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Signos históricos

versión impresa ISSN 1665-4420

Sig. his vol.23 no.46 México jul./dic. 2021  Epub 04-Oct-2021

 

Artículos

Revolución, moderación, reacción: los mundos (im)posibles de la monarquía española en el Trienio Liberal

Revolution, moderation, reaction: The (im)possible worlds of Spanish Monarchy during the Liberal Triennium

Gonzalo Butrón Prida* 
http://orcid.org/0000-0003-0091-1472

* Universidad de Cádiz. gonzalo.butron@uca.es


Resumen:

Este artículo estudia los escenarios políticos planteados durante el Trienio Liberal como alternativa a la Constitución de 1812, cuya fuerza como símbolo restringió el debate público sobre la perfectibilidad de aquel código. En particular, analiza las propuestas moderadas de reforma constitucional, entre las que se encontraban las de los antiguos afrancesados; explora igualmente el universo político de la oposición realista, que llegó a plantear propuestas intermedias más allá de la idea del retorno completo al absolutismo.

Palabras clave: Constitución española de 1812; absolutismo; realismo; moderación; liberalismo

Abstract:

This paper studies the different political scenarios raised during the Liberal Triennium in Spain as an alternative to the Constitution of 1812, whose strength as a symbol constrained the public debate on its perfectibility. On the one hand, it analyzes the moderate proposals for constitutional reform, among which were those of the former afrancesados; on the other hand, it explores the political universe of the royalists, which came to propose intermediate proposals beyond the idea of a complete return to absolutism.

Keywords: Spanish Constitution of 1812; absolutism; royalism; moderation; liberalism

El enorme poder movilizador mostrado por la Constitución de Cádiz en la revolución de 1820 limitó en buena medida la apertura de un debate constitucional durante el Trienio Liberal. La estrategia revolucionaria aplicada, que apostaba por la recuperación inmediata de un modelo político conocido, actuó en un principio como freno de la exposición y defensa abierta de proyectos alternativos al definido en 1812. Más tarde, sobre todo a partir del verano de 1822, la amenaza de la acción contrarrevolucionaria, cada vez mejor articulada dentro y fuera de España, incorporaría nuevos argumentos para la restricción de la crítica política al modelo gaditano dentro del liberalismo, puesto que en unos momentos en los que se apelaba a la unidad frente al enemigo, cualquier iniciativa revisionista era tachada de disidencia y de traición.

Una de las consecuencias de la posición dominante ocupada por la mitificada Constitución de 1812 ha sido la atención preferente que ha recibido de parte de la historiografía, con el consiguiente ensombrecimiento de la riqueza del panorama político del Trienio. El resultado ha sido la relegación a un lugar secundario tanto de las alternativas de inspiración moderada, como de las de carácter conservador. A estas últimas se las ha solido alinear junto a la reacción contrarrevolucionaria, y se les ha negado, como a aquéllas, cualquier fundamento ideológico más allá de la especulación interesada o del puro inmovilismo.

El objetivo de este artículo es, en consecuencia, abrir el campo de análisis a la riqueza del debate político del Trienio, dando cabida a esos otros mundos ideados para la monarquía española a partir de 1820, que generalmente han sido catalogados de imposibles, cuando para los contemporáneos, que habían vivido en los últimos años una increíble sucesión de reformas, mudanzas y rectificaciones políticas, se encontraban, por el contrario, dentro del universo de lo posible.

Las primeras réplicas al modelo gaditano

La presentación de la Constitución de Cádiz como símbolo de la libertad y la independencia de los españoles dificultó las posibilidades de plantearle réplicas y objeciones en 1820; pero la situación no era nueva, pues ya había ejercido una influencia similar en 1814, cuando se acercaba el retorno del Rey a Madrid. En aquellos últimos meses de la primera etapa constitucional, las posibles alternativas llegaron tanto del lado de la moderación liberal, como del realismo. Por un lado, parte de la prensa liberal realizó distintas llamadas a la moderación constitucional y fijó la atención en los regímenes templados de Inglaterra, Holanda y Francia, presentados como modelos a seguir; por otro lado, la defensa del retorno completo al pasado no era una posición unánime dentro del absolutismo, que si bien coincidía en la negación de cualquier legitimidad a la Constitución de Cádiz y en la imperativa anulación de la obra de las Cortes, todavía admitía la propuesta de convocar cortes tradicionales que contribuyeran a sentar las bases de un nuevo tiempo político, la Restauración, que admitía matices y gradaciones.1

Ahora bien, las posibilidades de articular un sistema alejado de la pura disyuntiva revolución/reacción quedaron pronto anuladas por la demostración de fuerza de la contraofensiva fernandina, que con el golpe de mayo cerró las puertas a una posible solución de compromiso que habría contado además con el respaldo de Inglaterra, su todavía aliada. Sin embargo, ni siquiera los esfuerzos realizados en este sentido por Wellington tuvieron éxito, y eso que viajó expresamente a Madrid aquel mayo de 1814 con el fin de evitar un enfrentamiento civil en España y con la esperanza de aprovechar su ascendencia para convencer al Rey y sus ministros de la conveniencia de dotar a los españoles de algún tipo de sistema constitucional.2 El resultado final fue, como ha señalado Brian Hamnett, la frustración del desarrollo de un constitucionalismo conservador en España.3

Sentadas las bases intransigentes del nuevo régimen, la oposición al absolutismo, que debió ser planteada desde la clandestinidad o el exilio, no siempre enarboló la bandera de Cádiz. Por el contrario, también fueron contempladas otras soluciones políticas para el día después de la derrota absolutista, muchas de ellas de carácter templado.

Los documentos asociados a uno de los primeros pronunciamientos liberales, el liderado por Juan Díaz Porlier en La Coruña en septiembre de 1815, ya planteaban la posibilidad de modificar la Constitución de 1812. Por un lado, la intención era moderarla y acercarla al ordenamiento de las monarquías constitucionales europeas del momento; aunque es cierto que, por otro lado, también se alejaba de ellas en tanto que admitía que cualquier cambio debía emanar del pueblo, no del rey.

La proclama dirigida por Porlier a los soldados del ejército de Galicia comenzaba con una crítica a Fernando VII por no reconocer el esfuerzo y los sacrificios hechos por los españoles para restablecerlo en el trono, si bien la responsabilidad final la hacía recaer sobre sus consejeros “inicuos y avaros”, que habían llevado a España a la miseria y la habían aislado de los soberanos europeos. En su opinión, la solución pasaba por “empuñar las armas”, separar “esos Consejeros inmundos” y restablecer las Cortes para que fijaran “el sistema que nos ha de regir”.4 Los principios expuestos en la proclama fueron reafirmados en el más conocido manifiesto destinado a la nación española, que reprochaba al Rey no haber consolidado la valiosa labor de las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812, a las que atribuía, en la línea del discurso historicista del preámbulo constitucional, haber reunido los “antiguos fueros y libertades olvidados y atropellados con el transcurso del tiempo” con los adelantos hechos en Europa en “la ciencia del gobierno”; sólo si lo hubiera hecho de esta forma, habría sido posible conciliar “la seguridad y felicidad del estado con la de los individuos, y los derechos de estos con las prerrogativas de la persona del Rey”. Sin embargo, Díaz Porlier no reivindicaba el restablecimiento íntegro de la Constitución española, sino la conveniencia de oír a la nación reunida en Cortes para revisarla teniendo en cuenta las soluciones planteadas por las monarquías moderadas europeas:

