La colonización iberoamericana y la Reforma protestante
La Reforma luterana y las subsecuentes Reformas anglicana y calvinista se llevaron a cabo de manera paralela a los primeros años de colonización española en el continente americano. Debido a la trascendencia ideológica y política que tuvo la Reforma protestante en Europa y ante la pérdida de territorios del Sacro Imperio Romano Germánico para el emperador Carlos I de España y V de Alemania, la corona española y el Papado impulsaron diversas acciones con la intención de moderar la influencia del protestantismo tanto en el viejo continente como en las tierras americanas, por lo que se adoptaron medidas para prevenir la inmigración de personas procedentes de los reinos europeos donde la Reforma protestante había tenido mayor trascendencia, como fueron Alemania, Inglaterra y algunas regiones de Francia, Suiza y los Países Bajos. Por su parte, los reinos de la Europa atlántica -en particular, Inglaterra y Francia- se lanzaron al océano desde el siglo XVI temprano, con el objetivo de disputarle a España su casi total jurisdicción sobre el continente americano, derivada del Tratado de Tordesillas. La presencia de navegantes franceses e ingleses en Iberoamérica fue una constante preocupación para los monarcas españoles, particularmente para Felipe II. 1
Durante la segunda mitad del siglo XVI, el Tribunal de la Inquisición llegó a los virreinatos de Perú y de Nueva España, como un instrumento poderoso de la contrarreforma religiosa. Las políticas y las acciones derivadas del establecimiento de dicho tribunal dejaron una impronta profunda en los territorios y sociedades en los que se llevaron a cabo. Alicia Mayer afirma que las formas culturales surgidas en el siglo XVI por la pugna “histórico-dialéctica” entre la Reforma y la Contrarreforma siguen vigentes hasta hoy en los países en los cuales tuvieron mayor repercusión, y que “se plasmaron en el pensamiento y en el modo de ser de las naciones que las adoptaron”. Asimismo, señala que en regiones como América Latina, el protestantismo y el catolicismo siguen envueltos en “ropajes históricos” que se tejieron en el siglo XVI y que “se han convertido en formas de existencia”.2
Por lo anterior, y sin afán de revivir una infructuosa leyenda negra, debido a la impronta de larga duración que dejaron estos acontecimientos en el tejido social novohispano, considero fundamental analizar las manifestaciones, los instrumentos y el papel sociopedagógico de la Inquisición desde sus primeros años de presencia en el México colonial; sus procedimientos durante los primeros juicios formales llevados a cabo en el virreinato por motivos ideológicos; su relación con los extranjeros; el primer gran auto de fe, así como estimar algunos de sus efectos en el incipiente tejido social y en el imaginario colectivo novohispano del siglo XVI. En este ensayo, discuto algunos de estos aspectos.
Conflictos entre España, Inglaterra y Francia por la presencia extranjera en Hispanoamérica durante el XVI
La exploración progresiva de las tierras a las que llegó Colón a finales del siglo XV llevó a los europeos a entender que éstas no constituían sólo un archipiélago, sino un largo continente desconocido hasta entonces para Europa y separado del mundo euroasiático africano, concebido en Occidente desde la Grecia clásica.3 La bula Inter Caetera, de 1493, expedida por Alejandro VI, y el Tratado de Tordesillas, de 1494, legitimaron la división del mundo entre España y Portugal; los naturales de los reinos europeos -del francés y del inglés, en especial- se inconformaron ante tal reparto y se embarcaron -ilegalmente- hacia los circuitos comerciales iberoamericanos que comunicaban a Sevilla con los dos principales virreinatos americanos, el de Nueva España y el del Perú, así como a la zona estratégica del istmo centroamericano y la región caribeña, con la intención de obtener algunos dividendos de las ganancias de España en ultramar.
Por otra parte, desde las primeras décadas del siglo XVI, las Reformas luterana, calvinista y anglicana habían acrecentado las tensiones político-ideológicas entre España, por un lado, y los Países Bajos, Inglaterra y Francia, por el otro. Como consecuencia indirecta de la Reforma luterana, el rey Carlos I de España y V de Alemania vio fragmentar el territorio de su Sacro Imperio Romano Germánico en el centro y norte de Europa:
España se proclamaría como la enemiga acérrima de los estados que habían aceptado la nueva confesión protestante. Por la situación histórica que resultó de dicho proceso, hubo una bifurcación del pensamiento español frente al de otras naciones […] A partir de entonces, se fraguó en las densas marismas del odio nacionalista y del fervor religioso, un conflicto de grandes dimensiones que al rebasar los confines europeos con la expansión, tuvo un eco muy sonoro en el nuevo continente.4
Durante el siglo XVI, diversos grupos de navegantes ingleses y franceses llegaron a Hispanoamérica con ánimo de comerciar5 o con la finalidad de explorar -ilegalmente- las características hidrográficas de los puertos naturales y las bahías del Nuevo Continente o, incluso, con la idea de establecer algunas colonias ultramarinas. Todos estos se convertían en transgresores de los tratados de la época y en enemigos de España desde el punto de vista político, económico e ideológico. Parece haber existido una tendencia, por parte de las autoridades españolas, de considerar a estos extranjeros como posibles luteranos.6 De esta manera, los navegantes procedentes de los reinos donde la Reforma protestante había tenido influencia, y que desde el siglo XVI se introdujeron en América, fueron tratados con reservas por las autoridades hispanas al representar un doble peligro potencial, tanto de orden político como ideológico, lo que hubiera podido arriesgar la hegemonía hispana en el continente americano.
Mayer observa que, en Nueva España, la imagen de un Lutero hiperdimensionado y estereotipado fue construida “por el catolicismo de los Habsburgo, como antihéroe, como metáfora del mal por antonomasia” y que esta imagen “pudo servir para legitimar la Conquista por parte de la corona española frente a las potencias rivales, sobre todo las de diferente confesión”.7
En ese contexto -que podríamos llamar geopolítico-8 se llevaron a cabo diversos enfrentamientos entre oficiales del rey de España y otros europeos en el territorio americano.
Cabe recordar que unos años después de la llegada de Colón a las islas del Caribe, en 1497, el rey Enrique VII de Inglaterra había patrocinado un viaje de Juan Caboto para explorar las costas de Norteamérica y averiguar si los bancos de peces que frecuentaban los navegantes de Bristol se encontraban en el continente americano y, entonces, tratar de reclamar ciertos derechos sobre aquellas tierras. Desde las primeras décadas del siglo XVI, los ingleses empezaron también la búsqueda de un imaginado lugar entre el Atlántico y el Pacífico, al que llamaban el Pasaje del Noroeste, por el que esperaban tener acceso al oriente asiático con mayor facilidad.9
Así, desde la primera mitad del XVI, hubo intrusiones coordinadas al Caribe, tanto de parte de Inglaterra como de Francia.10 Marineros bretones, normandos y de la Rochelle recorrieron los litorales de Terranova y el Labrador; los hermanos Verrazano, al servicio de los hugonotes franceses, recorrieron y mapearon la costa atlántica americana desde Terranova hasta Florida; Cartier y Roberval hicieron viajes de reconocimiento a la zona del Golfo de San Lorenzo y Terranova, y Ribault a Florida. Antes de la matanza de San Bartolomé, en la que la mayoría de los hugonotes franceses murieron, la empresa exploratoria francesa había logrado un avance importante en el reconocimiento geográfico de la costa oriental norteamericana. Los ingleses siguieron sus pasos.11
Franceses en el Circuncaribe y Nueva España a mediados del XVI
Como parte del llamado Gran caribe o Circuncaribe, y por haber sido una zona relativamente inaccesible por vías terrestres y lejana del centro administrativo y judicial de la Nueva España,12 durante el siglo XVI, la península de Yucatán fue asediada de manera frecuente por marinos ilegales ingleses y franceses. Herlinda Ruiz Martínez y otros autores nos recuerdan uno de esos viajes, el cual se dirigió al Caribe en 1559, comandado por cinco capitanes, entre los que se encontraban Martin Cote y Pierre Bruxel.13 Atacaron Santa Marta, Cartagena y, costeando hacia el norte, Trujillo y Puerto de Caballos, para finalmente tomar rumbo hacia la península de Yucatán.
Esa expedición es sugerente porque nos informa acerca de uno de los primeros casos en los que una expedición de filibusteros concluyó con el arresto de los doce supervivientes, quienes fueron procesados y castigados en Mérida por la Inquisición Episcopal.14 Asimismo, resulta sumamente interesante porque nos refiere uno de los primeros casos registrados de un vecino de la ciudad de Mérida que también fue juzgado y castigado por aquella Inquisición, debido a sus comentarios simpatizantes hacia los penitentes franceses: el caso de Sebastián de Peñaredonda, español nacido en Córdoba y avecindado en Mérida.
