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Signos históricos

versión impresa ISSN 1665-4420

Sig. his vol.20 no.39 México ene./jun. 2018  Epub 03-Ago-2020

 

Artículos

Del pluralismo punitivo a la pena de prisión: un tránsito a través de la práctica judicial (Ciudad de México, siglo XIX)

From punitive pluralism to imprisonment: a transit through judicial practice (Mexico City, 19th century)

Graciela Flores Flores* 
http://orcid.org/0000-0002-7940-4838

*Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Sociales, graciela_floresf@yahoo.com.mx


Resumen

Este artículo se inscribe en el siglo XIX mexicano y examina un tránsito penal poco explorado: el que va del que bien puede llamarse como pluralismo punitivo, propio de la sociedad de Antiguo Régimen y que entrañaba un amplio abanico de penas aplicables por los jueces, a uno que consolida la prisión como pena y, por lo tanto, la pérdida de la libertad ejecutada en las cárceles. Mi objetivo es mostrar cuáles fueron las coyunturas legislativas relevantes para dicho cambio y cómo se manifestaron en los castigos aplicados.

Palabras clave: penas; Antiguo Régimen; obras públicas; presidios; servicio de cárcel

Abstract

This article is part of the 19th century Mexican and deals with a little explored criminal transit: that which can be called punitive pluralism typical of the Old Regime society and which involved a wide range of penalties applicable by the judges, to one that consolidates the prison as a penalty and therefore to the loss of freedom executed in prisons. The objectives are to be able to know what the legislative conjunctures were relevant to that change and how they manifested themselves in the punishments applied.

Keywords: penalties; Old Regime; public works; prisons; prison service

Introducción

En los albores de la Independencia, las penas aplicables al fuero ordinario en México presentaban dos características muy claras: eran variadas y estaban centradas en el cuerpo, es decir, no ponían su acento en la pérdida de la libertad, ni mucho menos se reducían al uso de la prisión, ya que, como lo expongo en el presente texto, esta sanción judicial no fue contemplada dentro de las aplicables por los jueces capitalinos sino hasta después de la primera mitad del siglo XIX. Sobre la variedad de las penas, Manuel Lardizábal y Uribe, en su aclamado Discurso sobre las penas, publicado a finales del siglo XVIII, enumeró varias: algunas habían dejado de utilizarse debido a las duras críticas que recibieron y algunas otras se mantenían por ser de utilidad. Dentro de las primeras se encontraban la mutilación de miembros, azotes, las penas en galeras y minas de azogue; y quedaban en uso las de presidios, arsenales, trabajos públicos y destierro. En América, según apuntó el autor, algunos reos también se destinaban a los obrajes y panaderías.1 Las anteriores corresponden a las penas corporales, es decir, según su entendimiento, aquellas “que afligen el cuerpo, ya causando dolor, ya privando de ciertas comodidades, causando algunas incomodidades”.2 También estaban las que, en palabras de Teresa Lozano Armendares, hacían perder al reo “los honores de que gozaba y se hacía inhábil para obtener otros”, es decir, pena de infamia; mientras que las pecuniarias implicaban “multas y decomisos”.3

Tal era el estado de las penas, variadas, y que bien podemos llamar pluralismo punitivo, entendido como la coexistencia de diversas penalidades aplicadas por los jueces, en un periodo en el que la pérdida de la libertad no era la sanción privilegiada, producto a su vez de la convivencia de distintos órdenes jurídicos característico de las sociedades de Antiguo Régimen.4 En este artículo indago en torno de una cuestión que me parece fundamental: en qué momento comienza el tránsito que conduce de tal pluralidad punitiva a la pena de prisión que se purgaba en las cárceles o penitenciarías.

La historiografía de las penas en América Latina cuenta con interesantes avances. Tanto el texto de Lila Caimari, Apenas un delincuente,5 como el de Carlos Aguirre, “Cárcel y sociedad en América Latina”,6 han puesto de manifiesto la convivencia de las penas heredadas de la experiencia colonial durante la época de los ya bien consolidados Estados nacionales y en tiempos de los primeros proyectos penitenciarios, lo que ofrece interesantes pistas y ejemplos para comenzar a reflexionar sobre el caso mexicano, pues, en su historia punitiva, tal fenómeno -la convivencia entre penas viejas y nuevas- también está presente, según veremos, y su análisis requiere, cuando menos, una aproximación jurídica y procesal, en tanto que las penas forman parte del catálogo vigente del cual los jueces echaban mano para sentenciar a los reos sujetos a proceso.

En cuanto a los estudios sobre las penas en México, éstos presentan una laguna que incluye los que dan cuenta del amplio abanico de las aplicables desde finales del siglo XVIII hasta principios del siglo XIX, como los de Teresa Lozano Armendares y Martín Barrón Cruz,7 así como los siempre muy interesantes estudios carcelarios. Es decir, hay un salto que va del pluralismo punitivo a la pena de prisión como el “castigo por excelencia”,8 lo que deja en evidencia un hueco sobre el que es necesario indagar, esto es, explicar ese tránsito penal.

La ruta que tomo para examinar tal tránsito es distinta a la emprendida por los grandes pioneros de los estudios carcelarios en nuestro país. Es decir, no privilegio el camino del movimiento ilustrado y la humanización de la pena que ofrece a la cárcel como respuesta a las crueles penas de Antiguo Régimen -que bien exploran Antonio Padilla Arroyo,9 Nydia Cruz10 y Jorge Alberto Trujillo Bretón;11 o también, y sólo por mencionar a otros reconocidos estudiosos, Pedro Trinidad Fernández,12 Massimo Pavarini y Darío Melossi,13 Michel Foucault,14 para el caso europeo y estadounidense-, sino una ruta jurídica y procesal que puede ayudar a observar desde otro ángulo la transformación de las penas.

En un primer apartado analizo el funcionamiento de la justicia criminal ordinaria, las instancias y las penas aplicadas; posteriormente ahondo en la práctica judicial y el pluralismo punitivo, sus características y alcances, y finalizo con el uso de la cárcel dentro del catálogo de penas aplicables. Los expedientes judiciales en materia criminal que revisé para mi tesis doctoral15 me sugirieron dos coyunturas que, cuando menos en términos jurídicos, implicaron cambios en la concepción y el uso de las penas: la primera en 1857, año en el que se expidió una ley que instituyó la pena de prisión, y la segunda en 1871, año del Código Penal que consolidó el empleo de la prisión como castigo. Por supuesto, no sólo exploro las normas, sino también su manifestación en las penas y sentencias aplicadas.

La justicia, las instancias y las penas

El 26 de marzo de 1844, el auxiliar del cuartel número cuatro de la capital remitió a la cárcel de la Ciudad, ante el juez en turno, a Desiderio Gutiérrez por haberlo encontrado en riña con su familia; aunque se omitieron las razones de la pelea, Gutiérrez había resultado herido de la cabeza por un golpe que recibió de su entenado llamado Félix, quien también fue remitido. Ambos permanecieron casi un mes en la cárcel, durante el cual no recibieron visita médica, pues el certificado aparece fechado hasta el 25 de abril; luego de ese tiempo, únicamente se asentó en el certificado que Desiderio se encontraba sano, ya que su herida se había curado sin complicación. El mismo día en el que el médico emitió su certificado, el juez dictó sentencia, poniendo en libertad a los rijosos, dándolos “por compurgados”.16 En otros casos de riña, las sentencias implicaban algunos días o meses de servicio de cárcel, como en el que se glosa a continuación. El 29 de agosto de 1844, fueron remitidos al juzgado de la cárcel de la Diputación o de la Ciudad Tomás Maldonado, Manuel Rodríguez y José María Cadena, por haber dado azotes a este último los dos primeros. Según la inspección del médico, quien emitió su certificado en septiembre, aunque las heridas estaban situadas en todas las partes del cuerpo, eran de primer grado y las clasificó como ligeras. La sentencia fue emitida el 13 de septiembre y expresada en los siguientes términos: “debido a que se consideraron ligeras las heridas causadas a José María Cadena, se sentenció a Rodríguez a una multa de 30 pesos y dos meses de servicio de cárcel desde la fecha de su prisión. A Maldonado con 20 pesos de multa o un mes de servicio de cárcel desde la fecha de su sentencia”.17

Sirvan los ejemplos anteriores para hablar sobre algunos rasgos de la penalidad vigente. En primer lugar, es muy importante no perder de vista que ésta fue producto de una decisión judicial. Para conocer cómo es que se llegaba a la imposición de una sentencia, es menester conocer parte del aparato de justicia, pues éste proporciona un cariz característico a las penas, su alcance e intensidad.

La justicia criminal ordinaria (o del fuero común) constaba de tres instancias judiciales. La primera se ventilaba en los llamados juzgados de letras o inferiores, en los que ejercía su ministerio un juez letrado, es decir, con formación en Derecho. A éstos llegaban todo tipo de casos, como aquellos que eran producto de una demanda contra alguien (acusación),18 o delitos señalados por algún testigo (denuncia)19 o los que por su gravedad se seguían de oficio (pesquisa).20 En escándalos efectuados en la vía pública, como los que se han referido, por lo común, los auxiliares de cuartel aprehendían a los escandalosos y los remitían a la cárcel en calidad de detenidos para que se les siguiera un proceso de oficio; posteriormente, si el delito lo ameritaba, se mandaban poner “bien presos” o “formalmente presos”, es decir, comenzaba el periodo de desahogo de pruebas del delito. Pasado éste, el juez emitía una sentencia. En función de la gravedad del delito, el caso podía fenecer en esa misma instancia y merecer una pena mínima, como, por ejemplo, el pago de una fianza o incluso ordenar algunos días de cárcel. Si la estancia del procesado duraba más de lo que legalmente ameritaba (no más de 60 horas según el artículo 151 de la Constitución de 1824), existía la posibilidad de que se le compurgara con el periodo de prisión sufrida, además de apercibírsele severamente para que guardara, en lo sucesivo, una buena conducta; o bien, se le dictaba menos de seis meses de pena, que podía consistir en servicio de cárcel, hospital, Recogidas u obras públicas.21 Estas penas mínimas por delitos no graves (como riñas y golpes) no pasaban a segunda instancia y, por lo regular, eran ejecutadas, a menos que alguno estuviera inconforme y apelara la decisión judicial para que ésta pasase a revisión en la segunda instancia. Así, las riñas y heridas que ameritaban penas mínimas solían presentar por rasgo común lesiones ligeras que no habían dejado marcas visibles, ni causado deformidad o amputación ni impedían para el trabajo a quien las sufrió, ni mucho menos comprometían su vida.

