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Migraciones internacionales

versión On-line ISSN 2594-0279versión impresa ISSN 1665-8906

Migr. Inter vol.8 no.4 Tijuana jul./dic. 2016

 

Artículos

Colonización agrícola japonesa en Argentina. Estudio de dos casos en la provincia de Buenos Aires (1950-1960)

Japanese Agricultural Colonization in Argentina: A Study of Two Cases in Buenos Aires Province (1950-1960)

Celeste De Marco* 

*Centro de Estudios de la Argentina Rural, Argentina. Correo electrónico: celestedemarco88@gmail.com


Resumen:

El presente artículo constituye un aporte al conocimiento de la experiencia de la colectividad japonesa radicada en ámbitos rurales en la provincia de Buenos Aires durante la primera mitad del siglo XX. A través del análisis y comparación de las comunidades radicadas en las colonias agrícolas periurbanas, La Capilla (Florencio Varela) y Justo José de Urquiza (La Plata), se estudian los orígenes, los recorridos previos, el perfil de las producciones, así como la participación regular de entidades estatales argentinas y/o japonesas, como factores que influyeron en las formas que adquirieron las organizaciones de cada comunidad, el éxito de las empresas, la integración y arraigo de los inmigrantes.

Palabras clave: inmigración; Japón; colonización; Buenos Aires; periurbano

Abstract:

This paper represents a contribution to the knowledge about the experience of the Japanese community in rural areas of Argentina, particularly Buenos Aires (state) across the first half of the 20th century. With the objective of updating knowledge about this subject, a comparison was made between communities in peri-urban agricultural colonies: La Capilla, located in Florencio Varela, and Justo José de Urquiza, La Plata. We also focus on the origins, incursions, productive profiles, and the level of participation of Argentine and/or Japanese entities that influenced how each community developed, as well as successful companies and migrant settlement.

Keywords: immigration; Japan; colonization; Buenos Aires; periurban

Introducción

Desde 1866, cuando Japón presentó una renovada política migratoria, comenzaron las emigraciones a América Latina fijando como destino predilecto a Estados Unidos. Sin embargo, cuando este país restringió el arribo de asiáticos, los japoneses buscaron nuevos destinos, entre los que se destacaron Brasil y Perú (Yanagida y Rodríguez, 1992).

En este panorama, Argentina también fue considerada una opción, comenzando a recibir un flujo de reemigración (Onaha, 1997:24). De este modo, se inició la primera etapa que se prolongó hasta 1900, luego de la firma del Tratado de Amistad, Comercio y Navegación entre Japón y Argentina (1898). Este período se caracterizó por la llegada de pioneros, mayormente hombres sin aval de contrato colectivo, y por el sistema de cadenas, mediante el cual los radicados en Argentina llamaban a parientes en países limítrofes.

La segunda etapa se conoce como la primera corriente inmigratoria (1900-1945), cuando la colectividad se instaló y creció gradualmente, sin llegar a ser predominante (Cuadro 1). De hecho, entre 1897-1941 Argentina recibió 5 398 inmigrantes japoneses, convirtiéndose en el cuarto país latinoamericano con mayor presencia nipona (Terasawa, 2011:53). En este contexto, Argentina y Japón acordaron promover la inmigración, aunque no abiertamente, consolidándose la inmigración libre desde de las prefecturas de Kagoshima y Okinawa (Onaha, 1997:31).

Fuente: Elaboración propia con base en Censos Nacionales de Población, INDEC

Cuadro 1 Población japonesa en 1914, 1947 y 1960. 

Sin embargo, es en la tercera etapa donde centraremos nuestro interés, es decir, en la segunda corriente inmigratoria. En ella prevaleció un flujo constante desde 1909, aunque reducido, que repuntó particularmente en la segunda posguerra, luego de un período de pausa (Higa, 1995). La derrota de Japón en la Segunda Guerra Mundial implicó un cambio de estrategia, pues muchos ciudadanos japoneses desistieron de regresar a su país, radicándose definitivamente en Argentina, motivo que alentó que aquellos que trabajaban en el campo se interesaran en comprar esas mismas tierras (Laumonier, 2004).

Durante esta última etapa se restablecieron las relaciones diplomáticas entre Argentina y Japón (1952). Sin embargo, la situación del país asiático era compleja por la repatriación de quienes se habían exiliado antes y después de la guerra, de modo tal que la afluencia de quienes volvían generó un cuadro demográfico que impulsó a la dirigencia nipona a consolidar una política orientada a la emigración hacia Centroamérica y Sudamérica. Aun cuando en este momento no existió un convenio bilateral que contribuyera a fomentar la inmigración japonesa hacia Argentina con destino a faenas rurales, otras entidades suplieron parcialmente la carencia.

Más tarde, entre 1960-1970 continuaron ingresando grupos reducidos, hasta que el fortalecimiento de la economía japonesa constituyó un motivo para retener a sus ciudadanos, e incluso, generar reemigraciones desde países latinoamericanos (Onaha, 1997). De este modo, en un país de sólida tradición inmigratoria como Argentina, los japoneses, aun sin ser mayoría numérica, desplegaron una gama de variados recorridos y aportes que merecen atención.

En este panorama, es posible distinguir dos grupos: quienes se asentaron en ciudades como comerciantes, generalmente inmigrantes directos; y los que se dedicaron a las labores rurales, llegados de Japón, pero muchas veces también provenientes de países limítrofes, quienes luego recibirían a conocidos y familiares en sus campos, creando un mercado de trabajo para éstos (Onaha, 1997). Los vínculos que establecieron los integrantes de ambos grupos, entre sí y con la sociedad de acogida, fueron diversos -a veces opuestos-, pero finalmente lograron complementarse. No obstante, es sobre los japoneses que se establecieron en áreas rurales que nos concentraremos, en un contexto de políticas de formación de colonias agrícolas en zonas periurbanas, enmarcadas en un interés local e internacional por promover este tipo de espacios.

