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Latinoamérica. Revista de estudios Latinoamericanos

versión On-line ISSN 2448-6914versión impresa ISSN 1665-8574

Latinoamérica  no.48 Ciudad de México ene. 2009

 

Pensamiento latinoamericano

 

Antonio Caso, el personalismo y Nuestra América

 

Marcos Cueva Perus*

 

* Instituto de Investigaciones Sociales–UNAM (cuevaperus@yahoo.com.mx).

 

Recibido: 7 de mayo, 2008.
Aceptado: 12 de septiembre, 2009

 

Resumen

A partir de distintos textos de Antonio Caso, esta investigación demuestra que la Conquista de América y la Colonia dejaron una herencia histórica y psicológica que ha vuelto imposible el reconocimiento de la persona humana. Al mismo tiempo, este texto recalca la importancia que Caso le otorgó al moralismo francés en la búsqueda del personalismo. Dicho moralismo, al igual que la Ilustración, no cuajó en la América Latina previa a la Independencia, ya que los pensadores nativos no consiguieron desprenderse de la impronta oscurantista del catolicismo. Para concluir, se argumenta que una auténtica conciencia moral está por forjarse en nuestro subcontinente.

Palabras clave: Antonio Caso, Moralismo, América Latina.

 

Abstract

Using different texts of Antonio Caso, this research intends to show that the legacy of the Conquest and the Colony in Latin America has been unable, because of historical and psychological reasons, to recognize the "human person". At the same time, this texts show how important was for Caso the French moralism in search for personalism. This moralism wasn't important to the pre–Independent thought in Latin America, because of the big influence of the Catholic Church. Finally, a real moral conciousness is still to construct in Latin America.

Keywords: Antonio Caso, Moralism, Latin America.

 

No es el propósito de este texto abundar en la trayectoria personal y pública de Antonio Caso, de sobra conocida, al igual que su obra. Con frecuencia se ha puesto de relieve el interés que tuvo Caso por la fenomenología alemana. Sin embargo, son otros los aspectos que buscamos destacar en dicho autor. Caso mostró admiración por la Ilustración francesa, algo no muy frecuente en el pensamiento latinoamericano y caribeño, ni siquiera en los años previos a la Independencia. Por otra parte, trabajó sobre el personalismo, cuyo representante más conocido en Francia fuera Emmanuel Mounier, en la segunda posguerra del siglo XX. El personalismo consideraba que la persona es un fin en sí mismo y no un objeto.1 En el ámbito intelectual internacional se ha puesto de moda denostar a la Ilustración, a la supuesta Razón (con mayúscula) que se habría querido entronizar y al eurocentrismo implícito. Estos embates han enfilado de manera reciente contra cualquier pretensión de universalismo y, por ende, contra la posibilidad de abstraerse de las particularidades culturales (en las cuales las personas son objetos con identidad) para postular la existencia de una condición humana válida para todos y en las más distintas latitudes. Este mismo procedimiento puede otorgar carta de naturalización a prácticas culturales localistas que, dicho sea con toda claridad, no están exentas de defectos, ya que suponen la separación (e incluso el antagonismo) entre la razón y la emoción. Es algo a lo que Caso se oponía.

Este texto busca abundar en el modo en que Caso se aproximó al personalismo y al cristianismo en general. Se trata de explicar la imposibilidad de darle forma al cristianismo (distinto del catolicismo) en el contexto latinoamericano y caribeño. Es una tarea que ni siquiera logró llevar a cabo la Teología de la Liberación, que en los años setenta del siglo pasado se estancó en la "opción preferencial por los pobres" (Gustavo Gutiérrez, Helder Cámara). Este texto quiere demostrar cómo las condiciones históricas del subcontinente americano, heredadas de la Conquista y de varios siglos de Colonia, no pudieron desembocar en el reconocimiento de la persona humana ni en su emancipación. Esta negación de la persona no es algo exclusivo de América Latina y el Caribe. Es probable que cada sociedad tenga su propia forma de proceder a deshumanizar. Con todo, la Conquista y la Colonia establecieron en América Latina y el Caribe sus propias modalidades de negación de la condición humana.

En las conclusiones, buscaremos preguntarnos si, a partir de obras como la de Caso, es posible interpretar en retrospectiva la herencia sicológica que dejó el pasado colonial en las mentalidades latinoamericanas y caribeñas. Si Caso sigue vigente, es en la medida en que una auténtica conciencia moral y autorreflexiva —razonable— no ha podido abrirse paso en América Latina y el Caribe.

Hay un hecho que no debiera soslayarse. De todos los imperios que aparecieron en la Modernidad, si se excluyen el británico y el francés, el español, de casi tres siglos de duración en el subcontinente americano, fue uno de los más duraderos, mucho más que el alemán, el japonés, el austro–húngaro, el británico de India, el holandés, el portugués (incluido el de Brasil) y el ruso, pero también mucho más (antes de la Modernidad) que el inca y el azteca. Es sólo hasta 1898, con la guerra hispanoamericana, que España abandonó sus últimas colonias en el subcontinente, Cuba y Puerto Rico, por lo que el Imperio español de América se prolongó incluso por casi cuatro siglos. En perspectiva, han transcurrido apenas dos siglos de Independencia formal, menos de lo que duró la Colonia, y falta todavía una distancia suficiente para evaluar qué fue del siglo XX, en el que tantas ilusiones emancipatorias se quebraron. Los tiempos mencionados permiten sostener que, pese a lo vertiginoso de los cambios en el siglo pasado, la principal herencia de la Conquista no ha desaparecido del todo en las mentalidades latinoamericanas: es la herencia de la violencia.

 

I. EL PROBLEMA DE LA VIOLENCIA

En un estudio muy detallado sobre la visión de los vencidos en el Perú a raíz de la Conquista, Nathan Wachtel plantea un problema crucial: no se dispone hasta ahora de una traducción sicológica adecuada de lo que aconteció a partir de la Conquista. No es una tarea fácil, si se piensa en que la primera reacción ante el encuentro de españoles e indígenas fue de estupefacción.2 Para el autor, el traumatismo que sufrieron los indígenas podría ser definido en términos más rigurosamente psicoanalíticos, pero la investigación en este terreno se encuentra en estado embrionario y los resultados han sido poco seguros.3 Es en este terreno que queremos avanzar aquí, hasta donde es posible hacerlo.

