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Signos históricos

versão impressa ISSN 1665-4420

Sig. his vol.20 no.39 México Jan./Jun. 2018  Epub 03-Ago-2020

 

Artículos

Pensar la comunidad política en la Nueva España del siglo XVI. Un programa de trabajo de historia intelectual

Thinking the political community in 16th century New Spain. A work program in intellectual history

*Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, fquijanov@gmail.com.


Resumen

En este artículo programático de historia intelectual me propongo estudiar cómo fue concebida la comunidad política en Nueva España durante el siglo XVI, particularmente en dos de sus formas: la ciudad y el reino. El programa de trabajo está compuesto por una valoración de la historiografía respecto al tema, una estrategia metodológica que recoge presupuestos de la llamada historia de los lenguajes políticos y una descripción de las fuentes que pueden ser utilizadas para la investigación.

Palabras clave: ciudad; reino; monarquía; pensamiento político; lenguajes políticos

Abstract

In this programmatical article on intellectual history, I propose to study how the political community was conceived in 16th century New Spain, particularly in two of its forms: the city and the realm. The work program consists of an assessment of the historiography on the subject, a methodological strategy that recovers some assumptions from the so-called history of political languages and a description of the sources that could be used in the research.

Keywords: city; realm; monarchy; political thought; political languages

Introducción

La llamada historia intelectual -que nos convoca a los autores de este dossier- es uno de los campos de reciente aparición dentro de la historiografía que más ha crecido en las últimas décadas. Se trata también de una de las subdisciplinas de la historia -si podemos llamarla así- que más difícil resulta de delimitar. La categoría se utiliza de manera genérica para remitir a los trabajos centrados en un viejo objeto de estudio: el ámbito de las ideas, pero desarrollados desde nuevas perspectivas (así, en plural). Los intentos por determinar qué es la historia intelectual suelen responder a un doble mecanismo: por un lado, se establecen en función de cuestiones metodológicas, y por otro, se expresan en términos negativos. De ello resulta una vaga caracterización que apuntaría hacia aquellos estudios que -preocupados por dar cuenta del pensamiento del pasado- se distancian de los presupuestos y formas de proceder de la denominada “tradicional” historia de las ideas. Pese a su indeterminación, concebir a la historia intelectual como algo opuesto a la historia de las ideas tiene, cuando menos, dos implicaciones concretas: el rechazo a la diferenciación de un ámbito de las ideas distinto al de las prácticas sociales, y el objetivo central de dar cuenta de las condiciones históricas de posibilidad del pensamiento, ya sea desde un enfoque sociológico o intertextual.

Así, dentro de la historia intelectual se agrupan distintas formas de aproximarse al estudio de las ideas del pasado, las cuales parten de perspectivas contextualistas. Aunque no es exclusivo, el interés por problemas políticos ha dominado en este campo historiográfico. En efecto, tres de las más importantes escuelas vinculadas a la historia intelectual tienen como principal objetivo el estudio del pensamiento político; me refiero a la Escuela de Cambridge (o la historia de los lenguajes políticos), a la historia conceptual y a la más reciente historia conceptual de lo político. En los estudios efectuados desde estas perspectivas, se ha buscado explicar los problemas asociados con el surgimiento de la modernidad que parten de lo que algún autor denominó como “el problema de la autocomprensión de la posición del hombre y sus repúblicas en el tiempo”.1 La pregunta acerca de cómo se concibió en el pasado a la comunidad política y el interés por las discusiones que se presentaron sobre su gobierno -con todas las implicaciones que esto tiene respecto a temas como la nación, el pueblo, el ciudadano, la democracia o la formación del Estado- son transversales a estas aproximaciones y han rendido muchos frutos dentro de la historiografía del pensamiento político, particularmente en el ámbito anglófono, germano y francés.2

En Latinoamérica también ha florecido el interés por la historia intelectual desde las perspectivas y objetivos recién mencionados. Así, el problema de cómo se pensó a la comunidad política en esta región ha sido atendido por diversos historiadores.3 Un elemento destacable en los trabajos efectuados por estos autores es la clara tendencia a delimitar la temporalidad de los estudios al periodo del surgimiento de los Estados nacionales, particularmente al proceso de las independencias de los países latinoamericanos. Así, a diferencia de lo que ocurre en otras latitudes -por ejemplo en Inglaterra-, investigaciones de este tipo sobre los siglos XVI y XVII son escasas para México y América Latina.4 Como consecuencia, poco sabemos acerca del pensamiento político hispanoamericano de la más temprana modernidad, sobre los lenguajes políticos disponibles en aquel momento y respecto a la forma en la que, a partir de ellos, se articularon distintas explicaciones de la conformación y las características de las comunidades políticas.

Partiendo de esta situación, en este artículo presento un programa de trabajo de historia intelectual para analizar la forma en la que se pensó en Nueva España -en el llamado México colonial- a la comunidad política durante el siglo XVI. A partir de algunas propuestas de las escuelas mencionadas -en particular de la historia de los lenguajes políticos-, ofrezco una serie de reflexiones acerca de cómo, dónde y por qué analizar dicho problema. La intención de este texto programático es mostrar el potencial de acercarse a este tema desde el cruce de la historia política y la historia intelectual, así como el valor de adentrarse en un terreno poco explorado de la historia del pensamiento político moderno.

La comunidad política en el pensamiento novohispano del siglo XVI, un objeto de estudio

En la actualidad, al preguntarnos sobre cómo pensamos o describimos a la comunidad política y a la organización de la vida pública, es casi un movimiento natural remitir a conceptos como país, nación, Estado o sociedad civil. Estos términos -polisémicos y fuertemente normativos- marcan dentro de nuestro vocabulario las coordenadas para describir las condiciones de la vida en común y, por lo mismo, son centrales para definir los problemas que se desprenden de ella. No obstante, dichos conceptos no existían con el sentido y la fuerza que tienen actualmente dentro de los lenguajes políticos hispanoamericanos del siglo XVI y no era a partir de éstos que se valoraba y describía a la comunidad política. En cambio, vocablos como república, pueblo, ciudad o reino aparecen utilizados con frecuencia, ya sea en un sentido genérico o para referir a entidades específicas. Si queremos dar cuenta de la manera en la que en la Nueva España del siglo XVI se pensaba lo común y lo público, debemos, en primera instancia, distanciarnos de las categorías que utilizamos hoy para buscar dilucidar el sentido que tenían los conceptos usados por los actores de aquella época. Entre estos últimos, ciudad y reino fueron las formas más importantes para hablar de la comunidad política durante el siglo XVI y su uso es recurrente tanto en discursos de carácter teórico como en los vinculados directamente al gobierno y la administración.

