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Latinoamérica. Revista de estudios Latinoamericanos

versión On-line ISSN 2448-6914versión impresa ISSN 1665-8574

Latinoamérica  no.74 Ciudad de México ene./jun. 2022  Epub 09-Mayo-2022

https://doi.org/10.22201/cialc.24486914e.2022.74.57409 

Artículos

Arte latinoamericano y política de buena vecindad: Lincoln Kirstein y la colección del MoMA, 1943

Latin American Art and Good Neighbor Politics: Lincoln Kirstein and the MoMA Collection, 1943

Andrea Matallana* 

* Universidad Torcuato Di Tella, Argentina (amatallana utdt.edu).


Resumen:

Este artículo describe las estrategias del gobierno norteamericano para ayudar a constituir una colección latinoamericana en el Museo de Arte Moderno (MoMA) y el papel que Lincoln Kirstein tuvo como recolector de las obras que integraron la colección. Se analiza el diálogo que Kirstein tuvo con diversas personalidades de la cultura en las tareas de exhibición y recolección. Enfatizamos cómo las bellas artes fueron espacios de ponderación política, y áreas utilizables por la política de buena vecindad. Finalmente se analiza qué clase de arte latinoamericano fue recolectado para conformar la colección en 1943, y qué idea de América Latina fue representada a través de esa selección.

Palabras clave: Arte latinoamericano; Política de buena vecindad; Lincoln Kirstein; OCIAA

Abstract:

This article describes the strategies of the North American government to help establish a Latin American Collection in the Museum of Modern Art (MoMA) and the role that Lincoln Kirstein had as a collector of the works that made up the collection. The dialogue that Kirstein had with various personalities of the culture in the tasks of exhibition and collection is analyzed. We emphasize how the fine arts were spaces of political weighting, and areas usable by Good Neighbor politics. Finally, it is explained what kind of Latin American art was collected to make up the collection in 1943, and what idea of Latin America was represented through that selection.

Key words: Latin American arts; Good Neighbor Policy; Lincoln Kirstein; OCIAA

En los años de la Segunda Guerra Mundial, Nelson Rockefeller persuadió al presidente Franklin Delano Roosevelt de la importancia de las artes en el intercambio diplomático y le envió un proyecto para crear una oficina que se ocupara de la cooperación cultural con Sudamérica. Roosevelt decidió crear la OCIAA1 y poner a Rockefeller a cargo.2

A partir de ese momento la OCIAA, en cooperación con diferentes instituciones y museos, inició un proceso de intercambio cultural con los países de Sudamérica. La oficina liderada por Nelson Rockefeller y el MoMA (Museo de Arte Moderno) (instituciones vinculadas a su familia) jugaron un importante papel en la promoción de la política de entendimiento mutuo e intercambio cultural entre las dos Américas. Estudios como los de Gisela Cramer (2012), Darlene Sadlier (2012) o Claire Fox (2013) han abordado diferentes aspectos de las funciones que desempeñó esta agencia gubernamental y las vinculaciones con otras instituciones de gobierno y del mundo artístico. Desde 1940, algunos de los más importantes museos norteamericanos participaron en la organización de viajes con exposiciones de arte, arquitectura, escultura; además de charlas y conferencias. Gracias a esta política, el arte latinoamericano fue adquiriendo mayor relevancia en el mercado estadounidense.

El programa cultural de la OCIAA sustentaba que ningún esfuerzo o gasto de defensa nacional en las áreas comercial y militar podría ser exitoso a menos que hubiera un programa paralelo para fomentar una amistad activa y duradera entre los pueblos de las Américas. En ese contexto, no solo se trataba de hacer funcionar la “maquinaria representacional de un imperio informal”, como lo llama Ricardo Salvatore (2006: 14), sino que, además, estos viajes implicaban un control de daños sobre la acción del nazismo en América del Sur.

Desde mi punto de vista, la OCIAA llevó adelante dos estrategias centrales con el objetivo de consolidar su llegada a Sudamérica. La primera fue exhibir. El objetivo inicial del Comité de las Artes fue ayudar en la preparación de la muestra de “La pintura contemporánea norteamericana” de 1941, y seleccionar las obras que estarían presentes en esta exhibición. La segunda estrategia fue crear una colección de arte latinoamericano en Estados Unidos para hacerla circular en diferentes ámbitos. Por ende, la estrategia fue recolectar. En 1942, Nelson Rockefeller envió a su amigo Lincoln Kirstein a Sudamérica, con el propósito de adquirir obras de pintores, escultores y artistas de la región. Esto configuró la Colección de Arte Latinoamericano del MoMA que fue inaugurada en 1943, con una exhibición.

En este artículo examinaremos el papel de Lincoln Kirstein como asesor del gobierno y la representación que hizo como curador del arte latinoamericano en la muestra del MoMA en 1943. Tony Bennett llamó “complejo expositivo o exhibicionario” a las redes de producción de representaciones en donde los museos, ferias mundiales y exhibiciones, además de una producción amplia de materiales gráficos, cumplieron roles centrales en la circulación y reproducción de imágenes y bienes simbólicos. Analizaré el modo en que esta compilación de imágenes y arte de América del Sur constituyó una representación del continente, adaptado para el público norteamericano.

La intencionalidad del gobierno norteamericano de persuadir a la otra América de las bondades de la industria, el comercio y su cultura se expresó a través de diferentes acciones y por diversos dispositivos. En algunas oportunidades, los resultados no fueron los esperados, como ocurrió con algunos productos cinematográficos, aunque la estrategia de exhibición fue consistente a lo largo de estos años.

Las ferias mundiales como la de Nueva York (1939) o la Exposición del Golden Gate (1939) fueron oportunidades para mostrar la cultura de América Latina. En este punto, las delegaciones diplomáticas ayudaron a la composición de exhibiciones propias de cada país, como el caso de Argentina o México.

El fomento de las artes era concebido como un servicio de apoyo a la posición política de los Estados Unidos. Susanna Temkin (2001) ha analizado la contribución de las exhibiciones del Museo Riverside en 1939 y 1940. Ambas fueron promovidas por el candidato a vicepresidente Henry Wallace, quien compartía con otros especialistas la idea de un arte panamericano, insistiendo en el concepto de las Américas con un arte propio y conectado entre ellas. Vernon Porter, director del Museo Riverside, realizó la selección de obras.

Estas exposiciones corales del Riverside parecieron confirmar la idea de un arte panamericano. Los organizadores intentaron resaltar esta idea, que pareció más bien satisfacer una demanda del público estadounidense más que un movimiento estético.

La primera Exposición Latinoamericana de Bellas Artes y Artes Aplicadas se inauguró en el Museo Riverside el 2 de junio de 1939, con más de trescientas treinta obras de Argentina, Brasil, Chile, Cuba, República Dominicana, Ecuador, Guatemala, México y Paraguay. La exposición estuvo compuesta por pinturas, esculturas y algunas artesanías. Henry Wallace, secretario de Agricultura, aparecía como el organizador de la muestra, cosa bastante criticada por algunos diarios. La exposición era parte de la Feria de Nueva York de 1939 y contó con el patrocinio gubernamental, como sostuvo Susanna Temkin; no solo Estados Unidos estaba interesado en llevar adelante esta exhibición como parte de su política de Buena Vecindad, sino que “los países latinoamericanos estaban ansiosos por establecer su posición en la política mundial. En consecuencia, tanto las obras de arte seleccionadas como las descripciones del catálogo que las acompañan reflejan las políticas y culturales contemporáneas de cada nación” (Temkin 2001: 58).

La exhibición tuvo críticas poco favorables, era vista más bien como el pobre intento de dar a conocer el arte latinoamericano. En parte esto se debió a que en los pabellones nacionales se exhibían algunas obras de artistas con mayor valor estético, como el caso de Candido Portinari, cuyos murales en el pabellón brasileño fueron recibidos con entusiasmo y comparados favorablemente con la pintura mural mexicana.

La muestra fue de envergadura, estuvo compuesta por 195 artistas y 321 obras. Argentina representaba el 30% de los artistas y el 24.6% de las obras de arte. Brasil aportaba el 20% de pintores junto a 12.5% de obras; esta última era una proporción similar a la de Chile y Cuba. México colaboraba con 18 artistas y 51 pinturas. El 33% de estas pertenecían a los cuatro más importantes de la pintura mexicana contemporánea: Diego Rivera, José Clemente Orozco, David Alfaro Siqueiros y Rufino Tamayo.

Entre las obras estuvieron algunas de las más significativas de pintores mexicanos. Así, por ejemplo, se expusieron nueve piezas de Orozco, entre ellas “Zapata” (1930), “Esposa del Soldado” (1929) adquirida por el Fondo Interamericano e incluida en la colección del MoMA. Entre las obras de Portinari estaban el conocido retrato de Helena Rubinstein. En el caso de los pintores argentinos, estuvieron representados artistas destacados del círculo local como Emilio Pettoruti, Raquel Forner, Antoni Berni, quienes presentaron obras de relevancia como “La Cautiva”, en el caso de Forner y “Maru” de Pettoruti.