La violencia fue un hecho crucial, aunque no sea un patrimonio exclusivo del Descubrimiento de América. Las investigaciones comparativas entre distintas latitudes han avanzado muy poco, por no decir que casi nada, en buena medida porque se ha dado la violencia por instinto natural del Hombre, con frecuencia ajeno a contextos culturales precisos. Sin embargo, hay un hecho que llama poderosamente la atención en la Conquista de América. Salvo excepciones, la violencia no fue la de las grandes batallas (al modo de las que llenan la Historia de Europa o de Eurasia), sino que resultó del encuentro entre dos mundos desconocidos el uno para el otro, y adquirió entonces un fuerte cariz psicológico.

En la historia oficial (e incluso en la que no lo es) se ha puesto demasiado énfasis en el hecho de que aztecas e incas confundieron la llegada de los españoles con la de los dioses (Quetzalcóatl por ejemplo). En realidad, Wachtel aporta más allá de cualquier opinión meramente subjetiva datos que demuestran que los indígenas se percataron pronto de que se encontraban ante bárbaros, lo que los aztecas llamaron "popolocas" después de lo ocurrido en la fiesta de Toaxcatl y la masacre del templo.4 Los españoles no se interesaban por nada que no fuera metal precioso y según los informantes de Sahagún, los aztecas los llamaron "puercos que sólo ansiaban el oro".5 No se quedó atrás el Chilam Balam de los mayas de la actual Guatemala, donde la supuesta cualidad divina de los españoles fue menos admitida.6 Los tiempos de la Conquista se convirtieron textualmente en "tiempo loco",7 el del caos absoluto,8 tema que se encuentra también entre los incas. Lo que sorprende en el Chilam Balam es el contraste entre una Edad de Oro maya que habría sido sana (contra lo que sugieren interpretaciones tan artificiales como la del reciente filme de Mel Gibson, Apocalypto9) y una presencia española que ya no lo fue, al no traer más que desgracias. Se ha elaborado con frecuencia el argumento contrario, pero pareciera ser cierto que, pasadas la estupefacción y la incredulidad, algunos grupos indígenas llegaron a la conclusión de que los "popolocas" no podían ser dioses y menos aún personas.

En esta perspectiva, no hay razón lo suficientemente sólida para sostener que la irrupción de los españoles en América marcó el triunfo de la civilización sobre la barbarie, y por lo mismo el comienzo de una Modernidad rectilínea. José Martí llegó a formular la interrogante de este modo: "¿valía más lo que había en América cuando expulsamos a los conquistadores, que lo que había cuando vinieron?".10 Los españoles, con ocho siglos de lucha contra los musulmanes y de interminables pugnas intestinas, solían ser en algunos aspectos más bárbaros que las civilizaciones precolombinas (la azteca y la inca, para no mencionar a la maya previamente desaparecida), si se deja de lado cualquier evaluación sobre diversas comunidades primitivas (entre las cuales podía llegar a existir la antropofagia), distintas de las despótico–tributarias de Mesoamérica y los Andes. Aunque Francisco de Vitoria tuviera razón en condenar distintas prácticas, sin duda inhumanas de los indios, las guerras floridas y los sacrificios humanos de los aztecas, por ejemplo, no eran forzosamente peores que las atrocidades que cometieron los conquistadores, o que las prácticas de la Inquisición española, que quemaba a las personas en una plaza pública mientras las felices damas madrileñas asistían desde sus balcones al supuesto festín. Fue más bien la barbarie de unos cuantos la que se impuso al refinamiento de aztecas e incas, aunque no quepa en modo alguno idealizarlos. De otro modo no podría entenderse que esas prácticas bárbaras hayan sobrevivido por lo menos hasta las pugnas intestinas del siglo XIX americano. Martí describió a la perfección a quienes llegaron a América y que no podían traer civilización alguna: "llenos venían los barcos de caballeros de media loriga, de segundones desheredados, de alféreces rebeldes, de licenciados y clérigos hambrones".11 En esta perspectiva se situó también en su época Vitoria, al negar que a los indios, a quienes de todos modos llamaba "bárbaros", les faltase razón y fueran por ello "amentes": "[..] creo —afirmó— que el que nos parezcan idiotas y romos proviene en su mayor parte de la mala y bárbara educación, pues tampoco entre nosotros escasean rústicos poco desemejantes de los animales".12 En una perspectiva histórica de muy larga duración, no es tan fácil demostrar que la Conquista de América no haya significado en realidad el comienzo de una larga descomposición. Habían llegado individuos, en el sentido peyorativo de la palabra ("fulanos"), pero no personas.

Por lo menos entre los aztecas se estaba lejos de la barbarie primitiva que se les ha querido atribuir, siempre tomando en cuenta que los grupos indígenas eran en extremo diversos en el continente americano (diversos, incluso, en el norte americano nómada). Aunque de origen bárbaro (en Aztlán), los aztecas se encontraban en la Edad de Oro y se caracterizaban a la llegada de los españoles por un alto grado de civilización y de refinamiento de las costumbres, entre las cuales, como lo ha demostrado Jacques Soustelle, contaban mucho el dominio de sí mismo y las buenas maneras,13 pese a la resignación que puede encontrarse por ejemplo en la poesía náhuatl. Lo que hicieron los españoles fue truncar una trayectoria, y este "truncar" (cuando despunta la existencia de la persona, que no del individuo) se convirtió en un elemento importante de la psicología social latinoamericana y caribeña. Es una práctica (poco importa si consciente o no) que explica desde los orígenes la falta de continuidad en muchos de los proyectos que tratan de emprenderse en América Latina y el Caribe, con la sola excepción (hasta el momento de escribir estas líneas) de la Revolución cubana. Antonio Caso se encuentra entre quienes detectaron en la discontinuidad uno de los principales problemas de México. "Los problemas nacionales —afirmaba Caso en 1943—jamás se han resuelto sucesivamente. Como nuestras necesidades, a medida que pasa el tiempo, se acumulan y quedan sin satisfacción adecuada [. ]".14 No hubo una lenta evolución, de "gestación pausada, acompasada", en palabras de Caso, aunque ninguna nación se guíe por la pura razón y una trayectoria uniformemente acelerada. Abundaron en cambio los bovarismos y quijotismos.15

