sociedad es del orden de lo figurable, lo decible (Careri, 2003: 41-76) o —para remitir a otro registro discursivo— lo representable. Y esto se puede lograr si se presta atención de modo particular al dialogo que establecen las formas de representación unas con otras.4 Por consiguiente, la importancia de poner en relación la imagen con otras formas de representación no estriba en el hecho obvio de que una forma de representación arroja luz sobre la otra, planteando que la acción teatral permite comprender mejor a la imagen cinematográfica, fotográfica o plástica. Tampoco radica solamente en que la acción teatral o el performance permiten comprender mejor la función o los efectos sociales, acerca, por ejemplo, de cómo es que las imágenes actúan o hacen actuar o se vuelven personas, cómo es que adquieren o se les atribuye poder, eficacia o potencia. Vale la pena remitir directamente a los autores (Didi-Huberman, 2009; Michaud, Smith, Careri, 2003; Severi 1991 y 2003) que, siguiendo la pista señalada por Warburg, coinciden en que "no se puede comprender plenamente una determinada tradición iconográfica fuera del dialogo que las imágenes establecen con otras formas de representación y particularmente con la acción teatral" (Careri, 2003: 41). Es por eso que la discusión actual sobre la visualidad no puede —no debe— prescindir de considerar las modalidades de representación escénica, porque "ahí donde se anuda un dialogo efectivo entre acción, palabra e imagen, es la complejidad del mundo y la regeneración de su alteridad inagotable la que se enriquece" (Warburg citado por Careri, 2003:44). Lo que está en juego es el entendimiento de algo que está poniéndose en forma (retomando a Cassirer, ver Kindl, en este volumen) al transitar entre el espectáculo, la figura iconográfica y la narración mítica, una puesta en forma que ya no es ni del orden del lenguaje, ni del mito, ni de la iconografía.

Hasta aquí cierro el paréntesis que tenía por objeto argumentar acerca del interés para los estudios sobre visualidad de considerar otras formas de representación. Pero habría que retener dos aspectos que pueden ayudar a orientar la reflexión acerca de la representación del otro. Primero, mantener presente a la mente que en el fondo de lo que se trata es de dar cuenta de lo que para una determinada sociedad es del orden de lo figurable, lo decible y, podríamos decir, de lo representable. Comenté al iniciar este artículo que en México asistimos a un auge de las representaciones del indígena sobre todo a partir de los movimientos de independencia y de manera más constante a partir de la revolución. El indígena comenzó a figurar en una variedad de medios, particularmente en aquellos que han sido clasificados como propios de las clases populares: títeres, revistas y literatura popular, teatro de variedades (Beezley, 2008). Con la aparición de los aparatos fotográficos y cinematográficos se intensificaron estas representaciones. También los indígenas empezaron a figurar sobre los escenarios del teatro de sala; los papeles de indios que en un inicio eran actuados por mestizos y blancos comenzaron a dejarse a la interpretación de actores indígenas. Además, no solamente se ponía en escena al indígena para ser captado por el ojo del pintor o el caricaturista, sino también por el lente del fotógrafo o del cineasta. En cierto modo, con el surgimiento de los teatros regionales ya no solamente se trataba de poner en escena al indígena para captarlo en una imagen sino que se le pedía realizar in situ una serie de acciones pretendidamente representativas de su cultura, sus costumbres, modos de vestir, comportamientos. En este sentido, podría decirse que para la sociedad mexicana desde esta época el indígena se volvió del orden de lo figurable, lo decible o lo representable.

El segundo aspecto que habría que retener es que desde las perspectivas mencionadas más arriba no resulta ya pertinente la cuestión de saber hasta qué punto la escenificación in situ es más o menos objetiva, más o menos ficticia, más o menos realista e impactante y —empleando un registro discursivo ético o moral— "mejor" o "peor" que la representación plástica, fotográfica, documental o cinematográfica. A la luz de la teoría de las neuronas espejo, esta discusión no es ya relevante, puesto que se ha comprobado que no es necesariamente la representación más realista o naturalista la que provoca mayor intensidad en la respuesta emotiva, la empatía encarnada de aquel que la observa. Incluso el arte no figurativo puede despertar emociones encarnadas en el que lo percibe (Freedberg y Gallese, 2007:197-203). De igual manera, la obra más ficticia no necesariamente es la que tiene menos efectos sociales, menos eficacia o poder. En este sentido, el teatro no es más o menos ficción que la foto o el cine. En realidad, tanto éstos como aquel implican puesta en escena. Tanto las películas y las fotos pretendidamente científicas como el teatro en que figuran indios implican una puesta en escena para colocar, captar al indio de determinadas maneras. Si comparamos, tan sólo, las imágenes fotográficas y las obras de teatro que se produjeron durante la época posrevolucionaria podremos constatar que ambas implicaban en realidad puesta en escena, es decir construcción artificial de un escenario que se pretendía ser el auténtico, el verdadero entorno natural en que viven los indígenas. Baste un ejemplo (véase la figura 1 y la 2) para constatar que incluso las fotos de familia son una puesta en escena y para atestiguar también hasta qué punto las distintas formas de representación establecen un diálogo unas con otras.

En las páginas que siguen argumentaré que no toda puesta en escena implica denigrar al otro, desconocerle su dignidad. La representación escénica del indígena no siempre conduce al desconocimiento, a la falta de reconocimiento y por tanto a la exclusión. Sin embargo, no se puede sostener, salvo que se quiera incurrir en posiciones simplistas y reduccionistas, que todas las formas de representación escénica del otro conduzcan a reconocer la común humanidad de nosotros y los otros.

