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Signos históricos

versão impressa ISSN 1665-4420

Sig. his vol.13 no.25 México Jan./Jun. 2011

 

Artículos

 

El problema del indigenismo en el debate intelectual posrevolucionario

 

The problem of the indigenismo in the intellectual discussion post-revolucionary

 

Eduardo Mijangos Díaz*, Alexandra López Torres**

 

Instituto de Investigaciones Históricas-Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo * edurmijan2@gmail.com ** alexandraloto@hotmail.com

 

Recepción: 01/02/2011
Aceptación: 26/08/2011

 

RESUMEN

El presente texto analiza las ideas, los acuerdos y los desacuerdos relativos a la constitución del otro, gestados entre las élites intelectual y política mexicanas. Valora asimismo los discursos y las propuestas en torno a la homogeneización racial y cultural, así como los planteamientos relativos a la optimización social de la población rural e indígena en el marco de la construcción de una nación moderna. Para ello, asume el término indigenismo como una especie de doctrina oficial del nuevo Estado posrevolucionario, implementada a partir de la década de 1920 como un proyecto de ingeniería social que pretendía sentar las bases del cambio cultural, así como reconstruir con ella los valores del nacionalismo mexicano.

Palabras clave: indigenismo, posrevolución, doctrina, política cultural, nacionalismo.

 

ABSTRACT

Ideas, agreements and disagreements related to the constitution of the other generated among the Mexican intellectual and political elites are analyzed in the present text. Speeches and proposals regarding the racial and cultural homogenization are also evaluated, as well as the posing of issues in relation to the social optimization of the rural and indigenous population in the frame of the construction of a modern nation. In order to do that the term indigenismo is assumed as something similar to an official doctrine of the new post-revolutionary State, which has been implemented since the decade of 1920 as a project of social engineering that aimed to settle the bases of cultural change, as well as to reconstruct the values of Mexican nationalism.

Key words: Indigenismo, Post-revolution, Doctrine, Cultural Policy, Nationalism.

 

INTRODUCCIÓN

El problema indígena, como bien lo han mostrado diversos estudios históricos y antropológicos, resultó explícitamente expuesto en el discurso de las élites políticas e intelectuales a finales del siglo XIX , no obstante que bien podría situarse desde nuestros orígenes como nación independiente. Los liberales juaristas y, posteriormente, los positivistas del Porfiriato, valoraron, y con ello edificaron, el problema indígena considerando que el progreso nacional (y los proyectos de modernización subsiguientes) dependía de los procesos de integración de la población indígena al Estado mexicano. Es decir, que el estado de abyección del indio —secuela de la dominación colonial española—, requería un programa de asimilación social y cultural que en principio castellanizara y liberara de atavismos a los sectores indígenas del país. La idea de una nación moderna era compatible entonces con la necesidad de lograr la unidad lingüística, racial y cultural, como premisa del desarrollo y la integración nacional.

Estas perspectivas —como sugiere Eva Sanz— tuvieron continuidad entre las élites intelectuales revolucionarias que contribuyeron a diseñar una serie de proyectos de gobierno con carácter indigenista durante la década de 1920.1 Esta retórica oficial adquirió protagonismo toda vez que las circunstancias revolucionarias ameritaban una reconciliación nacional, una nueva política de justicia social hacia los sectores desposeídos —indígenas y campesinos— que habían encabezado la propia Revolución mexicana. El otro aspecto que redefinió este ideario indigenista fue su vinculación con planteamientos científicos, principalmente antropológicos, que contribuyeron a identificarlo como doctrina oficial a partir de la cual se reconstruyeran las bases sociales del país, el nuevo nacionalismo cultural mexicano.

En opinión de Ricardo Pérez Montfort, el nuevo nacionalismo cultural, o nacionalismo revolucionario, desplegado por el Estado mexicano tuvo distintas expresiones. El indigenismo fue una de las corrientes de pensamiento que igual fluía entre los círculos elitistas oficiales que en la cultura popular, presente además en una serie de testimonios y fuentes de proyección: el discurso oficial, el cine, la prensa y el teatro. En estos escenarios se debatía y se conformaban los nuevos estereotipos nacionales.2 El propósito de este artículo es analizar, a partir de estos planteamientos, el influjo del discurso intelectual y oficial en el contexto del México posrevolucionario de la década de 1920, priorizando el debate intelectual, es decir, aquellas ideas que por su contenido argumentaban la incorporación del indio al proyecto de ingeniería social conformado por la nueva élite revolucionaria en el poder.

 

LA REVOLUCIÓN, EDIFICAR AL OTRO

A partir de la década de 1920, los saldos de la Revolución mexicana en el ámbito político-institucional aún provocaban tensiones sociales y, con frecuencia, seguían desatando violencia. Los sucesivos gobiernos de los generales sonorenses Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles encabezaron, en distintos escenarios nacionales, una lucha decisiva por el control del país contra todo grupo o facción que se resistiera al programa político del Estado centralizador, incluso calificando a los opositores a ese proyecto como "contrarrevolucionarios". Las tensiones entre el gobierno central y los movimientos políticos regionales —es decir, los ajustes y conflictos entre la élite política sonorense y los caudillos revolucionarios aún en activo— fueron circunstancias que ocuparon en gran parte las agendas políticas de ambos presidentes. El lema de la reconstrucción se dejaba oír en buena parte de los discursos que hablaban sobre los aspectos sociales, morales, culturales, raciales y económicos. Políticamente se pretendía la consolidación de un Estado fuerte, fundamentado en un régimen político estable y centralizado, así como en un desarrollo económico sostenido. Si bien estos ideales liberales no eran nuevos —sus precedentes se ubican en el Porfiriato— tras la experiencia revolucionaria los nuevos actores de la política encauzaron la fuerza simbólica de las bases populares para transformar la cultura de la sociedad mexicana.

El nuevo Estado posrevolucionario —el encabezado por los gobernantes de origen sonorense desde 1920—, a partir de un modelo de sociedad corporativista, nacionalista e integrado por mayorías, replanteó los conceptos del nuevo ciudadano, dotado de cualidades y características prototípicas del ciudadano moderno "deseable". Estas nociones en torno a la necesidad de moldear al nuevo hombre,3 el nuevo niño, la nueva mujer y, no menos importante, el nuevo indio, hacían referencia al deber ser cívico e incluso moral de los mexicanos. En esta desafiante tarea de ingeniería social, los gobiernos revolucionarios incorporaron los recientes planteamientos antropológicos del indigenismo y del nacionalismo cultural, al considerar que eran los proyectos idóneos para transformar al pueblo e integrar a los indios con el resto de la sociedad nacional por medio de la aculturación educativa y la mezcla racial.

