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Signos históricos

versão impressa ISSN 1665-4420

Sig. his vol.12 no.24 México Jul./Dez. 2010

 

Reseñas

 

Peter Guardino, El tiempo de la libertad. La cultura política popular en Oaxaca, 1750-1850

 

Brian Connaughton*

 

Oaxaca, Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca/Universidad Autónoma Metropolitana Iztapalapa/El Colegio de San Luis/El Colegio de Michoacán/Congreso del estado de Oaxaca, 2009.

 

Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa, *tani@xanum.uam.mx

 

Peter Guardino retoma en este libro acerca de Oaxaca una temática ya trabajada en una obra previa sobre Guerrero: el nexo entre la cultura política de las elites y los grupos populares en el México de los siglos XVIII y XIX. En su perspectiva en torno a Guerrero, el autor se acercaba a una región mexicana singularmente connotada por sus confrontaciones políticas a lo largo del siglo XIX e incluso en el XX.1 No obstante, me parece que la estructura de estas obras es radicalmente diferente. Para Guerrero, Guardino puso al centro del análisis la formación del Estado-nación mexicano y quiso mostrar que los campesinos de Guerrero participaron en la gesta nacional. Como muchos creían que el liberalismo decimonónico en México era eminentemente elitista y eurocéntrico, parecía difícil argumentar que era factible ligar a campesinos díscolos a un proyecto nacional liberal. Pese a ello, cuando los liberales llegaron a la Ciudad de México para desplazar a Antonio López de Santa Anna en 1855, lo hicieron con la fuerza de los pintos —soldados guerrerenses de Juan Álvarez—. El autor se dedicó a mostrar la historia previa de este fenómeno de acoplamiento de intereses campesinos —bajo un liderazgo carismático— al liberalismo mediante la "traducción" del federalismo liberal en una serie de metas precisas para los pueblos de Guerrero: menos impuestos, más ayuntamientos en mayor número de pueblos, menos interferencia externa, etcétera.

En la obra acerca de Guerrero, Guardino entró en un profundo debate sobre la participación popular —sí o no, o hasta qué punto— en la política mexicana del siglo XIX. No me cabe duda, a Guardino le encanta el debate y le fascinan los retos, así que llevó la problemática a una región muy distinta y le dio otro giro. En vez de poner mayor énfasis en la formación del Estado-nación, privilegió la cultura política. Se dedicó, además, a contrastar dos puntos disímiles dentro de la geografía oaxaqueña: la ciudad de Antequera —que con la Independencia se llamaría Oaxaca— y la Alcaldía Mayor, eventualmente Distrito de Villa Alta. La primera era epicentro de las redes comerciales que ligaban Oaxaca a fuerzas económicas más allá de la entidad. La segunda, un productor de mantas de algodón, algo de grana cochinilla, poquísima minería de plata y mucha agricultura de subsistencia, cuyos nexos externos eran mayormente con la ciudad de Antequera.

La formación del Estado-nación no desaparece de la obra, pero sí se subordina a la problemática de la pluralidad y los intereses dispares. No es preciso apostar todo al Estado-nación para tener cultura política. Tampoco es preciso, o muchas veces posible, negarse a toda vinculación con otros intereses para tener un proyecto político propio. La hegemonía imperial española, o incluso la hegemonía liberal del Estado-nación, no es de una sola pieza, sin pliegues o arrugas, sin discontinuidades. Prevalecer no sólo implica imponer, sino ceder y conceder, entreverar intereses y no sólo aplastar los ajenos. Sistemas legales, como el español, tuvieron que abrir espacios para encauzar intereses encontrados y, al hacerlo, dieron pie a una larga y rica participación de los subalternos en los instrumentos de gobierno. Traspasar instituciones civiles y religiosas de España a América implicó poner cabildos gubernamentales, cofradías religiosas y metáforas políticas al servicio de los dominados, y no sólo extender los valores y modalidades de los dominadores. Gozar de los servicios y los impuestos pagados por las poblaciones americanas conllevó incluirlas en la concepción holista y patriarcal dominante para constituir metafóricamente el cuerpo político del reino. Pero al volverlos partes del cuerpo, entidades funcionales y corporativas dentro del órgano vivo del Imperio, se les reconoció una vitalidad propia y una justificación si eran capaces de entenderla y aprovecharla.