La exhibición de 1940, distinta de la anterior, incluyó muy pocos países: Brasil, República Dominicana, Ecuador, México y Venezuela. A su vez la representación artística de cada nación fue desnivelada en cantidad de artistas y motivos. En el caso de Brasil, solo presentaba dos pintores: Cándido Portinari (cuyas obras estaban circulando en la exhibición en Detroit y ese mismo año tendría su muestra individual en el MoMA), y María Martins. En el caso de República Dominicana eran 13 artistas, Ecuador 12, Venezuela con 30 artistas y México 29, entre los que se encontraban los muralistas mexicanos Rivera, Orozco, Siqueiros y Tamayo. Las más de 200 obras de pintura y escultura tenían un importante sesgo hacia el arte mexicano por falta de piezas de otros países, y también porque era el arte más difundido en Estados Unidos. Esto era evidente. De los 247 trabajos, el 33% eran artistas mexicanos de fama consagrada en Estados Unidos (Rivera, Orozco, Siqueiros); en segundo lugar estaba Venezuela con 21% de las obras, seguidos por Ecuador, Brasil y República Dominicana. Algo similar ocurría con los artistas que habían participado: el 35% eran mexicanos, seguidos por similar proporción de venezolanos.

En la exhibición del Museo Riverside de 1940 se presentaron obras muy influyentes. Entre estas, trece piezas de Orozco, entre las que se contaban “Aflicción” (1930), “La retaguardia” (1929) que luego fueron adquiridos por el Fondo Interamericano y legados al MoMA. También se encontraban oleos y dibujos de Diego Rivera y en el caso de Siqueiros se encontraba el óleo “El eco del grito” (1937) y un retrato de “Angélica” (1939). Cándido Portinari participaba con 27 óleos, entre los que se encontraba “Cerro” (1933) adquirido por el fondo de Abby Aldrich Rockefeller, luego donado al MoMA.

En el siguiente gráfico podemos ver el volumen de obras de las tres exhibiciones que analizamos aquí (Riverside 1939 y 1940, MoMA 1943) y su distribución por país. Ahí puede verse claramente la importancia de la participación de Mexico, Argentina, Chile y Brasil en estas exposiciones.

Cantidad de obras por países según año de exhibición 

Estas muestras impactaron positivamente en el mundo del arte latinoamericano, ya que posibilitaban la creación de un mercado del arte de América del Sur. En este sentido, la feria Internacional de Nueva York y la del Golden Gate movilizaron a los gobiernos para que llevaran lo más representativo del arte local. Los países contaban, en muchos casos, con sus propios pabellones en estas ferias y los utilizaron para exponer pintura y escultura nacional. También fue una oportunidad de hacer circular estas exposiciones por otros estados, como en el caso de Argentina, con la exhibición llevada a cabo en el Museo de Bellas Arte de Virginia, o la exhibición de arte mexicano en Filadelfia, o de Cuba en Washington. Todas estas eran iniciativas que hicieron que el arte latinoamericano fuera exhibible, en el marco de la cooperación panamericana, y luego coleccionable.

Como consecuencia de estas exhibiciones, Nelson Rockefeller, a cargo de la OCIAA, impulsó un proyecto más arriesgado y completo: crear una colección de Arte Latinoamericano en el MoMA, inaugurando una exhibición más completa. Esto encubría un doble propósito pedagógico: educar al público norteamericano y mostrar el genuino deseo de comprensión de la cultura de sus vecinos.

La adquisición fue el primer paso hacia una agenda más amplia. La tarea más ambiciosa fue la de crear una colección especial para el museo. Lo que se pretendía hacer era organizar en un corpus común las pinturas que eran propiedad de la familia Rockefeller, las de la institución y las nuevas adquisiciones. Esto implicaba una recolección que fue llevada adelante por Lincoln Kirstein. Esta designación no dejaba de ser intrigante. Si bien era uno de los participantes más activos del círculo intelectual de Nueva York, no era un especialista en pintura latinoamericana. Al momento de encargarle la tarea, Rockefeller tenía otros objetivos en mente, como le señaló a John Abbott, su viaje “tendrá una importancia propagandística y será de ayuda para el esfuerzo en la guerra [... ] servirá al gobierno en una posición para la cual está completamente calificado” (Rockefeller 1940). Además del motivo político había otro estratégico, Kirstein ya conocía Sudamérica y tenía contactos establecidos en un viaje anterior que podían ser útiles para facilitar la búsqueda de información.

La diplomacia política no era su ámbito habitual. Kirstein había llegado a ser parte del círculo intelectual neoyorquino a través de diferentes relaciones que construyó en sus años como estudiante en Harvard. Edward Warburg, con quien compartió la universidad además de su pasión por el arte, sostenía que “La base real de todas nuestras discusiones fue lo que se podía hacer en la escena estadounidense para permitir a los artistas, ya sean pintores, músicos, escultores o cualquiera de los muchos aspectos del arte que aparecieron en la escena, que fueran autosuficientes” (Warburg: 60).3 Debido a su amistad Nelson Rockefeller, quien lo presentó ante su madre, Abby Aldrich, comenzó a aconsejarla sobre los perfiles que debía tener el personal del museo. Corrían los años treinta. Su amigo Monroe Wheeler sostuvo que su contribución al MoMA fue extremadamente importante y variada (Greet). En sus inicios porque fue un catalizador en la búsqueda del arte, representando de manera brillante a la vanguardia. Artistas como Paul Cadmus (su cuñado), o Pavel Tchelitchew, Saint-Gaudens, Elie Nadelman y Gaston Lachaise llegaron a la escena del museo gracias a su perspicacia. Aun con esta influencia, la decisión de encargarle la compra de obras de arte para completar una colección no dejó de ser importante y quizá excesiva.

El Museo de Arte Moderno tuvo un fuerte compromiso con los esfuerzos realizados para la guerra en general y con la visión de la OCIAA en particular. Esta institución había surgido del interés de la madre de Nelson, Abby Rockefeller, y dos de sus amigas: Lizzie Bliss y Mary Quinn Sullivan. La idea era, en parte, una solución a la abultada colección de arte que ocupaba un piso de la casa familiar, pero era también una forma de legitimarse en un circuito público. La dirección general recayó en el general Conger Goodyear (influyente empresario) que reunió a lo más significativo de la alta sociedad neoyorquina en torno a la institución. Por su parte, Abby ejerció una enorme influencia cultural sobre su hijo, y fue quien lo acercó a la obra de Diego Rivera, cuando concurrió a una exposición organizada por Frances Flynn Paine (Loebl 2003). Con lo que la relación entre el museo, el arte latinoamericano y la política existió desde su inicio. La institución se involucró con entusiasmo en las diferentes estrategias que llevó adelante Nelson Rockefeller.

En 1940, dos muestras destacadas se llevaron a cabo con el propósito de introducir más a fondo el arte de Latinoamérica. No eran en sí producciones propias sino más bien instalaciones que ya estaban circulando. En el caso de la exhibición Twenty Centuries of Mexican Art, fue la adaptación de una exposición de arte mexicano destinada al Jeu de Paume en París; Portinari of Brasil fue montada inicialmente en el Museo de Arte de Detroit.

En el caso de la primera, se proponía una visión histórica del arte mexicano, marcando una diversidad artística que ya era conocida en los círculos de Nueva York. La muestra presentaba una idea integrada: la cultura sobre la base de un desarrollo histórico del arte de México. Sin embargo, el relato artístico hacía desaparecer el radicalismo de los muralistas que fueron nivelados como parte integrante de una historia sin conflictos y en fluido desarrollo. Rockefeller, orgulloso de su logro en la negociación económica y cultural con el presidente Lázaro Cárdenas, la denominó “la instalación más grande jamás realizada en el museo” (MoMA 1940).

La exhibición aparecía como la producción coordinada del MoMA y la embajada mexicana, editando un catálogo bilingüe. El texto sostenía que ambas instituciones habían querido que el público de los Estados Unidos tuviera una oportunidad para estudiar el arte mexicano contemporáneo en una perspectiva histórica. “Esta exposición no dejará de despertar en los norteamericanos más observadores interesantes reflexiones sobre el carácter y la significación de nuestras dos civilizaciones. [… ] Los mexicanos tienen sobre nosotros una gran ventaja: un pasado artístico incomparablemente más rico, en realidad dos pasados -uno europeo y otro indígena-, los cuales han sobrevivido conjuntamente, con ciertas modificaciones, hasta nuestros días” (MoMA 1940).