En medio del caos, la violencia primigenia se caracterizó, antes que por grandes batallas que casi nunca se libraron (la de Tenochtitlan es la gran excepción), por la pérdida de sentido de las palabras, que desde entonces dejaron de comprometer para regatear en realidad el estatuto de persona. Los españoles y los indígenas fueron incapaces de desentrañar el significado del encuentro entre los dos mundos. Lo prueba la anécdota sorprendente de un Atahualpa al que se le ofreció la Biblia, la abrió y al no escuchar nada, la tiró encolerizado al suelo.16 Beatriz Pastor ha sugerido con qué solemnidad Cristóbal Colón, que caracterizaba a la población aborigen por defecto, solía hacer el ridículo. "[...] ante su propia ignorancia y dificultad en comunicarse con unos hombres cuya cultura no conocía y cuya lengua no hablaba, el Almirante se (atrevía) a acusar a los indígenas de no ser capaces de hacerse entender[.. ]".17 El Almirante codicioso se convencía al mismo tiempo, con toda facilidad, de lo que quería oír y lo que esperaba que le dijesen. Su imaginario buscaba responder a los requerimientos de la Corona antes que a la realidad y las necesidades de los aborígenes. "Colón selecciona, transforma, interpreta y elude, escribe Beatriz Pastor, creando verbalmente una representación de la realidad americana en la que lo imaginario y lo ficcional tienden a predominar claramente sobre lo real".18 La descripción es clave. Hasta hoy, el discurso dominante en América Latina y el Caribe, que es el discurso del país formal, suele caracterizarse por esos cuatro pasos enumerados por Pastor (seleccionar, transformar, interpretar y eludir) que terminan por esquivar lo real y silenciarlo (truncándolo), a lo que cabe añadir la pura y simple fabulación19 (y juego de palabras aparte, el gusto patológico por la confabulación, con frecuencia al margen de cualquier análisis de una situación objetiva).

El significado del Descubrimiento de América pronto se diluyó entre el discurso dominante subjetivo ajeno a la realidad y, por decirlo de algún modo, el enmudecimiento de quienes podían dar cuenta de ella, pero fueron privados de la más elemental Humanidad20 y del derecho a la palabra, sobre todo a contradecir. Si se sigue el argumento de Beatriz Pastor, en el origen del subcontinente la palabra no estuvo hecha para comunicar e intercambiar, sino para callar al Otro, dejarlo en el mutismo o la parálisis. La percepción indígena de la realidad fue sistemáticamente eliminada,21 de tal modo que, andando el tiempo, ya no es fácil de reconstruir, aunque sí de mitificar.

Desmentidos hasta cierto punto por Wachtel,22 existen algunos argumentos que no pueden sostenerse sin más. Aunque existió, el "adelanto tecnológico" no fue decisivo en la victoria de los españoles (por ejemplo, las grandes epidemias que diezmaron brutalmente a la población originaria de la Nueva España en el siglo XVI poco tienen que ver con algún "adelanto tecnológico"). La circularidad del tiempo y la renuencia al progreso podrían explicarse por la imposibilidad para resolver el problema planteado por la violencia y la incomunicación verbal–psicológica.

La argumentación de Beatriz Pastor permite establecer algunas de las claves de la violencia psicológica, que atenta contra lo que en buen cristiano podría llamarse la "gracia", que Las Casas quiso de alguna manera descubrir en la simplicidad, la mansedumbre y la confianza de los vencidos23 (aunque enfrentado con él, fray Toribio de Benavente, Motolinía, sintió igual compasión por los nativos de América y recogió el legado de éstos en su Historia de los indios de la Nueva España). Escribía Las Casas, contra la tiranía que habían aportado los españoles, a quienes llamaba "ladrones y salteadores", que los originarios de América no tenían "maldades ni dobleces", ni rencillas, y que eran capaces de ser fieles "a los cristianos a quienes sirven", "aptísimos para recibir (la) santa fe católica e dotados de virtuosas costumbres".24 En una línea similar, al menos desde el punto de vista de la conducta (como la de evangelizar en lengua nativa), se encontraron por ejemplo Vasco de Quiroga y fray Alonso de la Veracruz, este último fundador del convento de Tiripetío (en el actual Michoacán, México) y entre los pocos doctos españoles de América que se abocó a la filosofía, buscando reformar la escolástica y volver a Aristóteles. José Martí encontró mucho más tarde rasgos similares entre los indígenas mayas y otros. Sobre los pueblos originarios, el prócer cubano escribió que son "constantes, leales, firmes y severos; que aman profundamente; que rechazan fieramente lo que no creen bueno".25 Como lo ha sugerido Leonardo Acosta, Martí no cayó en la idealización del "buen salvaje", pese (agregaríamos) a los primeros y quizá un poco sorprendentes párrafos de Nuestra América. Veía con claridad el problema planteado por la credulidad y la degradación que generaba la esclavitud,26 aunque ésta fuera servidumbre (para ser más exactos).

La clave sobre la que queremos detenernos aquí es la de la inocencia. Al llamar "naturales" a los pueblos originarios, una vertiente semántica permitió entenderlos como quienes se oponían a los artificios y estaban llenos de inocencia. Muy pronto, a partir del papel desempeñado por los conquistadores y por la evangelización, ser inocente y humilde se confundió de la manera más paradójica con ser culpable y no digno de un trato humano. En esta perspectiva no podía haber cabida para los comportamientos cristianos más sencillos, pese a excepciones como las de Las Casas, Vasco de Quiroga, Motolinía y Alonso de la Veracruz ya señaladas, que pudieron llegar a dejar entrever la perspectiva de un "encuentro" menos violento, gracias a otro cristianismo que el de la Iglesia católica predominante, inquisitorial, señorial y corrupta. Si algo quedó del don, es posible que haya sido por los antecedentes comunitarios y de reciprocidad precolombinos que sobrevivieron en lo popular pero que, al quedarse en ese estadio, no consiguieron articular intereses propios e imponerse a la "visión de los vencedores". Así, la inocencia se convirtió en el equivalente de la ilegitimidad.

