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Signos históricos

versão impressa ISSN 1665-4420

Sig. his vol.16 no.32 México Jul./Dez. 2014

 

Reseña

 

Arminda Soria, El Jardín Teresiano Novohispano. Las moradas de Santa Teresa de Jesús. Una interpretación espacial y arquitectónica de siete conventos del Carmelo descalzo en México. Siglos XVII-XVIII.

 

Rogelio Jiménez Marce

 

México, Minos Tercer Milenio, 2012, 266 p.

 

Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. rojimarc@yahoo.com.mx

 

Existe una amplia bibliografía respecto a los diversos grupos religiosos que llegaron a evangelizar tierras americanas. Las investigaciones han atendido aspectos referentes a sus formas de predicación, sus principales personajes, su impacto en la vida de las poblaciones indígenas, su arquitectura, sus actividades al interior de los conventos y monasterios, sus imaginarios religiosos, entre otros temas. La obra de Arminda Soria centra su atención en la orden de los carmelitas descalzos. En el primer capítulo, la autora presenta una amplia descripción de la manera como se formó esta orden y cuál fue el impacto que tuvo en Europa cuando salió de Palestina, específicamente del puerto de Haifa, considerado el lugar de su fundación. Soria identifica los principios que sustentaban a la orden (pobreza, contemplación, penitencia, oración, sacrificio, aislamiento y soledad), pero no menciona que éstos formaban parte de un movimiento general desarrollado en Europa en el siglo XII, el cual buscaba cuestionar la gran riqueza económica y el poderío político que la Iglesia católica comenzó a tener gracias a la exclusión de los laicos de la esfera de decisiones y a que las autoridades eclesiales tuvieron el pleno control de sus bienes, entre los cuales se encontraban importantes extensiones de propiedades territoriales. Así, frente a una institución eclesiástica con un poderío económico y político sin precedentes, surgieron una serie de movimientos heréticos y ortodoxos, los cuales pugnaban por un regreso a los orígenes de la Iglesia.

Las herejías defendían el ideal de la predicación de la pobreza, es decir, el cual reproducía la vida apostólica de la Iglesia primitiva y que se entendía como un modo de vida comunitario, esto es, poner los bienes en común para dedicarse a la oración y practicar la caridad con los más necesitados; esta postura se explicaba en función del incremento del número de pobres que habitaban en las ciudades. Los planteamientos de las herejías, también llamadas "populares", provocaron una situación de crisis religiosa, pues se les consideraba "marginales" y "heterodoxos", por lo que fueron rechazados por la cultura dominante, sobre todo después de la aparición de numerosos predicadores errantes en los territorios de Holanda, el norte de Italia y el sur de Francia, quienes sostenían que la "verdadera vida cristiana" radicaba en el apostolado, entendido como una vida errante, pobre y dedicada a la evangelización. Ellos también criticaban la existencia de los sacerdotes y de los sacramentos, pues creían que la relación de los fieles con Dios se debía sustentar en la sencillez. Los predicadores fueron perseguidos a causa de sus aseveraciones, pues consideraban que la pobreza constituía el camino para actuar en el mundo. En sí, se buscaba abandonar la idea de lograr la salvación personal mediante la pobreza; en cambio se señalaba que ésta debía extenderse a toda la sociedad para conseguir una salvación colectiva.

La pobreza apostólica, propugnada por los valdenses y otros grupos de predicadores, no se consideraba aceptable por su carácter radical, pues la Iglesia postulaba que no constituía un prerrequisito para lograr la salvación o para conseguir el perfeccionamiento de las almas. Ante tal situación, el papa Gregorio V retomó este ideal y buscó imponerlo en el interior de la institución eclesiástica como una de las iniciativas más importantes de su reforma; sin embargo, ésta no implicó una transformación profunda de la Iglesia, pues la pobreza se entendía como la carencia de propiedad privada individual, situación que no se reproducía en los religiosos a quienes no se les pedía llevar una vida de austeridad. En oposición a las herejías populares se fundaron varias órdenes mendicantes, entre las cuales estaban los franciscanos, los dominicos, los agustinos y los carmelitas, quienes se caracterizaron por trabajar o pedir limosna para su sustento. Lo interesante aquí es que las órdenes mendicantes retomaron el ideal apostólico de los predicadores: la pobreza voluntaria. Con ello los planteamientos dejaron de ser marginales y se integraron al discurso de la institución eclesiástica dominante, aunque la concepción sufrió importantes transformaciones, tales como la pérdida de su carácter radical (pobreza absoluta) y revolucionario (los cuestionamientos al poder, la riqueza y la jerarquía de la Iglesia).