Figura 3

Figura 4

 

Miradas cruzadas: teatros regionales y zoológicos humanos

Entre 1921 y 1928 se llevaron a cabo en México tres grandes proyectos (el de la población del Valle de Teotihuacán, el de las Misiones Culturales, el de la Casa del Estudiante Indígena) para inducir el desarrollo rural, educar al pueblo, lograr la asimilación o la integración de los indígenas a la sociedad mayoritaria. Estos proyectos formaron parte de programas de grandes envergaduras, que fueron incentivados por los organismos de cultura, educación y agricultura del gobierno, con objeto de redimir a los indígenas, civilizarlos, modernizarlos, en cierto modo hacer de ellos ciudadanos. Una parte sustancial de estos proyectos se dedicó a elaborar y poner en práctica programas de alfabetización, aprendizaje del español e impartición de educación básica. Por un lado, la actividad teatral era concebida como un método eficaz para lograr que las letras entraran más fácilmente en la cabeza de los educandos. Por otro lado, era un medio para recrear, divertir o aportar un poco de alegría a aquellos indios que se pensaba llevaban una vida triste y monótona. Además, el teatro era pensado como un medio para aportar la cultura, el saber, la civilización que, se juzgaba, tanto faltaba a los indios. De este modo se empezó a introducir la actividad teatral como parte de los programas de pedagogía indígena. Sin embargo, de manera indirecta se desprendió otra modalidad didáctica a través del teatro: dar a conocer de manera escénica los resultados de una investigación científica. Es decir, algo parecido a un teatro etnográfico.

Cabe remitir en primer lugar al Teatro Regional de Teotihuacán ya que marca el origen de este tipo de proyectos. Su fundador fue el antropólogo Manuel Gamio, quien es reconocido como uno de los representantes en primera fila del indigenismo mexicano. Para demostrar que era posible integrar a los indígenas a la nación, Gamio diseñó un proyecto interdisciplinario de investigación-acción, que consistió en hacer un estudio minucioso de la población del Valle de Teotihuacán abarcando una variedad de aspectos, desde el estado actual de las estructuras sociales, costumbres, creencias, economía, cultura material, hasta los vestigios arqueológicos, las trazas de la historia Gamio, M. ([1922] 1979). Para ello reunió a un grupo de especialistas incluyendo arqueólogos, historiadores, etnólogos, lingüistas y artistas. Fue así como surgió la idea de usar el teatro para dar a conocer a amplios sectores de la sociedad los resultados de las investigaciones realizadas por este grupo. El teatro formaba parte a su vez de la escuela del pueblo. Servía como medio para transmitir determinados conocimientos, no solamente a los niños al interior del aula sino también a los adultos, las mujeres, los ancianos, a quienes se les educaba en espacios al aire libre. De ahí que se le llamara la escuela del pueblo a esta modalidad de pedagogía.

Gamio (Ibid.) se esforzó por llevar a cabo dos de las tareas que en las circunstancias del poblado bajo estudio se imponían como más urgentes: por un lado, alfabetizar, enseñar a hablar el español, impartir a todo el pueblo educación básica; por otro lado, documentar el máximo número posible de aspectos de la vida diaria. Pero no por eso descuidó una de sus grandes preocupaciones por el arte, ya que encargó a un grupo de artistas —un músico, un escenógrafo y un dramaturgo— la tarea de documentar todo aquello que concernía a los modos de vestir, el ornamento corporal y la decoración de las casas, los usos del cuerpo, las técnicas del trabajo, así como cantos, danzas y música. De este modo sentó las bases de un modelo novedoso, no solamente de teatro etnográfico, sino de la primera experiencia contemporánea de teatro indígena. Con los datos obtenidos a través de la investigación de campo, estos artistas crearon los guiones y la escenografía de lo que se conocería en un primer momento, en 1921, como Teatro Regional de Teotihuacán y, más tarde, como Comedia Sintética. Así, se fue constituyendo un repertorio con obras como La cruza, Los novios y La tejedora, que se caracterizaban por mostrar los momentos más representativos de la vida cotidiana, escenas familiares y festivas, acciones relativas a la relación particular de los indígenas con los santos, entre otras "creencias y prácticas supersticiosas tradicionales" (Gamio, [1922] 1979: 298 y 404).

El mismo grupo que operaba en Teotihuacán se encargó de llevar a cabo, en 1923, un proyecto similar en Paracho, poblado purépecha del Estado de Michoacán. Por tanto, se pude decir que aquel proyecto fue trasladado de una región a otra, salvo que esta vez se realizaría en el marco del programa de las Misiones Culturales, concebido, financiado y monitoreado por José Vasconcelos (Fell, C. (1989). Por otro lado, en 1926 fue creada (por decreto presidencial) la Casa del Estudiante Indígena, que funcionaba como un internado en la ciudad de México en el que se recibían indígenas provenientes de diferentes regiones: nahuas de Hidalgo, purépechas de Michoacán, huicholes de Jalisco, tarahumaras de Chihuahua, entre otros. La Casa del Estudiante Indígena fue un experimento para lograr la asimilación de los indígenas. En este caso no se trataba ya de ir a los pueblos más alejados para llevar educación, progreso, civilización, sino de extraer a un grupo selecto de nativos para ponerlo en contacto directo con la "gente civilizada", insertarlo en los lugares considerados como exponentes de la "más alta expresión de la cultura", el "refinamiento social", el "progreso" material. Precisamente, esos lugares se concentraban en la ciudad de México. Este experimento asimilacionista incluyó también programas de actividad cultural, deportiva, artística y por supuesto teatro. La actividad teatral se desarrollaba bajo procedimientos similares a los del proyecto integracionista y, en cierto modo, tenía una función social similar. El teatro de la Casa del Estudiante Indígena, al igual que los teatros regionales de Teotihuacán y de Paracho, consistía en poner en escena aspectos relevantes de la cultura indígena, presentar a verdaderos indígenas sobre una escenografía que reproducía el auténtico entorno natural en que se desenvolvían los pueblos originarios, para que realizaran in situ una serie de actividades: pescar como lo hacen habitualmente, elaborar paso a paso ciertas artesanías, chozas, lanzas; preparar alimentos, en particular tortillas −desde la cocción del nixtamal y el molido de los granos−; llevar cargando agua en cántaros, cortar leña, encender el fogón, celebrar una boda, una danza, un ritual.

