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Signos históricos

versión impresa ISSN 1665-4420

Sig. his vol.17 no.33 México ene./jun. 2015

 

Artículos

Los procesos agrarios de amortización y desamortización: conceptos y formas

Agrarian amortization and disentailment processes: concepts and forms

Juan Carlos Pérez Castañeda* 

Horacio Mackinlay** 

*Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa perezcasta@hotmail.com

**Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa hmack@prodigy.net.mx


Resumen:

Este artículo busca identificar elementos comunes que sirvan para conocer y diferenciar los tipos de procesos de amortización y desamortización de tierras acaecidos durante la historia de México. Sin la pretensión de proponer un análisis histórico exhaustivo, se retoman los casos más importantes experimentados en nuestro país, desde la época colonial hasta la reforma agraria. El objetivo consiste en brindar elementos que permitan comprender los procesos agrarios estructurales y la desamortización en curso.

Palabras clave: bienes de manos muertas; Ley Lerdo; reforma agraria; mercados de tierra; reformas salinistas

Abstract:

This article aims to identify common elements which can be useful to know and differentiate the kinds of land amortization and disentailment processes that took place throughout the history of Mexico. Without trying to propose an exhaustive historical analysis, we take up the most relevant cases experienced in our country, from the colonial times to the agrarian reform. The objetive is to provide enough evidence that allows the understanding of the structural agrarian processes and the disentailment under way.

Keywords: mortmain; Lerdo Law; agrarian reform; land markets; Salinista reforms

Introducción

El estudio de los procesos sociales, económicos, políticos y jurídicos requiere de un bagaje conceptual que haga asequible su entendimiento y permita un conocimiento lo más cabal y preciso posible de lo que se examina. Ello no sólo es un axioma de las ciencias sociales, también lo es de las exactas y de las naturales. Dichos conceptos funcionan como herramientas metodológicas que dan soporte al análisis y sirven de fundamento para introducirnos con solidez y certeza al objeto de estudio. De no tener esa base, es necesario que el investigador confeccione su propio acervo conceptual para analizar el tema con mayor eficacia y estar en condiciones de producir realmente un conocimiento científico.

Ello justamente sucede en materia agraria cuando se intenta conocer los procesos de amortización y desamortización de la tierra ocurridos en nuestro país, pues, si bien existe un amplio cúmulo de estudios históricos y antropológicos que ofrecen información de los ámbitos local, regional, estatal y -aunque a menor escala- nacional, la mayoría es tan específica y casuística que no siempre resulta apropiada para identificar los posibles elementos distintivos de dichos procesos y comprender sus particularidades.

Salvo interesantes trabajos desarrollados por Daniela Marino, Margarita Menegus, Romana Falcón y Antonio Escobar entre otros,1 llama la atención la escasez de esfuerzos llevados a cabo en esa dirección, lo que a menudo obliga a los investigadores a recurrir a varios textos para comprender, apenas, uno solo de sus aspectos, desviando el foco de su objeto central. Los autores citados observan la desamortización con una visión de conjunto que les ha permitido identificar diversos elementos conceptuales y acuñar algunas conclusiones de carácter metodológico, las cuales resultan de gran utilidad para introducirse al tema, y permiten aproximarse a las amortizaciones y desamortizaciones acaecidas en la historia de México. Estos trabajos, no obstante, se circunscriben básicamente al siglo XIX, con énfasis en la desamortización.

Frente a esta situación, en el presente artículo -con base en experiencias de amortización y desamortización acaecidas antes y después de este siglo- se intenta identificar algunos de los rasgos comunes más visibles que presumiblemente puedan caracterizar a los procesos amortizadores y desamortizadores como tales, es decir, en tanto procesos, con el fin de posibilitar un mejor conocimiento de los mismos y facilitar el estudio de cada situación específica. Ello pretende lograrse a partir de la comparación de diversos casos concretos de distinto nivel, alcance, ubicación, antigüedad y orientación, registrados desde la llegada de los españoles hasta nuestros días.

Así, después de formular diversas consideraciones generales en torno a los procesos agrarios estructurales, en general, y a la amortización y desamortización, en particular, se describirán algunas modalidades que estos procesos han revestido en el país a lo largo de su historia, efectuando una tipología de los múltiples enfoques desde los cuales se puede analizar su estudio.

En cuanto a los procesos de amortización, las comparaciones más relevantes que se realizarán -por su envergadura e impacto- son las referidas al periodo entre 1521 y 1864 y a la reforma agraria mientras que las concernientes a la desamortización se refieren principalmente a los procesos derivados de las reformas borbónicas, las liberales del siglo XIX y las neoliberales de finales del siglo XX.2

Los procesos agrarios estructurales

Es una realidad diariamente manifiesta que, a través de la evolución de la propiedad de la tierra y de su regulación jurídica, se puede hacer historia de la metamorfosis de numerosas formaciones sociales y explicar cambios trascendentales en la vida de las sociedades humanas. Si bien la propiedad se comporta de múltiples e impredecibles formas, invariablemente se define en función de las relaciones de poder que imperan en un momento histórico determinado, pues es ahí -en la esfera de la tenencia de la tierra-, donde se han definido los grandes pactos sociales y proyectos de nación que han devenido en motores de incontables transformaciones.

Todo sistema de propiedad de la tierra pone en marcha complejas interacciones que repercuten inevitablemente en el ámbito social, económico y político de cualquier formación social dada. Se trata de procesos de orden coyuntural y estructural, algunos de ellos incompatibles pero no excluyentes entre sí, cuya convergencia e interacción origina cambios que con frecuencia influyen en el rumbo del desarrollo de las sociedades. Éstos avanzan a distintas velocidades y asumen orientaciones que, sin excepción, responden a las circunstancias específicas de cada formación económico-social concreta, pero, en todos los casos, constituyen fenómenos territoriales cuyos efectos estructurales sólo son apreciables a largo plazo, lo que determina su carácter histórico.

Los procesos agrarios son determinados, en buena medida, por el sistema de propiedad. Esto significa que el cuerpo de normas jurídicas vinculadas al dominio, uso y usufructo de los predios (o unidades de producción) constituye uno de los factores de mayor influencia en el comportamiento de la estructura de tenencia de la tierra. Así, la modificación de su forma por la vía legislativa, por un lado, cancela acuerdos agrarios preexistentes, y, por el otro, desencadena nuevos fenómenos territoriales que pueden originar nuevos procesos. La más leve o imperceptible reforma en el sistema de propiedad se refleja -tarde o temprano- en la estructura agraria.

Por ejemplo, un sistema de tenencia de la tierra basado en un régimen jurídico de propiedad social3 no puede tener los mismos efectos que uno basado en la propiedad privada, aspecto del cual puede depender a largo plazo el desarrollo de los países, e influir en su grado de estabilidad o inestabilidad política. Desde luego, no todos los procesos agrarios repercuten social, económica y políticamente con igual intensidad y duración. Algunos sólo tienen consecuencias de tipo formal en la estructura agraria y sus secuelas son parciales o coyunturales, de modo que sus efectos no tienen la misma trascendencia que cuando se trata de procesos territoriales de fondo, por ejemplo, aquellos relacionados con la regularización y tenencia de la tierra.

En cambio, los procesos agrarios estructurales remueven las formaciones sociales desde los cimientos, influyendo en las especificidades básicas de los sistemas económicos. Normalmente este tipo de fenómenos tiene un carácter histórico, por lo que suelen tener una profunda repercusión y ser de larga duración. En México han destacado los de distribución y acumulación (reparto-concentración), los de amortización y desamortización (estancamiento-circulación) y los de integración y subdivisión (compactación-fragmentación) de la tierra. Este artículo analiza primordialmente los segundos, proponiendo que una adecuada reflexión de índole histórico-social debe basarse en una sólida comprensión de los conceptos y formas jurídicas.

Los procesos de amortización y desamortización

La amortización y desamortización de la propiedad constituyen procesos territoriales que han repercutido secularmente en la estructura agraria nacional. Ambos se relacionan con las posibilidades de circulación mercantil de la tierra, esto es, con su capacidad jurídica para ser objeto de actos traslativos de dominio, uso o usufructo, y de entrar al comercio en los mercados inmobiliarios, lo que por lo general se articula con su potencial para la producción de riqueza.

Al respecto, es necesario advertir que el estado de amortización o desamortización de la propiedad no ha sido -históricamente hablando- un impulsor ni un obstáculo para el desarrollo por sí mismo, aun cuando en un determinado momento puede convertirse en cualquiera de las dos cosas. Para el efecto, se conjugan variados factores de carácter político, económico y social, entre otros. Asimismo, es común que la amortización de la tierra y su contracara, la desamortización, sean vistas más como actos de contenido económico, con un carácter lineal, rígido y monofacético, que como actos jurídico-agrarios multiformes, bajo el supuesto infundado de que solamente afectan a cierta clase de propiedades (sobre todo si son de orden corporativo) y que éstas son consustanciales a determinadas condiciones y periodos históricos.

Prevalece también la creencia de que la propiedad sólo se desamortiza cuando es “liberada” (emancipada o manumitida) mediante su privatización en pleno dominio (o plena propiedad), o bien, que el acto desamortizador reactiva ipso facto las actividades económicas, estimulando a los particulares a la canalización de inversiones para la generación de riqueza. Se trata de enfoques y apreciaciones -la mayoría subjetivas- que además de representar generalizaciones no del todo precisas, a menudo carecen de elementos útiles para entender correctamente lo acontecido.

De hecho, cuando se habla de la amortización o de la desamortización de la tierra en México, lo normal es que nos remitamos -como por reflejo condicionado- a las consecuencias que desencadenó la Ley de Desamortización de Bienes de Corporaciones Civiles y Religiosas (o bienes de manos muertas), mejor conocida como Ley Lerdo, expedida el 25 de junio de 1856, considerándola el principal antecedente en la historia agraria del país, pero sin profundizar en su contenido y significado jurídico. Sin embargo, esto no sólo resulta superficial, sino erróneo, pues antes y después han existido otros procesos similares, tal como podremos constatar en el presente análisis.

La amortización y sus modalidades

La amortización, vocablo proveniente de la conjunción de las voces latinas ad y mortificare (de mors y mortis), cuyo significado literal es “dejar como muerto”. Se trata de una noción susceptible de diversas connotaciones, todas ellas de carácter jurídico-económico. La Real Academia de la Lengua (rae) la define como “Pasar los bienes a manos muertas, es decir, a poder de determinados poseedores en cuyo patrimonio se perpetúa el dominio”, lo cual hace referencia al mantenimiento del dominio de determinadas personas sobre los bienes raíces o inmuebles; por lo regular, esto se traduce en la segregación o sustracción de la tierra de los mercados inmobiliarios, lo que mantiene a este tipo de bienes (terrenos y edificaciones) fuera del comercio y a menudo sin posibilidades de aprovechar sus eventuales ventajas o cualidades (ubicación, calidad del suelo).