Con el cierre de Twenty Centuries of Mexican Art, en septiembre de 1940, se llevó a cabo la apertura de Portinari of Brasil en octubre. Ese mes, Nelson dejaba la dirección del MoMA para hacerse cargo de la OCIAA. En el mismo sentido que la muestra sobre el arte de México, donde la trascendencia histórica hacía valioso al arte, fue esencial afirmar la inocencia de la cultura nativa representada por Portinari frente a la política y el comercio encarnado por la OCIAA y Rockefeller. En los años de la buena vecindad, Candido Portinari fue la clase de artista considerado “exportable”, con lo que alcanzó una importante visibilidad en el continente.4 Sus obras fueron expuestas en diferentes edificios públicos de Brasil hasta llegar a Estados Unidos en 1935. Como se ha estudiado ampliamente, el tipo de pinturas más elogiadas por la prensa norteamericana fueron aquellas que reproducían a los trabajadores de los cafetales, o el motivo del café como esencialmente asociado a Brasil. En los años treinta sus pinturas fueron expuestas en el “Salón del Buen Vecino” de Lucio Costa y en el Pabellón Brasileño de Oscar Niemeyer en la Feria Mundial de Nueva York de 1939.

Para algunos autores, el ascenso artístico de Portinari no puede ser comprendido si no es a la luz de las negociaciones comerciales entre Brasil y Estados Unidos, “que recurrieron a materiales estratégicos (desde caucho hasta cuarzo y mineral de manganeso) cuando ambos países entraron en la Segunda Guerra Mundial” (Vicario). La exposición Portinari of Brasil se realizó del 9 de octubre al 17 de noviembre de 1940, incluía algunas obras traídas especialmente desde Brasil y otras prestadas por coleccionistas norteamericanos, como el secretario de Estado Cordell Hull o la empresaria Helena Rubinstein. Nelson Rockefeller no tenía hasta el momento obras del pintor, pero adquirió varias a partir del año siguiente.5 Como parte del impulso al artista, se publicó el libro Portinari: His Life and Art, donde Kent Rockwell afirmó que había que comprender la obra en el contexto del intercambio cultural interamericano; esmerándose en dejar al margen todas las relaciones de competencia entre los gobiernos:

Que las naciones se peleen por el intercambio de petróleo, seda, algodón, café, trigo y lana, en minerales, en productos manufacturados; déjenlos conspirar para controlar los mercados mundiales, conspirar para esclavizar a su gente o cruzada, llamémoslo así, por la libertad [… ] en las pinturas de Portinari vemos el paisaje, pisamos el suelo; vemos a sus trabajadores y su pobreza, no angustiados, solo descriptos (Rockwell 1940).

El mensaje era que la naturaleza se imponía al mundo de la política, remarcando el efecto inocente de la pintura sobre la coyuntura mundial y la importancia de la política de buena vecindad para intentar construir un puente con el complicado gobierno de Vargas. En aquella situación, Portinari era una suerte de “buen salvaje”, sano, afable, que atravesaba inocentemente los manejos políticos en el contexto de la guerra.

Algunos críticos parecían ver en sus obras una fuerte presencia del muralismo mexicano. Robert C. Smith, director de la Fundación Hispana en la Biblioteca del Congreso, denominó a Portinari “el Diego Rivera brasileño”. Posteriormente, comparó la importancia del indio y el mestizo en el arte mexicano con el lugar que “el negro y el mulato habían tenido como principal inspiración de Candido Portinari” (Smith). En su comentario afirmó que, distinto de Rivera, el artista brasileño “no tiene un mensaje social didáctico para exponer, su “simpatía y dignidad que no han sido tocadas por la propaganda” (Smith 1940: 6). Así se mantenía entre los movimientos estéticos más divulgados en el ámbito norteamericano.

La comparación con los muralistas mexicanos parecía inevitable e insalvable. Pero no todos eran condescendientes con la obra de Portinari. Milton Brown sostenía que mientras que los artistas mexicanos pintaron dentro del legado de la Revolución Mexicana exaltando el contenido político de sus representaciones, Portinari “está produciendo decoraciones murales para un gobierno semifascista” (Brown 1940). Algunos podían parecer ignorantes o negligentes con respecto a la represión política del gobierno de Brasil, pero otros como Brown no hacían esa concesión y produjeron incomodidad en el ambiente político. En general no había dudas de que la puesta en valor de su obra tenía un claro sentido político y era de enorme utilidad para ambos países. Una importante revista internacional titulaba que “Portinari viene como emisario de la buena vecindad”, y se entendía su exposición como una representación de esta (Cockcroft 1989).

Lincoln Kirstein, cuando visitó Brasil en 1942, tuvo una preocupación semejante a la de Brown. El gobierno de Vargas era una dictadura y el sentido del arte en libertad estaba limitado. En este aspecto, le reclamó a Nelson Rockefeller e incluso a Archibald MacLeish, destacado intelectual que participaba de uno de los comités de la OCIAA, que intervinieran en favor de los artistas dada la represión del gobierno brasileño, pero no logró ninguna respuesta. Desde un punto de vista estructural, la política de Buena Vecindad implicaba no intervenir en los asuntos internos de los gobiernos sudamericanos, y los funcionarios norteamericanos no esperaban romper con esta regla. La contradicción entre defender la libertad del hemisferio y tener buenas relaciones con un gobierno que perseguía a los opositores era difícil de sobrellevar; pero la realpolitik y la guerra se imponían a las consideraciones sobre las libertades.

La recolección

Lincoln Kirstein irá a Río en una misión misteriosa e importante. Nadie sabe si va a pintar el Corcovado de morado o si va a hacer un ballet en Congonhas do Campo. Robert Smith a Candido Portinari, abril de 1942 (Vicario 67).

El viaje de recolección de obras de arte fue el segundo que realizó Lincoln Kirstein por Sudamérica. Como enviado del MoMA y la OCIAA reportó directamente a Nelson Rockefeller, quien había recibido información acerca de la efectividad de la propaganda del Eje en Sudamérica y necesitaba evaluar la situación con alguien de su confianza.

En febrero de 1942, el gobierno otorgó a Kirstein un permiso para salir del país entre marzo y septiembre. Según el memorándum de la oficina, el propósito del viaje era una misión secreta. Las razones de esta designación se sustentaron en que estaba “especialmente calificado para esta tarea debido a su relación con personas que deseamos que vea, y porque recientemente ha regresado de aquellos países a los que le pedimos que vaya” (Kirstein 1942a). Rockefeller tenía la convicción de que el viaje sería de vital importancia para el gobierno y, para lograr el éxito, el enviado debía renovar su relación con los intelectuales que conoció en la visita anterior. En su opinión, “la continuidad de esta relación tendrá un interés propagandístico y será de asistencia para nuestro esfuerzo psicológico para la guerra” (Lockwood 1942), por lo que la misión como mediador cultural era prioritaria. Como vemos, en sus términos no había un conflicto de intereses, Kirstein estaría desarrollando una función (con diferentes roles) para ambas instituciones, aunque esto podría parecer impropio, ya que la OCIAA estaba financiando un viaje de una institución privada y el MoMA patrocinaba una misión secreta.

A su llegada, el gobierno de Brasil estaba envuelto en una crisis interna que generó una purga militar, lo cual puso en evidencia el faccionalismo y la incidencia que tenía el espionaje alemán en el país (Hilton 1981: 5). Este contexto hizo que las diligencias que Kirstein realizó en Río de Janeiro fueran especialmente vinculadas a recabar información política, más allá del propósito inicial. Luego viajó hacia Sao Paulo, donde la situación era aún más complicada. Su llegada no fue muy prometedora. En el aeropuerto fue arrestado por la policía, alegando un problema en su documentación. Para destrabar la situación intervino el vicecónsul de Sao Paulo, John Hubner II, quien falsificó algunos documentos para resolver la cuestión.

Kirstein le comentó a Nelson Rockefeller diversos detalles del accionar de Hubner y describió el tipo de control político que llevaba a cabo. Las conversaciones con el diplomático le dejaron una impresión duradera y preocupante en la mirada que tenía sobre la política exterior de Estados Unidos. Uno de los puntos más críticos fue la libertad con la que este detalló las operaciones realizadas desde el consulado, como por ejemplo actividades de represión, falsificación de documentos y acciones conjuntas con la policía que daban cuenta de una relación impropia.

Una vez terminadas sus gestiones en Sao Paulo, Kirstein, extenuado, no conseguía dilucidar la verdad y gravedad de estas descripciones. Se apresuró a cumplir con todos los asuntos referidos a la compra de obras de arte, la inspección de los museos y bibliotecas para poder volver a Río Janeiro y seguir su travesía.

Sus objetivos artísticos no estuvieron exentos de conflictos y contratiempos. Tuvo una disputa con Osvaldo de Andrade, un notable escritor local. Este le había sugerido que comprara algunas pinturas de su hijo, pero el enviado norteamericano rechazó la sugerencia. De Andrade intentó presentar una queja en el consulado, sumando el apoyo de algunos artistas, e incluso en una reunión, amenazó con dispararle si lo cruzaba. Cuando Kirstein le informó a Hubner, este descartó la importancia del hecho y bromeó diciendo que “Oswaldo de Andrade era conocido por ser un mal poeta y un mal tirador” (Jornal do Manha 1942).