Así, el indigenismo revolucionario —en tanto doctrina oficial elitista—4 retomó los planteamientos de algunos antropólogos, educadores y escritores cuyos pronunciamientos de teorías radicales fueron importantes en relación con el papel de los indios en el México del nuevo régimen político. Manuel Gamio, José Vasconcelos, Andrés Molina Enríquez e incluso Moisés Sáenz, entre otros destacados intelectuales, reflexionaron sobre la naturaleza subjetiva del estatus indio-mestizo para categorizarlo, y tuvieron un papel fundamental en la tarea de la integración cultural de los otros. En este contexto, la educación, el discurso antropológico institucional5 y, pronto, los medios de comunicación como la radio y la prensa en la década de 1930, fueron canales importantes para difundir la corriente que convirtió al mestizo en el símbolo ideológico por medio del cual se integraría el indio aspiracional a la sociedad nacional.

 

EL NACIONALISMO CULTURAL, INGENIERÍA SOCIAL E INDIGENISMO

Durante el gobierno presidencial de Álvaro Obregón se planteó una añeja aspiración —identificable desde el siglo XIX — que promovía la idea unívoca de nación en favor de la reconciliación y la unificación de los mexicanos mediante el mestizaje racial y cultural. Los planteamientos doctrinarios de las élites política e intelectual en el poder veían en las patrias chicas —en sus diferencias propiamente étnicas (lenguaje, costumbres, organización social y religión)— un impedimento importante para consolidar la integración nacional. La idea del México "moderno" en la década de 1920 se vislumbraba como producto de la síntesis racial en sus aspectos sociales más que biológicos. La moderna población mexicana se idealizaba homogénea, puesto que, de persistir el carácter heterogéneo de su composición y de coexistir lenguas y culturas tan diversas, no podría llevarse a cabo un plan exitoso de reforma nacional.

Un aspecto central de la retórica de ciertos funcionarios6 era la necesidad de transformación del pueblo por medio de la adopción de nuevos valores cívicos y de su integración cultural a través de la educación. La idea de la integración no era por supuesto un propósito inédito,7 pero a partir de la experiencia revolucionaria de 1910, los argumentos indigenistas adoptados en el discurso oficial hacían especial hincapié en redimir y atender a la población indígena como condición para lograr la tan deseada unidad nacional. En este proceso, el papel protagónico de los antropólogos y pedagogos mexicanos sería decisivo.8

La corriente indigenista-integracionista adoptada como ortodoxia oficial proponía volver a los orígenes de México, a las raíces y herencias indígena-mestizas. Las costumbres, los rituales y otras expresiones como las artes populares, el patriotismo musical, las danzas regionales y el legado literario fueron mostrados e incorporados a un nacionalismo folclórico. Los gestos culturales en México por lo general, tenían razón de ser en las regiones: existía una verdadera atomización. Se propuso entonces su difusión a una escala más extensa mediante conciertos, representaciones escolares, exposiciones, discursos cívicos, concursos, así como a través de la divulgación de artículos en la prensa y revistas de carácter más especializado.9 Todo ello con la finalidad de generar su conocimiento y promover la apropiación de las expresiones como símbolos de la mexicanidad.

Las autoridades exhortaban a reivindicar todas las raíces y pertenencias de una cultura nacional, ya que las experiencias culturales de México eran de carácter regional y, por lo tanto, fragmentado. En el campo, la interacción tenía el mismo propósito: "dar al México rural una sola y misma cultura", como instaba el profesor Rafael Ramírez.10

Era tiempo de emprender la tarea de dignificar o redimir a las masas, y con ello surgió, a decir de Carlos Monsiváis: "un nacionalismo anecdótico, de inventario, que registra obsesivamente historia y costumbres (y las muda en doctrina y perspectiva ideológica)".11 Los valores positivos o rescatables de las expresiones culturales rurales se mostraron en el medio urbano, fomentando así su folclorización. La cultura popular —el "jicarismo" al que Salvador Novo se refirió en sus notas periodísticas con cierto sarcasmo—12 generó un mercado amplio de consumo turístico y académico. Extranjeros de áreas diversas del conocimiento llegaron para incursionar en la exploración de temas derivados de la educación, la búsqueda de la identidad de la nación, una filosofía e incluso una estética mexicanas.

Este proceso —referido en la época como de reconocimiento o legitimación de la cultura indígena y mestiza— fue apoyado por la antropología y la etnología; así, mediante investigaciones científicas se sostuvo el valor de las comunidades contemporáneas y las de sus antiguos predecesores,13 de tal suerte que la corriente indigenista-integrista se adoptó como una versión particular, patriótica, de nacionalismo mexicano.14

Durante las décadas de 1920 y 1930, prevaleció la convicción de unificar o nivelar a la sociedad mexicana por medio de la educación popular. Como lo apunta José Antonio Aguilar: "La obsesión por el progreso encontraba un campo fértil, porque ahí parecía que todo se reivindicaba después de la violenta caída del antiguo régimen".15 La educación —bien lo ha mostrado Elsie Rockwell— se enarbolaba como el camino para llegar a ese progreso deseado, y la escuela, como el instrumento de ingeniería social para regenerar al pueblo y encaminarlo al desarrollo, a la mentalidad productiva y a la democracia.16

A la escuela rural se le asignó la encomienda de instruir y educar cívicamente al indígena: enseñarle el español, la lectoescritura, pero también darle a conocer sus derechos y deberes como ciudadano. Sin duda una preocupación fundamental fue conseguir su castellanización, un problema no resuelto desde el siglo anterior.17 En 1926, José Manuel Puig Casauranc señaló la "aculturación lingüística" como la base para su transformación. Al respecto, afirmó: "necesitamos que el material humano sobre el que vamos a trabajar pueda recibir nuestra influencia".18 Moisés Sáenz (entonces subsecretario de Educación Pública) consideraba igualmente la castellanización como la condición primera para la incorporación.