Para el caso de las Indias, el hecho de que las ciudades y los reinos resultados de la colonización española aparecieran como “comunidades nuevas” implicó que las discusiones respecto a sus características y legitimidad fueran particularmente ricas: ¿qué eran las ciudades y los reinos de Nueva España?, ¿cómo se constituían como cuerpos políticos?, ¿quiénes formaban parte de dichas comunidades?, ¿cuáles eran sus ámbitos y medios de acción?, ¿cómo y por quién debían gobernarse? Éstas y otras preguntas relativas al problema de lo común fueron analizadas en numerosos tratados y documentos administrativos de Nueva España.

Historizar las categorías utilizadas para remitir a la comunidad política en la Nueva España del siglo XVI puede abrir nuevas lecturas de la historia política e intelectual de dicha región, así como aportar elementos relevantes a las discusiones historiográficas sobre el pensamiento político de la temprana modernidad. Por un lado, analizar la especificidad histórica de los usos y sentidos que gobernantes y pensadores de esta región daban a conceptos como ciudad, república o reino resulta una ventana excepcional para acercarse al estudio de los lenguajes y las tradiciones políticas novohispanas del siglo XVI. La centralidad que estos conceptos tenían dentro de los discursos políticos los hacían particularmente polisémicos. Al no existir definiciones estables, en muchas ocasiones su uso implicaba un posicionamiento ante problemas fundamentales del pensamiento de la época, como podrían ser el origen del poder, la representación política o los límites de la autoridad. Así, estudiarlos como aquí se propone permite acercarse a la manera en la que estos problemas fueron pensados por los actores de la época. Al dar cuenta de los presupuestos o fundamentos teóricos que estaban detrás de las formas de entender a la ciudad o al reino, es posible que se visibilicen tradiciones políticas presentes en esta parte de la Monarquía que hasta la fecha han quedado marginadas de la historiografía -pienso, por ejemplo, en formas de pensamiento republicanas o constitucionalistas.

Por otro lado, un estudio como este permitiría también conocer la forma concreta en la que se describieron y valoraron las ciudades y reinos de Nueva España, los rasgos y características atribuidos a cada una de estas entidades y la manera particular en la que se apeló a ellas en las discusiones y procesos de negociación. Con esto, podríamos entender mejor cómo se articularon espacios colectivos de acción política, así como procesos relacionados a la configuración de sentimientos de pertenencia, conformación de instituciones o mecanismos de integración de la Monarquía.

Ahora bien, si lo que se busca en ambos casos es comprender, desde la historia intelectual, los criterios y lógicas de integración de la comunidad política en la Nueva España del siglo XVI, es necesario focalizar con detenimiento los lenguajes disponibles en la época, es decir, los vocabularios, presupuestos y maneras de argumentación que se utilizaron para hablar de lo público y de lo común. De esta forma, podemos conocer no sólo los distintos contenidos que les fueron asignados a los conceptos comunidad, ciudad y reino y a las entidades particulares que designaron, sino las condiciones que hicieron posible reflexionar en torno a ellos y los nudos o conflictos que se presentaron al ser referidos por los actores de la época.

Las ciudades y los reinos de la monarquía hispánica

Los estudios referentes al orden político y jurídico de la monarquía española de la temprana modernidad se han distanciado del modelo del Estado absolutista tradicionalmente utilizado por la historiografía para analizar la vida política del llamado Antiguo Régimen. Con ello, han surgido otras formas de concebir a esta entidad que dan cuenta de sus condiciones históricas de mejor manera. Así, ahora se habla de una Monarquía compuesta, plurijurisdiccional, corporativa o policéntrica, por mencionar algunos ejemplos.5 Este cambio permitió comprender al imperio español del siglo XVI ya no como un Estado centralizado en donde los reyes ejercían su autoridad de manera vertical e irrestricta, sino como una entidad constituida por diversos cuerpos, entre los que se repartía la jurisdicción y el poder. Dichos cuerpos estaban provistos de sus propias leyes, jueces y dispositivos institucionales que les permitían ejercer -con distinto grado- algún tipo de autonomía. Además, a partir de ellos los individuos se dotaban de derechos y obligaciones, y tenían la posibilidad de participar en la vida pública. El hecho de que el imperio español se presentara como una entidad constitucionalmente compuesta -como lo explica Joan Pau Rubiés- implicó la existencia de complejos problemas de legitimación y gobernabilidad, pues no había una sola comunidad política, sino muchas bajo la autoridad de un mismo rey.6

Las comunidades que componían a la Monarquía tenían características y atributos muy diversos. Entre ellas, se podrían destacar los reinos que la conformaban, pero también los señoríos y ciudades que, a su vez, constituían dichos reinos. Asimismo, las ciudades contenían dentro de sí otras entidades corporativas como las universidades, los consulados o los gremios. Por su parte, la Iglesia representaba otro aglomerado de corporaciones, entre las que destacan los cabildos catedralicios y las órdenes religiosas. En este universo de cuerpos autónomos ligados entre sí, el rey no fungía tanto como un soberano, en el sentido moderno del término, sino como la autoridad más alta de cada una de las comunidades políticas, el juez supremo de una meta-entidad cuya obligación era mantener la armonía entre las partes que la conformaban.