Hemos tomado la terrible, pero indispensable, resolución de exigir con las armas lo que de grado se nos ha rehusado. Nuestro objeto, como el de todos los Españoles, no es otro que el establecimiento de la Monarquía bajo leyes sabias, que al tiempo que afiancen las prerrogativas del Rey nos aseguren a nosotros nuestros derechos. Nosotros queremos la convocación de unas Cortes nombradas por los pueblos, las cuales podrán hacer en la Constitución que proclamaron las Cortes extraordinarias, aquellas variaciones que pida nuestra situación; que la experiencia nos haya enseñado y que exijan las Constituciones de las Monarquías moderadas de Europa.5

Tres años más tarde, en 1818, Álvaro Flórez Estrada, exiliado en Inglaterra desde 1814, escribió En defensa de las Cortes, que sería objeto de distintas reimpresiones en España durante el Trienio. Al igual que Porlier, el político asturiano eximía en buena medida de culpa al Rey y cargaba contra sus consejeros; cedía igualmente el protagonismo a la nación española, que en ausencia del monarca había quedado “en absoluta libertad de constituirse tal como tuviese por conveniente”. De hecho, reunida en Cortes, la nación había reconocido a Fernando como rey en su primera sesión, cuando era libre “de constituirse en una república o de nombrar un rey tomado de una nueva dinastía, más precisado por lo tanto a someterse a la futura constitución”.6 Sentadas las bases de la primacía de la nación frente al rey, Flórez Estrada realizaba una propuesta de transacción que incluía la revisión de la Constitución de 1812 en sentido moderado para hacerla más asumible por parte de Fernando VII. En concreto, trataba de equilibrar la relación rey-nación mediante la reducción del amplio protagonismo adquirido por la última en Cádiz, e incluía, entre otras concesiones, la renuncia al principio de soberanía popular y la incorporación de una segunda cámara de designación real con carácter temporal o perpetuo.7

Casi de manera simultánea, y desde las mismas páginas de El Español Constitucional que había publicado la propuesta de Flórez Estrada, Pedro Pascasio Fernández Sardino, antiguo editor del radical El Robespierre Español, se uniría a la nómina de los partidarios de la reforma del código gaditano y trataría de animar el debate con su iniciativa de premiar un proyecto de constitución que hiciera “la felicidad de la Nación Española”, una convocatoria de la que Francisco Carantoña ha destacado que planteara, entre otros puntos, el estudio de la conveniencia o no de incorporar un régimen bicameral, si bien el mismo Fernández Sardino se pronunciaría pronto en favor del unicameralismo.8

En fin, los documentos asociados a la conspiración de El Palmar -descubierta y desbaratada en 1819 en las inmediaciones de Cádiz- confirman la existencia de una nueva alternativa que, a diferencia de las anteriores, no tenía como referente la Constitución de 1812. Entre los documentos incautados por las autoridades, estudiados por Claude Morange, se encuentra el Acta Constitucional de los Españoles de Ambos Hemisferios, preparada por un grupo de liberales y antiguos afrancesados liderados por Juan de Olavarría, que proponía la creación de un nuevo orden político basado en las ideas del liberalismo posrevolucionario.9 Entre sus novedades, el Acta Constitucional reconocía mayores competencias al poder real y planteaba el establecimiento de un sistema bicameral dotado de una cámara alta o “perpetua” a modo de contrapeso moderado de la cámara baja o “temporal”, influencia, como ha indicado Fernández Sarasola, de las ideas de Benjamin Constant, Destutt de Tracy y el liberalismo doctrinario francés, acompañadas igualmente de algunas otras de cierto resabio anglófilo.10

La constitución en los inicios del trienio, de la glorificación a la perfectibilidad

El éxito del movimiento liberal iniciado en Las Cabezas en enero de 1820 colocó la Constitución de Cádiz en el centro de la escena política. Erigida en símbolo y bandera de la libertad, anuló momentáneamente toda posibilidad de crítica. Del lado absolutista, por el repliegue motivado por la necesidad de reorganizar sus fuerzas y definir una estrategia de oposición; en tanto que, del lado moderado, por la inconveniencia de discutir algunos de los principios más radicales del texto doceañista, pues en aquellos momentos suponía la tacha inmediata de traición y la acusación de connivencia con los absolutistas.

Sin embargo, poco a poco se fueron articulando cauces para la impugnación de la grandeza y la perfección de la Constitución de 1812, que fue abordada tanto desde la clandestinidad, en forma preferentemente de conspiración absolutista, como desde la prensa, con notables cabeceras que defendieron públicamente, al menos hasta 1822, posturas revisionistas.

La práctica política puso pronto de manifiesto lo complicado que era alcanzar un entendimiento entre el Rey y las Cortes en el nuevo marco político. A diferencia de lo ocurrido en el primer periodo constitucional, cuando las Cortes monopolizaron la iniciativa política sin apenas oposición por parte de la Regencia, ahora el Rey estaba en España y su presencia condicionaba necesariamente la práctica política. Como había aceptado jurar la Constitución a la fuerza, Fernando VII no tardaría en convertirse en eje de la oposición al sistema, de manera más contenida en el ámbito público, con gestos y medidas obstruccionistas, y de forma más importante en segundo plano, conspirando con los círculos realistas españoles y con los monarcas absolutistas europeos.

Aunque no llegó a abrirse un debate constitucional, como plantearía Fernández Sardino desde Londres cuando propuso que las nuevas Cortes fueran extraordinarias y contaran con facultades para corregir el código gaditano,11 sí que comenzaron a oírse voces críticas que apostaban por la revisión en sentido moderado de lo dispuesto en 1812. Estas voces no sólo respondían al convencimiento de que la Constitución era perfectible desde el punto de vista doctrinal, sino también al pragmatismo de quienes esperaban que, con una serie de cambios clave, la Constitución fuera capaz de reunir apoyos tanto dentro como fuera de España, alejando así el horizonte de un retorno al absolutismo como el de 1814. Sin embargo, en aquellos momentos la moderación, como en otros muchos contextos de crisis, encontró serias dificultades para erigirse en una opción política factible al ser atacada por igual por reaccionarios y radicales. Unos y otros impidieron que la moderación pudiera actuar como antídoto frente a la intransigencia, como la han catalogado Craiutu y Gellar, quienes han recordado el modo en que la valoró Burke como una virtud que tendía al acuerdo y la conciliación en tiempos de cambio.12

En esta línea se situaban, en primer lugar, algunos antiguos afrancesados, que pudieron volver a España tras la amnistía decretada en 1820 y que, gracias al restablecimiento de la libertad de imprenta, pudieron contar con cauces para la defensa pública de sus planteamientos políticos; y, en segundo lugar, una serie de liberales templados, como Martínez de la Rosa y el conde de Toreno, que aunque se mostraron reacios a expresar sus propuestas de revisión constitucional, no por ello dejaron de trabajar en favor de esta idea, primero cuando estaban en el gobierno y confiaban en la posibilidad de contar con el apoyo del Rey, y más tarde en la complicada coyuntura de la primavera de 1823, cuando depositaron sus esperanzas en el entendimiento con los franceses ante su eventual entrada en Madrid.