Los procesos de los doce franceses se desarrollaron durante los cuatro meses comprendidos entre el 21 de febrero y el 21 de junio de 1560, y la penitencia final fue relativamente indulgente: ser exhibidos mientras escuchaban la misa del primer domingo siguiente, descalzos y vestidos con sambenito y coroza, con una soga atada al cuello y una vela encendida en la mano; después de ser escuchada la misa, se les darían cien azotes en público.15 En esa ocasión, Sebastián de Peñaredonda opinó que era un castigo excesivo para lo que habían hecho los franceses, y, por esa expresión en público, se le abrió un proceso que duró siete meses, luego del cual se le encontró culpable. Su sentencia se llevaría a cabo el siguiente domingo de fiesta -para que fuera uno de nutrida concurrencia-: debía ir a la misa mayor en la catedral de Mérida y escucharla “como penitente”, es decir, exhibido de pie, descalzo, con la cabeza descubierta, una candela encendida en las manos y, en este caso, una mordaza en la lengua, lo que daba a entender su delito.16 De acuerdo con Ruiz Martínez, a partir de entonces, los habitantes de la península de Yucatán vivieron no sólo con la preocupación latente de un asalto pirata que pusiera en peligro sus vidas o patrimonio, sino con el cuidado de no hacer mención alguna que pudiera interpretarse como señal de simpatía hacia los sentenciados por el Santo Oficio.17
Los franceses de Ribault en la Florida: 1565
A finales de 1565, el capitán Pedro Menéndez de Avilés, quien había sido nombrado adelantado de la Florida por el rey Felipe II, desalojó a un grupo de franceses que trataban de establecer una colonia en esa península, dirigidos por el capitán Jean Ribault. En su testimonio, Menéndez menciona que le había ofrecido a los galos perdonarles la vida si se rendían, pero que al final decidió ejecutar a más de 500 de ellos, incluyendo a Ribault: “que las armas me podían rendir y ponerse debajo de mi gracia […] y se vinieron y me entregaron las armas y híceles amarrar las manos atrás y pasarlos a cuchillo”.18 Menéndez degolló prácticamente a todos los marinos; sólo dio el indulto a los más jóvenes, a una decena que se declaró católica y a algunos carpinteros y calafates de los que tenía necesidad.
Llama la atención el hecho de que Menéndez de Avilés colgara sobre los cuerpos de los franceses muertos un letrero que aclaraba: “Degollados, no por franceses, sino por herejes luteranos”.19 Esto muestra la preocupación española -clarísima en Felipe II y en Menéndez de Avilés no sólo en ésta sino en campañas previas- porque los herejes luteranos no tuvieran injerencia alguna en los territorios de España, ni pasaran a las Indias influencias que pusieran en riesgo la ortodoxia y hegemonía ideológica.
Cruz Apéstegui recuerda cómo estos sucesos en la Florida se conocieron en Francia gracias a los supervivientes.20 Dos años después y a manera de venganza, en agosto de 1567, el comerciante y corsario francés Dominic Gourges armó un barco para viajar a la península americana, donde se alió con el cacique local Saturiwa para atacar las posiciones españolas en la región: tomaron el fuerte San Mateo y otro levantado por Menéndez de Avilés sobre el antiguo fuerte francés. De los 38 soldados españoles capturados, Gourges ahorcó a algunos y a otros los entregó a los indios, quienes también les dieron muerte. En respuesta al detalle de Menéndez, el corsario francés colgó sobre los cadáveres un cartel que decía: “No por españoles, sino por asesinos”.21
Estos detalles que han sobrevivido en la historiografía y que muestran el contundente rechazo de Menéndez de Avilés hacia los luteranos, así como la venganza igualmente escandalosa de Gourges, manifiestan la aguda tensión que existió -sobre todo en el siglo XVI- entre los españoles y los naturales de los reinos europeos que practicaban una modalidad de cristianismo diferente al catolicismo romano.
Los franceses de Chuetot en la península de Yucatán: 1571
Tres años después de lo acontecido en la Florida, el capitán francés Pierre Chuetot preparó una pequeña compañía que consistió en un barco fletado por dos comerciantes franceses y una tripulación de 50 marineros. En mayo de 1570, zarparon del puerto de Hornfleur22 con destino a los asentamientos e islas del Caribe; hicieron escala en África occidental, donde la tripulación perdió a doce de sus hombres al quedarse en tierra durante una tormenta. Probablemente con la intención de aprovechar la Corriente Sudecuatorial, cruzaron el Atlántico desde Guinea y llegaron al norte del macizo sudamericano; de ahí se desplazaron hacia las Antillas, donde atacaron diversos asentamientos y se hicieron de un par de embarcaciones. Después de volver a Cartagena e ir costeando norte hacia el istmo de Panamá, la Compañía de Chuetot se encontró con el corsario inglés Francis Drake, quien había navegado hacia Centroamérica por tercera ocasión23 y que muy probablemente fue quien proporcionó a los franceses información relevante acerca de la región.
Luego de ese encuentro, Chuetot decidió dirigirse a la península de Yucatán.24 En abril de 1571 llegaron a la isla de Cozumel, y de ahí costearon hacia Sisal, al extremo noroeste de la península. Durante esa travesía, Chuetot y su tripulación llevaron a cabo distintas entradas y ataques a lo largo de la costa norte peninsular yucateca, lo que alertó a las autoridades de Mérida, quienes organizaron una persecución con oficiales y vecinos, tanto por tierra como por mar; cuando por fin se enfrentaron, el ataque provocó la huida del barco francés, con 18 marinos; sin embargo, otros veinte quedaron abandonados en tierra, entre ellos, Chuetot.
A los marinos abandonados a su suerte los ayudaron los habitantes de dos pueblos de indios, uno de ellos era Polé, donde entraron a la iglesia y tomaron las mantas que hallaron ahí para hacer velas, jubones y mechas para los arcabuces. En ese pueblo, los caciques indios -mostrando empatía hacia ellos- les obsequiaron gallinas, agua y algunas canoas. Después, el grupo de franceses se replegó a Cozumel, donde tuvo lugar un enfrentamiento final con los españoles, durante el cual los primeros azuzaron a los hispanos al grito de: “¡Guerra, perros!”, y cuyo desenlace culminó con la muerte de Chuetot y la mitad de sus marineros.
Los diez marineros supervivientes fueron llevados a Mérida, en donde sentenciaron a cuatro de ellos a morir en la horca, y a los seis restantes, a servir en las casas de algunos miembros influyentes de la sociedad en ese lugar.
La idea de ahorcar a algunos estaba relacionada con el ejemplo y el escarmiento que produciría en los espectadores: los sacaron de la cárcel a lomo de caballo, con las manos y los pies atados, así como con sogas en el cuello, mientras el pregonero gritaba los delitos por los que serían ejecutados. Fueron llevados por las calles principales de Mérida hasta llegar al centro de la plaza, donde habían montado el patíbulo, en el que serían ahorcados. Sus cadáveres fueron exhibidos por los caminos.25
A pesar de la severidad de este castigo, dos oficiales de la Real Hacienda de la ciudad26 se inconformaron porque se les perdonó la vida a los otros seis franceses:
[…] hombres que tantos y tan graves delitos han cometido, no merecían se les diera la vida, ni que estén ni residan en estas provincias, porque como dicho tenemos, ellos saben los puertos y costas de ellas, y si en ellas residiesen, se podrían huír y tomar un navío, e aliarse con mas gente luteranos; e sabiendo la poca gente que hay, ansí en esta ciudad como en todas estas provincias, se podrían apoderar de ellas e roballas, de que se recrecería grandísimo daño, muertes e pérdidas de haciendas e otros mayores inconvenientes, de más que podrían sembrar entre los naturales, esta tan mala seta luterana.27
Es evidente el temor de esos dos oficiales reales de Mérida respecto a la influencia de los marinos extranjeros en la poco poblada costa yucateca, cuando aducían que se trataba de “gente luterana” que ya conocía la costa de la Península y la posibilidad de que se aliaran con otros como ellos (“mas gente luterana”) y pudieran “apoderarse” de esas provincias. De ahí su solicitud a las autoridades y el consecuente requerimiento del virrey Enríquez de que le enviaran a la Ciudad de México a los seis franceses que aún quedaban vivos de la Compañía de Chuetot: Pierre Sanfroy, de 27 años; Jacques Mortier, de 28; Martín Cornú, cirujano, de 25; Guillaume de Siles, de 20; Guillaume Cocrel, de 19, y Guillaume Potier, de quien no se encontró un registro con su edad.
El primero de los franceses enviado a México fue Pierre Sanfroy, para ser entregado al Virrey el 13 de septiembre de 1571;28 lo siguieron Cocrel, Siles y Cornú, y, posteriormente, Jaques Mortier, quien llegó enfermo a la Ciudad de México; se le siguió proceso en el hospital, pero murió después de unos días.29
En los juicios de Sanfroy, Cocrel, Siles y Cornú, encontré que a los cuatro se les dio sesión de tormento, en ocasiones, más de una vez. Al revisar estos procesos, me parece que existen diferencias sutiles entre las creencias, las prácticas y las confesiones de unos y otros, lo que me lleva a pensar en la posibilidad de que, en este caso -como en el de los ingleses de Hawkins-, los inquisidores hubieran optado por escoger a uno de los miembros de cada una de las compañías para ser castigados con la pena máxima, con el objetivo de llevar a cabo el auto de fe con todos los elementos necesarios, para mostrar a la población novohispana los peligros de practicar una liturgia diferente.