Estos teatros que en un inicio estaban dirigidos a los indígenas mismos, tuvieron tanto éxito que posteriormente se trasladaron a los espacios que usualmente ocupaba el teatro de arte. No tenemos datos precisos sobre el número de personas que asistieron para ver estos "teatros de indios", pero podemos deducir que fueron cantidades considerables puesto que durante semanas aparecieron notas en los principales diarios de la capital del país.5 Según estas notas periodísticas, el público estaba conformado por los diferentes sectores de la sociedad citadina: tanto clases acomodadas como funcionarios y políticos, tanto élites artísticas como clases populares. El público citadino que acudió a la Casa de Estudiante Indígena, a los edificios teatrales o a los espacios al aire libre donde se presentaban estos teatros expresó de diferentes maneras lo que en el fondo era un profundo sentimiento de superioridad, anclado en concepciones racistas y etnocéntricas sobre los indígenas.

Estos procedimientos de puesta en escena del otro se asemejan en cierto modo a los que más o menos durante la misma época se realizaron en diferentes países europeos (Londres 1851; París 1878; Barcelona 1897; Génova y Berlín 1896; Marsella 1906; Lisboa 1940; Bruselas 1958) y en las principales urbes de los Estados Unidos (Chicago 1893; California 1894; Filadelfia 1896). Fueron llamados de diferentes maneras: Exposiciones Universales, Pabellones Internacionales, Exposiciones Coloniales, y consistían en mostrar a grupos humanos en escenarios que reproducían su "auténtico" entorno natural (aldeas, chozas, palacios) y sus modos habituales de vestir, comportarse, comer, trabajar, bañarse y cuidar el cuerpo, incluso de reproducirse y criar a los hijos. Sorprende el hecho de que estas exposiciones se realizaran durante prácticamente un siglo y resulta más asombroso aún que muchos de los excesos en que incurrieron hayan sido durante tanto tiempo ocultados, silenciados tanto por parte sus organizadores como de su público.6

El inicio de lo que debió ser una de estas modalidades de "espectáculo de salvajes" quedó consignado en una nota periodística sobre la Exposición Universal de París en 1889, a la que asistieron 28 millones de europeos: "Detrás del sublime refinamiento de las pagodas y de los palacios, los ingeniosos franceses instalaron las colonias salvajes que ellos intentan civilizar. Se trata de piezas auténticas que, estén seguros de ello, viven, trabajan y se divierten exactamente como lo hacen con sus familias en su propio país".7 Se ofrecía así a los visitantes europeos la oportunidad única de "observar especímenes humanos cuyas razas estaban a punto de desparecer por no adaptarse a la ‘civilización'" (Manceron, 2003: 122). Según algunas interpretaciones (Bancel et al. 2002; Manceron, 2003; Garrigues y Lévy, 2003) es justamente a partir de esta exposición que se exacerba el énfasis en el aspecto salvaje de los grupos colonizados. Esto no deja de resultar paradójico, pues la Exposición de París en 1889, que coincidía con el centenario de la Revolución Francesa, debía simbolizar los ideales republicanos de libertad, igualdad y fraternidad.

La modalidad de los zoológicos humanos, por su parte, surgió cuando el director del Jardin zoologique d'acclimatation, se percató de que la mayoría de los visitantes a este lugar se interesaban más por los nubios —habitantes de la región de Nubia en el sur de Egipto— que acompañaban a los camellos, jirafas y elefantes, que por los animales mismos. Surgió entonces la idea de presentar a unos hombres exóticos al modo en que se exhiben los animales, la cual se llevó a cabo a partir de 1877 en este jardín ubicado en lo que sigue siendo el espectacular Bois de Boulogne. Fue así que año tras año, fueron exhibidos indios galibis de Guyana, araucanos de los Andes, pieles rojas de Nebraska, kalmukos de Sibéria y gauchos de Argentina, ante un público conformado de hasta 400,000 y 900,000 europeos (Schneider, 2002).

El sensacionalismo que provocaban los empresarios y la sed de diferencias radicales de los visitantes, que llegaron a contarse por centenas de millares, condujo a exacerbar ciertos de los rasgos de los pueblos que fueron colonizados por los europeos. Decenas e incluso cientos de seres humanos fueron encerrados en jaulas, al modo en que se hace con los animales en un zoológico, para de este modo hacer más visible su diferencia, su anormalidad y su inferioridad respecto de aquellos que asistían para observar. Los zoológicos humanos y las exhibiciones de pueblos negros, villages noirs, o pueblos salvajes (Bancel et al. 2002; Manceron, 2003; Garrigues y Lévy, 2003) constituyen justamente una de esas dimensiones o aspectos de las Grandes Exposiciones Internacionales que han sido silenciados, ocultados, olvidados. No es sino en los últimos años que se están haciendo lecturas críticas por parte de los historiadores europeos o estadounidenses, en parte respondiendo a la demanda de los pueblos que fueron exhibidos.

