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Signos históricos

versión impresa ISSN 1665-4420

Sig. his vol.13 no.26 México jul./dic. 2011

 

Reseñas

 

Michel Bertrand, Grandeza y miseria del oficio. Los oficiales de la Real Hacienda de la Nueva España, siglos XVII y XVIII

 

Víctor Gayol*

 

México, Centro de Investigación y Docencia Económica/Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos/Instituto Mora/El Colegio de Michoacán/Fondo de Cultura Económica, 2010, 591 p.

 

Centro de Estudios Históricos-El Colegio de Michoacán * vgayol@colmich.edu.mx

 

Desde que vio la luz la primera edición en francés, en 1999, Grandeur etMisère de l'office (París, Publications de la Sorbonne), despertó un gran interés entre los estudiosos de las instituciones de la Monarquía hispánica entre los siglos XVI y XVII. En los años siguientes a su publicación, el libro fue reseñado en prestigiadas revistas de México, España y Estados Unidos dándole una bienvenida muy positiva. Como a los vinos, el tiempo le ha adjudicado a esta obra varias cualidades importantes: Grandeur et Misère de l'office ha llegado a convertirse en este lapso en un clásico obligado para quienes cultiven la historia institucional y la historia social en los siglos y términos de la monarquía hispánica. La indudable calidad de su cepa la constituye la excelente mezcla lograda entre una acuciosa investigación por varios archivos de diversa densidad (Bertrand recurrió tanto a archivos generales de la monarquía como locales), el diálogo crítico con una extensa bibliografía (cuya metódica organización en apartados temáticos al final de la obra se agradece) y una toma de posición metodológica, crítica y reflexiva, sobre una debatida disciplina auxiliar de la historia, la prosopografía. Todo ello, por supuesto, sumado a la delimitación precisa de un campo de observación compuesto por las carreras de cerca de 300 oficiales de la Real Hacienda a lo largo de un siglo crucial —1660 a 1780— en la Nueva España. Dicho de otra manera, cómo funcionó el aparato fiscal del rey en la Nueva España, a través de sus medios oficiales, entre la época de la impotencia de Carlos ii a la época de la autoridad de Carlos iii.

A lo largo de una década, el trabajo de Michel Bertrand ha sido leído y aprovechado al grado de convertirse en referente obligado para quienes estudiamos las instituciones desde la perspectiva doble de la historia social y la historia cultural. Por ello, resulta difícil escribir algo novedoso respecto al libro, o que nuestros colegas no hayan ya notado o sabido. Sin embargo, al aparecer en español, Grandeza y miseria del oficio... se convierte en una novedad para un universo mucho más amplio de lectores, sobre todo, estudiantes universitarios. Merece la pena, entonces, ocupar el espacio de una reseña para no sólo comentar el contenido del libro, sino para intentar insertarlo en una perspectiva historiográfica.

El aparato de gobierno y administración de justicia de la Corona sufrió grandes transformaciones entre el último tercio del siglo XVII y la segunda mitad del xviii; precisamente lo que Burholder y Chandler llamaron "de la impotencia a la autoridad" en su clásico estudio sobre las audiencias indianas (1977). De este proceso no estuvo exento el aparato institucional correspondiente a la Real Hacienda, compuesto por las cajas reales y el tribunal de cuentas. Los oficiales de estas entidades vieron, a lo largo de ese poco más de un siglo, un aumento en su número; pero, a veces, una disminución en cuanto a la diversidad de cargos, asumiendo a la vez la realización de las transacciones, las cuentas y su supervisión sin una jerarquía explícita, en el marco del "viejo ideal de colegialidad de la monarquía", como diría Thomas Calvo en su reseña a Bertrand.1 A través de las páginas del libro, queda claro que los oficiales reales gozaban de cierta autonomía en sus labores, lo cual invitaba no pocas veces al fraude y a la corrupción. En consecuencia, una ingente serie de leyes estrictas y ordenanzas regulaba los procesos de trabajo en las oficinas reales; la selección de los oficiales más capacitados, es decir, que demostraban conocer los intríngulis del papeleo y las cuentas, aspecto que con el tiempo se convirtió en la búsqueda de una verdadera profesionalización. A ello se sumaba una "cascada de supervisiones" (capítulo iii) instrumentada por los virreyes y los visitadores. Durante el gobierno de los Borbones, los diversos intentos de reforma del aparato hacendario se realizaron desde la desvinculación patrimonial de los oficios de hacienda —con el cese de la venalidad (hacia 1720)—, hasta los grandes ajustes en la época de Gálvez que terminarían con la instalación del régimen de intendencias, el cual colocó nuevas autoridades intermedias (los intendentes) para hacer más eficaz el control sobre la Real Hacienda en la década de 1780.

