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Signos históricos

versão impressa ISSN 1665-4420

Sig. his vol.13 no.25 México Jan./Jun. 2011

 

Reseñas

 

Brian Connaughton (coord.), Religión, política e identidad en la Independencia de México

 

Jesús Hernández Jaimes*

 

México, Universidad Autónoma Metropolitana/ Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, 2010, 594 p.

 

Instituto de Investigaciones Históricas Universidad Autónoma de Tamaulipas * jhjaimes@yahoo.com.mx

 

Con la crisis de la Monarquía española y algunas de las novedades institucionales que de ella derivaron —la Constitución de Cádiz y la supresión de la Inquisición—, y debido a la insurgencia en la Nueva España la religión se convirtió en motivo de discusión. A partir de ese periodo, sin duda revolucionario, sucedieron transformaciones significativas en las instituciones eclesiásticas y en las prácticas religiosas, así como en la manera de entender las mismas dentro del nuevo orden político, económico y cultural. La colección de ensayos reunidos en este libro da cuenta de dicho proceso durante un vasto arco temporal que inicia en la segunda mitad del siglo XVIII y se extiende a lo largo del XIX .

Es de suma importancia advertir que no es un libro acerca del papel de la Iglesia en el proceso político y militar que concluyó con la Independencia de México, como se podría inferir del título. Se trata de trece estudios sobre los cambios que en ese contexto experimentaron las instituciones y prácticas religiosas, cuyas manifestaciones tuvieron ritmos, consecuencias, profundidades sociales y prolongaciones cronológicas diversas. También es pertinente subrayar que, si bien la mayor parte de los procesos particulares analizados en cada texto tienen una relación directa con los acontecimientos ocurridos entre 1810 y 1821, varios de ellos en realidad tienen una historia trans-secular que permite rastrearlos desde el siglo XVIII y seguirlos a lo largo de la centuria siguiente. En cierto sentido, se trata de un libro con una cronología abierta, en la cual el momento de la Independencia es sólo un mirador privilegiado para otear en diversas direcciones temporales y espaciales.

La reseña no seguirá el orden de los trece ensayos, sino el que, en mi opinión, poseen los acontecimientos estudiados por su contribución sustancial a la generación o aceleración de los demás sucesos. Desde esta perspectiva, me parece que los vaivenes que afectaron a la Inquisición constituyen un hito fundamental en la forma de pensar y vivir las prácticas religiosas de los hombres de aquellos y los siguientes años. Esta cuestión es analizada por Gabriel Torres Puga en el artículo "Las dos supresiones de la Inquisición de México, 1813 y 1820". En él calibra los complejos y contradictorios cambios que supuso la supresión. Señala la imposibilidad de hacer compatible dicho tribunal, pese a los esfuerzos en ese sentido, con el emergente liberalismo. A fin de cuentas, recalca el autor, con la extinción definitiva de tan polémica institución se agotó un modelo de catolicismo autoritario, el cual tuvo que resignarse a perder su capacidad de coacción de las expresiones que podrían interpretarse como heréticas, en un momento en que la exigencia de libertad de pensamiento resultaba ya inconciliable con el celebérrimo tribunal. Una vez derribado el dique, fue imposible acallar las discusiones de naturaleza política y teológica que en el pasado habían sido marginadas a la clandestinidad y contenidas con relativo éxito.

Con la agonía y desaparición de la Inquisición afloraron las polémicas, otrora heréticas, incluso entre los mismos ministros de la Iglesia. Es el caso del que se ocupa Alicia Tecuanhuey Sandoval, en su artículo "Los hermanos Troncoso. La vocación de dos curas por reformar la Iglesia mexicana". Según nos refiere Tecuanhuey, entre la segunda jura de la Constitución de Cádiz en 1820 y la proclamación de la Independencia al interior de la Iglesia hubo debates en torno al papel que le correspondía en el nuevo contexto. No faltaron quienes, como los hermanos Juan y José María Troncoso, pidieran o al menos sugirieran una reforma radical de la estructura y ritualidad de la Iglesia, que entrañaba una especie de retorno a la Iglesia primitiva. Sostenían que no debía haber oposición entre religión y Estado, aunque creían que la primera debía estar al servicio de la sociedad.

En ese contexto de cambios políticos e institucionales, la Iglesia tuvo serios aprietos para adaptarse a dichas veleidades, de modo que no pudo evitar caer en contradicciones, como ilustra Michel A. Polushin en su trabajo "Una modernidad protoconservadora, la moralidad neoescolástica y la Iglesia en Chiapas". La institución trató de adecuar su discurso y función al orden constitucional; luego se plegó nuevamente a las exigencias de la monarquía absoluta. Al mismo tiempo, trató de respaldar la campaña realista en contra de la insurgencia, hecho que supuso una politización del discurso, a contrapelo de la política ilustrada borbónica de las décadas anteriores, la cual pretendía acotar la participación política de la Iglesia. De ello nos habla Brian Connaughton.