 

II. LA ILUSTRACIÓN EN PERSPECTIVA

Más allá de la denuncia de Las Casas contra la empresa militar de la Conquista, fue sin duda Francisco de Vitoria quien, dentro del ámbito iusnaturalista y contra lo que sostenía Ginés de Sepúlveda, cronista oficial de Carlos V, se acercó a uno de los problemas que, bien mirado, permite adentrarse mejor en lo señalado por Beatriz Pastor. Vitoria, en efecto, limitó los alcances de la conversión al cristianismo, entendido como poder de la Iglesia y del Papa (que no debía ser "señor civil o temporal de todo el orbe"); aunque sujetó el acto de conciencia a la "autoridad de los sabios", a riesgo de que éstos erraran, se detuvo en el problema de la elección voluntaria,27 negando que ésta pudiera hacerse sobre la base de la ignorancia y el miedo,28 y condenó el uso de la fuerza, máxime si llegaba al grado que el libre albedrío lo pidieran "gentes armadas que rodean a una turba desarmada y medrosa".29 La palabra mide así, en la Conquista y la Colonia, el uso de la fuerza y la "resistencia" de quien en realidad, porque se le infunde miedo, está conminado a no tener voz, o a caer en el engaño por ignorancia. En efecto, para Vitoria, la Conquista de América y la apropiación de los bienes de los nativos fueron actos ilegítimos, lo que, agregaríamos, no impidió que en plena fabulación, los españoles reivindicaran el derecho (casi "natural") a lo ilegítimo, que perdura hasta hoy en distintas formas del discurso y las prácticas dominantes. En perspectiva, mientras Ginés de Sepúlveda hacía un alegato a favor de la "superioridad cultural" española, no siempre demostrable, Francisco de Vitoria dejó entrever que el Descubrimiento desembocó en el límite en la imposición de la ilegitimidad por la fuerza. Con todo, como no podía ser de otra manera, Vitoria no llegó a plantearse el problema de la legitimidad del laicismo, como tampoco llegará a hacerlo la Ilustración americana en el siglo XVIII.

Hubo que esperar hasta la aparición de figuras como Caso para que surgiera en América Latina y el Caribe un auténtico interés por la Ilustración europea, la francesa en particular, que no fue idéntica al Iluminismo italiano o la Aufklarung alemana. Dicho interés no existió ni siquiera en el siglo XVIII americano, pese a la riqueza casi enciclopédica de distintos personajes a la hora de describir las riquezas (sobre todo las naturales) y hasta las taras del subcontinente. Una obra como la de Alberto Saladino ha demostrado hasta qué punto se volvió rico antes de la Independencia el conocimiento científico sobre la Naturaleza, mediante la creación de instituciones educativas y su ocasional secularización, y en ámbitos como la astronomía, la física, las matemáticas, la química, la historia natural y la importantísima geografía,30 dado que América Latina y el Caribe seguían siendo en buena medida un misterio. Sin embargo, pese a la innegable distancia tomada ante la escolástica, algo subrayado por Saladino,31 la Ilustración americana no supo o no quiso desprenderse de la influencia de la metrópoli, en particular de la religión católica, a diferencia de la Ilustración francesa, capaz de distanciarse del mundo feudal, sus supersticiones y su fanatismo. En la Nueva España, por ejemplo, quienes cultivaban las Humanidades y buscaban hacerlas avanzar no dejaban de ser las más de las veces teólogos.32 Sólo en un caso bastante excepcional, como el de Francisco Javier Clavijero, despunta otra concepción del Hombre, a partir de la cercanía con el mundo indígena y prehispánico (Historia Antigua de México) y de la influencia del cartesianismo entre los jesuitas, aunque sin romper con los lineamientos de la XV Congregación General (Roma, 1706). Para Clavijero, las almas de los mexicanos no eran inferiores a las de los europeos.33 Sin abandonar el eclecticismo, surgirían luego en la Nueva España figuras avanzadas como Díaz de Gamarra o José Antonio Alzate, estudiadas algunas de ellas por Saladino.34

En el sentido sugerido más arriba apuntan las reflexiones de José Luis Romero, quien observa que las ideas de la Ilustración, que llegaron a América con el filtro español (en particular el de Jovellanos), no siempre tuvieron una vigencia real, en el sentido de profundas y duraderas. Ni siquiera es seguro que algunos autores mencionados a su vez por Chiaramonte en un análisis muy minucioso puedan incluirse en la Ilustración (no fue el caso de personajes como los fisiócratas Quesnay y Turgot).35 La Ilustración americana fue más bien moderada, no pudo resolver el problema planteado por la oposición entre el imaginario religioso y el racionalismo y, pese a la erudición en la que pone énfasis Saladino, no llegó al rango de una filosofía y mucho menos a la aspiración científica que un Humboldt buscaría tiempo después. Incluso en un caso como el de fray Benito Jerónimo Feijoó (benedictino español, con fuerte influencia en el Nuevo Mundo), la crítica a la superstición, la credulidad en los milagros y el fanatismo se hizo en nombre del restablecimiento de la ortodoxia católica, al grado que tampoco logró aprovecharse a fondo la oportunidad abierta por los monarcas borbones en España y el pombalismo portugués. Cuando el materialismo de Hobbes o Locke llegó a poner en entredicho la religión, fue rechazado.36

Por lo menos en los aspectos económico y social hubo algo de anacrónico en la Ilustración americana. Sólo el brasileño Azeredo Coutinho (obispo de Elvas) consiguió establecer un diálogo, por cierto que atinado, con las afirmaciones de Montesquieu, en este caso sobre las características de los habitantes de clima frío y los de clima caliente. Con todo, el mismo Azeredo Coutinho defendió el comercio de esclavos y tildó al enciclopedismo de "locura de filósofos".37 Habida cuenta de la actitud ambivalente de los criollos (una cosa es que quisieran hasta cierto punto distanciarse de la metrópoli y otra que admitieran un auténtico compromiso social con la soberanía popular), la Ilustración americana no encontró arraigo en alguna clase social madura y desarrollada, y no puede considerarse entonces como precursora de la Independencia, al menos no el mismo título que un complicado tinglado de intereses estrictamente económicos y políticos. Incluso quienes pudieran aparecer como más radicales (Francisco de Miranda o fray Servando Teresa de Mier) no tuvieron empacho en fustigar el principio de igualdad. Únicamente Antonio Nariño destaca como una excepción.38