La segunda y tercera instancias corrían a cargo del tribunal superior de justicia, que actuaba como tribunal de revisión de sentencias; ahí, se examinaba en segunda instancia la sentencia de la primera y los jueces procedían según tres posibilidades: los de segunda instancia podían ratificar la sentencia de la primera o modificarla total o parcialmente. Si la sentencia de segunda instancia no convenía a alguna de las partes en discordia, o si no era “de toda conformidad con la primera”, podía “suplicarla”, es decir, apelar la sentencia, inconformarse y acceder a una nueva instancia, la tercera y última. Ahí, se revisaba nuevamente el caso y, si era necesario, se realizaban nuevas diligencias judiciales. Concluido el nuevo periodo de prueba, los jueces de la tercera instancia podían ratificar la sentencia de segunda o modificarla total o parcialmente; incluso, podía ratificar la sentencia de primera instancia si consideraba que era la más justa.22

Si por la gravedad del delito el reo ameritaba “pena corporal”, esto es, mayor a seis meses, de oficio -es decir, sin haber apelado la sentencia u obligatoriamente- pasaba a la segunda instancia. Este tipo de casos podían ameritar la pena de muerte y presidio, o diversos “servicios”: de armas, bajeles (barcos o navíos), obras públicas, en hospital, en las Recogidas (impuesto sólo a mujeres) e incluso servicio de cárcel, exceptuando la de muerte, todas superiores a seis meses y no mayores a diez años. Ese conjunto de penas por delitos que generaban una segunda o tercera instancias son las que confirman y exhiben el panorama plural del castigo en un tiempo en el cual la prisión no era opción.

La pluralidad punitiva

Antes de volver sobre las penas aplicadas en los juzgados y tribunales de la Ciudad de México, es necesario señalar que previamente pasaron por un primer tamiz que abolió las consideradas como crueles, infamantes, violentas, como el castigo corporal público. Este fue un viraje punitivo producto de las amplias discusiones en la Europa de impronta ilustrada la cual había acogido, entusiastamente, textos como el del marqués de Beccaria, Tratado de los delitos y de las penas, publicado en 1764.23 La nueva pena debía ser proporcional al delito cometido, menos cruel, más humanitaria y hasta útil. No ajena a esa oleada de nuevas ideas, a finales del siglo XVIII, en España se impulsaron importantes trabajos para el proyecto de modernización de la justicia, en los que participó activamente Lardizábal y Uribe.24 Sin embargo, los resultados no se hicieron tangibles sino mucho tiempo después. Las Cortes de Cádiz, por ejemplo, mandaron abolir el tormento en las cárceles (22 de abril de 1811), la pena de azotes (13 de agosto de 1813) y sustituir la pena de horca por la de garrote (22 de enero de 1812),25 y expresaron en la Constitución de 1812 varias garantías procesales,26 dando con ello el primer paso para la transformación punitiva.

Mientras que la abolición de la pena de muerte siguió siendo motivo de discusión en los círculos intelectuales occidentales, la sensibilidad social en torno a ella comenzó a cambiar y se manifestó algunas veces de forma ambigua: en la Ciudad de México, a finales del siglo XVIII, la horca tuvo cada vez más problemas para ser aceptada en el entorno urbano, por lo que tuvo que cambiar siete veces de ubicación entre 1789 y 1792;27 en otras ocasiones, ya bien entrado el siglo XIX, el Ayuntamiento de la Ciudad mandaba impedir que las ejecuciones se convirtieran en verbenas populares al prohibir la venta de dulces, aguas y viandas días antes del acto.28 Aversión y morbo provocaba a hombres y mujeres comunes los símbolos y la ejecución de la pena de muerte; ínterin, en los círculos ilustrados la batalla se libraba entre su utilidad o inutilidad. Pedro Leopoldo Duque de Toscana y José II de Austria la abolieron de su legislación de 1786 y 1787, respectivamente, pero después la restauraron debido a la patente alza de los crímenes. En suma, se abolieron las penas consideradas más crueles, conservándose aquellas que podían ser de utilidad social, ya al Reino, ya a la República, incluyendo la pena de muerte, que era un espectáculo pretendidamente pedagógico, moralizante y disuasivo.

La utilidad penal se interpretó de dos maneras: como un bien tangible, producto del esfuerzo físico de los reos, o como el provecho que hombres y mujeres delincuentes podían reportar una vez que se regeneraran moralmente y que, reeducados para el trabajo, se lograran reinsertar en la sociedad. La manifestación del primer pensamiento fue visible en los castigos que implicaron trabajos forzados y de los cuales habla Lardizábal en su obra. En la del segundo, en las penitenciarías, cuyos primeros ejemplos se implementaron en el último tercio del siglo XVIII en Estados Unidos: de fervorosa inspiración religiosa, pretendieron mejorar el alma de los presos por medio del encierro celular, la lectura de textos sagrados, o bien, de la labor colectiva en los talleres. Su evolución incluyó la implementación del panóptico benthamiano, torre vigía de la regeneración moral y freno a las malas conductas. Posteriormente, la penitenciaría, cuyo principio era la pérdida de la libertad, respondió mucho mejor a las aspiraciones liberales de salvaguarda de la sociedad. Si algún ciudadano delinquiera, y pusiera en peligro el pacto social, perdería su bien más preciado: la libertad, y, tratándose de una sociedad igualitaria -en términos jurídicos-, debía imponerse, en consonancia, un “castigo igualitario”: la prisión.29

En México, como veremos, pervivieron por varias décadas las penas centradas en el cuerpo, cuya utilidad fue material e inmediatamente tangible; si bien no pasó desapercibido el exitoso experimento penitenciario estadounidense, los arreglos para su implementación fueron mucho más lentos, aunque constantes. Producto de esfuerzos aislados, Puebla y Jalisco, en 1840 y 1845, respectivamente, colocaron la primera piedra de sus centros penitenciarios.30

En tanto que en el ámbito político e intelectual se exploraba la posibilidad de implementar modelos penitenciarios,31 en la arena judicial de la primera mitad del siglo XIX, los jueces aplicaban castigos proporcionales al delito, aunque de carácter heterogéneo. En Puebla, por ejemplo, de acuerdo con su legislación y prácticas locales, además de las penas de presidio y servicio de obras públicas, se imponían diversos “trabajos forzados”, especificando el lugar: “trabajos forzados en una finca”,32 “trabajo forzado en campo”.33 También los había en curtidurías, panaderías y fábricas de hilado,34 entre otros. Las penas aplicadas en la capital del país pueden observarse en el Cuadro 1.

Cuadro 1 Delitos, penas y sentencias, 1826-1834 

Delito Pena Sentencia
Homicidio Servicio de obras públicas Dos años de servicio de obras públicas
Homicidio Presidio Seis años de presidio en Texas
Homicidio Servicio de cárcel Ocho años de servicio de cárcel
Robo Presidio Tres años de presidio en California
Robo Bajeles Cinco años de bajeles en Veracruz
Riña y heridas Servicio en obras públicas “Dos años de servicio en las obras públicas de esta ciudad”
Riña y heridas Presidio Seis años de presidio en la Alta California
Robo Servicio de armas Un año de servicio de armas
Robo Servicio de hospital Cuatro años de servicio en hospital
Robo Presidio Cinco años de presidio en Las Californias
Rapto Servicio de cárcel “Un año de servicio en la cárcel”
Heridas Presidio Dos años de presidio en Texas
Robo Servicio en las Recogidas Un año de servicio en las Recogidas
Portación de arma Servicio en obras públicas Un año de servicio en obras públicas
Abigeato Presidio Ocho años de presidio en Texas

Fuente: elaboración propia con base en AGN, Fondo: TSJDF, cajas 17, 18, 25, 26, 37, 38, 1826-1834; caja 1, 1831; caja 1, 1832; cajas 3, 4 y 7, 1834. La muestra total para el periodo de 1826 a 1834 comprendió 148 expedientes por delitos varios; utilicé sólo 15 de forma aleatoria para su representación en el cuadro.

Con base en los rasgos y los alcances de las penas aplicadas, es posible dividirlas en severas, menos severas y moderadas. Cabe revisar con detenimiento las características que posee cada una de ellas.

Dentro de las penas severas se encuentran las de presidio, bajeles y servicio de armas en sitios lejanos y ajenos al lugar de residencia de los reos, como Coahuila, Texas, “Las Californias”, Veracruz o Acapulco. En tales destinos, los reos sentenciados tenían la obligación de prestar su mano de obra en las fatigosas tareas de construcción, ya de caminos o fortificaciones, o contribuir a la guardia en las costas, cuando fuera el caso. Así, por ejemplo, los sentenciados a los bajeles (barcos o navíos) debían ocuparse de su mantenimiento. Tierra adentro, en los presidios o avanzadas militares del norte del país, la labor de los reos sentenciados fue utilizada en la construcción de caminos y probablemente en diversas labores más.