Nuestro aporte, sin embargo, se inserta en un nutrido campo de investigaciones. Dado que la migración de japoneses desde países limítrofes fue importante, señalamos la producción académica referida a estos espacios. En cuanto al proceso de asimilación de japoneses en Perú en vínculo con la colonización, mencionamos a Takenaka (2004), en tanto que Sakurai (2004) ha abordado la cuestión respecto a Brasil, destacando la tutela estatal respecto a este colectivo. En referencia a Bolivia, Ameniya (2004) analizó la cuestión rural y la colonización agrícola a través de los casos de las colonias Okinawa y San Juan, la asistencia de entes oficiales japoneses, los aspectos productivos y culturales. Por su parte, Kasamatsu (1997) se abocó a la colectividad nipona en Paraguay y a los convenios que propiciaron su instalación, caracterizando los avatares en la ejecución de las iniciativas, las trabas burocráticas, la adaptación a un nuevo territorio y los recorridos de los sujetos.

Para el caso de Argentina, Laumonier (2004) trazó un interesante cuadro de la inmigración, centrándose especialmente en los japoneses que se establecieron en zonas urbanas, las profesiones desempeñadas y el carácter de los vínculos con grupos locales. Por su parte, Onaha (1997) abordó las motivaciones de la emigración en la segunda posguerra y los orígenes de los inmigrantes en el contexto de las relaciones bilaterales de los países, en tanto que Higa (1995) presentó el desarrollo migratorio japonés en Argentina, identificando los momentos y las características principales de éste. Luego, Onaha y Gómez (2007) estudiaron las asociaciones japonesas en relación con la construcción identitaria de la colectividad, y Gómez (2013), se abocó a las redes sociales formadas por la comunidad, desde las estructuras y el rol de los sujetos. Por último referimos a un estudio reciente presentado por Cafiero y Cerono (2013), quienes analizaron la floricultura, los vínculos de la colectividad con la prensa local y las actividades de la asociación japonesa de la colonia Urquiza, en La Plata.

Desde una perspectiva general o específica, con diversos enfoques y fuentes, los trabajos mencionados realizaron valiosos aportes trazando el campo de estudio. No obstante, no han surgido aún estudios que tengan por objeto analizar en clave comparativa la experiencia de comunidades japonesas en colonias agrícolas del siglo XX, considerando el desempeño que los japoneses han tenido en las producciones rurales. Situándonos desde esta perspectiva, el recorte témporo-espacial se realizó a través de la selección de la colonia La Capilla, ubicada en la zona rural de Florencio Varela (zona sur del Gran Buenos Aires) y colonia Justo José de Urquiza (en adelante colonia Urquiza) de la localidad de Melchor Romero, partido de La Plata.

La elección de los casos responde a dos criterios. El primero es que ambas colonias se crearon durante el peronismo (1946-1955) en el marco del Segundo Plan Quinquenal, que valorizaba los territorios periurbanos como espacios productivos. Por eso, ambas colonias se ubicaron estratégicamente cerca de las ciudades de La Plata y Capital Federal, polos de venta, distribución y consumo de las producciones.1 El segundo es que el colectivo japonés predominó en la composición social de ambos emprendimientos.

Para elaborar la investigación recurrimos a una metodología cualitativa a través de la realización de trece entrevistas semiestructuradas a excolonos de nacionalidad o ascendencia japonesa, italiana y a representantes de la Agencia Internacional de Cooperación de Japón (JICA, por su nombre en inglés). Contrastamos las fuentes orales con el análisis de datos obtenidos de fuentes oficiales (carpetas de la Dirección de Colonización del Ministerio de Asuntos Agrarios de la provincia de Buenos Aires y documentos del Banco de la Nación Argentina y Diario de Sesiones de la Legislatura Bonaerense), algunas de ellas de carácter periódico (La Nación, Asuntos Agrarios, del Ministerio de Asuntos Agrarios), incluyendo publicaciones especiales (actas y libros de aniversarios) de las asociaciones japonesas de cada comunidad. También se reconstruyó el listado de colonos para cada caso, con sus orígenes, años de ingreso y actividades desarrolladas en el lote, en base a datos obtenidos del Ministerio de Asuntos Agrarios (MAA), la Asociación Japonesa de La Plata (AJLP) y entrevistas orales, cotejados con la base de datos en línea del Centro de Estudios Migratorios Latinoamericanos.

Creemos que la movilidad y la temporalidad fueron dos factores que, en convergencia con los orígenes, las trayectorias y el apoyo (o no) recibido por entidades estatales argentinas y/o japonesas, tuvieron una influencia desencadenante en las formas que se organizó cada comunidad hacia el interior y cómo se integró con su entorno inmediato.

Movilidad, temporalidad e integración, en clave migratoria

En los estudios migratorios la integración resulta un concepto tan utilizado como discutido. Optamos por su uso pues, aunque es un concepto polisémico y sujeto a redefiniciones teóricas, compromete cuestiones que resultan útiles en nuestro estudio, particularmente en dos sentidos. Por un lado, permite englobar desde una amplia perspectiva lo que sucede con los inmigrantes en la instancia de ingreso a una sociedad, en el proceso de familiarización y adaptación (Penninx y Martiniello, citado por Cachón, 2008:211). Por otro lado, como afirma Cachón (2008), incorpora las dimensiones conflictivas del proceso, como parte del mismo. En todo caso, facilita la consideración del importante rol de la interacción entre las prácticas de los sujetos y las medidas tomadas por el país de partida y el receptor (Herrera, 1994). Por eso, en la integración entran en juego las condiciones de acogida, si favorecen o no la diversidad cultural y cómo el país emisor contribuye a consolidar la identidad de los emigrados.

En este sentido, recuperamos las cuatro dimensiones de la integración que interpreta Sartori (2001): la lingüística, de costumbres, la religiosa y la étnica. Resulta notorio que para el colectivo que analizamos, todos los aspectos indicaban un grado de alteridad o extrañeza claramente trazado para la sociedad receptora y para los propios sujetos inmigrantes.

Por otro lado, la integración es un proceso que se desarrolla en etapas, por lo que resulta productivo analizarlo en clave histórica, al considerar la dimensión temporal. En este sentido, Bastenier y Dassetto (1993) utilizaron el concepto de “ciclo migratorio” para referir a las interacciones y negociaciones entre los inmigrantes establecidos y los nuevos. Relacionamos este aporte teórico al concepto de temporalidad, puesto que distinguimos en las colonias grupos de colonos diferenciados por su antigüedad en la zona, o de acuerdo a la taxonomía de Elías, encontramos establecidos y marginados. La clasificación responde al análisis que realizó Elías en su ensayo sobre la comunidad suburbana de Winston Parva y la naturaleza de las relaciones entre sus residentes, poniendo el foco en que un grupo ostentaba como prestigio el haber llegado antes que los otros. Así, la amalgama de los establecidos era una simultaneidad “capaz de generar un grado de cohesión grupal, identificación colectiva y mancomunidad de normas” (Elías, 1997:85). En suma, la integración parcial de los nuevos resultaba ser un mecanismo para salvaguardar la identidad del grupo de los establecidos, generando una brecha, para los otros, en principio insalvable.

