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Signos históricos

versión impresa ISSN 1665-4420

Sig. his vol.21 no.42 México jul./dic. 2019  Epub 03-Ago-2020

 

Reseñas

José Gabino Castillo Flores, El cabildo eclesiástico de la Catedral de México (1530-1612)

Jesús Joel Peña Espinosa* 
http://orcid.org/0000-0001-6703-7674

* Instituto Nacional de Antropología e Historia Centro Regional Puebla, México. Correo electrónico: iessuspena@yahoo.com.mx.

Castillo Flores, José Gabino. El cabildo eclesiástico de la Catedral de México (1530-1612). ,, Zamora: El Colegio de Michoacán, 2018. 384p.


En abril de 2016, el INAH anunció el descubrimiento de la tumba de una “autoridad eclesiástica”, la del canónigo Miguel Palomares. ¿Quién era este personaje? Los arqueólogos a cargo de la obra no tenían la más remota idea, tampoco las autoridades de la Catedral. Para efectos puramente prácticos y de orden patrimonial, era necesario saber el talante de dicho personaje hallado, pero el “santo y seña” del canónigo sólo lo conocía José Gabino Castillo, quien entonces estaba haciendo la investigación que lo condujo a escribir el libro que ahora reseño, donde Palomares es una nota dentro del complejo concierto catedralicio.

No sobra decir que fue el estudio de Óscar Mazín en torno al cabildo catedral michoacano la punta de lanza que hizo voltear la mirada de los historiadores mexicanos hacia esa señera corporación, tan importante no sólo para la Iglesia, sino también para la sociedad en general durante cuatro siglos de la historia de México. Paulatinamente, ha crecido el interés por estudiar los cabildos catedrales, sea como corporación o a sus miembros, mediante lecturas que van desde la formación intelectual hasta las relaciones genealógicas.

Resulta de sumo interés actual el estudio de la historia de los cabildos, sea en colectividad o desde la individualidad de sus integrantes, porque ellos fueron la mente para la construcción de las catedrales, les correspondió la administración del diezmo, gobernaban el arzobispado en ausencia de los prelados -los años de vacancia en la sede metropolitana no fueron pocos-, se encargaron del lustre y boato de las ceremonias religiosas que daban nota espectacular e identidad a toda la Ciudad de México, debían mantener equilibrio político con otras corporaciones como la Real Audiencia, el Ayuntamiento y la Inquisición, además de la compleja relación con el arzobispo. En su individualidad, muchos prebendados fungieron como autoridades en la Universidad, formaron parte de importantes linajes económicos y políticos, fundaron instituciones de asistencia social, entre otras cosas. Es imposible comprender la historia mexicana sin el concurso de esa poderosa corporación.

El ahora indispensable estudio que ha elaborado Castillo Flores analiza al cabildo catedral de México durante su primer siglo de vida. Los límites temporales están determinados tanto por la creación de la diócesis mexicana como por la renovación generacional de los capitulares, a principios del siglo XVII, que permitió al arzobispo García Guerra estabilidad en el gobierno arzobispal. Distingue dos etapas. La primera, que el autor denomina fundacional, abarca de 1530 a 1572, durante la cual fueron ocupándose muy lentamente los sitiales de la catedral mexicana, debido a las circunstancias de poblamiento y evangelización, así como a las políticas de la Corona para designar a los prebendados. El segundo periodo, sostiene Castillo, fue la consolidación de la institución bajo el predominio de los grupos locales, pues no sólo la dotó de identidad, sino que además se vinculó a los intereses de la oligarquía de la capital del Virreinato, de ahí que el autor busque desentrañar los lazos políticos desarrollados dentro de la Catedral, lo mismo por la vía de los apellidos como aprovechando la llegada de Moya de Contreras a la mitra mexicana, cuya perspectiva de un cabildo era distinta a la de su antecesor, Montúfar.

Premisa central en el análisis es demostrar que el proyecto diocesano de Iglesia en la Nueva España estuvo vinculado, en gran medida, a la consolidación de los cabildos catedrales mediante la construcción de una tradición local que aglutinó los intereses de la élite regional; el origen de esta tradición estuvo en la paulatina incorporación de los hijos de los primeros pobladores y conquistadores a este “senado eclesiástico”. Desde esta perspectiva, se analiza el caso mexicano a lo largo de siete capítulos, en los cuales todas las facetas de un cabildo eclesiástico novohispano están ampliamente estudiadas.

Resulta pertinente que, al inicio de la obra, el autor presente los cargos y puestos de los cuales hablará en su libro, pues eso ayuda a quienes no están versados con los términos específicos de la jerarquía eclesiástica. Hace algunos años, Richard Greenleaf hizo la descripción de algunos puestos catedralicios a partir de los estatutos del Tercer Concilio Provincial; ahora, Gabino Castillo lo hace tomando como marco la legislación eclesiástica y sus transformaciones, e introduciendo la realidad histórica de la catedral mexicana. Así, se cuenta con un instrumento claro y preciso de las obligaciones y el desarrollo de funciones en cada uno de los puestos catedralicios.

El autor enfatiza las diferencias entre los capitulares de la primera etapa y quienes los reemplazaron, no sólo se trataba de “naturales de la tierra” (en la literatura historiográfica se les denomina criollos), sino también de individuos que habían pisado las aulas universitarias, por lo que la formación intelectual comenzó a emplearse como un pivote en la carrera eclesiástica y una de las prendas valoradas por los arzobispos para promover a algunos hacia mejores posiciones dentro de la misma corporación. Exhibe cómo fue haciéndose más compleja la personalidad de un capitular en razón de las características que debía poseer para acceder a un sitial, lo que constituía ya un curso de vida y honor, tarea permanente para el pretenso.

