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Signos históricos

versión impresa ISSN 1665-4420

Sig. his vol.13 no.26 México jul./dic. 2011

 

Artículos

 

La ley y el honor: jueces menores en la Ciudad de México, 1846-1850

 

Law and honor: minor judges in Mexico City, 1846-1850

 

Diego Castillo Hernández*

 

El Colegio de México * diecasthdz@yahoo.com

 

Recepción: 04/08/11
Aceptación: 19/01/12

 

RESUMEN

En este artículo se abordará la labor de los jueces menores y demás ciudadanos con carga concejil en los asuntos relacionados con robos livianos y con la policía de la Ciudad de México. Como trasfondo se observa una disensión entre el Ayuntamiento de la Ciudad de México y el gobierno del Distrito Federal entre 1846 a 1851, tiempo en el que estuvo vigente la Constitución Federal de 1824.

Palabras clave: justicia, delito, policía, alcaldes, conciliaciones.

 

ABSTRACT

The purpose of this paper is to examine the job of minor judges and other citizens that helped to run the council of Mexico City in cases of small account thefts and policy affairs related to common welfare. It can be observed a dissension among the city council and the government of Distrito Federal or Federal District between 1846 and 1851, under the rule of the Federal Constitution of 1824.

Key words: justice, crime, police, mayors, reconciliations.

 

INTRODUCCIÓN

Los juicios por delitos leves en la Ciudad de México, durante la primera mitad del siglo XIX, estuvieron a cargo de jueces menores, quienes eran electos por los vecinos —en la acepción de padres de familia con solvencia moral y económica— del cuartel en el que residían. Por jueces menores me refiero a jueces de paz, alcaldes constitucionales, de cuartel y de manzana, los cuales estuvieron presentes —ya fuese en convivencia con los anteriores o como sustitutos— en diversos momentos de la primera mitad del siglo XIX. Como estos funcionarios no estaban versados en cuestiones de derecho, su capacidad para resolver los casos dependía de una noción de justicia basada en el honor y la rectitud que tenían ante los demás moradores de la cuadra. Con frecuencia, los delitos menores fueron considerados "faltas de policía", término que vinculaba el orden público y la seguridad con la administración económica y política de los Ayuntamientos. El cumplimiento de las disposiciones de policía y seguridad involucraba una amplia gama de actores políticos y sociales, entre los que destacaban el Ayuntamiento, el gobierno federal y los vecinos de la ciudad.

El presente artículo tiene por objeto destacar las pugnas entre los empleados de las diversas instancias administrativas (ayuntamiento, vecinos, jueces menores y letrados) en torno a la impartición de justicia por delitos leves. Por lo tanto, no se trata de un recuento de los decretos aparecidos en la década de 1840 ni de un intento por delimitar de manera precisa las jurisdicciones reclamadas por las instancias de gobierno; las cuales se encontraban, aparentemente, traslapadas. En todo caso, me interesa resaltar las diversas interpretaciones acerca del funcionamiento de la ciudad, con la finalidad de inquirir las diversas acepciones que tenían las autoridades y los vecinos de la procuración de justicia ejercida en un territorio delimitado en unidades pequeñas como los cuarteles menores.

 

EL ESTADO MEXICANO Y LOS JUECES MENORES EN EL SIGLO XIX

El paso del Antiguo Régimen a la Modernidad ha sido definido como el tránsito de un orden jurídico pluralista (variedad de cuerpos jurídicos que no tienen un orden de prelación) a un ordenamiento jurídico monopolizado por el Estado liberal del siglo XIX. Ello significó que el nuevo Estado se arrogó la facultad de promulgar leyes y administrar justicia, en detrimento de los tribunales de las corporaciones. Este proceso significó la desaparición de diversas legislaciones y prácticas judiciales diseñadas para los miembros de las corporaciones y la construcción de un derecho que relegó a lo justo para convertir al Derecho en sinónimo de la ley.1 De esta forma, la justicia —entendida como "la capacidad de dar a cada uno lo que le corresponde"— perdió sentido con la introducción de una igualdad jurídica orientada hacia una realidad política que se basaba en la preservación de los derechos universales del hombre y la división de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial.

Cuando el Estado reclamó el control de la jurisdicción o la capacidad de administrar justicia —antaño fragmentada por diversos tribunales que tenían diferentes atribuciones en un mismo territorio— se creó la impresión de una superposición de facultades. De ahí que el precepto de que "la suprema jurisdicción reside radical y esencialmente en la nación, hallándose depositado su ejercicio en los tribunales y jueces establecidos por las leyes"2 mostraba la necesidad de centralizar las prácticas jurídicas en manos del Estado. Ahora bien, la jurisdicción denota tanto la facultad que tiene cierta autoridad para conocer un hecho, como el territorio sobre el que se extiende la autoridad del juez. Por lo tanto, se puede definir como "la potestad de conocer y sentenciar las causas civiles y criminales, a que va anexa la fuerza coactiva para hacerlas ejecutar".3 En ese sentido, los tribunales de Distrito delegaron a las autoridades locales de la Ciudad de México la capacidad de investigar y resolver los delitos considerados como faltas leves en la primera mitad del siglo XIX. La cesión de tales atribuciones serán mencionadas más adelante, cuando se expliquen las diferentes acepciones de policía que prevalecieron en el Distrito Federal.

La aparición del nuevo orden jurídico trajo consigo una serie de transformaciones en la concepción de la justicia. Hay que considerar que en el tránsito del Antiguo Régimen a la Modernidad, el juez fue despojado de la facultad de juzgar mediante un arbitrio que relacionaba lo justo con lo bueno y lo bello, convirtiéndose en un mero intérprete de la ley promulgada por el poder legislativo. Frente a estos puntos, la presencia de una jurisdicción encabezada por un individuo poco especializado en derecho supondría un retroceso en la construcción del nuevo Estado. Por ende, el término de modernidad jurídica en México —entendida como una centralización de las atribuciones judiciales en manos de un poder judicial y cuya máxima suponía el cumplimiento de la ley en menoscabo de la justicia— resultaría inoperante en una teoría del Estado moderno que no tomase en cuenta las condiciones políticas y sociales bajo las cuales se construyó el Estado mexicano. Hay que tener en cuenta que algunas prácticas jurídicas y legislativas del virreinato pervivieron en las nuevas instituciones, por lo cual se recurriría a un reduccionismo si fueran explicadas como elementos que entorpecían la formación del Estado.

Durante la mayor parte del siglo XIX, la Suprema Corte de Justicia estuvo sujeta a las decisiones del poder ejecutivo y legislativo, y, en el caso de la Ciudad de México, se convirtió en mero tribunal de apelaciones. Con la aparición del juicio de amparo, en la segunda mitad del siglo XIX, se le asignó la tarea de resolver asuntos contenciosos de los otros poderes. Además, la falta de recursos materiales y la escasez del erario hizo más dependiente al poder judicial, pues no logró contar con los medios suficientes para la administración de justicia, al no poder pagar los sueldos de los jueces, secretarios y demás empleados de los tribunales de primera instancia.

La transformación del sistema judicial fue una constante preocupación para los escritores políticos de la primera mitad del siglo XIX, debido a que el estado de la administración de justicia prevaleciente en cada nación era un reflejo del grado de desarrollo que ésta había experimentado conforme a los parámetros de modernidad y civilización. Para la década de 1840, las instituciones encargadas de prevenir y corregir los delitos en la Ciudad de México parecían encontrarse en franca decadencia ante el incremento del número de asaltos y robos que se cometían en la capital de la república.4 El delito era concebido como "lo hecho con placer de uno o en deshonra de otro" y vinculaba el daño ocasionado con una afrenta al honor. Por lo tanto, la presencia de robos y demás delitos eran considerados males que involucraba a toda la sociedad.5 La ignorancia y la pobreza en que vivían la mayoría de los habitantes del país eran consideradas las principales causas que obligaban a los individuos a delinquir, puesto que éstas impedían discernir entre el bien y el mal. Por esta razón, los sectores populares fueron considerados los más propensos a delinquir y la mayoría de las disposiciones legales —tanto de prevención de delito como de purgación de penas— estuvieron dirigidas a controlar la conducta de los miembros de estos grupos. En este tenor, Mariano Otero expuso:

En estas clases infelices [...] la ignorancia, el error, las preocupaciones, la miseria y la abyección constituyen su funesta herencia, corrompen al hombre desde los primeros días de su vida, de suerte que cuando se comienza a obrar, todo lo inclina al vicio y nada lo separa de él.6

Desde finales del siglo XVIII, el Estado intentó reformar las costumbres de las clases populares; una solución fue el endurecimiento de las penas contra la vagancia y la creación del Tribunal de Vagos en 1828. Pese a que este tema no será tratado aquí, hay que indicar que el control de la vagancia fue una de las preocupaciones de los sucesivos gobiernos del México independiente.7

Otra de las preocupaciones de los miembros del Ayuntamiento y de los jueces menores fue la correcta administración de justicia en los casos de actos reputados como delitos leves, es decir, los robos simples cuyo monto no excediera la cantidad de 100 pesos, las heridas producidas en riñas y que a la postre no resultasen de gravedad y todo tipo de injurias personales. Este tipo de infracciones debía ser castigado con una pena máxima de seis meses en casas de corrección, tiempo que el recluso dedicaría al trabajo público. Por lo general, el robo simple era cometido al interior de las viviendas o en lugares públicos como las pulquerías, tiendas y vinaterías.8 Entre los objetos más robados se encontraban las prendas de vestir, debido a la relevancia que cobró el mercado textil y al prestigio que traía consigo portarlas. Al parecer, varios de los ilícitos ocurrían a plena luz del día y prevalecía un ambiente de impunidad. Cabe aclarar que estas infracciones eran consideradas como "faltas de policía" y su castigo competía al Ayuntamiento de la ciudad y al gobierno del Distrito. Como se verá más adelante, había una pugna entre ambas instancias al momento de calificar la pena y proponer medidas preventivas y correctivas para atacar el problema.

 

EL DISTRITO FEDERAL Y EL AYUNTAMIENTO DE LA CIUDAD DE MÉXICO

Antes de explicar los problemas jurisdiccionales entre el gobierno del Distrito Federal y el Ayuntamiento, expondré de manera breve el contexto en el cual surgió el primero, así como las tensiones que generó a las demás instituciones administrativas que previamente ocupaban ese territorio.

La mayoría de los miembros del Congreso Constituyente de 1824 coincidieron en que debía asignarse un lugar en el que residieran los poderes federales de la nación. Tras discutirse las diversas propuestas que plateaban dónde se debía establecer este lugar, el 18 de noviembre de 1824 se estipuló que la Ciudad de México se convertiría en el lugar de asentamiento de los poderes supremos. La causa de la designación de este territorio fue un triunfo de las élites comerciales y políticas de la Ciudad de México por convertirla en la capital de la República, en abierta pugna con las autoridades del Estado de México, quienes deseaban establecer en algún lugar de su jurisdicción el centro político de la nación.9 El territorio asignado al Distrito comprendía ocho kilómetros a la redonda de la Plaza de la Constitución. El gobernador del Distrito —personaje designado por el presidente de la República— era la máxima autoridad de este espacio administrativo. El Ayuntamiento de la Ciudad de México y de las demás municipalidades y pueblos comprendidos en esa jurisdicción perdieron algunas de las atribuciones que la Constitución de la Monarquía Española de 1812 había designado a los ayuntamientos. A lo largo del texto se resaltarán las pugnas en materia de orden público, policía y administración pública que prevalecieron entre los miembros del Ayuntamiento y el gobierno del Distrito.10

 

LOS CONCEPTOS DE POLICÍA Y TRANQUILIDAD PÚBLICA EN EL CONFLICTO INSTITUCIONAL

Hay que precisar que el conflicto institucional, como ha sido designado por varios estudiosos, estaba relacionado con la forma de entender la noción de policía de la ciudad. Debido a la ambigüedad del concepto, su utilización resultaba un tanto confusa, pues a menudo estas dependencias desconocían las atribuciones que tenían en esa materia y entorpecían la administración de justicia, además no había consenso de una acepción unívoca del término. En términos formales, el Ayuntamiento consideraba a la policía como un arte o ciencia para la buena marcha del gobierno económico de los pueblos, enfocada en la conservación y el decoro de lugares públicos, la supervisión del abasto de alimentos a la población, la persecución de la embriaguez en las calles y los escándalos públicos, entre otros. Por lo tanto, abarcaba numerosas actividades, entre las que se encontraban:

[...] la disciplina de las costumbres, la salud pública, la reforma de los abusos que pueden cometerse en el comercio, los víveres, la seguridad y tranquilidad general, la limpieza de las calles, la solidez de los edificios, la observancia de los estatutos, leyes, bandos y ordenanzas municipales, la represión de los juegos, del uso de la armas, de la ociosidad u holgazanería, y de todas aquellas acciones que aunque poco o nada criminales por sí mismas, pueden resultar malas u ocasionar crímenes o males a los ciudadanos.11

Los ayuntamientos reclamaban el cumplimiento de estas funciones. Para preservar la tranquilidad contaban con los alcaldes auxiliares, ciudadanos nombrados por sus vecinos, encargados de vigilar la ciudad, sorprender a los delincuentes in fraganti y remitir a los sospechosos con los jueces.12 Los auxiliares debían ayudar a los miembros del Ayuntamiento con la preservación del orden público y con la aprehensión de quienes incitasen al desorden y violaran los bandos de policía. Este concepto de policía no hacía una distinción entre el orden público y el privado; por ejemplo, las disputas domésticas de los cónyuges afectaban la conservación de la paz pública.13

Además de esta noción de policía, había otra que comprendía la presencia de un cuerpo armado dedicado únicamente a la preservación de la seguridad pública, el cual estaba subordinado al gobierno del Distrito. Los auxiliares eran los encargados de perseguir a los delincuentes; sin embargo, su presencia no fue continua debido a que siempre dependió del ejército y sufrió varias modificaciones. En teoría, los dos conceptos están vinculados con ámbitos institucionales que pretendían imponer un proyecto de orden público en la Ciudad de México. En el caso del Ayuntamiento, era un concepto amplio que precisaba gran número de personas para poder observar las ordenanzas, bandos y demás legislaciones, amén de que el número de regidores no fuera suficiente para abarcarlo. La injerencia del gobierno en los problemas de la ciudad hacía que la procuración de justicia en la Ciudad de México durante la primera mitad del siglo XIX fuese susceptible a los vaivenes políticos, así como a la continua tensión entre el gobierno (tanto federalista como centralista) y la autoridad local representada por el Ayuntamiento de México. Ello no significó que las calles de la ciudad se convirtieran en territorio sujeto a una guerra sorda entre las dos instancias; el cabildo reconocía la subordinación del Ayuntamiento al gobierno general; sin embargo, las pugnas aparecían cuando habían huecos legales que no estipulaban jurisdicciones ni señalaban responsabilidades.14

Aunque la administración de justicia en los delitos leves estaba a cargo del Ayuntamiento, el presidente de la República podía intervenir en asuntos de seguridad pública y en procedimientos de impartición de justicia, ya fuese por mediación del gobernador del Distrito o por el ministerio de justicia.

 

EL ESPACIO URBANO Y LA NOCIÓN DE POLICÍA

Con la finalidad de entender cómo se pretendía aplicar el concepto de policía del Ayuntamiento en el espacio administrativo de la Ciudad de México, se debe precisar que, durante la mayor parte del siglo XIX, la ciudad estuvo dividida en 32 cuarteles administrativos. La organización de la urbe en cuarteles y manzanas databa de los últimos años del siglo XVIII y supuso un intento por controlar el espacio a partir de postulados geométricos que estuvieran en consonancia con las nuevas ideas económicas, fiscales y de control social. De acuerdo con los lineamientos ilustrados, la administración pública y la justicia debían ceñirse a nociones abstractas y totalizadoras.15 Los funcionarios ilustrados y los liberales del siglo XIX intentaron romper, de manera paulatina, con las diversas jurisdicciones y fueros para poder propagar, hasta el último recoveco, la presencia de la autoridad mediante la educación y morigeración de los habitantes. Ello presuponía el rompimiento entre el individuo y las instituciones corporativas —como las cofradías, gremios y tribunales— que impedían una organización social basada en el contrato social, la igualdad jurídica, la libertad económica y el derecho de propiedad privada. En el contexto mexicano de la primera mitad del siglo XIX prevalecieron el fuero religioso y militar, elementos considerados poco convenientes en una teoría política clásica del Estado moderno. En tal caso, no se puede hablar de la emergencia del individuo tal como la ha presupuesto la historiografía europea, debido a que los lazos de parentesco determinaban las relaciones laborales y sociales. La precaria situación económica y la falta de credibilidad en las instituciones exacerbaron el fortalecimiento de las redes de parentesco.16