Entre los seis marinos de la expedición de Chuetot que fueron juzgados por la Inquisición, resulta sumamente interesante el caso de Guillaume Potier, pues logró escapar antes de llegar a las cárceles del Tribunal en la Ciudad de México. El reo había salido de Yucatán en agosto de 1572 y era tan joven como sus compañeros, pero, fenotípicamente, era el que más se podría haber distinguido entre la población novohispana: alto, pelirrojo y pecoso, sabía leer, escribir y hablar castellano, pero con acento francés. Para septiembre, su custodio, el arriero Antonio Canuto, enfermó y lo habían llevado a atender al Hospital de Nuestra Señora de la Concepción (Hospital de Jesús).30 En esas circunstancias, a poca distancia de la capital virreinal y cerca de un pueblo de indios llamado Tlaziztlán, Potier escapó y nadie lo volvió a ver.31 Coincido con Ruiz Martínez cuando comenta que, debido a las circunstancias en las que se dio esta fuga, resulta muy probable que el galo haya recibido la ayuda de su propio custodio, de los habitantes de Tlaziztlán o de ambas partes.
En cuanto a sus cuatro compañeros encarcelados en Santo Domingo, junto con el grupo de marinos ingleses abandonados por Hawkins en Veracruz y en Pánuco, estos fueron sentenciados de la siguiente manera: Pierre Sanfroy, de 27 años: reconciliado, sentenciado a 200 azotes, confiscación de bienes y a remar seis años en las galeras del rey Felipe II;32 Guillaume de Siles, de 20 años: reconciliado, sentenciado a 200 azotes, confiscación de bienes y cuatro años en galeras; Guillaume Cocrel, de 19 años: reconciliado, sentenciado a 200 azotes, confiscación de bienes y 10 años en galeras, y Martín Cornú, de 25 años, condenado a confiscación de bienes y a ser relajado en persona y quemado -junto con el inglés George Ribley- en el primer gran auto de fe celebrado en la Ciudad de México, el 28 de febrero de 1574.
En cuanto a Guillaume Potier, fue buscado en las principales ciudades y pueblos de la Nueva España y citado varias veces a comparecer ante el Tribunal de la Inquisición, pero no se obtuvo respuesta. Por ello, cinco años y medio después del auto de fe en el que salieron sus coterráneos y compañeros de travesía, en octubre de 1579, en otro auto celebrado entonces, se excomulgó y se relajó en estatua al ausente Potier. El hecho de que nadie más lo hubiera vuelto a denunciar ante la Inquisición habla de la complicidad de una población que todavía no estaba completamente disciplinada o no entendía aún la justicia inquisitorial.
Ingleses en el Caribe y Nueva España en la segunda mitad del XVI
Ya he comentado que, tan pronto se enteraron los primeros Tudor de la existencia de un territorio recién conocido al otro lado del Atlántico, enviaron expediciones capitaneadas por Juan y Sebastián Caboto hacia Norteamérica y Sudamérica, respectivamente. Desde principios del siglo XVI hubo incursiones a Norteamérica y el Caribe por parte de John Rut, a quien algunos autores han identificado con el cartógrafo francoescocés Jean Rotz.33 Durante la década de 1530, el comerciante William Hawkins había viajado y hecho contactos en Brasil; posteriormente, a principios de la de 1560, su hijo, John Hawkins, supo de la demanda de mano de obra en los puertos del Caribe, y a partir de 1562, armó expediciones cada dos años, en las cuales llevaba a cabo redadas para capturar personas en África occidental, a las que luego vendía en los principales puertos del Caribe. Este tráfico era ilegal, no porque estuviera prohibida la esclavitud, sino porque los ingleses carecían de las licencias respectivas otorgadas por la Casa de Contratación de Sevilla y, por ende, no pagaban los altos impuestos con los que se gravaba ese tipo de comercio, el cual, además, era un monopolio portugués.
No obstante, John Hawkins había llevado a efecto ese tráfico en las islas del Caribe en 1562, lo que había funcionado como un viaje piloto; para su segunda travesía de esa naturaleza -la de 1564 a Borburata, Santa Marta y Cartagena- ya había contado con un barco de la reina Isabel I, quien participaría también de las ganancias. Para 1566, preparaba un tercer viaje cuando el embajador español en Inglaterra, Diego Guzmán de Silva, avisó a Felipe II y al Consejo de Indias lo relativo a esa situación.34
El Rey envió a su embajador con la reina Isabel I de Inglaterra con el objetivo de que presionara a Hawkins para que dejara ese tipo de práctica ilegal en territorios iberoamericanos. La Reina pretendió censurarlo y le prohibió ir al Caribe ese año, de modo que el traficante envió al capitán Lovell y a su pariente Francis Drake para cumplir con los encargos que le habían hecho los pobladores de los puertos del norte sudamericano.35 Por ello, cuando, dos años después, Hawkins volvió al Circuncaribe con cinco barcos (los dos mas grandes propiedad de la reina Isabel I, prestados para esa empresa), y procurando repetir la práctica comercial evasiva de impuestos de años anteriores, estaba ignorando los acuerdos diplomáticos recientemente convenidos con España; de manera que, cuando un huracán lo sorprendió en el Golfo de México en su regreso a Inglaterra, y buscó como refugio el celado puerto de Veracruz, estaba en una situación muy delicada, tal como lo demostraron los acontecimientos que se sucedieron.
Los ingleses en San Juan de Ulúa en 1568
Sólo había pasado un año de la venganza de Dominic Gourges en la Florida, cuando la flota inglesa de Hawkins que había estado comerciando y forzando el tráfico ilegal de esclavos africanos en Río de la Hacha y Cartagena de Indias entró al puerto de Veracruz.
Este era el tercer viaje que John Hawkins efectuaba personalmente con una empresa semejante;36 sin embargo, en esta ocasión los colonos de los puertos americanos estaban advertidos de no tolerar ese tipo de comercio con el inglés, so pena de que les confiscaran sus bienes.37 Al no poder vender con prontitud aquel grupo de esclavos en las costas del Caribe, Hawkins se entretuvo demasiado tiempo, y, cuando quiso regresar a Inglaterra, su flota fue azotada por una tormenta tropical de las que se desatan en el Golfo de México durante el otoño;38 la nave capitana -propiedad de la Reina Isabel I de Inglaterra- sufrió daños graves y para repararla, Hawkins se atrevió a entrar al único puerto del oriente novohispano, es decir, el que comunicaba a la nueva con la vieja España y que, a pesar de su precaria infraestructura para la época, era uno de los más celados por la corona española: el puerto de Veracruz.39
La entrada de Hawkins al puerto novohispano lo ponía en una situación difícil, pero ésta se complicó todavía más con la llegada de la flota que transportaba al cuarto virrey de la Nueva España, Martín Enríquez de Almansa, cuya entrada al puerto estuvo mediada por una serie de acuerdos forzados con el capitán inglés: éste pedía que les garantizaran refugio, así como tiempo para reparar sus barcos y la posibilidad de comprar víveres, antes de desbloquear el acceso para que los barcos españoles pudieran entrar al puerto y amarrarse al “muro de las argollas” de la isla de San Juan de Ulúa. El virrey Enríquez, después de tomar consejo con el general Francisco de Luján y los demás oficiales que venían en la flota, decidió acceder ante las peticiones de Hawkins para que los dejaran aportar, pues era sumamente peligroso mantenerse en mar abierto azotados por los vientos del norte del Golfo.40 Así sucedió, pero la escuadra española preparaba en secreto un ataque sorpresa a los barcos ingleses el 23 de septiembre.41 La batalla entre las dos escuadras ocurrió cuando casi todos los marinos ingleses estaban en tierra y culminó con la pérdida total de la nave capitana Jesus of Lubeck, propiedad de la reina Isabel I, así como de dos pataches. A la almiranta, Minion, que recogió a Hawkins, se subieron todos los que pudieron correr desde tierra.42 Este evento detonó los escritos ingleses de antipropaganda española mediante las publicaciones del cronista Richard Hakluyt, los cuales, de alguna manera, fueron germen de lo que hoy conocemos como la leyenda negra.43
La batalla en San Juan de Ulúa y la pérdida de casi todos los barcos de Hawkins provocó que un nutrido número de los miembros de la tripulación se quedara en Veracruz, así como el desembarco forzado de más de cien marineros en las costas despobladas del noreste novohispano un par de semanas después44 -el contingente más grande de extranjeros reunidos en cualquiera de las colonias españolas-. Una vez en tierra, los ingleses se encontraron con los chichimecas, lo que dividió al grupo en dos: los primeros procuraron dirigirse hacia el norte, aunque la mitad regresó a reunirse con sus compañeros, quienes buscaban un pueblo de españoles; los 77 restantes llegaron a Tampico45 y fueron apresados por soldados de la Corona al mando de Luis de Carvajal y llevados en una cuerda de presos hasta la Ciudad de México:
En la villa de Tampico a diez y ocho días del mes de octubre de mil e quinientos sesenta y ocho años El muy magnífico señor luis de carVajal alcalde ordinario En esta Villa por su majestad es que por quanto el señor Antonio de Villadiego alcalde de la hermandad se a ofresido a ir en servicio de su majestad a llevar los dichos yngleses a la ciudad de méxico ante los señores presidente y oidores de la audiencia real de la dicha ciudad de méxico que mandan a enviarlo que los dichos ingleses que se han entregado por su nombre y por quenta y razón para que traiga por fee un escrivano de cómo la entrega por prisión en la cárcel real de corte […] los cuales dichos yngleses se le entregaron y son los siguientes.46
A continuación aparece la lista de los 77 ingleses que se entregaron en Tampico; a los últimos doce se les registra como muchachos, entre estos se encuentra “Melis Felis” o Miles Philips, quien, al cabo de los años, registró esta historia.