En los zoológicos humanos fueron mostrados, durante periodos que oscilaban entre tres y ocho meses, grupos que llegaron a conformarse de entre 150 hasta 400 seres humanos provenientes de las diferentes regiones colonizadas por los europeos: "achantis" o africanos de lo que hoy es Ghana, "amazonas" o indígenas de Brasil y de Bolivia, "auténticos" sioux o indios Dakota, al lado de los Dahomey, así como tribus de la India. Se les pedía, en particular a las mujeres, que se mostraran con los senos desnudos. Pero también los hombres y los niños aparecían semidesnudos, aun en las condiciones climáticas de los países europeos, con temperaturas bajo cero. Todo ello en razón de que "en una época en que el pudor al extremo predominaba en la sociedad europea, mostrar la desnudez constituía una prueba clara del salvajismo" (Manceron, 2003: 120). También se llegó a obligar a algunos chamanes a que simularan estar en estado de transe y a los jefes de las tribus derrotadas a que posaran con una actitud beligerante y enseguida con una de fracaso. Se provocaba de este modo un "dulce sentimiento de superioridad de la raza blanca respecto de los verdaderos salvajes" (Manceron, 2003:118). Estos aparecían en escena con vestuarios, posturas corporales y habitaciones radicalmente diferentes respecto de los códigos vestimentarios y del entorno urbano de quienes asistían a verlos. En algunos de esos zoológicos humanos incluso se colocaron advertencias para prohibir a los asistentes arrojar alimentos a los que al parecer se olvidaba eran seres humanos encerrados en jaulas.

México participó en las Grandes Exposiciones Internacionales, tanto en Europa como en los Estados Unidos. Sin embargo, todo parece indicar que se mantuvo al margen de los zoológicos humanos europeos ya que, al parecer, en lugar de presentar a grupos indígenas in situ, lo que se hizo fue exponer pinturas, esculturas y fotografías alusivas a uno de los componentes de la mexicanidad, como son el mundo rural e indígena. Si bien en la Exposición Universal de 1889 se presentó a un mexicano ataviado con el traje típico, su acción no consistía en representar el papel de salvaje, de chaman en estado de transe o de guerrero derrotado, sino en vender de mejor manera los productos exhibidos. Antes que presentarse como región colonizada, lo que nuestro país intentó más bien era proyectar la imagen idílica de un país independiente, civilizado, desarrollado, democrático. Es cierto que se mostró una cierta imagen del indígena, con objeto más que nada de legitimar la identidad mestiza, ante la suspicacia de los europeos a considerar a los mexicanos como descendientes de la raza blanca. Las concepciones racistas dominantes conducían incluso a cuestionar la ascendencia europea de los blancos que migraron al continente americano, por considerar que al adaptarse al entorno geográfico y cultural americano su condición de raza blanca se había modificado. La estrategia de los gobernantes, políticos, científicos y artistas que se involucraron en la elaboración de los pabellones de México fue responder a las expectativas de los europeos mostrando un rostro mestizo, pero poniendo énfasis en el lado blanco. El resultado fue una imagen claramente inclinada del lado de los colonizadores, profrancesa o prohispana, según el país en que se llevara a cabo la exposición.

El componente indígena al que se hacía alusión en las representaciones plásticas estaba situado en el pasado, remitía directamente al típico indio ancestral, el indio muerto. Es decir, se exhibieron obras representativas de las grandes civilizaciones de la época prehispánica: la civilización azteca y la maya. Según se desprende de una exposición recientemente realizada en el Museo de San Carlos en la capital del país,8 incluso cuando se intentó presentar imágenes plásticas de los indios actuales y vivientes, éstas resultaron escasas comparadas con el alarde y profusión que se hizo de imágenes en las que México aparece como muy semejante, en varios aspectos, a las civilizaciones europeas. En la exposición de San Carlos, ni por un momento, ni con ánimo de brindar al visitante un marco que le permita contextualizar históricamente y geográficamente, se hace referencia a los modos en que fueron exhibidas otras regiones del mundo. Por supuesto, tampoco se sugiere que estas exposiciones hayan cobrado dimensiones extremas como las de los zoológicos humanos, los pueblos negros o los espectáculos salvajes.

 

Tensiones entre escenificación y etnografía

Hasta aquí me permití dar un salto en el espacio para poner en una misma perspectiva los Teatros Regionales, el Teatro de la Casa del Estudiante Indígena en México y las exhibiciones de pueblos exóticos en Europa y en Estados Unidos. A través de esta mirada oblicua, se desprende que en ambos casos había una pretensión de apego fiel a la realidad. Lo anterior se ponía de manifiesto, en el caso europeo, con discursos que sostenían que: "se trata de piezas auténticas que, estén seguros de ello, viven, trabajan y se divierten exactamente como lo hacen con sus familias en su propio país" o bien "es la ocasión única de observar especímenes humanos cuyas razas estaban a punto de desparecer por no adaptarse a la ‘civilización'" (Manceron, 2003: 122). En el caso mexicano, la impresión que causaron entre el público y los periodistas se expresó así: los "nativos [que representan las escenas del Teatro Regional] están llenos de sinceridad, de vida. Son una fidelísima copia de la manera de vivir en los pueblos del interior" (Manuel Palavicini, citado por Fell, 1989: 475). Lo que sí tenían en común las diferentes modalidad de escenificación del otro es que se pretendía que desplegaran al modo de un documento etnográfico, es decir la captura de elementos sustraídos de la realidad, dentro de una narrativa que se decía sustentada con datos empíricos. De hecho, los avances que en ese momento había alcanzado el conocimiento científico justificaban o servían de fundamento para escenificar al otro de tal manera.