Dentro de la pluralidad de corporaciones que constituían a la Monarquía, las ciudades y los reinos fueron las principales formas de asociación concebidas en la época como comunidades políticas, es decir, como cuerpos orientados hacia la organización y el gobierno de lo público, de la vida en común.7 Pese a las diferencias que existían dentro de estas dos formas de colectividad, ambas fueron pensadas como entidades constituidas por hombres libres, con leyes propias y organizadas bajo una autoridad política. Además, estas comunidades eran las que permitían al ser humano realizar su fin terrenal: vivir y vivir bien, razón por la que se distinguían de otro tipo de colectividades -como podrían ser la familia, los gremios o las órdenes religiosas-, que no se bastaban a sí mismas para garantizar la supervivencia del hombre. Esta característica distinguía también a las ciudades y los reinos de la Iglesia, otra de las principales formas de pensar a la comunidad en la época. Mientras que los primeros estaban orientados al gobierno civil y a la conservación de la vida secular, la última existía para el ministerio espiritual y tenía como finalidad buscar la salvación de los hombres.8

Entre los autores españoles del siglo XVI -y en general entre los pensadores europeos de la época- fue común que la ciudad se presentara como uno de los principales objetos de reflexión al hablar de las comunidades políticas. Partiendo de fuentes grecolatinas y medievales, se solía identificar a la ciudad con la república o la polis, es decir, con una comunidad perfecta que, en tanto autónoma y autosuficiente, garantizaba el bienestar de los hombres que las constituían. Esta definición, que correspondía a la de [πόλις] brindada por Aristóteles -término, por cierto, traducido al español como “ciudad” en el siglo XVI-, fue recuperada y reproducida por numerosos autores europeos en el transcurso de la Edad Media y la temprana modernidad. No obstante, hubo también pensadores que sostuvieron que la ciudad no se bastaba a sí misma para alcanzar dicho fin y proyectaron al reino como la entidad necesaria para que los hombres vivieran bien.

De esta manera, el problema para definir a la comunidad política ideal y dar cuenta de sus características y supuestos normativos ocupó un lugar central dentro de las discusiones europeas de la temprana modernidad. Diversas controversias se presentaron entre pensadores del Viejo Mundo -incluyendo a personajes de la monarquía hispánica- en torno a temas como: cuál era el origen del poder, cómo se establecía una autoridad legítima, qué relación debía guardarse entre los gobernantes y el pueblo, cuál era la mejor forma de gobierno o qué tamaño y constitución debían tener las comunidades. Al posicionarse ante estos problemas, hubo quienes utilizaron argumentos cercanos al absolutismo para reivindicar el origen divino del poder, considerar al reino como la comunidad perfecta y defender la desvinculación del cuerpo de la cabeza para la toma de decisiones. Por otra parte, algunos pensadores adoptaron posturas que podríamos describir como republicanas o constitucionalistas: tendieron a identificar a la república con la ciudad, ubicaron el origen de la autoridad en la voluntad del pueblo, abogaron por establecer límites claros a los gobernantes y defendieron valores como la libertad o la participación de los ciudadanos en su gobierno.9

Las comunidades de las indias. Un balance historiográfico

La conquista de las Indias y la expansión de los dominios de la corona española al continente americano implicaron la creación de nuevos reinos y ciudades y la organización de un imperio de proporciones globales. El proceso de fundación de un poder regio en territorios no europeos y el establecimiento de nuevas entidades que requerían ser dotadas de sentido y legitimación llevaron a que se discutiera y reflexionara acerca de las condiciones y características de dichas comunidades políticas. Por ello, es sorprendente que no existan trabajos que den cuenta cómo fueron concebidos, por los actores locales, los reinos y las ciudades que constituyeron esta parte del Imperio. Más aún si consideramos que existe una amplia documentación para el estudio de este tema. En el transcurso del siglo XVI, personajes que vivieron en Nueva España redactaron tratados jurídicos y teológicos, informaciones y memoriales, así como crónicas e historias, en las cuales -directa o indirectamente- trataron el problema de las características de las comunidades políticas que componían esta región de la Monarquía. Asimismo, en la documentación producida por los cabildos y otras autoridades locales, aparecen de forma recurrente conceptos como ciudad, república, reino, Nueva España o referencias a “los reinos de la Nueva España”, los cuales son utilizados para describir los ámbitos de acción de estas instituciones y para defender los intereses de quienes las constituían.

Si bien estos problemas no han sido suficientemente analizados, contamos con estudios que tratan aspectos relacionados a ellos. Existe una importante literatura acerca de la Nueva España del siglo XVI que ha centrado su atención en el análisis de las corporaciones e instituciones políticas del Virreinato, así como del pensamiento político de personajes vinculados a éste. Estos trabajos constituyen un punto de partida fundamental, y algunos de ellos abren discusiones historiográficas en las que se busca intervenir.

Dentro de esta literatura se ubican, en primer lugar, los trabajos que analizan el establecimiento del poder de la Corona en los territorios americanos, particularmente en la Nueva España.10 Estas investigaciones -algunas de ellas, pioneras en el estudio de la historia política novohispana- nos brindan información muy útil para entender la organización del poder regio en las Indias, así como los atributos de los distintos funcionarios de la Corona (virreyes, oidores, gobernadores, corregidores y alcaldes mayores). No obstante, dentro de esta historiografía se tiende a explicar el surgimiento de Nueva España como mera consecuencia de la instauración del aparato de gobierno de la Corona, particularmente la institución del virreinato. Esta perspectiva tiende a borrar de la explicación del establecimiento de las comunidades indianas a los actores locales que no pertenecían al aparato de gobierno del rey.11 Cabe entonces preguntarse, ¿en qué medida el peso que ha tenido el virreinato dentro de la historiografía como la entidad política indiana por excelencia ha ocultado otras formas de comunidad que pudieron haber tenido un lugar más importante entre los actores locales, como podrían ser los reinos y las ciudades?

Otro conjunto de literatura son los trabajos sobre los pueblos y ciudades de Nueva España, tanto de población indígena como española.12 Estos estudios analizan -de forma general o monográfica- temas relacionados con la organización y composición de los gobiernos locales, las relaciones sociales y económicas de sus habitantes o aspectos relativos a la traza y disposición física de los centros urbanos.13 Las investigaciones resultan útiles para comprender diversos elementos de la vida política y social de las poblaciones indígenas y españolas de Nueva España. Sin embargo, casi ninguna se ocupa de analizar cómo eran concebidas las comunidades por los actores que las conformaban. En este sentido, el estudio de James Lockhart es una excepción, en tanto que analiza la manera en la que los nahuas pensaban lo que eran y debían ser sus comunidades dentro del régimen colonial. Esto le permitió establecer su teoría sobre el altépetl, la cual sigue rindiendo muchos frutos.14