Algunos diccionarios especializados, como el de sociología no contemplan dicho vocablo; los de economía, por otra parte, lo analizan desde una perspectiva eminentemente financiera, por lo que sólo en los jurídicos se encuentra mayor apoyo, aunque no del todo suficiente. Por ejemplo, el Diccionario para Juristas de Juan Palomar de Miguel4 contiene una calca de las definiciones dadas por la Real Academia de la Lengua, en cambio la Enciclopedia Jurídica Omeba define a la amortización como:

La vinculación de bienes en personas o corporaciones que, por obligación constitutiva de su derecho o por su permanencia, sustraen la propiedad de la libre circulación, al efectuarse la transmisión según determinado orden preestablecido y riguroso, o sin que quepa sucesión alguna.5

Como se aprecia, ésta no sólo resulta rebuscada, sino además un tanto obsoleta, pues se basa en el concepto de vinculación jurídica, figura que en México cayó en desuso desde la primera mitad del siglo XIX por virtud de su íntima relación -y a veces interdependencia- con el sistema señorial de propiedad, lo que la vuelve poco útil para nuestro propósito. No obstante, cabe aclarar que la amortización sólo es dable a partir de la existencia de un sistema más o menos acabado de propiedad (o de un concepto de tenencia equivalente) del cual -siguiendo los clásicos criterios convencionales del derecho occidental- sólo es posible hablar cuando se practica la titulación escrita.6

Debe aclararse que vinculación y amortización no son la misma cosa: mientras la primera se refiere al mecanismo mediante el cual los bienes inmuebles rústicos se atan jurídicamente al patrimonio de una persona física o moral, la segunda alude a la situación de inmovilidad que afecta a dichos bienes e impidiéndoles circular libremente en los mercados de tierras.

Ahora bien, debido a que no se trata de cuestionar la aplicación o validez de las definiciones existentes, sino solamente de fijar un punto de referencia para la mejor introducción al tema, basta decir que, en materia agraria, por amortización debe entenderse aquella situación jurídica que afecta el derecho de propiedad y coarta la capacidad de circulación de la tierra en los mercados inmobiliarios, sin importar su régimen legal y el alcance de la limitación.

La amortización puede manifestarse de variadas maneras, todo depende de las disposiciones que la declaren y de la forma jurídico-administrativa en la cual se plantee sustraer los bienes inmuebles de la circulación en los mercados de tierras. Su perfil específico y rasgos jurídicos dominantes obedecen a factores de diversa índole, entre los que sobresalen: los fines que se persiguen, el tipo de sistema jurídico, el contexto social en el cual se ubica y las características particulares del bien inmueble objeto de la paralización legal, entre otros.

A lo largo de su historia, México ha conocido distintas formas y procesos de amortización de la propiedad rural que han respondido a diversos propósitos y revestido diferentes naturalezas y contenidos; ésta es una de las causas principales de que sus manifestaciones y efectos no hayan tenido una expresión homogénea y simultánea en el territorio nacional, situación que constituye una seria limitante cuando se intenta incursionar con mayor profundidad en el tema.

En los siguientes apartados se analizan de forma somera los principales aspectos de la amortización, haciendo breves referencias respecto a las amortizaciones acaecidas en el país en el transcurso de su historia, en el entendido de que no se trata de una relación exhaustiva, sino meramente enunciativa, cuya profundización requeriría la realización de un estudio de mayor alcance y detalle. Sobra decir que tampoco haremos un análisis histórico de los procesos de amortización y desamortización, sino simplemente enfatizaremos algunos rasgos de los mismos.

Duración del proceso amortizador

La amortización agraria puede ser analizada desde la variable temporal; perspectiva que permite hablar de procesos de estancamiento de la tierra de larga, mediana y corta duración, de acuerdo con su prolongación en el tiempo.

Los procesos de larga duración son de carácter secular, circunstancia que redobla el potencial de sus alcances estructurales, como ocurrió en nuestro país a raíz de la amortización iniciada con la consumación de la Conquista en 1521, la cual perduró varios siglos hasta que culminó de manera formal en 1856 al calor de la reforma liberal. A partir de ese momento, las únicas tierras que quedaron formalmente fuera del mercado fueron los terrenos nacionales, mientras no se vendiesen a los particulares.

Los procesos amortizadores de mediana duración se dieron durante varias décadas sin rebasar la centuria. Este caso puede ilustrarse con la congelación inmobiliaria derivada del reparto de la tierra durante la reforma agraria (1917-1992), la cual, a pesar de estancar a más de la mitad del territorio nacional, duró siete décadas y media.

En el tercer caso, es decir, en las amortizaciones de corta duración, más que de procesos territoriales de alcance estructural resulta más preciso hablar sólo de acciones estacionarias de la propiedad de orden coyuntural, debido a que su duración no pasa de algunos años, afectando propiedades específicas, como ocurre con la acción de ocupación temporal establecida en la Ley de Expropiación (2012), con las nuevas formas de servidumbre reconocidas en la Ley Minera (1992), y con la Ley de Hidrocarburos (2013), por medio de las cuales se pueden ocupar temporalmente, con carácter forzoso, las propiedades inmuebles de los particulares.7

Carácter de la limitación

La amortización puede ser de carácter voluntario o forzoso. Lo primero se presenta cuando la tierra sale o es excluida del comercio a iniciativa o con el consentimiento de su dueño, esto es, sin que se dicten disposiciones legales expresas que ordenen su estancamiento, como sucedió con los mayorazgos novohispanos que se constituían por declaratoria del monarca pero a petición de su fundador.

En cambio, la paralización de la tierra es forzosa cuando deriva de una disposición legal de carácter imperativo, por lo general introducida mediante las normas que regulan la propiedad, como acontecía en la época del virreinato con los ejidos y los propios,8 los cuales se vinculaban a perpetuidad al patrimonio de su titular: los pueblos.

Alcance legal de la prohibición

Desde este punto de vista, la amortización puede ser total o parcial. En el primer caso, los propietarios tienen prohibida la transmisión del dominio, del uso y del aprovechamiento de sus tierras, como sucedió con los ejidos de los pueblos durante la Colonia y con los ejidos y comunidades creados por la reforma agraria (1917-1992), lapso durante el cual las tierras de dichas formas de propiedad social estaban impedidas de circular en el mercado.9

Por su parte, en la amortización parcial la imposibilidad de circular en el comercio afecta sólo el dominio (derecho de disposición del bien), de suerte que los terrenos se pueden arrendar u otorgar en aparcería, mediería o asociación (o cualquier otro acto permitido por la ley), pero no ser vendidos ni subdivididos. Tal era el caso de las tierras de los propios de los pueblos coloniales,10 así como de numerosas propiedades rústicas y urbanas del clero durante el periodo comprendido entre 1521 y 1856, situación que evidentemente generaba ingresos para sus titulares por su traspaso temporal.

Los fines que persigue la amortización

También es posible analizar la amortización a partir de los objetivos perseguidos con la inmovilización jurídica decretada, dichos objetivos pueden ser de distinta índole (social, política, económica) y de carácter complementario.

Como ejemplo de la amortización con objetivos de carácter social pueden citarse los casos de las tierras donadas a los pueblos por la Corona española mediante las mercedes reales; las cofradías integradas con fines de beneficencia pública (no las de culto religioso), y el ejido mexicano vigente de 1917 a 1992, cuyos propósitos eran justicialistas y tutelares, en razón de que tendían a proteger a los beneficiados de la reforma agraria contra posibles acciones jurídicas de incautación o embargo.11

La amortización de finalidades políticas (sobre todo político-administrativas) puede ilustrarse con el caso de los propios -especialmente las villas de los españoles-,12 los que, además de destinarse a la instalación de áreas de servicios (corrales, bodegas, rastros), podían, entre otras cosas, arrendarse para sostener a los miembros de los ayuntamientos con los ingresos obtenidos. Por otra parte, para algunos autores, la amortización de los ejidos y comunidades que imperó durante la era de la reforma agraria se mantuvo con fines de control político corporativo.

Respecto a la amortización de objetivos económicos, ésta se ejemplifica con algunas haciendas propiedad de la Compañía de Jesús durante la Colonia que eran operadas como auténticas empresas, sin menospreciar el hecho de que también tenían otras funciones.13

Amortizaciones de otra naturaleza pueden ilustrarse con el caso concreto de algunos mayorazgos de la Colonia que se estancaban con intenciones señoriales, debido al prestigio que entrañaba la acumulación de grandes superficies y a la pretensión de los terratenientes de perpetuar los señoríos.

Por la naturaleza de la propiedad amortizada

La amortización puede ser clasificada, asimismo, desde el punto de vista de la naturaleza jurídica de la propiedad inmueble que es sustraída de la circulación comercial, por lo cual es factible hablar de una amortización generalizada y otra de carácter más específico.

Durante el periodo colonial el impedimento de que la tierra circulara en el comercio fue un fenómeno de alcance general, pues, además de caracterizar las propiedades de la Corona (terrenos realengos), también concernía la propiedad comunal (ejidos de los pueblos), la propiedad privada (mayorazgos) y la propiedad eclesiástica (bienes de la Iglesia).

En cambio, durante el periodo de la reforma agraria, la amortización de la tierra era específica, pues, más allá de afectar una vasta superficie, recaía solamente sobre terrenos de carácter ejidal y comunal (y en las áreas de uso común de las colonias agrícolas y ganaderas), sin estancar de ningún modo a la propiedad privada.14

Tendencia acumulativa o distributiva de la amortización

Desde esta perspectiva, la amortización puede ser de tendencia acumulativa o distributiva de la riqueza. Este aspecto resulta de fundamental importancia porque aquí radican muchos de los elementos que determinan los eventuales efectos que la paralización mercantil de la tierra pudiera registrar en los ámbitos político y social.

En el caso de la amortización acumulativa, el estancamiento territorial normalmente estimula -o al menos trae aparejado- el monopolio de ingentes superficies por parte de una sola persona, familia o institución. Así sucedió durante el virreinato, época en la que proliferaron los latifundios de propiedad laica, agrandados por medio de la figura de los mayorazgos, cuya dimensión alcanzó magnitudes estratosféricas.15

En contraste, en los procesos de amortización de tendencia distributiva, la tierra inmovilizada es repartida entre grupos campesinos en un proceso de redistributivo de la riqueza, como ocurrió durante la etapa de la reforma agraria, en la cual, mediante este recurso, se sustrajeron de la circulación más de 104 millones de hectáreas en beneficio de 3.3 millones de ejidatarios y comuneros.16

Efectos de la amortización en la esfera de la producción

Desde el punto de vista de sus repercusiones en la producción, la amortización agraria puede ser catalogada como productiva o improductiva, todo depende de la clase de limitaciones impuestas por la ley a la propiedad rústica y de la aptitud de la tierra para ser aprovechada mediante su explotación agropecuaria o forestal.

La inmovilidad jurídica que afectó a los terrenos ejidales y comunales durante la reforma agraria fue supuestamente productiva, puesto que -aun cuando la propiedad de las tierras era inalienable, imprescriptible e intransmisible- sus titulares tenían la obligación de trabajarla de manera ininterrumpida so pena de ser privados de sus derechos agrarios.

En contrapartida, la amortización característica de los bienes de mayorazgos y eclesiásticos durante la Colonia era improductiva (salvo las tierras del clero que eran rentadas a particulares), pues por lo regular su dimensión era tan amplia que difícilmente se explotaba la totalidad de su superficie, por lo cual en muchos casos grandes áreas quedaban ociosas.

Por los efectos de la amortización en las finanzas públicas

Desde el enfoque de su repercusión en las arcas del Estado, la amortización agraria puede tener efectos financieramente positivos o negativos, según represente o no un ingreso para el erario.