A la par de la división de la ciudad en cuarteles de 1782 se creó la figura del alcalde de barrio —antecedente de los jueces menores de la primera mitad del siglo XIX—, cargo honorífico e irrenunciable, quien estaba a cargo del orden y buen gobierno de cada uno de los 32 cuarteles menores. La segmentación de la ciudad en unidades administrativas presuponía un mejor control de los habitantes en términos estadísticos y fiscales, amén de una forma de detener el gran número de robos y faltas a la policía que se cometían de manera cotidiana en la ciudad. Calles y plazas fueron sometidas al escrutinio de la autoridad, a la vez que se intentó que los vecinos notables tomaran parte en la temperación de las costumbres. Años más tarde, Juan Rodríguez de San Miguel explicaría que la nueva organización de la ciudad era el resultado de concentrar la jurisdicción en manos de las autoridades virreinales y una sesión de ésta a subordinados:

[...] la octava parte del vecindario que extendida sin método al todo [sic]; pues esto no embaraza que aunque por causa de mayor utilidad y conveniencia se distribuya el ejercicio de la potestad y jurisdicción, quede sin embargo indemne la jurisdicción acumulativa que corresponde a las autoridades para celar, rondar, conocer y proceder en cualquiera parte de la ciudad.17

La jurisdicción acumulativa es la facultad que tiene un juez de conocer "a prevención de las mismas causas de otro" juez, en especial de un subordinado.18 Esta forma de parcelación de facultades fue utilizada por los jueces letrados para obligar a los subalternos a cederle un caso cuando las circunstancias en que había ocurrido fueran extraordinarias y supone un proceso de conformación de los juzgados del Estado moderno. Se puede observar que esta división de la ciudad continuó durante la mayor parte del siglo XIX, al mismo tiempo que surgían nuevas instituciones administrativas y jurídicas que pugnaban por el predominio territorial.

Los jueces menores se desempeñaron en este marco jurídico administrativo. La dilatada extensión territorial de la ciudad y la necesidad de atender múltiples ramos obligó a que los miembros de la corporación edilicia delegaran varias tareas administrativas en los vecinos de los diversos cuarteles. Tras la promulgación de la Constitución de 1824, las autoridades convinieron que, mientras se creaba un tribunal de justicia para el Distrito, les fuera encargado a los regidores la administración de justicia en delitos leves, así como tener conocimiento de los delitos graves cuando un juez de primera instancia estuviese impedido de hacerlo y realizar las primeras diligencias en casos de homicidios y riñas que resultasen mortales.19 Para facilitar la justicia se estipuló que las "injurias puramente personales" y los robos con violencia debían ser resueltos mediante conciliación y juicios verbales. Estaban exceptuados de este recurso todos los juicios que estuviesen en litigio, los concursos de capellanías, causas eclesiásticas, fondos de los pueblos y establecimientos públicos.20 Mediante estas diligencias se buscaba aligerar el trabajo de los jueces letrados, sin la necesidad de recurrir al litigio, considerado por varios como una vía de resolución funesta para el arreglo de pugnas entre particulares que no tenían mayor repercusión para la tranquilidad pública.21 Los alcaldes también eran encargados, junto con los auxiliares, de preservar el orden público en el área y en caso de homicidios y robos mayores, debían llevar a cabo las primeras diligencias y avisar a la autoridad competente. Por lo tanto, eran considerados agentes de policía, en la acepción de buen gobierno, y por ende, estaban obligados a cumplir con los bandos de policía.

El Distrito Federal, cuyo surgimiento fue explicado líneas antes, supuso un cambio en la manera de operar en la forma de administrar justicia, pues se estipuló que los jueces de letras se encargaran de los delitos de primera instancia mientras que la Suprema Corte de Justicia considerara los casos de segunda y tercera instancia.22 Empero, las resoluciones del presidente de la República afectaron las decisiones de la Corte Superior. Los jueces menores eran los responsables de juzgar los delitos menores. Como se mencionó, muchos legisladores decían que este tipo de funcionarios no estaban versados en los procedimientos legales necesarios para perseguir los delitos. De ahí que a lo largo de la referida época fueron impresas muchas obras que intentaban inculcar los preceptos jurídicos, a la vez que pretendía dotar preceptos de derechos ciudadanos.23 Ya se mencionó que los alcaldes constitucionales no eran designados por los superiores sino entre los vecinos-ciudadanos, los cuales debían tener fama de hombres de bien, industriosos y de conducta intachable. En el caso de las conciliaciones, concernientes de manera exclusiva a injurias personales, estos funcionarios desempeñaban un papel semejante al de paterfamilias, es decir, utilizaban su autoridad para reprender a los querellantes y solucionar el conflicto de manera semejante a como lo haría un padre en el ámbito doméstico.24 Lo público y lo privado no se encontraban totalmente diferenciados y el concepto de honor estaba vinculado a la noción de ciudadanía.25

 

LA ADMINISTRACIÓN DE JUSTICIA EN LA CIUDAD DE MÉXICO DURANTE EL RESTABLECIMIENTO DE LA REPÚBLICA FEDERAL (1846-1849)

El 22 de agosto de 1846 el presidente interino Mariano Salas restableció el sistema federal y la Constitución de 1824. La independencia de Texas y la guerra con Estados Unidos, el rechazo de varios departamentos a las medidas políticas y económicas del poder ejecutivo y la pobreza del erario, fueron algunos de los factores que influyeron en la derogación del sistema centralista. El cambio de sistema de gobierno afectó las relaciones entre el Ayuntamiento de la Ciudad de México y el poder ejecutivo; a la vez que creó una nueva dinámica entre la Suprema Corte de Justicia y el poder legislativo con los demás poderes residentes en el Distrito Federal. Años atrás, el poder judicial no tenía muchas atribuciones en el territorio del Distrito debido a que únicamente funcionaba como tribunal contencioso. Desde 1845, el presidente José María Herrera le asignó un fondo especial para darle cierta autonomía financiera; aunque las vicisitudes económicas, la guerra entre México y Estados Unidos y la escasa recaudación fiscal impidieron que el poder judicial dispusiese de estos recursos.26

Entre 1846 y 1849 fueron redactados cuatro decretos que intentaban hacer más eficiente la procuración de justicia en la capital del país. En esta etapa, el Distrito Federal continuó siendo una zona de influencia del ejecutivo y los asuntos concernientes al buen funcionamiento de la ciudad —entre los que se destaca la prevención de delitos leves, la seguridad pública y el orden social— fueron una prerrogativa del presidente de la República. Ello no significó que los decretos se pudieran cumplir al pie de la letra. Las causas que impidieron su cumplimiento fueron varios aunque su enumeración no corresponde a los intereses de este artículo.

Ante el incremento de asaltos y robos a los habitantes que sufría de manera constante la capital, el presidente Mariano Salas emitió el decreto del 12 de julio de 1846 que pretendía hacer más expedita la administración de justicia. Este decreto sustituyó al que estaba vigente desde 1836, en el que los jueces de paz remplazaban al síndico como el apoderado legal de los pueblos. De acuerdo con la ley centralista de 1836 los jueces de paz —además de fungir como representantes del común— eran designados por el prefecto y sólo podían ocupar el cargo por un año sin posibilidad de ser nombrados de nuevo. Los referidos jueces de paz estaban facultados para llevar juicios verbales hasta por la cantidad de 100 pesos, realizar conciliaciones por cualquier cantidad y su sentencia era inapelable. Además de estas ocupaciones, aquéllos debían de encargarse de la policía y buen gobierno del Ayuntamiento, en especial de la recaudación de impuestos municipales, administración de bienes y arbitrios, supervisión de los panteones y escuelas de primeras letras.27

La aparición de estos jueces de paz no significó el cese de los alcaldes constitucionales, quienes continuaron administrando justicia en los ocho cuarteles mayores hasta junio de 1848, cuando fueron sustituidos por los alcaldes de manzana. Aunque se desconoce la diferencia entre las atribuciones de un juez constitucional y uno de paz, se puede inferir que los últimos tenían que revisar los casos que los jueces de primera instancia no tenían tiempo de proseguir por tratarse de delitos leves. Al parecer, se trata de una superposición de jurisdicciones acumulativas que generó algunos problemas en cuanto a la interpretación de los decretos, como el que expondré líneas adelante.