Ahora bien, si los estudios sobre la ciudad en el pensamiento político novohispano son escasos, el problema de cómo era pensado el reino o los reinos que componían esta región en el siglo XVI ha sido aun menos trabajado. Así, en este tema es necesario abrir un terreno de investigación prácticamente inexplorado. Los pocos trabajos que existen sobre los reinos americanos del siglo XVI se centran en describir el proceso de incorporación de dichas entidades a la monarquía hispánica, desde la perspectiva de la Corona y el ámbito jurídico. En dichos estudios, los reinos americanos -incluyendo los de Nueva España- son descritos como figuras carentes de identidad jurídica o con estatutos políticos inferiores respecto a otros que conformaban la Monarquía. Esto, por haber sido incorporados como territorios accesorios a la Corona de Castilla, por carecer de cortes u otros organismos de representación colectiva y por no tener consejos regnícolas propios, en tanto que el Consejo de Indias era general para todos los dominios americanos. De ahí que, desde esta perspectiva, la existencia de dichas entidades se debió casi de forma exclusiva a la lógica de la organización territorial del gobierno y la jurisdicción real en América. No fue sino hasta el siglo XVIII cuando los reinos americanos se constituyeron como comunidades políticas al adquirir una densidad consuetudinaria.15

Esta caracterización de los reinos de Nueva España corresponde a la manera en la que fueron pensados desde un lugar particular de la Monarquía: la Corona. Queda pendiente entender cómo se aproximaron a ella otros actores, ¿qué pasa, entonces, si observamos el pensamiento de quienes conformaban dichas entidades? Es probable que nos encontremos con una forma muy distinta de concebirlos, por ejemplo: en vez de aparecer como unidades administrativas o jurisdiccionales de las autoridades reales, que emerjan como comunidades políticas constituidas por sus pueblos y ciudades.

Mi hipótesis es que analizar la manera en la que los reinos fueron concebidos por los actores locales implicaría una revaloración de su papel en la historia política de Nueva España, lo cual acentuaría una importancia mayor de la que en general se les atribuye. Por ejemplo, un fenómeno que prácticamente no ha sido analizado son las juntas de ciudades novohispanas que tuvieron lugar durante el siglo XVI.16 En distintos momentos de esa centuria, la Ciudad de México convocó a los ayuntamientos de otras ciudades para efectuar juntas con el fin de discutir los problemas generales de la Nueva España y cuando menos en tres ocasiones se llevaron a cabo. A partir de la deliberación colectiva, se redactaron instrucciones con asuntos que debían ser negociados con la Corona y se eligieron representantes -llamados procuradores- que las llevaron a la corte del rey. Más allá de la efectividad de estas reuniones -en términos de si lograron o no cumplir sus demandas-, su existencia nos muestra que los reinos en la Nueva España operaron como un espacio de articulación política, lo cual fue posible gracias a que así fueron considerados por sus habitantes.

Perspectiva y estrategia de análisis

Con el fin de explorar la hipótesis mencionada, en este programa propongo invertir la manera tradicional de aproximarse al análisis de las entidades políticas que conformaban a las Indias y a la Nueva España, así como del lugar que se les otorgaba dentro del imperio español. En vez de seguir una ruta que parte del estudio de los textos producidos por el rey y sus representantes -como las ampliamente conocidas Leyes de Indias- y de los grandes pensadores peninsulares del siglo XVI -como Francisco de Vitoria o Francisco Suárez-, y a partir de ahí avanzar hacia la “periferia” e interpretar o dar sentido a las acciones de los personajes vinculados a estas tierras, se propone situar como punto de partida el pensamiento de estos últimos y, desde ahí, analizar cómo fueron concebidas por pensadores y funcionarios de Nueva España las ciudades, los reinos y, en última instancia, la monarquía hispánica.

Para desarrollar esta perspectiva, resulta útil recuperar algunas propuestas de la llamada Escuela de Cambridge, particularmente de John Pocock y Quentin Skinner. Dichos autores son dos de los más importantes impulsores de la renovación de la historia de las ideas y sus trabajos están enfocados en el estudio del pensamiento político de la temprana modernidad. Su metodología, a grandes rasgos, parte del supuesto de que un discurso político es un acto de habla que se encuentra inserto dentro de una polémica. Para Skinner, la principal tarea del historiador intelectual es rescatar el sentido de dicho acto dentro de los términos de su polémica, distinguiendo lo que el autor “está haciendo” con el escrito dentro del contexto en el que se presenta. Por esta razón, resulta necesario conocer los lenguajes y las categorías disponibles en la época donde se lleva a cabo un discurso, es decir, comprender cuáles fueron sus condiciones lingüísticas de posibilidad. En este sentido, Pocock va aun más lejos y termina por identificar a la historia del pensamiento político con la historia de los lenguajes políticos, estos últimos entendidos en un sentido amplio: como conjuntos de vocabularios, presupuestos y formas de argumentación.17

Así, las propuestas de la Escuela de Cambridge tienen una dimensión más “intertextualista” que sociológica. La justificación de esta vía responde a una concepción del pensamiento que busca disolver cualquier intento de separar el ámbito de las ideas del de las acciones. Dentro de este enfoque metodológico, pensar es una práctica más que consiste -en última instancia- en utilizar los lenguajes disponibles para articular un discurso con una intención determinada. Por ello, esta práctica no es la consecuencia de un contexto o entramado de prácticas sociales, políticas o económicas, sino parte constitutiva de éstos. Así, para entender, por ejemplo, lo que era y significaba la Nueva España en el siglo XVI, es tan o más importante conocer cómo hablaba de ella la gente de aquel tiempo, qué vocabulario utilizaba para valorarla y describirla, en qué circunstancias y para qué fines, que el hecho de saber cuáles eran sus instituciones de gobierno o qué prácticas económicas se llevaban a cabo dentro del territorio así denominado.

Al respecto, conviene recordar una advertencia planteada por Pocock: considerar al pensamiento como la articulación de discursos a partir de lenguajes específicos no implica suponer -como en ocasiones se hace- que las personas actúan siempre con entera conciencia, libertad y racionalidad para elegir las palabras y comunicarse. En este sentido, el lenguaje cobra una doble importancia como elemento que define las condiciones de posibilidad del pensamiento: por un lado, puede ser visto como un “arsenal” de herramientas utilizadas por una persona de manera intencional para transmitir un mensaje; por otro, el mismo lenguaje es un marco que excede el uso instrumental del acto de habla y que, al mismo tiempo, garantiza que pueda ser comprendido. Por ello, como apunta Pocock, al estudiar un problema puntual -en este caso, el de la concepción de la comunidad política- no debemos centrar nuestro análisis de las ideas en su “máximo nivel de abstracción”, sino más bien en los procesos de abstracción que las precedieron.18

Con estos presupuestos, podemos analizar las formas en las que se apeló a los reinos y ciudades de Nueva España dentro de espacios polémicos o de tensión, ya fueran procesos de negociación entre las ciudades y la Corona, en la narración de procesos históricos o en discusiones jurídicas y teológicas de pensadores escolásticos. ¿En qué términos se describe y prescribe el ámbito de lo común? ¿Qué sentidos tienen los conceptos de comunidad, ciudad, república, pueblo, patria, reino y monarquía?, ¿cómo se piensan y explican los lazos que unen y obligan mutuamente a los hombres dentro de estas comunidades?, ¿cómo y por quién deben ser gobernadas?, ¿quiénes las representan, es decir, quiénes pueden hablar y actuar en nombre de ellas?, ¿qué mecanismos existen para articularse como cuerpos políticos? Estas interrogantes nos llevan a comprender el rango de lo que se podía decir y esperar de las comunidades políticas en Nueva España durante el siglo XVI.

