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Signos históricos

versión impresa ISSN 1665-4420

Sig. his vol.12 no.24 México jul./dic. 2010

 

Artículos

 

La Libertad versus La República. Crónica de una polémica inconclusa

 

La Libertad versus La Republica. Chronicle of an unfinished debate

 

Jesús Guzmán Urióstegui*

 

Pasante de Maestría de la Facultad de Filosofía y Letras Universidad Nacional Autónoma de México. * jguzmanu0409@yahoo.com.mx

 

Recepción: 28/10/2009
Aceptación: 01/12/2010

 

RESUMEN

A finales de septiembre de 1880, el diputado y poeta Juan A. Mateos presentó un proyecto de ley para que el gobierno clausurara y pusiera en subasta pública templos y casas curales ocupadas por la Compañía de Jesús. Dicha iniciativa generó la oposición de muchos intelectuales seguidores del positivismo, quienes, desde las páginas del periódico La Libertad, acusaron a Mateos de retrógrada y de intolerante, defensor de unos postulados ya caducos, como los de los movimientos de Ayutla y de Reforma. Esta crítica motivó, a su vez, la participación de Ignacio Manuel Altamirano en pro de la doctrina liberal, utilizando para ello las páginas del diario La República. Durante poco más de dos semanas, en dichos periódicos se debatió en torno a la conveniencia de uno u otro modelo filosófico para el futuro del país: el orden y el progreso versus la democracia y las libertades individuales. El objetivo del presente trabajo es analizar las condiciones en que se dio esta polémica.

Palabras clave: México, liberalismo, positivismo, democracia, tiranía.

 

ABSTRACT

In September, 1880, Juan A. Mateos, Congressman and poet, presented a law initiative to close and to sell at auction several temples and chapel precincts used by the Compañia de Jesus. This initiative was largely rejected by intellectuals related with positivism, who used La Libertad newspaper to present Mateos' behavior as intolerant and reactionary and as a defender of outdated principles such as those emanated from the Ayutla and Reforma movements. With these actions, Ignacio Manuel Altamirano was motivated to defend the liberal doctrine through La Republica newspaper. For the next two weeks, these newspapers presented different aspects related to the viability of these philosophical models in the Mexican context: Order and progress vs. democracy and individual rights. This paper will address the general circumstances for the development of this situation.

Key words: Mexico , liberalism , positivism , democracy, tyranny.

 

Manuel González ganó las elecciones presidenciales en julio de 1880, mostrándose optimista de que a partir de su llegada al Poder Ejecutivo, el 1 de diciembre inmediato, iniciaría la consolidación del progreso nacional. Para muchos, atrás de este supuesto se escondía una negociación secreta, un acuerdo de alto nivel con su compadre Porfirio Díaz para asegurarle a éste un regreso glorioso a la máxima silla gubernamental. Los menos creían que esto no era sino mera especulación, invención de gente sin criterio como aquella que, a principios de año, había aprovechado la visita del general Ulises S. Grant para pedirle que Estados Unidos estableciera un protectorado sobre México.

Nadie dejaba de reconocer, eso sí, que la situación de González para acceder al cargo no era nada plausible; no sólo por la ya añeja crisis económica que a veces no permitía al gobierno pagar salarios, tampoco por las continuas rebeliones de jefes y caudillos militares desencantados del régimen o bien opositores recurrentes, ni por la pertinaz guerra de castas que se vivía en muchos estados —sobre todo en Yucatán, Hidalgo, San Luis Potosí, Chihuahua, Sonora y Chiapas— sino también porque, aunque lo negara una y otra vez, el propio Díaz no dejaba de generar inquietud en torno a una posible prórroga presidencial, para la cual seguramente —creían— no pararía en mientes sin importar a qué recursos o medios pudiera apelar hasta implementarla. No en vano se consideraba el hombre necesario, como lo propaló eficazmente el gremio de los positivistas.

En medio de esta incertidumbre, a finales de septiembre de 1880, Juan Antonio Mateos —poeta, novelista y diputado liberal— presentó a debate un proyecto de ley que levantaría nueva ámpula entre las figuras del periodismo y la política mexicana: que los templos y casas curales de propiedad nacional que estuvieran a cargo de clérigos extranjeros o individuos de la Compañía de Jesús, fueran clausurados por las autoridades y puestos a subasta pública.

La polémica que se desató al respecto en la prensa de la Ciudad de México, durante la primera mitad del mes inmediato, fue ilustrativa en torno al quehacer futuro de la vida del país: ¿hacia dónde girar?, ¿qué rumbo seguir?, ¿fincar el camino a la paz y a la civilización sobre la base de la historia y la tradición recientes, eminentemente liberales?, o bien, ¿recurrir a un replanteamiento total, avalado y justificado en una teoría política y social científica, en la que el proceso evolutivo del hombre se medía en términos del progreso material, siendo el orden el elemento imprescindible para lograr esto último?

Casi todos los periódicos de la época dieron su opinión en este asunto; sin embargo, fueron La República y La Libertad los que expusieron las versiones más exaltadas, al presentarse y asumirse, tanto los directores como los redactores y colaboradores de ambos, en cada uno de los extremos. Otro de los fundamentos del presente texto es señalar qué argumentos esgrimieron ambos impresos para sustentar su postura en torno a cuál era el camino más conveniente para lograr el adelanto de la nación. Al respecto, conviene recordar que no se trataba de colegas opositores al régimen, ya que los dos eran apoyados directa e indirectamente por el gobierno; aunque sí diferían en sus líneas editoriales: respeto irrestricto a los derechos individuales y a la soberanía popular plasmada en la Constitución de 1857, en el caso del primer periódico, y reforzamiento del gobierno y de la sociedad en forma racional, metódica y científica —no revolucionaria ni doctrinaria— para acabar con la anarquía y acceder al orden, a la paz y al desarrollo económico, en el caso del segundo.1

El viernes primero de octubre de 1880, desde las páginas de La Libertad, Francisco G. Cosmes aseguró que cierta parte de los liberales mexicanos nada había aprendido de 1861 a la fecha, y que, petrificados con la vista hacia el pasado, seguían clamando indignados contra la odiosa tiranía del sable y de la sotana. Agregó además que si tales sujetos se mantenían en la palestra de la República, no era sino por la escasez de hombres de verdadero mérito político, pese a lo pequeño del escenario mexicano.