Para incorporar a los dos millones de indios [había que] hacerlos pensar y sentir en español. Incorporarlos a aquel tipo de civilización que constituye la nacionalidad mexicana. Llevarlos hacia esa comunidad de ideas y emociones que es México [...] enseñar a las gentes de las montañas y de los valles apartados, a los millones de gentes que son México pero que todavía no son mexicanos, enseñarles el amor a México y la significación de México.19

Además de la trasmisión de la lengua nacional, otro aspecto importante era el fundamento de la cultura cívica y los valores patrióticos, que tampoco tenían una presencia nacional.20 Moisés Sáenz señalaba preocupado: "tantas de estas aldeas no han visto nunca una bandera mexicana, tantas de ellas no han oído el nombre del Presidente".21 De acuerdo con Marco Antonio Calderón, los esfuerzos de las élites revolucionarias por forjar y socializar el sentimiento de ser mexicano en la población rural fueron otros de los puntos centrales de la agenda política educativa. Para lograr que llegaran a sentir apego por el país, por la patria, los próceres y el Estado echaron mano de las ceremonias cívicas, los desfiles, así como de ciertas actividades recreativas, entre las cuales, la música, la literatura, el cine y el teatro fueron llevados hasta algunas comunidades por las misiones culturales como elementos importantes del llamado proceso civilizatorio. Esta idea de civilizar al indio surgió de una serie de características o atributos que los observadores extrínsecos de las comunidades —políticos, antropólogos, educadores e intelectuales citadinos— consideraban subjetivamente deseables.22

En una etapa radical de los gobiernos posrevolucionarios, el interés de fondo de tales actividades y postulados estaba encaminado a desterrar el legado del catolicismo popular —desde su perspectiva, nefasto—; a la eliminación del fanatismo; al reemplazo de las imágenes religiosas por héroes nacionales, y de las supersticiones por los conocimientos científicos, así como a la sustitución de iglesias por escuelas y del alcoholismo por una vida productiva. No obstante, sabemos que la implementación práctica de ese proyecto integracionista-civilizador generó manifestaciones de resistencia entre las comunidades, puesto que fueron medidas impuestas desde fuera.23

En el discurso oficial del indigenismo y, en cierta forma, también en el de la reforma agraria, se buscaban ideas para solucionar los aspectos negativos del problema indígena, entre éstos se mencionaban: los numerosos dialectos existentes, el analfabetismo, el alcoholismo, la superstición y el fanatismo religioso, la miseria —acompañada casi siempre de insalubridad—, la carencia de hábitos de higiene, el atraso tecnológico, los medios anacrónicos de trabajo, el primitivismo, la abyección, así como una organización política y un modo de vida elementales, ocupados en atender los problemas esenciales de la subsistencia.24

La diversidad y las diferencias culturales entre las poblaciones rurales eran consideradas por los gobiernos y educadores como serios inconvenientes para el desarrollo de modelos económicos modernos y para alcanzar el tan deseado progreso. Como menciona Engracia Loyo: "Prevalecía la creencia de que bastaba transformar su modo de vida e imponerles una civilización homogénea y una misma lengua para que México dejara de ser un mosaico".25 El presidente Calles, al tomar posesión de su cargo a finales de 1924, decía:

Los pilares fundamentales para el mejoramiento de las grandes colectividades de mi país, y especialmente de las masas campesinas, obreras e indígenas, son su liberación económica y su desarrollo educacional, hasta lograr su incorporación plena en la vida civilizada.26

Puig Casauranc, el secretario de Educación durante su administración, ratificaba similares propósitos del Estado:

[...]toca a sus Gobiernos poner toda su conciencia y todo sus esfuerzos en el mejoramiento de las clases infortunadas, en el mejor encauzamiento de las masas laborantes, en elevar la mentalidad de los atrasados y procurar un constante mayor bienestar para los oprimidos [...] Un programa de esta especie no puede provocar honradamente sino la aprobación universal [...] México será más amado y respetado, cuando toda su población esté constituida por una masa más homogénea y más armónica de cómo está formada ahora.27

Ante las circunstancias de aguda pobreza, del enorme analfabetismo de la población, una situación de abandono y aislamiento de las zonas rurales del país, conformadas en su mayoría por grupos indígenas; bagajes culturales heterogéneos tanto en la ciudad como en el campo; regiones en desigual condición de desarrollo económico y productivo; un conjunto de comunidades plurilingüísticas arraigadas a costumbres y hábitos propios sin un idioma común, sin valores cívicos ni patrones de la vida civilizada; ante este desafortunado cuadro, los gobiernos posrevolucionarios sostuvieron la idea de la unificación del país, entendida en términos de uniformidad. Con todo, la creación de una sociedad culturalmente uniforme era una meta del viejo anhelo liberal28 —aunque revestida por nuevos elementos revolucionarios—, cuya única base posible para llevarse a cabo, como se creyó, era el mestizaje cultural. Para unificar al país era prioritario incorporar la población indígena a la vida nacional. Los retos eran enormes y las condiciones del país excepcionales, de tal suerte que los agentes de la reestructuración social se percibían frente a comunidades física y culturalmente aisladas entre sí. Desde su perspectiva, la cuantía abrumadora de analfabetas posponía indefinidamente la modernidad y, por ende, la actualización de sistemas productivos industriales.

 

EL INDIGENISMO OFICIAL

El indigenismo oficial que tuvo lugar durante las décadas de 1920 y 1930 no estuvo exento de contradicciones, por el contrario. Las élites gobernantes e intelectuales que decían reconocer a los indígenas como los miembros fundamentales del pueblo mexicano, encaminaron sus argumentos en favor de su filiación al proyecto nacional. Había consenso en cuanto al beneficio de su incorporación, aunque pocos acuerdos sobre la manera más apropiada para llevarla a cabo, como se trasluce en las palabras de Manuel Gamio:

Para incorporar al indio no pretendamos "europeizarlo" de golpe; por el contrario, "indianicémonos" nosotros un tanto para presentarle, ya diluida en la suya, nuestra civilización, que entonces no encontrará exótica, cruel, amarga, e incomprensible. Naturalmente que no debe exagerarse a un extremo ridículo el acercamiento al indio.29

