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Latinoamérica. Revista de estudios Latinoamericanos

versión On-line ISSN 2448-6914versión impresa ISSN 1665-8574

Latinoamérica  no.40 Ciudad de México ene./jun. 2005

 

Reseñas

Íñigo Abbad y Lasierra, Diario del viaje a América, ed. de Juan J. Nieto y José M. Sánchez, Madrid, Miraguano Ediciones, 2003, 334 pp. (Viajes y costumbres).

Patricia Escandón* 

* CCyDEL-UNAM, México

Abbad y Lasierra, Íñigo. Diario del viaje a América. Nieto, Juan J.; Sánchez, José M.. Madrid: Miraguano Ediciones, 2003. 334p. Viajes y costumbres,


De algún modo, el solo título de esta obra, Diario del viaje a América, resulta una especie de invitación para el lector, pues, a querer que no, entraña la vaga promesa de obsequiarlo con un relato de aventuras, de ofrecerle una sabrosa narración llena de sucesos inusitados, a semejanza de aquellas que los libreros suelen clasificar en el curioso rubro de “literatura juvenil” (como si sólo los jóvenes fueran capaces de justipreciar lo insólito). Sin pretender afirmar que tal promesa resulta engañosa ‒porque ciertamente bajo el escueto título se arropan lo peculiar y lo “exótico”‒ habrá que decir que también se incluyen muchas otras cosas.

En realidad, el Diario de Abbad y Lasierra es el registro, elaborado a posteriori, de un periplo de dos años (1772-1774) que llevó a su autor no por toda la superficie del continente americano, como pudiera pensarse, sino sólo por tierras que hoy pertenecen a tres entidades de la región: Puerto Rico y las actuales Venezuela y Trinidad (la que forma ahora un estado nacional con la isla de Tobago).

Del autor, Íñigo Agustín Abbad y Lasierra, cabe apuntar que fue un benedictino aragonés, uno de esos hombres de iglesia muy a tono con su tiempo: ilustrado, mundano, inquieto, más interesado en los ascensos profesionales que en el perfeccionamiento espiritual; más proclive al cultivo de la sapiencia que al ejercicio de las virtudes. En cuanto a esto último, por cierto, se le acusó (con aparente fundamento) de codicia, puesto que prestaba dinero a réditos usurarios.

Pero como no hay ser humano perfecto, no vale la pena detenerse en los vicios morales del autor; es mejor hablar de sus cualidades, aquellas que inspiraron y dieron vida a la obra que hoy tenemos en las manos. Y entre ellas destaca, sin duda, su insaciable curiosidad intelectual, la que hizo de él un avidísimo lector, un observador agudo y un prolífico escritor. Ya fray Íñigo era asiduo de estos menesteres cuando América se atravesó en su camino: su trato cercano con fray Manuel Jiménez Pérez, hermano benedictino nombrado obispo de Puerto Rico en 1771, lo condujo, desde Cádiz hasta la bahía de la referida isla, en la primavera del año siguiente.

De sus nueve años de estancia ultramarina, el padre Abbad dedicó el primer bienio a acompañar a monseñor Jiménez en su visita pastoral por las regiones comprendidas en la diócesis, que en aquel tiempo incluía a la vieja isla de Borinquen y a las provincias de Cumaná, isla Margarita, Nueva Barcelona, la cuenca del río Orinoco y la isla de la Trinidad. De todo lo visto y experimentado, fray Íñigo tomó apuntes, que años más tarde, ya en la tranquilidad de su gabinete madrileño, aderezó con noticias históricas y geográficas extraídas de sus muy vastas lecturas y consultas bibliográficas. En consecuencia, el Diario no es realmente un texto elaborado in situ, sino una creación científico-literaria, bien pensada y artesanalmente trabajada.

Con todo, de las muchas páginas que Abbad dedicó en su vida al tema de América ‒porque hay que decir que también se ocupó de escudriñar y difundir informes sobre áreas muy extensas y no cabalmente conocidas por entonces, como las de California y la Florida‒ posiblemente las más valiosas sean las del Diario, dado que son las únicas de su obra que conjugan la doble vertiente de la experiencia personal y de la labor heurística. De hecho, el texto relativo a Puerto Rico fue la porción que el autor amplió y pulió con mayor esmero, antes de entregarla al ministro Floridablanca, en 1782, para su publicación. Ésta llevó por título Historia geográfica, civil y natural de la isla de San Juan Bautista de Puerto Rico (Madrid, Valladares, 1789), fue la única que Abbad logró ver en letra impresa en sus días, la que se reeditó en siete ocasiones y la que, en la posteridad, le valió a fray Íñigo el galardón de primer historiador de Puerto Rico.