En los capítulos 1 y 2 el autor ofrece una visión de la incorporación y vivencia de la cultura política colonial por parte de los diversos grupos de la ciudad de Antequera y los indígenas de Villa Alta. En la ciudad se articulaba la sociedad corporativa por medio del ayuntamiento, los gremios artesanales, las cofradías y la participación en ceremonias tanto civiles como religiosas. Decretos y leyes —que se pregonaban públicamente— pretendían involucrar a todos en las redes del poder público. Sin embargo, la integración de los miembros de la ciudad —incluidos pueblos autónomos o semiautónomos que la urbe engullía paulatinamente— no era perfecta. Los grandes comerciantes resguardaban su honor y su separación étnica de la mayoría de los habitantes, mientras los grupos populares se mezclaban mucho más libremente entre sí. Los cuerpos que pretendían dar expresión y lograr la presencia de los diversos grupos en el todo corporativo no tuvieron una jerarquía vertical claramente delineada. Si bien las elites asumían su carácter étnico español como signo de superioridad, el autor no encuentra referencias raciales de importancia entre los demás grupos. Las elites viven en y del enlace entre lo local y lo supraregional, expresando un extraño desligue dentro del cuerpo político citadino. La religión y las funciones eclesiásticas involucran a todos dentro de una visión patriarcal —jerárquica— de una gran familia con el rey a la cabeza, pero simultáneamente prometen la igualdad cristiana de todas las almas. La mujer debe aceptar un lugar subordinado a los varones, salvo cuando éstos no cumplen su papel.

En el capítulo 2, el autor profundiza su esfuerzo por desmontar la visión de una sociedad corporativa sin fisuras, al extender el análisis a los pueblos indígenas de Villa Alta. Los profundos vínculos que unían a los miembros de pueblos fuertemente endogámicos tenían su lado débil. La jerarquía patriarcal era subvertida parcialmente por disputas entre nobles de sangre y principales que ascendían por el sistema de cargos. La aceptación general de la obligación de servicio comunitario topaba con la tendencia de unos cuantos a detentar los cargos más altos y obligar los demás a perdurar en los más bajos y rudos, soportando una parte mayor de los tequios comunales. Las elecciones para los cabildos excluían a la mayoría de los hombres del voto y se descomponían cuando fracciones que peleaban por el reparto de los cargos y obligaciones llevaban sus diferencias a los procesos electorales cada año. Los acuerdos escritos para subsanar los desacuerdos subrayaban el ideal de unanimidad a la vez que dejaban testimonio gráfico de persistentes confrontaciones.

Lejos de Antequera, Villa Alta se vinculaba a la capital provincial mediante el intercambio de productos comerciales, los sacerdotes de sus veinte parroquias y el alcalde mayor que residía allí. Los nexos eran complejos y el caso de los sacerdotes es particularmente ilustrativo. Todos los habitantes requerían sus servicios, pero la presteza y el costo de los mismos causaban disputas. Los sacerdotes requerían interlocutores locales indígenas para sus enlaces, pero la duración de estos ayudantes en sus cargos, su poder y prácticas podían ser disputados por los demás indígenas y por los sacerdotes mismos. Los santos eran una fuerte proyección de los valores cristianos que representaban los sacerdotes, pero los festejos locales y la identidad local que fomentaban podían escaparse del poder de aquéllos y doblar su voluntad docente ante la contumacia o persistencia de los fieles.

Es tentador pensar en una ruda división entre la cultura citadina y la de los pueblos rurales de Villa Alta, pero Guardino nos previene contra una distinción tan contundente. La cultura política de Antequera y Villa Alta no eran idénticas, sin embargo, compartían nociones patriarcales, el lugar central de la figura del rey, su catolicismo mediado por los sacerdotes y la enorme importancia del sistema legal —mejor documentado para Villa Alta que para Antequera por los muchos litigios llevados por los pueblos—. Grupos de indígenas letrados se encargaban de funciones gubernamentales y juicios legales para los pueblos. Servicios jurídicos adicionales se adquirían mediante la contratación de abogados españoles o la conminación de los sacerdotes para orientar o representar a los pueblos en sus juicios. Los viajes a la residencia del alcalde mayor —cada año para la ceremonia de otorgamiento de varas de mando para los nuevos alcaldes, así como la ida a Antequera para defender los intereses locales en lejanos litigios en la Audiencia virreinal—, eran vinculaciones culturales y ejercicios de aprendizaje, como también lo eran las discusiones locales y pregón de nuevas leyes. Aún los tumultos y amenazas de éstos ataban a los indígenas de Villa Alta a la legitimidad del distante rey Borbón, porque el rechazo a los abusos locales de poder se amparaba en la apelación a la justicia —pretendidamente diáfana— del monarca.

