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Signos históricos

versión impresa ISSN 1665-4420

Sig. his vol.24 no.47 México ene./jun. 2022  Epub 25-Jul-2022

 

Artículos

El impacto de una nueva economía doméstica en la modernización de la capital mexicana, entre finales del siglo XIX e inicios del XX

The impact of a new domestic economy on the modernization of the Mexican capital, between the end of the 19th century and the beginning of the 20th

Antonio Santoyo Torres1 
http://orcid.org/0000-0002-0993-1835

1 Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa. Departamento de Filosofía. Correo eletrónico: antoniosantoyo.uam@gmail.com.


Resumen

En este artículo se analizan los elementos de modernidad que se transmitieron por medio de las mujeres a las familias de clase media de la Ciudad de México durante finales del siglo XIX y principios del XX. Se revisan los conceptos de modernidad y de economía doméstica en dos libros de educación formal y en tres periódicos de la época, para analizar el papel de las mujeres como promotoras activas y funcionales de los principios de modernidad que el Estado gestionaba y alentaba sistemáticamente mediante la educación formal e informal.

Palabras clave: mujeres; familia; higienización; sectores sociales medios; Porfiriato

Abstract

This article analyzes the elements of modernity that were transmitted through women to middle-class families in Mexico City during the late 19th and early 20th centuries. The concepts of modernity and home economics are reviewed in two books on formal education and in three newspapers of the time, to analyze the role of women as active and functional promoters of the principles of modernity that the State systematically managed and encouraged through formal and informal education.

Keywords: women; family; sanitation; middle social sectors; Porfiriato

Introducción

La Ciudad de México experimentó profundas transformaciones hacia finales del siglo XIX e inicios del XX. Las ideas de la modernidad y el positivismo se fueron introduciendo paulatinamente en el país, que tenía fuertes bases religiosas. La economía doméstica fue uno de los medios por los que la nueva cosmovisión ingresó a la intimidad de los hogares de la clase media, a través del trabajo de las mujeres en la familia; del mismo modo, el Estado transmitió los principios de la modernidad por medio de la educación formal e informal.

El concepto de economía doméstica se reconfiguró para invitar a las mujeres -y a través de ellas, a las familias de clase media- a remplazar las nociones que durante siglos habían detentado doctrinas y visiones del mundo cuyos ejes tenían una esencia místico-religiosa, corporativa o comunitaria, por los principios de la modernidad, como la razón, la ciencia, la técnica y el objetivismo; y valores como la eficiencia, la austeridad, la individualidad, la higiene y la administración económica de los recursos, así como los criterios laicos y seculares correspondientes a una cosmovisión liberal, racionalista y pragmática.

En ese sentido, el objetivo de este artículo es analizar los elementos de modernidad que se transmitieron por medio de las mujeres a las familias de clase media de la Ciudad de México durante finales del siglo XIX y principios del XX. En primera instancia, reviso el contexto político, económico y cultural de la época; después, estudio el papel de la clase media en la Ciudad de México en ese periodo, así como la definición de modernidad. Más adelante, examino el concepto de economía doméstica con base en la lectura de dos libros de educación formal y tres periódicos de la época. Posteriormente, analizo el papel de las mujeres en este proceso y algunos otros caminos por los que la modernidad entró a la intimidad de los hogares. Para finalizar, presento algunas conclusiones.

En relación con las fuentes primarias, debo enfatizar la importancia de la educación informal. Revisé tres periódicos de la prensa porfirista con distintas posturas ideológicas, tanto conservadora como liberal, para buscar coincidencias o diferencias en relación con el concepto de economía doméstica: La Familia (1889 -1890), El Correo de las Señoras (1890) y El Álbum de la Mujer (1890). Sobre la educación formal, consulté los libros de Manuel Pimentel1 y el de Luis Mantilla,2 así como algunos textos que remitían a la economía doméstica, para examinar los elementos propios de la modernidad.

Contexto político, económico y cultural de la época

Porfirio Díaz subió al poder tras ganar las elecciones de 1876 y fue expulsado de México por la Revolución mexicana en 1911. Fue heredero de un país cansado por décadas de inestabilidad a causa de las guerras del siglo XIX, con una economía local y con sociedades tradicionales y comunales. Desde 1884, esta gestión demostró tener gran experiencia administrativa, aunque se agudizó la centralización del poder alrededor de Díaz, quien reveló algunos rasgos autoritarios.

A partir de 1890, un grupo de políticos e intelectuales conocidos como los Científicos adquirió una fuerte influencia en la toma de decisiones de Porfirio Díaz. La mayoría pertenecía a la clase media de la Ciudad de México, contaba con un nivel educativo más alto que el promedio de la población y tenía intereses positivistas; creía en el cambio social a través de la ciencia.

Por otro lado, el régimen porfirista se enfrentaba con los políticos liberales, que reclamaban la vigencia de la Constitución de 1857 y veían con malos ojos que se perdieran las libertades civiles y políticas en nombre del “orden y progreso”. Otra corriente opositora era el catolicismo social: conservadores que veían las ideas liberales como amenaza para la moral social y estaban en favor de la sociedad corporativa. Criticaban el positivismo y el materialismo.

La otra resistencia se encontraba en el campo. México era básicamente rural y los campesinos fueron seriamente afectados al perder las tierras comunales en favor de la propiedad privada y los hacendados. También en el norte del país se presentaron grupos en rebeldía. Además, en Mérida como en Sonora, el gobierno porfirista combatió a los grupos étnicos que se resistieron a la integración nacional propuesta por el Estado.

A partir de 1880, se realizaron varias tareas para transformar la economía estrecha a una basada en el desarrollo económico. La más importante fue la apertura al capital extranjero para la construcción de las vías del ferrocarril, con lo cual lograron comunicar al país y permitieron ampliar el mercado. Otros elementos clave fueron la explotación y las exportaciones en la producción minera y agrícola. Asimismo, se dio apoyo a empresas nacionales y extranjeras: se establecieron leyes para otorgarles concesiones; se les ofrecieron subsidios, y, por último, se les facilitó protección. Todas estas medidas propiciaron el derrame económico que dio como resultado el impulso a la industrialización y el empuje al mercado interior.

No obstante, la economía mexicana se colocó en desventaja en el mercado mundial, al proveer materia prima y, de manera paralela, ser consumidora de productos elaborados en el extranjero. Además, el beneficio económico no llegó a la mayoría de la población ni a todas las zonas geográficas, sólo favoreció a un reducido grupo. Las urbes gozaron de mayor beneficio económico y de las innovaciones industriales como drenaje, agua potable, alumbrado, energía eléctrica y transporte urbano, así como el teléfono, el telégrafo, los motores en la industria y los automóviles. Tanto las clases altas como el gobierno se afanaron en traer la modernidad a México desde París y el resto de Europa occidental, así como de Estados Unidos. Se creía en la ciencia, la razón y la tecnología. Con el positivismo y el método científico, se pensaba que se resolverían los problemas sociales y se realizarían progresos materiales. En consecuencia, se apoyó a la medicina y a los institutos científicos.

El liberalismo fue la ideología que sostuvo a este régimen, fue la raíz y columna de las reformas y los programas gubernamentales. Éste era un enfoque racionalista, individualista y homogeneizante. Sin embargo, la modernidad coexistió con una sociedad religiosa y corporativista, con prejuicios raciales y sociales. En la sociedad, se encuentran elementos de conservadurismo y liberalismo, romanticismo y nacionalismo, positivismo y cientificismo con tradiciones y religiosidad. En mayor o menor grado, cada zona geográfica, grupo social y étnico de México vivió particularidades de resistencias, abierta oposición, aceptación y eclecticismo.