Creemos que la dimensión temporal nos permite establecer un paralelo entre las experiencias de las comunidades seleccionadas, que resulta productivo para su análisis. No obstante, encontramos que el factor tiempo se sumó a la movilidad, concepto utilizado en el sentido dado por Mannheim (1993). Según el autor, existen dos tipos: la horizontal, que en nuestro estudio interpretamos como el movimiento espacial-territorial (la migración); y la vertical, es decir, las aspiraciones concretas de un reposicionamiento de ascenso social.

Lo referido queda inserto en la consideración de las comunidades japonesas de las colonias como espacios en los que ciertos aspectos materiales y simbólicos (orígenes, trayectorias, capital económico, etcétera) eran espacialmente valorados, de manera que los derroteros de éstas mucho tuvieron que ver con el modo en que lograron integrarse en sí mismas y con su entorno, en un contexto general en el que la colonización y la inmigración intentaban ser vinculadas.

La inmigración japonesa y la colonización agrícola: ¿Caminos entrelazados?

La colonización agrícola en Argentina estuvo vinculada históricamente con la inmigración de la segunda mitad del siglo XIX, sin embargo, durante el siglo XX continuaron las propuestas, tanto a nivel nacional como provincial.2 En un clima de ideas favorable a la colonización, incluso dentro de la dirigencia conservadora, comenzaron a generarse debates parlamentarios y propuestas concretas, como fue en 1940 la creación del Consejo Agrario Nacional (CAN), aunque con un desempeño moderado.

En los años siguientes, el surgimiento del peronismo consolidó la propuesta de una reforma agraria, al hacerse eco de los históricos reclamos de los sectores desposeídos del campo. Utilizada con fines propagandísticos y logrando la adhesión e incorporación de estos grupos a su base electoral, con la asunción de Juan D. Perón como presidente, las acciones fueron menos convulsivas de lo esperado. Aun así, luego de la incorporación del CAN al Banco de la Nación Argentina (BNA), entidad que se ocuparía de las tareas colonizadoras, hacia 1948 tendría lugar una etapa de intensa actividad (León y Rossi, 2006).

Sin embargo, en Buenos Aires la colonización tenía matices propios. El gobernador, Domingo A. Mercante (1946-1952), puso especial interés en el tema, de modo que en 1948 se refundó el Instituto Autárquico de Colonización (IAC) que estaba inactivo, aunque se había creado en 1936. La democratización en el acceso a la propiedad rural y la colonización como respuesta específica, fueron impulsadas por Mercante, incluso cuando a nivel nacional se iban esfumando como tema central, en un contexto de viraje, cuando el foco fue puesto en aumentar la producción. Paralelamente, es de notar que el Plan Trienal de trabajos públicos (1947-1949) de Buenos Aires daba cuenta del interés que existía en priorizar la producción rural en los espacios periurbanos (Lacunza, 2004).

En la segunda presidencia de Perón, resultó evidente que los aspectos más convulsivos de la reforma agraria se relegaron y el nuevo gobernador de Buenos Aires, Carlos V. Aloé (1952-1955) se adhirió a esta reorientación. Sin embargo, se continuaron creando colonias en terrenos ya comprados y adjudicando lotes, y fue durante esta etapa que se fundaron las colonias que analizamos.

Si durante el peronismo la colonización había padecido de reorientaciones, en los años que siguieron le sucederían mayores cambios, pues luego del derrocamiento de Perón en 1955, la actividad colonizadora continuó con un truncado desarrollo caracterizado por marchas y contramarchas que derivaban en complejos cambios administrativos, superposición de funciones y traslados físicos de expedientes (León y Rossi, 2006).

Durante el período presidencial de Arturo Frondizi (1958-1962), con Oscar Alende como gobernador de Buenos Aires, se dio un renovado impulso a la cuestión colonizadora, plasmado en la conformación de nuevas colonias, incluso utilizando la expropiación como modo de adquisición. No obstante, cada cambio de escena política debilitaba más los intentos, además, el foco se iba poniendo en la modernización de la producción y la tecnificación del campo.

En síntesis, los organismos colonizadores como el CAN, el BNA y el IAC en la provincia, tuvieron desempeños interrumpidos. Así, en la Argentina del siglo XX, la colonización tuvo impulsos y retrocesos permanentes, hasta que desapareció del panorama. Como es de suponer, las colonias padecían los virajes que se plasmaban en la progresiva desaparición del Estado, nacional y provincial, y dentro de este panorama quedaron incluidos los japoneses, que con su trabajo y organización contribuyeron notablemente en este tipo de espacios. De este modo, cabe preguntarse cómo fueron las experiencias de la colectividad japonesa que se radicó en las colonias creadas durante el último aliento de esta política agraria. Antes de analizar los casos, cabe esbozar el rol de los entes oficiales japoneses en relación a la colonización.

En 1953, por iniciativa de la Embajada Japonesa, se creó la Cooperativa para la Colonización Argentina Ltda. (ATAKU), el objetivo era asistir integralmente a los japoneses que desearan establecerse en colonias agrícolas, brindando ayuda sobre las cuestiones legales de ingreso al país, orientación en la elección de los lugares de instalación y trabajo, mientras se les brindaba un marco de referencia para facilitar el arraigo. Durante esta etapa, los japoneses se desarrollaron exitosamente en las tareas agrícolas (27 %), especialmente en la floricultura (17.9 %) (Terasawa, 2011:58). Mientras tanto, la ATAKU, la Embajada Japonesa y la JICA buscaron y seleccionaron espacios para la posible radicación de colonias, aunque no eran las únicas organizaciones con ese interés.

En 1954 se creó la Federación Japonesa de Asociaciones de Emigrantes y en 1963 se estableció en Argentina el Servicio de Emigración del Japón (reinaugurado en 1974 como JICA, antes mencionado) (Cafiero y Cerono, 2013:22). Durante esta década las iniciativas encontraron un contexto propicio, pues en 1961 el presidente Frondizi firmó un acuerdo que expresaba la preferencia que se daría a la recepción de inmigrantes con destino a tareas agrícolas. Sin embargo, el momento que atravesaba Japón, signado por un dinámico desarrollo económico y social (el milagro japonés), retrajo el flujo inmigratorio.