El mencionado decreto de 1848 también eliminó la presencia de los hombres buenos en los juicios verbales y conciliaciones, debido a que solían concurrir a los juzgados ciertos tinterillos —pasantes de derecho— que ejercían la función de los hombres buenos a cambio de dinero.28 Los hombres buenos eran vecinos reputados que fungían como una especie de aval moral de las conciliaciones y juicios verbales. Este decreto también contemplaba que los delincuentes cuyas faltas no pudieran alcanzar pena pecuniaria, deberían trabajar algún tiempo en los talleres de la Acordada, con el fin de que pudiesen conmutar su pena por una multa a efecto de disminuir la cantidad de días de arresto. Se había observado que no era conveniente mezclar a los acusados de faltas leves con reos que purgaban sentencias por delitos graves. Como se mencionó, la idea de convertir a la prisión en establecimiento correccional y no en sitio de escarmiento estaba tomando adeptos. Empero, el mismo decreto contemplaba que en caso de reincidencia en hurtos simples (rateros) o casos de embriaguez, el detenido sería incorporado a los cuerpos que resguardaban la frontera norte.29

Sin embargo, a los pocos días de publicado el decreto, el gobernador del Distrito expidió una circular donde explicaba que a causa de la guerra con Estados Unidos no se habían proveído los fondos destinados al pago de las costas —costos del juicio— estipulados por el ejecutivo. También indicaba que todavía no se había aprobado el reglamento para celebrar las elecciones para designar a los jefes de paz. El 17 de febrero del siguiente año se promulgó un reglamento provisional que indicaba que el Ayuntamiento debía nombrar un comisionado que se encargase de las elecciones.

Los miembros del cabildo aceptaron de buen grado las atribuciones del decreto y organizaron las elecciones, conforme lo disponían las prácticas representativas de la época. Como se mencionó antes, sólo podían participar en las elecciones de funcionarios locales, los vecinos que habían residido en el mismo lugar por espacio de dos años y que tuvieran un modo honesto de ganarse la vida. Para ejercer el derecho a voto se debía tener una profesión que proporcionara solvencia y ser residente por el mismo lapso que el requerido para los candidatos. Antes de la votación, el cabildo repartía las boletas en casa de los electores, quienes debían acudir un domingo a un lugar previamente seleccionado y depositar su voto. Los regidores eran los encargados de revisar el proceso electoral, contar los votos y designar al ganador. En caso de que no hubiera suficientes votos para designar al ganador o cualquier otra irregularidad, los regidores debían designar al encargado del cuartel.

El día de las elecciones aparecieron numerosos problemas que no pudieron ser resueltos por el Ayuntamiento. En varios cuarteles no pudieron celebrarse las votaciones porque no se había levantado un padrón de electores, como fue el caso del cuartel menor número cinco:

[...] no teniendo ningún padrón, como ni tampoco datos de ninguna clase que me den a conocer, un aproximado del número de votantes de este cuartel, y acreditando la experiencia que aún cuando la ley conmina con penas a los omisos y en las que con anterioridad se les ha repartido boletas, se hacen difícilmente las elecciones por falta de concurrencia de los ciudadanos, me veo en la necesidad de preguntar a usted, si será válida y legal la elecciones [sic].30

En otro cuartel, la falta de un padrón de vecinos y la ignorancia de los regidores provocó que un general de Brigada fuera designado como ganador. Éste avisó al Ayuntamiento que los miembros del ejército estaban exentos de ocupar cargos concejiles, amén de que tampoco era válida la elección porque debido a la premura con que se organizaron las elecciones, no todos los electores habían recibido las boletas en sus domicilios. Otras quejas indicaron que el Ayuntamiento no avisó del lugar en que se depositarían los votos y los ciudadanos no pudieron acudir o que resultó ganadora una persona que tenía dos años de no radicar en ese cuartel. Como se puede apreciar, las fallidas elecciones expusieron la falta de organización del Ayuntamiento en materia de levantamiento de censos y el escaso interés de los vecinos por participar en la preservación del orden público.

La escasez de funcionarios y las difusas atribuciones señaladas en el decreto provocaron un debate acerca de las facultades que tenía cada funcionario para administrar justicia. En los cuarteles donde no había sido designado un juez de paz era imposible consignar un escrito sumario. Por lo tanto, los juzgados de letras urgieron a las autoridades municipales para que, en los cuarteles donde no había un funcionario disponible, los miembros de los cuarteles vecinos estuvieron obligados a conocer a prevención de los delitos leves y remitir a los juzgados de letras una relación del suceso y el resultado de las primeras indagatorias. Varios jueces de paz no querían aceptar la carga de trabajo de otro cuartel y recomendaron que los alcaldes constitucionales se encargaran de ese tipo de delitos. Sin embargo, los juzgados de letras respondieron que los constitucionales no podían hacer ese trabajo, ya que además de las conciliaciones, juicios verbales y otras diligencias jurídicas debían hacerse cargo de sus ocupaciones municipales.31 A su vez, el gobierno del Distrito replicó que los jueces de letras también debían participar en la resolución de delitos leves, argumentando que el artículo 11 del decreto estipulaba que los jueces de letras seguirían recibiendo las consignaciones de diversas autoridades, amén de que no sólo debían enviar los expedientes de mayor importancia a los jueces de paz y a los alcaldes constitucionales para que dictasen sentencia.32

De esta manera, la capacidad para determinar la gravedad de un asunto y si éste merecía una revisión no recaía únicamente en el juez letrado en turno, sino también en la decisión de alcaldes constitucionales y jueces de paz. Para zanjar las críticas que el Ayuntamiento hacía de dicho decreto, un asesor del gobernador escribió en una circular que la finalidad de ese decreto era agilizar la expedición de justicia en delitos leves y para lograr ese objetivo: "Las leyes se han de entender no por sus palabras literales sino por el verdadero sentido de ellas y el objeto y fin que se proponen";33 lo cual le otorgaba a la interpretación un carácter ambiguo que podía ser utilizado en beneficio de cualquier instancia de gobierno involucrada y que corrobora la aserción de Rodríguez Kuri con respecto al terreno en que se libraban las disensiones entre ambas instancias de gobierno.

El Ayuntamiento sugirió al gobierno del Distrito que el fracaso de las elecciones de jueces de paz y la confusión acerca de a quién le correspondía impartir justicia había demostrado que no era conveniente el nombramiento de 32 agentes y proponía que los alcaldes constitucionales continuaran a cargo de estas obligaciones. El gobernador del Distrito alegó que ese decreto sólo podía ser derogado por el congreso. Los miembros del cabildo no estaban en contra de que los vecinos se encargasen del orden público en las calles, lo que solicitaban era que se nombraran a personas que tuviesen las capacidades morales e intelectuales para cumplir con el trabajo.

Asimismo, para impedir que el clima de inseguridad pública prosiguiera en el Distrito Federal, en enero de 1847, el ejecutivo decretó la creación de jefes de cuarteles menores y de manzanas, los cuales estarían bajo las órdenes del gobierno del Distrito a través de una junta superior de policía. Con las premisas de que "nadie cuida su casa mejor que el dueño de ella", y que la presencia de un cuerpo encargado de preservar el orden no bastaba para la erradicación de los crímenes si no había un sistema eficaz para la procuración de justicia, este documento estipulaba que ninguno de los habitantes de la ciudad podía excusarse del nombramiento de un cargo público. De esta manera, los vecinos debían organizar rondas por el vecindario y velar por la propiedad privada y la vida de los habitantes.34 La junta superior estaría compuesta por tres individuos que resultasen electos entre los jefes de cada cuartel. Ellos tenían la obligación de informar al gobierno del Distrito de las novedades en materia de seguridad, proponer medidas relacionadas con el orden público y vigilar que los subalternos no causasen problemas a los habitantes de la ciudad. Para ser candidato a la junta, era necesario ser mayor de 30 años y tener una profesión que les procurase un ingreso mensual de 3 000 pesos.35

Los jefes de cuartel tenían la obligación de realizar un padrón de la zona, mantener el orden y la seguridad, remitir al gobierno los partes diarios que recibían de los jefes de manzana y evitar el abuso de autoridad de éstos. Asimismo, les estaba permitido administrar justicia en delitos leves cuyo monto disputado no excediera los tres pesos.