Indudablemente, el padre Abbad quedó marcado por su experiencia indiana, tanto así que se entregó obsesivamente a la empresa de compilar, sistematizar y difundir información sobre el Nuevo Mundo. El más ambicioso de sus planes fue, desde luego, el de la formación de una enciclopedia americana, el Diccionario general de América, que, según su idea, debía incluir datos “críticos, históricos, geográficos, naturales y mercantiles”, de todos los dominios de ultramar. Este material ‒actualizado, preciso y dispuesto en riguroso orden alfabético‒ debía ponerse al servicio estratégico de la administración y del comercio imperiales.

Sin embargo, hacia 1781-1782, cuando fray Íñigo diseñó su proyecto y empezó a escribir algunas páginas de él, ya don Antonio de Alcedo estaba a punto de dar a la imprenta los primeros volúmenes de su Diccionario geográfico-histórico de las Indias Occidentales o América (Madrid, 1786-1789), obra que, en cierta manera ‒aunque quizá sin la amplitud de miras que pretendía el benedictino‒, venía a llenar aquel hueco informativo sobre la realidad americana. Ya fuese por la aparición de este trabajo, o bien porque Abbad no recibió el apoyo real que impetraba para llevar adelante su propio proyecto, o por cualquiera otra razón que desconocemos, el caso es que el monje navarro ya no prosiguió con él. Sin embargo, su genuino interés por la crítica, la historia, la geografía y la economía de los dominios españoles le asigna un honroso lugar entre aquel grupo de ilustrados, peninsulares y americanos que, en una actitud patriótica y mediante sus investigaciones y escritos, pretendían rebatir el juicio desdeñoso de los eruditos noreuropeos (como De Pauw, Buffon, Raynal y otros más), quienes tildaban al mundo hispánico de atrasado, ignorante, fanático y enemigo de “las Luces”. Detrás de los esfuerzos de innovación de aquellos hombres de ciencias y letras, según ha puesto de relieve recientemente un especialista, también palpitaba otra convicción muy hispánica: que los imperios coloniales lo podían ganar o perder todo en la medida en la que fueran capaces de controlar la descripción de pueblos y tierras.1

Pero volvamos al contenido del Diario que, como ya se ha dicho, versa sobre dos territorios insulares (Puerto Rico y Trinidad) y tres de Tierra Firme (Cumaná, Nueva Barcelona y la región del río Orinoco).

La importancia que el autor otorga a cada uno, y su consecuente valor jerárquico para España, determinan también su orden de aparición en el texto y no necesariamente la fecha o momento de su visita a cada uno de ellos. Así, es Puerto Rico el primero, seguido de Cumaná, Nueva Barcelona y el Orinoco y la isla Trinidad. En todos los casos, el tratamiento presenta una estructura similar: se proporcionan datos de ubicación, noticias históricas, condiciones climáticas y descripción de pueblos. A ello suceden los apartados sobre los puntos que para Abbad revisten mayor interés: la población, la producción (agricultura, ganadería, explotaciones mineras o forestales) y el comercio.

El que fray Íñigo privilegiase invariablemente el lado material y rentable de las cosas, esto es, el potencial económico del paisaje, no merma en nada la alta calidad de su escritura, que, a ratos, incluso logra desplegar belleza literaria. Así se percibe, por ejemplo, en las líneas que se refieren al régimen pluvial de Puerto Rico: “Comúnmente sólo se distinguen en esta isla dos estaciones: la de lluvias y la seca, porque la naturaleza ‒que trabaja siempre sin cesar, ocultando sus operaciones bajo el velo verde de su perpetua frondosidad‒ parece siempre igual y uniforme.”2

En cierta manera, el padre Abbad pertenece también al linaje y a la tradición de los viejos arbitristas del siglo XVII, pensadores oficiosos y bienintencionados que, junto con la detallada exposición de un cierto estado de cosas no deseable, ofrecían a la Corona un plan para mejorarlas. Sólo que a una centuria de distancia, las propuestas de fray Íñigo no provenían nada más del buen juicio moral o del patriotismo, como las de aquellos, sino también del ejercicio práctico de la razón y de los postulados del conocimiento científico. En su descripción, en su análisis y en los proyectos productivos que alienta para estos rincones americanos rezuman sus creencias ilustradas: el hincapié en la reorganización racional de los esquemas político-administrativos, la promoción decidida de la libertad de comercio y de la redistribución de las cargas fiscales, la fe en las bondades de la ciencia, entre otras.

Con suavidad, pero también con firmeza, denuncia el benedictino los problemas y vicios que percibe en la operación de las añejas instituciones administrativas de ultramar, y que, a su parecer, son otros tantos obstáculos para el progreso y la felicidad de la monarquía y de sus súbditos. Estos puntos oscuros son: la corrupción de los funcionarios locales, la desidia de los ministros eclesiásticos, la negligencia de las autoridades superiores y, sobre todo, la inexplicable protección al abusivo monopolio mercantil.