Es sabido que, al poco tiempo de la Conquista, la Corona había tenido que intervenir para frenar las pugnas intestinas entre los conquistadores, por ejemplo aquéllas de las que fuera objeto Cortés en la Nueva España. A la larga, siempre en el caso novohispano, cabe preguntarse si el "nacionalismo criollo", como lo han llamado erróneamente algunos, estaba realmente interesado en la emancipación, o más bien en mantener prácticas de origen colonial que a todas luces subsisten hasta hoy. Tal es el caso de lo que ocurría en la Nueva España durante el siglo XVII y parte del XVIII: a riesgo de fomentar los intereses creados y los usos deshonestos, la Corona respaldaba la práctica de vender oficios públicos, concesionando funciones de la administración civil o la hacienda pública, y los oficios se otorgaban al mejor postor, hasta beneficiar a quienes tenían posiciones de prestigio. Esto favoreció no a la Corona, sino a las familias novohispanas.

Con el pensamiento francés, Antonio Caso no cometió el error, de lo más frecuente hoy en día, de reducirlo todo a un cartesianismo por lo demás poco entendido. Para aquel autor, el país europeo no sólo reivindicó la cultura puramente intelectual, sino también la espiritual: Rabelais sostuvo que la "ciencia sin conciencia arruina el alma", Montaigne fue un humanista y Pascal aseveró que "el corazón tiene sus razones que la razón ignora".39 Incluso Descartes encontró en Dios el punto de Arquímedes. Francia fue la patria de los moralistas. En la Ilustración, que se confunde con el cartesianismo, Caso reconoció rasgos poco elogiados de Voltaire, que era para el mexicano, más que un gran filósofo, un historiador que entre otras cosas difundió en Francia el genio de un Shakespeare.40 Voltaire fue "el primer historiador universal".41 Diderot tampoco era algo así como razón pura. Para el enciclopedista, quien afirmaba un panteísmo de tendencias materialistas y amaba por encima de todo la existencia real, el mundo no dejaba por ello de ser divino.42 En suma, Antonio Caso, crítico por cierto de las inconguencias morales de Rousseau,43 estuvo lejos de caer en el garlito corriente de hoy: el de criticar a la Razón hasta olvidar no sólo la historicidad, sino también una dimensión moral del pensamiento francés para muchos estorbosa o simplemente desconocida. Caso no desligaba a la Razón de la "vigencia de Dios", aunque en la segunda estuviera el límite de la primera: "la única soberanía real —escribía—, es la que no se funda en la fuerza, sino en la razón".44 A diferencia de lo que suele estar en boga ahora, cuando, con una pequeña ayuda de un psicoanálisis vulgarizado, se hace del ser humano casi un animal de instintos (aunque sean de sobrevivencia), Caso insistía en la dimensión moral que para muchos ya no es más que "la opinión de cada quién": "la persona humana —afirmaba— está dotada de comprensión, de la capacidad para discernir lo falso de lo verdadero; de la capacidad de conocer lo necesario y lo perfecto".45 "El ser que comprende, agregaba, comprende que es racional y libre, en cuanto es personal".46

 

III. UN ANTONIO CASO VIGENTE

Es casi imposible entender el personalismo que le interesaba a Caso sin pasar por uno de los textos de éste, La existencia como economía, como desinterés y como caridad.47 La caridad en la que tanto insiste el autor puede prestarse a malas interpretaciones. La acepción francesa de la "caridad", diferente de la castellana, permite entender el equívoco, ya que se trata de benevolencia mezclada con cierto desprecio. En América Latina y el Caribe, la caridad remite fácilmente a un imaginario religioso en el cual se expía una culpa (apenas consciente) o se compra incluso el cielo mediante el otorgamiento de una limosna a quien nada tiene, el pordiosero. En el límite, sería más correcto sugerir que Caso pensaba en el don. El texto de marras, por cierto que con una admiración expresa hacia Pascal (al haber sacrificado éste la vanidad intelectual a la gracia),48 autoriza esta interpretación. No es el cristianismo interpretado como debilidad el que interesa a Caso. "El cristianismo, escribe, no es una apología de la debilidad, como lo creen algunos contemporáneos, sino de la fuerza moral más pura, de la energía que se opone al mal sin usar sus medios para vencerlo".49 Con frecuencia, el cristianismo heredado de la Conquista y la Colonia en América ni siquiera llegó a plantearse el problema de la fuerza moral, a la que opusieron las más variadas formas de resignación y de espera de algún milagro, dos caras de la misma moneda. La apología de la debilidad consiste en ese llamado a la resignación y en la amenaza de castigo, al mismo tiempo que la relación de sometimiento está lista para aprovecharse de cualquier bondad, virtud ésta que exaltaba Caso.50 La fuerza de dicha relación es tal que no se consigue la realización del Bien, sino "la sumisión a una ley [...], el acatamiento de un mandato".51

Al reivindicar la existencia como caridad, Caso dio (a lo mejor sin quererlo) en la clave que explica la circularidad de la trayectoria histórica latinoamericana y caribeña: "lo que se destruye a sí mismo por su propia naturaleza —escribe— no puede ser fin en sí".52 Es posible pensar que ésa fue la naturaleza de la Conquista, al acabar los conquistadores destruyéndose entre sí y al ser incapaces de encontrar en sí mismos y en los vencidos personas humanas dignas de ser consideradas como tales. "El personalismo —escribe Caso— declara que cada ser racional es insubstituible, precisamente por ser una persona".53 Conquistar, para Caso, es efímero y lleva a "crecer discontinuamente".54 Caso intuyó que la Historia no es lineal, y que el progreso (pro, hacia delante, y gressus, marcha) no puede afirmarse como ley de la Humanidad. Para Antonio Caso todo puede estancarse, o incluso retroceder, si no progresa la conciencia moral,55 misma que, agregaríamos, no podía surgir de las civilizaciones precolombinas, ni mucho menos de los conquistadores. La trayectoria histórica del subcontinente se estancó por siglos, mucho más allá de la Colonia, en la medida en que la violencia reemplazó en los orígenes a la conciencia moral o, si se quiere, a la capacidad para la autorreflexividad. De los tiempos primigenios de la Modernidad latinoamericana y caribeña es posible afirmar, como lo hace Caso de lo que vislumbra a principios del siglo XX: "hoy es tan mala y tan buena la Humanidad como el primer día. Somos más hábiles, quizás, para engañarnos, pero no más buenos".56

