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Latinoamérica. Revista de estudios Latinoamericanos

versión On-line ISSN 2448-6914versión impresa ISSN 1665-8574

Latinoamérica  no.76 Ciudad de México ene./jun. 2023  Epub 17-Mar-2023

https://doi.org/10.22201/cialc.24486914e.2023.76.57543 

Artículos

Márgenes de la crónica en América Latina. Omisiones, exclusiones y otredades

Crónicas del suburbio en Argentina. El caso atípico de Trópico de Villa Diego, de Mario Castells

Suburban Chronicles in Argentina. The Atypical Case of Trópico de Villa Diego, by Mario Castells

Laura Destéfanis* 

* Universidad de Buenos Aires, Argentina (marialauradestefanis@gmail.com).


Resumen:

la crónica urbana está presente en las letras argentinas ya desde el siglo XIX, sin embargo es llamativa la ausencia de algunos enclaves de gran peso demográfico y social, como es el caso de las ciudades de periferia. El objetivo de este trabajo es analizar de qué modo Mario Castells representa la ciudad de Villa Gobernador Gálvez, situada al sur de Rosario, en su Trópico de Villa Diego (2014), mediante una aproximación comparativa con otras crónicas urbanas, cuyas vertientes mayores las ofrecen la mirada del cronista foráneo o el registro periodístico sensacionalista. De este modo, se observa qué cambios opera la mirada endógena, esto es, la de un cronista que es parte de ese paisaje humano que viene a representar. Sin perder nunca el foco de la crónica de corte histórico-político, Castells hace uso de recursos que evidencian el trabajo intelectual de un grupo social al que se le niega, desde la hegemonía, esa posibilidad de intervención en la esfera de la producción discursiva y cultural.

Palabras clave: Crónica; Suburbio; Conurbano; Inmigración; Rosario; Argentina; Paraguay

Abstract:

The urban chronicle takes part in Argentine literature since the XIXth century. However, the absence of some great demographic and social nodes, such as some peripheral cities, is remarkable. The purpose of this paper is to analyze how Mario Castells represents Villa Gobernador Gálvez city, in the southern Rosario, in his Trópico de Villa Diego (2014), through a comparative approach with other urban chronicles, whose larger streams are those offered by outsider chroniclers or sensationalist journalists: this approach allows to observe how the endogenous gaze operates instead, when the chronicler is part of the representated human landscape. Without ever losing the focus of the historical-political chronicle, Castells makes use of resources that underline the intellectual work of a social group whose possibility of intervention in the sphere of discursive and cultural production has been historically denied.

Key words: Chronicle; Suburban; Immigration; Rosario; Argentina; Paraguay

La reunión de dos matrices discursivas

Utilizar la categoría de crónica, por tratarse de un género escurridizo (híbrido, con particularidades propias en cada campo cultural, reformulado a lo largo de los siglos) requiere puntualizar los rasgos que determinan el uso del término en cada caso. Para una aproximación a Trópico de Villa Diego (2014), de Mario Castells, es necesario tomar dos líneas en el desarrollo del género: una diacrónica, otra sincrónica. En cuanto a la línea diacrónica, la serie temporal del género en América Latina presenta tres grandes momentos de desarrollo: las crónicas de Indias, la crónica modernista y la crónica actual, también rubricada bajo la etiqueta de periodismo narrativo. En cuanto a la línea sincrónica, esto es, a las modalidades que toma la crónica en esta potente actualidad que presenta, Palau-Sampio (2018) recoge tres modalidades, que la hacen bascular entre el polo literario, el periodístico y el histórico: una primera modalidad que coloca el énfasis en la autoría, esto es, en el tratamiento estético de la materia narrada; una segunda modalidad que se caracteriza por privilegiar la actualidad del asunto tratado, más apegada a la zona periodística; y una tercera que pone el foco en la referencialidad, con una perspectiva más cercana a la historia. Es aquí donde se ubica Trópico de Villa Diego, crónica que documenta la historia de una ciudad argentina de fuerte gravitación obrera.

Diversas aproximaciones al género en América Latina coinciden en subrayar el hecho de que la crónica tiene una presencia de peso en este continente (Aracil 2009; Darrigrandi 2013; Ramos 2021). María Moreno, escritora que transitó el género con especial interés y dedicación, señala en relación con una primera etapa, la de la crónica de Indias:

Al principio, las crónicas no tienen público, son necesidades literarias para transmitir a las próximas generaciones, autofiguraciones de una experiencia que se juzga inédita, ofrendas a la autoridad. (Esta versión es de Carlos Monsiváis) Como los Diarios de Colón o la carta de Isabel de Guevara -acompañante de Don Pedro de Mendoza- a la Princesa Gobernadora, crónica involuntaria donde el ruego de una remuneración económica es a la vez inventario y relato cotidiano (Moreno 2005: s/p).

En aquellas escrituras pioneras persiste la tensión y la urgencia, ya sea de comunicar novedades -acaso las más asombrosas de las que se tenga registro en la historia de la lengua- como de conseguir los víveres para subsistir en tiempos de aquella experiencia inverosímil. Estos hechos que dan pie al despunte de una crónica involuntaria coinciden con otra emergencia discursiva que sienta un precedente de gran riqueza en la lengua española: las narraciones del “yo autobiográfico” imbricado en el “yo pobre”, que Juan Carlos Rodríguez (2001) estudia a propósito de la figura del pícaro, cuyas vidas en primera persona, individualizadas, no habían tenido registro escrito hasta entonces.