Varios presidios databan del periodo novohispano -como ha dado cuenta Martín Barrón Cruz-; como los de las provincias de Nueva California, Nuevo México, Santa Fe, Texas, Sonora, Chihuahua, Nueva Extremadura, Nuevo León, Santander y Sinaloa, entre otras, que fungieron, en su momento, como lugares de avanzada de las exploraciones de conquista de las mismas provincias.35 Aunque para el periodo independiente algunos dejaron de funcionar, no desaparecieron; así, para 1831 se destinaron a Texas 91 reos sentenciados a presidio y tres familias, debido a que la ley del 6 de abril de ese mismo año, sobre colonización, así lo previno. La ley estipuló que, si los reos lo deseaban, podían llevar a su familia al destino de su pena y, una vez que ésta concluyera, podían permanecer ahí en calidad especial de colonizadores.36 Ya para 1833, el vicepresidente Miguel Ramos Arizpe expidió una ley, compuesta de once artículos, en la cual señaló que los reos y sus familias, en calidad de nuevos colonos, recibirían un par de burros, herramientas de labranza y un solar donado por el gobierno del estado.37

Gracias al estudio de Cuauhtémoc Velasco, se sabe que la pena de presidio comprendió trabajo en fábricas, ingenios, minas, pero no sólo, ni literalmente, en los presidios que sobrevivieron al Virreinato.38 Así, por ejemplo, la empresa fundadora de una mina en el cerro del Proaño, en Zacatecas, hacia 1832, empleó la mano de 130 presos como apoyo a sus más de 3000 operarios.39 Antes de la expedición del Código Penal de 1871, las penas severas, además de efectuarse en sitios lejanos al de residencia de los reos, tuvieron una duración máxima de diez años para los sentenciados en la capital.40

Dentro de las penas que he clasificado como menos severas se encuentran todos los llamados “servicios”, que comprendían diversas actividades en distintos destinos como las obras públicas, las Recogidas, las cárceles y los hospitales, los cuales se verificaban en la ciudad o en sus inmediaciones; es decir, a diferencia de las penas severas, los reos no marchaban lejos de su lugar de residencia, y su objetivo, además del de la consabida enmienda, consistió en que cubrieran las necesidades de orden, limpieza o alimentación de los sitios a donde se les enviaba.

El servicio en obras públicas, básicamente, aseguraba que los reos se emplearan en labores de limpieza, belleza y seguridad de la ciudad. Algunas veces removían el estiércol de los caballos de los cuarteles militares,41 regaban los paseos públicos como los de Bucareli o la Alameda Central42 y, en tiempos de la Regencia, alguno que otro reo sentenciado fue solicitado para auxiliar en la limpieza del Palacio Imperial;43 también fue muy común su uso en la construcción de fortificaciones, como las de Chapultepec y las que sirvieron para la defensa de la ciudad ante los vientos de guerra y la posterior invasión de la capital por las tropas estadounidenses en 1847.44 También cabía la posibilidad de que fueran destinados a la construcción de caminos.45

Debido a las necesidades de trabajo en la capital, los sentenciados a obras públicas solían remitirse al presidio de Santiago Tlatelolco, que comenzó a funcionar en 1841 bajo el gobierno provisional de Antonio López de Santa Anna. A él fueron conducidos en 1842 los reos de la cárcel de la ex Acordada sentenciados a dicha pena.46 Antes de la creación del presidio de Tlatelolco, los reos destinados al servicio de obras públicas permanecían en la cárcel que servía precisamente como casa de resguardo, pues, luego de salir a realizar sus faenas, volvían a ella para ser asegurados. Las cárceles capitalinas de la Diputación o Ciudad y la nacional de Palacio -que luego pasó al edificio de la ex Acordada a mediados de 1831- sirvieron a ese propósito; así, por ejemplo, en una de las frecuentes peticiones para que los sentenciados a obras públicas se ocuparan de alguna labor, el Ayuntamiento solicitó que a quienes se encontraran en la cárcel de Ciudad se les proporcionaran los instrumentos necesarios en sus faenas, como escobas y cubos para el agua, “para el aseo y riego de la ciudad”47 -sobre esto último volveré un poco más adelante.

Acerca del servicio en las Recogidas, exclusivo para mujeres, se sabe poco. Si se toma en cuenta que las penas de Antiguo Régimen no utilizaban el encierro ni la pérdida de la libertad como su eje de acción, pero sí el castigo y la regeneración por medio del trabajo forzado -que debía ser, en opinión de Lardizábal y Uribe, “sencillo y de bastante fatiga”-48, es de suponerse que permanecer en una institución como las Recogidas implicaba que las presas pudieran servir como auxiliares en las necesidades cotidianas del inmueble y de la población que residía en el mismo.49 Isabel Juárez Becerra, quien estudió la Casa de Recogidas de Guadalajara durante el periodo de 1745 a 1873, abona a esa idea cuando menciona que las Recogidas “formalmente rematadas” -es decir, las depositadas por la vía judicial a través de la Real Audiencia y luego por los alcaldes-50 desempeñaban las faenas más pesadas, “como la molienda en el metate o la elaboración de tortillas”.51

En la Ciudad de México, la Casa de Recogidas de Santa María Magdalena -en sus inicios, para prostitutas- funcionó, de forma intermitente, desde 1692 hasta 1848.52 Aunque los datos sobre las causas de la reclusión de su población son sesgados, Josefina Muriel halló que hacia el 8 de noviembre de 1810 había 122 mujeres condenadas por delitos como “adulterio, incontinencia que incluía prostitución en la vía pública, unión libre, relaciones extramaritales con diversos individuos, homicidio, robo, ebriedad, escándalo en la vía pública, robo de infantes, lesiones y sacrilegio”.53 A partir de 1842, el Ayuntamiento se hizo cargo de su manutención, primero a través del prefecto del centro y después con la Junta Suprema directa de cárceles.54

El proyecto de la Casa de Recogidas duró hasta 1848, cuando una fábrica de cigarros y puros arrendó el inmueble y las presas fueron trasladadas a la cárcel de la Diputación,55 por lo que, después de ese año, seguramente hubieron de ser sentenciadas al “servicio de cárcel”. Mientras estuvo vigente el recogimiento de Santa María Magdalena, la pena más dura fue de ocho años, y, probablemente, al igual que en el caso del recogimiento de Guadalajara, las sentenciadas se ocuparon de las faenas más demandantes.

El servicio de cárcel, por otro lado, se efectuaba en el interior del inmueble, donde los reos podían auxiliar en la enfermería, las cocinas o los talleres, o bien, donde las autoridades lo solicitaran. La pena de “servicio de hospital” seguramente marchó de forma semejante a la de Recogidas. Al parecer, fue común que los encargados de hospitales solicitaran, a través del Ayuntamiento, cierto número de reos sentenciados para que ayudaran en las labores cotidianas del hospital, aun sabiendo que los remitidos podían fugarse.56 La máxima duración de las penas menos severas fue de diez años para el caso de los varones y de ocho para el de las mujeres. En suma, hasta aquí tenemos un interesante panorama punitivo ligado a las necesidades materiales del país, en general, y, en particular, a las de las instituciones capitalinas que utilizaban el trabajo de reos sentenciados de forma regular.

Para finalizar, el último tipo de pena, las moderadas, comprendió sólo algunos meses de servicio -menos de seis y en el sitio que determinara el juez- o el pago de una fianza. Se recordará, estas sentencias tenían lugar en la primera instancia.

Cabe aclarar que, aun cuando la pena de muerte se encontraba vigente, pocos casos fueron aplicados al fuero ordinario. Durante el periodo de la dictadura de Santa Anna (1853-1855) se concentró el mayor número de registros;57 aunque fueron debidamente apelados y en su mayoría obtuvieron el indulto, se les conmutó con la pena extraordinaria de diez años de presidio. Hasta este punto, en efecto, no había pena alguna que privilegiara la pérdida de la libertad como su eje de acción. Aunque el Estado moderno se construyó con base en los postulados de teorías políticas que pusieron en el centro de sus reflexiones al individuo e insistieron en la necesidad de crear una institución capaz de impedir el desorden social -la prisión-,58 tuvo que aguardar mejores tiempos para consolidarse, y no debido al desinterés de los políticos: aún faltaba por construirse la base jurídica, como efectivamente ocurrió en 1857.

Del uso carcelario dentro de la pluralidad punitiva

Dentro del contexto punitivo plural, es menester ahondar en el uso carcelario, pues, como se sabe, la cárcel resultó ser, a la postre, el sitio predilecto para purgar la pena de prisión. Para comenzar, es necesario apuntar que la cárcel sirvió principalmente como lugar de custodia de los sujetos a proceso judicial y de aquellos sentenciados a penas variadas. La legislación vieja y vigente así lo prescribió, como en Las Siete Partidas (séptima partida, título 29, ley 11): “La cárcel deve ser para guardar los presos e non para fazerles enemiga, nin otro mal, ni darles pena en ella”,59 en tanto que la Novísima Recopilación (libro 12, título 38, ley 25) dispuso que la cárcel fuera “solamente la custodia y no la aflicción de los reos”:60 prevenciones vigentes, sabidas y recogidas en la literatura, siendo el ejemplo representativo El periquillo sarniento de Fernández de Lizardi, publicado parcialmente entre 1816 y 1817, en donde su protagónico apuntaba que la cárcel “no se ha hecho para oprimir, sino para asegurar a los delincuentes”, pues estos establecimientos no servían “para martirizar a los inocentes privándolos de su libertad”.61 Por supuesto, además de las leyes viejas y la literatura, los diccionarios publicados en la época independiente reprodujeron dicho uso. En ellos, la cárcel fue definida como “la casa pública destinada para la seguridad de los presos”.62 Precisamente, ahí llegaban aquellos detenidos por diversos delitos -heridas, riña, “bestialidad” (zoofilia), estupro, moneda falsa, uxoricidio, abigeato, robo, hurto, homicidio, entre otros- que debían enfrentar cuentas con la justicia.