Durante el ministerio de José Vasconcelos al frente de la Secretaría de Educación Pública (1921-1924), su programa cultural y educativo fue también un proyecto político de redención del pueblo, en el sentido de sacarlo de la miseria, de la "crueldad" revolucionaria y de su propio carácter de pueblo para convertirlo en una clase media más amplia y con valores nacionalistas, todo esto mediante reformas sociales y agrarias.30 Vasconcelos creyó en el arte como medio para alcanzar el ideal humanista; en su gestión se conformaron centros culturales como el Sistema de Bibliotecas y el Departamento de Bellas Artes; se convirtió en mecenas de los artistas y se imprimieron centenares de libros. Según José Joaquín Blanco, las masas no eran para él más que ciudadanos en potencia que adquirirían esta condición hasta dejar de ser indios a través del mestizaje. La educación los convertiría en individuos democráticos y civilizados. En su opinión, la unidad nacional, significaba anular la oposición de los regionalismos, fusionar lo indio y lo blanco.31 Para lograrlo la instrucción indígena debería ser uno de los pilares más importantes de acción. ¿Cómo llevarla a cabo?

En los primeros años de la década de 1920, legisladores e intelectuales debatían sobre la mejor manera de educar a los indios de raza pura. Vasconcelos y Puig Casauranc estaban en favor de la escuela única para toda la población, sin distinción de raza, para castellanizar al indio y evitar así la división "en castas y colores de la piel" como en el sistema estadounidense de reservaciones, pues se deseaba "educar al indio para asimilarlo totalmente a nuestra nacionalidad y no para hacerlo a un lado".32

No podíamos haber cometido en la Secretaría de Educación el pecado capital de aislar a los indios; sabíamos bien que, desde los primeros días de la conquista, su situación de aislamiento, su posición de inferioridad de casta, el apartamiento definitivo y perpetuo en que se mantenía al indio respecto a las demás clases sociales, fue lo que fatalmente, tuvo que ir produciendo en él esa pasividad aparente, esa concentración en sí mismo, esa desconfianza perfectamente justificada, esa tristeza ancestral, que, cuando no nos asomamos al fondo del asunto, queremos considerar como condiciones esenciales y forzadas de raza inferior, degenerada o en plena decadencia.33

Si bien ésta fue la tendencia dominante que prevaleció en la década de 1920 dentro de la Secretaría de la Educación Pública, hubo otras opiniones que disentían de la propuesta de Vasconcelos y que proponían una alternativa de mayor apertura hacia el reconocimiento de los valores intrínsecos de las diferentes culturas autóctonas que no se respetaban en la práctica.

Manuel Gamio fue uno de los partidarios de la creación de las escuelas especiales para niños indígenas.34 En la revista Ethnos que fundó en 1920, el antropólogo advertía sobre la falta de estudios y comprensiones sobre el número y la naturaleza de las poblaciones indígenas. Se requerían —señalaba— estudios locales de las lenguas y la cultura de cada uno de los grupos. Gamio se declaraba en favor del bilingüismo absoluto a escala nacional y proponía realizar traducciones castellanas para generar el entendimiento entre las diferentes etnias y el resto del país; en su opinión, el educador debía recibir la enseñanza de los etnólogos y antropólogos para adquirir competencia sobre los indios, teniendo en cuenta las condiciones del medio en que vivían, sus necesidades y sus aspiraciones.35

 

PROYECTO INTEGRACIONISTA

En 1922, gracias a la iniciativa de varios diputados del Partido Liberal Constitucionalista, se aprobó por unanimidad el Departamento de Cultura Indígena. Vasconcelos aceptó la medida aunque declaró más tarde que sólo tendría una existencia "provisional en tanto los indios estuvieran en condiciones de asistir a las escuelas ordinarias".36 Las escuelas especiales, para llevar a cabo la castellanización y aculturación, se concibieron como parte de un proceso preparatorio para la unificación cultural; una vez trascendida ya no requerirían educación especial. De nueva cuenta, se afirmaba la inviabilidad de una autonomía de la cultura indígena en el contexto posrevolucionario:

Si esto lo conseguimos, de entonces en adelante no habrá necesidad de buscar métodos pedagógicos especiales, y nuestro indio, como cualquier niño blanco, será susceptible, en el mismo o menor tiempo que un hijo nuestro, de obtener todos los beneficios de la educación moderna.37

Del proyecto educativo implementado por José Vasconcelos se mantuvo la convicción de que la educación era la vía idónea para la transformación, para humanizar la revolución y despojarla de su fase violenta.38 La noción de incorporación manejada por la corriente vencedora —entre las diversas que confluyeron en el movimiento revolucionario— se tradujo en la decisión de ciertos individuos para ejercer control cultural sobre los grupos indígenas, cuyos elementos materiales, formas de organización, conocimientos o valores simbólicos se consideraban atrasados, primitivos e inferiores, con respecto del resto de los mexicanos. El control cultural adquirió una dimensión política, puesto que, en la práctica, la castellanización y trasmisión de valores occidentales ajenos a las comunidades indígenas les expropiaba la capacidad para reproducir códigos de comunicación y motivaciones compartidas que les daban identidad como indios.39

Las élites gobernantes y los intelectuales cercanos al régimen —proveedores y promotores de los símbolos nacionales— compartieron ciertos lugares comunes que prevalecieron a lo largo de la época. Uno de ellos fue la idea de la superioridad de la vida urbana (moderna) y de su cultura universal (occidental-civilizada). Desde este horizonte, según Puig Casauranc, el problema de la educación rural en México debía centrarse en:

[...] lograr que no se sientan distintos de nosotros, hacer que convivan con nosotros; que como quiere Rabasa sufran con nosotros; porque la civilización, aun con todas sus crueldades, es el único medio capaz de redimir y de enaltecer a los susceptibles de adaptarse y de convertirse en triunfadores.40

En la misma tónica, Rafael Ramírez indicaba:

[...] el propósito esencial es único y consiste en transportar a la masa entera de la población rural paulatina, pero constantemente, de las etapas inferiores de vida en que se encuentra hacia planos superiores en que pueda disfrutar de una vida más satisfactoria y más completa; es decir, el propósito general de la educación rural consiste en incorporar a la masa campesina, ahora retrasada, a la cultura moderna41

De los razonamientos anteriores se desprenden varias apreciaciones compartidas en la época: a) la necesidad de la inserción (absorción) de la cultura indígena en la vida civilizada-moderna, debido a su nivel de desarrollo "primitivo" o "atrasado"; b) la premisa de que la población india era un problema que los mestizos o blancos de cultura occidental debían afrontar y resolver; c) la pertinencia de erradicar usos y prácticas dañinas tales como: la superstición y el fanatismo religioso o aquellas manifestaciones que resultaban "anacrónicas, inapropiadas y poco prácticas";42 d) el beneficio de inculcar patrones homogéneos a los grupos étnicos que vivían en etapas culturales diferentes, y e) la necesidad de castellanizar y escolarizar a los indígenas, a la población marginal cuyas condiciones de vida y sistemas productivos ancestrales significaban un lastre para el país.

