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Latinoamérica. Revista de estudios Latinoamericanos

On-line version ISSN 2448-6914Print version ISSN 1665-8574

Latinoamérica  n.48 Ciudad de México Jan. 2009

 

Reseñas

 

Manuel Ruiz Figueroa [coord.], El Islam y Occidente desde América Latina,

 

Hernán G. H. Taboada*

 

México, Colmex, 2007, 319 pp.

 

* CIALC–UNAM

 

Después de la portada con el ambicioso título, el prólogo del compilador nos advierte juiciosamente que no existe una visión del Islam desde América Latina, lo cual sería como pedir una visión desde Europa o Estados Unidos. La diferencia que yo percibo es que para nosotros no se trata de navegar entre una plétora de posiciones con autoridad más o menos semejante, sino entre una poca de investigación menesterosa y sobre todo derivada de los trabajos producidos en otras latitudes. Con lo cual resulta también simplista y sujeta a graves distorsiones. Éste es el trasfondo que creo necesario anteponer para que se aprecie en su debido valor el presente libro: el de ayudarnos a evitar algunas trampas en las que nos ha hecho caer el carácter derivativo de nuestra ciencia. Y hasta puede ocurrir aquello que entre tahúres se dice: "a veces el mirón ve más que los jugadores". Obsérvese lo siguiente.

En primer lugar, el libro evita los esencialismos que en la teoría todos abjuran pero que la escritura divulgativa ha difundido pródigamente en nuestro medio. Verdad es que el título parece aludir a un Occidente y a un Islam (o una América Latina, ya que estamos) como entidades monolíticas y transhistóricas, pero parece tratarse de una inercia, traicionada por un detalle tipográfico: a lo largo del libro, islam aparece regularmente con minúsculas y Occidente con mayúsculas. En las posteriores páginas se aclara que la referencia es al "llamado Occidente", y con ello se esboza la tan necesaria problematización de su existencia. Más aún: una acotación de Manuel Ruiz nos advierte que en la Edad Media en rigor no existía ni siquiera Europa.

Son cosas que es necesario decir y repetir a los muchos que creen que se trata de entidades que hasta se pueden tocar con la mano, y no es así. Hay quien duda que existan y no se trata de caprichos semánticos, porque todos estos términos constituyen el núcleo de una utilización ideológica bastante extendida (recordemos la expresión dramática con la que se hablaba de ciertos famosos atentados como de un "ataque a Occidente"). Es lo que en otra parte he llamado "falacia civilizacional", en cuyo urgente desmonte podemos colaborar muy útilmente desde América Latina; precisamente porque aquí somos más conscientes que en otras partes de habitar una entidad de nombre y esencias tradicionalmente atribuidas por otros.

Otro apuntamiento amago hacia algo muy formal e inmediato, ahí donde sería relativamente fácil establecer de una vez por todas nuestras normas, hacia la transcripción de nombres. No predico que nos atengamos a soluciones como la de la Escuela de Arabistas Españoles, que es bastante engorrosa, pero sí que evitemos referirnos a los "scitios", a los "hatti" que renglones después se convierten en los "hititas", a los "urartu" (pp. 298–299). Son cuestiones menores, se me dirá, pero que se enlacen con otras mayores se evidencia poco después cuando se nos habla de la "estructura genérica" y de la "raza" de los kurdos (¿y por qué no curdos?).

Afortunadamente este accidental descuido onomástico no trasunta desviaciones mayores, permitiéndome señalar en segundo lugar cómo las colaboraciones se esfuerzan en presentarnos el punto de vista de los interesados, que son citados junto a los manuales, repertorios y revistas que todos conocemos. Se podrá decir que en esta época de multiplicación de las escrituras y de su fácil localización en Internet la tarea se facilita, sin embargo la evidencia apunta a multitud de huellas que sigue dejando por doquier la escritura imperial y cómo es mérito de los autores el alejamiento del tan mentado orientalismo, tanto que termina transformándose fácilmente en autoorientalismo.

Ello es importante porque un recurso bastante habitual de la polémica contra el Islam consiste en dar la voz a sus expresiones más obnubiladas o irracionales, lo cual hace la refutación sumamente fácil (a veces se trata simplemente de dejarlos hablar). La estrategia es eficaz en la polémica, pero enrarece el ambiente y no permite hacer justicia a un abundante cuerpo de reflexión producido en el Islam y abocado a sus problemas, cuya permeabilidad llega hasta los puestos de revistas callejeros del Medio Oriente y de Europa. Es bastante desconocido, y no sólo por nosotros; aunque en él abundan la repetición y la retórica, su misma abundancia y popularidad, junto a algunos ejemplos que este libro allega, me hacen creer que también hay autocrítica y renovación. A fin de cuentas, argumentemos desde aquí, tampoco todos nosotros seguimos repitiendo eternamente el discurso arielista (que muchos lo hagan es otra cosa).