Hay algo de extraño en La persona humana y el Estado totalitario. Caso prácticamente no se ocupa del personalismo francés y es sólo al pasar que menciona a Emmanuel Mounier,57 aunque en cambio le presta a Nietzsche atributos personalistas un tanto dudosos.58 Sin embargo, como en el texto anterior, el autor vuelve sin quererlo a ofrecer claves para comprender los efectos de la violencia en la psique latinoamericana y caribeña. La Conquista y la Colonia no podían permitir libertades, no en todo caso para los sometidos. Éstos la buscaron entonces, incluso en el siglo XIX y XX, mediante acciones que desembocaron con frecuencia en re–acciones anarquistas. La definición que da Caso de la anarquía es a nuestro juicio excelente: "la anarquía —escribe— no es otra cosa sino apoteosis de la libertad caótica, que niega todo poder y abomina de la ley. El estado anárquico exagera sin proporción uno de los elementos indeclinables de la vida colectiva: la libertad; y por esta exageración engendra el caos. Se rompe el eje de la ley y se anonada la autoridad: esto es la anarquía".59 En modo alguno quisiéramos que esto diera cabida para un juicio negativo sobre el modo de reaccionar de los sectores populares. La búsqueda de la libertad es entendible pero, salvo excepciones, no hubo en la trayectoria histórica latinoamericana y caribeña, de nuevo para seguir a Caso, una conciencia moral que permitiera a los sectores populares tener una idea clara de sus intereses. La reacción anárquica es el paso de la credulidad violentada a la representación de la justicia casi como venganza contra toda ley (que ya ha sido desfigurada por las clases dominantes) y una autoridad que en realidad no lo es, porque busca el sometimiento y no la obediencia consentida. La anarquía es el resultado de lo que Caso, al tenor de Melchor Cano, llamaba "acidia": una tristeza que se mezcla con la pereza y el fastidio,60 actitud que Caso atribuye a la primera mitad del siglo XX, pero que bien puede encontrarse como consecuencia de la Conquista, sobre todo en la hecatombe del siglo XVI. Para Antonio Caso no puede haber libertad para obrar mal, porque esta libertad es realmente sujeción y no libertad. La persona es libre, alcanza su autonomía, si no obra urgida por los motivos del egoísmo. Por lo menos en la historia independentista de la Nueva España, no faltaron los episodios que, lejos de la idealización (oficial o no), llegaron a demostrar la reacción anárquica de los sometidos. Ocurrió por ejemplo cuando las huestes de Hidalgo arrasaron con todo en la alhóndiga de Granaditas, lo que pudo hacer temer al prócer que el desborde se repitiera en la ciudad de México (es una explicación posible de que el cura de Dolores se haya detenido en Tres Cruces). La anarquía se acompaña de resentimiento: "el resentimiento —escribe Caso—, pasión sombría si la hay, constituye un odio larvado, que se cultiva a sí propio con el recuerdo y la perseverancia".61 El resentido, "lo que sintió una vez lo experimenta constantemente, lo resiente".62 De nueva cuenta, no se busca el juicio negativo sobre una actitud algo común en los sectores populares. Ocurre sobre todo que es la reacción entendible a circunstancias que no dejan escapatoria y que giran entonces en redondo. En estas circunstancias, ni la expresión oral autónoma es posible.

 

CONCLUSIONES

En más de una ocasión se ha querido reivindicar el sincretismo religioso popular en América Latina y el Caribe como alternativa al llamado "racionalismo" occidental. En parte, como llega a ocurrir por ejemplo en Brasil con los carnavales, dicho sincretismo se ha convertido en objeto turístico, mediático y de curiosidad intelectual. Sería un error pensar, como lo hace Cristián Parker,63 que la cultura dominante en el subcontinente se ha ajustado al racionalismo de origen europeo, con el que nada tenían que ver los Conquistadores españoles. Si bien a finales del siglo XIX con frecuencia se disfrazaron de liberales, como ahora lo han hecho de "globalizadores", los grupos dominantes latinoamericanos y caribeños nunca asimilaron ese racionalismo occidental, puesto que se reservaron, por lo menos desde la Independencia, el derecho a concebir el Estado y la nación como haciendas herederas de la antigua encomienda colonial. Es justamente por esa incapacidad para interiorizar el racionalismo (que, como ya se ha señalado, no es el equivalente del cartesianismo o de la sola Ilustración) que figuras señeras como Antonio Caso lo admiraron. Caso sabía que ese racionalismo no había sido interiorizado en México, país que tuvo tendencia (como otros muchos de América Latina y el Caribe) a imitar antes que a inventar. En el fondo, existe de partida una apreciación histórica equivocada. Pese a que el Descubrimiento de América se da por principio de la Modernidad, España no trajo al subcontinente racionalismo alguno. "México —escribía Caso— no ha sido un pueblo inventor. Nos referimos, claro está, a la nación mexicana derivada de España y la cultura autóctona".64 "Imitar sin cordura es el peor de los sofismas", agregaba,65 y México se dedicó a la imitación extralógica e irreflexiva, sin resolver sus problemas antropológicos, raciales y espirituales.66 Eso no es todo, dado que, agregaríamos, los españoles tampoco trajeron lo mejor del feudalismo europeo, que comenzaba a mezclarse con el primer capitalismo en Inglaterra, Francia u Holanda. Al momento de la Conquista, la Península ibérica no se encontraba a la vanguardia de las transformaciones que desembocaron en el ascenso del capitalismo en Inglaterra y Francia, sino más bien en el atraso de varios siglos de lucha contra la dominación musulmana, sin prejuzgar de ésta y sus aportes a la cultura occidental (la latinoamericana y caribeña incluida). Es en esta medida que, desde el principio de este trabajo, hemos señalado que la trayectoria de la Conquista y la Colonia no tiene por qué asimilarse al progreso antes que al comienzo de una larga descomposición.