Por el contrario, el liberalismo radical fue menos proclive a la imaginación de otros mundos al margen del definido por la Constitución de 1812, en la que se vieron en gran medida representados. Fue el caso de los comuneros, quienes centraron sus reivindicaciones en “la observancia en toda su pureza de la Constitución”, que debía ser aplicada en su totalidad sin menoscabo o reforma de ninguno de sus artículos.13 Es más, cuando le fueron planteadas alternativas, como las del refugiado italiano Bartolomeo Fiorilli (Constitución político-natural para todos los pueblos, 1821) y el presbítero manchego Ramón de los Santos García (Teoría de una Constitución política para España, 1822), éstas se caracterizaron por profundizar en la desconfianza hacia el ejecutivo que había quedado patente en Cádiz, de ahí que ambas plantearan fortalecer el legislativo aun a costa de invadir atribuciones antes consignadas al rey.14

El censor y la alternativa moderada Josefina

Entre los más activos de los antiguos afrancesados se encuentran José Gómez Hermosilla, Alberto Lista y Sebastián Miñano, que auspiciaron, junto a León Amarita y Javier de Burgos, la publicación de diversos escritos y periódicos, como El Imparcial, El Universal y El Censor. Este último ha sido objeto de varios estudios que coinciden en su definición como ejemplo de moderación frente a las posturas más extremas de absolutistas y exaltados.

El Censor estuvo desde el principio muy vinculado al liberalismo francés, que no sólo lo financió, sino que lo vio además como un medio de expresión libre de sus ideas en contraposición a la creciente presión que sufría la prensa en Francia. Publicado semanalmente durante dos años a partir de julio de 1820, reservó un lugar destacado al análisis político, con abundancia de artículos de carácter doctrinal y reflexiones sobre la situación española y europea, firmados principalmente por Lista, Hermosilla y Miñano.15 Su lectura permite recomponer el universo político que habían concebido y que defendieron con insistencia hasta la desaparición del semanario en julio de 1822, justo después del fracaso del golpe reaccionario de la guardia real y de la llegada de los exaltados al poder.

El reciente y exhaustivo estudio realizado por Claude Morange trata de demostrar que, a pesar de las acusaciones recibidas durante el Trienio de trabajar en la sombra junto a quienes trataban de derribar el régimen constitucional, este grupo aceptaba la revolución española, y apreciaba que fuera liberal y monárquica. Sin embargo, la creían mejorable y esperaban poder despojarla de su radicalismo mediante una revisión pactada de sus aspectos más extremos, de modo que fuera posible asegurar las libertades públicas y garantizar los derechos políticos de la población al mismo tiempo que reconocer a la Corona una posición menos restringida y comprometida que la definida en Cádiz.16

Esta posición de partida los alejaría progresivamente del referente de 1812, para acercarlos en cambio a los modelos políticos que, como ya había señalado Félix Reinoso en 1816 en su Examen de los delitos de infidelidad a la patria, no habían caído en la trampa del unicameralismo, esto es, que no habían cometido el error de poner en contacto directo al monarca y a la representación popular. Para Reinoso, la solución pasaba por la disposición de un cuerpo intermedio que evitara que el trabajo y el debate se llevaran a cabo sin la reflexión y la maduración necesarias, de ahí que llegara a definir a las Cortes doceañistas como “el Congreso más locamente constituido, más despótico y tirano del mundo”.17

Esta reflexión de Reinoso conduce directamente a la cuestión del bicameralismo, sobre la que no hay unanimidad en el análisis. López Tabar la considera sin dudas propia del pensamiento político de los antiguos afrancesados, que la defendieron durante el Trienio desde fechas muy tempranas, y pone el ejemplo de Andrés Muriel, que ya en junio de 1820, en la nota final de su opúsculo Los afrancesados, o una cuestión de política, proponía la incorporación de una cámara alta que creara un poder intermedio entre el rey y las Cortes y ejerciera de moderador de ambos.18 Fernández Sarasola coincide con Tabar hasta el punto de afirmar que este grupo convirtió al bicameralismo en su enseña.19 En cambio, Juan José Ruiz ha puesto el acento, más que en su bicameralismo, en el hecho de que introdujeran los elementos necesarios para impulsar el debate teórico sobre la conveniencia de contar con una segunda cámara en España;20 en tanto que Claude Morange sostiene que este grupo no era necesariamente bicameralista, pese a la habitual atribución de esta idea en la época, y recuerda que, de hecho, siempre se opusieron públicamente al establecimiento de un sistema con dos cámaras.21

Donde sí coinciden todos es en la especial atención que prestaron al Consejo de Estado, si bien vuelven a divergir a la hora de definir la forma en que esta institución era entendida. Morange pone como ejemplo la visión de Lista, que consideraba el Consejo de Estado un acierto de la Constitución española y lo interpretaba como una garantía contra los abusos de poder, como “un verdadero cuerpo intermedio” que podía ejercer de vigilante del ejecutivo y del legislativo por igual. Aun así, desde El Censor estimaban que era susceptible de mejora, no tanto para convertirse en una cámara alta con iniciativa legislativa, como para ejercer de poder conservador.22 Por el contrario, Fernández Sarasola cree que junto a la idea de incorporar una cámara alta que actuase como poder conservador en la línea de lo planteado por Destutt de Tracy, también fue contemplada la opción de asimilar el Consejo de Estado a un Senado.23

Un tercer punto distintivo de este grupo tiene que ver con su preferencia por la interpretación restrictiva del ejercicio de los derechos políticos. Esta idea estaba en cierto modo presente en los artículos 92 y 93 de la Constitución, que preveían exigir en un futuro cercano el disfrute de una “renta anual proporcionada, procedente de bienes propios” para ser elegido diputado, una exigencia que los moderados aspiraban a extender también a los electores. López Tabar vincula esta posición con el elitismo propio del grupo, que estaría detrás de su apuesta por apartar de la iniciativa política a los no propietarios.24

Los liberales templados y el “plan de las cámaras”

Junto a las propuestas de los antiguos josefinos se hallan las de un sector del liberalismo moderado que llegó a tener protagonismo y responsabilidad política en el Trienio, como Francisco Martínez de la Rosa o el conde de Toreno. A diferencia de los anteriores, ellos sí que defendían claramente el bicameralismo como forma de alcanzar un mayor equilibrio en el reparto de poderes planteado en Cádiz. Contemplaban igualmente el refuerzo de la posición política del rey y la imposición de requisitos económicos para la participación política, que ya hemos visto que estaba en parte prevista por la Constitución. En definitiva, una serie de reformas que, de aplicarse, acercarían el régimen español al británico y al francés y lo harían al mismo tiempo menos complejo de aceptar tanto por parte de Fernando VII, como de las potencias europeas. Respondían, en cierto modo, a las soluciones políticas pragmáticas que Pierre Serna definió con el oxímoron de l’extrême centre, esto es, como una salida que, pese a reforzar a la monarquía frente al parlamento, no renunciara por completo al legado de la revolución.25