En una situación local en la que la colonización como política pública comenzaba a desvanecerse, entre 1970 y 1990 las funciones de la ATAKU se reorientaron hacia la promoción de nuevas técnicas y la búsqueda de una mayor rentabilidad de los productos.

De este modo, la colectividad japonesa en Argentina que ocupó espacios en colonias agrícolas contó con el respaldo organizativo del Estado argentino y la ayuda de distintas entidades oficiales japonesas, sin embargo, no todos los grupos fueron beneficiados de igual forma. En líneas generales, los japoneses que se instalaron en las colonias de este período eran inmigrantes directos y reemigrantes, especialmente de países limítrofes y otros de América Latina. Sin embargo, este carácter fue compartido también con otros japoneses que se ubicaron en zonas rurales, que no eran colonias, con quienes coincidían en la forma de llegada, los llamados de familias, las formas de sociabilidad y las producciones realizadas. La diferencia es que los colonos japoneses se instalaron en un ámbito en el que convivían con otros grupos inmigrantes, a las que los unía la cercanía física y la necesidad de los primeros tiempos de adaptación. En muchos casos eran familias formadas con hijos pequeños, pero también llegaban hombres solteros que se radicaban con familiares y mandaban a llamar esposas a Japón. En todos los casos, la nueva vida en las colonias configuró experiencias atravesadas por diversas circunstancias que, como veremos, afectaron su integración.

Colonia La Capilla, Florencio Varela

La colonia fue creada en 1952 por el IAC, en 1 587 hectáreas que componían la antigua estancia Santo Domingo, en la zona rural de Florencio Varela. Formada por tres fracciones de lotes de cuatro a 10 hectáreas, su ubicación y tamaño indicaban que se proyectaba un perfil productivo de tipo intensivo. En general, las familias se postularon a través de los espacios de socialización, la difusión oficial o el ingreso vía acuerdo internacional bilateral (italianos).3

Sin duda, su rasgo distintivo fue una profunda heterogeneidad étnica: predominaban los japoneses, luego los italianos y argentinos, pero también había portugueses, españoles, alemanes, holandeses, polacos, rusos y ucranianos. Las experiencias en el trabajo rural eran variadas, así como el conocimiento del idioma castellano. La colonia estuvo organizada desde sus comienzos, pues contaba con la figura de un administrador, y luego también con una escuela primaria y una cooperativa agrícola, promovidas por los habitantes.

En relación con los japoneses, se trataba de familias con varios hijos, niños y adolescentes que colaboraban en el trabajo del lote. Sus orígenes y trayectorias, sin embargo, podían distinguirse en dos grupos, de acuerdo con los años de ingreso, en concordancia con el contexto político-económico y migratorio.

El primer grupo estaba compuesto por inmigrantes directos que habían llegado entre 1930-1940, y sólo en algunos casos desde Perú. En general, eran originarios de Okinawa, pero también había algunas familias de las islas principales de Japón, lo cual generaba sutiles resquemores entre ambos grupos, por motivos que excedían la vida en la colonia. Sus trayectorias eran similares, pues al arribar al país se instalaron en diversos partidos del Gran Buenos Aires (GBA) como arrendatarios o peones de otros japoneses familiares, por lo que la experiencia en explotaciones hortícolas o florícolas los había dotado de saberes productivos prácticos. Además, el recorrido de años de trabajo arduo (primero como peones, arrendatarios o medieros) que había deparado en su actual progreso y bienestar, era un rasgo enaltecido y se reconocían entre sí los japoneses de este primer grupo.

Por otro lado, la llegada simultánea con familias de otras nacionalidades los llevó a mancomunar esfuerzos que depararon en una integración visible en varios aspectos. En este sentido, las producciones no estaban polarizadas por nacionalidades, pues aunque algunos japoneses se dedicaron a la floricultura, otros tantos practicaron la horticultura con éxito, en un contexto de profunda cooperación interétnica en el que eran compartidos las herramientas y los transportes.

La disposición de los lotes tampoco respetaba nacionalidades, porque las entregas eran organizadas por el IAC, y tampoco hubo accesos posteriores, por falta de lotes, a través de los cuales los ingresantes pudieran elegir deliberadamente la ubicación, creando zonas étnicas.

Como muestra de la integración de los colonos asiáticos a la colonia, destacamos el caso de la cooperativa Eva Perón/La Capilla, en 1953, en la cual participaron activamente como miembros de la comisión y socios, aunque el emprendimiento tuvo problemas en su desarrollo y finalmente expiró hacia 1970.

Un rasgo a destacar es que en la colonia La Capilla no se conformó un sistema único de ventas de producciones y los japoneses, al optar por integrar las iniciativas generales y no concentrar esfuerzos hacia el interior de la propia colectividad, quedaron incluidos en este panorama, motivo por el cual se inclinaron a solventar la problemática de forma individual con diversa fortuna.

En general, las comunidades étnicas en La Capilla no se aglutinaron como colectividad, puesto que prefirieron aunar esfuerzos para edificar la cooperativa con su Ateneo, la sección cultural donde se organizaban eventos, carnavales, kermeses y fiestas, que fue un poderoso espacio de integración. El caso de los japoneses fue peculiar porque si bien se integraron a los proyectos generales de la colonia, no fue en desmedro de sus propias iniciativas, de hecho, en 1952 formaron la Asociación Japonesa de La Capilla (AJLC).

La elección de organizarse hacia el interior de la colonia, antes que sumarse plenamente a otras entidades japonesas presentes en la zona urbana del partido, se debe a que los colonos japoneses tenían vínculos de parentesco entre sí, que se articulaba con el hecho de que eran compelidos por las circunstancias a unirse para brindarse ayuda y contención. Se creó además una escuela de enseñanza del idioma japonés (Nihongo Gakkó) y un departamento de jóvenes, en tanto que los niños solían participar activamente en torneos deportivos que incluían otras comunidades y actos de fin de ciclo de todas las escuelas japonesas de la zona, incluyendo la colonia Urquiza, aunque las relaciones entre las dos colonias fueron breves.