El énfasis de los pueblos en sus tradiciones como origen de sus derechos y prácticas, así como la unanimidad que ponían como ideal de la armonía social, pusieron anclas difíciles de alterar al llegar los cambios borbónicos y liberales, pero los pueblos estaban lejos de una paz inmóvil; no hubo homogeneidad entre todos sus miembros ni una actitud uniforme ante todos los aspectos de su vida y retos que encaraban.

A estas fisuradas sociedades corporativas de Antequera y Villa Alta entrarían las Reformas Borbónicas y luego las corrientes liberales del siglo XIX. Los resultados, como lo indica el autor, no podrían ser simples réplicas de los deseos de los reformadores de una estirpe y otra; debían representar las complejidades acumuladas por la historia en ambas entidades, a la vez que reflejar las pretensiones de las nuevas ideas y prácticas fomentadas mediante el discurso, las ceremonias, instituciones y modalidades políticas inéditas.

Guardino enfatiza el esfuerzo borbónico por reconjugar la vida colonial en Oaxaca con la disminución de los poderes corporativos de la Iglesia, los gremios y los pueblos indios, además de un discurso orientado a la eficiencia económica y la insistencia en leyes generales por encima de las costumbres diferenciadas. No obstante, resalta las cortapisas a esta nueva política en la implementación: los burócratas locales no fueron siempre fieles transmisores de los ideales borbónicos, el relativo declive de los vínculos entre Villa Alta y los comerciantes de Antequera disminuía el apremio citadino por transformar su Hinterland, y los subalternos podían evadir los esfuerzos gubernamentales por registrarlos y fiscalizarlos por origen sociorracial en Antequera.

La sustitución de la coacción económica mediante el repartimiento forzoso de bienes y crédito por un régimen de intercambios libre en Villa Alta tropezó con la codicia del nuevo personal burocrático y la falta de convicción de que la libertad fuera efectiva para fomentar el comercio. La reforma eclesiástica relacionada con los cobros por servicios religiosos fue aceptada y promovida mediante aranceles fijos por servicios específicos emitidos por los obispos, pero los sacerdotes a menudo se inconformaron y los pueblos se dividieron entre grupos beneficiados y perjudicados. El esfuerzo por crear escuelas en todos los pueblos indígenas tropezó con la insuficiencia de maestros urbanos, el nombramiento de maestros locales por los mismos cabildos indígenas y un entorpecimiento del esfuerzo de castellanización y aculturación por la falta de una divulgación amplia de los textos cuyo uso se deseaba. Los cobros fiscales incrementados de la era borbónica dependieron, asimismo, de los viejos cuerpos de gremios y pueblos indios para implementarse y bregaron contra un supuesto cambio inspirado en el individualismo, pero el limitante mayor de las Reformas Borbónicas para transformar la cultura política, según el autor, fue su elitismo pues restringió a un selecto número de administradores y aliados cercanos, el nuevo discurso y sus metas. Las Reformas Borbónicas pretendían implantar los cambios desde arriba, y no convencer e involucrar a los habitantes en los cambios desde abajo. De modo que quizá las nuevas ideas se transmitieron cada vez más a través de los muchos litigios de la época, a falta de otros medios efectivos de inclusión y diseminación de los nuevos valores.