Sin embargo, se guardaron de expresar sus opiniones en público y trabajaron reservadamente en favor de la moderación desde las instancias de poder que controlaron hasta el verano de 1822. Con esta estrategia buscaban esquivar la presión de la opinión exaltada, que desde un principio había proclamado su oposición a cualquier revisión constitucional, y que defendía sus posiciones no sólo en periódicos y papeles, sino también a través de las sociedades patrióticas y en la calle. Conocidos en la época como el grupo de los importantes,26 muchos de ellos tenían como referente el modelo francés de carta otorgada. El atractivo de la Carta francesa radicaba en buena parte en que, a diferencia de la Constitución española, amplia, precisa y minuciosa, en menos de un centenar de artículos ofrecía un marco político base susceptible de ser moldeado en función de las distintas circunstancias nacionales.27

Los citados Toreno y Martínez de la Rosa desempeñaron un papel principal en la articulación de esta estrategia, y de hecho se atribuye al segundo, ministro de Estado entre febrero y agosto de 1822, el diseño del llamado “Plan de las cámaras”, que trataba de ajustar una mejor conciliación de los principios de orden y libertad mediante una redistribución de las prerrogativas reconocidas en Cádiz a los tres poderes.

Según numerosos testimonios, Fernando VII estaba al tanto del plan, aunque esto no quiere decir que lo secundara, pues su actitud representaba más un obstáculo para su avance que un apoyo. Henry Wellesley, entonces embajador británico en Madrid, ya había advertido en febrero de 1821 a Castlereagh, ministro de Asuntos Exteriores, de que el Rey sólo estaba dispuesto, como mucho, a convocar cortes tradicionales, lo que Wellesley atribuía a su equivocada percepción de la situación política.28 Mientras que Fernando Fernández de Córdova, que colocaba al Rey en el centro de la trama, como responsable de haber encargado a Martínez de la Rosa la redacción de un proyecto de constitución conservadora y autoritaria, reconocería también que más tarde se desdijo y se opuso al mismo.29 La implicación del soberano también fue señalada por el exaltado Benigno Morales, aunque puntualizaba que sólo había aceptado el plan por pragmatismo, para ganar tiempo hasta poder recuperar el poder absoluto.30 Recientemente, Emilio La Parra, en una excelente biografía, ha confirmado que el Rey nunca dio su visto bueno a los planes de moderación y que, como manifestara Wellesley, a lo más que llegó fue a pensar en acceder a convocar cortes tradicionales.31

Aunque no es posible confirmar la existencia del plan -nunca se publicó y, de existir, no llegó a salir de los círculos del moderantismo liberal-, la cantidad de comentarios y críticas que recibió en la época y que generó en los años siguientes invitan a pensar que fue real, y, con independencia de su existencia, de su posible contenido y del respaldo o no del Rey, hay que tenerlo en cuenta por la influencia que ejerció en el debate político del Trienio.

Muy duros en sus comentarios fueron, lógicamente, los exaltados, que llevaron la cuestión tanto a las Cortes como a la prensa. Por ejemplo, el folleto La Carta francesa con notas españolas , publicado por Manuel Ruiz del Cerro en 1822, es buen ejemplo de la reacción exaltada ante una eventual importación del modelo francés de carta otorgada. En este caso, se trataba de analizarlo con el fin de poner de manifiesto sus carencias. Por una parte, denunciaba que la promoción del poder real no sólo traicionaba el principio de soberanía nacional recogido por la Constitución, sino que era un error en sí mismo, pues conducía a una situación en que “un hombre tiene toda entera la autoridad y millones de hombres tienen toda entera la esclavitud”.32 Por otra, criticaba la existencia de una cámara alta, porque suponía un retorno al pasado, en el que “todo era arbitrariedad y abuso del poder”. Le preocupaba, en especial, que esa cámara alta fuera de designación real, pues eso la convertía en una especie de “ejército auxiliar del trono”, una imagen que reiteraba al final de la obra: “Si viésemos pues una cámara alta en España, estemos seguros de que, desde el día de su instalación, se pondría en guerra con el liberalismo y su reacción no pararía hasta restablecer el régimen absoluto en toda su puridad”.33

Otros liberales también harían alusión, a posteriori, al plan de cámaras, sobre todo en las publicaciones que fueron referentes del exilio en el Reino Unido y en la sucesión de escritos autobiográficos que abundaron en las décadas siguientes. Desde Londres, El Español Constitucional y Ocios de Españoles Emigrados atribuyeron el plan a Martínez de la Rosa y Toreno;34 en tanto que las memorias de Espoz y Mina recogían que en el verano de 1822 el general fue sondeado para que respaldara el proyecto de establecer una representación nacional dividida en dos cámaras, un proyecto que no sólo le fue presentado como muy avanzado, sino apoyado además por Fernando VII.35

El citado Fernando Fernández de Córdova también referiría en sus memorias la implicación del Rey en el golpe reaccionario de julio de 1822. Liderado por su hermano Luis, con el objetivo del establecimiento de un régimen moderado que reconciliara la autoridad y el prestigio de la Corona con las libertades públicas, pero fracasó por falta de acuerdo entre sus apoyos, incluida la defección de Fernando VII, que habría negado su firma a lo negociado con el gobierno francés, principalmente por Martínez de la Rosa desde Madrid y Toreno desde París.36

El fracaso del golpe y la salida de los moderados del gobierno neutralizaron cualquier arreglo y la cuestión de las cámaras y la revisión constitucional quedó aplazada y fuera del tapete político. La mayor presión ejercida sobre el régimen liberal desde aquel verano tuvo como efecto tanto la censura como la autocensura de la expresión de la disidencia o crítica a la Constitución de 1812, un escenario que alcanzó su punto álgido en enero de 1823, cuando la respuesta de las Cortes a las provocaciones de las potencias continentales unió por un momento a todos los liberales en torno a la defensa del texto gaditano y el honor de los españoles.

Sólo un nuevo cambio de coyuntura, el de la primavera de 1823, con la marcha del gobierno, las Cortes y el Rey a Andalucía y la presión del avance militar francés, devolvió la salida transaccional al plano de lo posible. Con la continuidad del régimen liberal en entredicho, pasaron a la acción y reabrieron el debate político aquellos que creían factible una revisión de la ordenación política española más allá del dilema reacción/revolución, aquellos que consideraban que había alternativa a la voz constitución o muerte. Sin embargo, las circunstancias resultaron poco propicias para las soluciones de compromiso y el pragmatismo apenas logró atraer apoyos.