Ya fuera que los reos quedaran en libertad o que recibieran una sentencia condenatoria, la cárcel prevenía que tanto los sujetos a proceso judicial como aquellos sentenciados a diversas penas se fugaran. Para poder ser conducidos a su destino, los reos condenados a presidio en lugares lejanos debían esperar en la cárcel a que se integrara la “cuerda” -que se componía de varias decenas de ellos-, lo cual no ocurría de forma inmediata, sino luego de varios meses de espera y de enfrentar la falta de fondos. En 1857, el gobierno del Distrito solicitó 450 pesos para trasladar, “lo antes posible”, a varios reos sentenciados al presidio de Yucatán que desde hacía tiempo no habían podido salir a su destino. Según la misiva, urgía que se destinaran los fondos para el traslado, pues la cárcel estaba saturada y resultaba cara su manutención. Por fortuna, se autorizó la cifra solicitada con la que se cubriría, cuando menos, parte de los alimentos de los reos, pero solamente desde la capital y hasta la primera parada en Veracruz.63 Algunas veces, los jueces, en consideración a la larga espera en la cárcel, destinaban a los presidiarios a cumplir penas supletorias, sólo mientras se juntaba la cuerda. Verbigracia: “Se revoca la sentencia pronunciada por el dicho juez de primera instancia y se le destina a 6 años de presidio en el de Veracruz contados desde hoy, y entretanto se proporciona cuerda que lo conduzca a la casa de su destino, salga al servicio de las citadas obras públicas”.64

En cuanto al servicio en obras públicas y el uso carcelario, como hemos visto, los así sentenciados bien podían resguardarse en el presidio de Santiago Tlatelolco o en la cárcel; en algunas misivas que dirigiera a las autoridades del Ayuntamiento de la ciudad, el alcaide de la cárcel nacional de la ex Acordada solicitaba cadenas para que los reos pudieran salir a cumplir faenas en los siguientes términos: “Hoy existen en esta cárcel 114 cadenas con las cuales están aprisionados 228 reos de obras públicas, y hoy cuento 42 sueltos por falta de aquellas, en consecuencia faltan para el completo 21 cadenas; tal incidente origina el que las sentencias a este destino no tengan efecto”.65

La falta de cadenas y grilletes para que los sentenciados a obras públicas que estaban “resguardados en la cárcel salieran a cumplir sus faenas fue un problema muy común. Así, el 28 de enero de 1840, nuevamente, el alcaide de la cárcel nacional volvió a expresar: “270 reos sentenciados al servicio de obras públicas se hallan aprisionados, no estando 26 por falta de cadenas para mancornarlos, y no hay ninguna cadena descompuesta que se reponga”.66 Aún más clara fue otra misiva en la cual refiere que las constantes fugas de los reos sentenciados a obras públicas habían vuelto a mermar la cantidad de cadenas y grilletes, por lo que varios de ellos no podían salir diariamente a los trabajos públicos,67 así que requería de 20 trabas y 10 cadenas más.

En general, la utilización de mano de reos sentenciados acarreó una serie de problemas al Ayuntamiento. Los reos solían llevarse grilletes y cadenas o dejarlas en muy mal estado cuando se fugaban de los servicios públicos y del presidio y, debido a la escasez de recursos, resultaba muy difícil reponerlos. Además, la policía montada encargada de custodiar las faenas de los sentenciados se negaba a prestar ese servicio, pues, si ocurría alguna fuga, se procesaba judicialmente al custodio distraído, lo que a la postre mermaba la cantidad de elementos que vigilaban la capital.

La pena de servicio de cárcel consistió no en castigar al reo haciéndolo perder su libertad, sino poniéndolo a trabajar en las necesidades del inmueble: en efecto, tal como ocurría con el servicio de hospital o Recogidas. Así, por ejemplo, resulta comprensible que las presas de la cárcel nacional de Palacio se hayan quejado de la molienda de nixtamal que servía para elaborar las tortillas que abastecían no sólo a dicha cárcel, sino a la de la Diputación y a cuatro cuarteles de cívicos de la capital, no obstante que, como apuntaron las quejosas, algunas estaban en espera de sentencia e injustamente debían trabajar todo el día, como lo demostró las ampollas reventadas de sus manos.68 De tal queja -recogida en el reporte elaborado por el fiscal de la Suprema Corte de Justicia que asistió a la visita de cárcel y fechado el 1 de julio de 1829- se desprende que las mujeres se dedicaban a la elaboración de tortillas y los hombres a la de atole para las mismas dependencias; la calidad de las tortillas era pésima y las raciones insuficiente para alimentar a la gran población de reos.69

Por supuesto, había más ocupaciones, y en algunas sentencias se describe la pena y el lugar: “trabajo fuerte en las cocinas de la cárcel”, “servicio en la panadería de la cárcel” o “servicio en taller”,70 aunque muchas de ellas quedaron en la teoría; lamentablemente, de acuerdo con las pocas noticias que se tienen sobre el funcionamiento de los establecimientos carcelarios de la primera mitad del siglo XIX,71 no siempre existían las condiciones, ya espaciales o presupuestales, para desempeñar las labores encomendadas.

La cárcel de Ciudad o de la Diputación tenía capacidad para 150 reos, aunque generalmente duplicaba esa cifra.72 Durante el día, los presos compartían un solo patio y la fuente de su centro los abastecía de agua; “no existía enfermería y si algún preso […] se agravaba era llevado al Hospital Juárez que era el hospital de la Ciudad”.73 Joaquín García Icazbalceta dijo que esa cárcel era una ofensa para la civilización y la humanidad: sus escaleras estaban siempre plagadas de gente sucia y harapienta, ebrios, ladrones, asesinos, heridos y cadáveres.74

La cárcel nacional de la ex Acordada tampoco salía bien librada. El editor Ignacio Cumplido, quien permaneció en ella por algún tiempo,75 describió sus espacios como fétidos y sucios; las mazmorras eran inmundas y contenían reos andrajosos y, cuando no, semidesnudos;76 las celdas tapizadas de petates recibían a los reos que dormían amontonados entre heces fecales. La alimentación era pobre y de mala calidad: 1 400 reos se alimentaban con un bombillo de atole muy líquido y un pambazo por las mañanas; a medio día, con una porción magra de frijoles de mala calidad, peor condimentados “y con resabio de cobre del caldero donde se cuecen”;77 ya por la tarde, además del atole aguado, se les daba una nueva porción de frijoles o arroz sin especias.78

Aunque para la primera mitad del siglo XIX no son muy comunes las estadísticas carcelarias, Ignacio Cumplido mencionó en su relato que, al salir de la cárcel el 24 de noviembre de 1841, había ahí recluidos “1620 desdichados de los cuales 71 quedaban enfermos en el hospital”,79 cantidad que rebasaba la capacidad del edificio (o no lo hubiera denunciado). La cárcel de la ex Acordada cerró en 1863, al tiempo que pasaba la estafeta al recién acondicionado edificio conventual que sería conocido con el tiempo como la cárcel de Belem, donde, presuntamente, las deplorables condiciones de vida que los reos llevaron en la ex Acordada serían extinguidas.80

tal panorama, se entiende que la saturación denunciada durante la primera mitad de aquella centuria no se debía a que la cárcel fuera propiamente un lugar de castigo, sino un sitio de custodia insuficiente para albergar a aquellos presos sentenciados a diversas penas que no podían ser evacuados eficazmente, como mandaban sus sentencias, además de ser también un lugar para procesados en espera de sentencia. Así se explica la urgencia con la que los reglamentos y reportes de visita carcelaria clamaban por mantener los debidos separos entre reos sentenciados y procesados81 y, claro, entre hombres y mujeres. Si para entonces la casona pública resultaba insuficiente, lo fue aún más cuando en 1857 se instituyó la “pena de prisión”, acrecentando la falta de espacio, seguridad y ocupación de los reos en las cárceles.82

De las penas vigentes después de 1857

El año de 1857 marca el inicio de un periodo de cambio punitivo, durante el cual, aun cuando no pierde vigencia la pluralidad punitiva, comienza a apuntalarse la utilización de la pena que dominará la escena del castigo: la prisión. La “Ley general para juzgar a los ladrones, homicidas, heridores y vagos”, del 5 de enero de 1857 (que se aplicó en todo el país), conjugó las penas centradas en el cuerpo junto con la de la pérdida de libertad. La medida no resulta nada fortuita, si se toma en cuenta que el 5 de febrero de 1857 se promulgó la segunda Constitución federal que, entre otras innovaciones, en su artículo 23 condicionó la desaparición de la pena de muerte al “establecer a la mayor brevedad el régimen penitenciario”, siendo condición para éste la pérdida de la libertad. La ley del 5 de enero abonó a esa aspiración al instituirla.

Dicha ley sólo comprendió robo, hurto, homicidio y heridas, es decir, los delitos más recurrentes en los juzgados y tribunales de la República. Además, como si se tratase de un ejercicio de código penal, en 109 artículos delineó los pilares que algunos años más tarde retomaría y ampliaría el de 1871, tales como la responsabilidad civil y criminal, las circunstancias agravantes, atenuantes y eximentes, y, por supuesto, la prisión como pena, cuando menos en la experiencia de la Ciudad de México y el Distrito Federal (probablemente en provincia haya ejemplos mucho más tempranos).

Sobre la continuidad de las penas, en el delito de robo, la Ley del 5 de enero dispuso el uso de las de muerte y presidio, siempre y cuando se cumplieran ciertas circunstancias. Para imponer la pena de muerte en caso de robo, esté tendría que haber ocasionado el deceso del agredido o haberse perpetrado en despoblado, y se aplicaba al cabecilla o jefe de los salteadores. En el caso de los cómplices, éstos serían castigados con diez años de presidio, sólo si no hubieran causado la muerte a las víctimas. También la pena de muerte se aplicaría si junto al robo los implicados cometieron violación, mutilación, heridas graves, y si además fueran reincidentes. Se impondría la pena de presidio por dos y hasta cinco años si el robo no resultara en homicidio, si el que cometiera el ilícito no fuera ni cabecilla ni miembro de cuadrilla y no hubiera incurrido en violación, mutilación o heridas graves.