La amortización del primer tipo se ejemplifica con el caso de los mayorazgos constituidos durante la época colonial, figura en la que su titular tenía la obligación de cubrir determinadas cargas fiscales (aunque a tasas muy poco significativas). El segundo tipo se ilustra con la exención del pago de impuestos que benefició a los bienes de la Iglesia y de los pueblos, desde la Colonia hasta la reforma liberal, o bien, con los ejidos emanados de la reforma agraria, mismos que, desde su creación hasta la actualidad, han estado libres de cobros de este tipo.

Los anteriores son sólo algunos de los ángulos desde los que pueden ser observados y clasificados los procesos de amortización de la tierra, pero no los únicos. Para un análisis más acucioso sería necesario considerar diversos factores de orden adicional o colateral, como la magnitud del fenómeno en términos territoriales, la calidad del suelo de las áreas inmovilizadas, la localización geográfica de los terrenos, la forma en que es impuesta la medida, el ritmo de transmisión de la propiedad, entre otros.

Muchos opinan que, por definición, la amortización configura un fenómeno dañino para el crecimiento económico, porque -desde ese punto de vista- la falta de circulación parcial o total de la tierra limita la generación de riqueza, inhibe las inversiones, incrementa la pobreza e impide al gobierno una mayor recaudación fiscal; argumentos repetidos tenazmente por los artífices de las desamortizaciones de 1856 y de 1992.

En todo caso, cabe aclarar que lo anterior no configura una regla general, pues no toda amortización es improductiva, como excepciones tenemos las propiedades de los jesuitas durante los siglos XVII y XVIII, algunas de las posesiones de la Iglesia rentadas a particulares (durante la Colonia y la época independiente), ciertos ejidos mexicanos del periodo cardenista y sexenios posteriores. En otros casos, la amortización puede no ser necesariamente productiva, pero sí socialmente útil, como sucede con determinadas tierras del dominio público y privado de la federación que están sujetas al cumplimiento de cierto servicio público o propósito ambiental, lo cual significa que de alguna manera son aprovechadas.

La desamortización y sus modalidades

Aun a riesgo de parecer perogrullada, debe decirse que por desamortización17 se entiende lo contrario de amortización, esto es, la acción de “convertir en libres, devolviéndolos a la circulación, bienes que no lo eran”.18 Se trata de un acto legislativo y jurídico, así como de un proceso de carácter territorial que posibilita la incorporación o reincorporación de la propiedad raíz al comercio inmobiliario, situación que -en las condiciones del mercado capitalista donde campea la creencia de la supremacía de la propiedad privada- normalmente incrementa las oportunidades de elevar la renta y diversifica las alternativas de aprovechamiento de la tierra.

Si tal hecho se observa en forma aislada y desarticulada de su entorno, pareciera simplemente una gran flexibilización normativa que se reduce a eliminar trabas legales para dinamizar la circulación de la propiedad. Empero, en correspondencia con su dimensión y sus peculiaridades, la desamortización puede desencadenar diversos procesos de carácter estructural capaces de remover las bases del sistema económico y de transformar la estructura agraria de un país (en idéntica medida que la amortización). De ahí la importancia de su mejor conocimiento y control.

Ahora bien, del mismo modo en que no toda amortización de la tierra es igual, tampoco toda desamortización lo es. Esta última no sólo depende de las especificaciones jurídicas de cada caso concreto y de los mecanismos y procedimientos que el Estado utiliza para cristalizarla, sino también de una serie de factores de orden económico, político, social, geográfico, poblacional, cultural y hasta técnico; que confluyen en los hechos al momento de su concreción. Así, son numerosos los ángulos desde los cuales se pueden observar y conocer más a fondo los procesos de desamortización.

Estos aspectos, entre otros, son relevantes para conocer e identificar la naturaleza jurídica del proceso concreto de desamortización analizado, así como para el pronóstico de su probable comportamiento futuro y sus potenciales estelas en el agro nacional. Ello significa que, a partir de su análisis objetivo, los distintos órdenes de gobierno pueden incidir en su comportamiento y trayectoria mediante las políticas públicas que deben ser diseñadas en el marco de planes de desarrollo y ordenamiento territorial. Por este conducto, por ejemplo, resultaría posible orientar sustentablemente la incorporación de la tierra a los mercados inmobiliarios con el fin de fomentar el bienestar social, impulsar las actividades económicas y fortalecer la protección del medio ambiente.

Para una mejor explicación se analizan de forma sinóptica los aspectos mencionados, mismos que -aunque no son la totalidad- pueden servir de base o punto de partida para caracterizar, en una aproximación más o menos general, la mayoría de los procesos de desamortización registrados en nuestro país.

Por los fines perseguidos con la desamortización

Al igual que la amortización, la movilización de la propiedad suele responder a objetivos de diferente índole que pueden abarcar los planos político, económico y social. Estos objetivos pueden ser simultáneos o secuenciados, así como excluyentes o incluyentes, principales o complementarios, pero, en cualquier circunstancia, todo indica que constituyen el factor principal que define la naturaleza del proceso. Desde esta perspectiva, las desamortizaciones pueden tipificarse de la siguiente forma:

1. Desamortización con fines económicos: cuando a la desamortización se le trazan objetivos de índole económica, ésta puede ser observada desde diferentes ángulos y perseguir finalidades simultáneas. Por ejemplo, es posible que se le vea: a) como una estrategia para procurarle recursos líquidos al erario con el fin de solidarizarse con las causas del gobierno. Así estipuló la Cédula de Consolidación de Vales Reales de 1804, mediante la cual la Iglesia novohispana fue obligada a vender propiedades para transferir el efectivo resultante a las arcas de la Corona;19b) como mecanismo estratégico para el establecimiento de sistemas de crédito público, propuesto por Lorenzo de Zavala, en 1831;20c) como instrumento para ampliar la base de contribuyentes con la finalidad de reforzar la hacienda estatal (como pretendió hacer Sebastián Lerdo de Tejada en 1856), y d) como medio para estimular la inversión en actividades rurales y la generación de empleo, planteamiento del expresidente Carlos Salinas de Gortari en la exposición de motivos de la iniciativa de reformas al artículo 27 constitucional de 1992, mediante las cuales se desamortizo la propiedad social (ejidos y comunidades agrarias) emanada de la reforma agraria mexicana (1917-1992).

2. Desamortización con fines sociales: desde la perspectiva de las finalidades sociales, la desamortización agraria puede tender también a la consecución de varios objetivos simultáneos. Así, por ejemplo, puede encaminarse a la generación de fuentes de trabajo, como lo planteó el gobernador de Zacatecas, Francisco García Salinas, en la exposición de motivos de la Ley Desamortizadora y de Crédito Agrícola presentada (aunque no aprobada) al Congreso del estado de Zacatecas en 1825, cuya intención, en teoría, era combatir el ocio y la vagancia;21 asimismo, puede tener fines reivindicatorios, como supuestamente lo hizo el Congreso del Estado de Occidente (hoy Sonora y Sinaloa) en 1828, al ordenar la restitución individualizada de las tierras de las misiones jesuitas que antiguamente se habían instalado en tierras indígenas;22 o bien, puede orientarse al cumplimiento de propósitos justicialistas para mejorar la distribución de la riqueza, mediante la satisfacción de las demandas agrarias de los grupos marginados, como lo propuso José Joaquín Fernández de Lizardi, en 1824.23

3. Desamortización con fines políticos: una desamortización puede derivar de propósitos políticos cuya consumación busque anular o reducir el poder de quienes resulten afectados con medidas que pueden ser o no directamente desamortizadoras. Un ejemplo de ello es lo ocurrido en la segunda mitad del siglo XVIII con los bienes de la Compañía de Jesús, a la cual la corona española confiscó sus propiedades y expulsó de sus dominios para minar su fuerza e influencia, pues representaba un serio escollo para su proyecto político. Las tierras confiscadas fueron puestas a la venta luego de su inventario.

Esto se hizo también durante la reforma liberal del siglo XIX; además de involucrar fines económicos y agrarios, la desamortización de las fincas del clero -rústicas y urbanas- tenía el propósito de abatir su principal fuente de ingresos. Quizás en este rubro quepan también las desamortizaciones derivadas de incautaciones de corte revanchista, como pudiera ser el caso del Decreto del 31 de marzo de 1856, dictado por el presidente Ignacio Comonfort, el cual fue expedido a guisa de escarmiento contra un sector específico del clero ubicado en la ciudad de Puebla.24

Por el destino legal en los bienes desamortizados

Un enfoque más desde el cual los procesos de desamortización pueden ser analizados se ubica en el destino de los bienes que salen del estancamiento. A primera vista, el único destino legal posible y visible de cualquier clase de bienes inmuebles desamortizados debería ser su conversión al régimen de propiedad privada plena, lo cual volvería sinónimos ambos conceptos: desamortización y privatización. Sin embargo, como se ha podido deducir de lo dicho en apartados anteriores, no es así: la desamortización no necesariamente constituye una acción liberadora de carácter privatizador.

Se ha mencionado también que el estatuto legal de las propiedades amortizadas puede ser liberado de manera parcial manteniendo intacta la facultad de dominio sobre los bienes, lo cual es posible si sólo se autoriza a sus tenedores la transmisión de las tierras en uso y usufructo (arrendamiento, aparcería, mediería), no la traslación del dominio, es decir, si se viabiliza en buena medida su circulación y aprovechamiento sin llegar a la privatización.

Los bienes de la Iglesia y de los pueblos desamortizados durante la segunda mitad del siglo XIX tuvieron como destino el régimen de propiedad privada (lo que por muchas razones no podía ser de otra manera), con la posibilidad de constituirse en propiedades de carácter individual -unipersonales y en copropiedad- o societario -como los condueñazgos/sociedades surgidas en Veracruz a raíz del Decreto número 68 del 2 de julio de 1874.25

Por su parte, la desamortización consumada en 1992 con la modificación al artículo 27 constitucional se expresó de dos formas distintas, ya que la movilización de los ejidos derivó en su privatización virtual, lo cual no ocurrió del todo en el caso de las comunidades.

En efecto, la incorporación de las tierras ejidales a los mercados inmobiliarios se dio por medio de la privatización de su régimen jurídico, aunque sin llegar al extremo del pleno dominio; con esto, el ejido devino en una propiedad privada en dominio moderado o restringido, lo que le otorgó la posibilidad de su privatización plena, misma que puede darse mediante las dos vías abiertas en el siglo XIX: constituyéndose en propiedad individual -sea unipersonal o copropiedad- o en societaria, alternativas para las cuales la Ley Agraria señala distinto procedimiento.26

En cambio, la desamortización de las tierras comunales emana de su conversión jurídica no en una propiedad privada, pero sí en una forma de propiedad semiprivada o semisocial, esto es, una nueva modalidad de tenencia de la tierra que, si bien dejó de ser social, no alcanzó a incrustarse de lleno en el campo de la propiedad privada.27 De ahí se colige que la tierra puede circular mercantilmente sin necesidad de abrirla totalmente al mercado de tierras.

Por el régimen jurídico de la propiedad liberada

La desamortización agraria también puede clasificarse desde el punto de vista del régimen legal de las tierras que se ponen en circulación, lo cual se concatena con el sistema de propiedad vigente al momento en que se dispone su movilización.