Ahora bien, la autora menciona que la orden de los carmelitas descalzos —como institución religiosa novohispana— evolucionó conforme a las circunstancias políticas, económicas y sociales imperantes en los territorios que ocupaba, situación explicable por el hecho de que ellos llegaron tardíamente a la Nueva España (1585), lo cual significaba la ocupación de los espacios que no habían sido apropiados por las otras órdenes; asimismo, cabe destacar que su propósito original —la evangelización de los indígenas que habitaban las tierras del Norte— tuvo que cambiar debido a su desconocimiento de las lenguas originarias, lo cual ocasionó que los tres conventos: San Sebastián, Puebla y Atlixco, fundados entre 1585 y 1586, se destinaran a la atención de las necesidades espirituales de los españoles, así como a la práctica del recogimiento, el encierro, la contemplación y la penitencia. Para 1606, es decir 21 años después de su arribo a tierras novohispanas, el Carmelo contaba con siete conventos, los cuales se establecieron con la intención de atender a la población de diversas latitudes de la Nueva España.

Es importante señalar que los lugares elegidos para fundar sus conventos eran zonas prósperas, situación que aseguraba su base económica a través de las donaciones y heredades. A diferencia de las órdenes mendicantes, que enfatizaban el ministerio y el apostolado, las prácticas religiosas de los carmelitas descalzos estaban centradas en la contemplación, la mortificación, el ascetismo, el silencio y el retiro, mismos que se consideraban los vehículos de encuentro con lo divino.

En un principio, los carmelitas admitieron a un pequeño número de criollos para formar parte de su orden, situación que se modificó a mediados del siglo XVII, cuando se les permitió su ingreso y, con ello, se generó una recomposición en su interior, pues se desplazaron las redes y relaciones establecidas con la península y se afianzaron las de las élites locales. La autora no profundiza en este punto, sin embargo, sería interesante preguntarse de qué manera las órdenes tardías se integraron en el concierto novohispano y cómo lograron ganar espacios sin generar —en apariencia— conflictos de intereses. De hecho, los carmelitas descalzos vivieron una época de bonanza durante el siglo XVIIi, lo cual les permitió fundar varios conventos a pesar de los profundos cambios económicos, políticos, sociales y culturales que se vivían en la Nueva España. Su crecimiento fue producto de varios factores: la veneración de Felipe II a Teresa de Jesús (quien, por cierto, solicitó su beatificación con el argumento de que ayudaría a la evan-gelización); la política de no administrar sacramentos, lo cual les permitió gozar de los mismos privilegios que el clero secular, y las excelentes relaciones que mantuvieron con los virreyes, especialmente con Juan de Palafox y Mendoza, quien les extendió su protección con la intención de propagar la mística carmelita. Ellos, a su vez, se convirtieron en sus aliados, pues no sólo le advirtieron de la posibilidad de una conspiración en el virreinato —auspiciada por los jesuitas—, sino que también sirvieron como intermediarios en la comunicación mantenida entre el obispo y la metrópoli.