El proyecto integracionista articulado por la ideología posrevolucionaria tuvo una doble dimensión en sus discursos: se planteaba revalorar al indígena como la raíz más auténtica de la identidad y especificidad mexicana. El nuevo Estado posrevolucionario vinculó la "modernización y el progreso nacional a la unidad de la raza creyendo que se alcanzaría a través de la aplicación de un abanico de medidas que favorecieran al mestizaje y la depuración racial".43 A partir de una serie de postulados que aparecieron a lo largo del siglo XIX y que continuaron —no obstante el cambio de régimen propiciado por la Revolución mexicana— los indígenas se percibían como un sector ajeno y distante que había que regenerar e incluir a la vida social de las masas.44 De acuerdo con Beatriz Urías Horcasitas, conforme al modelo corporativista y antiliberal, deseaba formarse una "sociedad integrada por ciudadanos racialmente homogéneos, físicamente sanos, y moralmente regenerados [lo cual] inspiró campañas de desfanatización religiosa, de higiene sexual y de combate al alcoholismo".45 Este tipo de campañas se extenderían por todo el país a partir de la década de 1920.

Desde la perspectiva antropológica, la línea política integracionista de la posrevolución proponía reivindicar al indio desindianizándolo mediante el mestizaje y la asimilación de un proyecto único de nación. En el periodo de José Vasconcelos al frente de la Secretaría de Educación Pública, el concepto de incorporación fue ambivalente, puesto que admitía y a la vez negaba al indígena. La fusión de los indios en la sociedad, formada en molde europeo, les negaba el derecho a conservar los rasgos que les conferían identidad como grupo.46 Según Engracia Loyo, resultó contradictorio porque "admitía y a la vez negaba al indígena; reconocía su capacidad de contribuir a la vida nacional y al mismo tiempo le negaba el derecho de conservar su cultura. Incorporar al indio significaba hispanizarlo".47

Esta doble dimensión en la concepción de las élites respecto de los indígenas también se manifestó en la idealización del pasado prehispánico en el ámbito intelectual, en contraste con la presencia de los indígenas contemporáneos, a quienes se percibía como un sector problemático y, en buena medida, desconocido. El mundo indígena era un ámbito ajeno y extraño: no se sabía con precisión qué cifra alcanzaba ese sector de la población, no había un conocimiento puntual de cuántos eran monolingües o bilingües, cuántas eran las familias étnicas del crisol; incluso saltaba la idea de si era posible escolarizar y castellanizar a los grupos marginados para fusionarlos a la sociedad de molde europeo.48 Al iniciar la segunda década se revivió una vieja polémica de tipo ideológico, al no existir acuerdo acerca de que tuvieran la capacidad de recibir la obra de redención educativa. Al respecto, José Manuel Puig Casauranc —secretario de Educación Pública (1924-1928), en cuyo ejercicio se creó el Departamento de Educación Rural de Incorporación Indígena— refirió en un discurso a los campesinos del Estado de México este asunto:

Ahora bien, hay, en todos lados [...] escépticos o malévolos que imaginan que esta obra de redención educativa [...] que ese sueño de redención educativa de las clases humildes, campesinas e indígenas, es impracticable; hay quienes nos tachan constantemente de idealistas y soñadores, porque están aferrados a la idea colonial de nuestro humilde peón, de que nuestro indio, siempre dolorido y perpetuamente sangrante, será toda la vida un cero en la obra efectiva de la prosperidad nacional. Y voy a tener la satisfacción de decir señores campesinos que ya no sólo nuestro amor a la raza, sino la obra de investigación científica, de verdadero y cruel análisis de las facultades físicas e intelectuales y morales de nuestros indios y mestizos, que he realizado como médico, desde hace años y que ahora, en la Secretaria de Educación, he podido intensificar, usando para ese estudio de todos los medios de que dispone un Departamento de Estado; voy a poder decir a ustedes que este estudio nos revela que no hay nada más falso en esas afirmaciones despectivas.49

Según las palabras del secretario, fue necesario realizar pruebas científicas para constatar sus capacidades físicas e intelectuales, así como sus cualidades morales para fortalecer el argumento de que era posible: "lograr en una sola generación quizá, de dedicación gubernativa, de empeño cariñoso y de obra educativa alejada de finalidades políticas, despertar virtudes populares que causen admiración al mundo".50

 

CONCLUSIÓN

Investigaciones recientes han apuntado que el pensamiento indigenista posrevolucionario representado por Manuel Gamio, Luis Cabrera, José Vasconcelos y Andrés Molina Enríquez buscó insertar al indígena en una cultura mestiza. De acuerdo con Alan Knight, este proyecto en realidad daba continuidad a una concepción de la raza entendida como una categoría social y a prácticas de descalificación de ciertos grupos sociales a partir de una consideración racial.51 En La revolución agraria en México (1937), Andrés Molina Enríquez mantuvo casi inalterado el enfoque evolucionista ortodoxo de finales del siglo XIX , en cuya reflexión planteó que sólo por medio de un régimen de tipo autoritario se librarían las dificultades planteadas por la heterogeneidad racial del pueblo mexicano —una concepción autoritaria del régimen porfirista que sobrevivió a pesar del indigenismo oficial revolucionario—, puesto que la diversidad era incompatible con las instituciones y legislaciones modernas generadas con el propósito de articular a la sociedad en términos de igualdad. Sin embargo, esta noción de igualdad, en palabras de Beatriz Urías Horcasitas, "no remitía a la idea de equidad sino que era equivalente de uniformidad".52 El proceso de homologación social y racial encabezado por un poder autoritario, patriarcal, bajo un régimen de cooperación obligatoria, se justificaba para sortear la dificultad de arbitrar la convivencia de grupos en diferentes estados evolutivos.