Dichos liberales, adujo, que nacieron a la vida pública con el Plan de Ayutla, que crecieron con las leyes de Reforma y que se cobijaban con el pensamiento de Ponciano Arriaga y del Gallo Pitagórico (Juan Bautista Morales), no hacían en 1880 más que celebrar sin juicio las glorias de una revolución en miniatura, con clichés, con moldes de ideas cuyo escultor había sido Melchor Ocampo, pero cuya quinta esencia era ya, ni más ni menos, que el referido Mateos.

Por ende, para éstos la experiencia no valía nada, no les servía de nada, y por eso querían continuar viviendo como lo habían hecho 20 años atrás, sin considerar la reconciliación de los partidos ni hacer caso de lo necesario que era para el país sentarse a la mesa de la civilización y del progreso, a la misma hora en que lo hacía todo el mundo.

Sobre esta base, si hasta el clero había entendido que no eran tiempos de guerra sino de reconciliación, acabándose su tiranía, incluso en los pueblos de indios, ¿qué caso y qué fin tenía la reforma de Mateos?

La respuesta se infiere de inmediato: ninguno válido. De esta manera, no cabían más que dos tipos de explicación para semejante propuesta de persecución política y económica: primero, que Mateos y sus seguidores postulaban un liberalismo con una tolerancia semejante a la de la Inquisición y a la de los asesinos de la noche de San Bartolomé; y segundo, que era un grupo decadente que temía que los jesuitas reconquistasen lo perdido en México por el clero católico.

Lo primero no era deseable ni creíble. Lo segundo podía ser factible, pero en ese caso, Mateos y su gente podían quedar tranquilos, afirmó Cosmes: "porque las conquistas liberales están bien resguardadas por una nueva generación que posee un método filosófico menos vulnerable a los ataques clericales que el de los metafísicos de la época de la Constitución de 1857".2

Seis días después, en el mismo periódico, Timón echó más leña al asunto al publicar un artículo, con el título de "Presunción", en el que señalaba que había en el Congreso dos puntos de gran trascendencia a debate, mismos que marcarían la pauta a seguir en el progreso del país: el cambio del libro de texto de lógica en la Escuela Nacional Preparatoria, donde supuestamente el metafísico Tiberghien sustituiría al positivista Alejandro Bain, y la proposición del ultra liberal Mateos de que se entrara a saco a las casas curales, lo que implicaba retroceder a los tiempos de Ayutla.

Ambos puntos, añadió, no eran sino la suma de una discusión filosófica cuyos bordes eran, por un lado, un sistema de orden que buscaba implementar leyes que sacaran al país de su postración y, por el otro, uno de leyes ya hechas, el cual por medio del artificio de la oda enaltecía los gallardetes, los arcos de heno y los farolitos de colores de un campo de Marte puramente ideal. Aquél era el del progreso, el de la confianza en las nuevas generaciones; éste el de la vieja y gastada guardia de los tres años, el de una masa física anatematizada por la juventud pensadora del momento.3

En medio de sus preocupaciones por el cambio del libro de texto en la preparatoria, con sus críticas en torno a la falta de creación artística de los pintores y con sus quejas por la miserable dinámica de la sociedad mexicana, tan poco acostumbrada a aceptar las novedades, Ignacio Manuel Altamirano se hizo del traje que Cosmes y Timón le endilgaron a los liberales y les replicó desde las páginas de La República, periódico del que era director.

La respuesta a Cosmes la publicó el 8 de octubre. Tras reconocer su amistad y atribuirle una verba cáustica y burlona, señala que el texto de éste no era más que una represalia a los ataques de Mateos contra los iglesistas en el Congreso, a los que había calificado de epilépticos durante la discusión de la credencial de Ramón Prida.

Por lo mismo, no se metía en la disputa personal ni apoyaba a alguno de ellos, pero sí criticaba ciertas frases de Cosmes que, en su opinión, atentaban contra la verdad histórica. La primera de ellas era la de la permanencia de los liberales en la cuestión política, dada la escasez de hombres de mérito. Para Altamirano, este supuesto involucraba no sólo a Mateos, sino también a José María Iglesias, Trinidad García de la Cadena, Manuel María de Zamacona, Ignacio Vallarta, Juan N. Méndez, Vicente Riva Palacio, Guillermo Prieto, Ignacio Mariscal, Juan José Baz, Felipe Berriozábal y el propio presidente del país, Porfirio Díaz, entre muchas otras figuras de primera línea. ¿Acaso todos tenían un mérito falso?

Y si éstos habían hecho la revolución de Ayutla, que conquistó el régimen democrático, y si éstos habían hecho la guerra de Reforma, que destruyó la preponderancia del clero y de las clases privilegiadas, y si éstos, además, habían defendido la independencia nacional amenazada por la intervención extranjera, ¿dónde estaba su falso mérito? ¿Acaso pensaba Cosmes que antes de eso México era perfecto, pues los hombres de mérito verdadero estaban solamente en el bando o partido conservador?

La segunda crítica giró en torno a la representación y la quinta esencia de Mateos. Para Altamirano, la actuación de los liberales era demasiado grande para personificarla en dicho escritor, por lo que aquí, o bien Cosmes hacía patente la pálida idea que tenía del movimiento liberal, o bien se burlaba de éste y de sus miembros con chistes hijos del apuro, propios de los talentos epigramáticos. En aquel caso, malo para Cosmes; en éste, peor, porque no había duda de que pese a sus faltas, hombres como Juan B. Morales y Ponciano Arriaga no sólo eran motivo de respeto, sino también de veneración y gratitud.