Es en este contexto en el que Clara Álvarez sitúa el manuscrito Fuero Real de España, fechado justo en mayo de 1823 y que, aunque no está firmado, atribuye a Martínez de la Rosa. Lo cierto es que el político granadino estaba entonces en Madrid, donde había permanecido tras decidir no seguir a las Cortes y al Rey hasta Sevilla,37 de modo que es posible que tratara de preparar contra reloj una propuesta que pudiera satisfacer las demandas políticas de los franceses, que estaban cada vez más cerca de Madrid. Esta actitud encaja asimismo con la justificación dada por el conde de La Bisbal al capitular al mando del ejército del Centro, cuando defendió la necesidad de aceptar la propuesta francesa de abordar una revisión constitucional de acuerdo con el Rey, que debía regresar a Madrid y convocar cortes. Con ello, no sólo esperaba la reconciliación de los españoles, sino también la retirada del ejército francés.38

Abiertamente inspirado por el discurso programático defendido por los grupos moderados desde 1820, el Fuero Real cumplía igualmente con las condiciones fijadas por el gobierno francés como indispensables para el freno de la intervención militar. El discurso pronunciado por Luis XVIII ante las cámaras en enero de 1823 ya había presentado como necesaria la revisión de una constitución que no emanaba de la Corona; en tanto que en marzo siguiente una declaración de aquel gobierno había definido los tres cambios constitucionales exigidos para evitar la guerra: la supresión del principio de la soberanía nacional, el robustecimiento del poder real y la incorporación de una segunda cámara.39 De igual modo, el texto también tenía en cuenta las recomendaciones hechas por los británicos en los primeros meses de 1823, cuando llegó a Madrid Lord Fitzroy Somerset con la misión de ayudar al embajador británico a negociar un acuerdo con España que evitara la intervención francesa. Significativamente, Wellington había encargado a Somerset que promoviera un incremento del poder real que permitiera a Fernando VII, cuya conformidad era clave, aceptar el acuerdo. Según Evaristo San Miguel, la propuesta británica incluía además la reforma del Consejo de Estado, que pasaría a ser nombrado por el rey y a actuar como una especie de cámara alta no electiva, y la incorporación de requisitos económicos para el ejercicio del sufragio.40

En definitiva, el Fuero Real parecía cortado a la medida para corregir los “defectos” que franceses y británicos atribuían a la Constitución española, pues proponía devolver al rey la posición política central que la Constitución de 1812 le había negado, y definía el ansiado sistema bicameral con una cámara alta -o Estamento Real- nombrada por el rey y reservada sobre todo para la nobleza, pero con presencia también del clero y de civiles, y una cámara baja -o Estamento de los Procuradores- elegida por sufragio censitario.41 Aunque no llegó a publicarse, la nueva propuesta transaccional se convirtió durante el verano en lugar común del discurso realista contrario a la negociación con los liberales, sobre todo a partir de agosto, cuando las ordenanzas firmadas en Andújar por el duque de Angulema provocaron una dura reacción antifrancesa en el seno de los, en teoría, aliados, que acusaron al príncipe francés de tratar de recuperar el odiado plan de cámaras a través de su respaldo al que en los círculos ultras denominaban fuero español.42

A diferencia del Fuero Real, otras propuestas de transacción que apostaban por aceptar los planes franco-británicos sí que vieron la luz en aquellos meses. Es el caso de Sobre modificar la Constitución, de Alejandro Oliván, que volvía a defender el establecimiento de un sistema bicameral de soberanía compartida entre el monarca y el parlamento, elegido por sufragio censitario;43 en tanto que otro proyecto constitucional, en este caso anónimo, proponía un compromiso entre el pasado, reviviendo las antiguas cortes, y el presente, mediante la incorporación de algunos principios de los textos aprobados en Bayona en 1808 y en Cádiz en 1812.44

El proyecto anónimo de volver a las cortes tradicionales puede tomarse como el punto de partida de la involución de las propuestas alternativas al código gaditano, que pasaron en un corto periodo de tiempo de plantearle unas modificaciones centrales, pero puntuales, que lo acercaran a la Carta francesa, a renunciar por completo a él como referente válido. En el verano de 1823, este camino de vuelta al absolutismo llegó a presentar como viable esta última parada intermedia, que sin embargo también se comprobaría pronto como imposible, pues ni los franceses hacían valer ya sus reivindicaciones políticas iniciales, ni las autoridades realistas que iban siendo repuestas conforme las tropas francesas avanzaban estaban dispuestas a ceder en su afán por retornar al absolutismo.

En esta línea se sitúan los escritos de algunos de los antiguos josefinos que habían defendido posturas moderadas en los años iniciales del Trienio, y que ahora, tras la salida liberal de Madrid, volvieron a llevar sus ideas a la imprenta lanzando El Realista. El primer número de esta publicación, que tuvo un corto recorrido, avanzaba la reformulación de sus principios, simplificados pragmáticamente como monárquicos, tolerantes y moderados, esto es, como “enemigos implacables del imperio de las pasiones y de la anarquía”.45 Otro ejemplo de este viraje hacia el conservadurismo lo representa El Jacobinismo , obra publicada por Gómez Hermosilla aquel verano de 1823. A partir de la reprobación del liberalismo exaltado por democrático y jacobino, convertida ya en lugar común del discurso moderado, el autor se acercaba a posiciones contrarrevolucionarias mediante la aceptación del absolutismo y la renuncia al gobierno representativo, con la salvedad de aspirar aún a mantener la voluntad reformadora propia de su pasado ideológico.46

Fernández Sarasola atribuyó este giro reaccionario de 1823 a la oposición al extremismo de los exaltados, tachados ya abiertamente de jacobinos.47 Morange compartiría luego esta visión, si bien insistiría, por un lado, en que el giro había sido fruto de un proceso que había ido acercando a este grupo al absolutismo, pero que no los hizo necesariamente absolutistas, como lo probarían las duras críticas que recibieron desde El Restaurador; y, por otro lado, en que el proceso no afectó a todos por igual, pues fue más claro en Miñano y Hermosilla que en Lista.48

La opción absolutista, una cuestión de grises

A diferencia de los moderados, que cuando lo habían querido habían podido exponer sus ideas públicamente con relativa libertad, los absolutistas lo habían tenido más complicado desde los inicios del Trienio, pues no abogaban por la revisión, sino por la remoción de la Constitución de 1812. Se oponían a un texto que habían considerado desde su promulgación como revolucionario, antimonárquico y carente de legitimidad, con el agravante de haber sido impuesto al Rey y a los españoles por la fuerza de las armas en 1820.

Dadas las circunstancias, los planes absolutistas se desarrollaron primero en la clandestinidad, de un lado, con la organización de distintas juntas y “confidencias” que contaban con el respaldo último del Rey y de la Corte,49 y de otro lado con la formación de partidas armadas de diversa consideración. Sólo más tarde, especialmente a partir del verano de 1822, pudieron exponer sus aspiraciones políticas de forma más abierta desde los diferentes poderes alternativos que fueron capaces de constituir, ya fuera en las localidades del sur de Francia en las que se asentaron algunos de sus líderes, ya en los bastiones que lograron establecer en el norte de Cataluña.