No hay pureza alguna en el sincretismo religioso popular americano. Cristián Parker reconoce cómo en éste ha perdurado la herencia medieval, con el carácter preponderantemente visual de la fiesta.67 Pese a la inversión del mundo que se produce cuando los negros se pintan de blanco, los diablos son ensalzados y los españoles ridiculizados en el carnaval, Parker da cuenta de la presencia de la picaresca medieval española, que vino con "la plebe y la soldadesca" y que se difundió por las culturas agrarias del campesinado indígena latinoamericano.68 Con "sentir" y "expresarse" en la fiesta (supuestamente contra los cánones racionalistas y occidentales)69 no basta para forjar intereses propios y mucho menos para dar luz a una verdadera conciencia moral. Por creativo que sea el sincretismo, en "lo expresivo", "lo festivo y lo carnavalesco",70 no hay progreso alguno, sino la circularidad descrita desde un principio y que lleva una buena dosis de resignación y sometimiento. Seguramente Parker olvida cómo suelen terminar muchas de las fiestas, por ejemplo en Guatemala y en el Ecuador: con los indígenas agobiados y convertidos casi en vegetales por un alcoholismo que no existía en las civilizaciones precolombinas.

El drama del cristianismo latinoamericano y caribeño en el siglo XX consistió en no alcanzar a formularse el personalismo. Salvo excepciones, el catolicismo colonial no generó una conciencia moral sobre la realidad latinoamericana y caribeña. Siempre con apego a la veracidad histórica, durante la Independencia, en particular la de la Nueva España, Hidalgo tampoco logró dicho objetivo (el grito de Dolores no fue la expresión de una conciencia moral propiamente dicha), a diferencia de José María Morelos y Pavón, quien lo consiguió en sus Sentimientos de la Nación y fue finalmente acallado con la muerte. Bien entrado el siglo XX, el hecho de que algunos sacerdotes se identificaran con movimientos de izquierda, incluso armados (Camilo Torres en Colombia), nunca fue suficiente para generar la conciencia moral ya mencionada. Experiencias como las de Ernesto Cardenal en Solentiname (Nicaragua), Sergio Méndez Arceo en Cuernavaca (México) y Leónidas Proaño en Riobamba (Ecuador) fueron aisladas y en ocasiones, cuando se involucraron directamente en la defensa de los pobres y los perseguidos políticos, quedaron silenciadas con la muerte (André Jarlan en Chile). Seguramente monseñor Arnulfo Romero en El Salvador fue una excepción que estuvo cerca de convertirse en la auténtica conciencia moral del país centroamericano, y quizá pueda acontecer lo mismo con Fernando Lugo (éste sí identificado con la Teología de la Liberación) en Paraguay.71 Romero fue asesinado. En cambio, el Vaticano desempeñó un papel contrario a cualquier personalismo, en particular con Juan Pablo II, al grado de convertirse en un fenómeno de masas (por ejemplo, con ayuda de una canción del brasileño Roberto Carlos, Amigo) rayano en la pura y simple idolatría. Recurriendo a la terminología propuesta por Gabriel Marcel,72 aunque no se esté forzosamente de acuerdo con los términos del debate que propone (dentro del existencialismo cristiano), Camilo Torres en el siglo XX o Hidalgo en el siglo XIX llegaron a ser, más que héroes, mártires, a diferencia de Morelos o Romero, que quizá hayan sabido conjugar heroísmo (en todo caso valentía) y amor (que no piedad) por el pueblo.

Algunas observaciones de Marcel son útiles para esbozar una síntesis de lo argumentado hasta aquí y para concluir. Marcel se planteó el problema de la relación entre la fe y el testimonio.73 La testificación, sin coerción y en libertad, evita con frecuencia la traición a uno mismo.74 No es difícil argumentar que, cada vez que se ha esbozado una conciencia moral capaz de dar testimonio sobre las crueldades sociales en América Latina y el Caribe, la voz ha sido silenciada o acallada con la muerte. Convertir al héroe en mártir no es sino otra manera de asegurar la fe como evasión (siempre para retomar una formulación de Marcel) ante una realidad impotente. Esa fe aparece entonces como el refugio ante la incredulidad que surgió de la Conquista de América, que hizo de las sociedades latinoamericanas y caribeñas lo que Marcel ha llamado "un conjunto de funciones que no se comunican entre sí"75 y que, agregaríamos, no conocieron otro lazo social que no fuera el de la violencia abierta o latente. Es esta violencia en la relación social la que ha sido reforzada con el estereotipo sobre el latino de supuesta sangre caliente, amante de la vida y no del raciocinio dado por frío y aburrido. En cierto modo, es contra este estereotipo que Caso quería alertar.

La incredulidad es ciertamente pasional y ni siquiera la secularización puede llevar a lo que en la Edad Media se llamaba intimum mentis, un lado sagrado del alma humana76 que por nada del mundo debiera ser violentado. En perspectiva, el "objeto" inasible que se diluye entre el mutismo de los vencidos y la parafernalia verbal de los vencedores, para retomar a Beatriz Pastor, es el de la violencia latente capaz de asesinar la conciencia moral cuando llega a aparecer en el campo de la acción.

La vigencia de la obra de Caso en la que hemos querido insistir aquí se encuentra en el hecho de no haber caído en culturalismo alguno, a diferencia de lo que ocurre hoy en día. Lejos estuvo Caso de confundir todos los países europeos y, lo que es más valioso, supo distinguir en Francia el cartesianismo que se amalgama hoy al enciclopedismo y, más aún, se confunde con el raciocinio (que no es lo mismo que la racionalidad) de un Pascal jansenista. Por este camino llegó Caso al personalismo, que no era sino una forma de reconocer la universalidad de la condición humana.

La conciencia moral es un espejo molesto para quienes, por mucho tiempo, buscaron reivindicar la singularidad latinoamericana y caribeña contra el "frío racionalismo". En la disolución del objeto de la que ya hemos hablado sólo hay cabida para la incredulidad (que se originó en el choque de dos mundos inhumanos a su manera), la impotencia y la desconfianza. En cierto modo, la Modernidad latinoamericana y caribeña nació muerta o en todo caso estéril, yerma como algunos parajes de España. El valor de Caso estriba en haber buscado ese objeto innombrable, el de la persona humana, en haber sugerido una alternativa cristiana y en haber querido darle vida.