Estando en Brasil, notó las divisiones internas que predominaban en los círculos artísticos e intelectuales. Estos estaban en desacuerdo con respecto a la alineación con los Estados Unidos, y también con respecto a la política de Vargas. En junio de 1942, se había publicado un manifiesto que decía: “en el momento presente ciertas mentes malvadas dicen que, bajo el esfuerzo de la guerra, disfrazados, están los intereses imperiales que el gobierno de los Estados Unidos en Brasil. La ocupación de ciertos centros (Belem, etc.) es el comienzo de una política contra la autonomía brasileña. Los suscritos desean protestar por estas insinuaciones saboteadas, anti-liberales y protofascistas”. Este documento de ciento cincuenta firmas incluía a Cándido Portinari y a Carlos Drummond de Andrade. Al día siguiente, los periódicos que lo publicaron (O Jornal, Jornal da Manha) fueron clausurados por petición del general Dutra. Era evidente que el gobierno brasilero controlaba a la oposición, a intelectuales y artistas locales.

Entre los artistas que contactó estuvieron Mario de Andrade y Tarsila do Amaral (la primera esposa de Oswaldo de Andrade), Lorival Fontes, Cándido Portinari, entre otros. En su ensayo sobre el arte latinoamericano, Miriam Basilio sostuvo que Kirstein perdió la oportunidad de comprar algunas de las piezas de Tarsila do Amaral porque no conocía bien sus obras y no tenía suficiente información sobre artes en América Latina. En mi opinión, esto no fue así. En sus notas de viaje está muy bien documentada la obra de la artista (siete pinturas, incluido Casamiento, de 1940), por lo que creo que es probable que hayan surgido otros problemas para no adquirir sus obras. En sus notas, Kirstein considera a Tarsila una artista nacional (profesional) y su búsqueda se orientó más bien hacia nuevos talentos.

El siguiente paso fue Argentina. Kirstein era consciente de que la penetración nazi en el país era una de las principales preocupaciones del gobierno de Estados Unidos. Como señaló Ronald Newton, en 1939, el centro de inteligencia alemán había llevado a cabo una serie de tareas en el gobierno argentino, entre las que se encontraba el establecimiento de contactos dentro de las fuerzas armadas. Por otro lado, la posición de neutralidad del gobierno favoreció a Alemania en el uso de los medios de comunicación, lo que le dio oportunidades para aumentar su presencia en el país. Hasta entonces, Brasil había sido “el centro neurálgico de los informes de inteligencia de Abwehr en el hemisferio occidental” (Newton 1992), pero las nuevas señales provenían del gobierno argentino. Durante 1942, los aliados denunciaron a Argentina, con creciente furia, argumentando que el gobierno argentino había tolerado a los espías alemanes, especialmente a los de la inteligencia marítima: “el portavoz aliado afirmó que Argentina tenía la responsabilidad moral de muchos hundimientos de barcos y muchas muertes, incluidos los de mujeres y niños” (New York Times 1942).

En Buenos Aires, Kirstein tuvo un fuerte apoyo de la embajada. James Byrnes, (un diplomático) lo conectó con María Rosa Oliver, escritora y amiga de Victoria Ocampo, quien lo presentó con varios artistas. Oliver comentó que “pasamos toda una mañana en el estudio de (Lino) Spilimbergo y estaba muy entusiasmado con la serie de gouaches con escenas de la mala vida” (Oliver 2008). También lo introdujo con Horacio Butler, Alfredo Guido, Raúl Soldi, Demetrio Urruchua, entre otros.

El arte que le interesaba llevar al MoMA era el figurativo, entre sus pintores predilectos se encontraba David Alfaro Siqueiros, con lo que se movió muy cómodamente entre los artistas argentinos que habían trabajado con este o que tenían algún tipo de vinculación con el arte muralista, como Antonio Berni y Alfredo Guido, quien se convirtió en un buen amigo. En términos generales, Kirstein sugirió dos consideraciones diferentes y contradictorias sobre el estado de las artes en Argentina. Por un lado, estaba convencido de que “hasta que los artistas olviden la Ecole de París, como le escribió a Alfred Barr, no tendrán autonomía intelectual” (Kirstein 1942b); en otras palabras, debían deshacerse de la influencia europea. Pero, por otro lado, algunos pintores lo sorprendieron por la calidad de sus obras, como fue el caso de Antonio Berni, en 1934 que había trabajado brevemente con Siqueiros en Buenos Aires. Desde su punto de vista, Berni era “el argentino que quizás más se asemeja a un norteamericano de la época de la WPA y la Sección de Bellas Artes del Tesoro”. El otro artista que llamó su atención fue Demetrio Urruchua, cuyas obras trataban temas sociales, al que consideró uno de los mejores artistas de América Latina: “un hombre muy pobre que ha sido perseguido por sus vehementes puntos de vista y trabajo anti-Eje y pro-demócratas” (Kirstein 1943a). En su informe final, solicitó fondos para ayudar a Urruchua y a Lino Spilimbergo.

En este aspecto, hay que resaltar que hizo un esfuerzo decidido para crear una selección de artistas que fueran representativos de la idea del arte moderno, tal como la concibió. Compró piezas de pintores y litógrafos por miles de dólares. Por ejemplo, pagó quinientos dólares por un cuadro de Butler, y mil dólares por la obra de Berni (Club Atlético Nueva Chicago) la más cara de la selección. El único inconveniente con los artistas en este país lo tendría con la adquisición de pinturas de Emilio Pettoruti. Por la información que había recabado, Lincoln Kirstein concluyó que este tenía fuertes simpatías con el fascismo (seguramente estas ideas se basaban en que el artista había curado la exhibición del Grupo Novecento en 1930 y su amistad con Margherita Sarfatti) y evitó entrevistarse con él y comprarle obras.

En su gira por Chile, Kirstein, que ya conocía bien a los muralistas mexicanos, quedó prendado del proyecto de Siqueiros en el pueblo de Chillan. Su entusiasmo lo llevó a ofrecerle al artista una exposición en el MoMA (Kirstein 1943). Fue una gran oferta ya que Siqueiros ansiaba irse de Chile. Por ese entonces, el pintor había dado conferencias en Santiago de Chile, centrándose en la responsabilidad del artista en la lucha contra el fascismo y el nazismo. Esto atrajo la atención de Claude G. Bower, el embajador de Estados Unidos. Bowers pensó que el pintor mexicano podría ser valioso para reunir apoyo popular en América Latina para el esfuerzo aliado y tenía la intención de cobijarlo bajo el ala del Departamento de Estado. Sin embargo, posteriormente se informó a Washington que “dadas las conexiones comunistas del Sr. Siqueiros y su participación en la muerte [del joven norteamericano custodio de Trostky], Sheldon Harte sería bueno desalentar la exhibición” (Stein 1994: 143).6 En consecuencia, el Departamento de Estado y la OCIAA sugirieron al MoMA cancelar el programa. Como compensación por la frustración que le produciría al artista el cierre de esa posibilidad, Nelson Rockefeller hizo los arreglos para que pintara un gran mural en Cuba.

Por increíble que parezca, no hubo contradicción entre el hecho de que Siqueiros fuera comunista y la intención de usarlo como baluarte americano, dado que el propósito común era la derrota de Hitler.

Crear una colección latinoamericana se planteó como la continuidad de una política que llevaba adelante la familia Rockefeller desde la década de los veinte, cuando decidieron encargarle a Diego Rivera algunos trabajos. Desde 1931, el museo había realizado quince exhibiciones donde se trataron diferentes aspectos del mundo del arte y la arquitectura latinoamericana. La institución señaló que los problemas en Europa habían reorientado su atención hacia América Latina, y esto parecía ser un punto favorable. El museo realizó varias tareas a la vez: orientarse hacia el arte latinoamericano, darles lugar a los artistas europeos escapados de la guerra y hacer del museo un instrumento difusor del apoyo político.

La exhibición

Nada de lo que vi en Chile es chileno, con excepción del arte popular

Lincoln Kirstein 1942c

La muestra de la Colección de Arte Latinoamericano del MoMA se inauguró en 1943, en ese momento fue la más importante del mundo. Las casi trescientas obras se ubicaron en las galerías del segundo piso del museo. La colección ascendía a un total de 294 obras: murales, pinturas al óleo, gouaches, dibujos, grabados, carteles, revistas, fotografías. Estaban representadas Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Cuba, Ecuador, México, Perú y Uruguay. El trabajo de más de un año de Lincoln Kirstein había logrado tomar forma, las nuevas adquisiciones eran un total de 224 piezas, aunque no todas se exhibieron.

La explicación que el MoMA daba sobre su interés hacia Latinoamérica no resaltaba las políticas de buena vecindad sino más bien el hecho de que “especialmente en los años 1941 las comunicaciones con Europa se habían cortado severamente, por lo que el Museo orientó su atención hacia América Latina con gran vigor, activamente recolectando y exhibiendo arte latinoamericano” (Roob 1943: 17). Desde la institución sostenían que “aunque las nuevas adquisiciones mostraban la variedad y calidad del arte latinoamericano desde los retratos realistas hasta las composiciones surrealistas y abstractas, algunas de las imágenes tienen especial interés porque se refieren a la gente y a la cultura del país donde se producen” (MoMA 1943). Es decir, una doble función parecía dar forma: el arte por el arte; y el arte como testimonio de una sociedad.