Sin embargo, como observa Pavis (1992: 11), "el teatro no soporta que se utilicen, tal cual, documentos sustraídos de la realidad, así sean sociopolíticos o etnográficos, éste los interpreta, los pule a su medida y sobre todo los artificializa reduciéndolos a una convención". Esta observación conduce al investigador de teatro a sostener que no existe un teatro etnográfico, puesto que éste "moriría al momento de nacer" (Ibid.). Podríamos agregar que la etnografía a su vez interpreta, pule a su medida y adapta a la convención de la ciencia antropológica los datos sustraídos de la realidad. La etnografía es también una construcción social y una cierta mirada sobre la realidad. La etnografía, como la representación escénica, opera una selección de ciertos aspectos que el etnógrafo considera como los más significativos de la cultura, de la vida social de la gente que él observa.

El tema es que en ambos casos de puesta en escena del otro, fueron seleccionados tan sólo ciertos aspectos, aquellos susceptibles de provocar fuertes sensaciones, emociones y afectos intensos. Estos aspectos fueron pulidos, construidos artificialmente para proporcionar una cierta imagen del otro. En el caso europeo, estamos ante la imagen de un ser atemorizante o ridículo. En el caso mexicano, se muestra la imagen del indígena como un ser vital, alegre, provisto de humanidad. Aunque en el caso mexicano se acentuara más la construcción estética, el aspecto ficcional y en el caso europeo el aspecto realista o naturalista, ambos implicaban puesta en escena, en el sentido de construcción artificial de esos aspectos que, en aquella época y para aquellas sociedades, resultaron ser los más significativos de la vida social, las costumbres y los comportamientos de los pueblos exóticos.

Disponemos de suficientes testimonios e imágenes (fig. 1 y 2) que revelan hasta qué punto el Teatro Regional de Teotihuacán enfatizó el carácter ficcional y la reelaboración estética de ciertos pasajes de la vida cotidiana de los indígenas. Tal procedimiento se llevaría todavía al extremo en la Casa del Estudiante Indígena y, de modo particular, en el Teatro del Murciélago que es una deriva de aquél. Pero también, como veremos más adelante, se emplearía en el Teatro Regional de Paracho. Los libretos mismos, las didascalias incluidas en ellos, son testimonios. Así por ejemplo, en el de La Cruza (1923), escrito por Rafael M. Saavedra, se precisa lo siguiente:

Interior del cuarto habitación de Don José, en uno de los pueblos que comprenden la zona de Teotihuacán. A la derecha se mira un camastro hecho de tablas. Al centro una tosca mesa de madera, y a la izquierda, además de la puerta de entrada, está un pequeño fogón con un comal donde se cuecen tortillas. En la escena, al fondo, se mira un retablo con una virgen adornada con flores de papel, que es acariciada por las llamas temblorosas de unas velas. En uno de los rincones del cuarto, y prendidos de unos clavos que hay en la pared, se sostienen unos cacharros propios para cocinar. En la escena están Guadalupe, que muy afanosa muele masa y forma las ruedas de maíz entre las palmadas que producen sus manos; y Toribio, un pequeño de ocho años que juega al alfarero modelando un pequeño muñeco de barro (Saavedra, 1923: 97-98).

Por su parte algunos investigadores han confirmado la tendencia estetizante de estos experimentos teatrales. Así por ejemplo, Ortíz Bullé Goyri (2003: 81-83) exalta el afán de Saavedra por estilizar y sintetizar estos movimientos [Cruza entra llevando una olla de agua que deposita junto al comal, remarcando así "la belleza campesina de la muchacha" y "la belleza de las acciones propias de su vida cotidiana"] con el fin de expresar en el escenario su intrínseca belleza, para que el espectador pueda reconocerse en ellos. Nomland (1967: 84) ya había observado que una de estas obras, La Chinita, consistió en "una serie de viñetas de la vida rural, idealizada y coloreada con costumbres populares, canciones alegres y animadas danzas". Por su parte, Fell (1980, 1989), al analizar las producciones del Teatro Sintético señaló que éste estaba conformado por tres partes. El ballet, primera parte, presentaba danzas folklóricas regionales, pero "estilizadas y adaptadas" a la escena teatral. La música, el vestuario y los principales movimientos del ballet eran auténticos, pero organizados en función de su presentación en un escenario. La comedia y el drama indígenas, segunda parte, eran piezas o más frecuentemente, sainetes de corte tradicional y de inspiración costumbrista, a partir de una "realidad" indígena particular. En esas piezas ágiles —La hija de Tati Esteban, Lo que cuesta un sombrero, Pescaditos, La casa de cristal— se trataba de mostrar la vitalidad, la alegría, y la "humanidad" del mundo rural mexicano. Por último lo que se llamó Teatro Sintético (o Comedia Sintética) consistía en presentar en cuadros muy rápidos —de cinco a diez minutos— aspectos de la vida regional pasados por el tamiz del arte. Estos cuadros incluían diálogos cortos, bailes y escenas de mímica, con acompañamiento de música regional (Fell, 1989: 475).

Justamente al acentuar el aspecto ficcional y estético, como para indicar al público que no se trata del documento que ha sido sustraído de la realidad sino de una construcción artificial, Gamio, estaba dando arranque a un proceso sofisticado del tipo que, hoy en día, la corriente neopeirciana denomina entextualización (véase Bauman y Briggs, 1990). Esto es un proceso que consiste en extraer ciertas prácticas del contexto en que habitualmente se realizan para trasladarlas a otro más formal, dotado de otras convenciones. Esta labor de selección de elementos indígenas y de traslado a otros contextos más formales y convencionalizados sería en lo sucesivo llevada a cabo sistemáticamente por las políticas del Estado, dando a su vez procesos de museificación, folklorización y patrimonialización. Pero también se llevaría a cabo en numerosos trabajos artísticos, notablemente el teatro, con la aparición del primer teatro indígena, e igualmente en la danza, el cine, la música, en estos casos a lo que asistimos es a una especie de artificación9 del mundo indígena.