La administración del diezmo fue otro de los pilares del poder que tenían los cabildos, pues, de hecho, eran los responsables de administrar la riqueza del arzobispado. Aunque parco en este tema, el libro aprovecha para denotar la importancia que tuvo el crecimiento de los ingresos para fortalecerse, en primer lugar, favoreciendo la consumación de un cabildo pleno, es decir, con la ocupación de todos los sitiales, y, en segundo lugar, dando mayor boato a las ceremonias.

Muestra las tensiones en su relación con los arzobispos, desde fray Juan de Zumárraga hasta fray García de Santamaría. Estos conflictos, demuestra el autor, fueron uno de los principales acicates en la formación de una identidad corporativa que hizo a los prebendados deponer, por algunos momentos, sus diferencias internas para enfrentar las pretensiones reformadoras de los prelados. De igual manera, analiza la intervención de los Ordinarios para orientar el perfil del cabildo, en aras de un mayor control sobre éste y hacerlo un auxiliar en el gobierno arquidiocesano.

El objetivo primero y último de todo cabildo catedral era cumplir con el precepto evangélico de la oración incesante mediante el rezo del Oficio divino. A partir de ahí, aunado al resto de las funciones cultuales en torno al arzobispo, se hizo de la ritualidad un tema esencial. Las discusiones acerca de las formas, la preceptiva y el “aparato” con el cual debía ejecutarse la liturgia catedralicia se expresó en el cuidadoso teatro que constituía el ritual tridentino mediante las rúbricas. A este tema, Castillo Flores dedica diversos apartados en el transcurso de la obra, conforme profundiza en las etapas de constitución de la corporación, de modo que simultáneamente se perciben los cambios y la formulación de una tradición ritual de la catedral mexicana, como elemento identificador de este cuerpo frente a las demás instituciones y la sociedad en general.

Un aporte novedoso del autor es su interés por mostrar la vida cotidiana de los prebendados, haciendo un retrato de la forma de vivir de un capitular eclesiástico mediante datos de sus casas, su ajuar doméstico, el tiempo y actividades vividas fuera de la catedral, incluso de sus pasatiempos y las escandalosas transgresiones morales; con ello, manifiesta el modelo inspirador de todo eclesiástico para “vivir como canónigo”, y proporciona a la historia de la vida cotidiana elementos específicos sobre un perfil social que no se había trabajado en este sentido.

Otro vector esencial a lo largo de la investigación es el análisis de las estrategias para obtener un espíritu de cuerpo, concepto desarrollado por Mazín en la obra ya referida, y que Castillo retoma para explicar la consolidación del cabildo catedral mexicano al finalizar el siglo XVI, haciendo acopio de todos los elementos que ya ha reflexionado en los primeros cinco capítulos del texto. Es un corolario de la interpretación que propone, previo a identificar precisamente la renovación capitular de la primera década del siglo XVII como un parteaguas en la historia de su objeto de estudio y considerar la oportunidad de cerrar el libro.

El estudio demuestra un acucioso hurgar entre las fuentes primarias inéditas, propio de un tema de investigación novedoso. Desde luego, en primer lugar, el Archivo catedralicio de México, con sus actas capitulares y otros documentos que expresan las voces de esos hombres que transitaron, querellaron y decidieron el sino de su corporación. El Archivo General de la Nación, que guarda muchos de los papeles del arzobispado de México; el de Notarías de la Ciudad de México, de donde abreva material para buscar algunos pormenores de la vida cotidiana, y el Archivo General de Indias son la base documental que le permite tejer con abundantes datos, la mayoría de ellos expuesto por primera vez. Además, recurre a una bibliohemerografía amplia y actualizada.

El libro está acompañado de 26 cuadros y cinco gráficas. En los primeros expone el dato duro de la nómina de los capitulares, conforme a su estatus dentro de la jerarquía, su formación universitaria y su ascendencia social; el menaje doméstico de algunos prebendados; la biblioteca del medio racionero Joseph de Torres; los legados piadosos, y los censos. En las gráficas hace una comparativa del valor de los diezmos que le sirven para el análisis de la administración decimal, parte de las tareas del cabildo catedral y la forma en la que la creciente riqueza del arzobispado repercutió en la conformación de su capítulo y las posibilidades de acción individual por parte de sus miembros. Cuenta al final con un útil índice onomástico.

El libro de Castillo Flores en torno al cabildo eclesiástico mexicano abona con mucho a los estudios de la historia social de la Iglesia en México, recuerda la importancia que esta institución tuvo para la vida política, económica y ritual de las principales ciudades novohispanas, además de reconocer que sus acciones dejaron una herencia material aún tangible en el patrimonio histórico mexicano. El estudio de caso aquí reseñado permitirá un análisis comparativo con los cabildos de otras ciudades del orbe hispánico, tiende líneas de investigación e incide en la importancia de identificar el curso de las carreras eclesiásticas que, en aquella época, no se constreñían a su propia diócesis, sino que formaban hilos ascendentes entre los diversos obispados, evidenciando una perspectiva dinámica que de sí tenía el clero en su anhelo por incrustarse en los puestos de élite.

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