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Migraciones internacionales

versión On-line ISSN 2594-0279versión impresa ISSN 1665-8906

Migr. Inter vol.12  Tijuana ene./dic. 2021  Epub 25-Jun-2021

https://doi.org/10.33679/rmi.v1i1.2129 

Artículos

Discurso y resistencia: la cultura de la deportación de los migrantes mexicanos

Ana Luisa Calvillo Vázquez1 
http://orcid.org/0000-0001-9382-0398

Guillermo Hernández Orozco2 
http://orcid.org/0000-0001-7287-8240

1. Universidad Autónoma de Chihuahua, México, ana.calvillo.vazquez@gmail.com,

2 Universidad Autónoma de Chihuahua, México, ghernand@uach.mx,


RESUMEN

Se buscó conocer el sentido que tiene la deportación para los mexicanos que han sido retornados de Estados Unidos en la última década, a partir de sus ideas, actitudes y creencias, desde la perspectiva educativa y el análisis de contenido como estrategia metodológica. Se analizan 25 narrativas digitales del archivo público “Humanizando la Deportación”, seis entrevistas en profundidad realizadas en Tijuana, B.C., entre 2016 y 2017, y cinco testimonios históricos localizados en fuentes bibliográficas. Los hallazgos muestran que en la reemigración irregular posterior a la deportación subyace una conducta política de resistencia que sugiere la existencia de una cultura de la deportación, la cual difiere de la cultura de la migración y la cultura de cruce clandestino de la frontera, aun cuando la actual penalización por el reingreso ilegal ha inhibido o postergado estas prácticas.

Palabras clave: 1. deportación; 2. cultura; 3. migración irregular; 4. México; 5. Estados Unidos

ABSTRACT

It was sought to know the meaning of deportation for Mexicans who were returned from the United States in the last decade, based on their ideas, attitudes, and beliefs, from the educational approach and the analysis of content as a methodological strategy. Empirical material consisted of 25 digital narratives from the public archive “Humanizing Deportation,” six in-depth interviews conducted between 2016 and 2017 in Tijuana, Baja California, and five historical testimonies located in bibliographic sources. Findings show that post-deportation irregular re-emigration underlines a political behavior of resistance that suggests the existence of a culture of deportation, which differs from the culture of migration and the culture of clandestine border crossing, even though the current penalty for illegal reentry has inhibited or postponed these practices.

Keywords: 1. deportation; 2. culture; 3. irregular migration; 4. Mexico; 5. United States of America

Introducción

La reemigración irregular después de la deportación fue una práctica desarrollada por décadas y generaciones, debido a la permisividad de las autoridades migratorias de Estados Unidos. Según las explicaciones predominantes sobre este fenómeno, la aplicación de las leyes y políticas migratorias ha obedecido a las necesidades de mano de obra inmigrante del país vecino, sumadas a diversos factores de expulsión (Aboites, 2010; Durand, 2017; Durand y Massey, 2003).

En los años setenta del siglo pasado ya era conocido el “modelo de intentos repetidos”, que consistía en que las personas retornadas por las autoridades migratorias regresaban casi inmediatamente después de una o varias expulsiones (Massey, Durand y Malone, 2009). Algunos migrantes llegaron a tener hasta quince expulsiones en sus intentos por ingresar o reingresar a Estados Unidos, y el castigo más severo era de tres días a un mes de cárcel, lo cual no anulaba por completo la intención de regresar (Espinosa, 1996; Medellín, 2002).

Sin embargo, el endurecimiento de las leyes y políticas migratorias en las tres últimas décadas ha impactado en las dinámicas migratorias que habían prevalecido entre México y Estados Unidos. Para algunos autores, se trata de un nuevo paradigma migratorio (Cruz, 2016) o el fin de una era (Alonso, 2015), ya que la política migratoria transitó de la seguridad fronteriza a la securitización. Es decir, se creó una doctrina de seguridad para contener a la migración irregular como un asunto de seguridad nacional.

Este nuevo paradigma migratorio tiene sus raíces en los años noventa del siglo pasado, cuando se emprendió la militarización de la frontera, la construcción y ampliación de muros; se promulgaron leyes que impusieron la penalización efectiva de la migración irregular, y se ampliaron los delitos que derivan en la deportación, tanto para personas en situación migratoria irregular como para quienes ostentan la residencia legal o permanente (Ley de Responsabilidad sobre la Inmigración Ilegal y Responsabilidad del Inmigrante, IIRIRA, por sus siglas en inglés; Ley Antiterrorista y de Pena de Muerte Efectiva, AEDPA, también por sus siglas en inglés, y la Ley Antidrogas).

El sistema de aplicación de las leyes migratorias quedó organizado en seis pilares: el reforzamiento de la vigilancia fronteriza; el control de visados y de viajeros; la información biométrica de no ciudadanos en sofisticadas bases de datos; la articulación de las agencias de control migratorio; la intersección del sistema migratorio con el sistema de justicia, y la detención y remoción de no ciudadanos a través de diversos programas (Meissner, Kerwin, Muzaffar y Bergeron, 2013).

Algunos de los efectos más significativos de este nuevo paradigma migratorio han sido el incremento de las deportaciones masivas, el sellamiento de la frontera y el procesamiento legal de miles de personas por delitos migratorios. Por un lado, mientras que en otras épocas las expulsiones se presentaban en determinadas coyunturas, en la actualidad el ciclo es permanente. Según datos de la Secretaría de Gobernación (Segob, 2019), en el periodo de 1995 a 2018 se presentaron 13.8 millones de eventos de repatriación de mexicanos desde Estados Unidos -se consideran eventos porque una persona pudo haber sido retornada varias veces-. Más aún, de 1998 al 2000 se alcanzaron cifras históricas de más de un millón de expulsiones por año. Desde 2014 hasta el primer semestre de 2019 los registros se han mantenido en un promedio de 200 000 eventos por año (Segob, 2019).

Por otra parte, el sellamiento de la frontera México-Estados Unidos generó la desviación de las rutas tradicionales de cruce fronterizo hacia zonas inhóspitas del desierto, donde se producen cientos de muertes de migrantes cada año, tanto por factores climatológicos como por la violencia del crimen organizado y el narcotráfico que se posicionaron de estas rutas, lo cual convirtió a la frontera en la más peligrosa y difícil de cruzar (Alonso, 2015; Cruz, 2016).