Ciertamente, el objetivo de Gamio era ante todo provocar en los indios un distanciamiento respecto de su propia doxa para hacer de ellos sujetos nacionales modernos. El teatro debería despertar en los indígenas una conciencia de sí mismos, provocar una actitud auto-reflexiva y crítica. En este sentido, podría decirse que se adelantó a la idea que seis décadas más tarde formulara con mayor precisión Victor Turner, a saber: "convertir una etnografía en un guión, luego actuar ese guión, luego reflexionar sobre esa performance, luego regresar plenamente a la etnografía y hacer un nuevo guión, luego representarlo de nuevo" (Turner, 1982: 98). La idea no estriba simplemente en hacer del documento etnográfico un guión para orientar la acción teatral que ha de presentarse en escena como un producto ya terminado, sino como un proceso en continua creación cuyo motor son las reflexiones que van surgiendo a medida en que se vuelve a presentar. De no ser así, de ser simplemente un guion para la acción que se presenta como un producto ya terminado, resultaría, como señala Pavis (1992: 9-13), un teatro etnográfico que nacería muerto.

Es cierto que la preocupación de Turner (1982:98) es encontrar un mecanismo para superar los límites que impone la etnografía en su intento de hacer inteligibles las experiencias de los nativos fundándose en el registro de narrativas convencionalizadas como lo es el documento etnográfico. Anotó Turner: "No hay nada como representar la parte de un nativo en una situación de crisis, propia a tal cultura, para detectar la inautenticidad de los reportes que usualmente realizan los occidentales y para plantearse problemas no discutidos o sin resolver en las narrativas etnográficas" (Ibíd.). Pero en cierto modo era esta una preocupación también del antropólogo mexicano, superar los límites que impone la narrativa etnográfica, hacer accesible el documento etnográfico a los indígenas mismos.

Quizá una prueba de la reflexividad o la conciencia de sí mismos se puede provocar al poner en escena el documento etnográfico pasado por el tamiz del arte se encuentre en la respuesta de los purépechas de Paracho ante el festival indígena llevado a cabo en este poblado en junio de 1923. Se pidió a los purépecha de este poblado que realizaran sobre una escena teatral todas aquellas danzas, rituales y ceremonias que habitualmente llevan a cabo, con sus atuendos y música característicos. Fue así que en el festival indígena se presentaron entre otros la "danza de los Moros, los Viejitos, los Negros, fragmentos de pastorelas y de Coloquios con sus típicos personajes: Bato y Gila, entre los pastores; el Ranchero y su Ranchera, Lucifer y el Arcángel, cada uno recitando el correspondiente papel; la Banda tocando "Las Cuadrillas", el trémolo "Letra" para las escenas del demonio, "Las Tonadas" para el nacimiento [...]" (Castillo Janacua, 1988: 148).

El momento climático de este festival fue la presentación de las canacuas por parte de un grupo de guaris (mujeres).10 La estructura de esta tradición que, se dice, es originaria de Paracho, sirvió de base para la construcción de un relato que provoca un efecto de realidad con fines visiblemente didácticos. En escena aparecían un grupo de guaris adoptando las actitudes y los gestos de la vida diaria, se ponían a conversar como lo hacían habitualmente, pero el tema era la presencia de los señores del gobierno en el pueblo. Cada una de las mujeres daba su punto de vista, los diálogos iban revelando detalles del suceso: por ejemplo, acerca de que algunos de los miembros de la brigada "se han ido a Cherán-átzicurin, a Tanaco, a Ahuiran a oír la música y cómo bailamos por acá" (Castillo Janacua, 1988: 152).11 A medida que evolucionaban los diálogos se iban despejando motivaciones, objetivos, apuestas de la comisión que envió a Paracho la Secretaria de Educación Pública. Uno de los personajes pregunta "¿qué seguirá ahora?", a lo que otro responde: "Yo pienso que el Gobierno trata de darnos a entender que debemos conservar nuestras tradiciones, que son tan bonitas y tan alegres". Alguien más replica "Yo creo que piensa que ya está acabando con la ‘pronuncia' [sic] y que dará garantías para el trabajo, pues de otro modo no saldremos de tanta pobreza y tanta enfermedad". La conversación de las guaris termina con una frase dejando abierta a la interpretación de los asistentes, empujándolos de este modo a reflexionar y a actuar: "Sería bueno preguntar algo a esos señores".

Los diálogos eran por momentos interrumpidos para dar paso a ejecuciones coreográficas acompañadas de música. Es importante recordar que en Paracho estuvo a cargo del proyecto teatral el mismo grupo de artistas citadinos que colaboró con Gamio en Teotihuacán. Sin embargo, en este poblado se permitió el uso de la lengua vernácula, ya que las canacuas "eran habladas mitad en tarasco y mitad en castilla" (Castillo Janacua, 1988: 151). Además se permitió una participación más directa de los indígenas no sólo como actores, sino en la creación del texto, como en este caso, en el que las guaris compusieron las canciones y el relato. Otro aspecto sobresaliente del Teatro Regional de Paracho fue el afán de alcanzar un grado mayor en la elaboración del relato, lo cual se ponía de manifiesto con el efecto de realidad que se mantenía hasta la escena final, cuando el personaje dice:

Señores: nosotros comprendemos que el gobierno aprecia nuestras cosas y que nos protege para crecer en paz [...] y que habrá garantías para que el labrador y el artesano puedan sin temor dedicarse a sus labores [...]. Nosotros queremos decirle que mantenga esta forma de tratar a los indígenas y le pedimos que atienda nuestras necesidades que tantas tenemos [...]. Que así como nuestros antepasados nos dejaron su música y sus sanas costumbres, así seguiremos [...]. Y trabajaremos, hombres, mujeres y jóvenes, nada más que nos dé garantías! ¡Esto díganle al Gobierno de parte de este pueblo de Paracho (Castillo Janacua, 1988: 155).