A partir de dos libros compilados por Miguel León Portilla, Visión de los vencidos (1959) y El reverso de la Conquista: relaciones aztecas, mayas e incas (1964), se tuvo noticia no sólo de una visión indígena de este periodo sino también de una literatura -ya sea un corpus de oratura o de testimonio- escrito por los pobladores originarios “que moldean esa visión en formas poéticas altamente eficaces” (Lienhard 1990: 11). Efectivamente, “esta expresión poética de los vencidos no es un canto de cisne”, como señala el crítico suizo, “sino el resultado del vigoroso esfuerzo creativo que algunos nobles mexicanos, pasado el primer momento de estupor y de perplejidad, vuelven a desarrollar en un contexto sustancialmente nuevo: colonial” (Lienhard 1990: 12). La relación entre tales textos pioneros (a los que puede sumarse tantos otros que reconfiguraron la matriz de la literatura latinoamericana) y una serie de fenómenos literarios más modernos fue estudiada por el crítico peruano Antonio Cornejo Polar en su libro Escribir en el aire (1994). Tal como señala Lienhardt, Cornejo Polar estipuló

la existencia de una corriente literaria “heterogénea” rastreable desde comienzos de la colonia, cuyos textos se caracterizarían por la “duplicidad o pluralidad de los signos socioculturales de su proceso productivo”; pluralidad debida al hecho de que la producción, el propio texto y su consumo pertenecen a un universo cultural europeizado mientras que el referente remite a las sociedades marginadas de ascendencia prehispánica (Lienhard 1990: 12).

Así, la literatura de tradición europea —aquella que se autoproclama latinoamericana— es una entre otras de las prácticas de literatura concebidas en América aunque, desde ya, privilegiada debido a su vinculación con los sectores dominantes sucesivos.

La realidad mayoritaria del ejercicio de la literatura en el subcontinente ha sido, sin la menor duda, la práctica oral —de las sociedades indígenas, mestizas o negroides, del campesinado pobre, de los sectores urbanos marginales—. Esta práctica en rigor no puede conocerse sin ser vivida in situ, es decir, en las mil y unas comunidades donde se desarrolla: tarea a todas luces vedada al investigador, aún a un grupo de investigadores (Lienhard 1990: 59).

Estas dos matrices discursivas, la crónica —heterogénea, resultante de una visión ligada a la perspectiva de los “vencidos”— y la autobiografía del pobre, aparecen reunidas de un modo inédito en el caso que aquí se analiza: Trópico de Villa Diego (2014), de Mario Castells. Esta crónica, que forma parte de la Colección Naranja de la Editorial Municipal de Rosario dedicada al género, transita la historia de la ciudad de Villa Gobernador Gálvez, al sur de Rosario, un bastión de la clase trabajadora que sin embargo no tiene representación de ningún género en clave literaria (ni ficcional ni no ficcional), aunque abundan el asedio de la prensa sensacionalista (que busca la noticia de impacto, de rápido consumo) o la mirada exógena del estudio sociológico (trabajo de largo aliento pero gestado desde fuera del territorio). En Trópico de Villa Diego, en cambio, la historia es narrada por un habitante de esa misma ciudad.

La crónica del suburbio en Argentina

Si bien la crónica está presente en la literatura argentina ya desde sus comienzos en el siglo XIX (y aun antes de la formación nacional, desde el principio de la etapa de colonización), no hay un corpus de crónicas escritas por quienes pertenecen a las ciudades de los extrarradios metropolitanos. La mirada que recorre los conurbanos habitados por las clases trabajadoras suele ser foránea: el cerco de la ciudad letrada, tan eficaz, lleva a pensar que no se trata tan sólo de una demarcación simbólica. Cuando se observa cómo ingresa el suburbio en la esfera de la representación literaria, el registro está dado por dos vertientes mayores. En ambas prima la mirada exógena, la de quien está de paso y en calidad de outsider. Es una actitud bien distante de la flânerie, más bien la opuesta, porque siempre está presente la tensión o la distancia de quien escudriña. No se trata de un paseo gozoso, el acento no está colocado en el relator que experimenta la visita sino en el objeto de la observación: ese entorno que lo rodea.

A la primera vertiente, empática con el suburbio, pertenecen algunos textos de Roberto Arlt, Raúl González Tuñón, Bernardo Verbitsky o Cristian Alarcón. Frente al relato alarmista que construían —al igual que hoy— los medios de comunicación de masas de cada época, encontramos allí una percepción distinta. En el caso de Arlt, por ejemplo, puede leerse un apego a los barrios que conformaban el arrabal en la ciudad de Buenos Aires:

No me refiero al barrio céntrico, sino al barrio de la orilla; Mataderos, cercanías del arroyo Maldonado, sur de Floresta, radio de Cuenca, Villa Luro, Villa Crespo, etc., etc. Estos barrios, de casas amontonadas, de salas divididas en dos partes, donde en una trabaja el sastre y en la otra se apeñusca la familia, son mis tierras de predilección. Allí se desenvuelve la vida dramática, la existencia sórdida […] todos esos barrios me son familiares. Los he recorrido en tantos sentidos y tantas veces, que puedo especificar cuál es la característica de una carnicería que está a dos cuadras antes de llegar a la plaza de Vélez Sársfield, por Avellaneda (Arlt s/f: 21).

A pesar de reconocerse como un visitante asiduo, el cronista no llega a la identificación, no se enuncia formando parte de ese entorno. La descripción, que pone de relieve la vida de sus habitantes, está próxima a la legitimación de su figura de periodista intrusivo, que busca allegarse donde nadie suele detener la mirada, más que a la cercanía del propio ser social o de su experiencia de vida. Esta intrusión, cuyo riesgo “agrega valor” a la tarea profesional (el caso extremo es el periodismo de guerra), está en línea con dos figuras que más adelante marcarían hitos de la crónica en Argentina: el periodista investigador, cuyo representante más emblemático es Rodolfo Walsh, y el periodista gonzo, muy presente en los medios actuales y en ocasiones ligado al sensacionalismo televisivo.