Sin embargo, si el primer grupo de japoneses se integró bien a la colonia, la llegada de un segundo grupo desequilibró los vínculos hacia el interior de la colectividad. Entre 1960-1970 ingresaron japoneses en calidad de medianeros y arrendatarios, quienes procedían de Paraguay y Bolivia donde habían trabajado en faenas rurales, pero, sin éxito, decidieron emigrar a Argentina. Su presencia en la colonia La Capilla generó un sistema de arriendo que derivó en la intención de compra, percibiéndose así una distinción entre propietarios y los nuevos con aspiraciones. Además, su ingreso tardío a una comunidad organizada generó tensiones por varios flancos en una época en la que la colonia tenía pocos lotes para ofrecer. En este contexto, el capital económico era especialmente valorado, visibilizado especialmente en la posesión de una casa construida de material y vehículos propios, que tenía importancia como prueba del progreso logrado. Además, era un baluarte de poder para ocupar espacios en la asociación, y en este aspecto, los nuevos japoneses tenían una notable desventaja.

Resultó lógico que los nuevos buscaran otros espacios donde existía la posibilidad de comprar sus tierras, como lo fueron los partidos de Glew, Esteban Echeverría, La Plata, incluyendo la colonia Urquiza, donde además la colectividad japonesa estaba organizándose sólidamente.

Sin dudas, aquellos que ingresaron desde Paraguay o Bolivia tuvieron más dificultades y aunque durante esta etapa la colonia La Capilla se convirtió en expulsora de habitantes, fue un interludio de aprendizaje y puesta en práctica de saberes productivos necesarios para las producciones que las familias nuevas se proponían desarrollar (Nakasone, entrevista, 2015).

De este modo, la comunidad japonesa de la colonia La Capilla, que entre 1960-1970 había experimentado un súbito crecimiento, años más tarde atravesó el proceso opuesto cuando los nuevos se fueron, en un período económico y político muy complejo que gestó la repatriación de japoneses y sus descendientes, en búsqueda de un futuro más promisorio en Japón (Dekasegi).

Una integración con ribetes complejos, sumada al éxodo, impactó hacia al interior de la colectividad nipona y en el destino de sus propias organizaciones, ya que entre 1980 y 1990 la AJLC sufrió una importante merma de miembros y dejó de funcionar, al fusionarse con la asociación japonesa de la zona urbana, perdiendo su carácter particular e independiente (Okutsu, entrevista, 2015).

Si la problemática se concentró en una movilidad fragmentada y atravesada por la temporalidad, este no fue el único rasgo diferente entre los dos grupos de japoneses, sino que los conocimientos y saberes que poseían, relacionados a los orígenes y trayectorias, también lo eran. En el primer grupo predominaban los que contaban con la práctica obtenida en otros espacios similares del GBA, mientras que el segundo grupo poseía saberes aplicables a territorios de características fisiológicas y productivas muy diversas (plantaciones de yerba o té, por ejemplo) y que debían adaptarse (Tsuruoka, entrevista, 2015).

En este contexto, entre 1960 y 1970 algunos colonos del primer grupo y sus hijos empezaron a viajar al exterior para cursar un programa de capacitación en Estados Unidos, del cual vale la pena esbozar las características.

En 1951, Shiroshi Nasu y Tadaatsu Ishiguro, funcionarios del Ministerio de Agricultura japonés propusieron un programa a través del cual granjeros japoneses podrían vivir y trabajar en Estados Unidos. El agregado agrícola del Supremo Comandante de las Fuerzas Aliadas, Wolf Ladejinsky, consideró que sería beneficioso, integrando a la discusión al gobernador de California, Earl Warren, quien ratificó la propuesta y sugirió que la universidad de su estado coordinara el programa. De este modo, al año siguiente se creó la Association for International Collaboration of Farmers -Kokusai Noyukai, en Japón- presidida por Shiroshi Nasu. La propuesta estaba dirigida a líderes agricultores o hijos primogénitos, y se aceptaban hasta dos varones por prefectura. El objetivo era que aprendieran técnicas agrícolas, se capacitaran en los últimos métodos para cultivar arroz, frutas, verduras, flores o bien adquirieran práctica en la cría de aves y animales de granja, además de promover la democracia en Japón y el entendimiento entre ambas culturas (University of California, 1972).

En 1956 se creó el “California State Agricultural Training Program” (CATP) de similares características, extendiendo la estadía a tres años. Así, en una década, unos 4 000 japoneses realizaron la experiencia en un programa de carácter práctico: durante el día se trabajaba en las explotaciones de viticultura o fruticultura, y por las noches se alojaban en el mismo lugar de trabajo. Hacia 1960 el programa superó las capacidades de la universidad y fue traspasado al California Farm Bureau Federation, que en 1965 se transformó en una corporación formal que condujo el programa también en los estados de Arizona, Oregon, Washington, Iowa, Kansas, Wisconsin, Nueva Jersey, Nueva York y Pennsylvania (Conlon, 2010).4

Si bien la participación de los colonos de La Capilla en el programa era una oportunidad importante para aprender nuevas técnicas, los relatos recogidos no son del todo positivos pues los conocimientos no pudieron aplicarse en las producciones. Se presentaron más bien como experiencias aisladas dentro del grupo establecido que no pudieron ser capitalizadas. Sin embargo, los testimonios en la colonia Urquiza sobre esta cuestión son muy diferentes.

De esta manera, más allá de las diferencias en cuanto a orígenes, trayectorias, saberes y producciones, resta abordar la cuestión de la asistencia externa. En este sentido, la participación de la JICA en La Capilla fue discreta. En general, la entidad ofrecía préstamos, aunque había limitaciones en el acceso a los mismos porque “la ayuda era para el que quería, el que podía y al que le daban, había condiciones, como tener garantes, ser dueño del lote, tener un capital” (Nagashima, entrevista, 2015). Para algunos fue un impulso favorable, pero para muchos otros significó un endeudamiento que no pudieron afrontar, dado que el préstamo se contraía en dólares y la inestabilidad de Argentina complejizaba la devolución del dinero (Tamashiro, entrevista, 2015). Por otro lado, la JICA no enviaba asistencia técnica a la colonia, por lo que los vínculos con esta entidad fueron intermitentes (Yamamoto, entrevista, 2015).

No obstante, la virtual ausencia de entidades japonesas fue contrapesada, al principio, por la regular presencia del Estado argentino, a través de diversas actividades: disertaciones de especialistas del MAA, cursos para tractoristas, proyección de películas, visitas de ingenieros del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA), etcétera. Sin embargo, a la progresiva desinstalación de la problemática colonizadora de la agenda oficial, le siguió el abandono de las actividades, retomadas recién en los últimos años por entidades municipales.