Se daría de uno a cuatro años de presidio u obras públicas si el robo se cometiera con arma o sin ella, con o sin violencia; si se verificaba en lugar sagrado o habitado; habiendo escalado, roto pared o techo, fracturando puertas, ventanas o armarios, o bien, por emplear llaves falsas, ganzúas o la artimaña de nombres falsos, o simulando autoridad para ingresar al lugar del robo. Podría otorgarse de dos hasta ocho años de las mismas penas si los efectos robados pertenecieran al culto o al gobierno y se hubiera empleado la violencia para apropiárselos; igualmente, en caso de haberse dañado la propiedad y empleado instrumentos para violar las chapas o usado identidades falsas.83

En cuanto a la novedad, la Ley del 5 de enero contempló la utilización de la pena de prisión para los delitos de homicidio, heridas y hurto; por supuesto, no como pena única, pues, mediando las circunstancias, también podían utilizarse las viejas penas de cadena o presidio.84 Contempló que se otorgara de dos a diez años de prisión, cadena o presidio, y aun la de muerte,85 si el reo no fuera reincidente y mediaran ciertas circunstancias agravantes como haber sido el delito perpetrado en despoblado o en la casa del agredido, en lugar sagrado, o bien, con “manifiesta crueldad”, y que, de no ocasionar la muerte, las lesiones produjeran locura, mentecatez o imbecilidad en el ofendido, o lo lisiaran al grado de inutilizarlo para el trabajo, le dejaran cicatriz visible o la pérdida de algún miembro.86 Si el tenido como reo hubiera herido, golpeado o maltratado gravemente a su víctima, recibiría la pena de uno a cuatro años de prisión o cadena, y únicamente prisión por seis meses hasta dos años si no hubiera mediado “ánimo deliberado” para causar heridas graves.87

La pena de prisión también se dispuso para el hurto. Se consideró como tal delito aquel tipo de robo en el que no se empleara violencia ni intimidación, y las penas se basarían en el valor de lo sustraído. Así, si su valor fuera de entre 100 y 300 pesos o menos de 100 (siempre que el ofendido fuera pobre), y si el agraviado hubiera quedado arruinado o sufriera grave quebranto, las penas podrían ser la de prisión u obras públicas por un lapso de seis meses o un año. La pena aumentaba de uno a dos años si el valor del hurto excedía de 100 pesos, pero no más de 1000, ya que si excedía de esa cantidad se castigaba con un año y medio hasta tres. La sentencia más pequeña ameritaba un máximo de seis meses de prisión u obras públicas si el hurto no rebasaba los 100 pesos y no se cometía contra gente pobre. La pena para el delito de hurto ameritaba el doble tratándose de objetos destinados al culto, al gobierno, obra pía o de beneficencia pública; o si el reo fuera reincidente.88 Así pues, la Ley del 5 de enero agregó al catálogo de penas entonces existentes la que contempló la privación de la libertad: la prisión y su duración.

Tal tránsito es interesante, pues la prisión, anteriormente utilizada dentro del entramado procesal previo a la sentencia, comenzó a contemplarse como una pena en sí misma. Haré un pequeño paréntesis para ilustrar su uso procesal. Durante la primera mitad del siglo XIX, la prisión, “entendida como la privación de la libertad de quien no ha sido sentenciado”,89 continuó ocupándose en los mismos términos en los que lo había sido durante la época novohispana, es decir, en calidad preventiva. En la legislación vigente, fue definida como “el acto de prender, asir o coger alguna persona privándole de la libertad”, con la clara distinción de que, en ese contexto, la cárcel era “el sitio donde se encierran o aseguran los presos”,90 es decir, los sujetos a proceso judicial.

En su artículo 150, la Constitución de 1824 recogió el uso de la prisión en los siguientes términos: “nadie podrá ser detenido sin que haya semi plena prueba, o indicio de que se es delincuente”. Si efectivamente había indicios de la presunta culpabilidad o participación en el hecho criminal del acusado, vía los actos del sumario, “se dicta el auto de bien preso, declarando tal al procesado cuyo auto se pronuncia a más tardar, en las 60 horas siguientes a la detención” (artículo 151).91 Por su parte, la Constitución centralista de 1836 (en su ley quinta, artículo 43) estipuló que para proceder a prisión se requería: “I. Que proceda información sumaria, de que resulte haber sucedido un hecho que merezca, según las leyes, ser castigado con pena corporal. II. Que resulte también algún motivo o indicio suficiente para creer que tal persona ha cometido el hecho criminal”.92

En suma, el uso de la prisión como requisito procesal descrito en las Leyes se mantuvo sin cambios hasta la expedición de la Ley del 5 de enero de 1857, en la que, según hemos visto, adquirió un carácter adicional, como pena. Debido a que los jueces acataron su utilización como fundamento de las sentencias, es posible advertir en el Cuadro 2 que la prisión comenzó a enunciarse como castigo, al lado del presidio, servicio de cárcel y obras públicas.

Cuadro 2 Delitos, penas y sentencias, 1858-1864 

Delito Pena Sentencia
Pederastia Obras públicas Cuatro años de obras públicas
Conato de homicidio y heridas Compurgado Compurgado con el tiempo de prisión
Robo con abuso de confianza Prisión Siete meses de prisión
Robo doméstico Prisión Siete meses de prisión
Incesto Prisión Un año de prisión
Heridas Obras públicas Dos años de obras públicas con descuento de la prisión sufrida
Heridas Servicio de cárcel Seis años en las cocinas de la cárcel de la ex Acordada
Heridas Presidio Ocho años de presidio en Perote
Homicidio Presidio Dos años de presidio con descuento de la sufrida
Heridas Prisión Seis meses de prisión
Fuerza [violación] Obras públicas Un año de obras públicas
Hurto con abuso de confianza Presidio Tres años de presidio
Heridas Prisión Tres años de prisión con descuento de la sufrida
Homicidio Prisión “Un año de prisión en indemnización a la viuda con cinco pesos por mes”
Sodomía Servicio de hospital Cinco años de servicio en hospital

Fuente: elaboración propia con base en AGN, Fondo: TSJDF, cajas 330 y 334, 1858; caja 341, 1859-1860; caja 352, 1861; caja 368, 1862; caja 374, 1863; cajas 385 y 387, 1864. La muestra total para el periodo de 1858 a 1864 comprendió 154 expedientes; utilicé sólo 15 de forma aleatoria para su representación en el cuadro.

La utilización de la Ley de 5 de enero entrañó cambios y permanencias punitivas, lo que preparó el terreno para la consolidación de la pena de prisión con el Código Penal de 1871.

La consolidación de la prisión como castigo en el Código Penal de 1871

Aunque 1857 fue significativo en materia de penas, lo fue más 1871, año en el que se ratificó la pena de prisión, pero aplicable además a casi todos los delitos del fuero ordinario y no sólo a unos pocos. El Código Penal para el Distrito Federal y territorio de la Baja California sobre delitos del fuero común, y para toda la República sobre delitos contra la Federación (conocido como Código Martínez de Castro, por haber sido éste el presidente de la comisión redactora) se promulgó el 7 de diciembre de 1871 y comenzó a publicarse en el Diario Oficial el 14 de diciembre; fue “remitido a los gobernadores de los estados de la República para su posible adopción”93 y, en virtud de su artículo transitorio, comenzó a aplicarse a partir del 1 de abril de 1872. A diferencia de la Ley del 5 de enero, el Código reacomodó significativamente las medidas punitivas y las agrupó en dos rubros: las penas, propiamente, y las acciones preventivas.94

Me centraré en las primeras, las cuales iniciaron de las más benignas a las más gravosas. Las benignas tuvieron la intensión de ser correctivas y abarcaron las “llamadas de atención” -extrañamiento y apercibimiento-; seguidas de las multas, que podían ser desde un peso hasta mil; luego, los arrestos y la reclusión. Los arrestos serían de dos tipos, menor y mayor: el primero duraba de tres a treinta días, y el segundo era mayor a un mes, pero menor a un año, en el cual al reo se le sometía a un régimen de trabajos forzosos. El Código previno que los arrestos se efectuaran en locales distintos a los de la pena de prisión, pudiendo someter a los presos a incomunicación como medida disciplinaria. En cuanto a la reclusión, ésta sólo se aplicaría a los más jóvenes: mayores de nueve años y menores de diez y ocho, que hubieran delinquido con discernimiento. En apoyo a su mejoría moral, recibirían clases de moral y educación física.

En el rubro de las penas más duras, el Código incluyó cuando menos tres tipos: prisión, destierro y pena de muerte. El primero se caracterizó por implicar pérdida de la libertad y en ella se incluyó, por supuesto, la pena de prisión ordinaria, aplicada al fuero común y que es la que nos ha ocupado hasta ahora. Según el Código, ésta se efectuaría en un aposento separado y en incomunicación absoluta o parcial, quedando exentos de incomunicación total los mayores de 60 años. Para los reos de delitos políticos, se contemplaron las penas de confinamiento y la de reclusión simple en un sitio señalado por el gobierno o algún lugar especialmente designado (fortaleza u otro edificio). En el segundo tipo, destierro, el sentenciado no podía asentarse en otra población, a menos que distara “diez leguas de la suya”. Aquellos que cometieran delito de traición o delitos políticos serían sentenciados a la pena de “destierro de la República” para conmutar la pena de prisión. Finalmente, la pena de muerte no sería aplicada ni a hombres ni a mujeres que hubieran cumplido 60 años de edad. Esta pena podía conmutarse, como se estilaba en la práctica, por la de “prisión extraordinaria”; tendría una duración de 20 años y debía aplicarse en el establecimiento de la prisión ordinaria.

El Código Penal, por medio de su artículo 61, abolió del horizonte de las penas aplicables al fuero ordinario la de presidio y obras públicas, por lo que también dejaron de utilizarse todos los llamados “servicios” (de cárcel, hospital, Recogidas, de armas u obras públicas), es decir, las heredadas del Antiguo Régimen, y ordenó que ni judicial ni gubernativamente se aplicara a delincuente alguno a desempeñar “ningún trabajo fuera de las prisiones”,95 sino sólo dentro de ellas. Cierto resabio de penalidad antigua se mantuvo con el uso de la pena de muerte, del destierro para los delitos políticos -traición a la patria, motín y sedición- y de los trabajos forzados durante el arresto mayor.

La aplicación de las penas correspondió “exclusivamente a la autoridad judicial” y ésta no podía “aumentar ni disminuir las penas traspasando el máximum o mínimum de ellas, ni agravarlas ni atenuarlas sustituyéndolas con otras” (artículos 180 y 181). Las penas temporales ostentarían tres términos: mínimo, medio y máximo, “a no ser que la ley fije el primero y el último. En este caso podía el juez aplicar la pena que estimara justa, dentro de esos dos términos” (artículo 66). Por supuesto, la práctica judicial participó de las prevenciones expresadas en el Código y en las sentencias comenzó a ser cada vez más claro el uso de la prisión como castigo. En el Cuadro 3 se muestran varios delitos sentenciados antes de la entrada en vigor del Código, desde 1871 y de enero a marzo de 1872.96 En ellos, como es notorio -y debido a la vigencia y utilización de la Ley del 5 de enero de 1857-, se advierte una marcada preponderancia de la prisión como castigo y una reducción, aunque no extinción, de penas como “servicio de cárcel” y “presidio”.