La tercera crítica versó sobre la supuesta pequeñez del escenario político mexicano en los primeros años de la década de 1860, en especial durante 1861, cuando se consolidó la derrota de los conservadores. Aquí Altamirano veía una incongruencia grave por parte de Cosmes: ¿cómo era posible suponer que el escenario liberal mexicano y sus hombres eran pequeños, si lucharon por todo aquello que las principales potencias europeas consideraban como sagrado y grande: la honra nacional, la dignidad y la independencia? Así, si alababa éste tales sentimientos en Europa, ¿por qué su defensa en México la encontraba semejante a un teatro de títeres? Entonces dio a entender que una respuesta posible estaba en el hecho de que Cosmes había cambiado de bando, identificándose ahora con los del partido del retroceso y con los extranjeros, fueran invasores o no. Para colmo, le cuestionó: si los liberales eran enanos y faltos de juicio, triunfantes sólo de una minirrevolución, ¿cómo podía considerarse una conquista ya afianzada en el país, aquello que fue la base de la lucha liberal? Es decir, la Constitución de 1857 y los postulados de la Reforma.

Luego agregó que las críticas de Cosmes acerca de Ocampo eran tonterías, pues nadie había más digno que éste, verdadero mártir de la República. Después, tras enmendarle la plana en cuestiones políticas más recientes, como la de la expulsión de las Hermanas de la Caridad ordenada por Lerdo, concluyó pidiendole a su oponente que no fuera indiscreto, arriesgado ni injusto contra los liberales, y que tampoco confiara demasiado en la filosofía política que pregonaba, ya que aparte de no ser menos vulnerable a los ataques clericales, tenía el grave mérito de ser acomodaticia, pues se amoldaba a todos los sistemas, incluido el teocrático.4

A su vez, el 9 de octubre dio a conocer su postura respecto al texto de Timón, el cual reprodujo de manera íntegra. Aclaraba que al no conocer a quien se escondía bajo ese seudónimo, lo tomaría simplemente como un redactor de La Libertad, y por lo tanto, voz y representación de dicho diario. Tras señalar que no pensaba debatir en torno a la cuestión del libro de texto, por tratarse de apreciaciones meramente personales, arremetió contra el articulista por sus considerandos contra los liberales.

Sin la traba de la amistad que sí tenía con Cosmes, en su sección "Correo" asumió un lenguaje duro, asegurando que únicamente la ignorancia supina de Timón le hacía tratar a la "vieja guardia de los tres años" como una masa física anatematizada, como una falange de aparecidos o una cuadrilla de bandoleros.

Además, no ver arriba de sus narices ni en torno suyo hacía que éste no entendiera que el partido liberal no era una capa fósil, ni se dejaría arrebatar las conquistas de la Reforma, pese a que varios de sus enemigos estuvieran ya en diversos puestos públicos. Añadió que no obstante que tres cuartas partes del ultra liberalismo estaban constituidas por esa vieja guardia, ello no implicaba que no tuvieran el vigor suficiente para levantar muy alto su bandera y, por lo mismo, no necesitar en lo absoluto de la autodenominada "juventud pensadora", integrada por no más de cuatro mancebos impacientes sin ningún logro, servicio ni aptitud más que los abonados por su presunción.

En ese sentido, se preguntaba cuál era el objetivo de La Libertad al darle cobijo a esos mozalbetes fatuos que se soñaban sabios, y que aunque maldecían a la revolución de Ayutla, a la Reforma y a los demócratas, gracias a ellos tenían la esperanza de ser diputados. Es cierto que tal publicación había abogado no hacía mucho por la supresión del orden constitucional y por el establecimiento de una tiranía honrada, pero en esos momentos, ante la crítica, no se atrevió a ir más allá. Ahora, en cambio, su postura era más decidida y con un giro nada laudable, pues implicaba un viraje hacia el conservadurismo católico, lo cual Altamirano no podía soportar y que, de avalarse, le llevaría a romper, en términos ideológicos, con sus amigos positivistas y su órgano de difusión, del cual también formaba parte por razones de solidaridad literaria. Culminó con estas palabras:

¿Qué quiere con estas doctrinas hacer La Libertad? ¿A dónde va con estos principios? ¿Pretende predicar una cruzada de proscripción contra los liberales de la Reforma? ¿Piensa derramar el ridículo sobre las leyes, que son hoy el paladion de nuestras libertades? ¿La vieja guardia de los tres años le estorba para lo que ella quisiera elevar sobre el pavés? ¿Qué significan esos sarcasmos de todos los días, y esas frases que no se pueden sufrir ya?

Es fácil, digo yo imitando al articulista, imaginarse el aspecto que tomará esta predicación, definidos ya esos dos extremos de una cadena filosófica que comienza en la apostasía y acaba en el compadrazgo con La Voz de México.

En efecto, con cada artículo de éstos, La Libertad da un apretón de manos al periódico de los frailes.

Ahora bien; yo no quiero tener ese gusto. Yo no puedo formar en la misma fila en que están aquellos que anatematizan a la generación de la Reforma, a quien respeto, y a la que tengo la honra de pertenecer.