Fuentes y metodología

Quisiera ahora mencionar algo respecto a las fuentes para llevar a cabo un programa de trabajo como el propuesto, sobre los textos a los cuales uno podría plantear las preguntas mencionadas. Estas fuentes deben conformar un universo amplio de discursos que permitan observar los límites de lo decible y lo deseable sobre las comunidades políticas novohispanas del siglo XVI. En este sentido, dos grandes grupos se presentan particularmente atractivos: por un lado, las crónicas, relaciones históricas y tratados escolásticos escritos desde o sobre la Nueva España, y por otro, los discursos producidos dentro de las instituciones de gobierno locales. Estas fuentes no suelen ser analizadas en conjunto, y considero que hacerlo así permite observar desde una perspectiva amplia los lenguajes y presupuestos políticos utilizados para hablar de lo común en la Nueva España del siglo XVI.

El primer grupo de fuentes corresponde a textos y tratados de autores -tanto cronistas como teólogos y juristas- que vivieron en los reinos y provincias de Nueva España y que escribieron desde o sobre ellos en el transcurso del siglo XVI. Entre los primeros podemos destacar a Gonzalo Fernández de Oviedo, Gerónimo de Mendieta, Juan de Torquemada, Bernal Díaz del Castillo o José de Acosta; entre quienes trataron sobre la historia de los pueblos mesoamericanos podemos encontrar a Bernardino de Sahagún, Toribio de Benavente “Motolinía” o Diego Durán, y entre los autores de tradición indígena cabe señalar a Hernando de Alvarado Tezozómoc, Domingo Francisco Chimalpain o Fernando de Alba Ixtlilxóchitl. Por su parte, entre los teólogos y juristas escolásticos se encuentran Pedro de Agurto, Juan Focher, Julián Garcés, Francisco Hernández, Bartolomé de Las Casas, Bartolomé de Ledesma, Tomás de Mercado, Pedro de Ortigosa, Pedro de la Peña, Vasco de Quiroga, Juan Ramírez, Domingo de Salazar, Guillermo de Santa María, Diego de Santisteban, Alonso de la Veracruz y Juan Zapata y Sandoval. Además de sus obras y tratados, en algunos casos contamos con otro tipo de documentos redactados por estos autores (cartas, pareceres, relaciones o memoriales), los cuales aportan información complementaria, pero igualmente significativa acerca del problema en cuestión. Los escritos de estos personajes versan sobre una amplia gama de temas: algunos son de carácter especulativo, mientras que otros analizan elementos puntuales de la realidad de su tiempo. Entre los problemas discutidos en estos textos están el de la conquista (o las conquistas) y la guerra justa, la valoración del indígena, la esclavitud, la encomienda, la organización de la Iglesia novohispana, el comercio, la distribución de los bienes comunes o la manera de gobernar los reinos y ciudades de las Indias. Las descripciones de las comunidades políticas de la Nueva España contenidas en estas fuentes hacen posible comprender las características y expectativas atribuidas a las ciudades y a los reinos de esta región, tanto en sus supuestos normativos como en su concreción histórica.

El segundo cuerpo de fuentes está formado por la documentación producida por los gobiernos locales de Nueva España, particularmente las actas y cartas escritas en los ayuntamientos. Las actas de cabildo son las minutas de las reuniones que dos o tres veces por semana sostenían los miembros de los concejos municipales. En ellas se da una relación minuciosa de lo tratado en las sesiones: informes de actividades, pendientes y problemas a resolver, nombramiento de oficiales, acuerdos, pleitos con vecinos y otras corporaciones, asuntos a negociar con las autoridades reales, etcétera. Asimismo, aparecen transcritos documentos producidos por el cabildo y por otras instancias, incluyendo al rey y sus representantes.19 El otro tipo de documentos consiste en las cartas enviadas al rey, el Consejo de Indias y otras autoridades de la Corona, mediante las cuales los cabildos y sus procuradores presentaron -en nombre de las ciudades y, en algunos casos, del reino- peticiones, quejas, apelaciones, informaciones, felicitaciones, condolencias o agradecimientos.20 Estos últimos han sido poco explorados por los historiadores y no han sido trabajados como fuentes para la historia del pensamiento político.

Al igual que los tratados, este amplio cuerpo documental contiene una riquísima información sobre la forma en la que era pensada la comunidad política, así como frecuentes descripciones y valoraciones de las ciudades y los reinos de Nueva España. Si bien los discursos contenidos en ellas carecen de la estructura narrativa de las crónicas y de la dimensión teórica o reflexiva de las fuentes escolásticas, el hecho de ser escritos por personajes vinculados al ejercicio del poder local nos permite observar una perspectiva más pragmática y a ras de suelo del problema en cuestión.

Dos ejemplos a manera de conclusión

Dado el carácter programático de este artículo, me gustaría terminar con un par de ejemplos en los que se muestra el potencial que ofrece aproximarse a estas fuentes novohispanas como aquí se propone.