Sus objetivos se acercaron inicialmente a la propuesta ya planteada por los firmantes del Manifiesto de los Persas, coincidente a grandes rasgos con una de las primeras declaraciones realistas de intenciones, el plan asociado a la conspiración descubierta a Matías Vinuesa, capellán de honor del Rey, a principios de 1821. Este plan volvía a apostar, como en 1814, por el retorno al punto de partida, en este caso marzo de 1820, así como por la celebración de “Cortes por estamentos” que, junto a un “Concilio Nacional”, se habrían de encargar del estudio del arreglo de los problemas políticos y económicos de España.50

Con posterioridad, los realistas asentados en el sur de Francia, entre los que se encontraba Bernardo Mozo de Rosales, marqués de Mataflorida, primer firmante del Manifiesto de los Persas, también llegaron a dar forma a sus proyectos para la España posconstitucional. Ahora bien, aunque unidos por su oposición al liberalismo y su defensa de los derechos de Fernando VII, los realistas distaban de contar con un proyecto común, como lo demuestran la correspondencia y los documentos publicados por el marqués de Miraflores, en los que se contemplaban, tras el necesario “rescate” del Rey, desde una salida a semejanza de la Carta francesa hasta el retorno completo al absolutismo, pasando por la opción intermedia de la convocatoria de cortes tradicionales.51 De hecho, muchos de ellos llegaron a participar, como señalara en su momento José Luis Comellas y sistematizara más tarde Juan José Ruiz, en las negociaciones y los preparativos del fallido plan de cámaras.52

Las perspectivas antiliberales mejoraron el verano de 1822 con el establecimiento de la llamada Regencia de Urgel, que trataba de dar a la oposición realista una apariencia de fuerza y solemnidad que le permitiera además ser reconocida como interlocutora válida en sus negociaciones de ayuda con Francia y las potencias legitimistas. Sus manifiestos y proclamas fundacionales, fechados a mediados de agosto de aquel año, representan una radiografía del estado y la naturaleza de sus proyectos y reivindicaciones.

La primera de las proclamas, dirigida a los españoles, era una declaración de principios en toda regla. Partía de la denuncia del cautiverio al que el Rey había sido sometido por los liberales, quienes le impedían gobernar según “las antiguas Leyes, Constitución, fueros y costumbres de la Península, dictadas por Cortes, sabias, libres e imparciales”, una situación agravada además por el contexto de ateísmo, anarquía, abusos y corrupción que habría acompañado al régimen constitucional desde su establecimiento. Como alternativa, proponía el retorno a un pasado idealizado, regido por la sabiduría de las antiguas leyes y por la del propio Fernando VII, a quien atribuían una serie de “felices medidas” que tenía meditadas desde 1814, y cuya ejecución habría sido desgraciadamente paralizada por la revolución. Para conseguirlo, la proclama llamaba al levantamiento contra el régimen constitucional mediante la apelación a los tres grandes referentes movilizadores del pasado reciente, esto es, la religión, la patria y el rey, imprescindibles para salvar a la nación de la que calificaban como “la crisis quizá más peligrosa que ha sufrido desde el primer momento de la fundación de la monarquía”. Una vez derrocado el liberalismo, el plan a aplicar era prácticamente el ya concebido por los Persas: retorno a marzo de 1820, cuando el Rey era todavía libre; anulación de todo lo legislado y dispuesto durante su “riguroso cautiverio”, cuando el poder había sido ejercido espuriamente, y reunión de “Cortes legítimamente congregadas”, para las que serían convocados representantes de los pueblos y provincias de acuerdo con los antiguos fueros y costumbres, de modo que fuera posible “que la voz sensata de la Nación sea la que guíe nuestros pasos”.53

El barón de Eroles, firmante de la primera proclama junto al marqués de Mataflorida y el arzobispo de Tarragona, matizaría este programa político en un documento publicado simultáneamente y con destino a los catalanes. En julio, cuando fue invitado por Mataflorida a formar parte de la Regencia, Eroles ya había manifestado que no era suficiente con plantear a los españoles un retorno a la situación prerrevolucionaria, sino que era conveniente ofrecerles “una Constitución fundada en sus antiguos fueros, usos, costumbres y privilegios, adaptándolos a nuestras actuales luces y costumbres”.54 Este planteamiento lo reiteraría en la proclama, en la que, tras presentar el Trienio como la misma sucesión de despropósitos, engaños y calamidades ya expuestas, reconocía la necesidad de adoptar una constitución que diera estabilidad al gobierno del Estado y que, evidentemente, no estuviera inspirada en teorías revolucionarias. Lo más sorprendente, e indicativo de las distintas sensibilidades existentes dentro del realismo, es que no sólo se separaba de la línea del manifiesto de la Regencia con su apuesta por un marco constitucional, sino que llegaba a plantear una especie de soberanía compartida, puesto que defendía que el rey habría de refrendar la constitución que se dieran los españoles:

Para formarla no iremos con teorías, marcadas con la sangre y desengaño de cuantos pueblos las han aplicado, sino que recurriremos a los fueros de nuestros mayores, y el pueblo español congregado como ellos, se dará leyes justas y acomodadas a nuestros tiempos y costumbres, bajo la sombra de otro árbol de Guernica. El nombre español recobrará su antigua virtud y esplendor, y todos viviremos esclavos, no de una facción desorganizadora, sino de la Ley que establezcamos. El Rey, padre de sus pueblos, jurará como entonces nuestros fueros, y nosotros le acataremos debidamente.55

El mes siguiente, la Regencia de Urgel dirigiría una representación a los soberanos reunidos en el Congreso de Verona, en la que expondría por tercera vez sus principios y en la que, aprovechando la falta de Eroles, que aparece en la firma como “ausente en el ejército”, renunciaba a la idea de transigir. La representación contenía, de nuevo, la referencia recurrente a la bondad de las antiguas leyes y costumbres de los españoles; contemplaba, igualmente, la posibilidad de introducir reformas y mejoras, pero sólo después de que el Rey “recobrase” su libertad; y renunciaba, finalmente, a cualquier transacción con los liberales españoles, acusados de formar parte de la secta que estaba decidida “a trastornar el Altar y los Tronos, sin perdonar medio”, de ahí que descartara “acomodar Constitución alguna al gusto de esta clase maligna de hombres”. Una vez sentadas estas premisas, su plan de futuro prácticamente se desvanecía, pues en lugar de concretar sobre qué tipo de reformas y mejoras habrían de sustentarse los cimientos del mundo posrevolucionario, apenas proponía el ya conocido anuncio del retorno al pasado y la espera a la decisión del Rey una vez oída la nación.56

En la práctica, la Regencia de Urgel sería incapaz de lograr sus objetivos a corto plazo, pues tropezaría con su incompetencia tanto para resistir en el interior la presión militar de las tropas liberales mandadas por Mina, como para obtener reconocimiento diplomático pleno y hacerse oír en Europa. Especialmente complicados fueron el otoño y el invierno de 1822, cuando tuvo que hacer frente al plante del gobierno francés, no sólo reacio a darle un respaldo público, sino también a aceptar sus planteamientos políticos, pues en aquellos momentos chocaban con la idea del conde de Villèle, primer ministro francés, de mantener en España un sistema representativo, ya fuera a través de la revisión constitucional, ya a través de la adopción de la Carta francesa.57

La situación era tan complicada que algunos realistas, reunidos en torno al general Eguía, retomaron la idea de la transacción, lo que motivó la reacción de Mataflorida, completamente opuesto al que en diciembre de 1822 llamaba “plan de querer establecer en España el sistema de gobierno representativo por medio de dos Cámaras”.58

Con todo, la evolución de los acontecimientos benefició a los partidarios del inmovilismo, que acabarían imponiéndose una vez comenzada la campaña militar francesa. El relativamente fácil avance de su ejército, que sólo encontró una oposición mayor en los enclaves urbanos costeros, llevó al gobierno francés a no querer comprometer la victoria y a primar las concesiones a los realistas sobre la negociación con los liberales. Esta circunstancia favoreció los intereses de los más reaccionarios, que acabaron por lograr, con sus demostraciones de fuerza y su arbitrariedad, desestabilizar aún más la situación y favorecer con ello el logro de su objetivo de evitar cualquier reforma política previa a la “liberación” del Rey.