El catálogo tenía algo más de 100 páginas, con una introducción escrita por Alfred Barr y el ensayo curatorial a cargo de Lincoln Kirstein. Este último recibió alguna ayuda de María Rosa Oliver, contratada por la OCIAA en Washington. A menudo la consultaba para comprender algunos informes sobre la posición política de los artistas. Como lo reconoció en una carta: “Si bien sé algo sobre pintura, me encuentro en general ignorante sobre el trasfondo cultural” (Kirstein 1942d). Como ha sintetizado Michele Greet, en su selección “tendió a rechazar las composiciones abstractas y evitó los temas políticamente volátiles en favor de una versión despolitizada y didáctica del indigenismo, al servicio de una agenda panamericanista” (Greet 2019: 146).

Como responsable del museo, Alfred Barr focalizó su análisis en el modo en que el nuevo material podía cambiar el carácter de la colección en su totalidad, mencionando que era más completa que la europea, pero aun así podía haber algunas omisiones y errores de inclusión. Advertía, además, que habría ausencias, ya que por la guerra algunos países no habían sido visitados y solo México mostraba un corpus importante de obras. Las dificultades de transporte habían hecho difícil la representación de esculturas y la falta de tiempo complicó la presentación de fotografías. El director se preocupaba en aclarar que “el Sr. Kirstein lamenta especialmente la ausencia de composiciones importantes por parte de algunos maestros argentinos; más obras del brasileño Segall y otra pintura de Figari de Uruguay” (MoMA 1943).

Es interesante revisar cómo estuvo constituida la muestra latinoamericana, ya que las proporciones son reveladoras de una visión sesgada de Latinoamérica. En primer lugar, estaban representados solo la mitad de los países del continente. En segundo lugar, el 32% de los artistas eran de origen mexicano, con una proporción del 57% de las obras de arte que componían la exhibición. Le seguían los de origen argentino, con un 21% de los artistas y 17% de las obras de arte. Y en el tercer puesto, Brasil con el 11.5% de los artistas y 12% de las obras escogidas. La representación del arte mexicano fue abrumadora y aunque se pudiera plantear que eran estéticas variadas, claramente el sesgo nacional borraba otros detalles. Ya sea porque era del gusto de los donantes, por las preferencias de la familia Rockefeller, o por la influencia de la formación de los curadores y académicos, el arte mexicano en sus variados estilos impregnaba lo que quería darse a conocer como latinoamericano, dándole más de la mitad del espacio de la muestra y limitando así las preferencias, ya que era imposible mostrar en la misma medida el arte de las otras naciones. Como puede verse en el cuadro de artistas y obras, algunos de las obras adquiridas por Kirstein no formaron parte de la exhibición, suponemos que por cuestiones de calidad de estas y no por preferencias estéticas.

Lincoln Kirstein ingresó al ejército tres meses antes de que se concretara la instalación de 1943, por lo que los últimos pasos fueron monitoreados por Dorothy Miller, curadora asociada. Del total, 195 piezas se adquirieron con dinero del Inter American Fund, y recibió en donación 29 obras.

Si bien el catálogo siguió el orden por país, la muestra tuvo otra configuración. Abrió con los “primitivos modernos” en la primera galería, colocando a los que tenían alguna formación europea en los siguientes módulos de la exhibición. Como señala Greet, la composición de la muestra “reforzó la idea de que el arte del sur de la frontera era ingenuo y desconectado de las redes modernistas norteamericanas y europeas” (Greet 2019). Entre los artistas se incluyó a Cándido Portinari, Diego Rivera, José Clemente Orozco, Frida Kahlo, Alfaro Siqueiros, Rufino Tamayo, Pedro Figari, Joaquín Torres García, Oswaldo Guayasamin, Wilfredo Lam, Aquiles Badi, Héctor Basaldúa, Antonio Berni, Alfredo Bigatti, Norah Borges, Horacio Butler.. En particular el reporte de prensa señaló la importancia del cuadro de Berni El Club Nueva Chicago y el cuadro Festival de la noche de San Juan de Portinari (MoMA 1943).

La exhibición fue un éxito, al punto que, habiendo sido planeada para dos meses y dado el interés que despertó en el público local, se extendió por un mes más. Se inauguró el 31 de marzo y continuó hasta el 6 de junio.7 Esto no era solo el triunfo del arte latinoamericano sino más bien el éxito de los expertos por construir un interés acerca de ese arte y desplazar el foco de Europa hacia América Latina. Esto era la clave del éxito del proyecto de Rockefeller y de ese diálogo entre expertos y política por crear un mundo común a partir del arte. Concluido el periodo en el MoMA, una parte de la colección se hizo circular entre 1943 y 1944 a lo largo del país.

En términos de representación de artistas y obras, la muestra de 1939 parece ser más importante en cantidad (329 obras y 195 artistas respectivamente) en comparación con la de 1943. Pero la exhibición del MoMA representó mejor la calidad de arte latinoamericano.

En el contexto de la OCIAA, los representantes del arte se encontraron en una encrucijada en la que la política se enlazaba con las valoraciones estéticas. En este marco, instituciones como los museos propusieron diversas puestas en valor del complejo de obras y también vías de circulación adquiriendo lo que era exhibible del arte latinoamericano para el público norteamericano. Estas instituciones desarrollaron un ordenamiento de las obras en el sentido curatorial y elaboraron un discurso acerca de Latinoamérica. El nexo que une a estas piezas fue Nelson Rockefeller, su oficina de gobierno y el MoMA.

En este punto me gustaría discutir cuáles fueron las valoraciones que Lincoln Kirstein tuvo sobre el arte sudamericano. Como consultor del MoMA, su tarea principal fue recolectar piezas de arte, pero ¿cuál era su opinión sobre este arte? ¿Por qué eligió a estos artistas? ¿Cómo se posicionó en el campo de los expertos del arte latinoamericano? ¿Cómo dialogaron sus puntos de vistas con los de Grace Morley (directora del SFMOMA) y otros especialistas?

Este tema me parece importante por varios motivos. El primero es que la exhibición de 1943 estableció una visión canónica de conjunto sobre el arte de América Latina, más allá de la predilección por los muralistas mexicanos o el paso de Portinari por la institución en los años anteriores. Este relato curatorial enlazó el arte a una subordinación política. De esta forma el buen vecino latinoamericano se representaba a sí mismo. La pretensión de mostrarlo como ingenuo o desmarcado de las cuestiones ideológicas fue una decisión política y lo artístico quedó subordinado a esto. En definitiva, la exhibición dejó entender que los vecinos del sur eran buenos, en parte gracias y a pesar de que no conocían la modernidad, con todas las contradicciones que esto implicaba.

La segunda cuestión por la que creo que es importante, es porque el MoMA fue el principal escenario nacional de arte contemporáneo a la vez que se estaba convirtiendo en los años de la Segunda Guerra Mundial en un espacio de representación internacional. Hay un cambio de sentido en esta época. El museo era, por un lado, el lugar de la puesta en escena de la Buena Vecindad pero, también, era el escenario de múltiples muestras que vinculaban a los Estados Unidos en guerra y era, finalmente, el espacio en el cual los refugiados europeos iban a exponer sus obras. La transformación que se estaba llevando adelante en el circuito de Nueva York hacía que el viejo menosprecio del arte de los Estados Unidos fuera cediendo ante los artistas que iban apareciendo de la mano de abstracción y las nuevas tendencias. Esto iba lentamente avanzando en la escena de los museos neoyorquinos (Cohen Solal 2017).

Visiones en conflicto

Al concluir la recolección, Lincoln Kirstein pretendió colocarse en el lugar de “especialista en arte latinoamericano”. Si esa era su intención debía disputarle el espacio a quien era considerada hasta ese momento como la experta: Grace Morley. Ella era la directora del San Francisco Modern Art Museum, y había participado como especialista en la Comisión de Arte de la OCIAA. Entre 1940 y 1941 realizó viajes a Sudamérica con dos propósitos: el primero, relevar las condiciones para exponer la muestra de arte “La pintura contemporánea norteamericana” y, en segundo lugar, tuvo el objetivo de contactar curadores, galeristas y artistas para conformar una muestra latinoamericana de arte para que circulara en Estados Unidos.

Al participar en los ámbitos de la OCIAA, ambos tuvieron alguna interacción a lo largo de 1941. Berit Potter señala que la competencia en la relación se expresó claramente en el informe que Kirstein envió a la OCIAA, donde pasaba por alto el reporte que ella había escrito sobre el arte peruano en 1940, y al que este denominó con el devaluado término de “notas”. Kirstein sostenía que el punto de vista de la experta acerca del valor de los pintores peruanos se caracterizaba por un “optimismo promiscuo, su inexactitud y su desprecio por los estándares técnicos o estéticos. [… ] La Dra. Morley es universalmente amada y respetada por todos aquellos artistas con los que entró en contacto. Fueron comparativamente pocos y generalmente oficiales” (Kirstein 1942c). Este juicio de valor era más una descalificación que un elogio. Potter no logra explicar qué detonó esta competencia.