Connaughton muestra el dualismo del discurso religioso contrainsurgente que tendió a ver la rebelión como un proceso que atentaba contra la religión, la moral y no sólo contra el orden político. El discurso estaba pletórico de alusiones bíblicas y a la patrística. Desde esta perspectiva, el primer liberalismo tuvo un efecto similar que —según algunos hombres de aquellos años— ocasionó el mismo demonio cuando se rebeló en el paraíso, ansioso de libertad con respecto a cualquier forma de autoridad. No pasó mucho tiempo para que la Iglesia tuviera que buscar acomodarse a la retórica liberal; primero con la segunda jura de la Constitución de Cádiz y luego con la Independencia. En estos reajustes retóricos no pudo evitar que su legitimidad menguara y convertirse en blanco de la crítica, tanto desde adentro como desde afuera.

La Iglesia tenía que defender la legitimidad realista y responder al discurso insurgente que insistía no sólo en un estricto apego a la doctrina cristiana, sino que presentaba a los realistas como enemigos del Rey y de la religión católica. De ello habla Carlos Herrejón Peredo, en su ensayo "Tradición, modernidad y los apremios del momento: El Despertador Americano", donde analiza el discurso insurgente y al cual atribuye un fundamento en la teología natural, que permite embonarlo con el iusnaturalismo, pero sin romper con la tradición y la teología revelada. Contra lo que algunos historiadores afirman —a partir de una lectura equivocada del Despertador Americano—, Herrejón señala que Hidalgo siempre fue un partidario de la Independencia y nunca proclamó la fidelidad a Fernando VII, como sí lo hizo Ignacio Allende.

La disputa propagandística entre insurgentes y realistas contribuyó a mermar la legitimidad de la Iglesia y a debilitarla. Una consecuencia —pero también causa de este fenómeno— fue la actitud que adoptaron los mismos clérigos ante la sublevación. Éste es el motivo de reflexión de Salvador Aguirre y Andrew Fisher. En su artículo, "Ambigüedades convenientes. Los curas del arzobispado de México frente al conflicto insurgente", Aguirre se ocupa menos de los ministros abiertamente partidarios de la insurgencia o de la causa realista y más de los llamados curas neutrales o ambiguos. Considera que esta neutralidad a menudo era más aparente que real, por ello y para una mejor comprensión sugiere dividir a los curas considerados como tales en al menos tres categorías: pacifistas, simuladores y negociadores. Por su parte, Fisher, en el artículo "Relaciones entre fieles y párrocos en la Tierra Caliente de Guerrero durante la época de la insurgencia, 1775-1826", observa que hubo un resquebrajamiento de la legitimidad de los párrocos de la región, lo cual se evidencia en los siguientes años a 1821.

¿Qué pasó con la religiosidad popular en un contexto de debilidad institucional y disminución de legitimidad de la Iglesia católica? Cuatro ensayos, con enfoques distintos, pero igualmente interesantes, se ocupan de la cuestión. Matthew D. O'Hara ("El capital espiritual y la política local: la Ciudad de México y los curatos rurales en el México central") sugiere que "el debilitamiento de la iglesia institucional durante la primera parte del siglo XIX ofrec[e] una suerte de tregua contra los ataques a la religión popular del siglo XVIII , fortaleciendo el control laico de la vida religiosa e infundiendo nuevo vigor a las prácticas locales". En este tenor, analiza las disputas que tuvieron los párrocos con sus feligreses indios por los recursos antes destinados a financiar los costos del culto y que en muchos casos pasaron a manos de los ayuntamientos. Observa cómo el nuevo marco e imaginario político minó la autoridad de los clérigos ante los indios, quienes utilizaron el lenguaje moderno para defender sus derechos, mientras que los primeros siguieron recurriendo al lenguaje tradicional. En su artículo, "De la unanimidad al debate. La cultura religiosa de la élite de Orizaba, 1765-1834", David Carbajal López estudia los cambios en las prácticas religiosas de las élites orizabeñas mediante el funcionamiento de sus cofradías, la fundación de capellanías y disposiciones testamentarias. Observa un cambio acentuado a partir de 1821, el cual atribuye al hecho de que la religión pasó de ser un acto de veneración a uno de discusión.