Si bien el desarrollo de la modernidad en México fue desigual, en la Ciudad de México se apostó por el avance de la nueva episteme.

La modernidad a finales del siglo XIX y principios del XX en la Ciudad de México

Las mujeres mexicanas que vivieron la parte final del siglo XIX y los inicios del XX en la Ciudad de México desempeñaron un papel determinante en el desarrollo y la consolidación del capitalismo en el país. A través del desarrollo del hogar -como ámbito cerrado e individualista-, del cual estaban a cargo, los principios y valores de la modernidad inherente a este sistema se fueron implantando de manera paulatina en la Ciudad de México. Este proceso fue definitivo para la transformación en lo que hoy define a nuestra sociedad como individualista, competitiva y hedonista.3

No siempre fue así, en los siglos precedentes, definidos por los valores de la sociedad tradicional o del Antiguo Régimen, en gran parte de la sociedad era muy fuerte un conjunto de valores comunitarios, que hacían de la familia y su ámbito espacial cotidiano un ámbito más abierto y menos privado. En un sentido general, la familia era extensa y ajena a las nociones marcadas de especialización espacial y en cuanto a las funciones de sus integrantes. El mundo doméstico-habitacional no escapaba a la cosmovisión mágico-religiosa y comunitaria, inherente al predominio del catolicismo en las sociedades premodernas de Occidente.

La modernidad comenzó a modificar radicalmente a la sociedad de la capital mexicana en la transición del siglo XIX al XX. En dicho proceso, influyeron de manera determinante los cambios del pujante capitalismo en Europa occidental y en Estados Unidos, así como las aspiraciones del Estado mexicano. En ese contexto, el Estado “utilizó” a las mujeres -particularmente de la clase media, entonces en expansión- como gestoras activas, promotoras y ejecutoras de una “nueva economía doméstica”.4 Mediante este mecanismo, se impuso paulatina, sistemática y sólidamente una reconfiguración de la familia y el hábitat de la clase media. Estos valores y cambios contribuyeron a introyectar exitosamente la nueva visión del mundo entre la población.5

Es pertinente definir, a grandes rasgos, qué se entiende por modernidad en el contexto que nos atañe: se le concebía como esencia de las aspiraciones de mejoramiento de la vida colectiva, formuladas por el liberalismo decimonónico triunfante como proyecto de Nación. Recordemos como antecedente primordial que en el siglo XVIII se formularon sólidamente los postulados de la Ilustración, que servirían de base a los anhelos de un futuro social construido sobre la razón y la objetividad, bajo procedimientos lógicos y metódicos, puestos en acción de manera colectiva y bajo la dirección del Estado. Serían descartadas las nociones religiosas y metafísicas, las tradiciones y la subjetividad, para trazar el camino al bienestar colectivo e individual, siguiendo la ruta de la verdad científica.

El racionalismo, como procedimiento y método en todos los campos del conocimiento y las prácticas materiales, sería el camino seguro para descubrir y controlar las leyes de la naturaleza, mediante lo cual se dominaría, se le explotaría óptimamente y se desarrollarían recursos, mecanismos y sistemas para hacer avanzar a la humanidad hacia el bienestar colectivo, el progreso y la felicidad. Esta cosmovisión fue acompañada inevitablemente por una perspectiva optimista, orgullosa y desafiante de todo obstáculo proveniente del pasado y de las antiguas formas de pensamiento y relaciones sociales. Todos los problemas se vencerían paulatinamente, hasta lograr una vida libre de problemas significativos. Impregnados por los profundos avances del capitalismo y el pensamiento liberal, se facilitaron y alentaron amplísimas innovaciones y logros científicos, tecnológicos, productivos y mercantiles. Y junto a ello, la exaltación del individuo, sus habilidades y su capacidad competitiva.

La modernidad fue asociada con las mejoras materiales, los avances hacia el bienestar en todos los terrenos de la vida, el conocimiento, la producción y el consumo. También con concepciones nuevas sobre el bienestar físico, la salud y la erradicación de la suciedad y la enfermedad. El pensamiento modernizador se basó -de manera muy consistente a través del siglo XIX- en los conceptos de objetivismo, evolucionismo, libertad individual, avance de la salud e higienización, todos ellos vinculados estrechamente al desarrollo del Estado liberal, cuyo origen y caldo de cultivo eran las experiencias extranjeras.

De Europa noroccidental y Estados Unidos se fueron expandiendo los valores de la modernidad hacia el resto del mundo. En muchos ámbitos -como es el caso de México-, los sectores sociales más letrados recibieron con entusiasmo tales principios, pues con su aplicación deseaban deshacerse de sus herencias culturales “oscuras y atrasadas”, para alcanzar el bienestar, el progreso y las gratificaciones individuales y grupales inherentes al proyecto en cuestión. Para ello, los grupos sociales en mejores condiciones optaron por el control y el orden social, como medio imprescindible para implantar lo que consideraron un modelo de bienestar colectivo: ser modernos.6

Cabe señalar que las propuestas dirigidas a la modernización encontraron serias y poderosas resistencias en las arraigadas estructuras mentales de diferenciación estamental, clasista y étnica, provenientes de la experiencia colonial. Es decir, las modalidades peculiares que buscaban la modernización en la vida cotidiana, doméstico-familiar y en el consumo de bienes y servicios en general no pudieron ser implantadas o establecidas como una imitación mecánica y simplista de experiencias extranjeras, debido a los arraigados valores construidos en México durante siglos.

Debe agregarse el contraste de esta experiencia en el espacio de la capital con el resto de los centros urbanos del país, así como sus élites y grupos sociales en ascenso y expansión, y -especialmente- con el ámbito rural, demográficamente predominante en ese entonces. Tales transformaciones en sensibilidades, valores y formas de consumo estuvieron condicionadas, limitadas y adaptadas por la realidad mexicana.

La clase media en la Ciudad de México

En la última década del siglo XIX, los Científicos indujeron el proyecto modernizador en México y en particular en la capital. La urbe se transformó en el centro económico y social más importante del país, era el símbolo del éxito o fracaso del gobierno porfirista. Se buscaba que las necesidades urbanas se resolvieran desde la visión de la modernidad. Se invirtió en ingeniería urbana para mejorar las calles insalubres e inundadas, atarjeas contaminadas, para combatir la falta de agua potable y los comestibles insanos, así como para contrarrestar los altos grados de enfermedad y mortandad. Se legisló y constituyó una política urbanizadora que comprendía la higienización, el saneamiento, la construcción de una red hidráulica, proveer agua potable, electricidad y asfalto en calles principales y avenidas. Además, se mejoraron las circunstancias de higiene en mercados, rastros, hospitales y cementerios.

En la Ciudad de México, las propuestas de la modernidad influyeron de manera notable, aunque irregular, en la clase media; en menor medida en la clase alta y de forma reducida en los estratos socioeconómicos más desfavorecidos. El sector socioeconómico medio estaba compuesto principalmente por mestizos que adoptaron las ideas de igualdad, democracia, ciudadanización y participación igualitaria en la vida política, social y económica que impulsaba el liberalismo. El proyecto modernizador le proporcionó a este estrato un sentido de pertenencia, así como un camino para reivindicar los derechos que nutrían su identidad y la dignidad que necesitaban y buscaban.

El Estado transmitió afanosamente los principios liberales a través de la educación formal e informal. La clase media contaba con el excedente económico imprescindible para asistir a la escuela, acceder a libros, folletos, revistas y periódicos. La prensa -el medio de comunicación primordial- contribuyó de manera significativa a esta renovación de ideas y valores con creciente éxito, apoyada en la aplicación de nuevas tecnologías, e influyó sobre el pensamiento y la sensibilidad de las mujeres y los varones.