Por último, la reemigración irregular después de la deportación, que había caracterizado las prácticas migratorias de generaciones precedentes, quedó tipificada en el ámbito federal como un delito grave, lo cual implica recibir una sentencia en prisión, una nueva deportación y la prohibición temporal o definitiva para regresar al país. De acuerdo con Meissner, Kerwin, Muzaffar y Bergeron (2013), desde el establecimiento de estos delitos migratorios, que además tienen un efecto retroactivo, el número de extranjeros procesados por entrada ilegal aumentó más de diez veces, de 3 900 a 43 700, entre los años fiscales de 2000 a 2010, mientras que el número de personas procesadas por reingreso ilegal después de la deportación se triplicó de 7 900 a 35 800, en el mismo periodo.

No obstante, aun cuando los nuevos mecanismos de contención han inhibido estas prácticas migratorias, e incluso han logrado reducir la intención de volver a cruzar la frontera de manera irregular, no significa que se haya producido un cambio profundo a nivel mental y actitudinal. Una encuesta del Consejo Nacional de Población (Conapo) en 2014, mostró que el 35% de las personas retornadas tenía la intención de regresar a Estados Unidos; esta cifra aumentaba a 49% en el caso de quienes habían residido en aquel país por más de una década, y a 54% en quienes tenían a su cónyuge e hijos en Estados Unidos (Gandini, Lozano- Ascencio y Gaspar, 2015). Del mismo modo, la Encuesta sobre Migración en la Frontera Norte de México, reportó que del número total de intentos de cruce fronterizo de 1995 y 1999-2018, entre el 60 y 80% fueron intentos repetidos, lo cual refleja de un modo general la persistencia de estos desplazamientos (EMIF, 2018).

La explicación más consensuada es que las personas reemigran por motivaciones económicas; por reunificación familiar; por la dificultad para reinsertarse social y laboralmente en nuestro país; por un problema de readaptación al entorno familiar original o como una reacción al estigma del fracaso por haber sido expulsados de Estados Unidos (Albicker y Velasco, 2016; Cárdenas, 2014; Gandini, Lozano-Ascencio y Gaspar, 2015; Rivera, 2013).

Sin embargo, el fenómeno presenta tal complejidad que despierta nuevas inquietudes, sobre todo si se considera que esta práctica es llevada a cabo tanto por quienes tienen experiencias previas de migración irregular -migrantes circulares y migrantes de larga estadía en Estados Unidos-, como por quienes no poseen los mismos conocimientos

-personas que fueron llevadas en la infancia a aquel país y que en muchos casos tuvieron la residencia legal o permanente, pero perdieron su estatus con la deportación-.

El hecho de que un grupo tan heterogéneo que abrevó de contextos socioculturales distintos responda de manera similar a la expulsión, sustentó el cuestionamiento acerca del sentido que tiene la deportación para las personas retornadas en el contexto actual, particularmente de las personas nacidas en México. Por ello, se tomaron como categorías de análisis las ideas, actitudes y creencias expresadas por las personas en sus narrativas testimoniales respecto a la deportación. Como estrategia metodológica se acudió al análisis de contenido desde la línea del análisis del discurso como práctica social (Gutiérrez, 2012).

El material empírico quedó conformado por 25 narrativas digitales del archivo público “Humanizando la Deportación”, de la Universidad de California-Davis (2017); seis entrevistas en profundidad realizadas entre 2016 y 2017, en la ciudad de Tijuana, B. C., con personas retornadas de Estados Unidos que eran usuarias del Desayunador Salesiano Padre Chava, ubicado en esa ciudad, y cinco testimonios de migrantes de otras épocas, con el fin de establecer un contraste en el devenir de este fenómeno. Dicho material fue seleccionado por un criterio de significatividad, en función de las experiencias de reemigración irregular posterior a la deportación manifestadas por las personas.

Las ideas, actitudes y creencias se organizaron en tres unidades de análisis: el punto en la trayectoria migratoria en que surgían o eran recordadas (antes, durante y después de la deportación, y su postura ante el futuro); las ideas, actitudes y creencias en torno a la deportación (percepción, significado, creencias religiosas, creencias políticas y reformulaciones ideológicas), y el perfil migratorio de las personas (migrantes circulares, migrantes de larga estadía, personas llevadas en la infancia y residentes legales o permanentes).

El propósito es comprender un aspecto de la migración irregular que puede aportar conocimiento sobre las formas de pensar, sentir y actuar de las personas que han sido retornadas, y sobre sus prácticas de movilidad posteriores a la expulsión, como una contribución que pretende abonar al campo de los estudios culturales desde la perspectiva educativa, concretamente de la educación informal.

Se parte del supuesto de que la deportación no representa para las personas el fin del proyecto migratorio, sino que forma parte del periplo mismo como una conducta política de resistencia, y que así como a lo largo de la historia se ha creado una cultura de la migración y una cultura de cruce clandestino de la frontera, también se ha configurado una cultura de la deportación que, aunque puede ser inherente a ambas, tiene sus propias especificidades y se vive de manera distinta en el nuevo paradigma migratorio.

Enfoque teórico

La educación informal y la migración

La educación informal es un proceso permanente y espontáneo que produce aprendizajes y saberes de distinta naturaleza -creencias, prácticas, ideas, actitudes, normas y valores-, desde el propio medio social o entorno cognitivo cultural en el que se desenvuelve el sujeto (Smitter, 2006). La educación informal abreva de instancias formativas como la familia, la comunidad, las entidades religiosas, las asociaciones, los medios de comunicación y el propio recorrido histórico de los sujetos. Es un proceso que se desarrolla por medio de la interacción, la exploración y la experiencia cotidiana (Smitter, 2006).

En la antigüedad las personas aprendían de la comunidad y de los mitos que eran transmitidos por tradición oral; en épocas posteriores, de la interacción en las plazas públicas, en los teatros y en las iglesias. Los diversos agentes educativos eran la familia, los predicadores, los confesores, los líderes sociales, los artistas, entre otros, cuyos mensajes ayudaban a comprender e interpretar la vida (Sanz, 2006).

La educación informal se distingue de la educación formal y la no formal porque éstas, al ser institucionalizadas, establecen extensiones de tiempo prefijadas, aunque variables, mientras que la educación informal, al no poseer una estructuración, puede durar toda la vida e implicar a todos los integrantes de una sociedad (Uribe, 2017). Los procesos educativos informales, precisamente por ser “caóticos, emergentes y auto-organizados”, poseen una complejidad y nivel de abstracción muy altos (Calvo y Elizalde, 2010, p. 8).