Al llegar a la capital del virreinato, los supervivientes de este grupo de setenta y siete se iban a encontrar con sus coterráneos capturados en Veracruz. La noticia sobre la presencia de este gran grupo de extranjeros en uno de los principales asientos de la corona Española en América pronto llegó a oídos del monarca español.
Desde el día siguiente de su entrada al puerto de Veracruz, Francisco de Luján ya estaba investigando y haciendo una relación de la presencia de los ingleses en San Juan de Ulúa, así como de lo que habían hecho antes de llegar a ese puerto. Por su parte, el alcalde Luis de Carvajal y el oficial Antonio de Villadiego hicieron lo propio en relación con los capturados en Tampico:
En este puerto de san juan de Lua provincia de nueva España a domingo diez y siete días del mes de setiembre de mil e quinientos sesenta y ocho años. El señor francisco de luxan general de su magestad de la flota y armada de que al presente esta surta en este puerto Edexo que por quanto al tiempo y sazon que la otra flota entró en este puerto se hubo batalla a un Juan Aquines y que se estaba apoderado en este dicho puerto y fortaleza dice que tras la batalla desprendieron ciertos yngleses y porque nuestro monseñor bisorrey de la dicha nueva españa que vino en la nao capitana se fue a la ciudad de mexico sin les tomar las conficiones a los dichos ingleses y porque conviene al servicio de dios nuestro señor y de su majestad que se les tome las rendiciones de los dichos ingleses que así aquí quedaron para saber: Intender si son cristianos luteranos.47
El documento anterior fue enviado a España junto con otras noticias porque en la parte superior, con una letra distinta, dice lo siguiente:
[…] secretario de su majestad y de la casa de la contratación de las Yndias de la ciudad de Sevilla y consulado della doy fe que En ciertos Recaudos y papeles que están en mi poder que por mandado de los señores juezes me entrego Juan […] Escribano de su majestad y mayor de la flota y armada de que surgen Francisco de Luján que agora vino de la provincia de la nueva España Estando estas declaraciones de ciertos ingleses que por mandado del dicho general les fueron tomadas en el puerto de San juan de lúa de la provincia de nueva España.48
Se sobreentiende que este documento debe haber llegado a España antes del 31 de diciembre de 1568, porque después de escritas las dos leyendas anteriores, se añadió al margen izquierdo del mismo y con una tercera grafía: “volvió juan aquines con su nave llamada la Miona [Miñona] a fin de Xbre [diezembre] 1568 a Vigo y a las yslas de bayona y […] llegó con poca gente enferma y falto de bastimentos”.49
Asimismo, por la narración de Hawkins, se sabe que después de detenerse en Pánuco para desembarcar a algunos, el cruce del Atlántico que inició el 16 de octubre resultó muy complicado, debido al mal tiempo, así como a las condiciones de su débil, enferma y hambrienta tripulación. Muchos murieron en el trayecto y ya no hubo quien pudiera maniobrar la nave, de modo que decidieron pasar por las costas de Galicia para ver si podían encontrar alguna ayuda. El 31 de diciembre llegaron a Pontevedra y después pasaron por Vigo, donde unos barcos mercantes ingleses les proveyeron de algunos hombres y alimentos, con lo que pudieron resistir hasta hacer puerto en Cornwall, el 25 de enero de 1569.50 Más tarde, Felipe II se quejó con los “mayores” y “justicias” de la villa de Vigo, por no haber detenido a Hawkins y por no haberlo examinado y cuestionado por su presencia en sus territorios, tanto en el Caribe como en Nueva España e, incluso, en Vigo.51
Los ingleses de Hawkins y la población novohispana
Sabemos del grupo de los desembarcados en Pánuco gracias a fuentes novohispanas e inglesas. Las primeras consisten en los documentos del Archivo de Indias a los que ya me he referido y un corpus de expedientes del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, en el cual se narran las “historias de vida” de los ingleses procesados.52 Las segundas son los testimonios del propio Hawkins y de dos de los supervivientes de estos sucesos que, con el tiempo, lograron escapar de sus prisiones: Miles Philips, de la Nueva España y Job Hortop, de las galeras del rey Felipe II, quienes -luego de quince años, el primero, y veintitrés, el segundo- pudieron regresar a Inglaterra, donde narraron su experiencia novohispana y ésta fue publicada.53 Para este análisis, trabajaré con el testimonio de Miles Philips, cuya narración ha sido considerada como épica dentro de la literatura viajera inglesa de la época Tudor: “un ejemplo notable de narrativa de aventuras personales que llega a ser tan influyente como los romances o las historias picarescas”.54
Philips había llegado a la Nueva España en la flota de Hawkins, en la que fungía como paje cuando tenía alrededor de trece años; fue de los desembarcados en Tampico y, después de vivir más de doce años en el Nuevo Mundo, logró escapar hacia España,55 con la ayuda de un grupo de indígenas, de un fraile franciscano y de algunas familias campesinas de Oaxaca y Chiapas. Un año más tarde, llegó a Inglaterra, donde escribió sus memorias de lo vivido en el territorio americano a demanda de Hakluyt. Philips narraba que unos once días después de haber sido abandonados en tierra por sus compañeros ingleses, vagaron por las inmediaciones de Pánuco y, luego de dos encuentros con grupos chichimecas, lograron llegar a un asentamiento español en Tampico, en el que se encontraba el gobernador Luis de Carvajal,56 a quien le solicitaron un médico; la respuesta del funcionario la refiere Philips de la siguiente manera: “que no tendríamos otro médico que el verdugo, quien nos liberaría de todas nuestras penas; y nos humillaba llamándonos perros ingleses y luteranos herejes, y permanecimos tres días en esa situación miserable, sin saber qué sería de nosotros, esperando cada hora ser privados de nuestras vidas”.57 Cuatro días después, los ingleses vieron llegar a un grupo grande de indios y españoles armados, quienes los amarraron por parejas para hacer una cuerda de reos e iniciar el trayecto hacia la Ciudad de México. En aquella época, la zona que actualmente forma el estado de San Luis Potosí y el norte de Puebla y Veracruz se encontraba muy despoblada, por lo que la cuerda y sus custodios iban parando donde había algún convento o misión.
El recuerdo que tenía Philips de los frailes, de los habitantes de los pueblos y de uno de los guardias que los conducía contrasta con la imagen que se le grabó del segundo custodio; de acuerdo con su relato, en el camino hacia la Ciudad de México, iban escoltados por dos soldados, uno de los cuales - decía- era un hombre mayor,58 “quien todo el camino nos trató muy amablemente y se adelantaba, esmerándose más allá de sus posibilidades, para proveernos de alimentos y de las cosas que necesitábamos”;59 el otro soldado, en cambio, era un hombre joven que no se apartaba del grupo y llevaba una jabalina. Cuando los presos desmayaban o no podían caminar tan rápido como él quería, los golpeaba con el arma entre el cuello y el hombro, de modo que los hacía caer al suelo y entonces les gritaba: “¡Marchad, marchad Ingleses perros, Luterianos [sic] enemigos de Dios!”.60 Al parecer, este soldado había aprendido esa arenga del alcalde de Pánuco, quien recientemente se había referido con las mismas palabras hacia los marineros. No fue ésta la última vez que Miles y sus compañeros escucharon esas imputaciones. En su testimonio escrito, también se refiere a otras ocasiones en las que se pronunciaron frases semejantes a éstas, en las que se escarnecía a los ingleses recordándoles que eran extranjeros, se les comparaba con perros, y se les tildaba de “enemigos de Dios” por no ser católicos.61
Los ingleses y los vecinos de la Ciudad de México
Cuando los ingleses que venían de Pánuco llegaron cerca de la Villa de Guadalupe -a unos tres y medio kilómetros de la Ciudad de México, con la que se comunicaba por medio de la calzada de Tepeyacac-, se había extendido el rumor entre los vecinos de la ciudad de que un gran grupo de marineros extranjeros, apresado en el norte, se aproximaba a la capital; mercaderes y otros curiosos de a caballo salieron a verlos “como quien viene a ver una maravilla” -decía Miles-; más tarde, cuando la cuerda de presos entró a la ciudad y se les hizo esperar en la Plaza del Marqués, afuera del palacio virreinal, los comerciantes se acercaron a mirarlos y les llevaron carne en abundancia, sombreros e incluso dinero:
[…] cerca de las cuatro de la tarde entramos a la Ciudad de México por la calle que se llama la calle de Santa Catarina, y no paramos en ningún lugar hasta que llegamos a la casa del virrey Don Martín Henriques, que se levanta en medio de la ciudad, por la plaza del mercado llamado La plaza del Marqués. No habíamos pasado mucho tiempo en ese lugar, cuando los españoles nos llevaron del mercado gran cantidad de carne, suficiente como para haber satisfecho a cinco veces los hombres que éramos, algunos también nos dieron sombreros y otros nos dieron dinero. En ese lugar nos quedamos por espacio de dos horas, y de ahí, fuimos llevados por agua, en dos canoas grandes, a un hospital donde estaban albergados algunos de los nuestros que habían sido capturados durante la batalla en San Juan de Ulúa. Hubiéramos ido al hospital de nuestra Señora, pero había tantos de nuestros hombres de los capturados durante aquella batalla, que no había lugar para nosotros.62
La población española de la clase pudiente de la Ciudad de México llegó a conocerlos relativamente bien, pues, durante los seis meses que permanecieron en el hospital, los visitaban con frecuencia y les llevaban regalos, dulces y mermeladas:
Después de haber llegado a ese lugar, muchos de la compañía que vinieron conmigo desde Pánuco, murieron durante el transcurso de catorce días. Poco después fuimos llevados de ahí y fuimos reunidos en el hospital de Nuestra Señora, en donde nos trataron muy bien y con frecuencia éramos visitados por caballeros y damas caritativos de la ciudad, quienes nos llevaban diversas cosas para consolarnos, como dulces, mermeladas, y así otras cosas, y en muchas ocasiones nos dieron muchas cosas y muy liberalmente. En ese hospital permanecimos por espacio de seis meses, hasta que estuvimos completamente sanos.63
Por lo anterior, no es de extrañar que, una vez que salieron del hospital y se pregonó entre los españoles principales de la capital que el grupo de ingleses estaba disponible para ser tomados como sirvientes, estuvieran muy solicitados. Philips afirmaba: “se tenía por mas afortunado el que más pronto conseguía llevarse a uno de nosotros”.64
La mayoría de los marinos abandonados por Hawkins fueron tratados con consideración e incluso con aprecio por sus patrones españoles. Algunos trabajaron como capataces en las minas de sus amos, tres o cuatro años, y durante ese tiempo se hicieron de ciertas propiedades. Incluso, hubo quien fue apadrinado y prácticamente adoptado por sus patrones españoles, como Paul Horsewell-Hawkins,65 sobrino de John Hawkins, uno de los más jóvenes del grupo y quien accidentalmente se había quedado en Veracruz durante la confusión de la batalla.