Sin embargo, con todo y las reformas y la cascada de supervisiones, muchas de las actividades, que llamaremos "irregulares", de los oficiales reales siguieron vigentes y multiplicándose. No obstante, aquellas actividades irregulares —que podemos finalmente llamarlas por su nombre: corrupción y fraude—, aunque eran lesivas para los súbditos y, sobre todo, para la Corona, no significaban un fuerte detrimento ni ético ni operativo. La visión de la antigua historiografía sobre el gobierno y la corrupción en la monarquía hispánica —mirada que estuvo tan imbuida del esquema liberal de Estado Moderno, donde la responsabilidad del empleado público se encontraba deontológicamente prescrita— nos legó una percepción negra al respecto. Pero los esquemas mentales de la edad moderna eran otros. Al contrario, la corrupción administrativa, como la llamamos hoy, servía como el aceite que engrasaba la maquinaria de gobierno para que pudiera funcionar en relación directa con los intereses económicos y sociales de las élites y los grupos de poder locales y regionales.

El papel que jugaban en ese sentido los oficiales reales era central, según Bertrand, pues nos ha demostrado en este trabajo la manera en la cual los jóvenes peninsulares o criollos promovidos a los puestos de oficiales reales eran recibidos con los brazos abiertos por las familias con intereses económicos locales y regionales y —cosa importante— con hijas en edad casadera. No es extraño encontrar ciertos paralelismos, pues con los oficiales reales sucedía algo muy parecido —aunque con sus respectivas dimensiones económicas y sociales particulares— que con los mineros y comerciantes, que estudió Brading hace unas décadas: la llegada del joven cajero dependiente desde la península, casi siempre pariente en algún grado de patrón o paisano, el afianzamiento de lazos mediante el matrimonio, la renovación de la sangre y los contactos trasatlánticos. Más aún, nos lleva al esquema tan temido por la Corona —tan bien contado por John Leddy Phelan y Tamar Herzog para Quito—, el de las familias indianas que intentaban atraer a los oidores y ministros a un buen casamiento local, que generó tantas reales cédulas respecto a la ajenidad social que debía observar el magistrado para el bien juzgar en conciencia, subsanado por los tantos permisos del rey para el matrimonio entre oidores y damas locales, al menos hasta 1750.

Pero los oficiales reales no eran ni miembros de familias de comerciantes instaladas de uno y otro lado del Atlántico ni, mucho menos, togados de realce, miembros de las audiencias y del consejo de su Majestad. A su llegada a la Nueva España, los oficiales reales no tenían un peso importante dentro de las redes económicas en términos de producción o intercambio, ni mucho menos, la fuerza jurisdiccional de un togado. Estos jóvenes contadores, tinterillos de los dineros y chupatintas de los libros de cuentas, eran meros oficiales de pluma entendidos en las cuentas, libranzas y los diversos impuestos, pero que difícilmente tendrían una promoción hacia otros mejores empleos (como sí la había en el caso de los letrados). No obstante, estaban insertos en un punto neurálgico del sistema de la economía y el mercado, pues manejaban los ingresos y egresos de la actividad económica que pretendía fiscalizar con rigor la Corona. No eran, en realidad, un buen partido para las hijas de familias criollas acomodadas, o al menos en apariencia. Sin embargo, el estudio demuestra que estas familias estaban más que decididas a realizar estos matrimonios desiguales.