Yo no quiero hacerme responsable ni un momento de estas diatribas diarias contra los hombres de mi comunión política. Se comprenderá que tengo razón, y en ese concepto, aunque hace tiempo que no he escrito una palabra en La Libertad, si los demás redactores se hacen solidarios del artículo que he insertado y no protestan contra sus palabras, yo suplico a mi amigo el Sr. Justo Sierra, que es el director de ese periódico, que se sirva borrar mi humilde nombre de la lista de sus redactores.5

Varios personajes se sintieron aludidos por esta carta pública de Altamirano, entre ellos Francisco G. Cosmes y, en especial y por partida doble, Justo Sierra, que ya desde entonces, con sus 32 años a cuestas, figuraba al frente del positivismo mexicano —después, claro está, de Gabino Barreda, que se aprestaba a volver al país luego de su periplo europeo—. Así las cosas, en medio de los rumores de que Mateos había hecho su proyecto de ley para sacar ventajas económicas y de que este interés personal sería la tea que incendiaría de nuevo al país por cuestiones de discordia religiosa —además del debate respecto a que la postura del diputado no era sino un desacierto más del agonizante lerdismo, toda vez que el país necesitaba administración y no política para su progreso—,6 Cosmes le replicó a Altamirano el 9 de octubre, aunque su epístola no se publicó sino hasta el martes 12 de ese mismo mes, en ambos periódicos. En el vocero de su grupo esta misiva apareció junto con un texto dado a conocer dos días antes por Telésforo García, quien pretendió intervenir en la polémica a través de su célebre El Centinela Español.

Al presentar este último testimonio, Cosmes argumentó que la crítica del escritor tixtleco se reducía a dos cuestiones: una personal y otra relativa al sistema científico de La Libertad, sistema que dicho diario quería que se aplicara a la política nacional. Ambas quedaban zanjadas, sin embargo, con los escritos que ofrecía ese día: el suyo para aquélla y el del español García para ésta.

En lo propio dijo que nunca había querido denostar a los hombres de mérito de la Reforma, con Altamirano como el primero de ellos, sino sólo burlarse de los otros: declamadores sin seso, faltos de instrucción y estacionarios, como Mateos. No obstante, aprovechó para aclarar que aquéllos eran de mérito no por su actuación en esa época, la que "por fortuna pasó para nunca más volver", sino porque evolucionaron en términos intelectuales gracias al estudio y a la experiencia, como tenía que reconocerlo su interlocutor, quien no profesaba seguramente las mismas ideas que en 1862, y que en más de una ocasión había reconocido ante el propio Cosmes varios errores de juventud.

Continuó diciendo que su crítica no estaba dirigida hacia Sansón (Altamirano) ni a sus compañeros, pero sí hacia los filisteos comandados por Mateos; por lo mismo, le pedía que no se pusiera un saco que ojalá no le quedara nunca. Sobre esta base, aseguró también que jamás se había burlado de la obra de la Reforma en su esencia, aunque sí criticaba, y prometía seguir haciéndolo, los procedimientos y las exageraciones empleadas en su realización. Al respecto añadió:

Pero crítica, no significa burla; y creo estar en mi derecho para hacerla, precisamente porque era yo un niño cuando la obra a que me refiero se llevó a cabo, pues formo parte de la posteridad de ella; y si la crítica, si el juicio no incumben a la posteridad, ¿cómo se explica la admirable crítica que hace ud., en su cátedra de Historia de la Filosofía, de los sistemas filosóficos de la Antigüedad, no siendo contemporáneo de Pitágoras ni de Epicuro?

Por otra parte, maestro, lo único que he sostenido y seguiré sosteniendo en mis escritos, es que los hombres del periodo revolucionario no son aptos para un periodo de organización, siempre que no prescindan de sus procedimientos revolucionarios; y esto es aplicable sólo a aquellos que, persistiendo en vivir con el pasado, creen que son de actual aplicación medidas de intolerancia religiosa, que sólo la necesidad de una lucha por la vida con el clero, pudo justificar en los liberales —entiéndase bien, liberales— de 1862.

Yo no critico a los revolucionarios mexicanos por lo que hicieron: los critico por lo que hoy pretenden hacer; del mismo modo que me burlaría de un viejo verde haciendo el Don Juan con muchachas de quince años.7

Finalmente, tras indicar que quizá estaba equivocado acerca de la importancia política de la persecución contra las religiosas de la Caridad, mas no en el hecho de que fue una medida impolítica al extremo, arguyó que el respeto, cariño y consideraciones que le debía a su maestro le impedían continuar en la polémica, declarándose vencido sin combatir y rindiendo sus armas antes de intentar siquiera la lucha.8

A su vez, para rebatir lo que él consideraba un ataque de La República al sistema científico aplicado a la política del país, se apoderó —como ya mencioné— de la defensa que Telésforo García hizo del positivismo en las páginas de El Centinela Español.

Aquí, siendo extranjero, por principio de cuentas su autor se desligó de todo comentario que tuviera que ver con la historia mexicana, después de lo cual afirmó que se dedicaría exclusivamente a rebatir una apreciación injusta sobre la doctrina que profesaba: que el método filosófico positivo se acomodaba a todos los sistemas, incluso al teocrático.

Una aseveración semejante, señaló, no tenía fundamento válido alguno, ya que ninguno de sus representantes más ilustres militaba en las filas del ultramontanismo, sino en las de los partidos progresistas. A lo sumo, se les podía tachar de poco versados en cuestiones de política, y por ende tranquilos, como era el caso de Émile Littré en Francia y de Herbert Spencer en Inglaterra; pero esto en lugar de ser motivo de crítica más bien lo era de alabanza porque sólo de esa manera se estaba en plena posibilidad de investigar la verdad. Así, estar tan lejos tanto de la demagogia como del despotismo, no hacía sino aumentar la seguridad de que la libertad conquistada por los liberales no se perdería ni por exceso de unos ni por defecto de otros. Además, ¿acaso fomentar el entendimiento para que nada se aceptara sin pruebas, no era rechazar las posturas autoritarias y, por lógica, reivindicar dicha libertad?