El primer ejemplo remite a un proceso de elección de procuradores generales del reino de Nueva España, el cual tuvo lugar entre 1557 y 1562 y quedó registrado en las actas del cabildo de la Ciudad de México. En él, es posible rastrear algunos mecanismos y principios de integración del reino como cuerpo político. Dicho proceso comenzó por iniciativa del Ayuntamiento de México, el cual era considerado la “cabeza del reino”. Esta institución convocó a las principales ciudades de Nueva España a que enviaran representantes para elegir a los procuradores que debían viajar a la Corte a tratar aspectos relativos al reino en su conjunto. La reunión de estos personajes tuvo lugar en agosto de 1560. Así se registra en el libro de las actas del cabildo:

[El cabildo de México se reunió] para tratar e hacer elección e nombramiento que está acordado se haga hoy dicho día de los procuradores generales que han de ir a corte de su majestad a pedir y suplicar la perpetuidad y bien de este reino e para otras cosas contribuyentes para el bien general de toda esta Nueva España según se contiene en los autos de ello que están en este libro escritos e conforme a lo en ello contenido se llamaron a las demás ciudades e villas e minas desta Nueva España para que se hallasen presentes las personas con sus poderes bastantes a la dicha elección.21

En la elección estuvieron presentes los procuradores de las ciudades de Puebla, Veracruz, Michoacán, Oaxaca y Colima, así como representantes de conquistadores, pobladores y mercaderes22 Cada uno de ellos (dos por cada cuerpo representado) llevaba poderes específicos para hablar en nombre de las ciudades o los grupos que los habían designado. Este mecanismo -que encontramos operando en otras partes de la Monarquía- permitía a estos cuerpos relativamente autónomos hablar, en conjunto, en nombre de todo el reino de Nueva España. Dentro de las actas de los siguientes meses aparecen las discusiones respecto a los asuntos que debían pedirse para el bien común del reino. Finalmente, una vez que se definieron las instrucciones para los procuradores generales -que constaban de 51 puntos-, éstos partieron a Castilla con un poder dado por la cabeza del reino para actuar en “su nombre y representación”, como si ella misma estuviera presente.23

Las descripciones de este largo proceso contenidas en las actas son una ventana privilegiada para analizar el problema de la representación política, en particular con relación a las ciudades y los reinos. En ellas se manifiestan opiniones concretas acerca de quién podía hablar en su nombre o sobre los asuntos que podían ser solicitados al rey y los que no. Asimismo, en estas minutas -elaboradas con gran minuciosidad- podemos tener acceso al vocabulario y los presupuestos políticos utilizados por quienes gobernaban a las ciudades de Nueva España.

En contraste, el otro ejemplo parte de un contexto de producción distinto y apunta hacia otra dirección. Se trata de un fragmento del tratado De regia potestate, de Bartolomé de Las Casas, en el que trata específicamente temas sobre la comunidad política en las dos formas mencionadas (la ciudad y el reino), y respecto a las relaciones que entre ellas deben mediar. En este caso, el problema discutido no es el de cómo puede darse la integración de los reinos, sino el de la autonomía de las ciudades que forman parte de ellos. Veamos lo que dice Las Casas en esta cita:

Si un rey tiene varios reinos o ciudades, y uno de ellos sufre las molestas consecuencias de una guerra u otras necesidades, aunque los otros reinos o ciudades deben ayudarlo por caridad o piedad natural, se entiende, sin embargo, que lo tendrían que hacer sin notable detrimento propio, y tras haber proveído antes a las propias necesidades; y voluntariamente […]

La razón es incluso en el caso de la ciudad, que es parte del reino, porque toda ciudad es una comunidad perfecta y autosuficiente, cuya vida es su república; por tanto debe antes que nada mirar por todo lo que tiende a su defensa o conservación […]

Se prueba el principio y su consecuencia diciendo que la patria de uno es el lugar donde se nace y está obligado a obedecerla y a luchar por defenderla; por eso las ciudades tienen potestad sobre los ciudadanos y si la patria de los ciudadanos es el lugar donde nace, tienen que mirar por su bien ante todo y, por tanto, no hay ley que les obligue a que su ciudad se exponga a un peligro que pueda significar su total destrucción o un daño grave por ayudar a otra ciudad o a una parte del reino o por evitar a todo el reino algún peligro o para procurarle algún bien pues cada uno debe darse primero limosna a sí mismo y luego al prójimo.

No se opone a ello la idea de que toda ciudad sea parte del reino. Cada parte debe estar subordinada al todo del que forma parte, porque la parte sólo es parte de otra cosa, sino que a ella pertenece. Por eso de manera natural vemos cada día que una parte del cuerpo se pone en peligro por salar a todo el cuerpo […] Es lícito razonar así, pasando del cuerpo físico al civil o místico, que es la república. Pero no es la misma ni tan fuerte la obligación de la ciudad para con el reino, aunque sea parte o miembro suyo, como la que obliga al ciudadano, que es parte de la ciudad, a procurar su bien y evitar su mal y a anteponer la utilidad de la república. Hay entre ambas gran distancia o diferencia.24

Este fragmento es sumamente rico en función del objeto de estudio aquí propuesto: en unos cuantos párrafos, se presenta un amplio vocabulario para hablar de lo común y lo político, el cual incluye los términos de ciudad, reino, república, cuerpo místico y civil, patria y comunidad. Asimismo, se ofrece una explicación de lo que es una ciudad y se prescriben los mecanismos de vínculo y obligación que, a juzgar por el autor, debían mediar las relaciones entre el ciudadano y la ciudad y la ciudad y el reino. Sobre esto último, habría que remarcar la defensa que hace Las Casas de la libertad de las ciudades. En su complejidad, su postura, lejos de abonar a la idea del imperio español como un Estado absolutista o del rey como un soberano, muestra la idea de una monarquía compuesta de cuerpos integrados por cuerpos, entre los que la ciudad debía ocupar el lugar más importante.

Estos ejemplos no deben ser tomados como parámetros para buscar una definición de reino o de ciudad. Se trata, en cambio, de dos expresiones o argumentos -entre muchos otros- que dan cuenta de algunas de las formas en las que podían ser usados estos conceptos en Nueva España durante el siglo XVI. A partir de una muestra amplia y densa de ejemplos como éstos, se podría trazar un mapa de cómo era descrita y valorada la comunidad política en aquel tiempo, de lo que podía decirse y desearse en torno a ésta, así como de los acuerdos y desacuerdos que se presentaron al hablar de ella. Elaborar este tipo de mapas debe ser, en última instancia, el principal objetivo de una investigación que -como ésta- se ubique en el cruce de la historia política y la historia intelectual.

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1John Pocock, El momento maquiavélico. El pensamiento político florentino y la tradición republicana atlántica, Madrid, Tecnos, 2002, pp. 77-81.

2Sólo por mencionar algunos de los ejemplos más conocidos: ibid.; Quentin Skinner, Los fundamentos del pensamiento político moderno, México, Fondo de Cultura Económica, 1985; Reinhart Koselleck, Aceleración, prognosis y secularización, Valencia, Pre-Textos, 2002; Pierre Rosanvallon, El pueblo inalcanzable: historia de la representación democrática en Francia, México, Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, 2004.