En cuanto a los jefes de manzana, ellos tenían la obligación de levantar un padrón de vecinos, nombrar tres ayudantes que les auxiliasen en la labor de vigilar esta jurisdicción reducida y organizar rondas con ayuda de los moradores. También debían vigilar los mesones y dar parte de los vagos y mal entretenidos. Les estaba vedado realizar conciliaciones y juicios verbales. En caso de atrapar a un delincuente in fraganti debían presentarlo ante los jefes de manzana o a los demás jueces menores encargados de resolver estos casos. La presencia de los vigilantes de manzana no se superponía a la labor que desempeñaban los alcaldes auxiliares, quienes debían ayudar a los jueces menores en las diligencias jurídicas, ya fuese mediante las citas a los vecinos, obtención de declaraciones y conducción de presos a las cárceles.

Varios jueces de paz y demás empleados del Ayuntamiento renunciaron a sus cargos durante la ocupación del ejército estadounidense.36 Pese a que en abril de 1847 el gobierno había intentado asegurar la pervivencia de juzgados y administración de justicia en caso de que la ciudad fuera tomada por parte del ejército estadounidense, una vez que las tropas extranjeras llegaron a la ciudad, los tribunales de la justicia federal estuvieron inhabilitados y el Ayuntamiento fue la única instancia que pudo administrar justicia y asegurar la seguridad pública. La ausencia de jueces menores y fuerza pública hizo que el clima de inseguridad aumentara y los habitantes de la ciudad no supieran a quién debían recurrir para resolver un delito. Los regidores tenían que buscar otros vecinos que reemplazaran a los jueces de paz, los cuales desaparecían al poco tiempo y los jueces letrados recibían las diligencias preliminares ya que ignoraban el domicilio de los jueces recién nombrados. Pese a que este puesto era irrenunciable, a excepción de un impedimento físico, varios vecinos adujeron el sufrimiento de una enfermedad seria o asuntos de fuerza mayor para poder salir de la ciudad en plena ocupación del ejército estadounidense. Uno de los alcaldes declaró que una dolencia aguda del hígado le impedía continuar con sus funciones y varios anunciaron que su condición económica era precaria y debían salir de la ciudad en busca de familiares que les apoyasen.37

La inseguridad de los caminos y lugares públicos prevaleció tras la salida de las tropas estadounidenses. Una vez recuperada la capital por el gobierno federal, el presidente José María Herrera promulgó un decreto en el que todos los robos, riñas y homicidios que tuvieran lugar en la ciudad fuesen solucionados por juicios verbales.38 Para lograr este propósito, el gobierno dispuso que en cada cuadra o manzana fueran nombrados dos alcaldes, quienes sustituían a los alcaldes constitucionales y jueces de paz con las mismas atribuciones que tenían sus antecesores. Según el decreto, las disposiciones sólo estarían vigentes el tiempo necesario para organizar un nuevo tribunal de primera instancia dividido en distritos. El cabildo consideró esta medida poco atinada, pues a su juicio no era conveniente nombrar entre los vecinos a otros 600 funcionarios, además de los alcaldes auxiliares, jefes de cuartel y manzana. Los capitulares adujeron que en la ciudad no había tantos habitantes con las luces y el conocimiento suficientes para llevar a cabo los juicios verbales. Puesto que la mayoría de los alcaldes de manzana eran incapaces de realizar un censo de habitantes, no se les podía exigir que tuvieran el entendimiento necesario para sustanciar un juicio verbal, mismo que exigía realizar una investigación sumaria y determinar en poco tiempo una resolución. Además de la incapacidad de los vecinos para realizar un padrón para las elecciones, estaba presente el "egoísmo y la falta de patriotismo" de los alcaldes de manzana que renunciaban al cargo.39 Por su parte, los vecinos que detentaban carga concejil tenían la percepción de que ni el Ayuntamiento ni los habitantes del cuartel los apoyaban en la vigilancia de la zona.

La corporación municipal envío una representación al ejecutivo para que se derogase a los jefes de cuartel y de manzana. Según el cabildo, el decreto en cuestión no podía funcionar por los vicios que venía arrastrando la deficiente administración de justicia por parte de los jueces menores, los cuales estaban imposibilitados para juzgar homicidios y robos agravados en juicios sumarios y orales. Los regidores expresaron que el decreto era contrario al artículo 36 de la Constitución de 1824, que determinaba la facultad del legislativo de erigirse como consejo supremo para que fuera "consultado [...] por los agentes de los poderes ejecutivo y judicial, o implorado por las víctimas de las infracciones constitucionales o de las interpretaciones arbitrarias de las leyes".40 Concluía la exposición enunciando que las providencias para sustanciar los delitos graves entorpecían las causas con "perjuicio de la expedita administración de justicia y de la vindicta pública".41 Hay que entender la vindicta como la necesidad de castigar los delitos para dar un ejemplo a la sociedad.

Pese a que este decreto pretendía agilizar los trámites de expedición de justicia, la práctica demostró que no había una comunicación efectiva entre los diversos encargados de administración de justicia y preservación de la seguridad. Ejemplo de lo anterior es el escrito que los vecinos de un cuartel dirigieron al gobierno del Distrito para informar del estado de desamparo que prevalecía en la cuadra. Los vecinos decidieron organizar guardias nocturnas para hacer frente a la inactividad del jefe de manzana. Según ellos, en menos de un mes habían descubierto ladrones en una azotea, aprendido a un sujeto que intentaba desvalijar a un transeúnte, separado a dos hermanos que reñían, ayudado a un guarda faroles a quien despojaron de sus herramientas, así como detenido a una persona que amagaba a un guardia.42 Los habitantes del vecindario expresaban su desaliento por dedicar largas horas en socorrer no sólo a los vecinos de la cuadra sino de otras manzanas, las cuales también carecían de vigilancia.

En esas rondas solían participar diversos grupos sociales, desde los que gozaban de reputación y merecían "más consideraciones", hasta los "más infelices".43

Entre los participantes no era raro encontrar artesanos, quienes a pesar de que sus labores "no les permitían distraer ningún tiempo su trabajo necesario para el sustento de él y de su familia" se incorporaban a la vigilancia de las calles.44 No se puede hablar de identidad local —circunscrita a una manzana o cuartel— debido a que se desconocen los vínculos que permitían reafirmar una pertenencia local entre los miembros de una sociedad muy heterogénea. En su lugar prefiero utilizar al interés, enfocado a la protección de los bienes y la vida de los vecinos, como elemento en común, en un tiempo en que el desasosiego cundía por toda la ciudad. Hay que destacar que la Ciudad de México estaba compuesta, en la década de 1840, por una sociedad muy heterogénea "con una notable y compleja estratificación social en la que contrastaban los extremos de la pobreza y la riqueza".45

La alusión a la procedencia social de los vecinos en los documentos es muy parca, razón por la cual es difícil determinar la noción de justicia de cada uno de los involucrados. Sin duda, los protagonistas más importantes fueron los jueces menores, no sólo por el papel que se les había asignado sino porque tenían conflictos con todos los involucrados. Muchos residentes veían al empleado del Ayuntamiento como alguien ajeno a los intereses de los demás, al mismo tiempo que los regidores tampoco consideraban que éstos pertenecieran o estuvieran interesados en las vicisitudes de la corporación.

A menudo los jefes de cuartel fueron acusados de venalidad y abuso de poder. Cuando los vecinos del cuartel 23 solicitaron la remoción de José Francisco Bonilla, jefe del citado cuartel por el abandono y descuido en que tenía la seguridad pública, el cabildo escribió al gobierno del Distrito para saber qué institución debía removerlo. El gobernador respondió que esa función correspondía a los munícipes. Más allá de que este tipo de casos no estuvieran contemplados en la legislación de la época, es importante preguntarse si los integrantes de la corporación edilicia no querían evitar la responsabilidad de cesarlo y que el gobierno del Distrito hiciera ese trabajo.46 Los procesos instruidos contra los jueces menores remisos a trabajar por el bien público y acusados de abusar de sus atribuciones, son una muestra del traslape jurisdiccional que privó en esa época.