Se puede apreciar hasta qué punto no solamente se había alcanzado el objetivo de hacer que los indígenas se hicieran inteligibles a sí mismos a través de la autorrepresentación, sino que adquirieran un cierto empoderamiento, el poder de hacerse visibles y de hacerse escuchar; esto es un reclamo ciudadano: "que el gobierno de garantías". La ciudadanización en este sentido resulta un tanto sofisticada, se provoca por un mecanismo de distanciamiento, similar al que más tarde formalizara Bertold Brecht en su teoría del teatro épico, éste también con tintes cívicos y educativos.

 

Notas finales

En este artículo comenzamos por observar que la representación escénica del indígena ha sido recurrente en México desde la época prehispánica, aunque se incrementó considerablemente durante el periodo de la Independencia y de modo particular a partir de inicios del siglo XX. Con apoyo en los trabajos que integran las formas de representación escénica, el teatro y todo tipo de acción ritual al estudio de la imagen, subrayamos la importancia de dar cuenta de lo que en una determinada sociedad es del orden de lo figurable, lo decible y lo representable. Por consiguiente, colocar sobre un escenario al otro en carne y hueso, para que realice in situ acciones específicas, lejos de lograr su propósito realista resultó ser una construcción artificial que además tuvo un alto costo humano. Ahora bien, la colocación de esta realidad bajo la lente cinematográfica, fotográfica, así como en el teatro, no por ello han sido menos inocentes. En este sentido centramos la atención en el dialogo que establecen las imágenes con otras formas de representación, pues solamente a través de éste se puede acceder a la comprensión de la cultura visual (Baxandall, 1978).

Al tomar en consideración los señalamientos sobre el problema del otro, en relación con sus modos de visualización, pudimos observar que si bien la representación escénica del otro se ha realizado en diferentes sociedades y en una etapa u otra de su historia, no en todos los casos se ha planteado dicho problema. Desde esta perspectiva, pudimos poner en relieve que, si bien la necesidad de justificar la existencia del otro condujo a reducirlo a mero objeto de contemplación, mero espectáculo, también es cierto que en las experiencias escénicas que evocamos, se incluyó una operación transformadora del otro, al considéralo como un ser perfectible, susceptible de volverse "civilizado", en el caso europeo, y sujeto consciente de sí mismo, en el caso mexicano. Es en este sentido que poner en escena al otro no implica en todos los casos una operación de educación excluyente, respecto de la sociedad mayoritaria. También puede ser incluyente. Resulta revelador al respecto el libro Le Paris Noir (Blanchard, Manceron y Derro, 2002), en el que se demuestra cómo incluso las representaciones del "negro", bajo la figura de un ser atemorizante o ridículo, contribuyeron de algún modo a educar a los franceses en la diferencia cultural, en el conocimiento y el reconocimiento del otro. Fue precisamente a través de la autoderrisión que los franceses tomaron conciencia de sus actitudes racistas hacia los otros. Así, más tarde, el "negro" terminó por encontrar su lugar e incluso emanciparse en París, pese a —o quizá gracias a—, aquellas imágenes que se transmitieron durante años. En el caso mexicano, en cambio, la necesidad de justificar la existencia del otro y la operación trasformadora concomitante condujo a construir una imagen idílica y romántica del indígena, desprovista de los aspectos menos amables del medio rural, como el caciquismo, la explotación y la corrupción. Sin embargo, estas realidades sociales bien hubieran podido mostrarse como las consecuencias nefastas del proceso colonizador e integracionista. Como pudimos apreciar la puesta en escena del indígena contribuyó, en cierta medida, a hacer que los indígenas desarrollaran un trabajo reflexivo sobre su propia situación y adquirieran un cierto empoderamiento de su propia imagen.

Por último, un teatro etnográfico es posible con la condición de que se despliegue al modo que señalaba Turner (1982: 98): "convertir una etnografía en un guión, luego actuar ese guión, luego reflexionar sobre esa performance, luego regresar plenamente a la etnografía y hacer un nuevo guión, luego representarlo de nuevo". Ese proceso se puede comparar con el caso de las guaris que retomaron los documentos sustraídos de la realidad por el equipo encargado del Teatro Regional de Paracho para introducir en ella su propia visión, su propia narrativa, provocando así una actitud reflexiva en el público purépecha. Por consiguiente, un teatro etnográfico estaría condenado a nacer muerto si se considera a la etnografía como un mero el guión de la acción escénica en el momento de realizarse, presentándose, esta acción y esta etnografía, como un producto ya acabado. En cambio, si se le considera como algo que está continuamente tomando forma, en un proceso de creación continua, en la que la participación de los nativos tiene su lugar, entonces se aceptará que un teatro etnográfico no necesariamente nacería muerto.

 

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Notas

1 Por sorprendente que parezca, el género de la farsa, considerado como un clásico del teatro occidental, parecer ser que también fue desarrollado en las sociedades amerindias con el mismo fin de representar al otro de manera burlesca.