Esta nueva cosmovisión se transmitió de manera lenta a través de vivencias, prácticas, nociones y principios ejercidos diaria y consuetudinariamente. Cabe recordar una obviedad: la transformación radical de una sociedad, la adopción exitosa de un novedoso proyecto colectivo -que incluya inéditas relaciones económicas,7 políticas, sociales y de género; y nuevos procedimientos de distribución de la riqueza y de la distinción social- solamente resulta viable mediante la asimilación por cada uno de los individuos que conforman dicha sociedad, haciendo suyos los principios de tal cosmovisión.

El consenso social -en un sentido amplio, que incluye en mayor o menor grado las formas de organización familiar y doméstica- es poderoso y arraiga nuevas mentalidades, sensibilidades y formas de vida, mientras que la coerción como recurso del control social resulta frágil y volátil. Para crear este consenso, las transformaciones se afirmaron a través de gratificaciones sensoriales, gestualidad, modalidades de consumo, formas de entretenimiento y socialización, rituales cotidianos y hábitos. Estas nuevas conductas se manifestaron de maneras ostentosas, competitivas, hedonistas e individualistas.

Los sectores sociales altos y medios constituyeron el núcleo de una “revolución silenciosa”, que buscó la distinción y separación (material y simbólica) de los sectores sociales pobres y mayoritarios. Tal revolución tuvo una trayectoria y un avance evidentes, de calado de largo plazo, de ninguna manera vertiginosos o absolutos en su momento. El Estado tenía el interés de que las mujeres, particularmente las que formaban parte de los estratos socioeconómicos medios, impulsaran desde un nuevo hábitat doméstico (“el hogar”) una nueva cosmovisión, que tenía como núcleo un conjunto de conocimientos y prácticas sistematizadas, de las que eran las fundamentales ejecutoras. Para ello, la antigua disciplina identificada como economía doméstica fue fortalecida y transformada como herramienta primordial. En el mundo occidental, la economía doméstica había sido concebida y apreciada, durante siglos, como imprescindible conjunto de preceptos, conocimientos prácticos y útiles, valores y saberes esenciales para el adecuado funcionamiento y la reproducción del ámbito doméstico-familiar, cuyo espacio había sido manejado como responsabilidad primordial de las mujeres (las “amas de casa”, esposas, madres e hijas).

La economía doméstica en la educación formal e informal

La educación formal

Desde siempre, México ha sido heterogéneo y contrastante en lo cultural, social y económico. A finales del siglo XIX y principios del XX, se creyó que la educación era el medio para democratizar y modernizar al país.8 A través de la educación, se deseaba homogeneizar y limar las diferencias económicas, sociales y culturales entre la población. Porfirio Díaz pensaba que, si los mexicanos aprendían lo mismo, iban a actuar de manera similar. Aunque se deseaba alfabetizar a toda la población, esto nunca se logró, de modo que el desarrollo educativo nunca fue homogéneo.9 A pesar de ello, de 1900 a 1910, la Ciudad de México tenía los índices más bajos de analfabetos del país.10 En 1888, se estableció la obligatoriedad de la educación primaria de los 6 a los 12 años11 y, copiando la enseñanza francesa, se estipuló que fuera laica, gratuita y obligatoria.12 Siguiendo los principios de la Revolución industrial, se educó a la población para que cubriera las pretensiones capitalistas.13

Gabino Barreda lideró el sistema educativo liberal de corte positivista puesto en marcha desde finales del siglo XIX y principios del XX.14 El Primer y Segundo Congreso Nacional de Instrucción (1889-1890 y 1890-1891)15 acordaron firmemente brindar educación a las mujeres, debido a que el Estado lo consideraba imprescindible para dirigir a la nación hacia la civilización y el progreso.

En 1890, el Primer Congreso16 pactó las siguientes materias para ambos géneros: Instrucción Cívica, Nociones de Ciencias Físicas y Naturales, Aritmética, Nociones de Geografía, Dibujo, Música Vocal, Lengua Nacional, Nociones de Prácticas de Geometría, Nociones de Historia General, Caligrafía y Gimnasia. El Estado le asignó a la mujer la vida privada del ámbito familiar al obligarla a cursar la asignatura de Economía Doméstica, debido a que le correspondía el gobierno de la casa. A los varones se les asignó cursar la materia de Economía Política, obedeciendo a que su tarea se ubicaba en la vida pública.17

En la literatura para la educación destinada a los infantes18 se encuentran claras indicaciones para las futuras esposas y madres: era prioritario fomentar en el marido, en los hijos e hijas el amor por la nación. Aun cuando a la mujer se le confería el poder tan grande de destruir o construir el hogar, el jefe incuestionable de éste era el varón.19 La mujer era la que daba orden al hogar y para esto se le enseñaba qué rol ocupaba cada integrante de la familia. A la mujer le correspondía mantener limpia la casa, ser diestra en la costura, el zurcido, así como en el corte y la confección de ropa. Para aprender a administrar el hogar, se le enseñaba a leer y escribir, dominar nociones de aritmética y economía. Todo esto, para el bien común de la familia y la nación.20

Además, le correspondía saber detectar y curar algunas enfermedades y lesiones de la familia, como quemaduras, contusiones leves, cortaduras, mordeduras y picaduras de animales venenosos, anginas, bilis, envenenamiento, callos, cólico, constipado, diarrea, diviesos, escarlatina, erisipela, dolor de estómago, garrotillo, herpes, hipo, indigestión, jaqueca, lombrices, dolor de muelas, dolor de oídos, obstrucciones, panadizos, quebraduras, reuma, sabañones, sarampión, tos, verrugas y viruelas.21

La idea del orden en el hogar era esencial, por ello a la mujer se le daban indicaciones precisas sobre todas sus obligaciones; por ejemplo, el abasto y la administración de la alimentación y las distracciones, el modo de ahorrar agua, jabón, combustible y tiempo. Se le estimulaba para que se levantara temprano a organizar la casa, y se encargaba del inicio eficiente de las jornadas de los integrantes de la familia. Se le enseñaba a llevar una agenda y el registro sobre las actividades comunes e individuales: hora tras hora, todos los eventos y acciones estaban regidos por la productividad, por el objetivo supremo de que todas las labores del ámbito doméstico y sus integrantes fluyeran en armonía y en completo orden.22

En los textos de educación, los roles del hogar estaban claramente determinados: el hombre era quien debía proporcionar el sustento familiar y la mujer era la encargada de la administración y del ahorro familiar.23 Éste implicaba firmemente la moderación en la compra de ropa de acuerdo con cada clase social.24

Asimismo, la ciencia se adentró en los hogares a través del persistente modelo educativo; se pretendía erradicar el pensamiento tradicional mágico-religioso a través de explicaciones de los acontecimientos cotidianos, como en los asuntos de la cocina y cada actividad doméstica.25 Las nuevas ideas de modernidad le indicaban a la mujer cómo debía comportarse dentro y fuera del hogar, siempre con la consigna de obedecer al marido y al Estado.

El ser ama de casa implicó una homogeneización, sistematización y sofisticación de principios como el amor a la nación, el orden y la limpieza del hogar; el ahorro y la administración de los ingresos familiares; por ello, las horas debían ser productivas y los fenómenos cotidianos comenzaron a explicarse por medio de la ciencia. Si bien en los textos de educación formal se encuentran elementos de modernidad, en la prensa -que corresponde a la educación informal- sucede el mismo fenómeno.