Desde esta perspectiva, la segunda mitad de la obra se ocupa de medir la transformación de la cultura política a partir de 1808 y la invasión napoleónica a España. Un sistema centrado en el rey se encontró repentinamente sin monarca por la truculencia bonapartista, el mismo sistema que incluso bajo el esfuerzo borbónico por lograr la racionalización, eficiencia y ágiles intercambios culturales y económicos no se ocupó de persuadir y convencer, ni tuvo medios efectivos para ello, pasó a una dinámica de debate y cambios veloces a nivel gubernamental. Con los ruidos en la cima de la estructura política, todas las fuerzas contendientes requerían buscar y agenciarse el apoyo popular. La competencia por las lealtades, dinero y colaboración bélica de los habitantes introducía un nuevo elemento de igualdad en la sociedad estamental, muy por encima de las mudanzas de las décadas anteriores. Desde noviembre de 1812 hasta abril de 1814, las tropas de José María Morelos y Pavón ocuparon la ciudad de Antequera e implantaron su propio discurso eclesiástico y civil, así como ceremonias cívicas y religiosas que auguraban quizá mayores cambios todavía. Sin embargo, es importante subrayar que el texto de Peter Guardino no pone la Independencia al centro de los cambios en la cultura política, sino la competencia por las lealtades políticas y económicas que es sintomática tanto de la crisis del Imperio, como de la proliferación de propuestas políticas para sanar la situación. Paralelamente a propuestas absolutistas y el énfasis de Morelos en condenar la opresión colonial pero no al rey, la convocatoria a Cortes en Cádiz ofrecía todavía otro polo político deseoso de atraer las lealtades de los habitantes. La Constitución de Cádiz fue puesta en vigor en Oaxaca en 1814 y nuevamente —tras el sexenio absolutista que siguió al retorno de Fernando VII a España— a partir de 1820: dramáticamente se dio fin a la Inquisición, terminó el tributo indígena e iniciaron las elecciones populares para el ayuntamiento de Antequera. Incertidumbre, rumores, suspicacias, confrontaciones y un incremento paulatino del sentido de igualdad alimentaron las transformaciones de estos años, pero prácticamente todos los cambios se daban con mayor fuerza en Antequera que en Villa Alta. En la capital se imprimían o repartían los folletos y periódicos que alimentaban la discusión política.

En la década de 1820 la cultura orgánica del Antiguo Régimen empezaba a disolverse en Oaxaca. Mientras los restos de la sociedad corporativa, la simbología, así como muchas prácticas religiosas y las ceremonias cívicas lograban aún imponer un sentido de continuidad persistente, las elecciones —pese a su carácter indirecto— comenzaron a dividir a la sociedad en partidos, propiciando movilizaciones según intereses y corrientes ideológicas. Incluso surgieron sociedades guadalupanas para contrastar la influencia conservadora de las cofradías en las elecciones. Sin embargo, el producto final no fue un paso suave hacia la modernidad democrática, desde 1828, cuando Antonio López de Santa Anna durante su fase yorkina ocupó la ciudad, se vio que las alianzas hacia fuera y el uso de la fuerza militar podían compensar cualquier tropiezo electoral local. Además, el autor enfatiza repetidamente que era imposible instituir un régimen de alternancia democrática, porque los políticos fomentaban acusaciones mutuas de una intolerancia extrema: para los promotores de cambios igualitarios sus contrarios eran traidores, oligarcas y monopolistas que socavaban la economía; para los conservadores sus contrincantes eran herejes y saboteadores del orden en la sociedad. El triunfo del partido contrario no era visto como un tropiezo electoral, sino como el apocalipsis que terminaría con la sociedad misma. El ideal de una sociedad orgánica se escondía tras el deseo de imponer las ideas propias a toda la sociedad y exterminar a los contrarios.

La sustitución del federalismo por el centralismo a partir de 1836 haría que el partido popular —llamado localmente vinagres— y el partido oligarca —o aceites— cambiaran su orientación por federalistas y centralistas, pero con muchas de las mismas tendencias de antes. El fracaso del centralismo, como respuesta al desorden de la sociedad, dio nuevas posibilidades al viejo partido popular. No obstante, Guardino tiene cuidado en demostrar que el partido popular no era liberal en el sentido de la Reforma de mediados de la década de 1850: no era antieclesiástico ni anticlerical, no pretendía dividir la tierra corporativa en lotes individuales y tenía un amor por la igualdad que el liberalismo de la segunda mitad del siglo XIX a menudo perdería.