El contexto de la Revolución mexicana —propiamente las circunstancias políticas y sociales del país en los años inmediatos a ella— fomentó el surgimiento de nuevos proyectos de ingeniería social. La necesidad de la reconstrucción nacional y la edificación de nuevas instituciones públicas tuvo como propósito la reconciliación nacional con su pasado, en el cual se vislumbraba el rescate y fomento de valores y principios de espíritu nacionalista, con la influencia, paradójicamente, de modernos planteamientos eugenésicos y raciales, difundidos a partir de entonces en una doctrina oficial: el nuevo indigenismo. Alimentado entonces como un proyecto de Estado, mediante el cual se perfilaría el modelo integracionista, el indigenismo mexicano de la década de 1920 asumió ciertos valores del discurso liberal decimonónico, asimilándolos con nuevas corrientes de pensamiento social (incluidas las antropológicas), en un intento de cimentar el discurso revolucionario de carácter nacionalista.

El paradigma del discurso indigenista revolucionario no resultó todo lo novedoso que pretendía ser; sin embargo, quizá reflejó el espíritu reformador de una generación de intelectuales y políticos vinculados con la nueva élite revolucionaria en el poder. En tales circunstancias la crisis social que representó la Revolución mexicana significó un escenario propicio para buscar nuevos referentes, ideas y simbolismos que contribuyeran a la integración nacional. Estos propósitos —y los medios con los cuales el Estado pretendió llevarlos a cabo— estigmatizaron sobremanera los valores y la cultura nacionalista revolucionaria, cuyos discursos —varias décadas después— aún resonaban en la retórica oficial posrevolucionaria.

 

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Notas

1 Eva Sanz Jara, "Continuidades en el discurso intelectual y político mexicano sobre los indígenas, siglos XIX y XX", en Tzintzun. Revista de Estudios Históricos, núm. 51, enero-junio, 2010, pp. 83-118. Sanz considera al menos cuatro etapas del pensamiento indigenista, cuatro modalidades de discurso intelectual y político, desde la época del México independiente hasta el año 2000: el decimonónico, el revolucionario, el campesinista de influencia marxista (prevaleciente entre las décadas de 1960, 1970 y 1980), y el del pluralismo que emerge recién en la década de 1990. Sanz problematiza la originalidad de tales discursos en tanto sugiere un "sustrato homogéneo" que más bien les otorga rasgos de continuidad.

2 Ricardo Pérez Montfort, "Las invenciones del México indio. Nacionalismo y cultura en México 1920-1940", en [www.prodiversitas.bioetica.org/nota86.htm], fecha de consulta: 21de enero de 2011. Pérez Montfort privilegia los significados culturales del indigenismo involucrados en la prensa, el cine y el teatro, en donde parecían conformarse los estereotipos nacionales predominantes. La continuidad de esos propósitos está manifiesta en Expresiones populares y estereotipos culturales en México. Siglos XlX y XX. Diez ensayos, México, Centro de Investigación y Estudios Superiores en Antropología Social, 2007. La idea original de este artículo surgió a partir de su lectura, paralela a la de Beatriz Urías Horcasitas, Historias secretas del racismo en México (1920-1950), México, Tusquets Editores, 2007.

3 Sobre el arquetipo del nuevo ciudadano en la sociedad posrevolucionaria en el contexto del nacionalismo oficial, véase Beatriz Urías Horcasitas, op. cit, 2007, pp. 20-37.

4 Alan Knight, "Racismo, revolución e indigenismo. México 1910-1940", en José Jorge Gómez Izquierdo (coord. y ed.), Cuadernos del seminario de estudios sobre el racismo en/desde México, Puebla, Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades-Universidad Autónoma de Puebla, 2004, p. 23.

5 En torno a las influencias de la antropología en el contexto revolucionario (la revolución antropológica), véanse la introducción de Beatriz Unas Horcasitas, op. cit., 2007 y Alexandra Stern, "Mestizofilia, biotipologia y eugenesia en el México posrevolucionario. Hacia una historia de la ciencia y del Estado, 1920-1960", en Relaciones, vol. XXI, núm. 81, invierno, 2000, pp. 57-91.

6 Nos referimos a aquellos ligados directamente al gobierno federal mediante distintos cargos administrativos o, bien, responsables de proyectos educativos.

7 Alan Knight, op. cit,, 2004, p. 20.

8 De acuerdo con Claudio Lomnitz y Beatriz Urías Horcasitas, el maridaje entre la antropología y el Estado mexicano en el periodo posrevolucionario imposibilitó —a falta de autonomía de la ciencia social— el surgimiento de corrientes críticas prácticamente hasta la década de I960. El descubrimiento de los campesinos por parte de los antropólogos en los últimos treinta años del siglo XX, fue el resultado de un movimiento para desexotizar a los indígenas y verlos como una clase, en lugar de hacerlo en términos estrictamente culturales (es decir, como nativos premodernos). Hasta entonces el discurso académico reacciona frente al modelo unívoco de nación. Acerca de los planteamientos integristas y las tendencias hacia la regeneración social sustentadas en teorías racistas, véanse Beatriz Urías Horcasitas, op. cit., 2007; Claudio Lomnitz-Adler, Las salidas del laberinto. Cultura e ideología en el espacio nacional mexicano, México, Joaquín Mortiz, 1995.

9 Los espacios editoriales en los que se difundió la cultura popular y la nueva identidad nacional fueron múltiples: el Boletín de la Universidad Nacional, el Boletín de la Secretaria de Educación Pública; la revista México Moderno los periódicos El Universal Ilustrado, La Antorcha, El Demócratay Excélsior, entre otros. En revistas especializadas como Ethnosy la que fundó, editó y dirigió la estadounidense Frances Toor, Mexican Folkways, de 1925 a 1937. La colaboración de antropólogos, etnólogos, y filósofos para descubrirla cultura popular fue muy importante.

10 Rafael Ramírez, "Propósitos fundamentales que la educación rural mexicana debe perseguir", en Engracia Loyo (comp.), La casa del pueblo y el maestro rural mexicano(Antología), México, Secretaría de Educación Pública/Ediciones El Caballito, 1985, p. 31.