La educación informal

Ésta tuvo un papel decisivo. Los padres leían libros y periódicos a la familia, y la prensa fue la única publicación que se distribuía a todas las clases sociales.26 El régimen porfirista pretendió cubrir con la prensa los vacíos de la educación formal.27 Ésta fue el conducto para que la ideología del mercado internacional y la del Estado pudieran introducirse a la intimidad del hogar.28 Como sostiene Lucrecia Infante,29 estos discursos conformaron un vasto abanico de información acerca de las ideas y los patrones culturales que “sobre el ser mujer y lo femenino” se difundieron a lo largo del siglo XIX entre algunos sectores de mujeres integrantes de la élite, pero sobre todo de la clase media en acelerado crecimiento.30

Desde 1870, las publicaciones introdujeron elementos de corte liberal. Infante sostiene que en ese mismo año aparecieron las publicaciones escritas y orientadas para mujeres y el ámbito familiar.31 Coexistieron con otras publicaciones enfocadas en la misma población, pero dirigidas por varones. Es el caso, por ejemplo, de una de las revistas de corte más conservador y tradicional, El Correo de las Señoras, que surgió como semanario en 1883. Fue dirigida por el doctor José R. Rojo y sus propietarios fueron Mariana J. de Rico y su esposo, José María Rico.32 A través de sus más de diez años de existencia, la revista defendió el modelo de mujer subordinada a una lógica patriarcal. En sus páginas, se descalificó persistente y enfáticamente que las mujeres se dedicaran a labores fuera del hogar. En su trayectoria, sin embargo, paulatina pero claramente se fue dando valor a las capacidades administrativas, técnicas, operativas y directivas de las mujeres en el seno doméstico; destacaba particularmente su protagonismo en la conformación de una familia nueva, pragmática, funcional y propuesta como “modelo nacional” por la clase media en expansión.33

En fuerte contraposición a esta perspectiva se encontraba El Álbum de la Mujer, publicado por más de siete años, entre 1883 y 1891. Fue dirigido por su propia dueña, Concepción Gimeno de Flaquer, española adinerada y con grandes habilidades para las relaciones públicas y empresariales. En los múltiples artículos que publicó como autora, expuso una explícita y consistente defensa del concepto de que la mujer tiene el mismo derecho que el varón al reconocimiento de sus capacidades intelectuales.34

Otra publicación a la que aquí otorgo importancia central, por su defensa de los valores del grupo doméstico con el que se identificaba crecientemente la clase media urbana de la capital del país, es La Familia, cuya propiedad y dirección correspondía a Federico Carlos Jens, y que fue editada entre 1883 y 1892.35

Entre las temáticas que con insistencia se repetían en las páginas de El Correo de las Señoras, figuraban los preceptos sobre la imprescindible tarea para jóvenes solteras y esposas jóvenes de aprender y dominar las nociones y prácticas de la economía doméstica, para convertirse en “buenas esposas”, tal como lo planteaba en sus páginas el 1 de junio de 1890 la ampliamente conocida autora Refugio Barragán de Toscano. En un artículo titulado “A las jóvenes. Economía doméstica”, se dirigía a sus lectoras y enfatizaba que ésta “de ninguna manera es ruindad o indica avaricia”; no, la economía doméstica “es un ramo de educación que mucho hermosea a la mujer a los ojos de todos, y que le atrae el respeto y estimación de su marido, que gusta de verlo todo en buen orden y armonía”. Refugio Barragán agregaba que la mujer “no es más que un administrador de los bienes del esposo en el almacén de la familia (que es el hogar)”. Advertía que, si los malversaba, la mujer sería evidentemente culpable de las consecuencias graves que afecten a toda la familia. Es decir, los recursos -no ilimitados, tanto materiales como humanos- dirigidos a la compra, preparación y conservación de alimentos, al vestido, calzado, gastos escolares, mantenimiento de la funcionalidad y operación de la vivienda, mobiliario, enseres de cocina y limpieza, pago de la servidumbre (cuando la había) y del equipamiento en general (incluidos los nuevos sistemas hidráulicos y eléctricos), debían manejarse bajo rigurosos principios de organización monetaria, eficacia, eficiencia, ahorro y planeación. Por ello, destacaba que las fallas en el manejo de la economía doméstica, responsabilidad de la esposa, solamente podían provenir de “ignorancia, pereza y vanidad”. Recomendaba a las hijas huir de la vanidad, la flojera y la negligencia, y “ayudar a vuestra madre en el cuidado y buen orden de la casa, para que así adquiráis el hábito de la economía doméstica”, tan imprescindible en la administración y el funcionamiento eficiente y eficaz de la familia.36

Este tipo de textos insistían fervientemente en las funciones que las mujeres debían desempeñar en el hogar y la sociedad, a través de un conjunto preciso de conocimientos técnicos y habilidades administrativas a ser desarrolladas, desde la infancia -en el ámbito familiar y en la escuela- y mediante funciones ejecutivas rigurosas y precisas. En la revista La Familia, en un artículo titulado “La mujer”, publicado en agosto de 1889, se exaltaban la naturaleza de ésta como “regeneradora de la sociedad en el recinto de la educación doméstica”, haciendo alusión a su deber de reconstituir el desgaste, el agotamiento y los retos que el varón enfrentaba en el ámbito público, entendido como el mundo laboral y el mundo sociopolítico que le demandaban atención y energía como trabajador y como “ciudadano”.

Igualmente, resaltaba su carácter de “reina en el imperio de los castos amores, [que] avasalla con el poder de su atractivo, ciñe nupcial diadema, hace del matrimonio escudo y ocupa el trono de la familia”, como evidente compensación a sus deberes. Respecto a sus funciones materiales y administrativas, el texto enfatizaba que “la esposa -amable compañera del hombre- está destinada a guardar [todos] los intereses del marido”. La consorte tenía como misión suprema “endulzar el cáliz de amargura” y “despejar horizontes”. El artículo hacía énfasis en la misión de la mujer casada para ejercer un supremo “influjo en la civilización de las costumbres” y las prácticas materiales y administrativas del hogar. Por ello, se ocupa “constantemente en sus labores, economiza el gasto diario, conserva el caudal de la fortuna, adelanta [en sus obligaciones] y prospera”. Para ella, “la economía es arte de riqueza y ciencia que reporta utilidades” y ahorros.37

La misión suprema de manejar eficientemente los recursos materiales del grupo familiar era entendida como inseparable del comportamiento permanente que le correspondía como esposa cristiana y piadosa, pues, como pilar esencial “de la única terrenal felicidad”, figura como “el ángel bueno del mundo la madre de familia”. Su hogar era el universo donde reinaba, en él había que verla “serena, majestuosa, cumplir la doble misión de esposa y de madre”, laboriosa, organizada y diligente. Cuando los azares de la vida la llegan a “atormentar”, ella “resignada, conmovida, pero fuerte […], halla conformidad y sostén y no se deja abatir por la amargura”.38

La economía doméstica en los medios impresos invitaba al abandono de gastos extremos en actividades de socialización y representación, festiva y recreativa, profundamente arraigados en la cultura mexicana desde siglos atrás. Cabe recordar que, desde el periodo virreinal, todos los sectores socioeconómicos valoraban la laxitud, el consumo suntuario dirigido a la distinción social, así como la complacencia de aires aristocratizantes.