El principal aporte del libro de Arminda Soria consiste en la identificación de un espacio religioso carmelita; éste se materializaba en la recreación simbólica y arquitectónica de un huerto cerrado, propuesta que se sustentaba en el principio de que todos los conceptos e ideas supranaturales contaban con una parte física o terrenal, la cual no sólo era correspondiente sino complementaria. Lo anterior aseguraba su unidad armoniosa y coherente, lo que constituía un paradigma usual en el pensamiento medieval cristiano, judío y musulmán. De acuerdo con la autora, la planeación arquitectónica de los conventos no buscaba, en un principio, crear un huerto cerrado simbólico: esta idea surgió conforme se planeaba la ubicación de las iglesias, conventos y colegios. Arminda Soria ha identificado tres etapas en la construcción de los conventos: la primera situada entre 1568 y 1597, la segunda va de 1606 a 1699, y la tercera de 1735 a 1747. Su establecimiento no obedeció a razones logísticas y políticas, sino ideológicas y simbólicas, expresadas en los escritos y doctrinas de la orden. Así, los carmelitas descalzos buscaron establecerse espacial y espiritualmente, y para ello configuraron un gran cerco o muralla simbólico-espiritual (huerto cerrado), el cual protegía un reducto central (morada interna) donde se manifestaba la vida espiritual del Carmelo.

Para tal tarea, los carmelitas fundaron —tanto en España como en el virreinato novohispano— el mismo número de conventos: 16, los cuales constituían un cerco cerrado que fungía como fortaleza mística y huerto interior. De acuerdo con la autora, la morada central estaba conformada por el Colegio de Teología de San Ángel, el Colegio de Filosofía de San Joaquín y San Sebastián, en tanto que la muralla la constituían el Desierto de Santa Fe, así como los conventos de Valladolid, Guadalajara, Querétaro, Orizaba, Oaxaca y San Luis Potosí. Dentro de este esquema simbólico se ubicaban los "núcleos sociales de fortaleza" —como los denomina la autora—, que integraban a los conventos de Celaya, Salvatierra y Tehuacán, así como un bastión espiritual donde se situaban los conventos de Puebla, Atlixco y Toluca. Así, el cerco exterior estaba delimitado por siete conventos y el resto formaba el huerto central. Es importante destacar que la autora logra identificar unas grecas en la portada del convento de San Luis Potosí, mismas que aluden al huerto cerrado y que evidencian que el edificio cerraba simbólicamente el espacio espiritual carmelita. Aunque Soria no lo menciona, la idea del jardín —como lo ha mostrado Jean Delumeau— fue pieza clave en el pensamiento del medievo bajo y tenía la intención de mostrar las virtudes cristianas plasmadas en un recinto cerrado, mismo que emulaba —en cierta forma— el paraíso terrenal.

El tema del jardín fue retomado de las tradiciones musulmanas y deja constancia de la perfección que podía alcanzarse en el mundo. De hecho, se convirtió en un modelo a reproducir por numerosos pintores, pero Delumeau no indica en su Historia del paraíso que existieran propuestas —por lo menos en Europa— para hacerlo realidad a través de un modelo arquitectónico que delimitara, simbólicamente, un espacio para evitar la entrada del mal. Lo mismo sucedió con el caso de la ciudad amurallada, tema desarrollado ampliamente por la autora, el cual vincula con la experiencia de vida de Teresa de Ávila, aunque se debe agregar que la reproducción de un determinado tipo de ciudad también fue central en el pensamiento medieval. Existen numerosos testimonios de que el paraíso celestial se concebía como un castillo; de esta manera, castillo y jardín conformaban parte de un mismo imaginario que cualquier cristiano bien instruido identificaba en las pinturas alusivas al paraíso. En este sentido, la propuesta de Arminda Soria es de interés y se requiere hacer un ejercicio comparativo con el resto de los países del Nuevo Mundo en donde se establecieron los carmelitas, con el fin de saber si este mismo modelo también se puso en práctica en otras regiones americanas o sólo fue una característica de la presencia carmelita en la Nueva España. Lo cierto es que este libro nos permite vislumbrar que la fundación de los espacios religiosos contaba con una lógica que es preciso desentrañar y que, en última instancia, puede ayudar a entender las dinámicas internas de los grupos religiosos novohispanos.

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