11 Carlos Monsiváis, "La nación de unos cuantos y las esperanzas románticas", en José Emilio Pacheco et al., En torno a la cultura nacional, México, Fondo de Cultura Económica, 1982, pp. 204-205.

12 Salvador Novo, La vida en México en el periodo presidencial de Lázaro Cárdenas, compilación y nota preliminar de José Emilio Pacheco, México, Dirección General de Publicaciones-Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/Instituto Nacional de Antropología e Historia, 1994, pp. 63-64.

13 Lo mismo esta actitud introspectiva de lo propio fue apuntalada por las élites educativas en Europa o en los centros de estudios superiores urbanos del país. Los muralistas revolucionarios, maestros e intelectuales dieron gran estímulo a esta actitud oficial con respecto de la perspectiva integrista.

14 El hispanismo, en cambio, formó parte del discurso conservador. Al respecto véase Ricardo Pérez Montfort, Por la patria y por la raza, el discurso nacionalista de la derecha secular durante el régimen del general Lázaro Cárdenas, tesis de maestría en Historia, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1987.

15 José Antonio Aguilar, La sombra de Ulises. Ensayos sobre intelectuales mexicanos y norteamericanos, México, Centro de Investigación y Docencia Económicas, 2000, p. 18.

16 Elsie Rockwell, Hacer escuela, hacer estado. La educación posrevolucionaria vista desde Tlaxcala, México, El Colegio de Michoacán/Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social/Centro de Investigación y de Estudios Avanzados del Instituto Politécnico Nacional, 2007.

17 Al respecto, Daniela Traffano ha investigado particularmente los problemas de la instrucción pública en las comunidades de Oaxaca durante el siglo XIX . Francisco José Ruiz Cervantes y Daniela Traffano, "Porque sólo la ilustración puede desterrar de esos pueblos los vicios y la inmoralidad que los dominan. Indígenas y educación en Oaxaca (1823-1867)", en Revista de História, núm. 154, primer semestre, 2006, pp. 191-220; Daniela Traffano (coord.), Reconociendo el pasado. Miradas hhistóricas sobre Oaxaca, México, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social/Universidad Autónoma "Benito Juárez" de Oaxaca, 2008.

18 José Manuel Puig Casauranc, "El problema de la educación de la raza indígena", en Salvador Novo (comp. y ed.), El sistema de escuelas rurales en México, México, Publicaciones de la Secretaría de Educación Pública/Talleres Gráficos de la Nación, 1927, p. 37.

19 Moisés Sáenz, "Cómo son y qué significan nuestras escuelas rurales", en Salvador Novo (comp. y ed.), op. cit., 1927, p. 47.

20 Sobre la cultura cívica que inició con Calles fundamentalmente, que consistía en rendirle honores a la bandera, recordar los hechos y los personajes importantes de nuestra historia mediante la representación escénica, véase Alan Knight, "Estado, revolución y cultura popular en los años treinta", en Nuevas perspectivas sobre el cardenismo. Ensayos sobre economía, trabajo, política y cultura en los años treinta, México, Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco, 1996, pp. 297-324.

21 Moisés Sáenz, op. cit., 1927, p. 47.

22 Véase Marco Antonio Calderón Mólgora, "Festivales cívicos y educación rural en México: 1920-1940", en Relaciones, vol. XXVII, núm. 106, primavera, 2006, pp. 17-56.

23 Alan Knight, op. cit., 2004, p. 13.

24 Rafael Ramírez señaló los problemas de la cuestión indígena: "Uno de ellos, el primero, es la extremada pobreza de las masas campesinas; otro, fundamental como el anterior, lo constituyen las pésimas condiciones de salud en que la población rural se desenvuelve; forma el tercer problema su bajo estándar de vida doméstica; el cuarto problema plantea la tradicional rutina con que son realizadas las ocupaciones rurales habituales [...] el quinto problema surge del analfabetismo agudo de las masas campesinas; el sexto problema es de desintegración social, a causa de los numerosos grupos étnicos que hay en el país y de los distintos dialectos que les sirven como medios de expresión; el séptimo y último [...] la absoluta impreparación [sic] rural para trabajar decidida y conscientemente por el advenimiento de un nuevo régimen social más igualitario y más justo". En 1938, llevó a cabo un recuento de los problemas que, pese a los esfuerzos realizados, eran los mismos de veinte años atrás. Rafael Ramírez, op. cit., 1985, p. 33.

25 Engracia Loyo, "La 'dignificación de la familia' y el indigenismo oficial en México (1930-1940)", en Pilar Gonzalbo Aizpuru (coord.), Familia y educación en Iberoamérica, México, El Colegio de México, 1999, p. 374.

26 "Palabras del Sr. Presidente de la República, al tomar posesión de su cargo el 1° de diciembre de 1924", en José Manuel Puig Casauranc, op. cit, 1927, p. 9.

27 José Manuel Puig Casauranc cita a Calles en su "Programa de Acción", trasmitido por radio el 6 de diciembre de 1924. Ibid., p. 17.

28 En México a través de los siglos, Vicente Riva Palacio planteó que la Nación sólo podía constituirse a partir de la homogeneidad racial de los cuerpos de los individuos que la integraban: "las naciones, al igual que los individuos, deben tener un espíritu, un alma nacional, pero también un cuerpo, un organismo material igualmente nacional". Leopoldo Batres incursionó en las investigaciones antropométricas tratando de mostrar que los grupos indígenas podían nivelarse con la raza europea por medio de la educación. Citados por Beatriz Urías Horcasitas, Indígenay criminal. Interpretaciones delderechioyla antropología en México, 1871-1921, México, Departamento de Historia-Universidad Iberoamericana, 2000, 114 p.

29 Manuel Gamio, Forjando Patria, México, Porrúa, 1960 [c. 1916], p. 96.

30 Carlos Monsiváis, "Notas sobre la cultura mexicana en el siglo XX", Historia general de México, México, El Colegio de México, 1996, vol. 2, pp. 1417-1419.

31 José Joaquín Blanco, "El proyecto educativo de José Vasconcelos como programa político", en José Emilio Pacheco et al., En torno a la cultura nacional, México, Fondo de Cultura Económica, 1982, pp. 87-92.