En el periódico La Familia, se exaltó la racionalidad y la mesura en la socialización: “evitar en todos los extremos: ni la demasiada indulgencia y contemplación […] ni la excesiva dureza”, valiéndose para ello de inéditos recursos para el control de las pulsiones desde temprana edad: especialmente, “el estímulo y el buen ejemplo” del orden y el autocontrol. Como corolario notable a estas nociones, se destacaba que padres y madres “debían infundir en sus hijos ideas de dignidad y valor, enseñándoles el amor al trabajo […] con la mira de que el infortunio siempre les halle preparados y la adversidad no les desaliente”.39

En 1890, Carolina Morales escribía en El Correo de las Señoras -como entusiasta defensora de la clase media y de los valores de una administración económica y racional de la vida familiar, y la subsecuente formación estructurada de los hijos- que los padres tenían “el deber de no acostumbrar a los niños a la pereza, la indolencia, el lujo y la vanidad”, sino la obligación de darles vigor con el ejercicio del trabajo “y prevenir y fortalecer el alma contra los golpes de la fortuna”.40 En postulados como el referido -muy comunes en este tipo de publicaciones- se percibe entre líneas, o abiertamente, un firme cuestionamiento a las actitudes de socialización familiar ampliamente extendidas entre las élites; y, como contraparte, la exaltación del esfuerzo, el trabajo digno, la integridad, el desarrollo de capacidades y el mérito propio, tan progresivamente extendidos como valores y prácticas -de evidente origen y naturaleza burguesas-, entre la clase media urbana de la capital del país. Esto chocaba frontalmente -como visión de la organización social y del mundo- con la cosmovisión y las prácticas predominantes entre las élites y las masas pobres urbanas.

De lo anterior se desprendía la exigencia, para la “madre económica” -denominada así con cierta frecuencia en las publicaciones de este tipo-, de crear “un hombre completo”, un individuo capaz de resolver individualmente su existencia -su realización-, ajeno a su “disolución” y falta de autonomía e individualidad en la comunidad tradicional, herencia del Antiguo Régimen. A esta mujer se le imponía el deber de formar, como madre, a un varón autosuficiente y libre, que fuera capaz de convertirse en pareja y padre adecuado a las necesidades de la sociedad civilizada y fincada en los valores del individualismo, la autosuficiencia y la competencia, y “que sepa sacrificarse por el deber y la virtud”.41

Para inicios de la última década del siglo XIX, entre los sectores medios urbanos de la Ciudad de México, se manifestaba como un valor muy extendido el conocimiento y dominio práctico que toda esposa y madre debían tener sobre nociones administrativas y funcionales para el manejo de su unidad doméstica, así como el empeño que debían poner en la transmisión de dicha experiencia a sus hijas. En este sentido, resulta de gran significación que la prolífica e influyente pluma de Refugio Barragán de Toscano, colaboradora en las más importantes publicaciones dirigidas al ámbito doméstico, escribiera -ahora en La Familia- sobre la urgencia de instruir a las hijas en la economía doméstica, “a pesar de la novedosa instrucción educativa y profesional que venía ganando terreno”. Su punto de vista era que, universalmente, una de las principales cualidades que debían adornar a la mujer era la del dominio pleno de la economía doméstica, “elemento de prosperidad y grandeza […], de paz y bienestar”. Su convicción era absoluta respecto a que “toda mujer económica es un tesoro para su esposo y una alcancía para sus hijos […] pues hace prosperar el caudal y el trabajo”. Sin embargo, ahora llamaba la atención enfáticamente a madres y padres respecto a que: “no porque [vuestras hijas] se estén instruyendo en ramos profesionales e ilustrándose con las ciencias y las artes, dejéis vosotros de enseñarles cómo se lleva el gasto de una casa, cómo se han de dirigir para surtir la despensa económicamente y habilitar la cocina” y todos los rubros requeridos para el eficiente funcionamiento de una casa.42

Lo anterior nos remite al -considerado por numerosos autores, mujeres y varones- “inquietante” asunto de concepciones sociales y políticas novedosas -a partir de la organización de movimientos sociales y políticos de orientación socialista, particularmente presentes en Europa- y nociones educativas que venían apareciendo en el mundo occidental (incluyendo al mismo país). Esto se empezó a perfilar hacia finales del siglo XIX como una alarmante amenaza a los preceptos y valores defendidos por la clase media urbana de la capital. En las publicaciones dirigidas al ámbito doméstico, adquirieron entonces un tono fervoroso la censura y la intolerancia frente a nuevas ideas sociopolíticas, prácticas y sensibilidades que ganaban cierto lugar en los países más ricos, y algún eco -muy limitado aún- tenían en México.

Los relativos y limitados avances en la educación femenina -especialmente a nivel primario, medio y técnico- que impulsó el sistema educativo alentado por el liberalismo, así como por las necesidades del mercado laboral y de manufacturas, fueron suficientes para levantar una oleada de voces de alarma, que advertían contra las amenazas a la virtud inherentes a la educación y el conocimiento por parte de las mujeres. Al respecto, Rafael Ceniceros comentaba enfáticamente, en 1889, que “la instrucción, hermosa y deseable por excelencia […] presenta escollos terribles que pueden herir de muerte a la virtud” femenina. Les decía a sus lectoras que “ni serán las ciencias vuestra predilecta ocupación, sino las labores propias de vuestro sexo, ni os buscareis en el estudio de vosotras mismas”.43

Para dichas publicaciones, la mujer debía aprender a administrar y tener ahorro en el hogar. Se evitaba la pereza y la vanidad por el buen funcionamiento del hogar. Además, le correspondía ser un bálsamo emocional para el esposo y la familia. Se le pedía tener control emocional, ser mesurada y racional, así como educar a los hijos varones para ser autónomos e individualistas, y a las hijas, seguir los pasos de las madres.

En síntesis, entre las habilidades que se enseñaban a las mujeres, destacaban el mantener el hogar y la ropa limpia, aprender a cocinar con eficiencia e higiene, dominar la costura, el bordado y el zurcido. Asimismo, saber leer y escribir, tener nociones de aritmética y economía. Debían ser eficientes en el área administrativa, en el ahorro económico y de tiempo, en la detección y cura de algunas dolencias y enfermedades físicas y anímicas; ayudar con las tareas a los hijos, organizar y vigilar todas sus actividades y deberes, y controlar y dirigir a la servidumbre, cuando se tenía. En la vida pública, la profesión formal permitida a las mujeres era, preferentemente, la de maestra, siempre y cuando sus practicantes no descuidaran su hogar.

El papel de las mujeres como impulsoras de la modernidad

Es importante destacar que había otros elementos que reforzaban el comportamiento de la clase media en este campo, así como su aspiración al reconocimiento público y la afirmación de su identidad como categoría social. Uno de ellos fue alentar o buscar el desprestigio de los otros sectores socioeconómicos. Entre las publicaciones revisadas, era muy frecuente la aparición de notas breves o artículos amplios que descalificaban -en ocasiones con ironía y sarcasmo- la forma de organización familiar y doméstica, así como el comportamiento individual, entre los sectores sociales ricos. Se repetía y se hacía especial énfasis en la “frivolidad”, la irresponsabilidad económica y administrativa, y en el descuido del desarrollo emocional y educativo de los niños por parte de las mujeres (esposas-madres) de dichos sectores sociales.