Cuadro 3 Delitos, penas y sentencias, de 1871 a enero-marzo de 1872 

Delito Pena Sentencia
Infanticidio Prisión Cuatro años de prisión con descuento de la sufrida
Asalto y robo Presidio Cinco años de presidio en el lugar que designe el supremo gobierno
Robo Prisión “Dos meses de formal prisión”
Homicidio Libertad Puesto en libertad
Riña y heridas Libertad Puesto en libertad
Homicidio Servicio de la cárcel Cuatro años de servicio de cárcel
Robo Prisión Cuatro años de prisión en la cárcel nacional
Fraude y falsedad Libertad Puesto en libertad
Conato de robo Libertad Puesto en libertad
Robo y falsificación de documento oficial Prisión Tres años, siete meses de prisión
Heridas Prisión Año y medio de prisión con abono de la sufrida
“Quiebra fraudulenta” Libertad Libertad bajo fianza
Heridas Prisión Dos años de prisión en la cárcel nacional
Asalto Libertad Puesto en libertad
Riña y heridas Prisión Dos años de prisión con descuento de la sufrida

Fuente: elaboración propia con base en AGN, Fondo: TSJDF, cajas 510 y 511, 1871. La muestra total para el periodo de 1871 y de enero a marzo de 1872 comprendió 26 expedientes; utilicé sólo 15 de forma aleatoria para su representación en el cuadro.

Por supuesto, la implementación del Código a partir del 1 de abril de 1872 sí extinguió del horizonte penal los castigos heredados del Antiguo Régimen, como se advierte en el siguiente cuadro, en el que es palmaria la utilización de la prisión.

No importando de qué crimen se tratara, si leve o en extremo cruel, la pena impuesta a partir de la codificación penal se reduciría mayoritariamente a sólo dos posibilidades: al binomio libertad/prisión característico del castigo moderno, pues, si bien la pena de muerte se mantuvo vigente, siempre era preferible conmutarla, ya que la crítica social, sensibilizada, condenaría a la justicia por ser cruel. Aquellos tiempos, según lo denotaban las sentencias, habían quedado atrás. Cárcel y penitenciaría serían la expresión tangible del castigo moderno.

Cuadro 4 Delitos, penas y sentencias a partir de abril de 1872 

Leyes Pena Sentencia
Homicidio Prisión Diez años y medio de prisión, y a los dos cómplices, siete años y medio
Homicidio Libertad Absuelto y puesto en libertad
Homicidio Prisión Doce años de prisión
Infanticidio Prisión Cinco años de prisión con abono de la sufrida
Homicidio Prisión Cinco años de prisión
Homicidio Libertad “Poner en libertad al reo”
Heridas Prisión Dos años de prisión en la cárcel nacional
Asalto Libertad Puesto en libertad
Robo y falsificación Prisión Tres años, siete meses de prisión
Cómplice de homicidio Libertad Puesto en libertad
Riña y heridas Prisión Dos años de prisión con descuento de la sufrida
Homicidio Prisión Cuatro años, cinco meses, diez días de prisión
Asalto Libertad Puesto en libertad
Homicidio Prisión Doce años de prisión con abono de la sufrida
Heridas Prisión Año y medio de prisión con descuento de la sufrida

Fuente: elaboración propia con base en AGN, Fondo: TSJDF, cajas 525 y 529, 1872. La muestra total, a partir de abril de 1872, comprendió 29 expedientes por diversos delitos; utilicé sólo 15 de forma aleatoria para su representación en el cuadro.

Reflexiones finales

Las penas en México han atravesado por dos coyunturas jurídicas decisivas para la configuración que algunos llaman moderna y que se caracteriza por la pérdida de la libertad como sanción. La primera estuvo marcada por la Ley del 5 de enero de 1857 y la segunda por el Código Penal de 1871; la primera apuntó los elementos jurídicos de la nueva penalidad al instituir la prisión como pena. Esa ley no eliminó los castigos del Antiguo Régimen, pero la segunda sí: extinguió el pluralismo punitivo y coronó los esfuerzos que en materia penitenciaria se habían realizado desde la primera mitad del siglo XIX. Pues, ¿cómo hacer de las cárceles y penitenciarías un lugar de castigo, si no había pena de prisión? En principio, 1857 se torna un año clave para ello, al comenzar a abonar a esa aspiración.

Tanto la Ley del 5 de enero de 1857 como el Código Penal de 1871 fueron manifestaciones de la constante preocupación de políticos y legisladores por modificar los castigos que los jueces imponían, por lo que así se distingue una penalidad en tres momentos. El primero, heredado del Antiguo Régimen, se caracterizó por una serie de sanciones centradas en el cuerpo y cuyo catálogo comprendió una gama relativamente amplia, como el uso del esfuerzo físico en trabajos más o menos arduos fuera o dentro de la ciudad, desempeñados por los sentenciados. El segundo momento implicó la permanencia de las viejas penas y una primera intensión de cambio, que tuvo su principal innovación en el nuevo uso de la prisión y fue expresada en la Ley del 5 de enero. El tercero y último llegó con la implementación del Código, el cual condujo a la prisión a su expresión superlativa, que llevó a la cárcel y a la penitenciaría a ser las improntas de la penalidad moderna. Aunque en el Código no desapareció la pena de muerte, siempre era preferible conmutarla antes que volver a los viejos tiempos penales, por lo que la pérdida de la libertad se convirtió en la principal sanción. Con los años, luego del Código, la libertad y la prisión se volvieron sinónimos de la justicia codificada y de la penalidad moderna.

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1Manuel de Lardizábal y Uribe, Discurso sobre las penas, México, Porrúa, 2010, p. 88.

2Ibid., p. 84.

3Teresa Lozano Armendares, La criminalidad en la Ciudad de México, 1800-1821, México, Instituto de Investigaciones Históricas-Universidad Nacional Autónoma de México, 1987, pp. 169-171.

4Para aludir al pluralismo punitivo, retomé el concepto de pluralismo jurídico definido por António Manuel Hespanha como “un estado de coexistencia de conjuntos diferentes de normas, con legitimidades y contenidos diversos, en un mismo espacio social”, para referirme, en semejantes términos, a la diversidad de penas producto de los variados planos normativos entonces vigentes. Sobre el pluralismo jurídico, véase António Manuel Hespanha, Cultura jurídica europea: síntesis de un milenio, Madrid, Tecnos, 2002, pp. 96-97. Para una caracterización de la sociedad medieval, jurídicamente plural frente a una “moderna”, estatal y nomocrática, véase Paolo Grossi, Mitología jurídica de la modernidad, Madrid, Trotta, 2003, pp. 21-38.

5Lila Caimari, Apenas un delincuente. Crimen, castigo y cultura en la Argentina, 1880-1955, Buenos Aires, Siglo XXI, 2004.

6Carlos Aguirre, “Cárcel y sociedad en América Latina: 1800-1940”, en Eduardo Kingman Garcés (comp.), Historia social urbana. Espacios y flujos, Quito, Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales-Ecuador, 2009, pp. 209-252.

7Martín Barrón Cruz, Una mirada al sistema carcelario mexicano, México, Instituto Nacional de Ciencias Penales, 2002.

8Michel Foucault, Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, Buenos Aires, Siglo XXI, 2002, p. 211.

9Antonio Padilla Arroyo, De Belem a Lecumberri: pensamiento social y penal en el México decimonónico, México, Archivo General de la Nación, 2001.

10Nydia Elizabeth Cruz Barrera, La institución penitenciaria. La antropología criminal y el saneamiento social en Puebla en el siglo XIX, México, Instituto Nacional de Ciencias Penales, 1994.

11Jorge Alberto Trujillo Bretón, Entre la celda y el muro. Rehabilitación social y prácticas carcelarias en la penitenciaría jalisciense Antonio Escobedo. 1844-1912, Zamora, El Colegio de Michoacán, 2011.

12Pedro Trinidad Fernández, La defensa de la sociedad. Cárcel y delincuencia en España (siglos XVIII-XIX), Madrid, Alianza, 1991.

13Dario Melossi y Massimo Pavarini, Cárcel y fábrica. Los orígenes del sistema penitenciario (siglos XVI-XIX), México, Siglo XXI, 2003.

14Michel Foucault, op. cit., 2002.

15Graciela Flores Flores, Orden judicial y justicia criminal (Ciudad de México, 1821-1871), tesis de doctorado en Historia, México, Facultad de Filosofía y Letras-Universidad Nacional Autónoma de México, 2013. La muestra total comprendió poco más de 500 registros de expedientes por diversos delitos para los años de 1822 a 1872. Para los fines de este artículo, he decidido exponer los rasgos característicos de las penas, remitiendo para su consulta a los cuadros de este texto.

16Archivo General de la Nación, México (AGN), Fondo: Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal (TSJDF), caja 5, exp. 123, 1844.

17AGN, Fondo: TSJDF, caja 5, exp. 237, 1844.

18>Anastasio de la Pascua, Febrero mejicano, o sea la librería de jueces, abogados y escribanos, que refundida, ordenada bajo nuevo método, adicionada con varios tratados y con el título de Febrero Novísimo, dio á luz D. Eugenio de Tapia, nuevamente adicionada con otros diversos tratados, y las disposiciones del Derecho de Indias y del Patrio, México, Imprenta de Galván a cargo de Mariano Arévalo, 1835, vol. VII, p. 190.

19Ibid., p. 191.

20Ibid., p. 192.

21Por ejemplo, el bando sobre administración de justicia del 23 de julio de 1833, que en su artículo 2º estipuló que en delitos leves los jueces de primera instancia podían imponer hasta seis meses de reclusión, servicio de cárceles, obras públicas u otras semejantes, conforme a la práctica de los tribunales, y el doble de tiempo en caso de reincidencia.