Al casar a los recién llegados oficiales con sus hijas, las familias locales adquirían un refrendo de pureza de sangre peninsular, algo que las mantenía en un estatus social importante. Pero, sobre todo, las familias y sus redes comerciales adquirían un operador de confianza en las aduanas y en todos aquellos puntos donde el comercio y el contrabando se daban la mano. El oficial real adquiría, en contraparte y al apoyar a sus nuevos parientes y en detrimento a la lealtad a la Corona, ser partícipe de una red de relaciones familiares y clientelares con intensos intercambios de favores y servicios que lo ponían en un lugar de prestigio social que posiblemente nunca habría tenido en la península: un nombre, una familia, una red, un linaje que las familias intentaban reproducir para proseguir con el control de facto de las oficinas de su Majestad.

Tenían también la posibilidad de enriquecerse fácilmente aunque no en demasía: en algunos ejemplos que nos muestra Bertrand, los oficiales no lograron hacer importantes fortunas en su mayoría. Esto permite a Bertrand demostrar claramente que los oficiales reales eran algunos de los pivotes del diálogo y la negociación continua entre la Corona y las élites económicas y de poder local, e incluso la punta de lanza en las negociaciones y conflictos entre las élites económicas locales y regionales, de las cuales participaban tanto criollos como peninsulares. Por cierto, esta perspectiva nos hace repensar el problema de los conflictos de intereses en la Nueva España como un conflicto de doble vía, es decir, intereses locales enfrentados entre sí, pero intereses locales unidos y enfrentados con respecto a los de la Corona, con lo cual se desdibuja la antigua percepción de conflictos entre criollos y peninsulares.

Hay muchísimos detalles en la obra de Bertrand que son dignos de mencionar, sobre todo en cuanto a la comprensión del proceso reformista del aparato de gobierno de la Corona. A partir del estudio del funcionamiento del aparato fiscal, a través de sus miembros, queda claro que toda la serie de medidas implementadas posteriormente a la visita de Gálvez no son más que la culminación de un lento y secular intento por reformar las instituciones que procede desde finales del siglo XVII. Vale la pena también destacar la minuciosidad del análisis de grupo de oficiales pues el trabajo de Bertrand fue en su momento, a decir de Carlos Marichal "el estudio más detallado jamás realizado sobre un grupo de funcionarios del imperio español".2 Marichal subraya al final de su reseña la pertinencia de llevar este análisis a un estudio comparativo, coincidiendo con lo dicho por Mark A. Burkholder, en su reseña al mismo libro, en el sentido de que un volumen parecido para el Perú sería un complemento muy bienvenido.3 Asignatura aún pendiente, hasta donde alcanzo a saber.

En resumen, podemos decir que la obra que reseñamos aquí ha pasado la prueba del tiempo y sigue teniendo vigencia no solamente como un aporte al conocimiento del aparato de gobierno de la monarquía, sino como propuesta metodológica de trabajo. Así que, quienes no se beneficiaron en su momento con la edición francesa, tienen ahora una impecable traducción en castellano a su disposición. Porque, como bien anotó Jorge Silva Riquer,4 el trabajo de Bertrand "nos abre una nueva perspectiva de estudio y sobre todo de explicación para entender los entramados políticos, económico, social y cultural que se entretejieron entre los funcionarios reales y los grupos regionales". Quisiera detenerme y hacer un quiebre para abandonar la obra de Michel Bertrand y ahondar brevemente en su contexto de producción historiográfica y en su importancia, más de una década después.