Este libro termina con un largo capítulo final acerca de Villa Alta. A partir de la Independencia el autor encuentra que desaparecieron las luchas intestinas entre nobles de sangre y principales de esa región, de manera que el sistema de cargos y obligaciones comunitarias se liberó de ese conflicto de la tardía época colonial. Bajo la Constitución estatal de 1825, los pueblos indios se surtieron de gobiernos municipales constitucionales donde no se dio la pugna entre ayuntamientos mestizos y pueblos indios que en otras partes de México. El sufragio masculino se volvió universal, pero los principales parecen haber logrado mantener un papel extraoficial y habitualmente efectivo. Ni la transición al centralismo a partir de 1836 alteró la autonomía relativa de los pueblos, porque los jueces de paz que sustituyeron a los gobiernos municipales eran escogidos muchas veces entre los mismos indígenas. El ascenso relativo de líderes indígenas jóvenes y letrados —por la presión de los administradores externos— causó conflicto en los años de centralismo, pero se absorbió sin excesiva confrontación cuando aquellas nuevas figuras se plegaron a la cultura local de negociación y respetaron el sistema de cargos al interior de los pueblos.

No obstante, la pregunta central no es si la Independencia produjo algunos cambios al interior de los pueblos indígenas de Oaxaca, sino si resultó en la formación de una ciudadanía compartida en todo el estado que atravesara las divisiones étnicas heredadas de la época virreinal. Aquí el autor acaba dando una visión matizada. Más que integración ciudadana hubo negociación. Los indígenas debían cumplir a través de sus gobiernos con ciertas obligaciones ciudadanas: pago de impuestos, el contingente de sangre para la leva, la proclamación pública de las nuevas leyes y normas, así como la adopción de una nomenclatura apropiada para que las casas reales del gobierno municipal fuesen nacionales. Pero en Villa Alta no hubo partidos políticos, ni entusiasmo por el ejército, ni participación en las guerras civiles, y las polarizaciones que ocasionaban partidos, fuerzas armadas y guerras intestinas ni dividieron ni concientizaron a la población. Las escuelas primarias requeridas en cada pueblo bajo la Constitución estatal de 1825, no solían utilizar el catecismo político que debía educar a los niños en conceptos ciudadanos. Abundaban e influían más los sacerdotes que los administradores civiles externos. El profuso y caro ritualismo del catolicismo indígena resistió los deseos de reforma de los gobernantes estatales. Éstos se conformaron con el puntual pago de impuestos a cambio del respeto cotidiano a las costumbres indígenas y remitían sus profundos deseos de transformación y ciudadanización a un futuro nuboso.

Finalmente, las elecciones para los gobiernos municipales se realizaban regularmente en Villa Alta en los periodos federalistas, y también para los congresos del estado de Oaxaca. Además, irónicamente, en el caso de las elecciones para el congreso, elegían a sacerdotes, administradores de distrito, jueces del estado y comerciantes, es decir, el tipo de gente prominente y externa a los pueblos indígenas que formaban mayoría en los congresos y los convirtieron en el baluarte del conservadurismo estatal. Pareciera que los pueblos compraron su autonomía a cambio tanto de este comportamiento no politizado como del cumplimiento de unas cuantas obligaciones ciudadanas básicas como el pago de impuestos, envío de reclutas para las fuerzas armadas y acatamiento formal de las demás exigencias de las fuerzas políticas representadas en los gobiernos del estado. El tumulto como manifestación de disgusto, el bastón de mando como símbolo de autoridad, los litigios legales corporativos, los rituales de unidad de los miembros del pueblo, la desconfianza hacia los fuereños, el perdurable peso de los principales, y un vocabulario político híbrido que combinaban los términos del Antiguo Régimen y el Nuevo, reflejaban una cultura política que caminaba con los tiempos para permanecer lo menos transformada que fuera posible. Los gobiernos y prácticas de los pueblos eran Janos que miraban hacia atrás y hacia adentro, por un lado, y hacia fuera y el futuro por el otro.

Peter Guardino nos ofrece en su análisis una obra de gran actualidad por los difíciles temas que aborda, rica por la documentación de archivo que aporta y sumamente matizada por el deseo de ver todas las facetas de un entramado complejo y de componentes disparejos. Para mí hacen falta conclusiones generales al final de la obra, pero en su conjunto creo que este libro ofrece grandes posibilidades para oxigenar el debate en torno a la historia de la cultura política en el país y sus nexos con, o incluso, el papel central que debe tener en toda discusión de los grandes hitos de la nación como la Independencia, la Reforma o la Revolución de 1910.

 

Nota

1 Peter Guardino, Peasants, Politics, and the Formation of Mexico's National State, Guerrero, 1800-1857, California, Stanford University Press, 1996        [ Links ]

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