La migración en sí misma es un proceso educativo informal que implica nuevos aprendizajes y saberes desde que se abandona la casa familiar hacia un lugar y una cultura distinta. En este proceso se conoce o se aprende otro idioma, otros lugares, otra comida, otro estilo de vida, otros valores. Se aprende a ser extranjero, a ser diferente, a ser minoría. Así, la migración no es solamente el desplazamiento geográfico de un lugar a otro, sino el tránsito de un espacio cultural a otro (Martín, 2006), en el que la persona lleva consigo su herencia cultural y social, así como los imaginarios y las utopías que ha forjado a lo largo de su existencia.

De acuerdo con Salazar-Pastrana, Castillo-Burguete y Paredes-Chi y Dickinson (2016), la migración como proceso educativo informal se desarrolla en cuatro etapas: la inestabilidad, cuando la necesidad o el deseo de emigrar surge en respuesta a desequilibrios o problemas de diversa índole; la preparación, cuando se obtienen los recursos necesarios para el desplazamiento hacia un lugar diferente; la acción, cuando se deja el punto de origen para arribar a otro cuyo ambiente social, económico, cultural y político es distinto al propio, y el establecimiento, cuando se acumulan suficientes recursos para vivir en el nuevo contexto sociocultural. Esta última etapa es un periodo de ajuste durante el cual se adquieren nuevos capitales -cultural, social, humano- y se modifican o transfieren los existentes, aunque no siempre es un proceso exitoso (Salazar-Pastrana, Castillo-Burguete, Paredes-Chi y Dickinson, 2016).

En el mismo sentido, en el caso de la migración de retorno forzado, como la deportación, el proceso educativo informal genera de manera abrupta nuevos aprendizajes y saberes, aun cuando no haya estado implicada una planeación. Es decir, el proceso educativo continúa en su carácter de caótico, emergente y autoorganizado a lo largo de la trayectoria vital, en la interacción con otros, en la vida cotidiana y en la propia experiencia migratoria.

Las ideas, actitudes y creencias que resultan de todo proceso educativo son elementos socioculturales que permiten identificar estructuras significativas que develan las razones de la conducta y la acción humana, al mismo tiempo que expresan patrones de comportamiento (Martínez, 2004). Son elementos inseparables, puesto que las ideas conforman creencias; de las creencias emergen los valores, y a partir de ellos se definen las actitudes que se expresan en la conducta.

De esta manera, las actitudes son la forma en que los individuos responden a un hecho, la postura ideológica que exhiben en dicha respuesta, y los argumentos que esgrimen respecto a sus determinaciones. Una vez que estas conductas y prácticas se refuerzan a través de la experiencia propia o de otros, o son compartidas por una comunidad más amplia que las recrea a través del tiempo, constituyen una cultura que caracteriza sus formas de pensar, sentir y actuar.

Discurso y prácticas de resistencia

Uno de los conceptos que orientó el presente trabajo fue el discurso de la resistencia propuesto por Scott (2000). Para el autor, este discurso existe en cualquier espacio de poder, pues emerge de las tensiones que producen las propias relaciones de poder. El discurso de la resistencia se expresa a través del lenguaje verbal, no verbal y corporal o mediante prácticas concretas, en las cuales la espontaneidad y la falta de organización formal constituyen actitudes de protesta; es decir, son acciones anónimas de masas enmarcadas en relaciones de dominación (Scott, 2000).

Sin embargo, este discurso no se manifiesta de manera abierta y explícita, a menos que se trate de una insurrección, por lo que encuentra formas alternativas para canalizar su actitud disidente; esto es, el discurso oculto (Scott, 2000). Dicho discurso se aprende a través de la socialización, pues es parte de la cultura de clase en que se origina. Para lograr su efectividad, se mantiene entre líneas, de ahí que no exista en forma de pensamiento puro, sino en frases residuales que es preciso identificar y analizar, ya que se trata de una resistencia fundamentalmente ideológica.

Como afirma Scott (2000): “El discurso oculto no es solo refunfuños y quejas tras bambalinas: se realiza en un conjunto de estratagemas tan concretas como discretas, cuyo fin es minimizar la apropiación” (p. 222). Así, los discursos de resistencia reivindican la dignidad de la voz dominada y constituyen el cimiento de la acción política.

Otro concepto que orientó la interpretación del material empírico fue el de autonomía de la migración, propuesto por Papadopoulos, Stephenson y Tsianos (2008). Los autores conciben a la migración irregular como una forma contemporánea de escape que desafía la dominación. Esta perspectiva destaca la fuerza creativa de los individuos dentro de las estructuras como parte de su capacidad de agencia. Así, la migración es un movimiento social encabezado por constructores activos de la realidad, por lo cual la determinación de emigrar implica la voluntad de “hacer y rehacer la propia vida en el escenario del mundo” (Papadopoulos, Stephenson y Tsianos, 2008, p. 211).

La autonomía de la migración sugiere interpretar los efectos de la migración irregular no como “un escándalo humanitario” (Papadopoulos, Stephenson y Tsianos, 2008, p. 220), aunque evidentemente está implícito el sufrimiento social que no puede obviarse, sino como un acto repetido y sostenido de resistencia social y de rechazo a los imperativos de la gestión fronteriza y el control cultural.

Como afirma Mezzadra (2012), este enfoque prioriza las prácticas subjetivas, los deseos, las expectativas y los comportamientos de las personas migrantes que se conducen “como si fueran ciudadanos” (p. 160), independientemente de su estatus migratorio; es decir, que ejercen su derecho a la libertad de movilidad y permanencia, a pesar de las diversas estructuras que los oprimen.

Ideas, actitudes y creencias en torno a la deportación

“Nunca pensé que fuera a pasarme”

En los testimonios de personas que han sido retornadas de Estados Unidos es frecuente encontrar la afirmación de que nunca pensaron que eso les fuera a suceder. Esta expresión denota un impacto, como si la deportación hubiese sido algo improbable, aun cuando muchos no tenían documentos de autorización para ingresar, permanecer o trabajar en aquel país. Sin embargo, las mismas personas refieren que vivían con miedo a la deportación, por lo que el hecho de que fueran conscientes de su vulnerabilidad jurídica y al mismo tiempo tuvieran la creencia de que no les iba a suceder, supone una contradicción. El impacto de la expulsión es mayor para quienes crecieron en Estados Unidos y obtuvieron la residencia, porque pensaban que dicho estatus no podía perderse, así que la posibilidad de ser deportados era todavía más remota.