Otro de los cronistas empáticos con el suburbio fue Raúl González Tuñón. El poeta comunista fue también un cronista que convivió con los parados de Villa Desocupación, el llamado “barrio de las arpilleras”, al que bautizó en sus notas como “la ciudad del hambre” (Orgambide 1998: 82). Sin embargo, el nombre definitivo que refiere a los asentamientos poblacionales periurbanos lo dio Bernardo Verbitsky: en 1957 publicó Villa Miseria también es América, historia que bien podría ser leída como non-fiction o novela testimonial, al modo de Operación Masacre de Rodolfo Walsh publicada ese mismo año. Allí, Verbitsky da cuenta de la vida de los trabajadores llegados a la gran ciudad, atravesada por los cambios sociales que produjeron primero la incipiente industrialización del país tras la crisis de 1929 y luego el peronismo. El tono misericordioso subraya la exterioridad de esa mirada:

El recuerdo terrible de Villa Basura, deliberadamente incendiada para expulsar con el fuego a su indefenso vecindario, era un temor siempre agazapado en el corazón de los pobladores de Villa Miseria. La noticia de aquella gran operación ganada por la crueldad, no publicada por diario alguno, corrió no obstante como un buscapiés maligno. Y en todos los barrios de las latas, que forman costras en la piel del Gran Buenos Aires, supieron desde entonces que en cualquier momento podían ser corridos de sus casuchas como ratas(Verbitsky 2003: 11) [las cursivas son mías].

La metáfora de la herida en el paisaje urbano es una marca de la distancia entre el narrador y el entorno que describe, a lo que se suma otra mirada foránea: la de la comparación que animaliza a esos pobladores, colocados en situación de alimañas, biopolitizados por el relato social que recoge esta narración. El contrapunto, no obstante, está dado por la proximidad con la que el narrador siente el miedo, el dolor y la preocupación de los habitantes de Villa Basura. En 2003, quizás a propósito del estallido de diciembre de 2001, Editorial Sudamericana decidió reeditar la novela de Verbitsky, sobre la que recayó durante años la condena a la estética del realismo social. En ese mismo año se publicó también Cuando me muera quiero que me toquen cumbia, de Cristian Alarcón. Allí, el cronista está de visita en una localidad del conurbano bonaerense para contar la vida de Frente Vital, joven asesinado por las fuerzas represivas del Estado antes de cumplir la mayoría de edad. Era considerado un justiciero al interior del propio barrio: una de las escenas narra el asalto a un camión de productos lácteos y el reparto posterior entre una población que no puede afrontar este tipo de consumo, básico en la niñez (Alarcón 2012: 54-55). Así, la mirada del cronista inscribe a Frente en la línea de los bandidos rurales, justicieros populares rebeldes que se enfrentan mediante el delito a un statu quo condenatorio, como Juan Bautista Bairoletto y David Mate Cosido [sic] Peralta, o Juan Moreira y Hormiga Negra en el siglo XIX, llevados a la literatura por su contemporáneo, el periodista y escritor Eduardo Gutiérrez.

La cuestión común en esta primera vertiente de textos, donde los cronistas realizan una tarea de aproximación empática de diversas características (la familiaridad, el paternalismo, la distancia apenada, la incertidumbre ante lo desconocido), fue señalada por Rancière en La noche de los proletarios:

En el camino, supuestamente directo, de la explotación a la palabra de clase y de la identidad obrera a la expresión colectiva, hay que pasar por ese desvío, esa escena mixta donde, con la complicidad de los intelectuales lanzados a su encuentro y deseosos a veces de apropiarse de su rol, los proletarios tratan las palabras y las teorías de arriba, vuelven a hacer, y a la vez desplazan, el viejo mito que definía quién tiene derecho a hablar por los otros (Rancière 2010: 51).

En ese desvío, sin embargo, se pierde la carga neta de la experiencia de vida, del ser social que diera propia cuenta del relato histórico de la clase que encarna.

La segunda vertiente en la representación literaria o mediática del suburbio la constituyen las notas periodísticas que se acercan a las periferias, estos ámbitos nunca hegemónicos ni tampoco sede de la prensa que les da cobertura, ya que no existen medios de comunicación gestados en estos barrios que tengan gravitación por fuera de sus comunidades. Abundan las noticias de impacto —el caso, el conflicto— y la crónica sensacionalista, una mirada “exotizante” pero a la inversa: no hay interés por lo desconocido sino pánico ante esa Otredad. El cordón urbano que constituye el Gran Rosario tiene un gravitante peso demográfico para la ciudad y económico para todo el país, por sus puertos y las industrias automotriz, metalúrgica y frigorífica. Sin embargo, su presencia en la prensa la encabezan los ajustes de cuentas entre bandas (las de Los Monos y Los Bassi son las más célebres), los enfrentamientos entre barrabravas y sus ámbitos de influencia, su capacidad de penetrar en distintas capas del poder político (los más recordados son el atentado contra la casa del gobernador Bonfatti y el asesinato del concejal Trasante), y la alta tasa de criminalidad. En el mejor de los casos se puede encontrar alguna nota periodística que busca mediar entre los lectores y el barrio de un modo más extrañado que empático, aunque sin énfasis en la representación negativa.

Hay una tercera vertiente en la representación del suburbio, aunque muy minoritaria: las crónicas, testimonios o narrativas gestadas desde dentro de los conurbanos habitados por la clase trabajadora. El siglo XXI, con los nuevos formatos de circulación del relato que dieron espacio a la emergencia de voces con menor llegada a los centros de legitimación, permitió que hoy se pueda rastrear un grupo más nutrido de narradores de los conurbanos con fuerte peso demográfico, aunque con preponderancia del Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA). Tal es el caso de Leonardo Oyola (Isidro Casanova, partido de La Matanza), Washington Cucurto (oriundo de Quilmes, aunque sus relatos hacen foco en el barrio porteño de Constitución) u Óscar Fariña (nacido en Asunción pero con una narrativa arraigada en Florencio Varela), todos ellos emparentados de uno u otro modo con el colectivo de exiliados paraguayos, de fuerte presencia en este gran cordón periurbano.