A finales de la década de 1980, como muestra isabelle Rousseau, la prosopografía fue puesta a discusión como una metodología útil (para otros inútil) que podría servir tanto a historiadores como a sociólogos para explicar la formación del Estado. A lo largo de aquella década, se comenzó a utilizar un recurso ya muy conocido en inglaterra desde hacía décadas gracias a los trabajos de Sir Lewis Namier, que se difundió entre historiadores franceses e italianos. La reconstrucción de las biografías colectivas de un grupo de individuos que compartiesen algo como una función, actividad o estatuto social, a partir de ciertas características como la educación o la carrera, haciendo énfasis en las redes de relaciones personales de los individuos y del colectivo que van desde los nexos y alianzas familiares y de amistad, la formación y dinámica de las clientelas hasta las lealtades y conflictos del tejido. La fuerza explicativa de la prosopografía puede ser muy fuerte, pues el detallado conocimiento de los nexos y la composición de las redes y colectividades —sobre todo de las que se insertan en el aparato del Estado, pero no sólo esas— permiten generar una comprensión distinta al análisis de clase o la teoría de las élites, en términos de las crisis, por ejemplo.

Algunos autores de la historiografía francesa de aquella década, como Autran, hicieron mucho énfasis en la prosopografía como sinónimo de la historia social de las instituciones. El estudio del comportamiento de los actores que mueven cotidianamente la maquinaria burocrática daba mayor comprensión de su estructura y su funcionamiento que el estudio del marco jurídico e institucional. Sin embargo, los distintos niveles de análisis de los datos personales de los miembros del colectivo pueden tener distintas densidades y el mal manejo del análisis en conjunto puede acarrear el peligro de oscurecer dinámicas importantes del grupo y de su inserción en otros nichos sociales.

Por ejemplo, la utilización de la prosopografía exigió adaptar recursos, como las computadoras, para el análisis cuantitativo al mejor estilo de la historia serial y estadística. El análisis de los orígenes, niveles socioeconómicos, trayectorias académicas y desempeño profesional de los miembros del colectivo, todos ellos datos cuantitativos, dejaban de lado aspectos cualitativos como los valores, cambios de mentalidades, en fin, el contexto cultural que da sentido a la acción de los seres humanos. La prosopografía, al igual que el análisis de redes sociales aplicado sin más, tenía entonces serias limitaciones a la hora de querer trascender la demostración de la estructura social del grupo, la regularidad de los perfiles socioprofesionales o las estadísticas matrimoniales, para pasar a un análisis de motivaciones, hábitos, disposición o mentalidades.

Esta preocupación por la comprensión de las lógicas de comportamiento, estrategias familiares, económicas y políticas de los miembros del colectivo de los oficiales reales novohispanos es lo que hace justamente a Bertrand reducir el uso de la cuantificación prosopográfica al mínimo justo y no aplicar en extenso todas las reglas habituales del método. Todo ello con objeto de poner en un diálogo constante la información cuantitativa con los datos cualitativos. Algo que se sigue olvidando en los análisis de redes sociales.

En suma, Grandeza y miseria del oficio... no es solamente una obra que aporta un conocimiento significativo de parte de la estructura del aparato de gobierno de la monarquía: es un trabajo cuya fina y compleja arquitectura metodológica sigue sirviendo como paradigma para la construcción de una historia sociocultural de las instituciones.

 

Notas

1 En Annales, vol. 56, núm. 2, pp. 535-538.         [ Links ]

2 Carlos Marichal, Estudios de Historia Novohispana, núm. 24, enero, 2001, pp. 179-182.         [ Links ]

3 Mark A. Burkholder, Hipanic American Historical Review, vol. 81, núm. 2, mayo, 2001, pp. 373-374.         [ Links ]

4 Jorge Silva Riquer, Historia Mexicana, vol. LII, núm. 2 [206], octubre-diciembre, 2002, pp. 551-556.         [ Links ]

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