En mi opinión, la rivalidad y el malentendido entre ambos comenzó con el incidente con Emilio Pettoruti, en el que el juicio Kirstein fue taxativo acerca de las orientaciones políticas del artista. En su viaje por Argentina, el enviado del MoMA evitó comprar obras de Pettoruti porque, según la información política que tenía, este era un fervoroso fascista. Esto fue reportado por Kirstein a Rockeller y a Alfred Barr, y tuvo un efecto negativo sobre el pintor argentino.

Grace Morley, quien había conocido a Pettoruti en su viaje de 1940, hizo una serie de diligencias para que este pudiera visitar los Estados Unidos como parte de los programas de intercambio del gobierno. Cuando las acusaciones sobre sus inclinaciones ideológicas comenzaron a resonar en el círculo de Nueva York, Morley se esmeró para que el pintor tuviera una exhibición individual en el MoMA (como la de Portinari), cosa que no ocurrió. A pesar de sus esfuerzos, ella no logró convencer a las personas influyentes en torno al museo como para hacer que la visita del pintor fuera lo suficientemente exitosa. La lectura política de Kirstein y la lectura estética de Morley entraron en un conflicto que fue intermediado por Alfred Barr y Henry Allen Moe. Grace Morley nunca abandonó la defensa de Pettoruti, ya que consideraba que en el contexto latinoamericano su pintura revestía valor artístico. La insistencia sobre este tema ante René D’Harnoncourt, Francis Taylor y Allen Moe no pasó inadvertida para Kirstein, quien al momento de escribir su informe sobre el arte latinoamericano decidió dejar a un lado los aportes que ella había realizado con anterioridad y, en un alarde de narcisismo, sostener que su propio informe era novedoso y no tenía antecedentes, desconociendo lo que Morley había escrito en 1940 para el Comité de Relaciones Interamericanas en el campo de las artes, bajo el título “Arte en los países de América Latina” (SFMoMA 1942).

El rechazo de Kirstein continuó por otras vías, como cuando alentó a Barr a organizar una exposición de la obra del pintor uruguayo Pedro Figari y le sugirió mantenerla al margen por temor a que se apropiara de la idea. Berit Potter señala que Grace Morley no estaba interesada en competir con él ni con el MoMA. El Museo de San Francisco no contaba con los recursos del de Nueva York y Morley estaba más que feliz de tomar prestadas las exposiciones a través del programa de circulación (Potter 2017). En un intento de desactivar la competencia, Morley le hizo saber a Barr que había espacio para diferentes especialistas dentro del campo del arte latinoamericano y le señaló que “Hay suficiente trabajo para todos los que puedan interesarse por una generación o más, y aún habrá más por hacer después de eso” (Morley 1943a).

La extensa carta que Morley le envió a Alfred Barr en mayo de 1943 hacía mención del resentimiento que Kirstein parecía tener. Allí sostenía que no entendía las razones por las que intentaba apartarla de un campo al que ella ayudó a construir, sosteniendo que no comprendía la causa por la cual no se mencionaba ninguno de sus escritos sobre arte latinoamericano: “Después de todo, puse todo lo que sabía en un fondo común y él debe haber tenido acceso a mi informe. Ciertamente tuvo mi bendición para usar todo lo que pudo, ya que todos [quienes] trabajan en este campo suman al conocimiento que yo solo pude anotar de manera resumida, por falta de tiempo. Me alegré cuando supe que una persona más estaba interesada en el tema”.8 Alfred Barr puso paños fríos a la situación e intentó tranquilizarla diciendo que no había nada en contra de ella. Finalmente, Kirstein le envió una carta, sosteniendo que se había sentido turbado porque parecía haber una atmósfera de fricción entre ambos: “Es perfectamente cierto que públicamente, y por escrito, reconocí tener una visión muy distinta de la tuya sobre el arte latinoamericano, y particularmente sobre ciertos artistas, pero siempre admiré especialmente tu contribución pionera en este campo y tu generosidad y entusiasmo para tener una visión más amplia” (Kirstein 1943b). Posteriormente, Morley le dijo a Barr que, luego de recibir la misiva, estaba segura de que había estado mal informada: “No podía creer que pudiera tener alguna mala voluntad hacia mí” (Morley 1943b). Consciente de que el punto de inicio de las rispideces había sido su férrea defensa de la obra de Pettoruti, el siguiente párrafo lo destinaba a comentarle que todavía seguían las repercusiones acerca del viaje del pintor. Y le señalaba que “personas bien informadas parecen coincidir con mis propios sentimientos de que él no puede ser considerado de ninguna manera un fascista. Por otro lado, pienso que no es un comunista, y mi impresión es que se interesa muy poco por la política” (Morley 1943b).

En relación con el papel jugado por Lincoln Kirstein, los informes y documentos revelan cierta confusión acerca de su función y plantean una visión paradojal en relación con su actuar como informante político. Por momentos, dudó de su misión política y de la precisión de sus percepciones. A pesar de que su objetivo era promover el entendimiento mutuo y el conocimiento de la cultura y el arte sudamericano, desde su punto de vista creía que “ellos no serán nunca como nosotros. Aunque serán más próximos en la medida en que vean cómo inocentemente queremos sus mejores productos exportables: su arte y su música popular” (Kirstein 1942e). Claramente, su conclusión sobre las diferencias entre ambas Américas implicaba una posición etnocéntrica cargada de cierta decepción, resultado de la construcción de una “identidad subalterna en los términos de la cultura dominante” (Salvatore 2006).

Kirstein fue crítico respecto del entorno europeizante que encontró en algunos países de Sudamérica, en particular Chile y Argentina, y se sintió decepcionado porque en los círculos intelectuales y artísticos de estos países parecían no reconocer la supremacía técnica norteamericana. Esta impresión era también política, ya que pensaba que Estados Unidos no era valorado en su justa medida en términos de las contribuciones que estaban haciendo a la seguridad del continente. Algunos de sus escritos presentan una comprensión más completa de su preocupación y desilusión con el estado de cosas de América del Sur: “El Continente nunca ha sido menos seguro para nosotros. Tal vez al norte (Perú) está bien pero aquí apesta” (Kirstein 1942f). Coincidiendo con Rockefeller, creía que la manera de construir una relación era a través del arte que proveía los únicos bienes sudamericanos que tenían cierto interés. Pero para su disgusto, mientras buscaba naturaleza, exotismo y originalidad, la visión clásica del arte local le ofrecía un producto que imitaba al europeo, o colecciones completas de pintura y escultura europea, como la colección de Antonio Santamarina en Argentina.9 Kirstein no podía dejar de lado una estructura comparativa referida al arte europeo. Así, por ejemplo, denominó al trabajo de Cândido Portinari, como “vacilante entre Picasso-Juan Gris 1917 y Picasso 1938”; el de Figari como del estilo de Prendergast y el de Horacio Butler, con quien tendría amistad como “Matisse minded” (Kirstein 1942e).10 ¿Era el estilo latinoamericano tan europeizante, o la mirada de Kirstein estaba consustanciada únicamente con la tradición europea?

Después de su viaje concluyó que el arte latinoamericano era “en la mayor parte de los casos más tributario que fuente” (Kirstein 1943).11 Debido a esta subordinación a la cultura europea, solo unos pocos artistas eran de real importancia. La ausencia de una originalidad probaría el papel que debía jugar Estados Unidos como inculcador de las vanguardias artísticas. Desde su punto de vista, la escena sudamericana carecía de prestigiosos artistas, aunque había excepciones como Siqueiros, cuyo mural en Chillán, como vimos, le había causado una profunda impresión. En su opinión, los murales eran magníficos y desafiantes, y los encontró maravillosos: “pienso que Siqueiros es el gran pintor del hemisferio occidental” (Kirstein 1942g).

Aquí, nuevamente volvió a discutir con Grace Morley, quien tenía una mirada un tanto diferente de las exigencias y críticas planteadas. Si bien coincidía en la fuerte influencia que el arte europeo tenía en la tradición latinoamericana, Morley pensaba que los artistas locales eran de un valor fundamental en sus contextos. En su opinión, las comparaciones entre artistas latinoamericanos, europeos o estadounidenses no eran apropiadas, más bien le interesaba “explorar las formas en que diferentes artistas transformaron la inspiración o el entrenamiento europeo en interpretaciones individuales y locales” (Morley 1942). Cuando revisó el catálogo de la exposición de 1943, le señaló a Barr que, aunque coincidía con la elección de la mayor parte de los artistas, creía que podrían haber encontrado obras que representaran más ampliamente el arte de algunos países. Pensaba que el punto de vista de Kirstein en la elección de las piezas había sido “muy personal y algo limitado” (Morley 1943b).