Dio a entender entonces que quizá el problema estaba en torno a una concepción diferente acerca de lo que era la libertad. Si Altamirano y sus colegas de La República creyeran que la libertad era la obediencia a las leyes naturales que rigen la vida del hombre, no tendrían por qué rechazar el sistema positivo, ya que éste sólo buscaba el conocimiento de esas leyes para que se aplicaran con conciencia para el bien social, evitando con ello los desarreglos del Estado y estimulando el desarrollo de las ciencias y las artes, así como de cualquier otra manifestación legítima de vida; es decir, aclaró que los positivistas no amaban la libertad independientemente de sus resultados, sino por ellos; no era un fin, sino un medio.

En oposición, para los liberales la libertad era objeto de culto por sí, un bien intrínseco y eterno para todos los tiempos y todos los lugares, con una aplicación idéntica ya en Suiza o en la Patagonia. Todo esto, refirió, no era posible ni creíble. De esta manera:

Para combatir con algún éxito las doctrinas sustentadas por la escuela científica, sus adversarios tienen que negar forzosamente, contra los dictados de la observación y contra el testimonio de la historia, que el individuo es un organismo, que la sociedad es el medio necesario en que ese organismo se desenvuelve, y teatro por ende de fenómenos cuyo estudio fundamental no puede hacerse prescindiendo de la biología. Pero estos adversarios, especialmente los que de liberales se precian, no se ponen a meditar, que acordando a la ciencia social —única que para ellos tiene importancia— el arraigo metafísico, caen en el defecto achacado a la teología, oponen dogmas a dogmas, absolutismo a absolutismo, y hacen eternamente cuestionables verdades que, si jamás hemos de conquistar por completo, van en cambio día a día ensanchando el campo de la ciencia. ¿Es ése el criterio que se echa de menos en nosotros?

Prescindir de los severos testimonios de la experiencia para penetrar en los purísimos cielos de la idea; pasar sobre las rudas asperezas de lo observado para sentar la planta en los irisados jardines de lo presentido; repugnar el noble trabajo de desprender una a una las espinas de la flor silvestre, a fin de producir una selección satisfactoria, por entretenernos en bordar algo más bello sobre el fondo azul de las ilusiones, aunque la mano del tiempo lo descolore, aunque el huracán de la realidad lo desgaje, será tarea muy meritoria, pero impropia de hombres que saben valorizar los elementos positivos de su existencia.9

Obviamente, afirmó García, el hecho de que los positivistas sintieran igual desdén por el dogmatismo liberal que por el dogmatismo reaccionario no implicaba peligro alguno para ninguna conquista, sino únicamente que no se creía ni en el absolutismo del Derecho divino, ni en el de los Derechos del hombre. En ambos casos, ninguno tenía por qué ser ilegislable, imprescriptible, anterior y superior a toda organización social, ya que no había duda de que el hombre era causa y origen de su propio derecho, lo que hacía a éste modificable, limitado y relativo.

Con base en lo anterior, García creía que la censura al positivismo no era entonces por ser poco liberal, sino por su espíritu libre, que le permitía al hombre observar, investigar y pensar, alejándose de credos y dogmas definidos, prefiriendo siempre la propaganda que la violencia. Así, concluyó en forma enfática:

Tal vez fue necesario el hierro en otro tiempo, pero conquistada la facilidad de extender las ideas, la nueva generación hace perfectamente en acomodar la conducta a lo que demandan las exigencias de su época, cuidándose poco de los ídolos que para esto tenga que derribar.

De todos modos, estamos dispuestos a sostener con los ilustrados redactores de La República, la discusión, sobre que es más peligroso dejar las libertades públicas al cuidado de los viejos ideólogos y de los apóstoles exagerados, que entregarlas a esa juventud reposada, juiciosa, bien nutrida de conocimientos positivos, que no ha de abandonar ni un solo momento los medios necesarios a la realización del progreso posible.10

Para Cosmes, los argumentos de García eran irrebatibles y más que suficientes para demostrarle a Altamirano lo injusto de sus palabras, aunque añadió que a su autor se le había olvidado citar un hecho que comprobaba el antagonismo del método experimental con los ultramontanos, el cual no era otro que los reiterados ataques que éstos le hacían a aquél en la Escuela Nacional Preparatoria, desde hacía por lo menos doce años. Por eso, la pretensión de La República de que se cambiara el libro de Lógica de Bain, sustituyéndolo por el deductivo de Tiberghien, no hablaba más que de cierta simpatía en odio de los liberales y los conservadores contra dicho método y de una vuelta lamentable a un estado anterior de la evolución filosófica.11

El mismo día 9 de octubre le escribió de igual manera Justo Sierra, éste sí después de leer la carta de renuncia del autor de El Zarco, aunque la misiva la recibió y leyó el suriano dos días después, el 11 de octubre, dándola a conocer de inmediato al día siguiente, asegurando que preparaba ya la respuesta junto a la de Cosmes. Agradeció al campechano declararse extraño al artículo de Timón.

Separado de la redacción de La Libertad desde abril, tras la muerte en duelo de su hermano Santiago —quien peleó con Ireneo Paz—, el supuesto director simbólico del diario positivista demostró aquí que seguía con el poder en sus manos, pues apenas terminó de enterarse del deseo de su también maestro querido, giró órdenes inmediatas para que lo cumplieran, pese a que le concedía a Altamirano buena parte de razón en sus alegatos, y esto último no porque quisiera mediar en el conflicto ni porque estuviera de acuerdo con los postulados liberales, sino porque sus colegas no utilizaron el lenguaje adecuado para llegar al fondo del asunto, prestándose por lo mismo las palabras y apreciaciones de éstos a falsas interpretaciones, contrarias incluso a sus propias convicciones filosóficas. Enmendándoles la plana, dijo:

No es el legítimo criterio positivo el que aplicado a la historia de la República, llevará nunca a despreciar la Revolución de Ayutla y a considerar la de la Reforma. Ambas fueron consecuencia fatal de antecedentes sociales y políticos que las constituyen en hechos necesarios, que derivaron del movimiento evolutivo de este país y al que concurrieron como factores supremos la tendencia de los pueblos latinos a avanzar con violencia y por la violencia, el medio en que nos desarrollamos, la educación que nos dieron y las resistencias que se nos opusieron. Podían los hombres que tomaron parte en este gran movimiento, precipitarlo o retardarlo, puesto que los fenómenos sociológicos, por lo mismo que son los más complejos, son los más modificables por el hombre, pero nadie ni nada podía destruirlo. Culpar a los que tomaron parte en esta lucha épica y terrible como pocas, de los errores y faltas, que podemos analizar tranquilamente, cuando el humo del combate se ha disipado, es a más de ilógico, injusto.12

Luego aseguró que los positivistas tenían la obligación de considerar esto, para ser consecuentes tanto con la ciencia como con la historia. Enfatizó que no se podía hacer tabla rasa del pasado, y menos cuando éste, en su periodo revolucionario, era la condición primera del nacimiento del periodo orgánico, positivo y científico. Sobre esta base, le quedaba claro que para impulsar sus movimientos en pro de la libertad absoluta, los liberales tuvieron que recurrir a esfuerzos heroicos, propios de sublimes inconsecuentes, mismos que no dudaron en violar una a una todas las manifestaciones de la libertad.

Dicha consideración respecto a esos acontecimientos, insinuó Sierra, era la clave para dilucidar el porqué de la polémica. Para los liberales estos actos heroicos eran motivo de orgullo, de un sentimiento egoísta de amor propio; para los positivistas, en cambio, si a mediados de siglo fueron un mal necesario para vencer al elemento reaccionario, para 1880 eran ya sólo parte de una filosofía revolucionaria inútil y nociva para el futuro del país, dado su anacronismo impotente y su subjetividad, pseudocredo soñado por los metafísicos, ateos, materialistas o racionalistas. En ese sentido, si aquéllos se enojaban por la crítica a sus héroes y a sus postulados, ¿acaso no era disculpable el discurso de los positivistas, por rehusarse a seguir un camino que negaba el reconocimiento de las nuevas necesidades y las transformaciones pedidas por la ciencia social? Si por ignorancia unos, por vanidad otros, y muy pocos por una verdadera fe en torno a las bondades de su sistema —como era el caso de Altamirano— los liberales no notaban la contradicción de sus principios absolutistas, ¿por qué los positivistas no podían criticar dogmas que no eran útiles para ninguna tentativa práctica de organización? Algo había que hacer para resolver esto y sin motivo de duda. ¿Mantenerse en la utopía de la edad metafísica? Ni pensarlo. Mejor era atenerse a la bondad de las reglas fundadas en las leyes naturales, únicas capaces de asegurar el proceso de evolución de la sociedad.

Sierra creía tanto en la validez de este supuesto, que pensaba incluso que no era contrario a las propias ideas planteadas por Altamirano, aunque éste tendría que hacer un pequeño sacrificio intelectual y moral para aceptarlo plenamente. No obstante, esto último valía la pena si contribuía con ello al triunfo de algo mucho más valioso y significativo que la Reforma, la libertad y la patria juntas: la verdad. En todo caso, no dudaba que el papel del de Tixtla podía ser trascendente para eliminar discrepancias y rupturas generacionales graves. Así se lo solicitó:

De esta tendencia a organizar la sociedad según la concepción científica del mundo, de esta tarea, cuya fase negativa encargó el destino a la Revolución, son indicios y resultados primeros, la información definitiva de la educación sobre la escala ascendente de las ciencias y la necesidad cada vez mayor en que se encuentran los hombres inteligentes de tomar en cuenta los datos sociológicos, vocablo hoy de uso universal, tan soberbiamente desdeñado cuando lo lanzó a la circulación la inteligencia poderosa de Comte.

Sé perfectamente que muchas de estas ideas son las de ud. y porque tanto lo conozco y tanto lo quiero y le debo tanto, no me resigno a perder la esperanza de que, vínculo de unión entre el pasado y el presente, siga ud. siendo el luminoso y amado mentor de la nueva generación, como ha sido ud. el niño mimado de la generación que se va. Seguramente hay que hacer concesiones dolorosas; yo también en mi insignificante esfera las he hecho, aunque es cierto me parecen bien pequeñas al lado de otras en que tal vez ha naufragado toda mi fe y toda mi esperanza. Pero concibo que hay una cosa superior a nuestros afectos y más grande, no vacilo en decirlo, que la Reforma, que la Libertad y que la Patria misma: la Verdad.

Maestro, ud. acabará por adoptar, sin reservas, esta divisa: vitam impendere vero, era la de Rousseau, de cuya elocuencia incomparable, de cuyo amor por la juventud, ha sido ud. el más glorioso heredero en la historia de nuestro país.13

Con esto concluyó su misiva, aunque le agregó una posdata referente a la discusión que se daba en el Congreso sobre el libro de texto de lógica que se utilizaría en la Escuela Nacional Preparatoria.

En la misma fecha en que La República publicó las cartas de Cosmes y de Sierra —el martes 12 de octubre—, se dio a conocer también un remitido sin fecha de varios jóvenes de la escuela positiva, en el que hacían patente su apoyo y su solidaridad con Altamirano. El gesto fue trascendente, ya que algunos de ellos, como Porfirio Parra, Luis E. Ruiz y Manuel Flores, pertenecían al cuerpo de redacción de La Libertad encargándose de la sección de ciencias. Firmaban además Alberto Escobar, Miguel Macedo, Carlos Orozco, Miguel Covarrubias, Ángel Gaviño, Ignacio Torres, M. de la Fuente y R. Macías.14

De entrada, confesaron que como Timón había vertido expresiones injuriosas contra los principios de la Reforma, los liberales tenían razón en sentirse ofendidos y más alguien como Altamirano que conocía a fondo la doctrina positivista. Enseguida, el análisis del discurso de Timón no les dejo otra opción que afirmar que no estaban de acuerdo con su colega, ya que parecía olvidar que un acontecimiento cualquiera, político o social, era siempre efecto de causas anteriores, sin las cuales no hubiera tenido lugar. Por lo mismo, Timón no podía antagonizar, ni odiar a la Reforma, porque ella era la causa principal de la existencia de una secta positiva. Al contrario, le debía profesar respeto, veneración y gratitud.