En el caso de las personas en situación migratoria irregular, la frase se relaciona con las prácticas de migración y reemigración irregular que se desarrollaron por décadas y generaciones, porque la experiencia les enseñó, en primer lugar, que la forma de ingresar a Estados Unidos sin documentos era mediante intentos repetidos, lo que implicaba la posibilidad de ser expulsados una o varias veces. Para las personas bastaba con implementar determinadas estrategias, desde conocer los horarios en que la Patrulla Fronteriza se retiraba para poder pasar; esconderse de la policía o de los grupos hostiles a la migración mexicana; utilizar documentos falsos o ajenos tanto para cruzar como para residir en aquel país, y buscar trabajo donde los empleadores pasaran por alto su estatus migratorio. De esta manera, la deportación era un estado que podía superarse si persistían en su afán de reingresar a Estados Unidos. De acuerdo con otras fuentes consultadas, los migrantes de otras épocas llegaron a tener hasta quince expulsiones en su intento por ingresar a Estados Unidos (Espinosa, 1996; Medellín, 2002).

Además, el reingreso irregular todavía no era considerado un delito grave y en el proceso de expulsión no se llevaba un registro sistematizado, por lo cual era común que los migrantes dieran nombres y datos falsos que difícilmente podían constatarse. Así mismo, la deportación no solía afectar a quienes ostentaban la residencia legal o permanente, salvo en casos excepcionales, de modo que gozaban de mayor certeza jurídica en aquel país.

La experiencia propia o de otros les enseñó que la deportación era una posibilidad lejana cuando ya se habían asentado en Estados Unidos, porque habían podido adaptarse sin importar su estatus migratorio y desarrollar un proyecto de vida a largo plazo. La expulsión, desde su perspectiva, dependía del azar o de la habilidad personal para evitarla: “La migra todo el tiempo ha estado dura, es la suerte de cada quién” (Martínez, 1996, p. 74).

Sin embargo, cuando se hizo efectiva la penalización de la migración y reemigración irregular, tanto las personas sin documentos como los residentes legales fueron susceptibles a la deportación. El ser procesados por un delito migratorio y, en algunos casos, recibir una sentencia en prisión, les mostró las dimensiones de un castigo que efectivamente nunca habían podido imaginar.

“Tengo que seguir intentando”

A pesar de haber enfrentado una o varias expulsiones y de haber pasado por un proceso en los centros de detención para inmigrantes, e incluso a pesar de haber recibido una sentencia en prisión por reingreso ilegal después de la deportación, algunas personas están dispuestas a volverlo a intentar de cualquier modo. Si bien, expresan motivaciones distintas para regresar a Estados Unidos, destaca el hecho de que coincidan en la idea de intentarlo nuevamente.

Los testimonios analizados que refieren cuestiones de trabajo como la mayor motivación para regresar a Estados Unidos, argumentan que la reemigración es posible siempre y cuando sepan encontrar el momento adecuado para hacerlo porque, de acuerdo a su experiencia, las políticas migratorias suelen ser cambiantes. Quienes emigraron hace tres décadas afirman que supieron sortear el riesgo de la deportación al mantenerse alejados de la policía o de las autoridades migratorias hasta que tuvieron una nueva deportación en años recientes.

La creencia de poder volver a cruzar la frontera está tan arraigada que les provee de la certeza de que así será, aun cuando reconozcan las dificultades actuales. Algunas personas con esta experiencia viven en condiciones precarias en la ciudad de Tijuana, B.C. mientras esperan la oportunidad de reingresar a Estados Unidos. Entonces, si el emigrar implicó sacrificios como dejar su lugar de origen y separarse de su familia originaria, ¿por qué no habrían de enfrentar el sacrificio de la espera?

Además, el haber permanecido en Estados Unidos por más de una década, como en el caso de los migrantes de larga estadía, los hace renovar sus esperanzas de regresar cuando encuentren la manera de hacerlo: “Yo necesito conseguir un trabajo donde me paguen diario porque voy a buscar la forma de brincarme otra vez” (Luis Mario, comunicación personal, 14 de septiembre de 2016); o bien, como opinó Javier Galindo en su narrativa digital: “Mi plan es volver a Estados Unidos, pero prefiero no decir nada porque luego no te sale como dices” (Galindo, narrativa digital #68, 2018).

El caso de la familia Antunez resulta significativo para ilustrar la actitud de rechazo a la expulsión y la convicción de reemigrar (Antúnez, narrativa digital #135, 2019). Roberto y María Antúnez emigraron a Estados Unidos a principios de los años noventa, después de varios intentos por cruzar la frontera. En 1997 recibieron una orden de Inmigración para abandonar el país, pero decidieron quedarse. En 2001, ambos fueron deportados y regresaron casi inmediatamente después de la expulsión. Un año más tarde, su hijo fue detenido por manejar bajo la influencia del alcohol (DUI, por sus siglas en inglés), y los tres fueron deportados con un castigo de diez años. No obstante, su hijo reingresó y fue expulsado otra vez. A pesar de estas cinco experiencias de deportación en la familia, Roberto y María esperan regresar:

La vida es muy difícil aquí en México, y aunque haya también discriminación en Estados Unidos, es mucho mejor en Estados Unidos porque se te da la oportunidad que no tienes en tu país, que es México. Pero al estar ya aquí, tenemos un castigo de diez años. La petición nos la aprobaron, pero tenemos que estar diez años aquí. Con la ayuda de Dios, pasando estos diez años regresaremos (Antunez, narrativa digital #135, 2019).

Otras personas consideran que se ganaron el derecho de permanecer en Estados Unidos porque cumplieron sus obligaciones como ciudadanos: trabajaron, pagaron impuestos y asimilaron la cultura norteamericana, por lo que la frustración de haber sido expulsados refuerza la idea de la reemigración: “Estudiaba, trabajaba mucho para una compañía de calidad, tenía más de mil 200 horas de servicio comunitario” (L.A., narrativa digital #45, 2018); “Nos sacaron injustamente” (Palma y Mandujano, narrativa digital #88b, 2018).