Sin embargo, el caso más emblemático en esta tercera vertiente es el de César González. Diagnóstico Esperanza, su primer largometraje, marcó un hito en la historia del cine argentino por ser el primero dirigido por un joven nacido y criado en una villa. González, que también es poeta y editó la revista ¿Todo Piola?, expone esta problemática en su ensayo El fetichismo de la marginalidad:

La marginalidad se representa en pasado, como una leyenda de un carnaval canibalístico de feroces perros mutilándose sus propias patas, homogéneas piedras que no se dejan erosionar por ningún sentimiento, cuasi humanos, criaturas extraviadas del orden natural, analfabetos que no pueden firmar el contrato social. Se busca del espectador sólo una onomatopeya: ¡Guauuuuu! […] En Argentina reinan los esquemas que producen, reproducen y actualizan constantemente estereotipos macabros. Poco importa la verosimilitud, la veracidad. Estos productos del cine y la TV lejos de ser cuestionados, cuentan no sólo con una inmensa popularidad sino también con el amparo de críticos e intelectuales. La marginalidad es una mercancía fetichizada, a través de las imágenes que nos llegan a las pantallas se nos esconde la complejidad y contradicción de determinadas poblaciones (González 2021: 15-20).

Estas palabras de González, que remiten a las vertientes mayores de la crónica, alumbran una ausencia que viene a reponer Trópico de Villa Diego: las representaciones del suburbio pobre, de los conurbanos deprimidos que rodean las grandes ciudades, de las ciudades donde la pequeña burguesía no habita, densamente pobladas pero nunca narradas desde dentro. “Mientras no se tomen las herramientas de la expresión para relatar la propia historia, sea partiendo de la metáfora o de lo explícito, de lo ornamental o lo figurativo, los que tienen la palabra seguirán explicándonos el mundo, sus problemas y soluciones” (González 2021: 72). En este sentido, la mirada endógena que Castells ofrece a cada paso; cuando realiza la crónica de su barrio, Villa Diego, echa luz sobre Villa Gobernador Gálvez, ciudad y enclave fundamental en la historia obrera de Argentina.

El cronista no está de paso

Por todo esto, en el corpus que constituye la crónica en Argentina, Trópico de Villa Diego es un texto excepcional. Mario Castells nació en Rosario y es hijo de inmigrantes paraguayos que se afincaron en la ciudad al salir de un país sumergido en la dictadura de Stroessner. Es narrador, poeta, crítico y traductor del guaraní, lengua que aprendió de sus padres y fortaleció en los diez años que vivió, ya de adulto, en Ñeembucú, región habitada por sus ancestros desde el siglo XVIII. En esta crónica compleja de su barrio y de su propia experiencia, donde narra también su ingreso a la esfera de la vida adulta, queda claro que este cronista forma parte del paisaje humano del que da cuenta y que lo vio protagonizar las luchas que atravesaron su tiempo. Con su propia voz, de mano de su experiencia y sus memorias, traerá también las voces familiares y sociales cuyo recuerdo heredó y que reponen tanta experiencia acallada.

El libro saca un provecho mayor de sus paratextos. Como si delimitara el territorio de las pasiones y las angustias, deja clavadas sus coordenadas en el título, la foto de portada, el plano en la primera hoja, la dedicatoria y los epígrafes. La evocación musical de su título —la música ‘tropical’— cifra el compás del ocio en Villa Diego, esa área de Vegegé (como se denomina popularmente a la ciudad de Villa Gobernador Gálvez) sólo separada de la metrópolis por el arroyo Saladillo. La cumbia, en su ya larga y rica historia, generó siempre un contrapunto entre clases en buena parte de Argentina y de toda América Latina. Pero también emerge allí un adjetivo otorgado por la mirada foránea, antropológica; si los trópicos son tristes, aquí el cronista busca invertir la carga calificativa: “‘El culo de Rosario’ le dicen algunos. Y puede ser, si se aceptan otras acepciones más benévolas de culo y no solamente la referencia escatológica” (Castells 2014: 8) (en adelante sólo colocaré el número de página). De igual modo, ya en el comienzo desmiente las apreciaciones del arquitecto Richard Ingersoll respecto de la organización urbana, sacando filo a la autoridad que le otorga su posición de local para referirse a Villa Diego.

No abundan las fotografías públicas que muestren la vida social de este conurbano, más bien los planos generales que ilustran el imaginario de la diferencia en relación con el centro (el agua y sus pastizales, los portones de las fábricas, camiones, casas bajas), o el plano corto, fundamentalmente en video, que ofrecen los informes periodísticos televisivos (el tiroteo, la toma de rehenes, el asalto). Sin embargo en Trópico de Villa Diego la recorrida comienza en imágenes: el plano vago, delimitando amplias extensiones cuyas mayores referencias son la fábrica y el río, y una foto donde se ve a un grupo de pescadores en un alto en la jornada. El despliegue de imágenes de orden cinematográfico, por planos que buscan ubicar al lector en una geografía que se presume que desconoce, es una herramienta característica de la crónica. Martín Caparrós, cultor del género, lo explica así:

Siempre trato de pensar la estructura con cierta espacialidad. La tengo que ver. […] Pensar lo que uno está contando en términos visuales es una buena manera. Pensar las crónicas como una sucesión de imágenes cuya distancia con lo mirado va a marcar la manera en que las cosas van a ser contadas. Elegir los planos que se van a usar en cada momento. No quedarse lejos mucho tiempo en planos generales sin mostrar nada que llame particularmente la atención. El plano general sirve para usarlo por momentos, para pasar rápido a un primer plano, a un plano medio, a un plano americano, a un primerísimo plano. Esa sensación visual es bien significativa cuando uno está escribiendo una crónica. Qué uso de los planos hacer, cuándo se pone qué plano. Tenemos el ojo bastante acostumbrado por las películas. Se puede hacer el ejercicio de mirar dos o tres películas que a uno le gusten, analizando qué planos va usando el realizador en cada momento. De ahí uno aprende un poco sobre cómo componer un texto (Caparrós 2003: s/p).