Es probable que los ingleses hubieran podido integrarse a la población novohispana sin mayores consecuencias, de no ser porque a la corona de España le preocupaba en extremo la influencia que las ideas de los súbditos de Isabel Tudor pudieran llegar a tener en la gente de México.
Los extranjeros y la primera cédula real sobre la Inquisición en Nueva España
El grupo de más de cien marineros ingleses que llegaron en el barco de Hawkins y se introdujeron a tierra por el norte del virreinato novohispano, junto con sus compañeros que se quedaron en Veracruz durante la batalla de San Juan de Ulúa, y el tercer grupo -relativamente más pequeño- de franceses que fue apresado en las costas de Yucatán en 1571, constituyeron el primer grupo de reos de la Inquisición en Nueva España, una vez que ésta se estableció de manera formal, y fueron juzgados y castigados por cargos de lo que entonces se denominó herejía luterana. La toma de San Juan de Ulúa, los marinos que se quedaron ahí después de la batalla y la llegada de este gran grupo inglés, así como su dispersión en el extenso territorio novohispano, fueron acontecimientos imprevistos, en un contexto ya muy distendido, que pusieron en alerta a la celosa corona española, la cual fue notificada de manera expedita.66
El 25 de enero de 1569, es decir, cuatro meses después de la batalla de San Juan de Ulúa, y tres meses y medio luego del desembarco de los ingleses en Tampico, Felipe II emitió la primera cédula real en la cual declaraba que el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición llegaría al virreinato de Nueva España y al de Perú. Considero muy probable que esta decisión haya estado relacionada con la toma de Veracruz por los ingleses, así como con la presencia del numeroso grupo de ingleses en el virreinato novohispano, uno de los dos principales asientos de la colonización española en América durante el siglo XVI.67
En este contexto, es importante recordar la mención que hace Haring en relación con los tiempos de viaje de la ruta entre Veracruz y Cádiz. De acuerdo con este autor, el viaje de la flota al hacer este recorrido oscilaba entre 50 y 58 días.68 Debido a que la flota consistía en un grupo de barcos -algunos de ellos, de gran calado- que debían mantener una formación compacta a lo largo de la travesía, y que en ésta se llevaban a cabo distintas paradas, por protocolo o necesidad, sus tiempos de viaje generalmente se extendían, en comparación con el caso de naves de menos tonelaje. Respecto al de un patache -un navío mucho más ligero y rápido, comúnmente usado en los viajes transoceánicos-, los tiempos de viaje se reducían de manera considerable. Haring también comenta que a la flota de la Nueva España la acompañaba (además de la escolta) un patache que era “un pequeño correo armado”,69 el cual podía volver con la correspondencia de la Nueva España hacia la península ibérica, sin esperar a que regresara la flota después del invierno.
Cabe señalar que el contenido de la cédula de 1569 expresa la importancia para España de la conquista y colonización de un territorio tan vasto y con tanta población como el de “las Indias”, y, por otro lado, destaca el peligro de que “los que están fuera de la obediencia de la […] Iglesia católica Romana” comuniquen “su dañada creencia y opinión” y divulguen también libros prohibidos:
[…] habiendo descubierto e incorporado en nuestra real corona […] los reinos y provincias de las Indias Occidentales, Islas y Tierrafirme del mar Océano y otras partes, pusieron su mayor cuidado en […] que se conserve libre de errores y doctrinas falsas y sospechosas […] porque los que están fuera de la obediencia y devoción de la […] Iglesia católica Romana, obstinados en errores y herejías, […] trabajan […] de atraerlos a sus dañadas creencias, comunicando sus […] opiniones y herejías, y divulgando y esparciendo diversos libros heréticos […] y el verdadero remedio consiste en desviar y excluir del todo la comunicación de los herejes y sospechosos, castigando y extirpando sus errores, por evitar y estorbar que pase tan grande ofensa […] a aquellas partes […] el Inquisidor […] general en nuestros reinos y señoríos, con acuerdo de los de nuestro Consejo de la general Inquisición, y consultado con Nos, ordenó y proveyó que se pusiese y asentase en aquellas provincias el Santo Oficio de la Inquisición, y […] diputar y nombrar Inquisidores […] contra la herética pravedad.70
En otro documento, el rey Felipe II es explícito respecto a sus temores de que “los que están fuera” de la Iglesia católica vayan a afectar al imperio español en América, como sucedió en otros territorios, como los alemanes:
[…] para sembrar sus reprobadas y perniciosas opiniones, como se ha bisto que lo an echo en estos tiempos en otras provincias y reinos extraños, de lo cual se ha seguido gran daño y detrimento a nuestra […] fee católica y otros yncreybles escándalos y movimientos, y como se tenga tan cierta noticia y experiencia que el verdadero remedio de todos estos males, daños e ynconbenientes consiste en desbiar y excluir del todo la comunicación de las personas heréticas y sospechosas en la doctrina de nuestra […] Fe Católica castigando y extirpando los herrores y eregjías con el rigor que disponen los […] Cánones y leyes de nuestros Reynos y que por este […] medio […] nuestros Reynos y señoríos an sido linpiados de todo herror y se a ebitado esta pestilencia y contaxio y se espera […] que se preservará de aquy adelante por ebitar y remediar como no passe tan grande ofensa […] a las dichas nuestras Indias.71
Bartolomé Escandell Bonet apunta que los primeros historiadores de la Inquisición no se preguntaron acerca de las causas inmediatas que llevaron a la corona española a establecer formalmente el Santo Oficio en Nueva España y Perú. Observa que José Toribio Medina no hizo mención expresa al respecto y que se limitó a retomar la idea de quienes, al solicitar el Tribunal, aducían un lamentable estado moral de los religiosos y pobladores españoles en las colonias. Estima Escandell que por eso Marcel Bataillon procuró llenar el hueco, en su prólogo a la obra peruana de José Toribio Medina, explicando que la extensión del Tribunal a las colonias americanas tal vez pudo deberse al peligro latente del judaísmo y al riesgo de que se degradara la religión tradicional. Escandell opina diferente. Después de su análisis, llega a la conclusión de que las causas principales de la disposición real para el establecimiento formal del Tribunal en América se encuentran en la coyuntura histórica, es decir, en la guerra ideológica y religiosa de la Contrarreforma:
La coyuntura histórica contrarreformista en que se decidió el trasplante, la indicada apertura del “frente atlántico”, el viraje dogmático registrado en los dos bandos de la escisión cristiana de Europa, constituyen una explícita indicación de que primaron las consecuencias de la guerra ideológica y religiosa como las razones mas inmediatas e importantes que las de moralidad tantas veces invocadas […] Y en efecto, si se necesita la prueba documental fehaciente, la ofrece la propia declaración explícita de motivos de la Real Cédula […] Resulta capital el esclarecimiento de tales motivos inmediatos del trasplante inquisitorial a América, y la deducción de que el Santo Oficio constituyó el dispositivo frente al peligro de penetración ideológica exterior acentuado con el progresivo desplazamiento del centro político de gravedad hacia el Océano.72
Considerando las circunstancias particulares que recién se habían dado en las costas orientales de la Nueva España, coincido con la postura de Bartolomé Escandell en cuanto a que la llegada de la Inquisición española a la América colonial se dio como instrumento de la Contrarreforma, para frenar la entrada de personas e ideas de los países europeos donde la Reforma había tenido una significativa trascendencia.