22Anastasio de la Pascua, op. cit., 1835, pp. 190-192 y 243. Sobre las partes de los juicios criminales, también véase Juan Rodríguez de San Miguel, Curia Filípica Mexicana. Obra completa de práctica forense. En la que se trata de los procedimientos de todos los juicios, ya ordinarios, ya estraordinarios y sumarios, y de todos los tribunales existentes en la República, tanto comunes como privativos y privilegiados. Conteniendo además un tratado de la jurisprudencia mercantil, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1978, pp. 413-636.

23Por supuesto, no fue el único pensador, aunque sí uno muy influyente. Algunos otros como Voltaire, Filangieri, Diderot, Condorcet, Manuel Lardizábal y Uribe abonaron a la crítica del orden jurídico, judicial y penal de Antiguo Régimen.

24Sobre ese aspecto y el contexto de la obra de Lardizábal, véase Ana Carolina Ibarra, “Cultura escrita y justicia penal. El Discurso sobre las penas y otros libros de su época”, en Historia Mexicana, vol. LXV, núm. 4 [260], abril-junio, 2016, pp. 1563-1600.

25Diario de sesiones de las Cortes Generales y Extraordinarias, sesiones del 22 de abril de 1811, 13 de agosto de 1813 y 22 de enero de 1812, disponible en [http://www.cervantesvirtual.com/partes/224789/diario-de-sesiones-de-las-cortes-generales-y-extraordinarias--5].

26Las garantías procesales expresadas en la Constitución de 1824 incluyeron la prohibición de confiscar bienes, la utilización de toda clase de tormentos, la detención por indicios de culpabilidad en el delito no mayor de 60 horas (artículos 146, 147, 149, 150 y 151), y en el artículo 152, que ninguna autoridad podría librar orden para el registro de las casas y efectos de los habitantes de la República, sino en los casos expresamente dispuestos por ley y en la forma que ésta determinara.

27Thomas Calvo, “Soberano, plebe y cadalso baja una misma luz en Nueva España”, en Pilar Gonzalbo Aizpuru (coord.), Historia de la vida cotidiana en México, tomo 3: El siglo XVIII: entre tradición y cambio, México, El Colegio de México/Fondo de Cultura Económica, 2005, p. 311.

28“José María Tornel y Mendivil, diputado al congreso de la Unión por el Distrito Federal y gobernador interino. Se prohíbe concurrir en coches y caballos para vender frutas y aguas dulces en el lugar donde se ejecutan los reos”, 28 de marzo de 1828, en Archivo Histórico del Distrito Federal (AHDF), Fondo: Bandos, Leyes y Decretos, caja 2, exp. 4.

29Michel Foucault, op. cit., 2002, p. 212.

30Los trabajos para su conclusión se llevaron a cabo de forma intermitente, debido a las difíciles condiciones políticas. Puebla concluyó la obra material de su penitenciaría hasta 1891, año en el que se inauguró; Jalisco finalizó la suya en 1875. El proyecto penitenciario del Distrito Federal se redactó en 1885 y la inauguración ocurrió en 1900.

31Algunos políticos que durante la primera mitad del siglo XIX indagaron acerca de los diversos sistemas penitenciarios implantados en Inglaterra y Estados Unidos, con miras a que en México se adoptara alguno, fueron Vicente Rocafuerte, Manuel Payno y José María Luis Mora.

32Archivo Histórico Judicial de Puebla, México (AHJP), Fondo: Penal, exp. 41053, 1857.

33AHJP, Fondo: Penal, exp. 41334, 1858.

34AHJP, Fondo: Penal, exp. 41341, 1857.

35Martín Barrón Cruz, op. cit., 2002, p. 51.

36AGN, Fondo: Justicia, tomo 146, leg. 51, exp. 36, 1832-1835, f. 282r.

37AGN, Fondo: Justicia, tomo 146, leg. 51, exp. 36, 1832-1835, fs. 285-286v.

38Cuauhtémoc Velasco, “¿Corrección o exterminio? El Presidio de Mineral del Monte, 1850-1874”, en Historias, núm. 29, octubre de 1992-marzo de 1993, p. 74. Según el autor, en el Estado de México, en 1850, el gobernador, facultado por el Congreso local, destinó a los presos sentenciados a presidio a cumplir su pena en fábricas, minas e ingenios.

39Ibid.

40AGN, Fondo: Gobernación, leg. 22, exp. 11. En el decreto del estado de Jalisco de 1825, sobre el delito de robo, se contempló la duración máxima de 15 años de “presidio de mar”.

41“Cuartel de Peredo. Sobre que se haga la limpieza de este por los reos sentenciados a obras públicas”, febrero de 1842, en Archivo Histórico del Distrito Federal, México (AHDF), Fondo: Limpia, vol. 3244, exp. 214, f. 1r.

42“Limpia de atarjeas y paredes”, octubre de 1845, en AHDF, Fondo: Ayuntamiento Gobierno del Distrito Federal (AGDF), Ramo: Limpia, vol. 3243, exp. 172, f. 6r.

43“El Gobierno del Palacio Imperial, participa haberse fugado el presidiario José María Hernández destinado a la limpieza de dicho palacio”, 1863, en AHDF, Fondo: agdf, Ramo: Cárceles en General, vol. 499, exp. 399.

44AHDF, Fondo: AGDF, Ramo: Fortificaciones, doc. 678, 1 f.; doc. 282, 1 f.; doc. 719, 1 f.; docs. 726, 727 y 728; doc. 809, 1 f.

45Uno de los proyectos urgentes de la República, en esta etapa, fue la reparación de caminos para agilizar las comunicaciones; para tal fin, el gobierno federal lanzó dos convocatorias a empresarios (seguramente hubo más), una el 26 de octubre de 1826 y otra el 22 de agosto de 1827. No se descarta que, de haberse hecho las concesiones a particulares, éstos hayan utilizado ambos tipos de mano de obra: la libre y no libre. Véase las convocatorias en AHDF, Fondo: Bandos, Leyes y Decretos, caja 3, exp. 43 y caja 1, exp. 71. Para ahondar en la mano de sentenciados en diversas faenas de interés público durante la época novohispana, véase Sergio Florescano Mayet, El camino México-Veracruz en la época colonial, su importancia económica, social y estratégica, Xalapa, Centro de Investigaciones Históricas-Universidad Veracruzana, 1987, pp. 69-81; Francisco González de Cosío,Historia de las obras públicas en México, 3 vols., México, Secretaría de Obras Públicas, 1973 (en sus volúmenes se encuentran referencias al trabajo de los forzados en obras públicas).

46Martín Barrón Cruz, op. cit., 2002, p. 59.

47AHDF, Fondo: agdf, Ramo: Limpia, vol. 3245, exp. 352, 1869, fs. 1-2.

48Manuel Lardizábal y Uribe, op. cit., 2010, p. 88.

49No debe perderse de vista que, en las Recogidas, las reas recibían instrucción religiosa como un medio para moralizar y poder devolver a las mujeres infractoras al “buen camino”.

50A los recogimientos se podía llegar por tres vías: enviadas por la jerarquía eclesiástica, las que depositaban la Real Audiencia o los alcaldes y las que provenían de casas particulares. Las primeras eran denominadas presas de la Iglesia; las segundas, reas formalmente rematadas, y las otras se cuentan como otras habitantes; véase Isabel Juárez Becerra, “Reformación femenina en Nueva Galicia: la Casa de Recogidas de Guadalajara”, en Historia 2.0 Conocimiento Histórico en Clave Digital, núm. 5, junio, 2013, pp. 46-54.

51Ibid., p. 51.

52AHDF, Fondo: agdf, Ramo: Casa de Recogidas, vol. 3840. El último documento del volumen, de carácter administrativo, está fechado en 1848, cuando ocurrió el cierre de la Casa.

53Josefina Muriel, Los recogimientos de mujeres. Respuesta a una problemática social novohispana, México, Instituto de Investigaciones Históricas-Universidad Nacional Autónoma de México, 1974, p. 123.

54Ibid., p. 141.

55Ibid., p. 142. Durante el Segundo Imperio, mediante un proyecto que se presentó a Maximiliano, hubo un intento por reinstaurar el recogimiento, pero no prosperó.

56“Las Superioras de los Hospitales piden sentenciados, para los servicios mecánicos de dichos establecimientos”, 1866, en AHDF, Fondo: agdf, Ramo: Hospitales en General, vol. 2299, exp. 65.

57Véase Graciela Flores Flores, op. cit., 2013, pp. 188-210.

58Antonio Padilla Arroyo, op. cit., 2001, p. 147.

59Valeria Sánchez Michel, Usos y funcionamiento de la cárcel novohispana. El caso de la Real Cárcel de Corte a finales del siglo XVIII, México, El Colegio de México, 2008, p. 21.

60Ibid., p. 22.

61José Joaquín Fernández de Lizardi, El periquillo sarniento, México, Época, 1986, p. 179.

62Ramón Francisco Valdés, Diccionario de jurisprudencia criminal mexicana: común, militar y naval, mercantil y canónica, con todas las leyes especiales y variantes que rigen en la República en materia de delitos y penas, México, Tipología de V. G. Torres, 1850, p. 88. Véase Joaquín Escriche, Diccionario razonado de legislación y jurisprudencia, París, Librería de Rosa Bouret y Cía., 1851, p. 417, quien también la define como “La casa pública destinada para la custodia y seguridad de los reos”.

63“El Gobierno del Distrito pide se ministren de los fondos municipales 450 pesos para trasladar a Veracruz varios reos sentenciados a Yucatán”, 1857, en AHDF, Fondo: agdf, Ramo: Cárceles en General, vol. 499, exp. 359.

64AGN, Fondo: TSJDF, caja 119, exp. 99, 1837.

65AHDF, Fondo: agdf, Ramo: Cárceles en General, vol. 497, exp. 177, 1839, f. 6r.

66AHDF, Fondo: agdf, Ramo: Cárceles en General, vol. 497, exp. 177, 1840, f. 8r.