A este despliegue, presente en su Trópico, Castells suma la apertura del álbum familiar propio y ajeno para mostrar la infancia, el festejo, la cotidianeidad del barrio, sus esquinas. Pero sobre todo su geografía recorrida con paso endógeno, sus biografías, la historia social y colectiva, la militancia política y sus protagonistas, como la del “Negro Zárate, dirigente clasista de los trabajadores del Swift” (6), a cuya memoria está dedicada este crónica (figura 1).

En Villa Gobernador Gálvez se nuclea uno de los nodos fabriles más importantes de Argentina, con fuerte impronta de la industria de la carne representada por la emblemática Swift, de la que deriva el título de la primera parte del libro: “Intro suicera”. Como en El Matadero de Echeverría, este anfitrión despliega un croquis verbal que ubica al lector en la geografía de este “rincón olvidado” (7), según reconoce. En la forma de referenciar los lugares se hace notoria la familiaridad, el recuerdo de lo que ya no es y el conocimiento “de oídas” de quien tantos años habitó el barrio (un modo que recuerda el artificio borgiano del relato conocido por vía oral o en calidad de testigo directo): “volviendo a la ribera está la laguna, ese ojo de río, donde algunos decían sacar anguilas con el ‘dedo conchero’ y el rancherío conocido como el Bajo Paraná; en la barranca, detrás de la cancha, el campo de don Paulino que cortaba la cuadrícula urbanizada, las toronjas que rodeaban su propiedad” (7), evoca de memoria.

Todos los epígrafes juegan la marca personal que habita en cada referencia. El de Rafael Barrett, cronista e intelectual paraguayo de origen español, enmarca la “Intro suicera”. La lucha de clases vertebra el relato social y demográfico del barrio, elocuente en el detalle: “Las mujeres se cubrían las piernas con el mondongo de las vacas para protegerse del frío de las cámaras” (9). Sin embargo, no fueron las condiciones de vida de los trabajadores, muchos venidos del este europeo, sino los crímenes relacionados con la explotación sexual, los primeros en atraer a la prensa. A propósito de las ausencias y los ocultamientos en el relato que fue prefigurando la vida en estos barrios, Castells reescribe la leyenda forjada en torno a la organización del Sindicato de la Carne: mientras que el relato oficial “trata de quitarle el ‘trapo rojo’ a la historia” (11) en favor del peronismo, este autor reinscribe la presencia de “los laburantes que lucharon por sus reivindicaciones” (11), antes y también después de la autodenominada Revolución Libertadora que derrocó mediante un golpe de Estado el gobierno de Perón.

En 1962 Villa Gobernador Gálvez es declarada ciudad, y crece al ritmo de los nuevos migrantes, venidos fundamentalmente de Corrientes, pero también de otras provincias del noreste argentino (NEA) y de Paraguay. Para recuperar esta etapa, Castells se apoyó en el relato de su amigo Rubén García, el Gallego, que trae a la memoria a trabajadores de distinta cepa, dando el detalle de su llegada y de sus costumbres y consumos culturales. Raymundo Gleyzer, que filmó allí su documental Swift 1971, aparece referenciado también a propósito de Los traidores para graficar el derrotero del gremialismo. Tras la persecución de la mafia sindical a los trabajadores de la Lista Gris, la dictadura del 76 concluyó la tarea represiva; el futuro auspicioso en torno al crecimiento de esta ciudad fue desmentido en la inmediata posdictadura. Heredero de esta memoria de clase, Castells nuevamente se encarga de ajustar cuentas con el relato oficial, asumiendo una responsabilidad ante las desapariciones y el común olvido.

La trama familiar

La “diversidad de afluentes históricos y mareas humanas” (8), ese anonimato profundo, va a encontrar su contrapunto en el protagonismo que cobra el testimonio dado en primera persona por quien ya fue preparando el terreno que oficia de marco para narrar su propia biografía. La lente se aproxima en la segunda parte, “Teko Paraguái”: el guaraní irrumpe para narrar la migración de su familia de Paraguay a Argentina.

Mis tíos llegaron a Rosario a inicios de la década del sesenta, cruzando el río Paraná de contrabando por los carrizales de Cerrito a la zona conocida como Paraje Yahapé, distrito rural de Berón de Astrada, Corrientes. De noche, atravesando propiedad privada, caminaron por el monte oscuro hasta la ruta 12 y allí abordaron el micro que los trajo a Rosario. Todos de la misma manera, indocumentados, repitieron el camino del primero (Castells 2014: 20-21).

Todo el campo semántico del relato remite a la situación de opresión de la migración clandestina, que da cuenta del peligro, de la situación de huida, de las dificultades para el arraigo y del destino común de los paisanos. De mano de los recuerdos de su madre, que marcan la pauta del origen y la travesía, la narración se va poblando de referencias al guaraní, a la polca y al chamamé, y el derrotero de la vida laboral propia del inmigrante toma la marca generacional dada por los vaivenes de la historia política y económica del país; esta punta encuentra continuidad en Diario de un albañil (2020), donde ofrece un exhaustivo testimonio de la situación de los trabajadores del gremio, oficio que heredó de su padre, quien supo ser también su jefe. Crónica y testimonio de sus días como albañil, que también forman parte de una realidad escasamente representada desde el protagonismo en los géneros no ficcionales, el ajuste de cuentas se ejerce en este otro texto con el gremio, ganado por la corrupción, y con los contratistas, esos parientes que repiten con los recién llegados la cadena de explotación de la que fueron víctimas en su juventud. Pero muchos años antes de que su padre deviniera empresario, la relación con la construcción ya está presente en el cotidiano. En su Trópico de Villa Diego, Castells explica cómo se fue loteando el barrio y da detalles acerca de la solidaridad en la construcción de las propias casas, heredera del jopói paraguayo.