3Entre ellos destaca Elías Palti, tanto por sus reflexiones teóricas como por los estudios de caso que ha desarrollado para el ámbito latinoamericano, incluido México. Asimismo, se puede mencionar el proyecto de Iberconceptos, encabezado por Javier Fernández Sebastián, y también a David A. Brading, François-Xavier Guerra, Carlos Illades, Annick Lempérière, Alfredo Ávila, Guillermo Palacios, Rafael Rojas o Erika Pani, entre otros.

4Algunas destacadas excepciones son los trabajos de David A. Brading, Orbe indiano. De la monarquía católica a la república criolla, 1492-1867, México, Fondo de Cultura Económica, 1991 y Anthony Pagden, Spanish Imperialism and the Political Imagination: Studies in European and Spanish-American Social and Political Theory, 1513-1830, New Haven, Yale University Press, 1990. Asimismo, las investigaciones de Antonio Rubial, El paraíso de los elegidos. Una lectura de la historia cultural de Nueva España (1521-1804), México, Universidad Nacional Autónoma de México/ Fondo de Cultura Económica, 2010 y de Alejandro Cañeque, The King's Living Image. The Culture and Politics of Viceregal Power in Colonial Mexico, Nueva York, Routledge, 2004, si bien no se presentan desde la historia intelectual, significan importantes aportaciones al tema. Para el caso de la península ibérica, como veremos más adelante, los estudios son más numerosos.

5Véase, entre otros, Pedro Cardim, Tamar Herzog, José Javier Ruiz Ibañez y Gaetano Sabatini (eds.), Polycentric Monarchies. How did Early Modern Spain and Portugal Achieve and Maintain a Global Hegemony?, Sussex, Sussex Academic Press, 2012; John H. Elliott, “A Europe of composite monarchies”, en Past and Present, vol. 137, núm. 1, 1992, pp. 48-71; Pablo Fernández Albaladejo, Fragmentos de monarquía: trabajos de historia política, Madrid, Alianza, 1992; Carlos Garriga, “Orden jurídico y poder político en el Antiguo Régimen”, en Istor, año iv, núm. 16, primavera, 2004, pp. 13-44.

6Joan Pau Rubiés, “La idea del gobierno mixto y su significado en la crisis de la monarquía hispánica”, en Historia Social, núm. 24, 1996, p. 58.

7A la par de los reinos y ciudades, existían otras demarcaciones políticas dentro de la Monarquía, como podían ser principados, ducados o condados, así como numerosos señoríos. A su vez, la mayoría de estas entidades formaban parte de reinos y estaban constituidas por ciudades. Por ello, desde entonces, resulta pertinente la reducción de estas entidades a las dos principales formas de asociación mencionadas. Por otro lado, aunque existía una distinción nominal y honorífica a la hora de nombrar distintas formas de poblaciones (pueblos, villas, ciudades), aquí recupero el concepto de ciudad como nombre genérico, de acuerdo con la manera en la que se hacía en buena parte de la literatura política de la época.

8Respecto a estos temas, véase, entre otros, Francisco José Aranda Pérez y José Damião Rodríguez (eds.), De Re Publica Hispaniae. Una vindicación de la cultura política en los reinos ibéricos en la primera modernidad, Madrid, Sílex, 2008; Annabel Brett, Changes of State. Nature and the Limits of the City in Early Modern Natural Law, Princeton, Princeton University Press, 2011; Pablo Fernández Albaladejo, op. cit., 1992; Xavier Gil Pujol, “Republican politics in early modern Spain: the Castilian and Catalano-Aragonese traditions”, en Martin Van Gelderen y Quentin Skinner (eds.), Republicanism. A Shared European Heritage, Cambridge, Cambridge University Press, 2002, vol. i, pp. 263-288; Anthony Pagden, op. cit., 1990.

9Respecto a estos temas, véase, entre otros, Francisco José Aranda Pérez y José Damião Rodríguez, op. cit., 2008; Xavier Gil Pujol, op. cit., 2002; Richard Kagan y Geoffrey Parker (eds.), España, Europa y el mundo atlántico. Homenaje a John H. Elliott, Madrid, Marcial Pons, 2001; Quentin Skinner, op. cit., 1985; Francisco Quijano, Las repúblicas de la Monarquía. Pensamiento constitucionalista republicano en Nueva España, 1550-1610, México, Instituto de Investigaciones Históricas-Universidad Nacional Autónoma de México, 2017.

10Woodrow Borah, El gobierno provincial en la Nueva España, 1570-1787, México, Instituto de Investigaciones Históricas-Universidad Nacional Autónoma de México, 2002; Alejandro Cañeque, op. cit., 2004; Mario Góngora, El Estado en el derecho indiano. Época de fundación 1492-1570, Santiago, Universidad de Chile, 1951; Jonathan Israel, Razas, clases sociales y vida política en el México colonial 1610-1670, México, Fondo de Cultura Económica, 1980; José Miranda, Las ideas y las instituciones políticas mexicanas. Primera parte 1521-1820, México, Instituto de Derecho Comparado-Universidad Nacional Autónoma de México, 1952; Manuel Rivero Rodríguez, La edad de oro de los virreyes. El virreinato en la monarquía hispánica durante los siglos XVI y XVII, Madrid, Akal, 2011; José Ignacio Rubio Mañé, El Virreinato, México, Universidad Nacional Autónoma de México/Fondo de Cultura Económica, 1983; Silvio Zavala, Las instituciones jurídicas en la conquista de América, Madrid, Helénica, 1935; Ethelia Ruiz Medrano, Gobierno y sociedad en Nueva España: la Segunda Audiencia y Antonio de Mendoza, Zamora, El Colegio de Michoacán, 1991, entre otros.

11Los trabajos de Alejandro Cañeque, op. cit., 2004; Manuel Rivero Rodríguez, op. cit., 2011 y Ethelia Ruiz Medrano, op. cit., 1991, se presentan como una excepción, pues, aunque se centran en las instituciones del Virreinato o la Audiencia, contemplan de forma central la relación de éste con otros actores locales.

12Sabemos que, en el transcurso del siglo XVI, fueron fundadas cerca de 300 ciudades en las Indias, más de la mitad de las cuales se asentaron en el virreinato de Nueva España. Estas poblaciones gozaban de cierta autonomía, contaban con su propio aparato de gobierno y ejercían su jurisdicción en un territorio determinado.