De seguro, aquellos verdaderamente interesados en conocer los proyectos del padre Abbad para la administración de los territorios del mar Caribe leerán la obra; para quienes, en cambio, se conformen con hacerse una idea general de ellos a través de estas notas, bastarán algunas pequeñas muestras. Fray Íñigo proponía, por ejemplo, el traslado de la sede episcopal de Puerto Rico a Tierra Firme (Venezuela), cambio potencialmente benéfico para la atención espiritual, tanto la de la neófitos indígenas como la de la feligresía española, pero también, y acaso mucho más, para el interés estatal del control del espacio, puesto que el establecimiento de una diócesis en la zona fronteriza, compartida con holandeses y portugueses, afianzaría en ella la soberanía castellana. Por otra parte, la presencia permanente de un jerarca eclesiástico en el continente garantizaría la mejor supervisión del trabajo local de curas y misioneros y ayudaría, además, a moderar los excesos de los corregidores.

Ciertamente, se quejaban los vecindarios de la opresión política y los gobernantes, por su lado, de la pereza de los pobladores; en opinión de Abbad cada parte llevaba algo de razón y mucho haría por la buena conducción de la res publica la integración de una burocracia profesional y eficiente. Pero, para él, el problema fundamental no era ése, sino las restricciones, las camisas de fuerza, con las que funcionaba el comercio: las compañías negreras, por ejemplo, obtenían enormes ganancias sin dejar provecho alguno para Su Majestad ni para sus vasallos; no había incentivos para la inversión, las cargas impositivas eran desmedidas. Y en tales circunstancias, no era nada raro que los particulares recurrieran a las vías ilegales para medrar: “Todos los medios de enriquecerse se juzgan lícitos en América y el que se ha adoptado más generalmente es el del contrabando, fácil, rápido y dulce”.3 La solución consistía, pues, en otorgar ciertas prerrogativas a los súbditos, tales como amplios márgenes de acción para sus proyectos empresariales:

Siendo constante que la nación que conceda más libertad y franquicia de derechos a sus vasallos será más comerciante y rica, pues la franquicia de derechos es el alma que anima la industria, da vigor al labrador y comerciante para emprender cosas grandes y llevar adelante con tesón todo género de establecimientos útiles.4

El corolario de fray Íñigo era que había que prestar mayor atención y, de hecho, tratar de imitar las estrategias comerciales de las otras potencias, Inglaterra, Holanda y Francia, que a ciencia y paciencia de España estaban haciéndose con las riquezas de su imperio ultramarino. Y tal es el argumento nodal de su trabajo descriptivo y propositivo.

Al término de este balance general, no cabe sino afirmar que el Diario del viaje a América es una obra interesante que ‒en apoyo a lo que dicen sus editores‒ valía la pena imprimir. Aunque, en verdad, ésta, aparecida bajo el sello de la casa Miraguano, de Madrid, no es una primera edición, por mucho que así se pregone en sus páginas iniciales. La precursora fue la facsimilar que salió a la luz en Caracas, en 1974, patrocinada por el Banco Nacional de Ahorro y Préstamos y acompañada de un estudio introductorio de Carlos Arcaya. No se trata de rebatir aquí los méritos de la edición española: levantar el texto en tipografía moderna, actualizar puntuación y ortografía, incluir bibliografía completa del autor, diseñar un bonito forro, etc. etc.; como tampoco la pertinencia de poner en circulación nuevamente un texto salido de prensas hace más de treinta años. Sin embargo, nunca es bueno tratar de hacerse pasar por lo que no se es.

Los editores, Juan J. Nieto Callén y José M. Sánchez Molledo, pusieron en su trabajo tanto empeño y seriedad, cuanto orgullo regional. Lo primero se percibe en su documentada y acuciosa introducción, que también da indicaciones sobre los valiosos materiales inéditos, relativos a América, que se resguardan en los archivos de Barbastro; lo segundo se advierte en la recurrente ponderación de los lauros intelectuales de los hijos de Navarra, pues ambos son coterráneos de fray Íñigo. Con todo, el texto ‒y me refiero al de los estudios preliminares‒ no es todo lo pulcro y cuidado que cabría esperar, en lo que quizá también se manifieste la juventud o novatez de sus autores. Hay, por ejemplo, un flagrante caso de anacoluto en la p. 13; se echan de menos acentos en varias palabras y otras tantas faltas de concordancia en la p. 15; hay confusión u oscuridad en la redacción de algunos pasajes de la p. 16, etc. En suma, sin ánimo de denostar, tampoco es posible dejar de decir que este trabajo, como cualquier otro, es perfectible y que mucho ganaría si se aplicase a él el mismo esmero con el que se transcribió el texto del Diario.

1Jorge Cañizares-Esguerra, How to Write the History of the New World, Stanford, Stanford University Press, 2001, p. 134.

2Íñigo Abbad y Lasierra, Diario del viaje a América, ed. de Juan J. Nieto y José M. Sánchez, Madrid, Miraguano Ediciones, 2003, p. 77.

3Ibid., p. 205.

4Ibid., p. 136.

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