La música en las veredas anchas de Villa Diego es, ya desde la memoria del cronista, una presencia continua y parte de su propia educación sentimental: “Era el más bello ritual de los domingos para ellos. Me parece estar viéndolo, soñándolo más bien, con un traje de brin (se usaba mucho el traje entonces), la camisa blanca almidonada con bordados. Ahí va Ino, caminando, fanfarrón, luciendo sus zapatos brillosos, casi encharolados, echando panza” (24). La mirada amorosa en el recuerdo habilita también para quien lee otro tipo de acercamiento a la cultura y las costumbres de este barrio. Del mismo modo ocurre ante sucesos que al narrador no le tocó presenciar directamente, o no recuerda: “Yo había nacido dos años antes, no tengo recuerdos pero da igual porque escuché la historia infinidad de veces” (25). Así, el relato de una pelea célebre en el barrio es rescatado a partir de una memoria macerada por las voces y los puntos de vista de quienes la fueron sosteniendo a lo largo del tiempo. El detalle aportado en esta larga anécdota reúne la maestría del narrador con la lúcida reflexión del cronista-historiador en la mirada hacia su propia comunidad: “Aunque cotice poco en el mercado de la letra escrita, Villa Diego tiene una rica oratura popular” (34). El concepto de oratura(Melià 2004) es clave para una aproximación a la cultura paraguaya:

La literatura en guaraní constituye evidentemente la “variante baja”, de menos prestigio, y normalmente sólo merece una consideración marginal o queda totalmente excluida de la mayoría de las historias de la literatura paraguaya. En parte se explica por su carácter esencialmente oral y por su limitación a géneros considerados “menores” o de valor meramente folklórico, como purahéi (canción), káso y ‘compuesto’ (narraciones breves, las segundas en forma cantada), ñe'ênga (proverbios y anécdotas) y eventualmente el teatro popular medio improvisado. Pero esto no impide que sea la expresión auténtica de la cultura tradicional de la mayoría de los paraguayos, de la mitad de la nación que sólo habla guaraní y con ciertas restricciones del restante 45% que también lo entiende y lo habla al lado del español (Lustig 1997: 22).

Castells consigue dar vuelo a esa magia de la oralidad en su forma escrita —clara herencia de baja circulación en el ámbito letrado— hasta la misma orilla del presente de la escritura, precisamente cuando cuenta la historia de Torito: “El chabón vive —aún no fue herido por bala bendecida o de plata— en la bajada de calle Corrientes y San Juan, unos veinte escalones barranca abajo por el pasillo contiguo al dispensario nuevo” (35). El efecto de lectura en esta presentación de Torito sugiere la posibilidad misma de allegarse y acceder en vivo al personaje. Este relato, para el que Castells propone la categoría sui generis “chamamé de terror”, también se arma de modo polifónico: a su propio recuerdo suma el de su cuñado Juan, vecino de Torito en el barrio. La historia del “Luisón del Bajo” —el apodo remite al Luisón o Lobizón, legendario personaje popular de la cultura paraguaya—, tejida entre el recuerdo popular y la exageración mentirosa, hace lugar al despliegue de una poética del suburbio que ofrece la aproximación afectuosa de quien conoce el hábito y el hábitat.

Derivas genéricas

La tercera parte torna la crónica en bildungsroman mediante el relato de la propia vida en el barrio. “El giro autobiográfico”, nombre de esta última parte del Trópico, permite al narrador desplegar un contrapunto entre el centro de la ciudad de Rosario y su mudanza a los diez años a Villa Diego, cuyo contraste va a provocarle una escisión subjetiva que enriquece así la experiencia que viene a ofrecer en su relato. Aquí la crónica cobra la forma del testimonio: desde el recuerdo infantil, narra la llegada al barrio, el aprendizaje del niño que tiene que defenderse en un ambiente cuyas hostilidades hasta entonces le eran desconocidas. Por su procedencia y novatería en Villa Diego, fue un blanco predilecto -junto con otro compañero de clases, “el puto Lorenzo” (47)- del asedio de su entorno. En la 1271, la “escuelita de la barranca”, trabajaba María del Carmen, quien

seguía usando su castellano correntino y eso nos generaba la misma burla y desprecio que la lengua de nuestros padres y la música litoraleña. Las pautas culturales que esos migrantes se negaban a perder, eran injuriosas, nos rebajaban. Igual que todos los pibes, yo era un alienado que sentía vergüenza de mis paisanos y mi cultura. Por suerte, Celina estuvo ahí para testimoniar que otro mundo existía y podía ser interesante. Ella nos presentó la literatura. Nos hizo ser partícipes de su elaboración, de su interpretación. Nos hacía leer textos canónicos y cotejarlos con nuestras realidades. Rulfo, Quiroga, Borges. Pronto vimos que, en el fondo, los novelistas y poetas escribían sobre las mismas cosas que nos sucedían a nosotros (Castells 2014: 49-50).

Junto a estas referencias literarias, un Castells ya maduro, que reivindica la cultura paterna de la cual —como todo adolescente— buscaba en aquel entonces alejarse, presenta al único escritor local, nunca publicado: José Luis Riveras, el poeta del bajo, muy visitado en el chamamé.

La posibilidad de calar hondo en la realidad del barrio radica también en la mirada anfibia que es constitutiva de este cronista: paraguayo y kurepi (apelativo con el que en Paraguay se refiere a los argentinos), criado en el centro en su primera infancia pero mudado al barrio aún de niño, habitante de Villa Diego aunque estudiante de la Drago, escuela secundaria de la ciudad de Rosario. Esta escisión entre los dos mundos que constituyen su experiencia de vida es sintetizada en una sinécdoque cultural contundente: “Si Rosario es el rock & roll y la cerveza, Villa Diego transpira cumbia y vino” (51).