 

NOTAS

1 Véase Emmanuel Mounier, Manifiesto al servicio del personalismo: personalismo y cristianismo, Madrid, Taurus, 1976.         [ Links ] Cuando habla de "objeto", el personalismo tiene en mente el hecho de que, en el capitalismo, el hombre es tratado como una mercancía. Sin embargo, el hombre ha sido tratado como objeto desde antes, como se verá en nuestra argumentación.

2 Nathan Wachtel, Los vencidos. Los indios del Perú frente a la Conquista española (1530–1570), Madrid, Alianza Editorial, 1976, p. 24.         [ Links ]

3 Ibid., p. 61.

4 Ibid., p. 45.

5 Beatriz Pastor, Discurso narrativo de la Conquista de América, La Habana, Casa de las Américas, 1983, p. 289.         [ Links ]

6 Wachtel, op. cit., p. 46.

7  Ibid., p. 61.

8  Ibid., p. 60.

9  El filme se estrenó en 2006, con conocimientos históricos contradictorios, y desató una fuerte polémica, por lo menos en Guatemala.

10 José Martí, El indio de Nuestra América, selec. y pról. de Leonardo Acosta, La Habana, Casa de las Américas, 1985, p. 207.         [ Links ]

11 Ibid., p. 36.

12  Francisco de Vitoria. Relecciones. Del Estado, de los indios y del derecho de guerra, introd. de Antonio Gómez Robledo, México, Porrúa, 1985 ("Sepan Cuántos", 164), p. 36.         [ Links ]

13  Jacques Soustelle, Les Aztèques à la veille de la conquête espagnole, París, Hachette, 1995, pp. 258–266.         [ Links ]

14 Antonio Caso, México: apuntamientos de cultura patria, México, Imprenta Universitaria, 1943, p. 217.         [ Links ]

15 Ibid., p. 63.

16 Wachtel, op. cit., p. 50.

17 Pastor, op. cit., p. 454.

18 Ibid., p. 74.

19 Ibid., p. 264.

20 Ibid., p. 454.

21 Ibid., p. 81.

22 Wachtel, op. cit., p. 51.

23  Pastor, op. cit., p. 463.

24  Bartolomé de Las Casas, "Breve relación de la destrucción de las Indias" (fragmento), en Las ideas en la América Latina, Primera Parte, selec. y pról. de Isabel Monal, La Habana, Casa de las Américas, 1985, t. II, pp. 15–16.         [ Links ]

25  Martí, op. cit., p. 81.

26 Ibid., p. 191.

27 Vitoria, op. cit., p. 57.

28 Loc. cit.

29 Loc. cit.

30 Alberto Saladino García, Ciencia y prensa durante la Ilustración Latinoamericana, Toluca, UAEM, 1996.         [ Links ]

31 Ibid.,p. 21.

32  Véase por ejemplo los cultivadores de las Humanidades en la Nueva España que enumera Alberto Saladino, "Repercusión de las ideas ilustradas en la Revolución de Independencia", Cuadernos Americanos, núm. 124, México, CIALC–UNAM, 2008, p. 84.         [ Links ]

33  Saladino, op. cit., p. 85.

34  Véase Alberto Saladino García, Dos científicos de la Ilustración hispanoamericana: J. A. Alzate y F.J. Caldas, México, CCYDEL–UNAM, 1990;         [ Links ] y del mismo autor, El sabio: José Antonio Alzate y Ramírez de Santillana, México, uaem, 2001.         [ Links ]

35 Jose Carlos Chiaramonte [comp., pról., notas y cron.], Pensamiento de la Ilustración. Economía y sociedad iberoamericanas en el siglo XVII, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1979, p. XIII.         [ Links ]

36 Ibid., p. XV.

37 Ibid., p. XXXVII.

38 José Luis Romero [pról.] y Luis Alberto Romero [selec., notas y cron.], Pensamiento político de la emancipación, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1977, p. XX.         [ Links ]

39 Antonio Caso, Filósofos y moralistas franceses, México, Stylo, 1943, pp. 15–16.         [ Links ]

40 Ibid., p. 34.

41 Ibid., p. 35.

42 Ibid., p. 71.

43 Ibid., p. 49.

44 Antonio Caso, El peligro del hombre, México, Stylo, 1942, p. 38.         [ Links ]

45 Ibid., p. 46.

46 Ibid., p. 49.

47 Antonio Caso, La existencia como economía, como desinterés y como caridad, México, Ediciones México Moderno, MCMXIX.         [ Links ]

48 Ibid., p. 15.

49 Ibid., p. 113.

50 Loc. cit.

51 Ibid., p. 121.

52 Ibid., p. 105.

53 Caso, El peligro del hombre., p. 47.         [ Links ]

54 Ibid., p. 105.

55 Ibid., p. 107.

56 Ibid., pp. 107–108.

57 Antonio Caso, La persona humana y el Estado totalitario, México, UNAM, 1941, p. 196.         [ Links ]

58 Ibid., pp. 237–240.

59 Ibid., p. 25.

60 Ibid., p. 265.

61 Ibid., p. 78.

62 Ibid., p. 77.

63 Cristián Parker, Otra lógica en América Latina. Religión popular y modernización capitalista, Santiago de Chile, FCE, 1996.         [ Links ]

64 Caso, Apuntamientos..., p. 29.

65 Loc. cit.

66 Loc. cit.

67 Parker, op. cit., p. 191.

68 Loc. cit.

69 Ibid., p. 192.

70 Ibid., p. 197.

71 Rafael Correa (probablemente a partir de su formación en Bélgica) en el Ecuador ha hecho suya la doctrina social de la Iglesia.

72 Gabriel Marcel, Incredulidad y fe, Madrid, Guadarrama, 1971, pp. 57–58.         [ Links ]

73 Ibid., pp. 58–61.

74 Ibid., p. 59.

75 Ibid., p. 56.

76 Ibid., p. 29.

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