32 José Vasconcelos, conferencia leída en Washington en 1922, citado por Claude Fell, "La creación del Departamento de Cultura Indígena a raíz de la Revolución mexicana", en Pilar Gonzalbo Aizpuru (coord.), Educación rural e indígena en Iberoamérica, México, El Colegio de México, 1999, p. 110.

33 Extracto de un artículo de Puig Casauranc en 1927, leído con motivo de la apertura de la Escuela del Estudiante Indígena, "El problema de la educación indígena", en Libro de oro de la Revolución mexicana. Contribución histórica, México, Gobierno de la República, 1930, s/p.

34 Manuel Gamio fue director de Antropología en la Secretaría de Agricultura y Desarrollo (1917-1925). En 1918, se le designó director de Estudios Arqueológicos y Etnográficos de la Secretaría de Fomento. En 1925, siendo secretario de educación Puig Casauranc, fue nombrado subsecretario de Educación Pública, pero pocos meses después renunció debido a una serie de irregularidades dentro de la Secretaría de Educación Pública.

35 Claude Fell, op. cit, 1996, p. 114.

36 Ibid., p. 116.

37 José Manuel Puig Casauranc, op. cit., 1930, s/p.

38 Carlos Monsiváis, op. cit., 1982, p. 189.

39 Respecto de la noción de control cultural, véase Guillermo Bonfil Batalla, "Lo propio y lo ajeno: una aproximación al problema del control cultural", en Pensar nuestra cultura, México, Alianza Editorial, México, 1992, pp. 49-57.

40 Plática del secretario de Educación Pública, José Manuel Puig Casauranc, ante el Segundo Congreso de Directores Federales de Educación el 28 de mayo de 1926, en José Manuel Puig Casauranc, op. cit., 1927, p. 33. En materia de educación indígena, años atrás, Emilio Rabasa había señalado que: "aislar al indio por una conmiseración real o hipócrita: es condenarlo a la muerte tras una larga agonía" y añadió "no hay más medio que la vida en común, con todas sus asperezas, sus intolerancias, sus injusticias, sus violencias y hasta sus crueldades, para que la inferioridad, por el ejercicio, la lucha y el dolor, se fortalezca y sobreviva". Citado por José Manuel Puig Casauranc, op. cit., 1930, p. 33.

41 Rafael Ramírez, op. cit., 1985, p. 31 (Énfasis nuestros.)

42 Manuel Gamio señalaba que, de acuerdo con el examen etnológico de las creencias religiosas del indio, sus tendencias artísticas, actividades industriales, costumbres domésticas y modalidades éticas, podía verse que los indígenas vivían en una etapa intelectual estacionada, puesto que: "vive con un retraso de 400 años, pues sus manifestaciones intelectuales, no son más que una continuación de las que desarrollaban en tiempos prehispánicos, sólo que reformadas por fuerza de las circunstancias y el miedo". También consideró que: "el indio posee una civilización propia, la cual, por más atractivos que presente y por más alto que sea el grado evolutivo que haya alcanzado, está retrasada con respecto a la civilización contemporánea, ya que ésta por ser de carácter científico, conduce actualmente a mejores resultados prácticos, contribuyendo con mayor eficacia a producir bienestar material e intelectual, principal tendencia de las actividades humanas". Manuel Gamio, op. cit,, I960, pp. 95-96.

43 Beatriz Urías Horcasitas, op. cit., 2007, p. 15.

44 Guillermo Bonfil Batalla apunta que esta valoración condujo a la enajenación o folclorización de sus expresiones culturales (las danzas, fiestas, artesanías, etcétera), las cuales —sacadas de su contexto comunitario y de sus intereses— se promovieron con un interés comercial o político completamente ajeno a su sentido original. Se creó una imagen folclórica de la pluralidad cultural. Bonfil Batalla, op. cit., 1992, pp. 52-79. Por su parte, en un ensayo, Mauricio Tenorio reflexionaba sobre la idea de que México había sido creado y demandado lo mismo fuera que dentro del país por el mercado mundial de imágenes. Ahí mismo, aborda los lugares comunes e imaginarios que se asumen existentes, creados por la inteligencia mexicana y estadunidense en el contexto posrevolucionario, y cuestiona el porqué de su vigencia hasta la actualidad. Mauricio Tenorio Trillo, "De la Atlántida morena y los intelectuales mexicanos. Historia y un poco de recuerdos", en Fractal, revista electrónica, núm. 40 [www.fractal.com.mx/F37Tenorio.html], fecha de consulta: 21 de enero de 2011.

45 Beatriz Urías Horcasitas, op. cit., 2007, p. 16.

46 Guillermo Bonfil Batalla, México profundo. Una civilización negada, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/ Grijalbo, 1990; Luis Villoro, Los grandes momentos del indigenismo en México, México, El Colegio de México, 1950, p. 196; Engracia Loyo, Gobiernos revolucionarios y educación popular en México, 1911-1928, México, El Colegio de México, 1999a, pp. 168 y ss.

47 Engracia Loyo, op. cit., 1999a, p. 169.

48 Jean B. Salazar, uno de los creadores del Departamento de Cultura Indígena, decía que los indígenas alcanzaban la cifra de cinco millones y medio (la tercera parte de la población); la Dirección de Estadísticas informaba que había un millón 960 mil 306 indios, de 15 millones 160 mil 369 habitantes del país; según Moisés Sáenz eran cuatro millones 174 mil 499, mientras que Manuel Gamio refería en sus investigaciones 12 millones de indios y una minoría mestiza y criolla. Ibid., p. 168.

49 Alocución dirigida por el doctor José Manuel Puig Casauranc, secretario de Educación Pública, en representación del presidente de la República, José Manuel Puig Casauranc, op. cit, 1927, p. 25.

50 Ibid. Un interesante análisis sobre la convergencia del pensamiento político, el derecho penal y las teorías antropológicas sobre las razas, como tendencia para homogeneizar y uniformar el universo social que caracterizó la tradición intelectual y política que nos legó el siglo XIX es el valioso trabajo de Beatriz Urías Horcasitas, op. cit, 2000.

51 Alan Knight, op. cit., 2004, pp. 13-38.

52 Beatriz Urías Horcasitas, op. cit,, 2000, p. 122.

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