En su trabajo Potter sostiene que las apreciaciones de Morley sobre el arte de Sudamérica eran favorables y menos prejuiciosas respecto de su valor estético y su contenido moderno. En un intercambio epistolar, ella señalaba que le gustaba “saber lo que está sucediendo en el campo contemporáneo en todas partes, y tengo un gran interés en los desarrollos, incluso cuando hay indicios de que la calidad es inadecuada y la expresión inmadura” (Morley 1943c). Su perspectiva parecía estar en construcción entendiendo que los valores del arte latinoamericano no debían ser medidos de acuerdo con la estética europea, aun cuando hubiera influencia en la formación de los artistas. Para ella la importancia de que América Latina fuera un afluente del arte europeo radicaba “en su posibilidad de convertirse algún día en fuente”.

Es importante resaltar que Morley evitó hacer valoraciones de los objetivos políticos de la política del buen vecino, mientras que Kirstein generó una serie de apreciaciones políticas que lo colocaban en una situación paradójica. Por un lado, criticaba a los sudamericanos por su falta de conocimiento del poderío norteamericano, pero a la vez creía que la posición política del gobierno de Estados Unidos era poco inteligente. Para él, la política del Buen Vecino era simple y presentada como pseudo-inocente y esta era una de las razones por las que había fracasado, por ejemplo, en Argentina, donde creía que el gobierno apostaba a una completa victoria alemana. Pensaba que los nazis tenían una propaganda indirecta y específica, mientras Estados Unidos no poseía información confiable y suficiente como para armar una acción efectiva. En un reporte a Nelson Rockefeller, examinó diferentes estrategias que podían hacer más eficiente la propaganda. Recomendaba tomar ventajas de las diferencias de sector entre los propietarios de la tierra (“los estancieros”, como les llamaba) y las clases industriales en crecimiento, para diseminar diferentes ideas. Desde su perspectiva, los terratenientes eran profascistas porque tenían enorme miedo al comunismo y la pequeña burguesía no tenía una influencia política importante: “En una victoria del Eje ambas clases se ven beneficiadas. Ninguna necesita nada de nosotros” (Kirstein 1942h), por ende, concluía que Argentina tenía mayor temor de una victoria aliada que de una alemana. En definitiva, la propaganda política de Estados Unidos había fallado, aunque tenía algunas esperanzas de poder mejorar la situación.

Detrás de sus decepciones, Kirstein planteaba, de una forma irónica y de acuerdo con su lógica imperialista, un plan para crear una nueva política. Le señaló al coordinador de la OCIAA que una de las mejores cosas que podían hacer era “llevar niños indígenas a Estados Unidos y enviarlos de vuelta como líderes para sus propios pueblos [… ] el museo será, con suerte y dinero, el primer trabajo científico en relaciones culturales” (Duberman 2007: 382). Lejos de proponer un encuentro de culturas, reforzaba la posición de superioridad norteamericana que educaba y formaba a los indígenas del otro continente. Su interpretación orbita en lo que Ricardo Salvatore ha puntualizado para los académicos de los Estados Unidos en la primera parte del siglo XX, donde la Norteamérica moderna “fue un espejo donde Sudamérica podía mirarse a sí misma en orden de comprender su propio atraso y debilidad” (Salvatore 2006: 256). De este modo, el etnocentrismo elevaba a la categoría de universal los valores de la sociedad norteamericana exaltando el nacionalismo. Como sugiere Todorov, el nacionalismo cultural afirma la calidad del arte en contra del nacionalismo egoísta expresado en el fascismo (1990: 149).

Años más tarde, en ocasión de la Conferencia de Estudios sobre el Arte Latinoamericano, en 1945, Barr sostuvo que, a pesar de que mucha gente del MoMA no era especialista en América Latina (excepto Grace Morley) y no tenían conocimiento de su arte, “entraron al campo con un espíritu de descubrimiento” (Barr 1945: 14), esperando que estos resultados sirvieran para hacer nuevos y profundos estudios. No es posible determinar cuánto de este descubrimiento fue un encuentro entre culturas. Parecía más bien “una conquista intelectual de Sudamérica, en el sentido de apropiación e incorporación de la región en un campo de visión y amplitud de influencia” (Salvatore 2006: 18), observando que había una suerte de nuevo descubrimiento de parte de Estados Unidos.

El trabajo de Lincoln Kirstein tuvo éxito al colocar a artistas sudamericanos en un escenario como Nueva York, donde podían prestigiarse internacionalmente. El esfuerzo personal que realizó para llevar a estos pintores a esa escena le valió el reconocimiento de Alfred Barr, quien lo felicitó efusivamente (Barr 1943). Recolectar, evaluar y clasificar formó parte del “complejo exhibicionario” que construyó el gobierno norteamericano (Bennet 2017). Tanto él como Barr coincidían en que había que adquirir la mayor cantidad de trabajos para luego seleccionar, y si bien su preocupación giraba en torno a los artistas, obviamente les interesaba la valoración estética. Esto expresaba no solo la calidad sino la posibilidad de instalar a esos artistas en los circuitos de galerías. Por tanto, es interesante notar a quiénes seleccionaron para la exposición. Algunos pintores ya eran reconocidos como creadores de un arte de relevancia internacional desde la década del treinta, como el caso de Rivera, Orozco o Portinari; otros eran nuevos en el escenario norteamericano.

En su obstinada comparación con Estados Unidos, llegó a una conclusión previsible: la pintura norteamericana era “más fuerte, vigorosa y renaciente” (Barr 1943: 38), reforzando el carácter centralista y nacional de su interpretación. También su viaje lo convenció que el arte realmente moderno y nacional era el de su país. Mientras la pintura sudamericana era presentada como histórica, los artistas norteamericanos parecían encarnar el verdadero arte contemporáneo. Desde su punto de vista estético, la mayor limitación de la pintura latinoamericana era la influencia europea, aunque guardaba ciertas esperanzas de que se forjara una verdadera pintura nacional que escapara a los tipismos clásicos. Por ejemplo, en carta al pintor argentino Alfredo Guido, le decía: “espero que para ustedes empiece una época de nacionalismo en el arte, que no es solo pampa, gauchos sino un estudio de su gran ciudad, de la vida de la ciudad [… ]. El Norte, el Nahuel Huapi, el barrio de la Recoleta, en Buenos Aires, están llenos de encanto personal y motivos pintables” (Kirstein 1943c). Este era el modo en que creía que una figuración nacional podía forjar una escuela artística que liderara América del Sur.

Otros esfuerzos se fueron cimentando a lo largo de los años. En 1942, la Fundación Rockefeller le daba un subsidio de 17 650 dólares a la Hispanic Foundation para ampliar su colección del Archivo de la Cultura Hispánica. El proyecto estaba a cargo de Robert Smith, Elizabeth Wilder y Miguel Covarrubias. En septiembre, en el National Museum de Washington se exhibía una muestra de arte centro y sudamericano, además de una de arte mexicano. Esta última llevaba como título “Hombro contra Hombro” y se ubicaba en la Biblioteca del Congreso. Era una selección de impresiones aztecas junto a otros grabados más modernos. La crítica del Washington Post señalaba que estos elementos traían la civilización de México de forma más cercana al entendimiento de los Estados Unidos y creaba “una conversación más fluida entre las civilizaciones del sur y la nuestra” (1942: L7). Hubo una larga serie de exhibiciones en el ámbito nacional, por ejemplo América del Sur en Estados Unidos (Museo de Brooklyn 1941-1942), el Concurso de Afiches del hemisferio unido (MoMA 1942) y The Americas Cooperate (MoMA 1942) y las muestras circulantes del moma.

Por su parte, Grace Morley organizó una serie de pequeñas exhibiciones sobre arte de Latinoamérica que circularon a lo largo del país al menos hasta 1945.

Conclusiones

Las primeras experiencias como las muestras del museo Riverside en 1939 y 1940 abrieron un espacio para experimentos más arriesgados como la exhibición de pinturas latinoamericanas llevada a cabo en Macy’s en 1942, hasta llegar a la ambiciosa colección de 1943 en el MoMA. A pesar de las críticas, una de las consecuencias interesantes que dejó esta última fue que el arte latinoamericano se convirtió en un tópico que tenía sentido no solo en términos de exhibir sino también de coleccionar. No hay dudas de que el MoMA estaba orgulloso de tener la colección de arte latinoamericano más grande del mundo y esto ponía en una escena destacada la visión de obras para coleccionar y no solo para observar. El arte de Sudamérica adquirió importancia internacional, las exposiciones que se reprodujeron a lo largo de Estados Unidos ayudaron a consolidar esta relevancia.

Por supuesto que el hecho de que el MoMA se orientara hacia la política del Buen Vecino y la centralidad de la guerra ayudó a visibilizarlo e impulsó el efecto multiplicador que tuvo en el resto de los museos norteamericanos. Sin embargo, hay rasgos que son evidentes: el primero es que, en términos de instrumentación política, estos intercambios fueron más bien un fenómeno de la costa Este y de allí el papel cuasi hegemónico del museo de Nueva York y la influencia de la familia Rockefeller. El segundo rasgo es el sesgo mexicano en el arte latinoamericano exhibido en dicha muestra. Los especialistas —quizá la excepción fue Grace Morley— familiarizados con el arte muralista que desde la década de los treinta se exhibía regularmente, confiaron en estas tendencias más que en las corrientes particulares de cada país. En el caso de Kirstein, su preferencia por la estética del muralismo limitó en mucho las elecciones artísticas que hizo en su viaje de recolección por América del Sur.