El juicio sumario realizado a Bonilla muestra varias aristas. Por un lado remite a una concepción de honor vinculada al ámbito local, en la cual su conducta no sería juzgada en tribunales sino puesta en escrutinio por los residentes del cuartel y las autoridades del Ayuntamiento. También da pauta de la relación con sus vecinos. No se trata de saber si Bonilla es culpable de los cargos que se le imputan sino que estas declaraciones fueron realizadas por los vecinos de su cuartel, y remiten a una dimensión local de vigilancia pública que refleja conflictos entre los habitantes del mismo. Los testimonios describen la conducta pública de un hombre, cuyo "honor y reputación" estaban en entredicho. Bonilla fue acusado por un guarda de tabaco, que tenía un despacho público, por robarle dos recibos de pago y encerrarlo en casa de un vecino cuando protestó. El quejoso había entablado un pleito por la misma causa ante la Suprema Corte. Ese mismo vecino lo acusó de que daba órdenes a la ronda sin tener la facultad de hacerlo, pues no hay que olvidar que éstas se encontraban bajo las órdenes del jefe de manzana. También fue denunciado por una comerciante por obstaculizar un juicio verbal al presentarse en casa del juez. El dueño de una tienda alegó que el acusado actuó de mala fe tras solicitar su ayuda para resolver un conflicto que tuvo con una mujer a la que le había prestado dinero. Ella había dejado como prenda unas enaguas que fueron roídas por un ratón. Como el acusado se negó a pagar el remiendo de las enaguas, Bonilla le impuso una multa, la cual le fue requerida de manera extemporánea.47

Llama la atención que los detractores de Bonilla eran dueños de pequeñas tiendas de barrio que constituían un centro de sociabilidad e intercambio de diversos objetos.48 La carestía de alimentos y las fluctuaciones de la economía obligó a los habitantes de la ciudad a solicitar préstamos a los vecinos adinerados dejando en prenda diversos objetos, entre los que destacaban la ropa y accesorios de vestir.49 De todos ellos, las enaguas eran la prenda más empeñada por ser el atuendo femenino más utilizado.50

Bonilla se defendió de las acusaciones explicando que eran "tiros de la maledicencia" encaminados a desacreditar sus actos públicos (desinteresados de cuestiones personales) ante sus vecinos, por lo cual pedía que en caso de ser removido no se hiciera pública la decisión para salvaguardar la honra.51 El honor no puede ser disociado de la justicia del siglo XIX, pues constituye el reflejo de la conducta pública del individuo y cuando ésta es puesta en entredicho genera tensión entre sospechosos y la comunidad.52 Para concluir esta parte, hay que precisar que a Bonilla no se le pudieron probar los cargos y por órdenes del gobierno continuó desempeñando el puesto de jefe de cuartel. El gobernador reconvino al Ayuntamiento y recomendó que en caso de otro incidente semejante actuase con discreción antes de resolver un caso semejante.53

El decreto del 19 de mayo de 1849 suprimió a los alcaldes de manzana, creando en su lugar a los alcaldes de cuartel, a quienes se les limitaron las atribuciones en el ramo de administración de justicia.54 Se estipulaba que los nuevos jueces sólo podían practicar diligencias de las causas criminales, conocer los juicios verbales y de vagos, así como conciliaciones en la que se vieran involucrados vecinos de su cuartel y los jueces de primera instancia estaban obligados a dar seguimiento a los casos criminales. Con esta medida se pretendía restringir la esfera de influencia que los funcionarios locales tenían sobre los bienes y el ámbito doméstico, en especial en caso de riña conyugal, intervención de bienes y obstaculización de las diligencias en provecho de uno de los querellantes. La limitación judicial de los representantes de manzana generó diversos comentarios. Los que aplaudían el decreto estaban en favor de que el poder legislativo se independizara del poder ejecutivo y que se crease un cuerpo de magistrados de primera instancia ocupado de la justicia del Distrito Federal.

Quizá la delimitación de funciones no quedó del todo clara. A raíz de la publicación de un bando relativo a la tranquilidad pública, Francisco Fisher, un atribulado alcalde de cuartel, escribió al Ayuntamiento para decir que en vista de que habían sido cesados los alcaldes de manzana, jefes de cuartel y manzana, así como los ayudantes, no disponía de elementos que le ayudaran a aprehender reos y desconocía a quién debía acudir. El Ayuntamiento explicó que pese a que los alcaldes de manzana habían desaparecido era falso que se contemplase la destitución de los jefes de cuartel y manzana y que el bando que había causado confusión expresaba —quizá de forma equívoca— que los mencionados empleados debían ayudar a los jueces en la práctica de las diligencias. La derogación de decretos y el restablecimiento de otros causaba huecos en las atribuciones de los magistrados, lo que daba lugar a libres interpretaciones.

El debate de las atribuciones de los jueces menores se llevó hasta la Suprema Corte de Justicia, la cual determinó que debía limitarse el poder de estos funcionarios.55 Empero, los esfuerzos de la Suprema Corte y del Ayuntamiento para evitar los desmanes de los alcaldes no surtieron efecto. Las acusaciones de peculado y cohecho fueron frecuentes. Uno de los responsables de tales actos fue Francisco Fisher, el distraído juez que meses atrás había preguntado al ayuntamiento quién podía auxiliarlo para el cumplimiento de sus funciones. Los vecinos dijeron que él y su suplente pedían dinero a todos los acusados para ponerlos en libertad. Los denunciantes eran un comerciante de carbón, una pareja de amancebados, una sospechosa de lenocinio y una persona que había sido obligada a moler café por 11 horas sin que le proporcionaran alimento.56

Como se puede apreciar, la injerencia de los alcaldes de cuartel en los asuntos privados (amancebamiento, trabajos forzados y práctica de prostitución) era un hecho pese a la prohibición de incurrir en esos ámbitos.

Como consecuencia de la reducción en la capacidad de los alcaldes para inmiscuirse en los negocios de los vecinos, estos recurrieron a la "vil granjeria" del cohecho y el cobro de las costas, mismo que era lesivo para los grupos desfavorecidos.57 Para frenar esos abusos, el Ayuntamiento propuso la creación de un arancel en las demandas civiles. A juicio de los capitulares de esta corporación, el asentamiento de un juicio o conciliación, la expedición de una orden de presentación y el asentamiento de una sentencia podían cobrarse sin que los interesados sufrieran una merma en los bolsillos. Sin embargo, la resolución de asuntos criminales y los juicios contra personas acusadas de vagos no generaban costos a los interesados, debido a que en numerosos casos los demandados eran gente sin recursos.58 La Suprema Corte resolvió que en tanto se aprobaba una ley de aranceles debían de cobrarse los que estaban establecidos por la ley de 1840.

 

CONSIDERACIONES FINALES

Me gustaría retomar dos consideraciones que no pudieron ser abordadas en la exposición del texto por motivos de espacio. La primera de ellas está relacionada con la obligatoriedad del puesto o carga concejil que traía consigo el nombramiento. En ese aspecto, la novela romántica de la época ha tergiversado las atribuciones que el juez menor tomaba hacia sus vecinos. En aras de la trama literaria, estos jueces abusaban del poder que les había sido otorgado y lo utilizaban para obtener provecho personal.

Pese a que es un relato ficticio, éste contiene ideas que fueron compartidas por varios escritores de la época y que tienen resonancia en las quejas que los vecinos realizaron contra los jueces locales. Empero, es difícil saber cuántos jueces incurrieron en "viles granjerías" y otros excesos y cuántos resolvieron los juicios de manera justa. Estos empleados no sólo no percibían remuneración alguna sino que además debían tener un ingreso que les permitiera desempeñarse en el cargo sin necesidad de solicitar dinero al Ayuntamiento. Los miembros de la corporación estaban en contra de que fueran nombrados, para estos puestos, vecinos que carecieran de los conocimientos necesarios para desempeñar el cargo o que no pudieran dedicar cierto tiempo a los asuntos públicos. En cambio, el gobierno del Distrito no tenía problemas para asignar estas tareas a individuos de dudosa reputación o que no fueran capaces de levantar un censo de actividades económicas ante los vecinos. Si bien, la noción de policía del gobernador estaba relacionada con el cuerpo especializado en vigilar las calles para la preservación del orden, no tenía empacho en aceptar ciudadanos que velasen por la seguridad de los vecinos.