Por ejemplo, durante la reforma liberal fue posible que la Ley Lerdo hablara de una desamortización eclesiástica y de una civil, en virtud de que la legislación en vigor partía de la subdivisión del Derecho en divino y humano. Dentro del primero quedaba regulado lo que pertenecía a la Iglesia; en el segundo las demás formas de propiedad (pública, privada y comunal), comprendidas dentro del concepto de propiedad civil, utilizado como sinónimo de laico.28

En cambio, la desamortización concitada por las reformas al artículo 27 de la Carta Magna a finales del siglo XX debe calificarse como ejidal y comunal -o de la propiedad social, para referirse al conjunto-, en virtud del sistema de propiedad vigente entre 1917 y 1992.29

Más aun, a veces los tipos de propiedad pueden estar conformados por diversos subtipos cuya desamortización es factible que siga distinto camino. Tal fue el caso de las propiedades comunales durante el siglo XIX, en el que los propios, las tierras de común repartimiento y los ejidos fueron desincorporados bajo modalidades que diferían en forma, tiempo, ritmo, región, individuos o grupos sociales beneficiados, etcétera; las cuales deben ser estudiadas por separado.30 También está el caso de los ejidos y comunidades del siglo XX, que, como se dijo, se han seguido distintas trayectorias en sus procesos de desamortización, amén de que los terrenos parcelados y de uso común están siendo puestos en circulación de distinta manera.31

Por el sistema de desamortización aplicado

La puesta en circulación de la tierra puede estudiarse, igualmente, desde la perspectiva del sistema de desamortización utilizado para llevarla a cabo. Es decir, analizando el mecanismo por medio del cual los inmuebles rústicos entran al mercado inmobiliario, aspecto que determina en gran medida la forma en que ésta se despliega, la futura orientación de la propiedad movilizada y el comportamiento de los mercados de tierras, por lo que puede hablarse de un sistema de desamortización directo y de otro indirecto.

1. Desamortización directa: ésta se concreta cuando los terrenos desamortizados entran al comercio sin antes pasar (o ser incorporados) al patrimonio del Estado, es decir, sin ser nacionalizados e inventariados. Este sistema permite que los propietarios afectados por la medida desamortizadora se encarguen directamente de poner las tierras en el mercado y, por ende, resultar beneficiados con su transferencia, la cual presenta tres variantes:

Mediante la primera, se procede a desconocer a los propietarios involucrados la capacidad jurídica para poseer tierras en general y se les ordena transferirlas en un plazo determinado, con la posibilidad de conceder o no a sus tenedores (arrendatarios, aparceros, medieros) el derecho de adjudicarse su propiedad. Tal fue el caso de la Ley Lerdo, que, aunque suprimió en las corporaciones eclesiásticas y civiles (lo cual incluye a las comunidades) el derecho a poseer tierras, les fijó un plazo de tres meses para transmitirlas directamente, en el caso de la Iglesia, o para subdividirlas y asignarlas en forma individual en el caso de los pueblos. Pasado ese tiempo los arrendatarios contaban con tres meses más para denunciar y adjudicarse esas tierras. Transcurrido ese lapso sin que la denuncia se hubiere verificado, los predios podían ser denunciados por cualquier persona para efectos de su adjudicación.32

La segunda autoriza a los dueños la transferencia y puesta en circulación de sus propiedades sin desconocer su capacidad jurídica para poseer tierras. Éste fue el tratamiento que se le dio a los mayorazgos por Cédula Real del 24 de septiembre de 1798, en el contexto de las Reformas borbónicas, a cuyos titulares se les ordenó la enajenación de los terrenos, pero no se les suprimió la citada capacidad jurídica, e, incluso, por cédula del 11 de enero de 1799, se les ofrecieron estímulos fiscales para que procedieran a subdividirlos.33

Por medio de la tercera, se modifica el régimen legal de la propiedad para posibilitar su circulación mercantil sin imponer a sus propietarios la obligación perentoria de movilizar los terrenos, quedando en libertad de hacerlo de manera directa cuando así lo deseen. Tal fue el sistema adoptado por la legislación agraria vigente desde 1992 para desamortizar las tierras de los ejidos y de las comunidades emanadas de la reforma agraria del siglo XX.

Como se observa, las tres variantes permiten que los propietarios se aprovechen de la subdivisión y venta de las tierras, sin que se requiera mediación gubernamental y sin que ello conlleve un beneficio significativo para el Estado.

2. Desamortización indirecta: este sistema de desamortización agraria condiciona la reinserción de la tierra al comercio inmobiliario, haciendo que primero ingrese al patrimonio de la nación, es decir, nacionalizándola, para después desincorporarla del mismo y ponerla en el mercado, sea en forma mediata o inmediata, gradual o continua, en todo o en parte, según dicten las circunstancias específicas de cada caso.

El caso más ilustrativo en México es el de la Ley de Nacionalización de Bienes Eclesiásticos, expedida en Veracruz el 12 de julio de 1859, cuando, debido al levantamiento incitado por el clero a raíz de la expedición de la Ley Lerdo, el presidente Benito Juárez decidió nacionalizar sus tierras, dejando a la Iglesia sin derecho a beneficiarse con la desamortización directa de sus bienes como dicho ordenamiento había previsto.

Debido a que el primer paso consiste en nacionalizar la propiedad de las tierras, su incorporación al mercado inmobiliario debería ser más ordenada que por la vía directa, con la posibilidad de generar determinado beneficio económico para el Estado, pues vuelve factible el ejercicio de cierto control por parte de la administración pública sobre la transmisión de la tierra y permite, por ejemplo, imponer contribuciones fiscales o bien planificar el probable uso del suelo.34

Por el tipo de mecanismo legal que concreta la desamortización

Los procesos de desamortización pueden también ser observados de acuerdo con el mecanismo legal por medio del cual se concretan, mismo que, a lo largo de la historia de México, se ha mostrado diverso y de carácter casuístico (confiscación, nacionalización, ocupación forzosa y modificación del régimen legal).

Por ejemplo, la desamortización de las propiedades de los jesuitas -por citar un caso emblemático- fue producto del acto de destierro ordenado por Carlos III, en 1767, el cual conllevó la confiscación de sus bienes. Algo parecido sucedió con el decreto del 11 de enero de 1847, emitido por el Congreso General -también conocido como Ley de Ocupación-, mismo que autorizó al Gobierno federal a vender bienes de manos muertas hasta por 15 millones de pesos para sufragar gastos de la guerra sostenida contra Estados Unidos.

Otro caso es el de la movilización de la tierra generada por la Ley Lerdo en 1856, el cual se basó en la supresión de la capacidad jurídica del clero y de los pueblos para poseer bienes inmuebles, lo que implicó su desaparición como formas de propiedad. En cambio, la desamortización puesta en marcha por las reformas salinistas de 1992 se fundamentó en la modificación del régimen jurídico de los modelos de propiedad ejidal y comunal, sin que se hubiera llegado al grado de desconocer la capacidad de los núcleos agrarios para ser propietarios de tierras, es decir, solamente se registró una transformación de su régimen de propiedad.35

Por la duración del proceso de desamortización

La desamortización agraria también puede clasificarse de acuerdo con el espacio temporal de cada caso específico, de manera que es factible encontrar procesos de larga y de corta duración. En el primer caso, se puede hablar de procesos históricos; en el segundo, de coyunturales.

Para el supuesto de los procesos de larga duración podría señalarse la desamortización iniciada en la Nueva España, durante las reformas borbónicas, con la expulsión de los jesuitas (1767), continuada con la Independencia (1821) y profundizada por los liberales de la Reforma (1856). Esta desamortización fue cancelada en la segunda década del siglo XX, a raíz de la Constitución de 1917 con la creación de un régimen de ejidos y comunidades agrarias que a la postre llegó a abarcar más de la mitad del territorio nacional.

El proceso de corto plazo se ejemplifica con la desamortización de los bienes eclesiásticos llevada a cabo entre junio de 1856 y enero de 1858, la cual, si bien forma parte del arriba mencionado proceso de larga duración iniciado en el siglo anterior, puede verse en sí misma como un proceso específico, como lo considera Jan Bazant en su prestigioso trabajo sobre la desamortización de las propiedades del clero durante la Reforma.36

En la actualidad, nos encontramos inmersos en un proceso de desamortización, iniciado en 1992, el cual incorporó al mercado virtualmente toda la propiedad en México y que superó ya el rango de la corta duración, sin que sea factible visualizar su posible terminación a mediano plazo; antes bien, todo sugiere que dicho proceso va para largo.

Por el ritmo o velocidad del proceso de desamortización

Otra perspectiva desde la que también pueden observarse los procesos de desamortización es a partir del ritmo o la velocidad que registra la inserción de la tierra a la circulación mercantil, la cual puede ser lenta o acelerada, según el nivel del caso estudiado (nacional, regional o local).

Falcón señala que la desamortización fue impulsada por muchos motores (la acción gubernamental; la dinámica interna de las comunidades, la consolidación de rancheros y pequeños propietarios; las condiciones geográficas y los nichos ecológicos; el desarrollo del sistema de comunicaciones y la integración de los mercados) y califica de lento el proceso llevado a cabo durante la segunda mitad del siglo XIX, en el cual “resultaron decisivos aquellos intermediarios capaces de entorpecer o facilitar su marcha”.37

La mencionada desamortización de corto plazo resaltada por Bazant puede considerarse también como un proceso realmente vertiginoso, pues tan sólo en los primeros seis meses de vigencia de dicha ley se llevó a cabo la mayor transferencia de la propiedad inmueble urbana de la que se tenga memoria en la historia del país.

Respecto del proceso de desamortización comenzado en 1992, existe la creencia de que éste también ha sido lento, pero no es así, a menos que se piense en desamortización como sinónimo de privatización. El hecho de que las tierras ejidales y comunales no circulen en los mercados de tierras privadas no significa que no estén en el comercio y no se encuentren en circulación. La reforma salinista dio lugar al surgimiento de un amplio mercado de tierras ejidales y comunales, el cual, según los datos del ix Censo Ejidal38, se encontraba en plena actividad, pues para ese año dos de cada tres núcleos agrarios ya habían registrado ventas de parcelas, con indicadores en constante ascenso. Esto sin considerar que muchas superficies ejidales y comunales han entrado en circulación por medio del arrendamiento, sobre todo para efectos productivos, turísticos y de generación de energía.

Por el carácter voluntario o forzoso de la acción desamortizadora

La desamortización agraria también puede ser analizada desde el punto de vista de su obligatoriedad, es decir, a partir de si la incorporación de la tierra al comercio se hace de forma voluntaria o forzosa. Ello determina en buena parte el tipo de respuesta entre los sujetos a esa medida y el ritmo que asumirá el proceso de reincorporación de tierras al mercado inmobiliario.