La colonia Justo José de Urquiza, La Plata

El BNA compró en 1954 unos terrenos al propietario John May para convertirlos en una colonia agrícola que fue bautizada como Capitán Justo José de Urquiza. La misma se ubicó en la zona rural de la localidad de Melchor Romero (partido de La Plata), y se dividió en nueve fracciones con parcelas de cuatro a 13 hectáreas (Decreto-Ley provincial No 10.024/83). Al igual que La Capilla, fue un proyecto oficial congruente con el interés de hacer productivas tierras rurales periurbanas, motivo por el que se impulsó su perfil hortícola, aunque con resultados parciales.

La colonia, dependiente de un ente nacional, comenzó con familias de origen italiano dedicadas a la producción de verduras, que formaban parte de un convenio bilateral que derivó también colonos a La Capilla. De este modo, durante la primera década, la población colona fue homogénea y acotada, aunque también había algunos portugueses y, en menor medida, holandeses y alemanes (Matsuhara, entrevista, 2015).

Pero la década de 1960 trajo consigo un renovado elenco de familias. Por un lado, un segundo contingente de horticultores italianos, aunque sin el convenio de los compatriotas de la primera etapa. Por otro lado, llegaron numerosos japoneses, para quienes la elección de la colonia fue producto de una intensa búsqueda en el contexto de un proyecto de derivación de familias que auspició Japón (Cafiero y Cerono, 2013). Vale aclarar que no todas las familias japonesas adquirieron sus lotes dentro de la colonia, sino de forma particular en zonas próximas con el apoyo financiero de entidades japonesas como la JICA (Yagi, entrevista, 2015). Aunque estas compras no fueron estrictamente dentro de la órbita de la colonia Urquiza, el parentesco y la integración con quienes sí residían allí, permitió que se los integrara y considerara colonos.

En cuanto a los orígenes, se podía identificar una distinción entre las familias. La característica principal fue la heterogeneidad, aunque siguiendo una tendencia, pues provenían mayormente de las islas ubicadas al sur -particularmente Kyushu, Shikoku y Honshu-, decreciendo progresivamente en tanto se trataba de islas ubicadas hacia el norte (Cafiero, 2011). En este sentido, la colonia se presentaba como un microcosmos que replicaba las características de la inmigración japonesa del período.

La variedad también se apreciaba en cuanto a los recorridos previos, pues aunque un grupo vino de Japón, en muchos casos la colonia Urquiza fue un segundo o tercer punto en el itinerario. Así, había familias que habían trabajado en emprendimientos similares en República Dominicana, o Bolivia y Paraguay, e incluso en Brasil. Algunos habían trabajado en otras zonas del conurbano bonaerense en tareas rurales, aunque estos casos eran minoritarios, en contraposición a lo que sucedía en La Capilla.

Sin embargo, la pluralidad en los orígenes y trayectorias de los inmigrantes japoneses no entorpeció la unidad de la comunidad -incluso, su capacidad de formar instituciones duraderas fue su rasgo más singular- dado que el ingreso fue simultáneo, dejándolos en iguales condiciones, a pesar de las profundas diferencias. En este sentido, los testimonios dan cuenta de la ayuda entre coterráneos, incluyendo el aspecto económico.

Como señalamos para el caso anterior, en la colonia Urquiza fue la comunidad nipona la que supo organizarse como colectividad, aunando los intereses y acciones de sus miembros, algo que las demás nacionalidades no lograron hacer, a pesar de que se hallaban desde antes en la zona. Además, a diferencia de La Capilla, tampoco surgieron proyectos que englobaran los intereses de todos los colonos, caracterizándose el vínculo entre los vecinos por una cordial distancia.

De este modo, la temporalidad jugó un rol importante también en la colonia Urquiza, poblada en dos etapas coincidentes con la llegada de las colectividades más representativas, aunque los asiáticos llegaron a ser mayoría. Esta distinción cobró materialidad en la disposición espacial de los lotes, que daba cuenta de una división, aunque no tajante, sí identificable, entre la zona en que se radicaron los italianos y los japoneses.

Con los patrones de movilidad diferenciados en etapas, además, en las décadas siguientes se pudo identificar una diferenciación productiva según las nacionalidades. Si bien había algunas excepciones, en general los italianos se dedicaron a la horticultura, una actividad que practicaron los japoneses sólo los dos o tres primeros años luego de su instalación, aunque con poco éxito, en la medida en que el CAN se los exigía. Poco tiempo después viraron hacia la floricultura, área en la que progresaron especialmente con las rosas y claveles (Tsuru, entrevista, 2015), que llegó a establecerse como característica particular de la zona.

La reconversión productiva respondía a dos motivos, pues tuvo su fundamento económico al percibirse la floricultura como fuente de mayores ingresos, pero también se la consideró como elemento diferenciador “porque los italianos se dedicaban a las verduras, para no hacer competencia había que buscar algo más” (Tsuruoka, entrevista, 2015). La dedicación masiva a las flores tenía que ver también con la competencia intraétnica, como refiere uno de los miembros de la comunidad: “el defecto es algo que se trae desde nuestro país de origen y se trata del excesivo celo por los progresos del prójimo [...] Es por eso que hay muy pocos que se destacan. Caminan todos al mismo nivel”. No obstante, la competitividad no desplazaba iniciativas conjuntas que redundaran en el beneficio de la colectividad, por ejemplo en 1977 buscaron mejorar las técnicas utilizadas en la producción florícola y adquirieron implementos en grupo.

Por otro lado, el aspecto social también evidenciaba el interés en aglutinarse en un nuevo espacio. En 1963 se fundó el Club Japonés y al año siguiente, con la membresía de 25 familias, se formaron tres departamentos: beisbol, damas y jóvenes, destacándose especialmente las áreas deportivas y recreativas. En 1978, con asistencia de JICA, se adquirió la nueva sede del Club que pasó a ser la Asociación Japonesa de La Plata (AJLP), nutrida también con miembros de otras colonias cercanas (AJLP, 2013:8-9). La prevalencia de la AJLP puede atribuirse a la importancia que tuvo sociabilizar con pares en un entorno culturalmente diferente y lingüísticamente ajeno, como también para suplir deficiencias en el aspecto habitacional, dado que la asociación participó en la pavimentación de calles (1974), la instalación de los servicios eléctricos (1977) y de telefonía (1989), entre otros.