El otro problema está vinculado con el Estado moderno y la justicia. Si bien las características del Estado mexicano han sido analizadas a partir de una deconstrucción del Estado moderno, considerando que los orígenes de éste se encuentran inscritos en un relato metahistórico, todavía no se le ha dado un lugar a los juicios orales y las conciliaciones ejecutadas por legos en derecho, dentro de la historia del Estado moderno. En efecto, ¿qué papel tendría la impartición de justicia en delitos leves en manos de un magistrado inexperto? Wenceslao de la Barquera había observado, en la década de 1820, que el puesto de alcalde constitucional significaba una de las más altas aspiraciones cívicas a las que puede acceder el ciudadano, ya que en ella se ejercitaban el consejo y la avenencia hacia los vecinos. Años más tarde, esta visión no era compartida por los miembros del Ayuntamiento, quienes consideraban que estos cargos debían ser ocupados por personas con la suficiente capacidad para dar una resolución adecuada.

Desafortunadamente, las actas de conciliación y demás documentos que contienen datos de los juicios no proporcionan mayor información sobre los criterios personales que llevaron a un magistrado a dar cierta sentencia.

 

ARCHIVOS

Archivo Histórico del Distrito Federal (ahdf)

Ayuntamiento-Gobierno del Distrito Federal

Justicia: Alcaldes de manzana y jueces de paz (1846-1850)

 

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Notas

1 Varios autores han dado cuenta de la transformación de Estado jurisdiccional a Estado de Derecho y de las implicaciones políticas y sociales resultantes a lo largo de los siglos XVIII y XIX. Paolo Grossi ha definido la aparición del orden jurídico positivo como una mitología que recurre a una ficción para fundamentar su presencia. Para el caso mexicano, véase a Jaime del Arenal, quien ha adaptado y contextualizado las ideas de Grossi en las instituciones del México decimonónico. Jaime del Arenal Fenochio, "El discurso en torno a la ley: el agotamiento de lo privado como fuente del derecho en el México del siglo XIX", en Connaughton Brian, Carlos Illades y Sonia Pérez Toledo (coords.), Construcción de la legitimidad política en México, México, El Colegio de Michoacán/Universidad Nacional Autónoma de México/Universidad Autónoma Metropolitana/El Colegio de México, 2009, p. 303.

2 Curia filípica mexicana. Obra completa de práctica forense... México/París, Librería General de Eugenio Millefert y Compañía, 1858, p. 3. Para una explicación del proceso de absolutismo jurídico de Grossi en el contexto mexicano, véase Elisa Speckman "Los jueces, el honor y la muerte. Un análisis de la justicia (Ciudad de México, 1871-1931)", en Historia Mexicana, vol. LV, núm. 4 [220], abril-junio, 2006, p. 1411.

3 Joaquín Escriche, Diccionario razonado de legislación civil, penal, comercial y forense, citas del derecho y adiciones por el licenciado Juan Rodríguez de San Miguel, edición y estudio introductorio por María del Refugio González, México, Universidad Nacional Autónoma de México/Miguel Ángel Porrúa, 1998, p. 370.

4 La mayoría de las propuestas que pretendían mejorar el ramo de la administración pública coincidían en que era imprescindible la transformación de los establecimientos penales, los cuales alojaban a diversos infractores en un estado de hacinamiento y falta de higiene. Tales lugares eran considerados escuelas del crimen, pues lejos de reformar al criminal, le enseñaban formas de burlar a la autoridad. Manuel Payno y Mariano Otero propusieron que los centros de reclusión se convirtieran en sitios de expiación para que posteriormente el individuo pudiera incorporarse de nuevo a la sociedad.

5 Joaquín Escriche, op. cit., 1998, p. 178.

6 Mariano Otero, "Indicaciones sobre la importancia de la reforma de las leyes penales", en El Museo Mexicano, México, I. Cumplido, 1844, p. 18.

7 Véase Sonia Pérez Toledo, Los hijos del trabajo. Los artesanos en la Ciudad de México, 1780-1853, México, Universidad Autónoma Metropolitana/El Colegio de México, 1996. Cfr. Vanesa Teitelbaum, Entre el control y la movilización. Honor, trabajo, solidaridades artesanales en la ciudad de México a mediados del siglo XIX, México, El Colegio de México, 2008, p. 45.

8 Vanesa Teitelbaum, op. cit., p.48. La autora utilizó documentación de los jueces menores para reconstruir las prácticas laborales y de subsistencia de los artesanos.

9 Ariel Rodríguez Kuri, "Política e institucionalidad: el ayuntamiento de México y la evolución del conflicto jurisdiccional", en Regina Hernández Franyuti, La Ciudad de México en la primera mitad del siglo XIX, México, Instituto Mora, 1994, pp. 51-94.

10Para una explicación más detallada del surgimiento del Distrito Federal y las pugnas institucionales, véase Ariel Rodríguez Kuri, op. cit., 1994, p. 56 y ss.

11 Joaquín Escriche, op. cit., 1998, p. 538.

12 Los alcaldes auxiliares fueron creados por el decreto del 7 de febrero de 1822 y tenían casi las mismas atribuciones que los alcaldes de barrio instaurados por las ordenanzas del Virrey Mayorga de 1782.

13 Véase Jaime del Arenal Fenochio, op. cit, 2009, p. 303 y ss.; y Carlos Garriga "Orden jurídico y orden político en el Antiguo Régimen", en [www.istor.cide.edu/archivos/num_16/dossier1.pdf], consultado en agosto de 2011.

14 Ariel Rodríguez Kuri, op. cit., 1994, p. 72.

15 Juan Pedro Viqueira, ¿Relajados o reprimidos? Diversiones públicas y vida social en la Ciudad de México durante el siglo de las luces, México, Fondo de Cultura Económica, 1987, p. 234.

16 Ana Lau Jaiven, Las contratas en la Ciudad de México. Redes sociales y negocios: el caso de Manuel Barrera (1800-1845), México, Instituto Mora, 2005, p. 36.

17 Joaquín Escriche, op. cit, 1998, p. 167.

18 Ibid.

19 Se refiere al Decreto del 18 de noviembre de 1824 en el que se estipuló la creación del Distrito Federal. Juan Wenceslao Sánchez de la Barquera, Directorio político de alcaldes constitucionales para el ejercicio de las conciliaciones y otras funciones de su instituto, 3a edición, México, Impreso por Juan de Ojeda, 1834, p. 142.

20  Curia filípica mejicana..., 1858, p. 136.

21 Juan Wenceslao Sánchez de la Barquera, op. cit., 1834, p. 1.

22 Georgina López González, La organización de la Justicia ordinaria en el Segundo Imperio. Modernidad Institucionaly continuidad jurídica en México, México, tesis de doctorado en Historia, Centro de Estudios Históricos-El Colegio de México, 2010, p. 49.

23 Cfr. Directorio político para alcaldes constitucionales... de Juan Wenceslao Sánchez de la Barquera (1821, 1825, 1834) el Manual de Alcaldes y Jueces de Paz, Luis de Ezeta (1845), el Novísimo Manual de Alcaldes: Ó sea, instrucción breve y sumaria para los de la capital de México y para los alcaldes y jueces de paz de los estadosde Mariano Galván (1850) y la Curia filípica mejicana (1858).

24 El símil del alcalde con el padre de familia es una reminiscencia del concepto de derecho privado. Véase Jaime del Arenal Fenochio, op. cit, 1999, p. 305.

25 La ciudadanía estaba vinculada a la vecindad. El vecino debía tener un ingreso fijo, considerado honrado por los habitantes del lugar y haber residido un año en el vecindario en el que se quisieran ejercer los derechos de ciudadanía. Véase Marcelo Carmagnani y Alicia Hernández, "La ciudadanía orgánica mexicana. 1850-1910", en Hilda Sábato (coord.), Ciudadanía política y formación de las naciones. Perspectivas históricas de América Latina, México, Fondo de Cultura Económica, 1999, p. 375. Para la década de 1840, la elección de alcaldes y jefes locales se hacía mediante el decreto de 1833 que estipulaba que sólo podían ejercer sus derechos de ciudadanía los vecinos que fuesen padres de familia, propietarios, y tuvieran una profesión conocida.

26 T. M. James, "Independencia y autonomía del poder judicial: un espejismo en la primera mitad del siglo XIX", en Los caminos de la Justicia en México, 1810-2010, México, Poder Judicial de la Federación, 2010, p. 72.