La desamortización es forzosa cuando a los dueños de las tierras se les otorga un plazo determinado para que las transmitan a otras personas, como aconteció con la Ley Lerdo, la cual, como se dijo, daba a las corporaciones civiles y religiosas un término perentorio para transferir sus bienes inmuebles. También en este rubro encaja el Decreto número 152 del gobierno del estado de Veracruz, expedido en 1869, mismo que otorgó un plazo de seis meses a los pueblos para dividir y privatizar sus propiedades; de no cumplirse lo ordenado, las propiedades serían declaradas terrenos públicos y destinadas a la colonización.39

La desamortización agraria es voluntaria cuando a los propietarios se les brinda la opción (antes clausurada) de incorporar los predios al comercio inmobiliario en el momento en que así lo deseen, es decir, sin verse obligados a hacerlo. Ése fue el caso de la desamortización de los mayorazgos propuesta por decreto del 11 de enero de 1799, mediante la cual la Corona ofreció estímulos fiscales a quien decidiera subdividir y enajenar los terrenos vinculados a éstos.40

Las reformas de 1992 al artículo 27 constitucional desamortizaron, las tierras de propiedad ejidal y comunal, habilitándolas para su circulación en los mercados, pudiendo hacerlo de manera legal en el comercio cuando sus titulares lo decidan hacerlo.

Por el alcance de la desamortización en el sistema de propiedad

Las acciones desamortizadoras pueden enfocarse, asimismo, desde la perspectiva de su alcance en el conjunto de los modelos que componen el sistema de propiedad, es decir, si la medida afecta a todos los modelos o solamente a alguno de ellos, en cuyo caso la desamortización podría ser parcial o general.

Por ejemplo, la antes referida Cédula de Consolidación de Vales Reales de 1804 sólo afectó los bienes del clero y, dentro de éstos, únicamente los pertenecientes a obras pías, con la orden de su enajenación inmediata, lo que habla de una acción específica y de carácter parcial.41 De igual orden fue la desamortización dictada por la Cédula Real del 24 de septiembre de 1798, la cual se limitó a promover la circulación de los mayorazgos.

La desamortización puesta en marcha por la Ley Lerdo también fue parcial, ya que, en rigor, sólo implicaba la afectación de los bienes eclesiásticos (y, por interpretación, extensiva, a los bienes de propios). Cabe recordar que esta ley fue más allá de sus objetivos primarios, pues una vez incorporada al artículo 27 de la Constitución Política de 1857, la mención que excluía a los ejidos de los pueblos fue omitida.42 Esto forzosamente trastocó el propósito original de la citada ley, pues, en los hechos, terminó convirtiéndose en una desamortización más amplia.

De alcance general en términos de los modelos de propiedad, aunque de cobertura territorial más reducida, fue la denominada Ley Desamortizadora y de Crédito Agrícola. Esta iniciativa, presentada por el gobernador Francisco García Salinas al Congreso del estado de Zacatecas en 1829, proponía la formación de un banco agrario a cuyo patrimonio entrarían las propiedades públicas, comunales, eclesiásticas e incluso privadas, con el fin de ser distribuidas entre los campesinos en arrendamiento perpetuo.43

En 1992, las reformas salinistas impulsaron una desamortización que afectó parcialmente el sistema de propiedad, en tanto sólo involucró a los ejidos y a las comunidades, aunque ésta -lo mismo que la detonada en 1856- abarcó más de la mitad del territorio nacional, lo cual, en ambos casos habla, de un extenso alcance espacial.

Por su carácter absoluto o relativo

Los procesos de desamortización de la tierra pueden analizarse en función de su repercusión en el régimen jurídico de los modelos de propiedad afectados, toda vez que su movilización puede darse en forma absoluta o relativa, esto es: ya sea que los bienes inmuebles se liberen totalmente autorizando a sus dueños incluso la traslación de su dominio o que sólo se les permita el otorgamiento a terceros de su uso y aprovechamiento (por medio del arrendamiento o de la aparcería).

Esto quiere decir que la movilización de la tierra puede darse de dos maneras: primera, mediante su traspaso temporal por cualquiera de los actos de transmisión del uso y usufructo permitidos por la ley; es decir, para que la tierra circule no es preciso venderla pues puede hacerse por la vía del arrendamiento y otras formas de transferencia temporal; y, segunda, mediante su enajenación o traspaso definitivo de la titularidad de sus derechos en un acto traslativo del dominio (venta o cesión).

La desamortización impulsada por la Ley del 25 de junio de 1856 fue absoluta en tanto posibilitó la transmisión de la tierra comunal y eclesiástica, y prácticamente su privatización, no por modificar su régimen jurídico sino por suprimir a la Iglesia y a los pueblos su capacidad para ser sujetos de derechos de propiedad, circunstancia que le revistió de un carácter absoluto.

En 1991, las organizaciones empresariales agropecuarias más importantes del país formularon al Gobierno federal una interesante alternativa de desamortización relativa, que no demandaba la apertura total del mercado de tierras ejidales y comunales, sino que sólo proponía la legalización del arrendamiento y la ampliación de las modalidades de asociación de los inversionistas con ejidatarios y comuneros.44 No obstante, la iniciativa de ley que finalmente fue aprobada al año siguiente fue absoluta, pues posibilitó la incorporación de dichas tierras al mercado tanto por la trasmisión del uso y aprovechamiento como por medio de su enajenación.45

Por la cobertura político-territorial de la desamortización

Igualmente, la desamortización puede ser vista desde la perspectiva de su cobertura político-territorial, de suerte que, conforme a su alcance, ésta puede ser local, estatal o nacional, aspecto asociado al carácter o jerarquía de la autoridad que la dicta.

En el caso de la desamortización de alcance local, puede citarse como ejemplo el decreto del 12 de diciembre de 1855, expedido por el gobernador del estado de Jalisco, el general José Santos Degollado, el cual afectó únicamente los ejidos de los pueblos ubicados en el municipio de Guadalajara.46

Entre las desamortizaciones dictadas en el ámbito estatal, puede hablarse de aquellas ordenadas por la mayoría de las legislaturas locales reconocidas inmediatamente después de la Independencia: Estado de México (1824), Jalisco (1825), Chiapas y Veracruz (1826), Michoacán (1827), Estado de Occidente (1828), Zacatecas (1829), entre otras.47

El caso de las desamortizaciones de alcance nacional lo ilustran la Ley Lerdo en 1856 y la puesta en vigor por Carlos Salinas de Gortari mediante la modificación del marco jurídico en 1992. Incluso, quizá no fuese descabellado hablar de desamortizaciones de carácter intercontinental (o ultramarino), como es el caso de la dinamización de las tierras de los mayorazgos, entre otros, a finales del siglo XVIII, misma que operó sobre bienes ubicados tanto en España como en las colonias americanas.

Por el carácter urbano o rural de la desamortización

Los procesos de incorporación de la tierra a los mercados inmobiliarios también pueden ser observados de acuerdo con la dimensión dicotómica que divide los territorios en los sectores rural y urbano, ya sea que se despliegue sobre bienes inmuebles localizados en el campo (predios rústicos), en los centros de población (predios urbanos) o en ambos sectores al mismo tiempo; así, puede hablarse de desamortizaciones rurales, urbanas o mixtas.

La incorporación al comercio de la propiedad inmueble dispuesta por la Ley Lerdo durante la Reforma liberal derivó de una medida de carácter mixto, ya que movilizó tanto propiedades rústicas como urbanas, estas últimas principalmente pertenecientes al clero; en cambio, la desamortización impulsada por las reformas de 1992 al artículo 27 constitucional nada más involucró propiedades situadas en el campo, haciéndola estrictamente rural, más allá de que haya repercutido en las tierras ejidales y comunales absorbidas con posteridad al reparto agrario por el crecimiento urbano.

Por los métodos para la concreción práctica de la desamortización

La desamortización puede ser analizada también desde la perspectiva de la licitud del método por el cual la tierra se reinserta al comercio, mismo que puede cubrir una variedad muy amplia de formas legales y extralegales vinculadas a un cúmulo de factores que constituyen una “madeja enmarañada” en la que los actores sociales y los tipos de propiedad cambian constantemente.48

La desamortización de la segunda mitad del siglo XIX avanzó con ambas formas, esto es, cristalizó tanto por medio del fraccionamiento y reparto de las tierras de los pueblos y de otras acciones impositivas pero legales-embargos y desalojos judiciales-, como mediante acciones contrarias a derecho -fraudes y despojos.

Empero, también fueron numerosos los pueblos donde la subdivisión y asignación individual de las tierras comunales se llevó a cabo en beneficio de los pueblos, independientemente de si la recibieron con gusto o a regañadientes; de esta manera, es muy probable que la mayor parte de la superficie desamortizada haya sido convertida por la vía legal.

Sin embargo, debe reconocerse que la existencia de diversos factores favorables a la usurpación de la tierra y del derecho de sus moradores, como el sistema implementado de facto de deudas hereditarias que entraba en abierta contradicción con los postulados de la doctrina liberal y la Constitución misma; el proceso de medición y deslinde de los terrenos nacionales, llevado a cabo por las grandes compañías del ramo; la apertura de caminos y construcción de vías férreas aledañas a las propiedades de los pueblos,49 entre otros, auspiciaron la consumación de procedimientos mediante los cuales muchas veces los indígenas quedaban en estado de indefensión, sobre todo una vez consolidado el régimen porfirista.

En contraste, la incorporación de la tierra al comercio a finales del siglo XX e inicios del XXI no ha requerido abiertamente de métodos ilegales, ni desarrollado formas de compulsión extraeconómica, pues, además de que las opciones para movilizarla son amplias (venta, arrendamiento, aportación en sociedad), los mecanismos capitalistas típicos y las reglas del mercado son los que determinan las condiciones y el tipo de transacciones legales por medio de las cuales la tierra se incorpora al comercio. Sin embargo, esto no excluye que los actos fuera de la ley no estén presentes y manchen el proceso.

No obstante, frente a las crecientes dificultades para adquirir la propiedad a bajo costo, a más de 20 años de las reformas salinistas, el marco jurídico está siendo adaptado con la finalidad de facilitar el acceso de los inversionistas a la explotación de los recursos naturales por conducto de dispositivos legales que viabilizan la ocupación forzosa de la tierra, como es el caso de la figura jurídica denominada servidumbre de hidrocarburos, creada ex profeso por la Ley de Hidrocarburos, publicada el 11 de agosto de 2014, hecho que aún en tiempos de modernidad pudiera consumar un verdadero despojo.50

Por la repercusión territorial en la estructura agraria

Desde el punto de vista de su repercusión en la estructura agraria, el proceso de movilización de la propiedad rural puede manifestar dos tendencias: hacia la división (fragmentación) o hacia la compactación (integración) de la tierra, cuyos extremos se expresan en la minifundización y en la latifundización, dependiendo del medio legal, de la vía aplicada y de los objetivos perseguidos por el Estado con la desamortización que se promueve.

Aunque la visión historiográfica tradicional plantea que la desamortización decimonónica catapultada por la Ley Lerdo -y profundizada por las leyes de minería, de terrenos baldíos y la legislación civil durante el Porfiriato- propició una gran concentración de la tierra en latifundios extendidos sobre la mayor parte de la superficie cultivable,51 esta visión ha sido matizada por una corriente que reconoce la existencia de una mayor diversidad en cuanto al tamaño de las formas de tenencia, sumamente variable en términos regionales.