Por otra parte, las personas que vivieron la experiencia de la separación familiar también coinciden en la idea de regresar porque, en este caso, lo consideran un deber y una situación apremiante en la que está de por medio el bienestar de los suyos: “Iba a intentar lo que sea por regresar aunque me agarraran, pero era con tal de estar con mis hijos” (Hernández, narrativa digital #63, 2018); “Mi único pensamiento era regresar corriendo por esa frontera por la que había salido” (Varona, narrativa digital #82, 2018); “En mi mente está encontrar la solución de cómo regresar con mi niño” (Reyes, narrativa digital #76, 2018).

En este sentido, destaca que las prácticas de reemigración irregular después de la deportación sean más intensas cuando se trata de separaciones familiares. Por ejemplo, José Manuel Mendoza tuvo cuatro deportaciones y en cada una recibió penas de prisión que se fueron incrementando, lo cual no mermó su deseo de regresar (J. M. Mendoza, comunicación personal, 13 de noviembre de 2017); Luis García tuvo tres expulsiones en quince días (García, narrativa digital #32, 2017), y Daniel Jáuregui estuvo cuatro años en prisión por reingreso ilegal e intentó regresar en nuevas oportunidades (Jáuregui, narrativa digital #6, 2017). En los tres casos, su familia y sus hijos se habían quedado en Estados Unidos.

Un tercer grupo que comparte esta idea es el de las personas que fueron llevadas a Estados Unidos en la infancia, que crecieron y se formaron en aquel país. Muchos tenían residencia legal y perdieron estos derechos con la deportación. Para ellos, el haber sido expulsados del lugar que consideraban su hogar, cualquiera que haya sido el motivo, representa un conflicto, no solo por el sentido de pertenencia a Estados Unidos, sino por la falta de arraigo en nuestro país. En muchos casos, el único vínculo que conservan es el haber nacido en México, pero perdieron contacto con el idioma y la cultura, por lo que se sienten alienados en un contexto ajeno y desconocido.

Muchos de ellos se asumen como ciudadanos de Estados Unidos, más que como ciudadanos mexicanos. Incluso, los conceptos de “migrante indocumentado” o “policía migratoria” ni siquiera estaban en sus estructuras cognoscitivas hasta que tuvieron la experiencia de ser deportados. En su concepción de la realidad, cuando cruzan la frontera no están violando las leyes migratorias, sino que están regresando a su país:

La razón de estos regresos fue mi familia; ellos están allá, mis hijos están allá; no tengo una razón para estar acá en Tijuana o en México. [...] Si estuvo mal que me deportaran una y otra vez, también estuvo mal que me aceptaran una y otra vez de regreso. Yo seguí regresando porque ellos me seguían deportando. [...] Me siento profundamente agraviado. No tengo más que amor por los Estados Unidos; crecí de ese lado, mi amor, mi país, mi corazón están allá (Jáuregui, narrativa digital #6, 2017).

De esta manera, su actitud frente a la deportación es similar a la de las personas que tienen experiencias previas de migración irregular, aunque sus motivaciones sean diferentes: mientras estos últimos luchan por regresar a su trabajo o al lado de su familia, quienes crecieron en Estados Unidos luchan por regresar tanto al lado de su familia como al lugar que consideran su país.

Así mismo, los mexicanos que crecieron en Estados Unidos y que sirvieron a las fuerzas armadas de aquel país, que han enfrentado deportaciones múltiples y, en algunos casos, recibieron penas de prisión por reingreso ilegal, también comparten la idea de regresar, no solo porque fueron separados de su familia y del que asumen como su país, sino porque arriesgaron su vida por aquella nación. A sus motivaciones y al sentido de pertenencia, se agrega un derecho de permanencia que los arroja de vuelta a Estados Unidos:

Como veteranos deportados sentimos que deberíamos haber estado protegidos por el país por el que estábamos dispuestos a luchar y morir. [...] Creo que América es un país que dice una y otra vez -como si nuestro lema nacional fuera apoyar a las tropas-: “honrar a los veteranos y honrar a los soldados”. Así que si decimos tanto que hay que apoyar a las tropas, ¿por qué deportamos a las tropas? ¿Por qué fui lo suficientemente bueno para luchar y morir por Estados Unidos, pero no he sido suficientemente bueno como para vivir ahí? [...] América muy bien sacó su uso de mí, me utilizó a fondo, yo estaba feliz de complacerlos, pero ahora quiero estar en casa, estoy cansado de estar lejos de casa, estoy cansado de ser exiliado (Murillo, narrativa digital #30a, 2017).

“Voy a regresar si Dios quiere”

Diversos investigadores han analizado las muestras de religiosidad de los migrantes, así como los rituales y artefactos sagrados que les dan la certeza de que un ser superior los cuidará en su periplo (Arias, 2012; García, 2008). En este sentido, ya se ha afirmado que los migrantes se apoyan en sus creencias religiosas para arriesgar la vida en su tránsito a Estados Unidos, especialmente en el contexto actual (Alonso, 2015). En este apartado no se pretende reiterar tales creencias, sino identificar aquellas que se relacionan con la deportación, independientemente de su adscripción religiosa, a fin de comprender otra arista de la reemigración irregular después de la expulsión.

Las creencias religiosas forman parte de los esquemas culturales con que las personas le dan sentido a su realidad, pues les provee de un orden general de existencia y de una idea de trascendencia basada en el deber ético. Por un lado, la frase de agradecimiento que anteponen a sus relatos, reafirma sus creencias en un marco religioso como si lo vivido no hubiera sido posible sin la intervención de un ser superior. En este ámbito, todas las obras son de Dios y no del hombre, por lo que en ese orden describen su realidad: “Con el favor de Dios logré pasar a Arizona” (Viruete, narrativa digital #97, 2018); “Gracias a Dios que en el primer intento logramos llegar” (Martínez, narrativa digital #107, 2018).

Del mismo modo, si llegar hasta Estados Unidos fue por la voluntad de Dios, también lo fue el haber sido deportados cuando reconocen la falta que propició su expulsión. Para algunas personas, la deportación les despierta sentimientos de culpa y la asumen como una forma de expiación: “Por no portarme bien, se puede decir” (Anónimo, narrativa digital #43a, 2018); “Fui la oveja negra” (Torres, narrativa digital #84, 2018). Desde esta visión, la posibilidad de regresar también dependerá de la ayuda de un ser superior, lo cual les permite procesar la ruptura con mayor resignación.

Una frase pronunciada por Luis Gonsaga en su narrativa digital: “Algún día Dios te va a abrir la puerta y nos vamos a ir otra vez, si la migra no se pone en el camino” (Gonsaga, narrativa digital #36, 2017), refuerza la interpretación que se ha señalado hasta aquí sobre las creencias religiosas, pero contiene un pensamiento utópico que es conveniente analizar.