Por recurrir a varias fuentes, escapa el libro, señalo en tercer lugar, a las reiteraciones acostumbradas. Aclaremos: no es sólo nuestra propensión a la retórica, es también que las publicaciones existentes nos suponen ha–bitualmente dueños de una ignorancia absoluta sobre el Medio Oriente y el Islam, y que por lo tanto consideren obligatorio repetirnos inveteradamente las mismas consignas. Ilustración de la diferencia me parece el artículo de Roberto Marín sobre el conflicto árabe–israelí. En vez de la vulgata eterna sobre la fundación del Estado de Israel y consideraciones abstractas sobre los derechos palestinos, que solemos leer o escuchar en todo artículo, tesis o conferencia, Roberto nos brinda detalles, datos precisos, alusiones a la vida cotidiana, que nos dejan por fin entender cantidad de aspectos de cómo puede ser la existencia en esos territorios tan nombrados en la prensa pero tan fantasmalmente conocidos.

Falta en él, es cierto, bibliografía que endose la versión israelí. Más aún, falta en todo el libro un artículo que la explaye, un antídoto paralelo a la vulgata sobre el heroísmo de los pioneros igualmente atentos al fusil y al arado. El compilador habrá oído decir que cuando los dioses a alguien quieren perder, les hacen creer en la posibilidad de hacer convivir entre dos tapas la versión islámica y la israelí. Me atrevo a sugerir que aquí, tan lejos de los dioses, podríamos haberlo intentado.

En cuarto lugar, las colaboraciones han dejado de lado con mucho tino cantidad de lugares comunes que siguen poblando los tratamientos. Agradecemos la falta de la apologética oficial panarabista o islamista, el victimismo habitual o los baños de pureza: en ningún lado se afirma que el Islam dio origen a la ciencia europea y que toda la culpa de todos los males que ahora sufre el Medio Oriente es del imperialismo (el faltante artículo israelí tampoco se titularía, en este espíritu, "La única democracia de Medio Oriente"). Como útil sustituto de aquel fárrago cada vez menos creíble, se ofrece la revisión de algunas explicaciones simplistas que corren con bastante libertad. Sobre todo el artículo de Elizabeth Peña me ha parecido que ahonda en esta destrucción de lugares comunes: sobre un Islam monolítico, sobre la unión en él indisoluble de religión y política, sobre la genealogía de sus desviaciones.

En quinto lugar, colacionando lo dicho, observo que estos textos no podían provenir sino de América Latina. Al respecto es desorientadora la aclaración del editor, cuando nos advierte que de los nueve autores siete son latinoamericanos, uno es un argelino asentado en México y el restante es español. No me parece que el latinoamericanismo del enfoque exija saber nada sobre el origen de los colaboradores. Como tampoco exigiría constantes menciones a América Latina, que no abundan en el texto: una referencia al Plan Colombia (pp. 123–124) y otra a México (p. 174) son más bien anecdóticas.

La marca de origen se encuentra en otro lado, y para señalarla voy a recoger una idea de Rafael Gutiérrez Girardot sobre la labor medievalista de José Luis Romero; aunque aparentemente un divulgador de los resultados de la investigación realizada en Europa, en la ardua investigación del argentino aparecen algunas peculiaridades significativas: su exposición del feudalismo, a diferencia del de los historiadores europeos, enfatiza las rupturas, los quiebres. Algo análogo puedo hallar aquí: no sé si los autores o el compilador se habrán dado cuenta, pero el énfasis de las colaboraciones (visible desde los títulos mismos) está en la dualidad, la dificultad en coexistir, las ideas falsas sobre el otro. Son todos temas que vamos a reconocer como predilectos todos los que mínimamente nos hayamos asomado a la bibliografía producida en y sobre América Latina.

Siendo el número cinco, especialmente significativo en el Islam, cierro aquí repitiendo la urgencia de muchos esfuerzos como éste: numerosas instancias nos quieren convencer que es inútil hacer ciencia y técnica desde América Latina, o por lo menos que nos atengamos a lo menos exótico, porque lo exótico es más barato comprárselo ya armado a quienes saben traducirlo a nuestras necesidades. Remachando tal consejo, ahora van a surgir con facilidad leones condescendientes, que desde otras latitudes y una mayor cercanía al tema acudan con señalamientos jocosos sobre el presente libro y con su alud de citas bajo el brazo. Aceptémoslas con humildad, prometiendo que la próxima versión será mejor (como ésta de muchas otras anteriores), pero también argumentemos que esto de ir a pedir folletos a las embajadas, de comprar el producto ya armado, no nos convence: podía ser un honesto martillero el Babbitt de Sinclair Lewis, pero más que tonto si dejaba al cliente adivinar sus intenciones.

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