Reconocieron cierta la existencia de ideas, hombres, instituciones y actos que no merecían alabanzas por los graves males que habían producido a la humanidad, pero ello no implicaba que se les debía juzgar con diatribas e insultos, sino con justicia y razón, tal y como lo había demostrado Augusto Comte con Napoleón I, pues en lugar de vituperios, terminó por imponerle como único castigo el olvido.

En este sentido, aseguraron, si se debían observar reglas inmutables de conducta como la anterior con los enemigos, con los antagonistas, ¿cómo no venerar los actos de los hombres de la Reforma, si en las asambleas, en la prensa, en los campos de batalla, lucharon y se sacrificaron hasta conquistar el principio de la libre emisión del pensamiento, base y fundamento del advenimiento del credo positivista?

En efecto, agregaron que si los liberales no hubieran separado la Iglesia del Estado y no hubieran desarmado al clero devolviendo al país las riquezas de que tan mal uso hacía la Iglesia, la nueva doctrina nunca hubiera tenido esperanza alguna de prosperidad, y mucho menos de triunfo, como la tenía en esos momentos. Por ende, si tanto le debían a la Reforma y a sus hombres eminentes, era imprescindible no sacrificarlos en aras de los principios, sino respetarlos y tender lazos hacia ellos, coincidiendo en que podía haber un puente común en ambos bandos: el de la razón, donde se garantizaba una lucha de ideas pacífica y cordial, y un espíritu de tolerancia que impediría las odiosas cuestiones personales. Para terminar, ratificaron una vez más su solidaridad con Altamirano, y pidieron a los demás periodistas mexicanos que también le hicieran patente su adhesión.15

La Libertad —que buscó por todos los medios denostar la postura de Altamirano y que incluso copió de La República un texto de éste, donde había considerado que el uso del libro de Tiberghien en la Escuela Nacional Preparatoria sería como un retroceso filosófico—16 tomó la carta anterior como una afrenta, quitando de inmediato a sus colaboradores del cuerpo de redacción, quienes ya no aparecieron en la edición del día siguiente, la del 13 de octubre.

Sin embargo, no los iba a dejar ir sólo así. Ese mismo día les reprochó su entrometimiento, tachándolos por principio de cuentas de poco caballeros, por meterse en cosas que no les incumbían, para luego descalificarlos por bufones, malos sermoneros y peores consejeros que no lograban más que ser risibles, cuales perencejos émulos del perencejo aquel que terció en el pleito de fulano y zutano por la bondad de sus respectivas cabalgaduras, argumentando que él comía regular y dormía perfectamente. Así éstos, que se metían en la cuestión del debate científico entre los dos diarios, cuando salvo Parra, Flores y Ruiz, ningún otro había sido colaborador de La Libertad, aparte de que nadie los conocía ni reconocía como miembros de las primeras filas en la falange científica. Como sea, para evitar que aquellos tres utilizaran las páginas del periódico para corregirle su doctrina política, el cuerpo directivo de éste decidió darlos de baja, de correrlos en términos literales, endilgándoles además el epíteto de hierofantes y santones acomodaticios y usurpadores. Después de reproducir el escrito referido, La Libertad terminó con una nota tajante, prueba más que notoria de que su estado de ánimo no estaba para complacencias:

Nota.- Los señores Parra, Ruiz y Flores, nos han enviado una carta que llegó a nuestras manos después de formado el periódico, en la cual piden que los borremos de la redacción.

No era necesario; ya estaba hecho y debían esperárselo.17

Ese mismo día, Timón —el desconocido Leopoldo Zamora— escribió por partida doble en La Libertad, contestando los ataques de Altamirano en uno y comentando la carta de los defensores del de Tixtla en otro.

En el primero, titulado "A La República", inició con una rectificación que más bien parecía reproche, argumentando que si Altamirano no fuese tan apasionado, con su talento, raciocinio y filantropía se habría dado cuenta de que donde leyó masa física tenía que haber leído metafísica. Mas esto era pueril; lo que en realidad lamentaba era el hecho de que se dijera que no conocía la significación histórica de la Reforma y que se le considerara hostil a dicho movimiento, como si fuera miembro de una generación amamantada en el despotismo.

Nada más equivocado, reiteró, ya que en su infancia también había sentido ese ardor épico de la lucha por la libertad, queriendo en más de una ocasión cercenar cabezas de los enemigos, representados éstos incluso en sus soldados de barro. Sin embargo, con el tiempo, la lectura de ciertos libros de serena razón le hicieron abandonar aquellos extravíos de los primeros años de la década de 1860, dejando de lado los violentos arrebatos de un iluminismo de circunstancias. ¿Esta evolución implicaba desconocer el mérito y la importancia de los hombres de la Reforma? Respondió que no, pues sólo se trataba de no ser anacrónico y de no juzgar los acontecimientos del momento (1880) con el criterio de 1857, y más cuando ya no amenazaba al país ningún peligro. No se atrevió a reconocer, por supuesto, que esto no era lo que preocupaba y molestaba a Altamirano, sino su altanería, sus desplantes de sabelotodo, su pretensión y su afán de hacer tabla rasa del pasado, dejando de lado a la historia en el proyecto de nación, creyendo que únicamente la filosofía positiva era base y sustento de los destinos del país.