El primero de octubre de 1823, con la seguridad que le confería el verse rodeado de sus libertadores, Fernando VII no sólo se encargaría de arruinar el régimen constitucional establecido en 1820, sino también los distintos escenarios posrevolucionarios planteados e imaginados en los últimos meses desde las filas del moderantismo y del absolutismo. Los relegó, de este modo, a la esfera de lo imposible y apostó, en cambio, por la única fórmula de gobierno conocida en la que confiaba, la del ejercicio del poder absoluto.

Se truncaba, en primer lugar, el completo despliegue del régimen liberal tal y como había sido definido en 1812 en Cádiz, cuyo último título preveía sus propios mecanismos de defensa, pero también de una revisión que pudo ser posible de haber mediado la limitación temporal recogida en el artículo 375, que estipulaba, como requisito previo al planteamiento de cualquier reforma, el transcurso de un plazo de ocho años “después de hallarse puesta en práctica la Constitución en todas sus partes”. En segundo lugar, aplazaba la posibilidad del ensayo de una opción política moderada, cuya virtud como antídoto frente a la intransigencia no llegó a ser apreciada, si bien sería la que, paradójicamente, acabara dominando, también con dosis propias de intransigencia, buena parte del siglo XIX español. En tercer lugar, anulaba los matices que albergaban las alternativas conservadoras y ultraconservadoras, y las reducía al inmovilismo y la pura reacción contrarrevolucionaria. A la postre, el sectarismo y la fuerte polarización política vivida mutilaron la escena política española y generaron un toxicosmos de intolerancia y desconfianza que impidió configurar un escenario de debates completamente abierto y coral.

Archivos

Archive du Ministère des Affaires Étrangères (AMAE)

Archivo Histórico Nacional (AHN)

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2 Alicia Laspra-Rodríguez, “Wellington’s final misión to Spain (Spring 1814)”, en Romanticism, Reaction and Revolution. British View on Spain, 1814-1823, edición de Bernard Beatty y Alicia Laspra-Rodríguez (Oxford: Peter Lang, 2019), 10-22.

3 Brian R. Hamnett, La política española en una época revolucionaria, 1790-1820 (México: Fondo de Cultura Económica, 2011), 183.

4“Proclama que dirige el general don Juan Díez Porlier a los soldados del ejército del Reino de Galicia”, La Coruña, 1815, en Archivo Histórico Nacional (AHN), Sección: Nobleza, Fondo: Manifiestos, correspondencia y despachos pertenecientes a Pedro Dávalos Santamaría, mariscal de campo de los Reales Ejércitos, Signatura: Villagonzalo, c. 43, d. 176-196, disponible en Portal de Archivos Españoles (pares).

5“Manifiesto que dirige a la nación española la Junta Provincial del Reino de Galicia, de la que es presidente el mariscal de campo don Juan Díaz Porlier, comandante general interino del Reino”, La Coruña, 1815, AHN, Sección: Nobleza, Fondo: Manifiestos, correspondencia y despachos pertenecientes a Pedro Dávalos Santamaría, mariscal de campo de los Reales Ejércitos, Signatura: Villagonzalo, c. 43, d. 176-196, en pares.

6 Álvaro Flórez Estrada, Representación hecha a S.M.C. el Señor Don Fernando VII en defensa de las Cortes (Madrid: Imprenta de Villalpando, 1820), 20 y 22; 1ª ed. de la Representación en Londres, 1818. Un completo análisis de la misma, publicada originalmente en Londres en los números de septiembre y octubre de 1818 de El Español Constitucional, en Joaquín Varela Suanzes-Carpegna, La monarquía doceañista (1810-1837): avatares, encomios, denuestos de una extraña forma de gobierno (Madrid: Marcial Pons, 2013), 211-215.

7Flórez Estrada, Representación, 159.

8 Francisco Carantoña Álvarez, “El difícil camino hacia la monarquía constitucional: 1820, del pronunciamiento a la revolución”, en Conspiraciones y pronunciamientos. El rescate de la libertad (1814-1820), edición de Marieta Cantos Casenave y Alberto Ramos Santana (Cádiz: Editorial UCA, 2019), 119-120.

9 Claude Morange, En los orígenes del moderantismo decimonónico. El Censor (1820-1822): promotores, doctrina e índice (Salamanca: Universidad de Salamanca, 2019).

10 Ignacio Fernández Sarasola, “El diseño de un parlamento alternativo durante el Trienio constitucional”, Revista de las Cortes Generales, núm. 108 (2020): 55-57.

11Varela Suanzes-Carpegna, La monarquía, 237-239.

12 Aurelian Craiutu y Sheldon Gellar, “Moderation: A radical virtue”, en The Politics of Moderation in Modern European History, edición de Ido de Haan y Matthijs Lok (Londres: Palgrave-MacMillan, 2019), 237-241.

13 Marta Ruiz Jiménez, El liberalismo exaltado. La confederación de comuneros españoles durante el Trienio Liberal (Madrid: Fundamentos, 2007), 26 y 29.

14 Jordi Roca Vernet, “Democracia y federalismo internacional. Del exilio liberal italiano a los exaltados españoles”, en Constituciones en la sombra. Proyectos constitucionales españoles (1809-1823), edición de Ignacio Fernández Sarasola (Oviedo: In Itinere, 2014), 98-144 y 211-266.

15Morange, En los orígenes, 31-47.

16Morange, En los orígenes, 209-217.

17 Juan López Tabar, “Por una alternativa moderada. Los afrancesados ante la Constitución de 1812”, Cuadernos Dieciochistas, núm. 12 (2011): 90. Véase, también del mismo autor, “La moderación como divisa. En torno al ideario político de los afrancesados”, en Guerra de ideas. Política y cultura en la España de la guerra de la independencia, edición de Pedro Rújula y Jordi Canal (Madrid: Marcial Pons, 2013), 135-155.

18López Tabar, “Por una alternativa”, 92-93.

19 Ignacio Fernández Sarasola, “El primer liberalismo en España (1808-1833)”, Historia Contemporánea, núm. 43 (2011): 574.

20 Juan José Ruiz Ruiz, “‘Antisenatica’ en el Trienio Liberal (1820-23): Bentham contra la introducción del bicameralismo en España”, Revista de Estudios Políticos, nueva época, núm. 123 (2004): 373-374.

21Morange, En los orígenes, 360-367.

22Morange, En los orígenes, 410-426 y 500.

23 Ignacio Fernández Sarasola, “Las primeras teorías sobre el Senado en España”, Teoría y Realidad Constitucional, núm. 17 (2016): 191.

24López Tabar, “Por una alternativa”, 95.

25 Pierre Serna, La République des girouettes. 1789-1815 et au-delà. Une anomalie politique: la France de l’extrême centre (París: Champ Vallon, 2005).

26Varela Suanzes-Carpegna, La monarquía, 282.

27 Jean-Baptiste Busaal, “Constitution et ‘gouvernement des modernes’ dans l’Espagne du Trienio Liberal (1820-1823)”, en La guerre d’Independance espagnole et le libéralisme au xixe siècle, edición de Jean-Philippe Luis (Madrid: Casa de Velázquez, 2011), 122.