En este tercer capítulo, el Trópico se extiende hacia los ratos de ocio y fiesta de los jóvenes de los años noventa, y trae consigo una memoria cultural nunca escrita: “Uno de los poetas más importantes del clamor barrial, genio encerrado en la botella, es el Morchi. Quizás no haya otro letrista de cumbia u otro género popular que le haga más honor a la ciudad que él” (51). Así, entre la cumbia que desplazaba al chamamé, el baile con las ‘pibas’ y los épicos ‘borrachines’ del barrio transcurre su despertar sexual. El río musical vuelve a enriquecerse en el cambio a la secundaria nocturna (allí conoce la música de Sumo, de Don Cornelio y la Zona, de Patricio Rey, bandas emblemáticas del país) donde también encuentran espacio más lecturas literarias y la prensa militante. Incómodo en ambas realidades, la del centro y la periferia de Rosario, el cronista ejerce una mirada crítica hacia ambos escenarios.

En Cuando muera quiero que me toquen cumbia, la crónica de Cristian Alarcón, este ritmo también se revela como un elemento cultural constitutivo de la vida en la villa y ocupa un lugar privilegiado en el forzado tiempo del ocio cotidiano. El Tropitango, famoso salón de baile y referente de primer orden entre los músicos de cumbia, es el sitio elegido por el Frente Vital para sus noches de fiesta: “El Tropi es ese boliche de Panamericana y 202 al que han bautizado con justicia ‘la Catedral de la cumbia villera’” (Alarcón 2012: 48). Simón, amigo de el Frente,

era vecino de los muchachos de la nueva cumbia. A Pablito Lescano lo conocía desde que era un pibe. Apenas nos vimos me contó que Pablito le había enseñado a andar en bicicleta mucho antes de convertirse en cantante millonario y él, en un ladrón demasiado joven con códigos de los viejos tiempos. Entonces el Tropi era el plan de los fines de semana: solía haber dinero para colgarse una jarra de Fernet con Coca y varias pastillas de Rohipnol en el cinturón, dejar que la sed se apagara hasta que a la mañana los de seguridad los corrieran como a una manada mansa de ese gigantesco galpón y los echaran a la cruel claridad de las calles descampadas que hay alrededor de la Panamericana, cerca de la ruta 202 (Alarcón 2012: 73-74).

Hacia fines de los años noventa la cultura juvenil, que había absorbido la derrota de la dictadura 1976-1983, con la consecuente ruina económica que dejó un tendal de desempleados y una desocupación crónica que diezmó a la clase trabajadora, se descomponía en una rutina que misturaba los consumos problemáticos, la delincuencia y la violencia institucional. El epígrafe de Ricardo Zelarayán (“¿Te bastan veinte suicidios por año, diez renuncios por semana? Yo llevo unos veinte años aquí. Una vida de suicidios anuales y renuncios semanales. ¿Te imaginás lo longevo en suicidios que soy?”), que Castells coloca en la última sección de su crónica, anticipa el estallido social de fin de siglo: “La violencia, la ruina económica y la mediocridad como hitos del paisaje urbano fueron los primeros factores de un aprendizaje acelerado. Luego vendrían otros: los tiros, los cobanis, la merca, la mentira, la ciudad de los fiambres” (47). El neoliberalismo de los años noventa cobró un peso mayor en el Gran Rosario: en su calidad de longevo en suicidios, el autor ofrece un testimonio interpretativo de la situación de sus amigos y cogeneracionales. Castells nombra, recuerda, enumera, señala, revive, cuestiona, subraya, relaciona, concluye, sin desprenderse del relieve literario de la memoria que viene a ofrecer. La involución en el nivel de vida de los trabajadores, el crecimiento de la violencia dentro y fuera de los barrios y, en consecuencia, la cantidad de casos de jóvenes muertos tiene su correlato en Cuando muera quiero que me toquen cumbia, que viene a confirmar, mediante el testimonio de una “sobreviviente”, el estado general del país:

Quiero mostrarte una lista que tengo ahí -dijo-. Acá, en estas pocas cuadras, murieron más de veinte pibes desde que me acuerdo. Yo las fui anotando. […] Algunos de ellos eligieron suicidarse, otros murieron por accidentes y otros en peleas callejeras. Nueve de ellos murieron en las calles de mi barrio, o sea, las mismas calles en que ellos vivían o caminaban todos los días, allí donde jugaban cuando eran niños […] Creo que en todo esto tuvo mucho que ver la desocupación, las malas compañías, la falta de afecto, la miseria que existe en los barrios marginales […] De mis veinticinco amigos que perdieron la vida trágicamente, catorce eran integrantes de la comparsa Los Cometas de San Fernando […] También hay muchos que cayeron heridos de bala, de los cuales algunos quedaron rengos, inválidos y otros están privados de su libertad (Alarcón 2012: 132-135).

En cambio, en Villa Miseria también es América la carga de la violencia demarca una clara distancia entre las narrativas de pre y posdictadura, evidenciando la evolución del daño social: “-¿Es la primera muerte del barrio? -preguntó Páez. Consultaron con los pobladores más antiguos. Alguien recordó que tres años antes había muerto un hombre en riña, y también un chico a los pocos días de nacer” (Verbitsky 2003: 83). Este contraste de época puede leerse también en buena parte de la ficción de posdictadura, bisagra contundente en el derrumbe del tejido social.

El despunte del siglo XXI traslada el relato a los años en los que el cronista asume su militancia política. Es testigo directo de la crisis económica que lleva a Villa Gobernador Gálvez al asalto de camiones y los saqueos como método de protesta ante una economía de exclusión. Es en diciembre de 2001, durante el estallido social, cuando Castells oye de boca de su compañera Mónica Cabrera cómo la policía había asesinado a Graciela Acosta, otra militante de Villa Diego.