El establecimiento de la Inquisición en Nueva España
Aunque la primera cédula de Felipe II relacionada con la decisión real del establecimiento de la Inquisición en Nueva España se despachó en enero de 1569, por los preparativos requeridos para su extensión a los territorios americanos y por la burocracia de la época, fue hasta el 16 de agosto de 1570 cuando los inquisidores estuvieron listos y todo preparado para hacer efectivo el establecimiento del Tribunal.73 Con esa fecha, el Rey expidió otra cédula en los mismos términos que la del año anterior, así como cartas dirigidas al virrey Martín Enríquez, en las cuales le ordenaba que nadie en el virreinato perturbara, damnificara ni hiciera daño a los inquisidores y que publicaran las cédulas mediante pregones en las plazas de las ciudades, villas y provincias novohispanas:
A vos don Martín Enríquez, nuestro visorrey […] considerando el augmento que ha resultado en lo de la religión a nuestra santa fe católica por el descubrimiento y conquista y nueva población de esas Provincias […] considerada la grandeza y excelencia de las dichas Provincias […] y que es tan necesario tener especial cuidado y vigilancia en la conservación de la devoción […] de sus pobladores, nuestros naturales […] y visto que los que están fuera de la obediencia […] de la Iglesia Católica Romana […] comunicando sus falsas opiniones y herejías y divulgando y esparciendo diversos libros […] para sembrar sus reprobadas y perniciosas opiniones […] de lo cual se ha seguido gran daño y detrimento […] e otros increíbles escándalos y movimientos, y como se tenga tan cierta noticia y experiencia que el verdadero remedio de todos estos males, daños y inconvenientes consiste en desviar y excluir del todo la comunicación de las personas heréticas y sospechosas […] castigando y extirpando sus errores […] con el rigor que disponen los sagrados cánones y las leyes de nuestros reinos […] y que por este […] medio […] nuestros reinos y señoríos han sido alimpiados […] y se ha evitado esta pestilencia y contagión […] lo tuvimos por bien, y nuestra voluntad es que los dichos inquisidores y oficiales […] sean favorecidos y honrados, como la calidad y dignidad del oficio que les está cometido lo requiere; por ende, mandamos a vos y a cualquiera de vos […] que recibáis […] a ellos […] con la honra y reverencia debida […] y otrosí […] ejerciendo su oficio relajaren al brazo seglar, executaréis las penas impuestas […] contra los condenados, relapsos y convencidos de herejía […] e porque los dichos inquisidores […] que agora son, o fueren de aquí adelante, puedan mas libremente hacer y ejercer el dicho Santo Oficio, ponemos a ellos y a sus familiares con todos sus bienes y haciendas a nuestro amparo, salvaguarda e defendimiento real, en tal manera que ninguno, por vía directa e indirecta no sea osado de los perturbar, damificar ni facer ni permitir que les sea hecho mal ni daño ni desaguisado alguno, so penas en que caen e incurren los quebrantadores de la salvaguarda é seguro de su rey é señor […] mandamos sea publicado y pregonado por los lugares públicos de las ciudades, villas y lugares de las dichas provincias.74
Los inquisidores eran Pedro Moya de Contreras, presidente del Tribunal Inquisitorial de México; Juan de Cervantes, quien enfermó y murió en su traslado de Cuba a México; Alonso Fernández de Bonilla, fiscal; Antonio Bazán, alguacil mayor, y Pedro de los Ríos, secretario o notario del secreto del Tribunal. Zarparon de Sanlúcar de Barrameda, España, el 13 de noviembre de 1570, pero complicaciones del viaje retrasaron nueve meses su desembarco en Veracruz: llegaron a la Ciudad de México el 12 de Septiembre de 1571. Pese a las cartas del Rey, el virrey Enríquez no salió a darles la bienvenida, y cuando Moya lo visitó, dos días después de haber llegado, su actitud hacia el Inquisidor fue poco cordial. Sin embargo, le consiguió al Santo Oficio unas casas ubicadas junto al convento de Santo Domingo, de las cuales -gracias a sus fuentes- Medina da fe de que eran tan nuevas y tan cómodas “que no se pudieran hallar en la ciudad otras tan al propósito”.75 Tenían sala de audiencia, una muy segura cámara del secreto, capilla, sala del juzgado, aposento para dos inquisidores, alcalde y portero. En cuanto a las cárceles y calabozos, “para fines de octubre ya estaban habilitados doce”.
La tarde del viernes 2 de noviembre de 1571, en las principales calles y plazas de la Ciudad de México, se tocaron las trompetas y se leyó siete veces el siguiente pregón:
Sepan todos los moradores y vecinos desta ciudad de México y sus comarcas, cómo el señor Doctor Moya de Contreras, Inquisidor […] de todos los reinos de la Nueva España, manda que todas y cualesquier personas, así hombres como mujeres, de cualquier calidad y condición que sean, de doce años arriba, vayan el domingo primero que viene, […] a la iglesia mayor desta ciudad a oír la misa, sermón y juramento de la fe que en ella se ha de hacer y publicar, so pena de excomunión mayor. Mándase pregonar públicamente para que venga noticia a todos.76
Así, el domingo 4 de noviembre salieron de las casas del Santo Oficio el presidente del Tribunal, Pedro Moya de Contreras, con una comitiva que incluía al virrey Enríquez, al oidor de la Audiencia y los otros inquisidores que iban detrás del fiscal Bonilla, quien llevaba el estandarte del Tribunal; a continuación, abriendo la marcha, iban los doctores de la Universidad. Se les unieron las tres órdenes de San Francisco, Santo Domingo y San Agustín.
Una vez dentro de la Catedral, después del sermón, se leyeron las cédulas del Rey y se procedió a “la ceremonia del juramento”, en la que se leyó el edicto por el cual Moya de Contreras “mandaba que todos los presentes jurasen no admitir ni consentir entre sí herejes, sino denunciarlos al Santo Oficio, prestando a éste todo el favor y ayuda que pudiese y hubiese menester”. El edicto terminaba con estas palabras: “digan todos ansí lo prometemos y juramos; si ansí lo hiciéredes, Dios […] os ayude en este mundo en el cuerpo y en el otro en el alma donde mas habéis de durar; y si lo contrario hiciéredes […] Él os lo demande mal y claramente, como a rebeldes que a sabiendas juran […] y digan todos, Amén”.77
En todas las naves de la iglesia -las cuales estaban llenas de hombres, mujeres y niños-, se obligó a la concurrencia a que levantara la mano derecha y gritara en coro: “Sí, juro”. A continuación, se hizo poner en pie al Virrey y, con la mano derecha sobre un misal, se le preguntó:
¿Jura […] de ser ahora y siempre en favor, ayuda y defensión de nuestra santa fe católica y de la Santa Inquisición, oficiales y ministros de ella y de los favorecer y ayudar, y de guardar y hacer guardar sus exempciones e inmunidades, e de no encubrir a los herejes, enemigos della e de los perseguir e denunciar a los señores inquisidores que son o fueren de aquí adelante y de tener y cumplir y hacer que se cumpla todo lo contenido en el dicho edicto de juramento según en él se contiene?78
A lo que el Virrey respondió: “Sí, juro”.