En teoría, la Ley Lerdo se propuso multiplicar la pequeña y mediana propiedad de carácter individual por medio de la subdivisión de las propiedades corporativas, pero en los hechos tuvo efectos diferentes. Pese a su fugaz vigencia (fue abrogada en el mes de febrero de 1858) dio lugar al surgimiento de grandes concentraciones, e incluso propició el acrecentamiento de algunos latifundios preexistentes (sin que ello signifique que a su influjo no emergiesen también medianas y pequeñas propiedades rurales), dentro de los cuales después se conformaron numerosos ranchos de menor tamaño y unidades productivas relativamente autónomas, por medio de la aparcería, la mechería y otros tipos de arreglos productivos.52

En cambio, la desamortización cristalizada en 1992 se ha desarrollado durante sus primeros veinte años mediante las dos tendencias, es decir, por una parte ha ahondado la pulverización de la propiedad rural -específicamente la ejidal- y, por la otra, ha propendido hacia su compactación.

Respecto a la tendencia minifundizadora, tan sólo debe considerarse que de 3.5 millones de propietarios del sector ejidal y comunal existentes en 1991, éstos se incrementaron a 5.6 millones en 2007, es decir, a casi dos millones más de propietarios. Esta pasmosa pulverización se dio a partir de subdivisiones de parcelas individuales y de terrenos de uso común, lo cual acentuó la atomización del territorio.53

En cuanto a la tendencia latifundizadora, si bien existen evidencias de que al interior de los núcleos agrarios se han registrado fenómenos de acumulación de tierras que, sin llegar a niveles monopólicos, revelan procesos de concentración relativos,54 ello no necesariamente se ha traducido en una compactación de áreas, debido a que, en general, la adquisición de parcelas por una misma persona no se da sobre terrenos contiguos.

Al parecer, el principal mecanismo para la integración física de las tierras no es la compraventa sino el rentismo, ya que, en algunas regiones -sobre todo en las zonas de agricultura comercial-, ejidos enteros están siendo arrendados por grandes agricultores de nivel comercial y corporaciones nacionales y extranjeras,55 lo cual se asocia al uso del suelo y a su calidad (riego o temporal), a su localización geográfica (zonas de agricultura de autoconsumo o comercial), etcétera.

En este rubro debe distinguirse el arrendamiento ligado a las empresas mineras, prolijamente multiplicadas durante los últimos diez años, pues la Ley Minera (26 de junio de 1992) les posibilita la renta de grandes superficies para el desarrollo de sus actividades.56 Lo mismo puede ocurrir con la extracción de gas y petróleo y la generación de energía eléctrica, pues la Ley de Hidrocarburos y la de la Industria Eléctrica, publicadas en agosto de 2014, viabilizan la ocupación de grandes extensiones a manos de las empresas asignatarias y concesionarias del ramo.57

Por los efectos distributivos o concentradores de la desamortización

Desde la perspectiva de sus efectos económico-sociales, los procesos de desamortización agraria pueden orientarse hacia la distribución o la acumulación de la propiedad y del ingreso. En teoría, la primera conduce a un reparto equitativo de la riqueza que facilita la gobernabilidad y propicia la paz social, mientras que la segunda conlleva su concentración en pocas manos, lo que puede convertirse, eventualmente, en incubadora de grandes conflictos sociales.

Por ejemplo, la mencionada Ley de Desamortización y Crédito Agrícola de 1829 del estado de Zacatecas planteaba realizar una desamortización general y la distribución de la tierra entre el campesinado a título de arrendamiento perpetuo (enfiteusis), mientras que la desamortización de tipo local llevada a cabo en 1828 en el estado de Occidente -específicamente en lo que hoy es Sonora- dio visos de impulsar una desvinculación distributiva. Sin embargo, en los hechos se convirtió en lo contrario, pues las tierras que habían sido ocupadas por las misiones, al ser desamortizadas, beneficiaron más a los colonos y a los municipios que a los indígenas, quienes perdieron todo control sobre ellas.58

La desamortización puesta en marcha por las reformas salinistas ha adoptado hasta ahora ambas tendencias, es decir, la distribución y la concentración. La primera se aceleró durante los años inmediatamente posteriores, por medio de la regularización de la tenencia de la tierra llevada cabo por el Programa de Certificación de Derechos Ejidales y Titulación de Solares (procede), gracias a lo cual para el año 2007 se habían generado cerca de 1.4 millones de nuevos propietarios de tierras en los núcleos agrarios ejidales, en calidad de posesionarios.59

La segunda tendencia se encuentra en pleno desarrollo, pues, una vez regularizados los terrenos, el proceso de transferencia de derechos en los mercados ejidales suele dinamizarse, acelerando la concentración relativa a que se aludió anteriormente. Algo semejante puede suceder en los mercados de tierras privadas en caso de que las parcelas ejidales se conviertan al pleno dominio.

Por los efectos sociales y poblacionales de la desamortización

Desde el punto de vista de los efectos relacionados con la movilidad geográfica de la población, la desamortización puede ser de carácter retentivo o expulsivo, lo cual se refleja directamente en los indicadores de migración y repercute en los mercados de fuerza de trabajo.

El caso de la desamortización retentiva queda palmariamente ilustrado con el proceso acaecido durante la segunda mitad del siglo XIX, en tanto que la expulsiva se puede ejemplificar con la movilización mercantil de la tierra comenzada en 1992, actualmente en curso.

En efecto, cuando las propiedades corporativas cambiaron de manos, gran parte de sus antiguos ocupantes no pudieron emigrar por la falta de recursos o de alternativas de empleo en otros sectores de la economía.60 Esto facilitó su sujeción y sometimiento a diversas formas de servidumbre agraria e incluso de esclavitud abierta en algunas remotas regiones del sur y sureste del país.61

Sin dejar de reconocer lo último, el destacado trabajo de Alan Knight introduce significativos matices sobre el alcance, la magnitud y la supuesta generalización de formas de compulsión extraeconómicas en el México porfiriano, mismas que en gran medida emanan del clásico México Bárbaro de John Kenneth Turner.62 No podemos extendernos sobre el particular en el marco del presente análisis, aunque cabe señalar que la tenencia de la tierra repercute de manera notable en las relaciones sociales y laborales. Sin embargo, no hay mayores discrepancias entre los historiadores acerca de las numerosas trabas prevalecientes a la libre movilidad de la fuerza de trabajo, sobre todo en el centro y sur del país en el siglo XIX.

Por el contrario, la desamortización en curso ha tenido efectos expulsivos importantes -estacionales y permanentes-; éstos, si bien varían según las regiones del país, han provocado el abandono de numerosos núcleos agrarios y el crecimiento desequilibrado de los centros urbanos. Ello obedece, en parte, a que los ejidatarios y comuneros ya no están obligados a vivir en las zonas urbanas ―ejidales para no ser privados de sus derechos y, también, a que muchos campesinos de los ejidos han vendido o arrendendado su tierra. Pero quizas el factor más importante sea la necesidad que los ha obligado a emigrar en busca de trabajo dentro y fuera del país.

De esta suerte, si a finales del siglo XIX el campo mexicano se caracterizó por la ausencia de movilidad laboral, a principios del siglo XXI se distingue por lo contrario.

Por la respuesta de los sectores y grupos sociales involucrados

La desamortización también puede observarse a partir de la clase de respuesta que la medida genera entre los actores políticos y sociales involucrados, la cual puede ir desde la indiferencia y la aceptación, hasta el rechazo y la resistencia, y dentro de éstas presentar una amplia gama de matices.

Por ejemplo, si nos ceñimos a la desamortización de la segunda mitad del siglo XIX, tenemos el conocido caso de la reacción de la Iglesia católica, que llegó al extremo de financiar alzamientos armados de alcance regional y nacional, como ocurrió con Félix Zuloaga en 1857. En esta categoría también se ubica la respuesta de los conservadores mexicanos, quienes apelaron a la Intervención francesa para derrocar a los liberales que impulsaron esta reforma.

En cuanto a los pueblos -indígenas y mestizos-, algunos de ellos estuvieron de acuerdo con la desamortización debido a que representó la posibilidad de regularizar lo que ya había sido repartido años antes. En consecuencia, un número de pueblos difícil de determinar, cuyas tierras habían sido fraccionadas -ya fuese por iniciativa de los vecinos, bajo el empuje de las haciendas, o como parte de los programas públicos y de las disposiciones estatales-, vieron en la Ley Lerdo la oportunidad de normalizar su situación jurídica.63

Las razones de la aceptación del fraccionamiento y privatización de las tierras comunales por parte de los vecinos fueron diversas. Sin duda, en los lugares en donde la escasez de superficies cultivables y las elevadas tasas de crecimiento poblacional habían generado una mayor presión por la tierra, el principal promotor de la desamortización fue la misma masa de vecinos.64 En otras regiones, en cambio, prefirieron subdividir y adjudicarse la tierra ellos mismos antes de que terceros ajenos a las comunidades lo hicieran, como sucedió en la Mixteca oaxaqueña y en la parte sur del estado de Querétaro.65

Hubo también numerosos pueblos que se opusieron a la desamortización, adoptando estrategias heterogéneas de lucha de índole pacífica o violenta, ya que en su cosmovisión no concebían la individualización de sus tierras comunales. Dentro de las primeras, los afectados podían recurrir a juicios, ignorar los llamados de la autoridad para proceder a la subdivisión o constituir figuras asociativas con el fin de simular el fraccionamiento para mantener sus antiguas formas organizativas. Un ejemplo de lo último fue el caso de las sociedades agrícolas del estado de Veracruz o condueñazgos, estudiados por Escobar, Chenaut y otros.66

Entre las estrategias de resistencia violenta, pueden encontrarse las invasiones de tierras que defendían su propiedad comunal, como aconteció en el Istmo de Tehuantepec entre 1881-1882 y, desde luego, los levantamientos armados (como el de Chalco, Estado de México, en 1867; los de Papantla, Veracruz, en 1885, 1891 y 1896, y el de la tribu Yaqui, en el estado de Sonora, durante las últimas décadas del siglo XIX, entre otros.67

La desamortización iniciada por las reformas de 1992 a la legislación agraria, aunque de corte voluntario, generó un rechazo declarativo por gran parte de las organizaciones campesinas, pero no se registraron acciones de resistencia de mayor envergadura. Sin pasar del ámbito de las marchas y las manifestaciones pacíficas, éstas no llegaron en ningún momento al riesgo de poner en jaque su consolidación.68

Hubo segmentos de ejidatarios -particularmente los de carácter comercial- que le dieron la bienvenida, pues la desamortización les abría un abanico de posibilidades más amplio para emplear la tierra. También, como en el siglo XIX, se encontraban en este caso aquellos que mantenían posesiones irregulares y que vieron la oportunidad de legalizarlas. Respecto a la mayor parte de los pequeños y medianos ejidatarios de carácter campesino, prevaleció sobre todo una actitud de incertidumbre, la cual los llevó a mantenerse a la expectativa de lo que pudiese suceder, a sabiendas de que, en todo caso, no perderían arbitrariamente sus tierras.

La verdadera oposición y movilización tuvo que esperar casi diez años, cuando en 2003 surgió el movimiento campesino El Campo No Aguanta Más, pero en este caso sus demandas fueron, sobre todo, agrícolas, consistentes en cuestionar la política económica y el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). Si bien se criticaron aspectos puntuales de las leyes agrarias derivadas de las reformas al artículo 27 constitucional, en el fondo no se cuestionó la privatización (en dominio moderado) de las tierras ejidales y comunales.