2 En este ensayo me interesa llamar la atención de modo particular sobre el teatro entendido como una modalidad de puesta en escena que implica representar algo o alguien que está ausente, volver a realizar una situación que se llevó a cabo en otro lado. Para esclarecer este punto retomo la distinción que han sugerido varios autores (Gruzinski, 1990, Marin, 1994, Goody, 1999) entre "representación" (teatro) y "presentación" (ritual). Considero que modalidades de puesta en escena como las danzas de Negritos, Viejitos, Moros y Cristianos, Santiagos, o bien el Viacrucis o Semana Santa, son del orden de la "presentación", dado que hacen advenir algo o alguien en el momento mismo en que la acción escénica se realiza. Resultaría pretencioso intentar abarcar todas estas modalidades escénicas en este breve ensayo. Si menciono algunas formas de "presentación" (ritual) es únicamente con objeto de hacer ver que éstas también abordan la cuestión del otro, al cual no se le representa sino que se le hace presente. En este caso el ejecutante de la acción no representa, sino que se vuelve él mismo un otro (un ancestro o un español como en la danza de Viejitos). En cambio lo que interesa ante todo aquí es la "representación", es por ello que remito a la década de 1920, porque considero que es la época que marca un auge en la representación del indígena (no del indio ancestral, el indio muerto, sino del indígena contemporáneo). Debo aclarar también que al centrarme aquí en el teatro indígena y/o en el teatro indigenista he tenido que dejar de lado otras formas de representación del indígena, por ejemplo en la novela (ya desde 1850), el cine (cf. De los Reyes, 1991a y 1991b), el documental y tantas otras. Señalo únicamente de paso que a partir de la década de 1920 se comenzó a realizar un cine etnográfico y a partir de la década de 1960-1970 un auge del documental realizado por indígenas. Y no obstante, no hay una investigación histórica o antropológica sobre la imagen del indígena en el cine. La autora de este artículo ha elaborado un estudio sobre el teatro indígena (Araiza, 2003).

3 Para la discusión de la visualidad entendida como el conjunto de las expresiones humanas que se pueden manifestar a través de diferentes medios, remito a Banks y Morphy (1997: 1-35).

4 Para esclarecer este punto conviene poner en relieve el trabajo de Warburg de 1902 sobre el retrato de los burgueses florentinos, los cuales se anudan, según observa Careri, "en torno al descubrimiento insólito (desde el punto de vista de la historia del arte occidental) de que el ‘realismo' del retrato no es el resultado de un ‘progreso' artístico interno al arte de la pintura, sino que es concebido en relación estrecha con la práctica ritual del ofrecimiento de estatuas votivas en cera que se pendían al techo de las iglesias" (Careri, 2003: 43, traducción de E.A.).

5 El Universal Ilustrado, 21 de septiembre de 1922, No. 280, p. 30; El Universal Ilustrado, 23 de noviembre de 1922, No. 289, p. 30 y 31; El Universal Ilustrado, 23 de noviembre de 1922, No. 289, p. 30 y 31.

6 Cabe destacar que los estudios críticos respecto de este tipo de prácticas no han salido a la luz más que en tiempos recientes en diferentes países europeos (véase, Manceron, 2003; Bancel,.et al. 2002, entre otros).

7 http://www.deshumanisation.com/phenomene/expositions

8 Exposición relativa al lugar de México en los pabellones y las exposiciones internacionales, a partir de la cual se publicó un libro (véase Matos Moctezuma, 2010).

9 La artificación (artification) designa "el proceso de transformación de no-arte en arte" (Shapiro, 2012: 17-21). Por ejemplo, "la transformación de una modesta práctica cotidiana [...] en una actividad instituida como arte y definida como un género nuevo" (Ibid.). Más precisamente, la artificación "es la resultante del conjunto de operaciones prácticas y simbólicas, organizacionales y discursivas por medio de las cuales los actores concuerdan para considerar un objeto o una actividad como arte" [...]. "La metamorfosis de las prácticas tradicionales en arte es con frecuencia su única oportunidad de sobrevivir. Ésta viene a nutrir la voluntad de reparar una injusticia histórica, servir a la afirmación de identidades comunitarias y nacionales, y entrar en la consolidación de alianzas políticas" (Ibid.)

10 Conjunto de canciones que se ejecutan en orden progresivo, se caracterizan por su variedad y son específico, por sus movimientos corporales y gestos formando figuras coreográficas en semicírculo. Aunque se practicaban entonces en varios pueblos de la región serrana de Michoacán, se dice que se originaron en Paracho, probablemente desde la época prehispánica. Canacua significa en purépecha corona, deriva tal vez del hecho de que las guaris acostumbraban ofrecer coronas de flores a los invitados de honor mientras realizaban la danza, o bien al hecho de que durante la ejecución de ésta se formen figuras en forma de corona.

11 Esta visión expresada en el teatro por los purépechas mismos coincide con lo que sucedió en realidad, ya que en el informe mensual de la comisión de Teatro Regional, quedó asentado el hecho de que el grupo comisionado visitó varios poblados no solo de la región serrana, sino de la lacustre y de la región costeña, con objeto de documentar tradiciones musicales y dancísticas, vestuario y "actuaciones naturales". Así se anotó que: "supimos que en el pueblo de Naranja, se efectúa una fiesta de carácter religioso-popular. Hicimos un recorrido de 6 horas de caballo con objeto de asistir a la fiesta, en la que conocimos una danza muy interesante, y algunas más vulgares" (Informe mensual de la Comisión de Teatro Regional, 24 de febrero de 1923, Fondo: Departamento de Educación y Cultura Indígena, Caja 43, hoja 16, página 1, ahsep).

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