Entre los múltiples ejemplos de estas observaciones, se puede citar un texto representativo y sintético: aseguraba que “la mujer en una elevada posición social […] tiene una vida muelle, estérilmente empleada en el ocio o en el placer”. Esa mujer, cabeza de familia, “piensa únicamente en crearse fútiles ocupaciones y pasa sus horas en consagrar excesivos cuidados al sostenimiento de su belleza”. Para ese tipo de mujer, continuaba, muy común entre las familias acomodadas, resulta insoportable “todo cuanto se refiere al arreglo de su casa, a dirigir y vigilar a sus domésticos, a impedir la malversación de sus intereses, y molestas las vitales atenciones y cuidados que exigen sus hijos”.44

Un aspecto agriamente descalificado desde las familias de clase media y las publicaciones que manifestaban sus concepciones era el empleo de criadas y nodrizas por parte de las mujeres adineradas para atender a sus hijos. Las llamaban enfáticamente mujeres “mercenarias”, utilizadas por aquéllas para confiarles a sus hijos “creyendo en su insensatez que con oro todo puede suplirse y adquirir quien reemplace a la madre en sus altos e importantes deberes”.45 Al respecto, en un artículo titulado “Malas madres”, publicado en 1890 y firmado por Raquel X., El Correo de las Señoras calificaba como tales a muchas mujeres ricas, a “esas damas que dejan a sus inocentes hijos en manos de criadas, casi siempre toscas, groseras y de sentimientos mezquinos […] y con la mayor naturalidad se van al teatro o al baile”. El texto las acusaba por el “anhelo mezquino de no perder su frescura, su belleza y su juventud con la lactancia”. Les recriminaba “no vestirlos, no cuidarlos y mecerlos para dormirlos; no preparar sus alimentos, hacer sus trajecitos”, y dejar inhumanamente en las nodrizas y niñeras la satisfacción emocional del contacto físico con sus hijos.46

En la misma revista, la colaboradora Carolina Morales insistía en el riesgo de que, al estar en estrecho contacto con nodrizas y criadas -de condición socioeconómica baja y frecuentemente de origen indio-, los niños adquirieran “el hábito de la mentira, de la falsedad, de la gula, de la pusilanimidad y otros muchos defectos”, y se llenaran de “obstinadas y tercas pasiones […] y de una multitud de errores que, difícilmente o nunca, llegaría a desarraigar” una posterior educación racional.47

Otra categoría social de mujer incapaz de ser generadora y soporte de una familia adecuada, creadora de personas “normales”, eficaces y útiles a las necesidades de un Estado-nación liberal, era la mujer pobre. Resultaba inútil para abastecer a dicho Estado -a la sociedad- de ciudadanos y consumidores, conscientes de obligaciones y derechos regulados por una normatividad aceptada y compartida. Se trataba de una generalización muy frecuentemente ofrecida por este tipo de publicaciones y de una opinión ampliamente compartida por los sectores sociales medios.

En un artículo -entre muchos- explícitamente dedicado a esta cuestión por La Familia, se descalificaba categóricamente a “la mujer miserable”, determinada por sus condiciones de nacimiento, educación y supervivencia. Comúnmente madre, incapaz, por sus condiciones de vida, de manejar, organizar y administrar un hábitat doméstico acorde con los preceptos mínimos de la economía doméstica y un orden racional.

En el entorno cotidiano y opresivo de los sectores pobres, la economía doméstica podía ser entendida como un espejismo o un ideal, del que se conocían o intuían fragmentos distorsionados a través de la publicidad impresa o el contacto, como servidumbre, de las familias que podían experimentarla, pero nada más allá de esa imagen confusa.

Entre los grupos sociales medios, la idea de que la mujer pobre de la ciudad en muchos casos “concurre a las fábricas para ganar el pan de sus hijos […], quedándole solamente la noche para el reposo y para el arreglo de su hogar, y el cuidado de su familia”, era una noción generalizada. En esas condiciones, afirmaba el autor del texto referido, Francisco A. Rubio, se debilita física y moralmente, y “hasta corrompe sus costumbres y se degrada, experimentando los efectos de un maléfico contagio moral”.48 Es decir, de una mujer como ésta, de una familia como la suya, los valores y prácticas de la economía doméstica quedaban a una distancia infinita.

A través de la prensa, en amplia medida el Estado insistió en dejarles a las mujeres de la clase media la tarea de transmitir los principios liberales y patriarcales en los hogares, asignándoles informalmente la tarea de una transformación de las ideas, valores y prácticas dirigidas a “fabricar” ciudadanos y consumidores. Era una modalidad muy efectiva de control, destinada a beneficiar el proyecto económico y político dominante.

La consolidación del capitalismo dentro de los hogares de clase media

El Estado porfiriano de 1890 a 1910 imprimió el avance del capitalismo y los principios liberales en la Ciudad de México. Se creía con inmenso optimismo que el racionalismo haría avanzar a la humanidad hacia el progreso y la felicidad a través de la dominación de la naturaleza y la liberación de los componentes del mercado; así, se impulsaron de manera entusiasta los criterios del librecambismo, laicos y seculares. La cosmovisión liberal se interesó por los cambios paulatinos y profundos en las sensibilidades.

La modernidad entró a la Ciudad de México de manera paulatina y nunca se desprendió del todo de la tradición en un mosaico cultural y en una serie de paradojas y contradicciones. Una de las corrientes planteaba una educación estrictamente católica y negaba la formación y los valores liberales. En contraposición, se encontraron los defensores del liberalismo -en sus diferentes versiones y grados de fervor ideológico-, quienes se alimentaban -aun sin ser muy conscientes de ello- del racionalismo enciclopedista y pugnaban por la educación popular que incluyera a las mujeres.

Sin embargo, la mayoría de los liberales y los conservadores retomó la idea de que la maternidad era sagrada, que las mujeres debían ser sumisas hacia los hombres y ante el Estado, y finalmente responsables de la felicidad conyugal. Los hombres, por su parte, debían ser protectores de las mujeres. Es decir, ambas corrientes coincidían en un principio fundamental: la mujer debía permanecer sometida -como desde siglos atrás- al dominio masculino.

La clase media fue receptora -o destinataria- de las experiencias burguesas, a manera de una fuente imparable de información, debido a que sus condiciones económicas e ideológicas le permitían tener acceso a ello. Dicha asimilación fue alentada cotidianamente tanto por su acceso constante y amplio a la información impresa (la más importante en la época), como por el uso común de múltiples espacios urbanos, como la calle misma, comercios, ámbitos de recreo, centros laborales y educativos, entre otros. El Estado difundió afanosamente los principios liberales a través de la educación formal e informal. A través de estos medios, el Estado insistió en dejarles a las mujeres la tarea de transmitir los principios liberales y patriarcales en los hogares. Era una forma de control social que estaba destinada a beneficiar al sistema económico y político dominante. Como sostiene Silvia Federici, el sistema capitalista necesitó la reproducción de la fuerza de trabajo debido a que sin jornadas laborales -no asalariadas o remuneradas de manera ínfima- no hay acumulación y avance del capitalismo. A las mujeres se les otorgó la tarea de reproducir la fuerza de trabajo. Este sistema se fundamentó en el sistema patriarcal exento de remuneración: las mujeres se encargan de reproducir la fuerza de trabajo, no tienen salario y se subordinan al hombre.

El salario funciona para subordinar al hombre y éste es el encargado de controlar a la mujer en el hogar, bajo una lógica impecablemente acorde con el sistema económico imperante. En el proceso de producción de mercado, existe la división de trabajo, los hombres se encargan de sostener la fábrica y las mujeres de la reproducción de la vida (de la fuerza de trabajo). Es decir, no solamente se trata de acumulación de capital en el centro de trabajo, sino de la división de trabajo al interior de la clase trabajadora para fortalecer, legitimar y continuar con la explotación. Por ello, a partir del surgimiento histórico del capitalismo, el Estado ligado a él se encargó de vigilar la natalidad, la reproducción y todo lo aledaño a ella.

El capitalismo necesitó mujeres para procrear, cocinar, cuidar y educar a los próximos trabajadores y mantener en un mínimo estado de funcionalidad y operación la casa-habitación del trabajador y su familia. La mujer no debía generar molestias al varón, para que él encontrara en el ámbito doméstico (“el hogar”) un refugio y retomara fuerzas para ser eficaz y productivo en su trabajo.