Después de la ceremonia, el Inquisidor leyó un edicto más, en el que se señalaban minuciosamente los hechos que debían ser castigados; y entre ellos, destacaba la “Seta de Lutero” y se advertía a la población que tenía seis días para que, bajo pena de excomunión mayor, acudieran al Tribunal a denunciarse, si es que se sentían culpables, o a denunciar a otros, a los que consideraran sospechosos.79
Al respecto, Marcel Bataillon enfatizaba: “lo tremendo era que sobre toda cuestión teológica opinable hubiera no sólo peligro de ser denunciado por hereje, sino también obligación de denunciar al que se consideraba tal”.80 Esta observación es muy importante, pues señala una compleja situación que se creó mediante estos edictos entre la joven población de la Nueva España: una reacción de temor, duda e inseguridad; de obligación de denuncia y de sospecha, sin tener plena certidumbre del carácter de la falta. De acuerdo con José Toribio Medina, esto creó un clima de desconfianza y en diversas ocasiones se llegó a usar la denuncia de herejía como una forma de venganza hacia algún enemigo, conocido o pariente. Medina afirma también que, después de ese 4 de noviembre de 1571, las relaciones entre los habitantes de México ya no fueron las mismas; la gente se cuidaba hasta de hablar y algunos se volvieron “unos de otros censores y denunciadores”.81
Seis meses después del juramento en la Catedral, ya había 39 procesados en las cárceles de la Inquisición y órdenes para aprehender a otros 16. Los primeros en ser buscados fueron los extranjeros que llegaron, por una parte, en la expedición de John Hawkins, y, por otra, en la de Pierre Chuetot. Se ordenó apresar a los seis franceses que sobrevivieron de la expedición de Chuetot, los cuales se encontraban en Mérida,82 pero Medina opina que “la presa buena era la de los ingleses de la armada de Hawkins”,83 que estaban dispersos por todo el virreinato. Aunque algunos de los patrones de los marineros ingleses procuraron demorar la entrega de sus empleados al Tribunal, llegó el momento en el que debieron hacerlo para no correr la misma suerte que ellos, pues ésa era la advertencia. Así, los ingleses fueron llegando a las casas de Santo Domingo a cuenta gotas. Philips recordaba bastante bien los detalles de su captura, cautiverio y procesos judiciales:
El Inquisidor general se llamaba Don Pedro Moya de Contreras, y Juan de Bovilla [sic] su compañero, y Juan Sánchez el fiscal, y Pedro de los Ríos el secretario; y habiendo llegado, se establecieron en una casa muy bonita, cerca de los frailes dominicos, considerando que debían hacer entrada y comenzar aquí en México, aquella, su mas detestable Inquisición, para el terror de todo el país, y pensaron que lo mejor era llamarnos a nosotros, los que éramos ingleses, los primeros en cuestión […] de modo que nuevamente empezaron nuestras desgracias, porque enviaron por nosotros, y nos buscaron en todos los rincones del país, y se hizo una proclama, que bajo pena de perder los bienes y de ser excomulgados, ningún hombre podía escondernos, ni mantener en secreto a ningún inglés ni parte alguna de sus bienes, de modo que fuimos aprehendidos de todos los lugares del país, y todos nuestros bienes fueron tomados para el uso de los inquisidores, y así, fuimos arrestados y llevados como prisioneros a la ciudad de México y ahí nos encarcelaron en unos calabozos tan obscuros, que no podíamos ver sino con la luz de la vela, y nunca nos dejaban a dos de nosotros juntos en un mismo lugar, para que no nos viéramos uno a otro, ni pudiéramos contarnos unos a otros lo que había sido de nosotros. Y así permanecimos rigurosamente encarcelados por espacio de un año y medio.84
Los datos que narra Philips concuerdan con los encontrados en los procesos inquisitoriales del Archivo General de México relativos a los ingleses de Hawkins. Cada uno de los apresados fue llamado a un gran número de audiencias ante los inquisidores; por ser un grupo tan nutrido, se aprovechó para cruzar información y procurar enfrentarlos entre sí con sus declaraciones.
El análisis de esos procesos lleva a plantear la hipótesis de que pudo haberse dado una mayor severidad durante los procesos, las sentencias y la aplicación de los castigos en los casos de herejía, en relación con los juicios que se desarrollaron por causas distintas. Por ejemplo, en prácticamente todos los casos de los ingleses de Hawkins acusados de herejía luterana por la Inquisición novohispana -con excepción de los casos de los adolescentes-, se llevó a cabo la sesión de tormento, situación que generalmente no se dio en los juicios de los juzgados por bigamia, hechicería, palabras malsonantes e incluso blasfemia.85 Por otra parte, también puede advertirse que las autoridades de la época establecieron una relación bastante directa entre las transgresiones por piratería cometidas por extranjeros y los cargos y castigos atribuidos a la herejía luterana.
El auto de fe de 1574
El auto de fe se diseñó como un espectáculo, un acto al cual se convocaba a la gente para que asistiera y lo presenciara, lo que constituía una manera de participación.86
Después de establecida formalmente la Inquisición en el virreinato, el primer auto de fe de la Ciudad de México se llevó a cabo el 28 de febrero de 1574 y en él “salieron” la mayoría de los ingleses de Hawkins y los franceses que llegaron por Yucatán. Eso lo convirtió en un “gran auto”, no sólo porque fue el primero que llevó a cabo el Tribunal ya instituido en el virreinato, sino por la gran cantidad de herejes que salieron en él. Al respecto, Solange Alberro señala:
[…] un gran auto de fe es poco frecuente pues precisa de recursos financieros que la institución inquisitorial, siempre al borde de la quiebra, no puede allegarse, sino de manera excepcional. Necesita también la presencia de herejes, únicos que pueden conferirle su dimensión trágica y su intensidad […] si la relajación al brazo seglar y la hoguera no son comunes, la abjuración solemne y la reconciliación constituyen asimismo espectáculos edificantes que conmueven profundamente las ánimas y los corazones.87
Cañeque retoma esta consideración:
[…] la celebración del gran auto de fe o Auto General no era muy frecuente porque la elaborada presentación de los procesos era muy costosa. Su frecuencia dependía de la discrecionalidad del Tribunal. Mas aún el auto general necesitaba la presencia de herejes, pues eran los únicos que podían dar a la ceremonia su sentido de tragedia e intensidad. Pero los herejes fueron siempre una rareza en el México colonial.88
En el caso del auto de 1574, por ser el primero con la participación directa del Tribunal y por la presencia de gran número de extranjeros en el mismo, se buscaba que fuera ejemplar. Por ello, desde principios de febrero, se había pregonado en todas las plazas de la capital de México, así como en las principales poblaciones novohispanas. Mucha gente llegó de Guadalajara y de otras ciudades. Como la escenificación del acto se había dado a conocer en todo el virreinato, la gente estaba expectante. En la plaza del mercado, junto a la Catedral, se empezó a armar un estrado y a convocar a los habitantes de la ciudad y a personalidades importantes de otras poblaciones para que asistieran al próximo evento. Miles Philips escribía:
[…] catorce o quince días antes del día de ese juicio, con el sonido de una trompeta y el ruido de sus atabalas, que son una especie de tambores, reunieron a la gente en diferentes partes de la ciudad, y delante de ellos proclamaron solemnemente que cualquiera que asistiera el día señalado a la plaza del mercado, escucharía la sentencia de la santa Inquisición en contra de los Ingleses herejes, Luteranos, y que también vería la misma sentencia puesta en ejecución.89
La noche anterior al auto, los presos no durmieron, pues tuvieron que ensayar frente a los inquisidores el orden en el que iban a ir apareciendo en el estrado, con todo y sambenitos. Para los reconciliados, los sambenitos eran amarillos con grandes cruces rojas adelante y atrás. Para los condenados a morir en la hoguera -o relajados- el sambenito era de fondo negro o amarillo, con imágenes rojas alusivas a dragones, llamas y diablos, entre las que ardía el retrato del reo.
A la mañana siguiente, empezó la procesión desde el convento de Santo Domingo hasta la Catedral: primero desfilaron aquellos cuyas sentencias no iban a ameritar sino azotes y confiscación de bienes; después los reconciliados, quienes iban descalzos, portando sambenitos amarillos con grandes cruces rojas, cuerdas alrededor de su cuello y verdes cirios apagados, y, al final, marchaban los dos condenados a la hoguera: George Ribley, del grupo de ingleses, y Martín Cornú, del de franceses; éstos iban descalzos, con sambenitos de flamas de fuego rojas, sogas alrededor del cuello, corozas en la cabeza y los grandes cirios verdes apagados. Al llegar a la plaza mayor, había tanta gente que los oficiales de a caballo les tenían que abrir paso. Entonces, como escribió Miles Philips, empezó “el severo y cruel juicio”.90 Según esta crónica, ese primer auto de fe se llevó a cabo en la plaza de la Catedral. Sin embargo, en años posteriores, la mayoría de los autos en Nueva España se hicieron en la del convento de Santo Domingo.
De las penas que imponía la Inquisición española, los extranjeros de las expediciones de Hawkins y de Chuetot -juzgados como grupo- sufrieron prácticamente todas. Éstas fueron la “relajación al brazo secular” o pena de muerte; la pena de abjuración; la de destierro; la cárcel; la pena en galeras; la de vergüenza pública con azotes, la de vergüenza pública sin azotes; la pena pecuniaria, cuyo principal castigo era la confiscación de todos los bienes; la pena de hábito penitencial o sambenito; las incapacitaciones del reo y de sus descendientes para ejercer funciones o derechos tanto civiles como religiosos, y las penitencias espirituales, como asistir a procesiones y misas en calidad de penitentes, así como guardar ayunos y hacer rezos en esa misma calidad.
De acuerdo con Philips, los ingleses que comparecieron en ese primer auto de fe eran 68 y los franceses 4.91 De ese grupo de extranjeros de las expediciones de John Hawkins y de Pierre Chuetot que salieron en el auto de fe del 28 de febrero de 1574, junto con algunos otros reos cuyas causas eran ajenas al luteranismo y, por tanto, consideradas menores por los inquisidores,92 a la mayoría se le condenó a recibir 200 azotes,93 a la confiscación de sus bienes y a remar en las galeras del rey por un lapso de entre 4 y 12 años.94 Se eligió a uno de cada grupo para ser condenados a morir en la hoguera.