Margaret Chowning, en su artículo "La feminización de la piedad en México: género y piedad en las cofradías de españoles. Tendencias coloniales y poscoloniales en los arzobispados de Michoacán y Guadalajara", destaca el incremento de la presencia activa de las mujeres en algunas formas de sociabilidad religiosa como las cofradías, pero sobre todo en la asociación de la Vela Perpetua, fundada en 1840 en San Miguel de Allende, y que a la postre devendría en organización nacional. Muestra que la feminización de la fe estuvo acompañada y propiciada por la desmasculinización, crisis y desaparición de las cofradías. Argumenta que ello se debió a los cambios en el discurso —concretamente a la difusión de los principios liberales, un tanto hostiles a esas formas de organización corporativas—, así como a la crisis económica que afectó a las cofradías del centro de México. De igual modo, señala como causa y efecto de dicha feminización de la piedad, el surgimiento de nuevas formas seculares de sociabilidad masculina, como las logias masónicas, los clubes políticos, las sociedades económicas y científicas. En ellas se reprodujo la discriminación de las mujeres, antes presente en las cofradías. Estas formas de sociabilidad secular competían con las de carácter religioso, aunque su organización y algunas funciones fueran las mismas. Concluye que la Vela Perpetua propició un papel más protagónico de las mujeres dentro de la Iglesia, pues ya no estaban subordinadas a los hombres como en las cofradías. Incluso, algunos hombres que ingresaron a esa sociedad tuvieron que aceptar el liderazgo femenino, a pesar de que era un espectáculo "muy impropio y muy inconveniente", como dijo en 1887 el obispo de Guadalajara, Manuel Monsuri.

William Taylor funge como abogado del diablo en su artículo "Santuarios y milagros en la secuela de la Independencia mexicana", cuando se pregunta si de verdad surgieron nuevas prácticas de religiosidad popular después de 1821 o sólo se trató de una continuidad sin el control del clero. Hace notar que, a partir de esa fecha, las autoridades civiles —ya no la Iglesia ni la Inquisición— tuvieron que encarar el problema de la excesiva credulidad del pueblo. Ello significó una relajación en el control de la ritualidad popular, lo cual podría generar la impresión de su revitalización, sin que necesariamente haya ocurrido así. Sin embargo, concede que hay evidencias de que las élites sociopolíticas tuvieron especial interés en fomentar la consolidación de ciertas devociones. El mejor ejemplo lo constituye el culto guadalupano, que si bien creció por la politización de que fue objeto durante la guerra insurgente, después de la Independencia se expandió gracias a la promoción abierta o implícita que las élites referidas llevaron a cabo, quizá más que los mismos clérigos.

Los dos últimos ensayos se ocupan de un tema distinto, pero vinculado al tema central del libro: las secuelas económicas que sufrió la Iglesia a partir de 1810 y algunos cambios en su papel como actor económico. Según nos ilustra Juvenal Jaramillo M., en su texto "La economía decimal de la Iglesia de Michoacán a finales del régimen colonial", en el obispado de Michoacán el sistema de arrendamiento del cobro de los diezmos imperante hasta 1808 proporcionó pingües ganancias al cabildo catedralicio de Valladolid. En ése y el siguiente año hubo malas cosechas que afectaron la recaudación. Luego vino la guerra que mermó significativamente los ingresos decimales porque tanto realistas como insurgentes echaron mano de dichos recursos. Al mismo tiempo, el deterioro de la planta productiva y el desorden administrativo también contribuyeron a menguar la recaudación. Muchos arrendatarios dejaron de pagar la renta porque los mataron, otros huyeron y sus propiedades fueron saqueadas. La guerra abrió un espacio de poder para los militares realistas, que les permitió intervenir en las rentas eclesiásticas con el pretexto de la necesidad de recursos para combatir la insurrección. La crisis recaudatoria se acentuó entre 1810 y 1814, pero para 1821 hay señales de una clara recuperación de la agricultura y de la recaudación.

El artículo de Francisco Javier Cervantes, "El dilema de las rentas eclesiásticas en una era de cambio: Puebla ca. 1765-1847", muestra la articulación entre el capital eclesiástico y el desarrollo del capitalismo en dicha ciudad. Esta relación estuvo mediada por los mayordomos y administradores de los bienes de las instituciones eclesiásticas, quienes estaban vinculados a menudo por lazos familiares con miembros del clero. Ellos eran los intermediarios entre las instituciones religiosas y los empresarios. De hecho, a veces las líneas de parentesco incluían a todos los participantes en este proceso de financiamiento. En ocasiones, los mismos mayordomos incursionaban en el mundo de los negocios, gracias al papel referido y al acceso a los recursos eclesiásticos. En suma, si bien sugiere mayor circunspección de los eclesiásticos en su papel como agentes financieros respecto al periodo colonial, muestra que encontraron los mecanismos para continuar con dicha función, por demás necesaria para la actividad empresarial de esos años.

Espero haber mostrado en esta apretada síntesis —la cual no hace justicia plena a la calidad de cada de uno de los trabajos—, que se trata de un libro que tiene la rara virtud de poseer una columna vertebral clara y por demás interesante. Muestra los resultados de investigación de historiadores con una trayectoria sólida, combinados con los de algunos jóvenes. Entrelaza la experiencia y sapiencia de muchos años de trabajo de los primeros y la mirada fresca de los segundos sobre temas poco explorados del siglo XIX . Es un libro que ilustra, obliga a la reflexión, pero sobre todo deja abiertas muchas interrogantes para investigaciones en busca de autor acerca de los cambios en la religiosidad popular a lo largo del siglo XIX .

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