Esa noche, entre la tristeza del relato y la esperanzadora marcha que realizábamos más de mil personas pidiendo que se vayan todos, principalmente el Gordo González, el mafioso que aún es intendente, levantamos los puños por nuestra compañera asesinada, pero asismismo por los miles que habían dejado sus huesos en los cadalsos de esa ciudad tramoyada de muerte durante toda su historia: Graciela Acosta, ¡preseeente! / Graciela Acosta, ¡preseeente! / Graciela Acosta, ¡preseeente! / Obreros asesinados, desaparecidos, / suicidados por la sociedad, ¡preseeentes! / ¡Ahora! ¡y siempre! / ¡Ahora! ¡y siempre! / ¡Ahora! ¡y siempre! (Castells 2014: 81).

La última noche de este relato presenta a un cronista de pie, formando parte de la marcha colectiva en busca de Justicia que recupera en alto el nombre de los luchadores del pasado y el presente del Gran Rosario. Como reza el estribillo más recordado del Morchi, aquel poeta del clamor barrial, “esta es la historia de un niño moreno”, la de miles de niños morenos, que a la tempestad desafían desde hace tantas décadas, bajo ese cielo.

Conclusiones

Trópico de Villa Diego constituye una crónica de características excepcionales. Desde un comienzo, con la “crónica de Indias”, la crónica histórica se caracterizó por la exploración de los márgenes desde una mirada extrañada (Palau-Sampio 2018: 196). Aquí, se pone en representación una ciudad emblemática en la historia obrera de Argentina bajo la mirada de un cronista, narrador y testimoniante que la habitó y fue protagonista de sus luchas. Si bien hay una exploración de los márgenes de ese núcleo que es la ciudad de Rosario, periférica de Buenos Aires, que es a su vez una periferia en términos globales, para el cronista constituye el centro mismo de su trayectoria vital. La extrañeza, entonces, no está presente en esta mirada hacia el margen, a pesar de que Castells escribe sobre todo para quien desconoce por completo la referencia, cuestión que denota su esmero por reponer la traza espacial, el detalle significativo, la historia perdida incluso en el relato oficial local. La referencialidad en la que hace foco, Villa Diego, nunca pierde su eje: cada una de las partes que conforman la crónica sirven al propósito de dar a conocer su historia. De este modo, los personajes liminales ocupan el centro de la escena, en el que se coloca el propio cronista: como en la serie de crónicas que generan el contrapunto de la historia oficial (el Inca Garcilaso, Huamán Poma de Ayala, los testimonios de la nobleza mexica que recoge Miguel León Portilla), el Trópico de Castells evidencia el trabajo intelectual de un grupo social al que se le niega, desde la hegemonía, esa posibilidad de intervención en la esfera de la producción discursiva y cultural.

La tensión propia de la crónica, que se dirime entre diversas modalidades, se desarrolla en este caso con diversos matices conforme avanza el relato, aunque siempre apegado a los acontecimientos histórico-políticos. En la “Intro suicera”, el énfasis es historiográfico: el cronista documenta el desarrollo del sindicalismo clasista en el gremio de la carne y en su barrio. En la segunda parte, “Teko Paraguái”, gana el foco de interés la perspectiva antropológica, que repone para el lector local las marcas idiosincráticas del colectivo migrante paraguayo. La tercera parte presenta un subtítulo de corte irónico, “El giro autobiográfico”: aunque el relato se basa en la vida del propio cronista, lo hace en tanto militante y protagonista de los hechos que estuvieron en el núcleo de la problemática de la base social, que ganó el centro de la escena en diciembre de 2001. Villa Diego fue uno de los nodos donde la crisis tuvo más repercusión (y, con ello, más víctimas) durante ese estallido social; reponer esos hechos desde el lugar de protagonista y testigo opera un contrapunto entre la autobiografía y el testimonio que coloca este relato en los antípodas de aquellas autoficciones afectadas de abulia que emergieron en la narrativa de los años noventa en Argentina, por las que comenzó a señalarse un giro autobiográfico en la producción escrita: las denominadas “literaturas del yo”, autocentradas y alejadas de la referencia social. En este sentido, el caso de Castells también es atípico ya que su impronta autoral no está dada sólo por la escritura sino también por el papel de protagonista y testigo.

La radiografía del proletariado en Argentina, presa de la mirada exógena, fijó sentidos planos y parciales. El relato evidencia la descomposición que, generación tras generación pero con un salto cualitativo en la posdictadura —a cuya primera generación pertenece Castells—, lacera el tejido social que daba contención a este amplio sector de la sociedad. La crónica de Castells realiza el doble movimiento de rescatar de un olvido perenne vidas sin fotos ni linaje, a la vez que habilita un espacio para su propio discurso social, familiar e íntimo.

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Recibido: 10 de Febrero de 2022; Aprobado: 28 de Junio de 2022

Laura Destéfanis. Doctora en Filología Hispánica por la Universidad de Granada. Profesora investigadora del Instituto Interdisciplinario de Estudios e Investigaciones de América Latina en la Universidad de Buenos Aires (UBA, Argentina). Sus líneas de investigación versan sobre las literaturas de la región del Gran Chaco sudamericano y la literatura argentina de la posdictadura. Entre sus publicaciones recientes se incluyen: “La escritura como acto erótico en Lo impenetrable”. Griselda Gambaro. El desafío de la lucidez. Gracia Morales Ortiz (coord.). Sevilla: Renacimiento, 2022; “La experimentación y el lugar común: dos visiones de un asalto”. Literatura Latinoamericana y otras artes en el siglo XXI. Ángel Esteban (ed.). Bruselas: Peter Lang, 2021. doi:https://doi.org/10.14198/AMESN.2022.26.09

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