Para Gonsaga, aquella “puerta”, es decir, la frontera, se abrirá por voluntad divina, y esto permitirá no solo que él regrese a Estados Unidos, como es su deseo, sino que también lo harán sus pares, con lo cual la frase tiene un sentido de comunidad. Su expresión también puede manifestar un sentimiento de indefensión ante las reglas actuales, ya que la única fuerza capaz de abrir esa puerta es la de Dios y no la de los hombres. No obstante, tiene la convicción de que las reglas cambiarán “algún día” porque ésa es su experiencia y su visión como migrante. Sus palabras evidencian la internalización de los cambios cíclicos de las políticas migratorias, pues supone que “nos vamos a ir otra vez”. Es decir, para él, la deportación sigue siendo un estado transitorio.

En tanto, la oración “si la migra no se pone en el camino”, alude al principal obstáculo de los migrantes que cruzan la frontera de manera irregular, que son los agentes de la Patrulla Fronteriza, puesto que no lo son los empleadores o la sociedad norteamericana. Esto refuerza la idea de que, una vez internados en aquel país, podrían cumplir sus objetivos y continuar con sus proyectos de vida. Por lo tanto, no hay una transformación de sus estructuras mentales respecto a la deportación como algo definitivo.

Ahora bien, el muro fronterizo, como parte de la arquitectura del castigo que representa la deportación, activa también en las personas otras ideas que se relacionan con la posibilidad de regresar a Estados Unidos. Por un lado, simboliza el sufrimiento que enfrentan ante la expulsión: “Veo una gran pared que me separa de mi familia” (Peralta, narrativa digital #81, 2018). Por otro lado, ante la impotencia de vencer esa barrera, algunas personas imaginan que podrían cruzar si solo tuvieran poderes sobrenaturales: “Algún día podría saltar muy alto” (Galván, narrativa digital #19, 2017) ; “Ojalá pudiera volar” (Méndez, narrativa digital #23, 2017). Para otras personas, en cambio, el muro no puede detener a una cultura:

Pienso yo que el muro [fronterizo] para el mexicano, para el ilegal, para la persona que quiere emigrar a Estados Unidos, no va a haber muro que lo detenga. Nunca, nunca. [...] Cuando lo quieres hacer, lo haces. Luchas y lo buscas, y de una forma o de otra. [...] Siempre buscamos la forma de llegar a Estados Unidos (Aguilar, narrativa digital #64, 2018).

De acuerdo a estos testimonios, es posible inferir que la deportación no representa lo mismo para las autoridades migratorias que para las personas que han tenido estas experiencias. Si para el Estado norteamericano, la deportación es la expulsión de un extranjero de su territorio, para las personas es un castigo reversible, una curva en la espiral migratoria. Ya sea que logren su objetivo mediante la intercesión de un poder divino, con más habilidad o más recursos para cruzar la frontera, las personas confían en que regresarán. Por ello, en nombre de sus creencias, esperan.

“Ellos nos robaron el territorio”

Cuando algunas personas expresan sus opiniones respecto a lo que perciben como una injusticia que se cometió en su contra con la expulsión, o cuando justifican su reingreso indocumentado a aquel país, suelen evocar el evento de la pérdida del territorio mexicano con la firma del Tratado de Guadalupe Hidalgo, en 1848, derivado de la invasión norteamericana o guerra México-Estados Unidos, por lo que aquella herida histórica formaría parte de su postura política en torno a la reemigración irregular después de la deportación: “Ellos nos robaron el territorio” (Gerardo, comunicación personal, 13 de noviembre de 2017); “California y Texas habían sido tierra mexicana” (G. Flores, comunicación personal, 15 de octubre de 2016).

Estas ideas son coincidentes con testimonios de migrantes de otras épocas, como los años noventa: “Algún día el territorio va a volver a ser de México” (Martínez, 1996, p. 93), o los años veinte: “Los Estados Unidos tomaron más de la mitad de este país, Texas, California. Pero yo le digo a usted: será nuevamente de México; no ahora, sino en cientos o miles de años” (Taylor, 1991, p. 193). Sin embargo, no son exclusivas de los mexicanos retornados de Estados Unidos, sino que son compartidas por una comunidad más amplia.

En determinadas coyunturas como las movilizaciones de latinos en Estados Unidos, en la primera década del 2000, motivadas por la intensificación de las deportaciones masivas, los manifestantes tuvieron como eslogan la frase: “Nosotros no cruzamos la frontera; la frontera nos cruzó a nosotros” (Mezzadra y Nielson, 2014, p. 22), lo cual evoca nuevamente la pérdida del territorio mexicano. Del mismo modo, durante la crisis migratoria de 2013, cuando cientos de personas retornadas se encontraban en situación de calle en Tijuana, en una manifestación frente al Puente México se expuso una pancarta que rezaba: “Tratado de Guadalupe Hidalgo. Robo de nuestro territorio. NO a las deportaciones nocturnas” (Hernández, 2013, s/n). En fechas más recientes, cuando el presidente norteamericano Donald Trump revisaba los prototipos para la construcción del nuevo muro fronterizo, en una manifestación resurgió la frase: “Trump, pon tu muro, pero en tu territorio, no en el nuestro” (Agencia EFE, 2018, s/n), acompañada del mapa original de México antes de 1848.

Las diferentes expresiones sociales muestran un malestar que se reactiva cuando el gobierno norteamericano impone nuevos controles migratorios, para señalar en primer término a quién le pertenecía el territorio, una postura que es compartida por millones de mexicanos como la frustración de los vencidos, dado que al perder la guerra con Estados Unidos nuestro país quedó en una posición subordinada y esta realidad fue irreversible. O, como afirmó el señor Antonio, entrevistado por Martínez (1996): “Ellos siempre van a estar arriba” (p. 93).

Lo anterior significaría que a las prácticas tradicionales de la migración y reemigración irregular se agrega un componente político sobre “el derecho” que se tiene de hacerlo. Si “ellos siempre van a estar arriba” porque “tomaron más de la mitad de este país” entonces el migrante mexicano tiene un derecho de tránsito: su ciudadanía no es una adscripción legal o territorial, sino moral. La inmoralidad del “despojo” justificaría la moralidad de las prácticas de movilidad de las personas, y, en consecuencia, su respuesta ante la deportación.