El beneficio del salario es doble porque, si bien la plusvalía se obtiene a través de la labor directa del trabajador en el proceso productivo, al no recibir salario las mujeres aumentan al doble la ganancia. El salario se vuelve una forma de subordinación laboral: el hombre renta su fuerza de trabajo, la mujer depende del hombre y ambos reproducen el sistema de explotación. Según Silvia Federici, de aquí nace la naturalización del trabajo doméstico como propio de la mujer. Además -también de acuerdo con los postulados de esta investigadora-, las mujeres eran las encargadas de transmitir la ideología y valores del capitalismo a los hijos y de forma “natural” crear nuevos trabajadores y consumidores.

El Estado las estimuló a que hicieran estudios de nivel primario y secundario, y en estos centros educativos se impuso -como asignatura primordial- la materia de Economía Doméstica. A los varones se les asignó estudiar Economía Política, ligada ampliamente al ámbito público. Pero mediante la Economía Doméstica las mujeres debían aprender y asimilar la sistematización, la racionalidad, el uso y la utilidad de la tecnología, la higiene, el orden, el ahorro económico y la administración del tiempo. Se les educó para estar capacitadas y ser eficientes para mantener en armonía y orden su desempeño en su centro de trabajo (aquéllas obligadas a trabajar) y alentar esos principios en su ámbito doméstico.49

En amplia medida, a las mujeres les estaba vedado otro tipo de profesiones (y mucho menos participar en actividades políticas); no obstante, con el avance económico del Porfiriato, algunas actividades como las de secretaria, empleada en comercios y servicios administrativos fueron creciendo e inevitablemente tuvieron que ser aceptadas.

En los periódicos y libros revisados, durante las dos últimas décadas del Porfiriato, la economía doméstica se convirtió en la transmisora de los principios capitalistas. Entre las metas de gran valor para el proyecto de sociedad en ascenso, y que se infundieron en la educación, estaban la sistematización, la eficiencia, la velocidad, el ahorro de tiempo; y como componente esencial de ello era hacer de la mujer un ser eficiente en la “fábrica” que era su hogar. Esta poderosa noción finalmente respondía a los valores y principios básicos del capitalismo, y al inherente control social requerido por dicha cosmovisión hasta en los más íntimos rincones de la vida y los quehaceres humanos.

En este sentido, resalta el impulso que se le dio a los sectores medios, en la educación formal e informal revisada, en aras de alcanzar su fortalecimiento y seguridad; así como de ligar las novedades de su vida cotidiana a un sentido de identidad nacional. La clase media estaba en una búsqueda afanosa de reconocimiento e identidad, y se le invitó -sutil y abiertamente- a que adoptara las innovaciones culturales, sociales y materiales traídas del exterior y las seleccionara con criterios de funcionalidad y operatividad. Es decir, se indujo a la clase media a que adaptara con habilidad las innovaciones a las necesidades inmediatas y prácticas, tanto viejas como nuevas.

Consideraciones finales

La investigación aquí presentada deja abiertas muchas preguntas que a falta de espacio quedan sin responder, pero espera dejar un amplio y entusiasta interés por explorar en torno a diversas vetas derivadas de su interés central. Por ejemplo: investigar y definir de mejor manera el concepto de economía doméstica, tan poco explorado en el caso mexicano; ampliar el número de fuentes de la educación formal e informal con referencia a la nueva economía doméstica, así como incrementar el periodo de años abarcados.

Por otro lado, hace falta indagar si la clase media adoptó los nuevos preceptos en la vida cotidiana. Consideramos que esta transición no caminó por una vía sencilla o libre de obstáculos y complejas contradicciones, debido a que era una sociedad que mantenía profundos rasgos conservadores, patriarcales, autoritarios, jerarquizantes y tradicionales. La economía doméstica se enfrentó cotidianamente al “reto” -como muy bien lo define la doctora María Eugenia Ponce-50 de cumplir exitosamente, por una parte, con sus nuevos cometidos: modernizarse y modernizar su entorno, y ser protagonista de primer orden en los cambios exigidos por una novedosa fase del proceso económico y social. Y, por la otra, satisfacer sus nuevas aspiraciones esenciales… pero sin afectar hasta un nivel crítico o “peligroso” los valores, las dinámicas, las prácticas y las relaciones familiares de esencia tradicional.

Es decir, en la propagación de un concepto nuevo de economía doméstica vemos la manifestación de una compleja paradoja: ascendente, sofisticada e insuperable en un país profundamente impulsado por afanes de cambio modernizador, por un lado, y, por otro, atado a poderosos componentes culturales, que junto con inherentes resistencias ofrecían elementos de estabilidad a una sociedad marcada por la tensión y la conflictividad encubiertas, asociadas a su estructura dramáticamente jerárquica y temerosa del choque social.

Considerando lo anterior, es imprescindible insistir en que las violentas distinción y jerarquización sociales de origen virreinal formaban parte esencial de la cultura mexicana -como hasta el presente-. En aquel contexto, todas las transformaciones experimentadas por el conjunto social y los proyectos de progreso estuvieron inevitablemente impregnados y condicionados por una sensibilidad (y hasta percepción inconsciente) de naturaleza estamental, racista y clasista. A todo ello no fue ajena la nueva economía doméstica. Recomendamos revisar otras publicaciones y archivos en torno al mismo tema.

Además, consideramos esencial emprender investigaciones ampliamente apoyadas en estudios de caso para demostrar la naturaleza exclusiva, sagrada y sobrevalorada del espacio hogareño e íntimo. Esto ha sido desfigurado por la atención prestada a las formalidades de la economía doméstica y los discursos y comportamientos asociados a ella. Sería de utilidad ahondar respecto a una serie de consideraciones que se han venido planteando alrededor de ella y el ámbito doméstico-familiar, que, supuestamente, era su baluarte. Valdrá la pena desarrollar estudios a fondo acerca de elementos y fenómenos que han sido ligados a la economía doméstica y “el hogar” (la seguridad, la dinámica familiar, la confianza y la estabilidad emocional que brindaba) sin la suficiente solidez y consistencia.

Al respecto, se necesita indagar sistemática y ampliamente en relación con la familia y su evolución durante el Porfiriato, llevando a cabo una extensa y rigurosa investigación de naturaleza cuantitativa y cualitativa; que debe sumarse a lo que se viene estudiando sobre el periodo. Por otra parte, toda investigación que pretenda incursionar en estos terrenos está obligada a tomar en cuenta múltiples procesos sofisticados de cambio experimentados en el ámbito urbano, que comprendan rubros descuidados hasta hoy, en las dimensiones física, ecológica, material y tecnológica, así como en la artística. Esto debería incluir obligadamente la exploración documental profunda en acervos gubernamentales y privados.

Las preguntas pertinentes y sensibles deben formularse y las fuentes están esperándonos. Ojalá quienes se han acercado a este artículo se vean animados a indagar a partir de preguntas, dudas, inquietudes y vacíos plasmados aquí.

Hemerografía

El Álbum de la Mujer

El Correo de las Señoras

La Familia

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1 Manuel Pimentel, Lecturas para las niñas mexicanas: curso gradual de lectura (México: Librería de Educación/Gallegos Hnos. Suc., 1896), 265.

2Luis F. Mantilla, Libro de lectura (México: Librería de Educación/Gallegos Hnos. Suc., 1895).

3En paralelo, hubo otros procesos de cambio radical de las estructuras económicas y políticas impulsadas por el liberalismo como proyecto dominante desde el último tercio del periodo decimonónico.