28 Mark Jarrett, The Congress of Vienna and its Legacy: War and Great Power Diplomacy after Napoleon (Londres: I.B. Tauris, 2013), 311.

29 Fernando Fernández de Córdova, Mis memorias íntimas (Madrid: Imprenta de la Real Casa, 1886), tomo 1, 41-43.

30 Iris M. Zavala, “La prensa exaltada en el Trienio constitucional: ‘El Zurriago’”, Bulletin Hispanique, vol. LXIX, núms. 3-4 (1967): 383-384.

31 Emilio La Parra, Fernando VII: un rey deseado y detestado (Barcelona: Tusquets, 2018), 401 y 423.

32 Manuel Ruiz del Cerro, La Carta francesa con notas españolas (Madrid: Imprenta de la calle de los Abades, 1822), 8.

33Ruiz del Cerro, La Carta, 11, 22-23 y 39.

34 Joaquín Varela Suanzes-Carpegna, “La prensa liberal española en Londres y París ante la Constitución de Cádiz, 1824-1830”, Cuadernos de Ilustración y Romanticismo, núm. 22 (2016): 331.

35 Clara Álvarez Alonso, “Las bases constitucionales del moderantismo español: el Fuero Real de España”, en Constituciones en la sombra. Proyectos constitucionales españoles (1809-1823), edición de Ignacio Fernández Sarasola (Oviedo: In Itinere, 2014), 456-457.

36Fernández de Córdova, Mis memorias, 41-43. Marqués de Miraflores, Apuntes histórico-críticos para escribir la historia de la revolución de España, desde el año 1820 hasta 1823 (Londres: Oficina de Ricardo Taylor, 1834), vol. I, 155.

37 Pedro Pérez de la Blanca, Martínez de la Rosa y sus tiempos (Barcelona: Ariel, 2005), 215-216.

38 Victoires, conquêtes, désastres, revers et guerres civiles des Français, vol. XXVIII: Guerre d’Espagne de 1823 (París: C.L.F. Pancoucke Éditeur, 1825), 198-199.

39“Déclaration du gouvernement français sur l’expédition d’Espagne”, París, 14 de marzo de 1823, en Archive du Ministère des Affaires Étrangères (AMAE), Fondo: Correspondance Politique, Espagne, t. 721, fs. 135-137.

40 Gonzalo Butrón Prida, “From hope to defensiveness: The foreign policy of a beleaguered liberal Spain, 1820-1823”, English Historical Review, vol. CXXXIII, núm. 562 (2018): 588-589.

41Reproducido en Álvarez Alonso, “Las bases”, 485-500. En general, el paralelo entre el Fuero Real y la Carta francesa es muy claro. Las diferencias las podemos encontrar, en primer lugar, en el historicismo latente del texto español, propio de las propuestas de l’extrême centre, como señalara para el caso holandés Matthijs Lok, “L’extrême centre est-il exportable?”, Annales Historiques de la Révolution Française, núm. 357 (2009): 148-149. En segundo lugar, en el mantenimiento del Consejo de Estado como cuerpo consultivo, en la limitación de los asientos de la cámara alta, ilimitados en Francia, y, finalmente, en el carácter público de las sesiones parlamentarias, frente al secreto dominante en las francesas.

42El temor al acuerdo y las referencias al fuero español en Emmanuel Larroche, L’expédition d’Espagne. 1823: De la guerre selon la Charte (Rennes: Presses Universitaires de Rennes, 2013), 281-286.

43 Fidel Gómez Ochoa, “El liberalismo conservador español del siglo xix: la forja de una identidad política, 1810-1840”, Historia y Política, núm. 17 (2007): 48.

44“Anónimo que tiene por objeto establecer el orden de sucesión en la Corona de España y establecer bajo una forma nueva las antiguas Cortes por medio de Procuradores y una Diputación Permanente”, en Ignacio Fernández Sarasola (ed.), Constituciones en la sombra. Proyectos constitucionales españoles (1809-1823) (Oviedo: In Itinere, 2014), 573-584.

45 Antonio Elorza, “La ideología moderada en el Trienio Liberal”, Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 288 (1974): 620.

46Elorza, “La ideología”, 623-624.

47Fernández Sarasola, “El primer liberalismo”, 574-575.

48Morange, En los orígenes, 476.

49 Emilio La Parra, “El rey y la contrarrevolución absolutista al final del Trienio constitucional”, Bulletin d’Histoire Contemporaine de l’Espagne, núms. 37-42 (2004-2006): 197-214.

50 Marqués de Miraflores, Documentos a los que se hace referencia en los Apuntes histórico-críticos para escribir la historia de la revolución de España (Londres: Oficina de Ricardo Taylor, 1834), vol. I, 209-210. El punto 21 del plan incluía medidas punitivas contra los liberales, que serían divididos en tres clases, según fueran a ser condenados a muerte como reos de lesa majestad, desterrados o indultados.

51Miraflores, Documentos, vol. II, Papeles del Archivo de la Regencia de Urgel, 32-41.

52 José Luis Comellas, Los realistas en el Trienio Constitucional (1820-1823) (Pamplona: Estudio General de Navarra, 1958); Ruiz, “‘Antisenatica’”, 367-368.

53Miraflores, Documentos, vol. II, Papeles del Archivo de la Regencia de Urgel, 80-81, Proclama de la Regencia de Urgel a los españoles, firmada por el marqués de Mataflorida, el arzobispo de Tarragona y el barón de Eroles (Urgel, 15 de Agosto de 1822).

54Miraflores, Documentos, vol. II, Papeles del Archivo de la Regencia de Urgel, 60.

55Miraflores, Documentos, vol. II, Papeles del Archivo de la Regencia de Urgel, 88-92, Proclama del Barón de Eroles a los catalanes (Cuartel General de Urgel, 15 de Agosto de 1822).

56Miraflores, Documentos, vol. II, Papeles del Archivo de la Regencia de Urgel, 92-97, Representación que con fecha 12 de Setiembre de 1822 dirigió a los Soberanos del Congreso de Verona la Regencia de Urgel.

57Miraflores, Documentos, vol. II, 47-52, Correspondencia de Fermín de Balmaseda, encargado de negocios por la Regencia de Urgel en París.

58Miraflores, Documentos, vol. II, Papeles del Archivo de la Regencia de Urgel, 75.

Recibido: 24 de Junio de 2020; Aprobado: 28 de Octubre de 2020

Gonzalo Butrón Prida: es doctor en Filosofía y Letras y catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Cádiz. Es autor de numerosos trabajos sobre el primer liberalismo español y su repercusión internacional, entre los más recientes se encuentran: “Los Cien Mil Hijos de San Luis”, en P. Rújula López e I. Frasquet Miguel (coords.), El Trienio liberal (1820-1823): una mirada política, Granada, Comares, 2020; “From Hope to Defensiveness: The Foreign Policy of a Beleaguered Liberal Spain, 1820-1823”, The English Historical Review, vol. 133, núm. 562 (2018); y “Memoria y nostalgia: la derrota del Trienio liberal desde Ocios de emigrados españoles (1824-1827)”, en Historia constitucional, núm. 21 (2020).

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