Tal parece que la gran mayoría de los campesinos mexicanos ha mostrado su disposición para titular de forma individual las tierras parceladas y para adquirir títulos de propiedad colectiva con el resto de ejidatarios y comuneros sobre las superficies y otros activos que no se pueden subdividir, como es el caso de los bosques y selvas, oficinas y auditorios ejidales, minas, aserraderos, etc.

De lo anterior se deriva que la circulación de la tierra en el mercado no es lo único que habilita su capacidad de generación de riqueza. También es importante la situación productiva en que se encuentra cada predio (de ociosidad o aprovechamiento), y el tipo y nivel de organización de los propietarios, circunstancias que no dependen del régimen de propiedad, sino de la ubicación, calidad y uso del suelo, y de los recursos técnicos, humanos y financieros de los que sus tenedores dispongan para trabajarlas. Una unidad productiva amortizada provista de los apoyos necesarios puede ser tan rentable como una unidad desamortizada carente de los mismos, incluso a veces más que una que se encuentra en el comercio.

De ahí se desprende que, la sola flexibilización jurídica de cualquier régimen de tenencia -al grado de posibilitar su enajenación, con el argumento de incentivar su explotación o de atraer inversiones para su aprovechamiento- representa una propuesta superficial. A la inversa, una amortización de la tierra habilitada de manera adecuada puede tener resultados productivos, ambientales o socialmente útiles.

Conclusiones y comentarios

Como pudo apreciarse, la amortización y la desamortización en cuanto fenómenos y procesos de orden agrario son viejos conocidos en la historia de nuestro país. Su presencia en el campo mexicano ha sido constante, por ello, resulta un tanto sorprendente y paradójico que todavía no hayan sido estudiados con la acuciosidad que ameritan. Sin duda, el adecuado conocimiento de estos procesos ayudaría a entender su comportamiento y a planear con mayor certeza tanto el ordenamiento territorial como el desarrollo rural, lo que lo mantiene entre los temas pendientes de explotar para los estudiosos de la materia.

Existe un considerable cúmulo de investigaciones históricas y antropológicas de carácter monográfico que revelan información invaluable para introducirse al tema a partir del análisis de casos concretos de los ámbitos local y regional ubicados en los siglos XVIII y XIX; sin embargo, no es suficiente. A ello se suma que la aportación de los especialistas del derecho y de la sociología aún es escasa. No hay duda de que subsanar ese vacío ayudaría a construir un panorama integral que serviría para visualizar mejor las tendencias y manifestaciones de dichos procesos. El presente artículo tiene como finalidad contribuir a una mejor reflexión sobre los procesos de amortización y desamortización.

Como se observó, aunque se trata de conceptos que en materia agraria tienen un significado muy preciso, su expresión en la realidad puede adoptar innumerables modalidades, de suerte que prácticamente ningún proceso de esta índole ha sido igual en la historia del país. Visto así, es viable decir que la heterogeneidad es uno de sus principales rasgos. De hecho, cada amortización y desamortización son distintas desde los ámbitos local y regional, lo que supone un enorme y abigarrado mosaico en el contexto nacional. Todo señala que el contenido, la forma y el objetivo de cada medida que paralice o movilice a la propiedad se materializa de acuerdo con un inmenso abanico de posibilidades sin que exista un patrón único de efectos probables, lo que indudablemente hace más interesante su estudio.

Según se pudo colegir, no se trata de procesos agrarios de carácter excluyente -la existencia de uno no supone la exclusión o inexistencia del otro-, sino de fenómenos que, si bien antagónicos pueden ser compatibles, de modo que la amortización y la desamortización coexisten en un mismo espacio territorial y contexto histórico dado. En ese sentido, la preeminencia de cualquiera de ellos en un determinado periodo nunca es absoluta, ni su prolongación en el tiempo es permanente. Esto los hace, por tanto, procesos de carácter relativo y temporal que quizá con el paso de los años pudieran convertirse en cíclicos.

En el transcurso de este análisis intentamos demostrar que los procesos de amortización y desamortización de la tierra son capaces de asumir las formas más disímiles en virtud del extenso espectro de factores que pueden influir en su comportamiento. No obstante, también se pudo constatar que, por más complejos que éstos sean, es posible encontrar elementos comunes para caracterizarlos y tipificarlos, lo cual significa que también es factible elaborar patrones generales de orden paradigmático.

Con todo, consideramos que algunos elementos de análisis surgidos de este artículo pueden servir para identificar con cierto grado de certeza el perfil jurídico, económico, político y social de cualquier hecho, fenómeno o proceso de amortización o desamortización. Por lo pronto, esperamos que lo expuesto sirva para ilustrar la multiplicidad de formas que los procesos mencionados pueden asumir y la necesidad de identificar de manera casuística sus manifestaciones concretas. Es un hecho que su mejor comprensión puede brindar conclusiones más certeras, las cuales sirvan para interpretar y explicar correctamente los acontecimientos agrarios de nuestro país, y aporten enseñanzas que ayuden a evitar los mismos errores del pasado, como ha ocurrido hasta la fecha con el proceso de desamortización en marcha.

La disección efectuada en los apartados correspondientes permitió apreciar mejor distintos aspectos de ambos procesos. Por ejemplo, dejó ver que la amortización afectó a la propiedad ejidal y comunal durante la reforma agraria resultaba verdaderamente draconiana si se le compara con la menos rígida que privó durante la Colonia; o bien, en cuanto a la desamortización, hizo notar que ésta y privatización no son sinónimos ni consustanciales, y que para la circulación de la tierra no es necesaria su transmisión en propiedad ni mucho menos su conversión al pleno dominio; es decir, se trata de graduaciones que pueden operarse a través del marco jurídico y en función de los objetivos trazados en cada caso concreto.

Empero, una de las observaciones más relevantes es que en 1992 concluyó la segunda etapa de la amortización y dio comienzo, a su vez, la segunda etapa de desamortización en México, lo que valida nuestra afirmación inicial de que se trata de procesos agrarios estructurales conocidos con la historia del país.

En efecto, en la primera parte del siglo XXI nos encontramos de nuevo inmersos en un proceso de movilización masiva de tierras semejante, en lo general, al registrado de 1767 a 1917, y, con mayor precisión, más parecido a su fase postrera, es decir, a la detonada en 1856 y suspendida en 1917. Al igual que en ese lapso, el actual proceso en marcha se da en el marco de una intensa profundización de las políticas privatizadoras de la propiedad y/o explotación y manejo de los recursos naturales del país (tierras, aguas, minerales, bosques y selvas), cuyas consecuencias pueden resultar, en algunos casos, ambientalmente devastadoras y políticamente delicadas para la nación.

El diseño de las políticas públicas en materia agraria debe sustentarse en elementos de carácter científico que permitan planear el desarrollo del campo sobre bases confiables, pues de ellas depende la pertinencia de cada acción o medida aplicada por el Estado con esos fines. Por otro lado, el conocimiento carece de sentido si no resulta útil para la superación de la humanidad. Por lo tanto, la amortización y la desamortización, entre otros, deben ser observadas como instrumentos de política para el fomento del desarrollo rural y el ordenamiento territorial; esto implica que se debe aprender a verlas y usarlas como tales; y no como hasta ahora ha sucedido, donde son contempladas como meros referentes históricos para evocar determinadas etapas del pasado sin aprovechar las eventuales enseñanzas que de ahí pudieran emanar, lo cual además cobra sentido para quien pretenda tipificar el proceso de desamortización iniciado en 1992 a raíz de las modificaciones al artículo 27 de la Constitución Política, por medio de las cuales se incorporó al mercado de tierras una superficie de más de la mitad del territorio nacional que había sido inmovilizada en forma progresiva desde 1917.

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1Daniela Marino, “La desamortización de las tierras de los pueblos (Centro de México, siglo XIX), balance historiográfico y fuentes para su estudio”, en América Latina en la Historia Económica, vol. 8, núm. 16, julio-diciembre, 2001, pp. 33-43; Margarita Menegus Bornemann, “La venta de parcelas de común repartimiento: Toluca, 1872-1900”, en Margarita Menegus y Mario Cerutti (eds.), La desamortización civil en México y España (1750-1920), México, Universidad Autónoma de Nuevo León/Universidad Nacional Autónoma de México/Senado de la República, 2001, pp. 71-89; Romana Falcón, “Desamortización a ras del suelo, ¿el lado oculto del despojo?: México en la segunda mitad del siglo XIX”, en Historia desde los márgenes. Senderos hacia el pasado de la sociedad mexicana, México, El Colegio de México, 2011, pp. 99-125. y Antonio Escobar Ohmstede, “La desamortización de tierras civiles corporativas en México: ¿una ley agraria, fiscal o ambas? Una aproximación a las tendencias en la historiografía”, en Mundo Agrario, vol. 13, núm. 25, julio-diciembre, 2012, pp. 1-33.

2Considerando que este artículo se extiende desde la Colonia hasta el siglo XXI, se ofrecen una serie de definiciones de ciertos términos con la finalidad de facilitar su lectura tanto para historiadores como sociólogos y politólogos.

3Véanse Horacio Mackinlay, “La política de reparto agrario en México (1917-1992) y las reformas al artículo 27 constitucional”, en Procesos rurales y urbanos en el México actual, México, Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa, 1991, pp. 117-167 y Juan Carlos Pérez Castañeda, El nuevo sistema de propiedad agraria en México, México, Palabra en Vuelo, 2002.

4Juan Palomar de Miguel, Diccionario para Juristas, México, Mayo Ediciones, 1981, p. 90.

5Enciclopedia Jurídica Omeba, Buenos Aires, Bibliográfica Argentina, 1978, tomo VIII, p. 429.

6Andrés Molina Enríquez, Los grandes problemas nacionales, México, CREA-CEHAM, 1984, p. 52.

7Véase Juan Carlos Pérez Castañeda, “Tierra, desamortización y Ley de Hidrocarburos”, en Artículos y Ensayos de Sociología Rural, núm. 18, julio-diciembre, 2014, pp. 7-27.

8Mayorazgos, denominación dada a aquel conjunto de grandes propiedades privadas vinculadas perennemente al patrimonio de un sólo individuo que eran transmitidas por la vía sucesoria, de generación en generación, al mayor de los hijos, quien las heredaba con la prohibición de reducirlas y la obligación de acrecentarlas; ejidos coloniales, tierras de los pueblos coloniales (de indígenas y españoles) destinadas al aprovechamiento común de sus habitantes; propios, tierras de los pueblos coloniales administradas por los ayuntamientos que se destinaban a usos públicos (rastros, corrales, almacenes), susceptibles de arrendarse o de explotarse con el trabajo común de los vecinos y cuyo producto se dedicaba a sufragar los gastos municipales o las fiestas religiosas.

9La propiedad social consistía en una modalidad de la propiedad de orden grupal, compuesta por la propiedad ejidal y comunal, caracterizada por ser inalienable, imprescriptible, intransmisible, inembargable e indivisible; cualidades jurídicas que impedían que la tierra circulara bajo ningún concepto traslativo del dominio, uso o aprovechamiento (venta, cesión, donación, usufructo, arrendamiento, aparcería, aportación a un capital social).

10Guadalupe Rivera Marín, La propiedad territorial en México (1301-1810), México, Siglo XXI, 1983, p. 45.

11Véase Horacio Mackinlay, op. cit., 1991.