Por otro lado, la AJLP también brindó a la comunidad nipona un espacio educativo a través de la formación de una escuela propia (Nihongo Gakkó). Aunque en sus comienzos, en 1969, funcionó dentro del lote de una familia, para 1987 comenzó a convocar alumnos de cinco colonias adyacentes. El crecimiento fue permanente, y con el apoyo de la JICA se constituyó como un poderoso espacio de sociabilidad para las nuevas generaciones, donde la enseñanza del idioma japonés era primordial. Incluso se organizó una cooperadora que se solventaba mediante la tradicional práctica de Tanomoshi, consistente en la colaboración monetaria de todos los socios y la financiación mutua.

La AJLP, sus actividades (el club) y la escuela japonesa, fueron espacios de fortalecimiento de vínculos y de identificación con la cultura, los valores y el idioma de los antecesores, tal como lo declara una de sus primeras asistentes: “El club era sagrado para nosotros, el punto de reunión. Allá organizábamos nosotros, los padres no tenían tiempo por el trabajo” (Yagi, entrevista, 2015).

En este sentido, la educación y la capacitación fueron aspectos valorados, incluso como resultado de las trayectorias previas. Fueron varios los japoneses que realizaron el curso de California, pero a diferencia de la colonia La Capilla, asistieron previamente a su llegada a Argentina.

Los relatos destacan las prácticas en fruticultura, el trabajo arduo y que en ocasiones, luego de las tareas diarias, además debían estudiar historia de Estados Unidos. Al poco tiempo de instalarse en la colonia Urquiza intentaron poner en práctica los conocimientos, pero fue complejo. Un colono resume que “de alguna manera se aplicaron esos conocimientos” (Yamago, entrevista, 2015) a través de la adaptación, la invención y la utilización de recursos inspirados parcialmente en lo que el programa les había legado. De hecho, en 1976 varios japoneses que habían realizado el programa compartieron a través de una charla sus experiencias con los socios de la AJLP. Finalmente, en un contexto general de reorientación productiva de la colectividad, los egresados de este curso se dedicaron a la exitosa floricultura.

En suma, la experiencia fue valorada como valiosa, no por sus resultados, sino por el conocimiento y los contactos establecidos, pues en ocasiones las relaciones con los patrones trascendían los años del programa y en algunos casos los colonos recibían de éstos ayudas, como dinero y semillas (Matsuhara, entrevista, 2015).

De este modo, las evaluaciones contrastantes para una misma experiencia y la aplicación que pudieron hacer de los aprendizajes obtenidos tenían que ver con dos cuestiones. Por un lado, en La Capilla los participantes fueron desde Argentina, donde se encontraban radicados ya desde hacía varios años, por lo que estaban permeados por modos de vida, de trabajo y producciones particulares. En la colonia Urquiza, en cambio, todo eso estaba por descubrirse, y cuando los japoneses llegaron, pudieron poner en juego esos conocimientos en un contexto completamente nuevo, conmovido por su llegada, donde la capacitación se convirtió en un valor importante. Por otro lado, las motivaciones para iniciar el curso eran muy diferentes para los miembros de cada colonia.

En la colonia Urquiza la razón para iniciar un curso de varios años era múltiple. Fundamentalmente había un interés económico, ya que el salario de dos días en Estados Unidos era equivalente a un mes de trabajo en Japón, por eso, el dinero obtenido frecuentemente se traducía en remesas (1 dólar era equivalente a 360 yenes). Sin embargo, la asistencia al programa se relacionaba también con el valor que posee la primogenitura masculina: “En Japón la costumbre es que el hijo mayor es el que hereda todo, por eso a los segundos y terceros hijos los padres los enviaban a Estados Unidos para que trabajaran y trajeran dólares” (Yasuhara, entrevista, 2015). Así, para los jóvenes también era un modo de ahorro para garantizar su futuro bienestar. La lectura de un colono de Urquiza es que “para los occidentales es difícil entender la mentalidad japonesa, los muchachos querían ir para conocer el país que les había ganado la guerra, ¿cómo se trabajaba, cómo se vivía?” (Yasuhara, entrevista, 2015). Sin embargo, los jóvenes de La Capilla más bien iban con el objetivo de conocer nuevas técnicas, viajar y sociabilizar.

De este modo, en la colonia Urquiza algunos contaban con la formación técnica del curso referido, otros con la experiencia práctica aprehendida en otros espacios donde habían laborado previamente e incluso otros habían cursado un nivel terciario en Japón sobre cuestiones agrícolas (Tsuruoka, entrevista, 2015). De este modo, Urquiza contaba con una importante base de inmigrantes japoneses que traían en su bagaje conocimientos prácticos y saberes productivos, aunque sumamente diversos.

Si la temporalidad (simultaneidad) fue un factor que favoreció la unidad de los colonos japoneses en este espacio, además del despliegue de una gran capacidad organizativa, pilar de su arraigo, no puede desconocerse el apoyo que recibieron de entidades japonesas.

De hecho, mientras que los cambios institucionales5 serían experimentados en las esporádicas visitas de ingenieros y técnicos de organismos argentinos, el apoyo recibido de la Embajada Japonesa y la JICA fueron determinantes. No obstante, en ocasiones asistían técnicos del INTA, aunque en mucho menor grado que en La Capilla. En 1967 el interventor del CAN visitó la colonia, sin embargo, en un marco general de ausencia.

En oposición, desde la llegada de los japoneses a la colonia Urquiza, la JICA proveyó películas, camiones y donó equipos electrónicos, a la vez que sus representantes concurrían periódicamente a la colonia. Incluso, en 1973 se organizó una charla de la JICA y la ATAKU sobre el vínculo entre los jóvenes practicantes japoneses (zissyuse) y sus empleadores, a la vez que recibieron la visita de 13 miembros del Zentakuren (Confederación de Colonización de Japón). No obstante, como señalábamos en el caso de La Capilla, la JICA también proveía a los colonos de préstamos, y de la misma manera sucedió que “muchos japoneses contrajeron deuda en dólares y para pagar tuvieron que irse a Japón, algunos ni siquiera pudieron volver, ni vendiendo el terreno pudieron pagar” (Tsuru, entrevista, 2015). De todos modos, su asistencia fue indispensable para el progreso de la comunidad japonesa.