Adicionalmente, la evocación del territorio originario tiene su paralelo en el mito de Aztlán, enarbolado por el movimiento chicano en las décadas de los sesenta y setenta. Según la mitología azteca, los mexicas habían emigrado de Aztlán antes de asentarse en México- Tenochtitlán, y Aztlán estaría situado al sureste de Estados Unidos, precisamente en los territorios que perdió nuestro país en 1848, aunque su localización geográfica no ha podido constatarse fehacientemente (Navarrete, 1999).

En los años sesenta, la participación de mexicanos y mexicoamericanos en la guerra de Vietnam despertó su conciencia social, pues al no compartir las causas que defendían los estadounidenses en el conflicto bélico y al no ser reconocidos como parte integral de la sociedad norteamericana, emergió con fuerza el movimiento chicano, en cuya base ideológica estaba el mito de Aztlán como el verdadero lugar de origen del pueblo mexicano, que luchaba por el reconocimiento de su identidad cultural y sus derechos civiles (Rodríguez, 2001). Para los chicanos, su lucha coincidía con la de los afroamericanos, así como la de los nativos americanos, quienes habían sido despojados de su territorio original.

De esta manera, la afirmación ideológica de algunos migrantes mexicanos (“Ellos nos robaron el territorio”) y de los mexicoamericanos en Estados Unidos (“Nosotros no cruzamos la frontera...”), ha sido resultado de un proceso histórico de larga data en el que prevalece la disputa imaginada del territorio original. Visto así, la deportación sería la expulsión injustificada del territorio propio, una creencia política que estimularía la reemigración irregular después de la expulsión.

“Se acabó tu sueño americano”

Para algunas personas que han sido retornadas de Estados Unidos, la deportación significa el fin del sueño americano, la cancelación de un proyecto de vida, una ruptura violenta que afecta las creencias que tenían respecto al país del norte: “El sueño americano que yo iba buscando se derrumbó a raíz de mi deportación” (Varona, narrativa digital #82, 2018); “Yo ya me olvidé del sueño americano y todo porque no quiero ir a regalarle mi tiempo al gobierno americano” (Jesús, narrativa digital #31, 2017).

Sin embargo, la forma en que negocian con su sistema de creencias a raíz de la expulsión es muy subjetiva, por lo que no puede generalizarse que el fin del sueño americano represente lo mismo para todos. Las personas que enfrentan dificultades para encontrar un empleo en México después de haber residido por más de una década en Estados Unidos y de haber sido deportadas, se sienten en desventaja, desarraigados, rechazados e indefensos ante la falta de oportunidades: “Es mi país, pero la verdad no me siento a gusto” (Gómez, narrativa digital #10, 2017); “Tienes que volver a ambientarte a que Estados Unidos es un país de primer mundo y México es un país de tercer mundo” (López, narrativa digital #2, 2017).

En otros casos, las personas sienten desencanto por el sueño americano porque la deportación los hizo conscientes de que habían idealizado su estancia en Estados Unidos al no poder desarrollarse a plenitud, ya fuera por su situación migratoria; por discriminación y racismo; por vivir con miedo a ser detenidos, o bien, porque no podían alcanzar otras metas.

Nosotros los mexicanos hemos tenido por años un sueño dorado falso: vas a ir a Estados Unidos y vas a hacer dólares, y vas a poder mantener a tu mamá, a tu papá, a tus hijos, y algún día regresar y tener todo ese tipo de dinero guardado [...]. Y eso es falso [...]. Tienes un trabajo de diez, doce horas, que es pagado a la mitad de lo que te mereces ser pagada, la renta es alta, las cosas para sobrevivir son altas, no te alcanza y estás haciendo algo que podrías hacer en tu propio país (Hernández, narrativa digital #25, 2017).

Para otras personas, el sueño americano se transformó en el sueño mexicano, pues la deportación los volvió a poner en contacto con sus raíces y tienen una visión más optimista sobre su futuro. Incluso algunos han encontrado algo positivo en la experiencia de la deportación, porque descubrieron su fortaleza y creatividad para emprender un nuevo proyecto de vida: “El sueño americano, en efecto, es posible en México” (Grajeda, narrativa digital #87, 2018); “Hay que demostrarle a nuestra gente de aquí que sí se puede” (García, narrativa digital #32, 2017); “Si como inmigrantes levantamos una gran nación como Estados Unidos, también podemos hacerlo en nuestro lindo México” (Pastor, narrativa digital #55, 2018).

Los diferentes testimonios evidencian una reformulación ideológica que se produce con la deportación y que es verbalizada mediante el constructo del sueño americano. Sin embargo, la extinción de su sueño no significa que desaparezca la esperanza de regresar al lugar en el que forjaron sus ideales y sus vidas.

La cultura de la deportación de los migrantes mexicanos

La reemigración irregular después de la deportación puede considerarse una práctica de movilidad que tiene su propia especificidad porque es impulsada por ideas, actitudes y creencias concretas en torno a la deportación. No se trata de una migración irregular convencional en la que se cruza la frontera en aras de construir un proyecto de vida, sino que incluye el regreso de quienes ya cursaron por procesos de asimilación, adaptación e integración en Estados Unidos, que van en defensa de una vida construida, y que revierten, con la reemigración irregular, el estatus de la deportación.

Desde la perspectiva educativa, los migrantes con experiencia aprendieron esta práctica a través de procesos de socialización y exploración a lo largo de su trayectoria, y tales conocimientos se reactivaron ante una nueva expulsión; mientras que los migrantes sin experiencia debieron enfrentar este proceso educativo informal por exploración tan pronto como fueron deportados.

Para algunas personas con experiencia previa, la deportación no representa el fin del proyecto migratorio, sino que forma parte del periplo mismo como un estado transitorio que puede ser revertido con un nuevo reingreso que resulte exitoso. En función de sus expectativas, muchos no desean integrarse plenamente a nuestro país, sino subsistir de la mejor manera posible en tanto logran sus objetivos.

Otras personas que poseen la misma experiencia han aceptado que las condiciones cambiaron y han iniciado sus proyectos de vida en México, aunque muchos consideran que después de cumplir el castigo que les impusieron con la deportación, podrán recurrir a las vías legales para regresar a Estados Unidos. En ambos casos, las penas de prisión que han enfrentado por el reingreso ilegal no anulan por completo la intención de reemigrar.