67AHDF, Fondo: agdf, Ramo: Cárceles en General, vol. 497, exp. 177, 1840, f. 10v.

68“Sobre reclamo de las presas de la cárcel del Palacio por hacerles moler maíz con exceso para el alimento de las dos cárceles y reos de los cuarteles cívicos”, en Archivo de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, México (ASCJN), Fondo: Gestión Administrativa, exp. 76, f. 2.

69En el mismo reporte, las presas de la cárcel de la Diputación se quejaron de que sólo recibían dos tortillas por la mañana y dos más en la noche, y que además estaban duras y quemadas, “Sobre reclamo...”, en ASCJN, Fondo: Gestión Administrativa, exp. 76, 14 de agosto de 1829.

70Otro ejemplo: en Puebla se prescribieron sentencias como “trabajo en limpieza de cárcel” o “trabajo en la zapatería de la cárcel”.

71El “Reglamento para la cárcel de la ex Acordada de México”, del 2 de octubre de 1843, mandó que todos los reos se emplearan en los talleres, exceptuándose a los profesionistas (artículos 5 y 6). Los talleres de sastrería, carpintería y zapatería serían para los varones; mientras que para las mujeres se implementarían los de lavado y costura (artículo 7). “Reglamento para la cárcel de la ex Acordada de México”, 2 de octubre de 1843, en Manuel Dublán y José María Lozano, Legislación mexicana o colección completa de las disposiciones legislativas expedidas desde la Independencia de la República, México, Imprenta del Comercio, a cargo de Dublán y Lozano, hijos, 1876, tomo iv, pp. 614-615. También se autorizó que los empresarios José Sánchez Feijoó y Pedro Tello de Meneses establecieran talleres de artes y oficios. Sobre este punto, véase el “Convenio celebrado entre el Supremo Gobierno de la República, por medio del ministerio que suscribe y los Sres. José Sánchez Feijoó y D. Pedro Tello de Meneses, con el objeto de establecer talleres de oficios y artes en la ex-Acordada de esta ciudad”, del 2 de octubre de 1843, en Manuel Dublán y José María Lozano, op. cit., 1876, tomo viii, pp. 330-343. Previamente a dicho esfuerzo, según Antonio Padilla Arroyo, hubo uno en 1833 que mandó la instalación de talleres, mas no se efectuó, Antonio Padilla Arroyo, op. cit., 2001, p. 137. Incluso, menciona que, previo a dicho proyecto, hubo otro que data de 1820 y que se reformó en 1826, en el que se implementó la obligatoriedad del trabajo de los presos en la cárcel de Ciudad (ibid.).

72Adolfo Suárez Terán, La prisión en México. Del Cuauhcalli a Lecumberri (Origen y evolución de la prisión en México), Morelia, Imprentas Michoacanas, 2011, p. 98.

73Ibid., pp. 98 y 99.

74Joaquín García Icazbalceta, Informe sobre establecimientos de beneficencia y corrección de esta capital, México, Moderna Librería Religiosa de Jesús L. Vallejo, 1864, pp. 74, 75 y 169-170.

75Fue hecho prisionero por haber impreso una carta del político José María de Estrada de claras tendencias monárquicas, por lo que dio cuenta de sus penurias en la ya entonces tristemente célebre cárcel. Sobre dicho episodio, véase Hugo Arciniega, “Los palacios de Themis”, en Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, vol. XXII, núm. 76, primavera, 2000, pp. 143-178. Sobre el testimonio carcelario firmado por el editor, véase Ignacio Cumplido, “La cárcel de la Acordada en México. Origen de esta prisión, y su estado moral en la actualidad”, en El Mosaico Mexicano o colección de amenidades curiosas e instructivas, México, Ignacio Cumplido, 1841, tomo v, pp. 123-124 y 126-127.

76Ibid., pp. 123-128.

77Ibid., p. 128.

78Ibid.

79Ibid., p. 133.

80Sobre las condiciones en la cárcel de Belem, véase Graciela Flores Flores, “A la sombra penitenciaria: la cárcel de Belem de la Ciudad de México, sus necesidades, prácticas y condiciones sanitarias, 1863-1900”, en Revista Cultura y Religión, vol. 2, núm. 3, 2008, pp. 42-60.

81Con el “Reglamento para la cárcel de la ex Acordada de México” del 2 de octubre de 1843 se intentó esclarecer (en términos generales, pues en su artículo 3º se mandó que el Ayuntamiento formulara otro reglamento mucho más particular) el papel de la Acordada como una cárcel para encausados y procesados en relación con la cárcel de Ciudad. Así, por ejemplo, estipuló en su artículo 1° que estaría destinada para los individuos que hubieran sido declarados por cualquier juez de la capital como formalmente presos, o para los sentenciados al servicio o trabajo de la cárcel; mientras que en el artículo 2° se observó que los detenidos irían a la cárcel de Ciudad, ratificando con ello la jurisdicción en uso. Mientras la cárcel de Ciudad o Diputación sería para delitos leves o “faltas administrativas”, la ex Acordada lo sería para aquellos encausados vía auto motivado de prisión o sentenciados a “servicio de cárcel”, con lo que se ratificó su uso como sitio de custodia para aquellos que aún no recibían su sentencia y como lugar para purgar dicho castigo. “Reglamento para la cárcel…”, op. cit., 1876.

82De esto dan cuenta puntualmente las Memorias del Ayuntamiento de 1863 a 1900, que tratan el estado de la cárcel de Belem. Para el periodo en el que comenzó a funcionar (1863), en ella ya se purgaba la pena de prisión, y continuamente se le describe en los reportes como insegura e insuficiente para albergar a su población. Memoria de los principales ramos de la policía urbana y de los fondos de la ciudad de México. Presentada a la serenísima regencia del Imperio. En cumplimiento de sus órdenes y supremas leyes. Por el prefecto Municipal de 1864, México, Imprenta de J. M. Andrade y F. Escalante, 1864; Memoria de los ramos municipales correspondientes al semestre de enero a junio de 1866. Presentada A. S. M. el Emperador por el Alcalde Municipal de la ciudad de México D. Ignacio Trigueros, México, Imprenta Económica, 1866; Memoria que el Ayuntamiento Constitucional de 1870 presenta a sus comitentes, México, Imprenta del Comercio de N. Chávez, a cargo de J. Moreno, 1871.

83“Ley general para juzgar a los ladrones, homicidas, heridores y vagos”, de 5 de enero de 1857, artículos 38-49, en Manuel Dublán y José María Lozano, Legislación mexicana o colección completa de las disposiciones legislativas expedidas, México, Imprenta del Comercio, de Dublán y Chávez, a cargo de M. Lara (hijo), 1877, tomo viii, pp. 330-343.

84Ibid., artículos 34-37.

85Ibid.

86Ibid., artículo 31.

87Ibid., artículos 34-37.

88Ibid., artículos 50-53.

89Abelardo Esparza F., “La prisión preventiva: algunos criterios de política criminal”, en Vínculo Jurídico, núm. 4, octubre-diciembre, 1990, disponible en [http://www.uaz.edu.mx/vinculo/webrvj/rev4-8.htm].

90Joaquín Escriche, op. cit., 1851, p. 526.

91“Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos, 1824”, en Colección de Constituciones de los Estados Unidos Mexicanos. Régimen Constitucional de 1824, México, Cámara de Diputados/Miguel Ángel Porrúa, 2004, tomo i, pp. 16-101.

92Leyes Constitucionales, p. 33, disponible en [http://www.ordenjuridico.gob.mx/Constitucion/1836.pdf]. Las Bases de Organización y Política de la República Mexicana, del 14 de junio de 1843, se limitaron a decir sobre la aprehensión: “que a ninguno se aprehenderá, sino por mandato de algún funcionario a quien la ley dé autoridad para ello; excepto el caso de delito in fraganti en que puede hacerlo cualquiera del pueblo, poniendo al aprehendido inmediatamente en custodia a disposición de su juez” (título 2, artículo 9, fracción v); y en su título ix, artículo 175, se contempló que “se dispondrán las cárceles de modo que el lugar de la detención sea diverso del de la prisión”, precepto que se vio reflejado en el “Reglamento para la cárcel…”, op. cit., 1876, en el que se destinó la Cárcel de la Diputación para delitos menores y faltas administrativas, mientras que la cárcel de la ex Acordada se reservó para los encausados vía auto motivado de prisión y a los que eran sentenciados al servicio de cárcel (artículos 1º y 2º). Bases de Organización y Política de la República Mexicana, 14 de junio de 1843, pp. 1-37, disponible en: [http://www.ordenjuridico.gob.mx/Constitucion/1843.pdf].

93Óscar Cruz Barney, La codificación en México: 1821-1917. Una aproximación, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2004, p. 73.

94En cuanto a las medidas precautorias, se contemplaron las siguientes: “1. Reclusión preventiva en establecimiento de educación correccional: aplicable a los acusados menores de nueve años o menores de catorce que, sin discernimiento, infringieran alguna ley penal; 2. Reclusión preventiva en escuela de sordomudos o en hospital; 3. Caución de no ofender: la potestad formal que en ciertos casos se exigía al acusado, de no cometer el delito que se propuso y de satisfacer, si faltara a su palabra, una multa que fijaría el juez previamente y cuyo monto no bajaría de 25 pesos ni excedería los 500; 4. Protesta de buena conducta. Se exigía a toda persona cuyos malos antecedentes hicieran temer que se proponía cometer algún delito determinado; 5. Amonestación: la advertencia paternal que el juez dirigía al acusado, haciéndole ver las consecuencias del delito que cometió, excitándolo a la enmienda (la amonestación era pública o privada según el parecer del juez); 6. Sujeción a la vigilancia de la autoridad política, prohibición de ir a determinado lugar, Distrito o Estado”. Aarón Hernández López, Código Penal de 1871, México, Porrúa, 2000, libro primero, título cuarto, caps. I-XII, pp. 61-77.

95Ibid., libro primero, título cuarto, caps. I-XII, artículos 106-179.

96El Código comenzó a aplicarse a partir del 1 de abril de 1872.

Recibido: 13 de Febrero de 2017; Aprobado: 22 de Junio de 2017

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