Conclusiones

En el presente artículo abordamos las disímiles experiencias de las comunidades japonesas de las colonias La Capilla y Urquiza, proyectos realizados en la segunda presidencia peronista, cuando la colonización agrícola perdía gradualmente su impulso, mientras se propugnaba el uso de tierras periurbanas. En el análisis de los casos, encontramos puntos en común, como el origen de los proyectos, las ubicaciones elegidas, los perfiles productivos y, especialmente, la variedad étnica que los caracterizó aunque con predominio de la colectividad japonesa.

Encontramos que en ambos espacios el capital económico y el social eran de suma importancia, como bases para construir el prestigio. En este sentido, no sólo la posesión de bienes materiales era valorada, sino también otros aspectos como las prefecturas de origen, el momento de llegada, las trayectorias previas y la capacitación obtenida a través de la experiencia o la participación en cursos de formación específicos. En conjunto, constituían insignias de valor y aprobación que los sujetos podían exhibir para posicionarse mejor dentro de la propia comunidad e integrarse a ella. Sin embargo, las experiencias de las comunidades japonesas fueron divergentes.

En La Capilla, aunque los orígenes del primer grupo estaban polarizados, las trayectorias previas similares y el arribo mediante una convocatoria a la que suscribieron en simultáneo con otras nacionalidades, marcó una tendencia a organizarse con sus vecinos colonos de otras nacionalidades (aspecto visible también en la disposición de los lotes, las producciones y la cooperación en iniciativas generales), al compartir aspectos simbólicos que los identificaban, generando un importante grado de integración con su entorno inmediato. Además, en la comunidad japonesa, la polarización en los orígenes por prefecturas y, más aún, los ingresos escalonados generaron vínculos internos atravesados por instancias conflictivas. Lo anterior, además, debe ser considerado en el contexto de una asociación formada por y para el grupo fundacional, que se vio desbordada por las nuevas familias, con las cuales los establecidos no compartían experiencias formativas.

Dicho en otras palabras, a la movilidad horizontal que implicó la inmigración, además fragmentada temporalmente, se le sumó un intento de movilidad vertical, cristalizada en la intención de ascenso e integración por parte de los nuevos. Ambas pusieron en vilo los fundamentos de la comunidad japonesa establecida y generaron una actitud orientada a la protección del grupo cuando se vio convulsionado por los ingresos de los nuevos japoneses en las décadas de 1960-1970.

Las diferencias también tenían que ver con las trayectorias y los conocimientos adquiridos por unos y otros, lo que limitaba los rasgos comunes. Por último, el acompañamiento estatal argentino fue un sostén que los colonos fueron perdieron progresivamente, panorama en el que quedaron incluidos los japoneses. De este modo, La Capilla fue un espacio integrador para los japoneses del primer grupo, un pasaje de aprendizaje para los segundos, pero paradójicamente no vio prosperar las iniciativas propias que naufragaron en un contexto de abandono de tierras en busca de mejores oportunidades por parte de los nuevos y de repatriaciones a Japón.

En la colonia Urquiza la radicación de las familias japonesas fue una década después de la llegada de los primeros adjudicatarios a la zona. El ingreso tardío en relación con los italianos, y la simultaneidad en la llegada de los japoneses promovió en éstos la voluntad cooperativa y el interés en asociarse, incluso por encima de las diferencias existentes, tales como los orígenes y los itinerarios previos, aspectos en los que mostraban mayor heterogeneidad que los japoneses de la otra colonia. Estas cuestiones -que resultaron problemáticas en la colonia La Capilla- no se tornaron centrales, pues los ingresos de los japoneses en un mismo lapso de tiempo permeó la naturaleza de los vínculos establecidos entre los miembros.

En Urquiza el apoyo externo fue un aspecto de capital importancia para su desarrollo, pues si bien contaron con una acotada participación del CAN, esta ausencia fue equilibrada por la ayuda de organismos oficiales japoneses, hecho relacionado con que la comunidad japonesa de la colonia se convirtió en sinónimo de la colectividad japonesa de La Plata, producto de su elevada organización, numerosas actividades e integración de las nuevas generaciones a las estructuras formadas.

Como corolario, el análisis realizado nos permite afirmar que la integración de los colonos japoneses tuvo estrecha relación con las prácticas de sociabilidad desarrolladas hacia el interior de la comunidad, la permeabilidad a nuevos grupos, en suma, su capacidad organizativa y su integración con el entorno inmediato. Además, tuvieron un rol destacado la jerarquización de los saberes, y la temporalidad, en ingresos simultáneos o escalonados.

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1La Capilla se encontraba a 15 kilómetros de la ciudad de Florencio Varela, a 30 de Capital Federal y a 43.5 km de La Plata. La colonia J. J. de Urquiza se encontraba a 10 kilómetros de La Plata y a 60 de Capital Federal.

2Sobre cuestiones de arrendamiento, régimen de propiedad de la tierra y la colonización en la zona pampeana entre 1940 y 1960, sugerimos la lectura de Blanco (2007).

3El acuerdo incluía la construcción de una casa y herramientas, a cargo de los organismos involucrados. Los varones mayores de 18 años realizaban una capacitación con clases prácticas de huerta y granja, idioma castellano y otros contenidos orientados al arraigo.

4En 1965 el programa terminó por la nueva política restrictiva que se adoptó en relación al Programa Bracero.

5En 1958 la colonia pasó a formar parte del patrimonio del CAN (Decreto-Ley No 2.964/58) y en 1983 a través del Convenio de transferencia de Bienes del ex CAN, pasó a jurisdicción provincial (Decreto-Ley No 10.024).

Recibido: 25 de Abril de 2015; Aprobado: 20 de Octubre de 2015

* CELESTE DE MARCO es doctoranda en Ciencias sociales y Humanas por la Universidad Nacional de Quilmes (UNQ) y licenciada en Ciencias Sociales por la misma casa de altos estudios, es becaria doctoral del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Desempeña sus funciones en el Centro de Estudios de la Argentina Rural (CEAR/UNQ) y es miembro de la Red de Estudios de Historia de las Infancias en América Latina (REHIAL). Su publicación más reciente se titula: “Relatos de niñez rural. Memorias y usos metafóricos (Florencio Varela, 1952-1960)” (UNCo, 2015). Correo electrónico: celestedemarco88@gmail.com.

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