13Dentro de los estudios al respecto, destacan —en cuanto a número y calidad— los trabajos centrados en los pueblos y comunidades indígenas. Véase, por ejemplo, Felipe Castro Gutiérrez, Los tarascos y el imperio español 1600-1740, México, Universidad Nacional Autónoma de México/Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, 2004; Charles Gibson, Los aztecas bajo el dominio español (1519-1810), México, Siglo XXI, 1967; Susan Kellog y Ethelia Ruiz Medrano (eds.), Negotiation within Domination: New Spain’s Indian Pueblos Confront the Spanish State, Colorado, University Press of Colorado, 2010; James Lockhart, The Nahuas After the Conquest: A Social and Cultural History of the Indians of Central Mexico, Sixteenth Through Eighteenth Centuries, Stanford, Stanford University Press, 1992; Andrea Martínez Baracs, Un gobierno de indios: Tlaxcala, 1519-1750, México, Fondo de Cultura Económica, 2008 y Rodrigo Martínez Baracs, Convivencia y utopía. El gobierno indio y español de la “ciudad de Mechuacan”, 1521-1580, México, Instituto Nacional de Antropología e Historia/Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/Fondo de Cultura Económica, 2005. Las ciudades españolas del siglo XVI han sido menos estudiadas. Entre los trabajos generales sobre ciudades y cabildos hispanoamericanos, se pueden destacar Constantino Bayle, Los cabildos seculares en la América española, Madrid, Sapientia, 1952; José Luis Caño Ortigosa, Los cabildos en Indias. Un estudio comparado, Corrientes, Moglia Ediciones, 2009; Louisa Hoberman y Susan Socolow (comp.), Ciudades y sociedad en Latinoamérica colonial, México, Fondo de Cultura Económica, 1993; Beatriz Rojas, Las ciudades novohispanas. Siete ensayos. Historia y territorio, México, Instituto de Investigaciones “Dr. José María Luis Mora”/El Colegio de Michoacán/Conacyt, 2016, y Francisco de Solano, Ciudades hispanoamericanas y pueblos de indios, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1990. Entre los trabajos monográficos acerca de ciudades y cabildos novohispanos del siglo XVI, pueden consultarse Carlos Herrejón Peredo, Los orígenes de Morelia: Guayangareo-Valladolid, Zamora, El Colegio de Michoacán/Frente de Afirmación Hispanista, 2000; Guillermo Porras Muñoz, El gobierno de la Ciudad de México en el siglo XVI, México, Instituto de Investigaciones Históricas-Universidad Nacional Autónoma de México, 1982; José Miguel Romero de Solís, Conquistas e instituciones de gobierno en Colima de la Nueva España, 1523-1600, Colima, Archivo Histórico del Municipio de Colima/Universidad de Colima/El Colegio de Michoacán, 2007. Para los siglos XVII y XVIII, contamos con mayor número de estudios.

14Véase James Lockhart, op. cit., 1992.

15Ésta es una tesis central de Carlos Garriga, “Patrias criollas, plazas militares: sobre la América de Carlos IV”, en Horizontes y Convergencias. Lecturas Históricas y Antropológicas sobre el Derecho, 23 de diciembre del 2009, disponible en [horizontesyc.com.ar/?p=3551]. Sobre el tema, véase también Óscar Mazín y José Javier Ruiz Ibáñez (eds.), Las Indias occidentales. Procesos de incorporación territorial a las monarquías ibéricas, México, Centro de Estudios Históricos-El Colegio de México, 2012. La situación descrita ha generado una serie de polémicas historiográficas —particularmente entre historiadores de los siglos XVIII y XIX— sobre si las Indias eran o no colonias; véase, por ejemplo, Annick Lempérière, “El paradigma colonial en la historiografía latinoamericanista”, en Istor, año v, núm. 19, otoño, 2004, pp. 107-128, y José María Portillo Valdés, “Repúblicas, comunidades perfectas, colonias. La crisis de la monarquía hispana como laboratorio conceptual”, en Historia Contemporánea, núm. 28, 2004, pp. 157-184. Un estudio como el propuesto en este proyecto, centrado en actores novohispanos del siglo XVI, puede aportar nuevos elementos a los debates sobre la naturaleza política de los reinos americanos.

16Algunas aproximaciones preliminares al tema, para las Indias en general, se pueden encontrar en Guillermo Lohmann Villena, “Las Cortes en las Indias”, en Las Cortes de Castilla y León, 1188-1988. Actas de la Tercera Etapa del Congreso Científico sobre la Historia de las Cortes de Castilla y León, Madrid, Cortes de Castilla y León, 1998, pp. 591-623 y Óscar Mazín, “Leer la ausencia: las ciudades de Indias y las Cortes de Castilla, elementos para su estudio (siglos XVI y XVII)”, en Historias, núm. 84, 2013, pp. 99-110.

17Una síntesis de sus propuestas metodológicas está en Quentin Skinner, Visions of Politics, vol. i: Regarding Method, Cambridge, Cambridge University Press, 2002, y John Pocock, Pensamiento político e historia. Ensayos sobre teoría y método, Madrid, Akal, 2011.

18Ibid., p. 28.

19No todas las ciudades de origen colonial cuentan con este acervo para el siglo XVI, mientras que algunas como México y Puebla poseen la mayor parte de las minutas. Cabe señalar que, aunque menos comunes, disponemos de algunas actas de cabildos indígenas, como en el caso de Tlaxcala.

20Una guía de éstas se puede consultar en Enriqueta Vila Vilar y María Justina Sarabia Viejo, Cartas de cabildos hispanoamericanos. Audiencia de México (siglos XVI y XVII), Sevilla, Escuela de Estudios Hispanoamericanos de Sevilla, 1985.

21Actas del Cabildo de la Ciudad de México, 2 de agosto de 1560. Sigo la transcripción de Ignacio Bejarano, Actas de Cabildo de la Ciudad de México, México, Imprenta de Aguilar e Hijos, 1893, libro vi, p. 426.

22Ibid.

23Ibid., 13 de abril de 1562, libro vii, pp. 30 y 31.

24Bartolomé de Las Casas, De regia potestate, Madrid, Alianza, 1990, pp. 71-73.

Recibido: 10 de Marzo de 2017; Aprobado: 28 de Agosto de 2017

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