Cuando revisamos las diversas exposiciones vemos que, si bien hay una constante en relación con el peso de las naciones, no es así en términos de obras. Por ejemplo, la comparación entre los catálogos de las exhibiciones en el Riverside Museum de 1939 y 1940 con el MoMA casi no repiten obras. Esto resulta un dato de interés, aun cuando el arte que se consideraba de calidad procediera de las mismas naciones e incluso los mismos artistas, había una diversidad de obras de arte circulando.12

Una consecuencia interesante de la política de buena vecindad en el arte es que las obras latinoamericanas circularon por diversos espacios de exhibición, a los museos se sumó la PAU, que hizo una incesante tarea de dar a conocimiento el arte de Sudamérica a través de diferentes dispositivos como publicaciones, afiches, copias, charlas, etc. Sin duda, estos fueron años cruciales en los esfuerzos norteamericanos para sostener una activa política de buena vecindad y ganar “las mentes y los corazones” de los vecinos. Al estudiar los planes de la oficina dirigida por Rockefeller y las iniciativas particulares de algunos de sus participantes sabemos que fue un complejo institucional que tomó lugar con múltiples aristas y desarrollos.

En junio de 1943, la Sección de Arte de OCIAA cesó sus actividades. Aunque Lincoln Kirstein se retiró de la escena porque se alistó en el ejército, Grace Morley y René D’Harnoncourt continuaron la tarea de coordinar acciones con la misma orientación. Este último había pactado con Rockefeller un viaje hacia América del Sur. En ese momento era el vicedirector del MoMA, y se proponía construir una continuidad con las gestiones precedentes. El vicedirector aseguraba haber “estudiando cuidadosamente el programa general que llevaría a cabo para el Museo y hacer que el viaje sea lo más fructífero. Es importante para mí, para el éxito del viaje, haber estudiado los departamentos aquí y su posible contribución para hablar en términos concretos con organizaciones latinoamericanas con quienes queramos cooperar” (D’Harnoncourt 1944). D’Harnoncourt retornó a América del Sur en 1945, visitando Argentina, Brasil, Chile y México. Dictó conferencias sobre arte de los Estados Unidos, en particular sobre arte indígena, y se volcó a mantener la tarea que se había iniciado en los años anteriores, intentando que el vínculo entre las Américas se consolidara.

Con el tiempo, el entusiasmo disminuyó y los fondos dedicados a las exhibiciones y a las giras por Latinoamérica también. Esto era previsible. Desde 1941, los informes señalaban las dificultades logísticas además del exceso en los gastos de mantenimiento y del envío de los materiales para llevar a cabo las actividades. En muchas ocasiones las restricciones geográficas y de vialidad en el traslado de las muestras tuvieron un alto impacto, además de las demoras.

Sin embargo, como sostiene Herrera Ulloa, América del Sur se convirtió en el “laboratorio de pruebas para las futuras figuras del mundo del arte de los 1940 y 1950 que cambió para siempre, tanto directa como indirectamente, el mapa global de exposiciones de arte moderno y circuitos de arte modernista” (Herrera 2017). En la década de 1950, el MoMA creó un programa para circular exposiciones en el extranjero que contó con un monto de casi un millón de dólares para llevarlo a cabo. Posteriormente, una nueva exhibición de la colección latinoamericana circuló por el país. Nuevos expertos fueron tomando espacio en el campo del arte latinoamericano como José Gómez Sicre, quien había contactado con Lincoln Kirstein en su viaje por Sudamérica y luego estableció una relación de colaboración con Monroe Wheeler. Posteriormente, en los años de la Guerra Fría y la Alianza para el Progreso, el arte latinoamericano se revitalizaría con las vanguardias de los años sesenta, pero esta vez bajo otra dinámica política. Con el final de la guerra, el MoMA apoyó fuertemente la pintura abstracta, lo cual disgustaba a Lincoln Kirstein, pues la consideraba carente de “procesos técnicos estables y destreza racional” (Welch 2019). Esta preferencia por la abstracción no solo impactó sobre la colección de arte norteamericano, sino que también lo hizo sobre el latinoamericano, sobre todo a partir de los años sesenta. Aunque los clásicos latinoamericanos continuaron siendo exhibidos.

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1Primero denominada Office of Inter America Affair (OIAA) luego Office of Inter-American Affairs, History of the Office of the Coordinator of Inter-American Affairs: Historical Reports on War Administration OCIAA. Washington, DC: GPO, 1947.

2Es posible pensar este fenómeno como parte de las estrategias de un imperio informal norteamericano en el cual el conocimiento de América del Sur se organiza en torno a acciones determinadas como recolectar, clasificar y ordenar. Joseph Gilbert et al. 1998.

3Fue su compañero de universidad además de ser cuñado de Walter Rothschild, quien estaba asociado al padre de Lincoln Kirstein en la tienda Filene’s.

4Portinari había sido reconocido en 1935 con la mención segunda en la Carnegie International Exhibition. Pero no fue sino hasta 1940 que se hizo conocido en Estados Unidos, cuando en 1940 expuso sus trabajos en: An Exhibition of Modern Paintings, drawings and Primitive African Sculpture from the Collection of Helena Rubinstein (marzo, Washigton, D.C.); en su exhibition individual en la Panamerican Union en Washington D.C., y su participación en Latin American Exhibition on Fine Arts at the Riverside Museum (julio de 1940).

5Rockefeller adquirió un retrato de Portinari en 1941. Luego le encargó un retrato de sus hijos gemelos y, en un gesto de espejo, compró un retrato del propio hijo del pintor Joao Candido. Más tarde, Rockefeller le compró las pinturas Woman with a Cock y Flying Kites como un regalo para la familia Edsel Ford, y The Scarecrow para su madre, Abby Aldrich Rockefeller. En diciembre de ese año, Rockefeller envió un retrato de Portinari al subsecretario de Estado Sumner Welles como regalo de Navidad. En una carta a un amigo que detalla las compras y comisiones de Rockefeller, Portinari se quejó de que había estado trabajando como un burro (“burro de carga”). Nelson Rockefeller 1941.

6Sheldon Harte era norteamericano, de filiación comunista, que se desempeñaba como guardia de Trotsky en México. Participó en el operativo que dirigió Siqueiros para asesinar al líder soviético. Frustrado el intento de asesinato, Harte se dio a la fuga y fue encontrado muerto pocos días después. Siqueiros y sus cómplices lo vieron como poco confiable, que podría denunciarlos si era interrogado. Mientras dormía, le dispararon una bala en la cabeza y posteriormente arrojaron su cuerpo a un pozo de tierra y lo cubrieron con cal.

7Para ese entonces (mes de marzo) Pettoruti había retornado a la Argentina.

8En la carta se refería a algunos problemas que había tenido Kirstein a lo largo de su viaje por América del Sur, “Después de todo, me tiene que agradecer por mi discreción con respecto a algunos de los episodios de su viaje que han sido contados por amigos de allí, y que no he repetido, en parte porque pensé en las dificultades, sentí que él estaba haciendo en un trabajo arduo y hubiera sido injusto estresarlos indebidamente” (Morley 1943a).

9Senador nacional, miembro de la Asociación Amigos de las Bellas Artes y presidente de la Comisión Nacional de Arte del Senado.

10Implica que está influido por Henri Matisse.

11Morley destaca ante Alfred Barr que las compras de Kirstein habían sido justas y representativas, aunque lamentaba que no hubiera descubierto más artistas nuevos.

12Entre la exhibición de 1940 y 1943 hay pocas repeticiones, de Portinari Adalgisa Ney o Mujer y niño. En el caso de Rivera, Retrato de una niña, Paisaje. Rufino Tamayo expone su obra Mujer en la exposición de 1939 y en la de 1943. Por ejemplo, en la exhibición de 1940 y la de 1943 no repiten obras de artistas argentinos que habían expuesto en 1939 en la World Fair and Golden Gate Exposition.

Recibido: 06 de Junio de 2020; Aprobado: 16 de Marzo de 2021

Andrea Matallana. Socióloga y magíster en Investigación Social por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Doctora en Historia por la Universidad Torcuato di Tella (UTDT). Es profesora del Departamento de Estudios Históricos y Sociales de esta institución, así como del Centro Cultural Ricardo Rojas (UBA). Entre sus publicaciones se encuentran: El tango entre dos Américas. Representaciones en Estados Unidos durante las primeras décadas del siglo XX. Buenos Aires: Eudeba, 2016; Delicias y sabores. Desde Doña Petrona hasta nuestros días. Buenos Aires: Capital Intelectual, 2014; Jaime Yankelevich: la oportunidad y la audacia. Buenos Aires: Capital Intelectual, 2013. Participa en el proyecto de investigación “Circulando en el laberinto”, financiado por el Foncyt y dirigido por Pablo Gerchunoff. Integra el Grupo de Estudios sobre la Cultura del Entretenimiento.

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