De ese modo, se fue pronunciando lo dispuesto para todos los reos, desde los de menor penalización hasta aquellos cuyo castigo sería la relajación y la hoguera. Ya era tarde, señala Philips, cuando se leyó la sentencia de George Ribley y Martín Cornú, después de lo cual fueron llevados al quemadero de San Hipólito.95 La copia del proceso inquisitorial de George Ribley reporta:
Se sacó al dicho Jorge Rible [sic] yngles del dicho tablado y se subio en una bestia de albarda y por boz de françisco galvez pregonero publico desta dicha çiudad y altas bozes manifestando su delito por antonio delgadillo alcalde mayor desta dicha çiudad fuese llevar por la calle de señor san françisco desta dicha çiudad hasta el tianguez de señor san ypolito y alli fue apeado de la dicha bestia y atado de pies y manos a un palo a manera de estaca y con un cordel delgadete fue dado garrote por el pececueço hasta que naturalmente murio y estando difunto se le puso fuego con cantidad del leña en medio del qual fue quemado el cuerpo del dicho Jorge Rible [sic] yngles en tal manera que fuesse çeniza y polbos estando presentes muchas gentes.96
La gran cantidad de personas que presenciaron ese primer auto y esas dos relajaciones fueron los primeros novohispanos en comparecer ante un espectáculo semejante. Es interesante notar que ni en los procesos de los juzgados que se conservan en el Archivo General de la Nación, ni en las narraciones de Philips y Hortop -que son las principales fuentes para reconstruir el evento- se hace mención alguna de que el pueblo participara gritando insultos a los presos y animando a los inquisidores, como en otras ocasiones y lugares donde practicaban estos castigos públicos. Al parecer, en esa ocasión, en la capital novohispana prevaleció un ambiente de sobrecogimiento y temor.
Después de la quema de los condenados, el resto de sus compañeros fue llevado de regreso a los calabozos; al día siguiente -Viernes Santo-,97 sacaron a los 60 que estaban condenados a recibir entre 100 y 300 azotes y a trabajos en galeras, los desvistieron de la cintura para arriba, y los montaron atados a lomo de mulas y caballos, para azotarlos mientras los exhibían por las principales calles de la ciudad y les gritaban: “¡Mirad a estos perros ingleses, luteranos, enemigos de Dios!”. Algunos de los oficiales del Tribunal salían al camino para estimular el espectáculo gritando: “¡Duro! ¡Con esos ingleses, herejes luteranos, enemigos de Dios!”.98
Apuntaba Philips:
[…] habiendo sido exhibido alrededor de la ciudad tan horrendo espectáculo, ellos [los azotados] regresaron a la casa de los Inquisidores con la espalda muy ensangrentada e hinchada y con grandes abscesos, y los bajaron de los caballos y los llevaron de nuevo a la prisión, donde permanecieron hasta que fueron enviados a las galeras en España, donde recibieron el resto de su martirio.99
Nuevamente, cabe reparar en el hecho de la poca participación del pueblo en esa “pena de vergüenza pública con azotes”, pues eran los oficiales -los llamados familiares de la Inquisición- los que gritaban. No se registra la participación del pueblo. En su relato, Philips comentaba: “la Inquisición fue establecida en las Indias muy en contra a la opinión de muchos de los propios españoles, ya que nunca antes, hasta ese momento, desde que conquistaron y se establecieron en las Indias, habían estado sujetos a esa sangrienta y cruel Inquisición”.100 El autor contaba con algunos ejemplos para hacer esta aseveración, pues él mismo había logrado escapar del virreinato novohispano gracias a la ayuda de un fraile franciscano: “un hombre bueno y fervoroso, que lamentó mucho la crueldad con que fuimos tratados por los Inquisidores”.101
En este tipo de expresiones rituales de poder que forzaban a la obediencia del soberano, el papel del público -en palabras de Foucault- era el de ser “garantes del castigo”. La presencia de la gente daba sentido a las demostraciones públicas de suplicio, pues sin una audiencia popular, los castigos no hubieran tenido el impacto deseado en el comportamiento social.102
En las ceremonias de suplicio el personaje principal es el pueblo, cuya presencia real e inmediata es un requisito para su realización. Un suplicio que hubiese sido conocido, pero cuyo desarrollo se mantuviera en secreto, no habría tenido sentido. El ejemplo se buscaba no sólo suscitando la conciencia de que la menor infracción corría el peligro de ser castigada, sino provocando un efecto de terror ante el espectáculo del poder cayendo sobre el culpable […] Es preciso no sólo que la gente sepa, sino que vea por sus propios ojos. Porque es preciso que se atemorice, pero también, porque el pueblo debe ser testigo en tanto fiador [garante] del castigo, y porque debe hasta cierto punto tomar parte en él.103
Uno de los objetivos del castigo público era el de incluir al pueblo y moldearlo a las resoluciones reales, haciéndolos sentirse como súbditos del rey. Tal y como lo comenta Foucault:
El condenado, paseado durante largo tiempo, expuesto a la vergüenza pública, humillado, recordado varias veces su crimen, es ofrecido a los insultos, y a veces a los asaltos de los espectadores. En la venganza del soberano se invita al pueblo a deslizar la suya […] porque el pueblo debe aportar su concurso al rey cuando éste intenta “vengarse de sus enemigos” incluso, y sobre todo, cuando esos enemigos se hallan en medio del pueblo. Hay una especie de “servidumbre del patíbulo” que el pueblo debe a la venganza del rey.104
Por su parte, Stefano apunta que con estos autos de fe,
[…] la monarquía española intentó crear un moderno “teatro-Estado” a través de representaciones rituales de poder en aras de reforzar su soberanía. El poder, se muestra de muchas maneras y en muchas expresiones. Tradicionalmente, era visto y sentido; su fuerza se medía por el impacto en aquellos que lo experimentaban. Sin embargo, el poder disciplinario como el que estaba presente en el auto de fe, es invisible. En lugar de experimentar el poder mismo, uno lo veía representado en las víctimas. Se demostraba la autoridad del soberano, la visibilidad de las víctimas ilustra el control del poder que es ejercido sobre ellas. De este modo, en los autos de fe, la degradación y la humillación de los herejes acusados encarnaba el poder mismo […] Fueron objetos para demostrar el poder porque cuando el público los observaba con temor, se adaptaba al orden social para evitar un destino semejante.105
Al examinar el auto de fe como un espectáculo ritual de representaciones religiosas, podemos entender el propósito de la Inquisición española de mantener un poder político ilimitado. Atemorizando al público con símbolos aterradores y escatológicos, los monarcas y los inquisidores pudieron detonar el temor de la muchedumbre para reforzar su poder. El auto de fe, si bien presumía ser religioso, era un ritual político, que usó símbolos e imágenes para legitimar el gran poder de la Inquisición y para conseguir autoridad absoluta. Llegó a ser el recurso más efectivo para perseguir y extirpar las diferencias ideológicas.106
No obstante, en una sociedad joven y en formación, como la novohispana del XVI, esos objetivos no parecen haberse logrado, en términos generales, en los primeros autos de fe. Hubo que aplicar algunos castigos también a los simpatizantes para que el modelado social se ajustara a las disposiciones metropolitanas.107
La vergüenza pública tenía por objeto evidenciar al acusado ante la sociedad. Tanto él como sus familiares quedaban señalados, deshonrados y, en adelante, se les consideraba siempre bajo sospecha. Como en el caso de Peñaredonda, la mordaza en la boca era un mensaje claro y contundente de lo que se esperaba como reacción de una población novohispana suspicaz ante cualquier disidencia, sumisa y obediente, aunque no entendiera las causas de los castigos.
En toda sociedad funciona un sistema de prohibiciones y autorizaciones: el dominio de lo que se puede hacer y de lo que no se puede hacer. Hay otra esfera […] dividida también en dos zonas: lo que se puede decir y lo que no se puede decir […] unas y otras pueden dividirse en dos grandes categorías: las expresas y las implícitas. La prohibición implícita es la más poderosa; es la que “por sabido se calla” lo que se obedece automáticamente y sin reflexionar. El sistema de represiones vigente en cada sociedad reposa sobre ese conjunto de inhibiciones que ni siquiera requieren el asentimiento de nuestra conciencia.108
Con la llegada de la Inquisición a Nueva España, así como con los juicios y castigos inquisitoriales de los ingleses de Hawkins y los franceses de Chuetot, se estableció una relación bastante directa entre extranjería y lo que la Inquisición definió, entonces, como herejía luterana. Esta relación, con diferentes matices, se mantuvo latente en el transcurso de la actividad de la institución en el territorio de México.
A pesar del alto riesgo que representaba encubrir o apoyar a algún acusado, juzgado o condenado por la Inquisición, durante el siglo XVI se dieron diversos casos en los que la población novohispana -tanto india como española- actuó con empatía y complicidad hacia los penitentes, como sucedió en los casos de Sebastián de Peñaredonda, las personas que acogieron a Guillaume Potier, y el fraile franciscano que acompañó a Philips hasta Puerto de Caballos.
Con el tiempo, las prácticas de la Inquisición novohispana ayudaron a crear, en la población del México colonial, una idiosincrasia poco expresiva, y en el imaginario popular de la sociedad colonial, una representación del sujeto luterano o protestante como un ser distinto, extraño y peligroso, con una propuesta religiosa e ideológica que, si bien se percibía sólo relativamente diferente, en la práctica y en lo específico resultaba desconocida, indeseable y comprometedora.
La construcción de las primeras imágenes de los luteranos en Nueva España como los otros, a quienes se procuró que la población considerara ajenos, forasteros, extraños o extranjeros, permeó el tejido social de una joven población americana en la que se intentaba modelar una identidad colectiva de súbditos del rey de España, identidad que debía adaptarse a patrones y reglas acordes con un catolicismo romano ortodoxo y eminentemente antiprotestante.
Archivos
Archivo General de Indias, España (AGI)
Archivo General de la Nación, México (AGN)