4La Escuela de los Annales ha demostrado la importancia de medir la repercusión de los procesos de cambio a gran escala sobre todos los miembros de una sociedad, y el marxismo nos ha mostrado que el capital se ha servido de las mujeres y las ha invisibilizado en la historia, por lo cual las ha restringido al ámbito doméstico. A partir de ello, entendemos que el rol de la mujer y la familia son entidades con repercusiones políticas y públicas. Siguiendo a Joan Scott, las mujeres no pueden ser definidas como propias de lo privado, sino como agentes sociales, es decir, que tanto la mujer como la familia, en este contexto, han desempeñado una función vital en el desarrollo del capitalismo y que el Estado, junto con las Iglesias, contribuyó a la configuración de dicho perfil a través de la educación formal e informal.

5El presente artículo forma parte de una investigación mayor, que tiene por objetivo explicar ampliamente esta transformación social. Durante su desarrollo, se han analizado documentos pertenecientes al Archivo Histórico de la Ciudad de México (AHCM) y al Archivo General de la Nación (AGN), se han revisado textos integrantes de publicaciones dirigidas al ámbito doméstico-familiar, la correspondencia dirigida por lectoras y lectores a dichas revistas y a suplementos periodísticos con ese perfil. Igualmente, se ha estudiado el discurso y las imágenes en los mensajes publicitarios, así como las observaciones plasmadas por hombres y mujeres en notas y columnas periodísticas, en crónicas sociales y textos educativos tanto de carácter formal como informal.

6Como corolario que considero de gran valor —y para ser reflexionado ampliamente—, cabe referir estas palabras del gran estudioso de la modernidad, Marshall Berman: “Ser modernos es encontrarnos en un entorno que nos propone aventuras, poder, alegría, crecimiento, transformación de nosotros y del mundo y que, al mismo tiempo, amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que sabemos y todo lo que somos”. Véase Marshall Berman, Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad (México: Siglo XXI Editores, 2004).

7Formas de propiedad, producción, distribución y consumo de bienes y servicios, así como de organización laboral y salarial.

8Sandra Kuntz Ficker y Elisa Speckman Guerra, “El Porfiriato”, en Nueva historia general de México (México: El Colegio de México, 2013), 487.

9Mílada Bazant, Historia de la educación durante el Porfiriato (México: El Colegio de México, 1996), 16.

10Moisés González Navarro, El Porfiriato: la vida social (México: Hermes, 1957), y Kuntz Ficker y Speckman Guerra, “El Porfiriato”, 487-534.

11Bazant, Historia, 21.

12Bazant, Historia, 23.

13Bazant, Historia, 19.

14Bazant, Historia; María Guadalupe González y Lobo, “La educación de la mujer en el siglo XIX mexicano”, Casa del Tiempo, época III, vol. IX, núm. 99 (2007): 53-58; Luis Meneses Morales, Tendencias educativas oficiales en México 1821-1911 (México: Universidad Iberoamericana/Centro de Estudios Educativos, 1998).

15El primero tuvo vigencia de diciembre de 1889 a marzo de 1890, y el segundo de diciembre de 1890 a febrero de 1891.

16Ángel Hermida Ruíz, Primer Congreso Nacional de Instrucción 1889-1890 (México: Secretaría de Educación Pública, 1975), 144 y 145.

17Pimentel, Lecturas, 265.

18Mantilla, Libro, y Pimentel, Lecturas.

19Pimentel, Lecturas, 232.

20Pimentel, Lecturas, 77-82.

21Pimentel, Lecturas, 366.

22Pimentel, Lecturas, 267 y 268.

23Pimentel, Lecturas, 267 y 268.

24Pimentel, Lecturas, 318 y 319.

25Pimentel, Lecturas, 91-94.

26Bazant, Historia, 16.

27Morelos Torres Aguilar y Ruth Yolanda Atilano Villegas, “La educación de la mujer mexicana en la prensa femenina durante el Porfiriato”, Revista Historia de la Educación Latinoamericana, vol. XVII, núm. 24 (2015): 217-242.

28Guadalupe Ríos de la Torre, “La idea de la mujer a través de la prensa porfiriana”, en La prensa como fuente para la historia, coordinación de Celia del Palacio Montiel (México: Universidad de Guadalajara/Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología/Porrúa, 2006), 137-138.

29Lucrecia Infante Vargas, “De lectoras y redactoras. Las publicaciones femeninas en México durante el siglo XIX”, en La república de las letras. Asomos a la cultura escrita del México decimonónico, edición de Belem Clark de Lara y Elisa Speckman Guerra (México: Universidad Nacional Autónoma de México, 2005), vol. II, 183-194.

30Infante Vargas, “De lectoras”, 184-185.

31Infante Vargas, “De lectoras”, 184-185.

32Elvira Laura Hernández Carballido, “La prensa femenina en México durante el siglo XIX”, en La prensa en México. Momentos y figuras relevantes (1810-1915), coordinación de Laura Navarrete Maya y Blanca Aguilar Plata (México: Addison Wesley Longman, 1998), 56.

33Florence Toussaint, “La prensa y el Porfiriato”, en Las publicaciones periódicas y la historia de México (México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1995), 45-55.

34Carmen Ramos Escandón, “Género e identidad femenina y nacional en El Álbum de la Mujer de Concepción Gimeno Flaquer”, en La república de las letras. Asomos a la cultura escrita del México decimonónico, edición de Belem Clark de Lara y Elisa Speckman Guerra (México: Universidad Nacional Autónoma de México, 2005), vol. II, 195-208.

35Torres Aguilar y Atilano Villegas, “La educación”, 224.

36Refugio Barragán de Toscano, “A las jóvenes. Economía doméstica”, El Correo de las Señoras, 1 de julio de 1890.

37S. del H., “La mujer”, La Familia, 16 de agosto de 1889, 25-26.

38Anónimo, “La madre de familia”, El Correo de las Señoras, 20 de julio de 1890, 115-116.

39C. Mixco, “A los padres y maestros”, La Familia, 24 de julio de 1890, 565-566.

40Carolina Morales, “La educación”, El Correo de las Señoras, 19 de octubre de 1890, 323-324.

41Dr. González Encinas, “Del amor maternal”, El Álbum de la Mujer, 6 de abril de 1890, 106-110.

42Refugio Barragán de Toscano, “A las madres de familia. Economía doméstica”, La Familia, 1 de diciembre de 1889, 197-198.

43Rafael Ceniceros, “Fin de la instrucción”, La Familia, 1 de agosto de 1889, 2.

44Francisco A. Rubio, “La mujer”, La Familia, 24 de agosto de 1889, 38.

45Rubio, “La mujer”, 38.

46Raquel X., “Las malas madres”, El Correo de las Señoras, 7 de septiembre de 1890, 227-230.

47Morales, “La educación”, 323-324.

48Rubio, “La mujer”, 38-39.

49A las mujeres, además, se les exigía el control de sus pulsiones. Desde la perspectiva de Norbert Elias, el autocontrol de instintos e impulsos viscerales con respecto al respeto a la propiedad y los derechos propios y ajenos son elementos básicos del proceso civilizatorio. Norbert Elias, El proceso de la civilización (México: Fondo de Cultura Económica, 1987), 449-472 y 499-532.

50Comentario personal.

Antonio Santoyo Torres: es doctor en Historia por la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa, cuenta con dos maestrías en Historia, una por la misma institución y otra por El Colegio de México; además es licenciado en Antropología Social por la UAM-Iztapalapa, donde es profesor-investigador. Sus campos de investigación giran en torno a: las funciones de los sectores medios en la modernización de la sociedad mexicana durante el Porfiriato y los inicios del siglo XX; el papel del arte, las nuevas tecnologías y el consumo en la modernización, durante la primera mitad del siglo XX en la Ciudad de México, así como la intelectualidad mexicana y su ideario sobre el indio durante el siglo XIX.

Recibido: 03 de Junio de 2020; Aprobado: 22 de Junio de 2021

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