27 Ley de 23 de mayo de 1837. Luis Ezeta, Manual de alcaldes y jueces de paz, México, Imprenta de José Leandro Valdés, 1845, p. 3.

28 Archivo Histórico del Distrito Federal (en adelante AHDF), Ayuntamiento-Gobierno del Distrito Federal, Justicia: Alcaldes de manzana y jueces de paz, vol. 2749, leg. 7, exp. 3, 16 de mayo de 1846.

29 AHDF, Ayuntamiento-Gobierno del Distrito Federal, Justicia: Alcaldes de manzana y jueces de paz, vol. 2749, leg. 7, exp. 3, 12 de octubre de 1846. El trabajo como pena está contenido en el artículo 7° y el envío a la frontera norte en caso de reincidencia en el 9° del decreto del 12 de agosto de 1848. Al parecer, el "hurto ratero" era la designación peyorativa de un robo de poca monta realizado por alguien que vivía en la pobreza.

30 AHDF, Ayuntamiento-Gobierno del Distrito Federal, Justicia: Alcaldes de manzana y jueces de paz, vol. 2749, exp. 6, f. 1, 8 de abril de 1847.

31 AHDF, Ayuntamiento-Gobierno del Distrito Federal, Justicia: Alcaldes de manzana y jueces de paz, vol. 2749, exp. 8, s/f [este documento carece de fecha, pero se presume que pudo ser escrito en 1847].

32 AHDF, Ayuntamiento-Gobierno del Distrito Federal, Justicia: Alcaldes de manzana y jueces de paz, vol. 2749, exp. 8, s/f [este documento tampoco está fechado pero se puede inferir que fue redactado en 1847, pues se refiere a las elecciones de jueces de paz de ese año y a los artículos del decreto del 12 de octubre 1846, mismo que fue derogado en mayo de 1847].

33 AHDF, Ayuntamiento-Gobierno del Distrito Federal, Justicia: Alcaldes de manzana y jueces de paz, vol. 2749, exp. 11, 28 de abril de 1847. El artículo 11 de dicho decreto expresaba: "Los jueces de letras de la capital seguirán recibiendo en el turno los partes y consignaciones de las demás autoridades que hoy lo hacen y remitirán las partidas que les parezca no ser de gravedad a los jueces de paz de cuartel".

34 AHDF, Ayuntamiento-Gobierno del Distrito Federal, Justicia: Alcaldes de manzana y jueces de paz, vol. 2749, exp. 14, s/f, 11 de enero de 1847.

35 Artículo 2°, ibid.

36 Linda Arnold, "Dos demandantes, un demandado: El juicio verbal en el fuero militar o ¿qué pasó con mi caballo?", en Brian Conaughton, Carlos Illades y Sonia Pérez Toledo (coords.), Construcción de la legitimidad política en México, México, El Colegio de Michoacán/Universidad Autónoma Metropolitana/Universidad Nacional Autónoma de México, 2009, pp. 195-205.

37 AHDF, Ayuntamiento-Gobierno del Distrito Federal, Justicia: Alcaldes de manzana y jueces de paz, vol. 2749, exp. 6, 16 de septiembre de 1847.

38 Decreto del 6 de junio de 1848.

39 AHDF, Ayuntamiento-Gobierno del Distrito Federal, Justicia: Alcaldes de manzana y jueces de paz, vol. 2749, leg. 3, exp. 6.

40 Manuel Calvillo (comp.), La República federal mexicana. Gestación y nacimiento, México, El Colegio de México/El Colegio de San Luis, 2003, p. 765.

41 AHDF, Ayuntamiento-Gobierno del Distrito Federal, Justicia: Alcaldes de manzana y jueces de paz, vol. 2750, exp. 2, 5 de septiembre de 1848.

42 AHDF, Ayuntamiento-Gobierno del Distrito Federal, Justicia: Alcaldes de manzana y jueces de paz, vol. 2749, leg. 7, exp. 14, f. 2, 24 de noviembre de 1848.

43 AHDF, Ayuntamiento-Gobierno del Distrito Federal, Justicia: Alcaldes de manzana y jueces de paz, vol. 2749, leg. 2, exp. 14, f. 3v, 12 de agosto de 1848. Hay que aclarar que la conformación social difería en los distintos cuarteles y manzanas de la ciudad.

44 AHDF, Ayuntamiento-Gobierno del Distrito Federal, Justicia: Alcaldes de manzana y jueces de paz, vol. 2749, exp. 14, f. 3.

45 Sonia Pérez Toledo con la colaboración de Herbert S. Klein, Poblacióny estructura social de la Ciudad de México, 1790-1842, México, Universidad Autónoma Metropolitana/Porrúa, 2004, p. 36.

46 Ariel Rodríguez Kuri mencionó que el Ayuntamiento de la capital solía utilizar los huecos de la legislación en las disputas con el gobierno. La cita es por demás ilustrativa: "El ayuntamiento no defiende abstracciones jurídicas, ni definiciones genéricas de ámbitos jurisdiccionales: defiende prácticas y espacios de influencia; identifica interlocutores y aboga por legitimidades y prestigios", op. cit, 1998, p. 74.

47 AHDF, Ayuntamiento-Gobierno del Distrito Federal, Justicia: Alcaldes de manzana y jueces de paz, vol. 2750, exp. 18, enero de 1849.

48 En el cuartel menor 23 habían varios establecimientos laborales de artesanos. Véase Pérez Toledo, op. cit., 2004, p. 167. La autora menciona que a finales del siglo XVIII, gran parte de los residentes de este cuartel eran indígenas y mestizos, pues éste formaba parte de la parroquia de la Veracruz, situada en las goteras de la ciudad. En esa época, en el referido sector trabajaban muchos artesanos de diversos gremios y ocupaciones. Casi medio siglo más tarde, el número de establecimientos artesanales disminuyó de manera notable.

49 Después de la Independencia surgió un incipiente mercado nacional en el cual los textiles cobraron gran importancia. La mayor parte de los textiles se importaban de Inglaterra y una gran cantidad de ellos entraba por contrabando y eran vendidos en la feria de San Juan de los Lagos. La ropa que se hacía de estos tejidos era muy codiciada y no perdía tanto valor en el mercado, por lo cual se usaba como garantía en préstamos de pequeños montos.

50 Marie Francois, "Vivir de prestado. El empeño en la Ciudad de México", en Anne Staples (coord.), Historia de la vida cotidiana en México, tomo IV: Bienes y vivencias. ElsigloXIX, México, El Colegio de México/Fondo de Cultura Económica, 2009, p. 84. Cfr. Vanesa Teitelbaum, "Sectores populares y 'delitos leves' en la Ciudad de México a mediados del siglo XIX", en Historia Mexicana, vol. LV, núm. 4 [220], abril-junio, 2006, pp. 1239 y ss.

51 AHDF, Ayuntamiento-Gobierno del Distrito Federal, Justicia: Alcaldes de manzana y jueces de paz, vol. 2749, exp. 14, f. 3v, 24 de febrero de 1849.

52 Hay que entender al honor como la demostración pública de las virtudes y prendas que adornan la conducta del individuo y que están relacionadas con la opinión pública y la política. Véase Pablo Piccato, "Jurados de imprenta en México: el honor en la construcción de la esfera pública, 1821-1882", en Paula Alonso (comp.), Construcciones impresas. Panfletos, diarios y revistas en la formación de los estados nacionales enAmérica Latina, 1820-1920, México, Fondo de Cultura Económica, 2004.

53 AHDF, Ayuntamiento-Gobierno del Distrito Federal, Justicia: Alcaldes de manzana y jueces de paz, vol. 2750, exp. 12, 17 de abril de 1849.

54 Decreto del 6 de mayo de 1849. Véase Curia... op. cit, 1858, p. 14.

55 Novísimo... op. cit, p. 211. En la última página consigna que el gobierno Supremo resolvió, a partir de una resolución de la Suprema Corte, que los alcaldes de cuartel debían ceñirse en los asuntos criminales a los cuatro puntos prevenidos en el Decreto del 9 de mayo de 1849.

56 AHDF, vol. 4750, exp. 8, leg. 4, 18 de septiembre de 1849.

57 AHDF, vol. 4790, exp. 3, leg. 5, 5 de octubre de 1850.

58 AHDF, vol. 4790, exp. 7, leg. 5, 5 de octubre de 1850.

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