La noción de cultura de la deportación que se propone en esta investigación es distinta a la cultura de la migración, propuesta por Massey et al. (1993), pues ésta se refiere a los aprendizajes relacionados con los nuevos estilos de vida y al sentido de movilidad social que muestran quienes han tenido experiencias migratorias, y que van transformando los valores y percepciones de sus comunidades de origen, desde el ámbito de la educación informal, de tal manera que se convierten en zonas de expulsión migratoria.

Así mismo, es distinta a la cultura de cruce clandestino de la frontera, propuesta por Alonso, (2015), la cual alude, por un lado, al capital sociocultural que poseen los guías de migrantes, y por otro, al capital cultural de los migrantes, aprendido e interiorizado a través de la socialización y enculturación en sus lugares de origen, que se materializan en la práctica de la migración irregular. No obstante, es similar en la forma de traspasar la frontera sin autorización; en la participación de intermediarios o guías de migrantes, e incluso en el sentido legítimo que tiene para las personas el ingresar o reingresar sin permiso a aquel país.

La reemigración irregular después de la deportación como práctica social no fue creada espontáneamente por los migrantes. En este sentido, no se coincide plenamente con uno de los postulados de la cultura de cruce clandestino de la frontera, cuando se afirma que los migrantes mexicanos “tienen interiorizado en su ethos que la frontera y las leyes se pueden saltar y transgredir” (Alonso, 2015, s/p). En todo caso, es necesario matizar que si han asumido esta práctica como legítima es por el pragmatismo norteamericano que la fomentó y toleró a lo largo del siglo XX.

Desde este enfoque, esta práctica podría resignificarse no como una transgresión a las leyes migratorias exclusivamente, sino como resultado de un proceso social que partió de un ejercicio empírico de ensayo y error, ante las propias contradicciones de las políticas migratorias de Estados Unidos, y se convirtió en un patrón de comportamiento que fue desarrollado y recreado por décadas y generaciones. Estas prácticas se ordenaron a través del tiempo y el espacio, de modo que la deportación fue perdiendo su sentido punitivo.

Sobre todo, las personas aprendieron que las leyes migratorias eran distintas en el discurso legal y en la práctica, ya que podían incorporarse a ciertos mercados laborales a pesar de su situación migratoria irregular, lo cual reforzó sus ideas en torno a la maleabilidad de la deportación. Por ello, la consolidación de estas prácticas creó costumbres y hábitos que se incorporaron a sus formas de pensar, sentir y actuar respecto a la reemigración irregular después de la deportación.

Conclusiones

La migración mexicana a Estados Unidos pasó de ser una práctica coyuntural que inició con las primeras corrientes migratorias entre 1848 y 1849, durante la llamada “fiebre del oro”, en California, y posteriormente en el contexto de la primera y segunda guerras mundiales, para convertirse en una práctica milenaria que involucra a millones de personas en ambos países, por lo que es evidente que las prácticas migratorias han sido desarrolladas y transmitidas de generación en generación.

En este artículo se ha propuesto el término de cultura de la deportación, que puede definirse a grandes rasgos como un entramado complejo de elementos socioculturales e históricos que, sumados a las circunstancias que enfrentan las personas que han sido retornadas de Estados Unidos y a las motivaciones que tienen para regresar, se materializan en la práctica de la reemigración irregular después de la expulsión.

Entre dichos elementos están: a) la tolerancia que mantuvo el gobierno de Estados Unidos hacia la migración irregular a lo largo del siglo XX, en función de sus necesidades e intereses económicos; b) el antiguo modelo de intentos repetidos, que se consolidó como la forma de emigrar de manera irregular a Estados Unidos; c) la disputa imaginada del territorio original de México; d) la defensa de un derecho de movilidad y permanencia, y e) la resistencia ante la dominación.

La reemigración irregular después de la deportación responde a la defensa de un derecho de movilidad y permanencia tomando los conceptos de Mezzadra (2012) que las personas retornadas consideran haberse ganado porque trabajaron o crecieron en aquel país, e incluso, en algunos casos, porque sirvieron a las fuerzas armadas. Mientras que para algunos este derecho de tránsito se justifica por los lazos que tienen con el país del norte, como por ejemplo, sentirse ciudadanos de Estados Unidos o que sus hijos hayan nacido en aquel país, para otros tiene un sustento moral y político que nace de la disputa imaginada del territorio originario de México.

El pasado histórico de México y la dependencia estructural que se tiene con Estados Unidos crearon discursos de resistencia en distintas capas sociales, por lo que la invasión norteamericana prevalece en la memoria de los mexicanos como la historia de los vencidos, y se activa como defensa ante la opresión. Desde esta perspectiva, la cultura de la deportación representaría la visión de un pueblo que se niega a ser vencido de nuevo.

En el marco del nuevo paradigma migratorio, en el que la frontera es cada vez más peligrosa y más difícil de cruzar, y las sanciones por el reingreso ilegal son más severas, empiezan a producirse cambios en la mentalidad de las personas en cuanto a que las expulsiones tienen por primera vez un sentido punitivo real y permanente, aun cuando persisten formas de pensar, sentir y actuar que los impulsan a reemigrar a pesar de la deportación.

Es probable que la reemigración irregular continúe, especialmente en el escenario actual, en el que las deportaciones masivas se han convertido en una nueva forma de explotación de las personas migrantes. Si la migración, con su sistema de creencias, sus redes sociales y la industria que la acompaña, genera más migración, la deportación, igualmente, con su sistema de creencias y la industria que la enmarca, genera más deportación.

¿Se puede hablar de resistencia en el contexto contemporáneo, cuando se han cerrado diversos cauces para la migración y reemigración irregular? De acuerdo a las ideas, actitudes y creencias de las personas retornadas, analizadas en sus narrativas testimoniales, hoy más que nunca están en resistencia, incluso quienes se encuentran en condiciones precarias, aunque esta resistencia solo se manifieste al nivel de la vida cotidiana o a nivel ideológico.

Si bien las nuevas medidas de contención han obligado a las personas a modificar sus prácticas de movilidad, las ideas y las creencias no pueden cambiar con la misma rapidez de las políticas migratorias. Más aún, el discurso de las personas muestra la persistencia de un sistema de creencias que no se ha transformado en profundidad, aunque hayan vuelto o no a cruzar la frontera. Tal vez no tengan la misma capacidad de agencia que tuvieron los migrantes de épocas anteriores, pero de cualquier forma defienden su proyecto individual, desde la resistencia ideológica, como actores de su propia historia.

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Recibido: 10 de Julio de 2019; Aprobado: 02 de Abril de 2020

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