12En las repúblicas de indios se manejaba de manera predominante el concepto de fundo legal, en el cual quedaban comprendidas las tierras de diferentes usos. Margarita Menegus Bornemann, “Reformas borbónicas en las comunidades de indios. Comentarios al reglamento de bienes de comunidad de Metepec”, en Beatriz Bernal (coord.), Memoria del IV Congreso de Historia del Derecho Mexicano, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1986, pp. 755-776.

13Para las distintas alusiones en este trabajo a la confiscación de tierras de los jesuitas durante el siglo XVIII, véanse Felipe Castro Gutiérrez, Nueva ley y nuevo rey. Reformas borbónicas y rebelión popular en Nueva España, Michoacán, El Colegio de Michoacán/Instituto de Investigaciones Históricas-Universidad Nacional Autónoma de México, 1996 y Gabriel Torres Puga, Opinión pública y censura en Nueva España, México, El Colegio de México, 2010.

14Véase Juan Carlos Pérez Castañeda, op. cit., 2002.

15Véase José L. Cossío, ¿Cómo y por quiénes se ha monopolizado la propiedad rústica en México?, México, Jus, 1996.

16Horacio Mackinlay, op. cit., 1991, p. 164.

17En el derecho francés su equivalente es sécularisation.

18Enciclopedia…, op. cit., 1978, p. 676.

19Romeo Flores Caballero, “La consolidación de vales reales en la economía, la sociedad y la política novohispana”, en Margarita Menengus Bornemann (comp.), Problemas agrarios y propiedad en México, siglos XVIII y XIX, México, El Colegio de México, 1995, p. 60.

20Jesús Reyes Heroles, El liberalismo mexicano, tomo iii: La integración de las ideas, México, Fondo de Cultura Económica, 1982, p. 125.

21Francisco García Salinas, “Ley Desamortizadora y de Crédito Agrícola”, en Alejandro de Antuñano Maurer (comp.), Antología del liberalismo social mexicano, México, Fundación Cambio XXI, 1993, pp. 60-75.

22Cynthia Radding, Historia de los pueblos indígenas de México, México, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social/Instituto Nacional Indigenista, 1995, p. 114 y Ariane Baroni, Tierra ¿para quién? Colonización del suelo y propiedad: los efectos del liberalismo en Ures, Sonora (1770-1910), Hermosillo, Universidad de Sonora, 2010, p. 89.

23José Joaquín Fernández de Lizardi, “Constitución Política de una República Imaginaria (1824-1825)”, en Alejandro de Antuñano Maurer (comp.), Antología del liberalismo social mexicano, México, Fundación Cambio XXI, 1993, pp. 61-75.

24José María Vigil, México a través de los siglos, tomo v: La Reforma, México, Cumbre, 1970, p. 123.

25Antonio Escobar Ohmstede y Frans J. Schryer, “Las sociedades agrarias en el norte de Hidalgo, 1856-1900”, Mexican Studies/Estudios Mexicanos, vol. 8, núm. 1, invierno, 1992, pp. 1-21.

26Juan Carlos Pérez Castañeda, op. cit., 2002.

27Ibid.

28Mariano Galván, Ordenanzas de tierras y aguas, México, Librería de Ch. Bouret, 1883, p. 11.

29Véase Juan Carlos Pérez Castañeda, op. cit., 2002.

30Margarita Menegus Bornemann, op. cit., 2001, p. 77.

31Juan Carlos Pérez Castañeda y Horacio Mackinlay, “¿Existe aún la propiedad social agraria en México?”, en Polis, núm. 1, enero-junio, 2015 (en prensa).

32Cabe recordar que, en el caso de la Iglesia, ésta solamente podía mantener en propiedad los bienes urbanos necesarios para el cumplimiento de sus fines de culto religioso.

33Marta Friera Álvarez, La desamortización de la propiedad de la tierra en el tránsito del Antiguo Régimen al liberalismo (la desamortización de Carlos IV), Gijón, Caja Rural de Asturias, 2007, p. 33.

34De esta manera, en la desamortización en curso a raíz de las reformas de 1992, el Estado mexicano, si bien facultado, está desperdiciando una valiosa oportunidad de impulsar un necesario ordenamiento del territorio que hasta la fecha se ha dado de manera sumamente defectuosa. Véase Juan Carlos Pérez Castañeda, “La regularización y la desamortización de la propiedad (comentarios al procede)”, en Julio Moguel (coord.), Propiedad y organización rural en el México moderno, México, Juan Pablos Editor, 1998, pp. 43-90.

35Véase Juan Carlos Pérez Castañeda, op. cit., 2002.

36Véase Jan Bazant, Los bienes de la Iglesia en México (1856-1875), México, El Colegio de México, 1971.

37Romana Falcón, op. cit., 2011, 105.

38Véase INEGI, IX Censo Ejidal 2007, México, Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática, 2007.

39Emilio Kourí, Un pueblo dividido. Comercio, propiedad y comunidad en Papantla, México, México, El Colegio de México/Fondo de Cultura Económica, 2013, p. 199.

40Martha Friera Álvarez, op. cit., 2007, p. 33.

41Véase Romeo Flores Caballero, op. cit., 1995.

42Agustín Cué Canovas, La Reforma liberal en México, México, Centenario, 1960, p. 38.

43Véase Francisco García Salinas, op. cit., 1993.

44Hubert Carton de Grammont, “Los actores sociales en el campo mexicano frente al Tratado de Libre Comercio”, en Alejandro Encinas, Juan de la Fuente y Horacio Mackinlay (coords.), La disputa por los mercados. Tratado de Libre Comercio y sector agropecuario, México, Diana, 1992, pp. 131-132.

45Véase Juan Carlos Pérez Castañeda, op. cit., 2002.

46Robert J. Knowlton, “La individualización de la propiedad corporativa civil en el siglo XIX. Notas sobre Jalisco”, en Los pueblos de indios y de comunidades, México, El Colegio de México, 1991, p. 186.

47Véase Juan Carlos Pérez Castañeda, op. cit., 2010.

48Romana Falcón, op. cit., 2011, p. 107.

49Véase Ciro Cardoso (coord.), México en el siglo XIX (1821-1910), México, Nueva Imagen, 1980; Jane Dale Lloyd, “Cinco ensayos sobre cultura material de rancheros y medieros del noroeste de Chihuahua, 1886-1910”, en Historia de la cuestión agraria mexicana: campesinos, terratenientes y revolucionarios, 1910-1920, México, Centro de Estudios Hispano-Americanos/Universidad Iberoamericana/Siglo XXI, 1998, vol. 3, pp. 33-107 y John Coatsworth, El impacto económico de los ferrocarriles en el Porfiriato, México, Era, 1984.

50Véase Juan Carlos Pérez Castañeda, op. cit., 2015.

51Andrés Molina Enríquez, op. cit., 1984; José L. Cossío, op. cit., 1996 y Marco Bellingeri e Isabel Gil Sánchez, “Las estructuras agrarias bajo el Porfiriato”, en Ciro Cardoso (coord.), México en el siglo XIX (1821-1910), México, Nueva Imagen, 1980.

52Véase Alejandro Tortolero, Notarios y agricultores. Crecimiento y atraso en el campo mexicano, México, Universidad Autónoma Metropolitana–Iztapalapa/Siglo XXI, 2008.

53Héctor Manuel Robles Berlanga, Saldos de las reformas de 1992 al artículo 27 constitucional, México, Centro de Estudios para el Desarrollo Rural Sustentable y la Soberanía Alimentaria/Cámara de Diputados, 2009, p. 16.

54Luciano Concheiro Bórquez y Roberto Diego Quintana, Una perspectiva campesina del mercado de tierras ejidales: análisis comparativo de siete estudios de caso, México, Universidad Autónoma Metropolitana/Casa Juan Pablos, 2001, p. 26.

55Véase Horacio Mackinlay, “Pequeños productores y agronegocios en México: una retrospectiva histórica. Tendencia de expansión y operación de los agronegocios a principios del siglo 21”, en Bernardo Mançano Fernandes (coord.), Campesinato e agronegócio na América Latina: a questáo agrária atual, Argentina/Brasil, Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales/Editora Expressao Popular Ltda., 2008, pp. 165-193.

56Véase Francisco López Bárcenas y Mayra Montserrat Eslava García, El mineral o la vida, México, Centro de Orientación y Asesoría a Pueblos Indígenas, 2011.

57Véase Juan Carlos Pérez Castañeda, op. cit., 2015.

58Ariane Baroni, op. cit., 2010, p. 89.

59Héctor Manuel Robles Berlanga, op. cit., 2009, p. 16.

60Véase Ciro Cardoso, op. cit., 1980.

61Véase Friedrich Katz, La servidumbre agraria en la época porfiriana, México, Era, 1980.

62Véanse Alan Knight, “Mexican Peonage: What was it and why was it?”, en Journal of Latin American Studies, vol. 18, núm. 1, mayo, 1986, pp. 41-74 y John Kenneth Turner, México Bárbaro, México, Costa Amic Editores, 1975.

63Daniela Marino, “Tierras y aguas de Huixquilucan en la segunda mitad del siglo XIX”, en Antonio Escobar Ohmstede, Martín Sánchez Rodríguez y Ana María Gutiérrez Rivas (coords.), Agua y tierra en México, siglos XIX y XX, vol. I, Michoacán, El Colegio de Michoacán/El Colegio de San Luis, 2008, p. 285.

64Ibid.

65Edgar Mendoza García, Los bienes de comunidad y la defensa de las tierras en la Mixteca oaxaqueña, México, Senado de la República, 2004 y Héctor Manuel Robles Berlanga, Los tratos agrarios, México, Centro de Estudios para el Desarrollo Rural Sustentable y la Soberanía Alimentaria/Secretaría de la Reforma Agraria, 2005, p. 169.

66Véanse Antonio Escobar Ohmstede, “La estructura agraria en las Huastecas, 1880-1915”, en Antonio Escobar Ohmstede y Teresa Rojas Rabiela (coords.), Estructuras y formas agrarias en México: del pasado y del presente, México, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social/Universidad de Quintana Roo/Secretaría de la Reforma Agraria, 2001, pp. 177-197 y Victoria Chenaut, Aquellos que vuelan. Los totonacos en el siglo XIX, México, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social/Instituto Nacional Indigenista, 1995.

67Laura Machuca, “Las leyes de desamortización y su aplicación en el Istmo de Tehuantepec”, en Carlos Sánchez Silva (coord.), La desamortización civil en Oaxaca, México, Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca, 2007, p. 192; Víctor de la Cruz, “Rebeliones indígenas en el Istmo de Tehuantepec”, en Cuadernos Políticos, núm. 38, octubre-diciembre, 1983, pp. 55-71; José Velasco Toro, “Indigenismo y rebelión totonaca de Papantla, 1885-1896”, en América Indígena, Instituto Indigenista Interamericano, vol. XXXIX, núm. 1, 1979, pp. 81-105 y Moisés González Navarro, Sociedad y cultura durante el Porfiriato, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1994, p. 51 y ss.

68Horacio Mackinlay, “Las reformas de 1992 a la legislación agraria. El fin de la Reforma Agraria mexicana y la privatización del ejido”, en Polis. Anuario de Sociología, núm. 93, 1993, pp. 109-117.

Recibido: 08 de Octubre de 2014; Aprobado: 08 de Marzo de 2015

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