Según Timón, la realidad mexicana ya no tenía que volver los ojos de manera sublime a un pasado de villanos, héroes y semidioses, sino darle un cambio sobre la base de la evolución, palabra ésta poderosa y concreta que permitía tanto el acomodo de dicha realidad a un sistema y a un método, como justificar el atrevimiento de revisar, comentar, modificar, mutilar acaso, todo aquel bagaje que no se acomodara o que resultara incómodo a los nuevos intereses. De hecho, consideró que este punto era el meollo del asunto, ya que marcaba la diferencia entre los estáticos e idealistas, y los evolucionistas. Sin embargo, enfatizó, a Altamirano no lo metía entre los primeros:

Comprendemos bien en hombres familiarizados con las empresas homéricas, la energía desplegada para salvar del siniestro una embarcación que está haciendo agua por todas partes; nos explicamos el dolor que debe apoderarse del alma del poeta al ver que se ha contratado a destajo la obra de cercenar el ideal, pero ¡qué remedio! El país no puede permanecer indefinidamente, semejante al asno de Buridan, entre las prácticas hostiles al progreso de la facción netamente clerical y las utopías del ultraliberalismo.

Es cosa que no admiten, que no perdonan los doctrinarios, pero que los verdaderos políticos, los hombres avezados a las prácticas del gobierno, comprenden perfectamente, y por supuesto que no puede ser a éstos a quienes convenga el dictado de vieja guardia de los tres años, que nosotros aplicamos a los que durante los veinte que vinieron después, parece que nada de nuevo han aprendido.

Decir esto, es tanto como atrevernos a manifestar al Sr. Altamirano nuestra sorpresa, porque haya visto una alusión a su estimable personalidad política en el artículo de La Libertad.18

Finalmente, Zamora creía que tan esclarecido profesor no tenía por qué abandonar las filas del periódico del orden, mucho menos cuando era obvio que el pueblo mexicano ya se movía, como ellos, hacia un determinado sentido: el del progreso.19

En el segundo, "Más sobre un remitido", lamentó que el talento de dichos jóvenes no apareciera en ninguna parte del mismo y que para colmo hubieran hecho una declaración de preceptos llenos de la más pura moralidad, tendientes no al análisis sino a la canonización de cierto grupo de personas. Lo patético del caso, dio a entender, era que si bien todos colaboraban en el periódico El Método, éste no aparecía ni como publicación ni como presentación de ideas, al grado de que la lógica consecuencia de la exposición de éstas tendría que remontar el advenimiento del positivismo en una línea que incluiría los siguientes sucesos, en orden descendente: el triunfo de los principios liberales, la Constitución de 1824, la Revolución francesa, la reforma religiosa, la influencia del espíritu germánico en la civilización, la decadencia de Roma, la Edad de Piedra, la presencia del hombre sobre la tierra, la época geológica de transición, la concentración de la materia cósmica, y la mar como la nada.

Así, con gran sarcasmo les pidió que hicieran un bien a la razón y publicaran un catecismo esencialmente positivo, donde —parodiando a Tiberghien— se pudiese leer que se debía tener respeto, veneración y gratitud a la mar, la nebulosa, Adán (los apóstoles podían escoger a Eva), los trogloditas, Calígula (Incitatus también era una opción válida), Federico Barbarroja, Aretino, Fouguier Thinville, y algunos contemporáneos.

Todo eso se podía hacer y sugerir, añadió, porque no había propuesta ni reflexión seria alguna, ni siquiera la de quienes eran los representantes de la vieja guardia tan criticados por el columnista. Pero éste tampoco dijo nada novedoso al respecto.20

Otro artículo que también salió ese día, 13 de octubre, dirigido contra dichos remitentes, fue el de Cosmes. No se dedicó aquí a mejorarles el verbo ni a elucubrar sobre filosofía ni política, sino sólo a precisar la certeza de un hecho que éstos habían mencionado: el de la supuesta devolución de las riquezas al país, tras el desarme del clero por los liberales. En primer lugar, negó que el país hubiera sido dueño de riqueza alguna antes que la Iglesia; en segundo, ni después de la Reforma tales bienes pasaron al dominio nacional sino al de diez o doce agiotistas, los cuales no habían hecho algo más que explotar al pueblo a diestra y siniestra con préstamos que se pagaban con un rédito de seis por ciento mensual, mientras que con los curas nunca pidieron intereses más allá de seis por ciento anual. Con hechos semejantes, no veía en dónde estaba la ganancia de México, ni de dónde se podía agradecer a los liberales, pues con sus "sacrificios" no sólo se había originado el positivismo, sino también la miseria pública:

En cuanto al beneficio económico hecho a la Nación por los reformadores, es discutible y menos positivo. Tenía ésta un banco de préstamos (el del clero) cuyo capital, calculado en cincuenta millones de pesos, esquilmaba al público por valor de tres millones anuales; suponiendo el mismo capital, en manos de los agiotistas, éstos esquilman por valor de treinta y seis millones, lo cual significa un beneficio positivo para los agiotistas de treinta y tres millones y un maleficio no menos positivo para este país, que tanto debe a ciertos reformadores, de treinta y tres milloncejos al año, lo que no es moco de pavo, positivamente hablando.21

Contrariando los deseos de muchos, seguramente, aparte de su propia promesa, Altamirano ya no volvió a referirse al tema, lo que contribuyó a que tanto en La República como en La Libertad cambiaran de giro discursivo, enfrascándose ahora y por espacio de dos meses en el debate intelectual, ya no político, en torno a la conveniencia o no del libro de texto de la preparatoria, lo que devino en sendas posturas en favor o en contra de la filosofía positiva y de la filosofía metafísica. Jorge Hammeken y Mexía defendió aquélla en La Libertad; el abogado Hilario S. Gabilondo lo hizo con la segunda en las páginas de La República. De vez en cuando, Cosmes y Parra intervenían en el pleito, arremetiendo contra Gabilondo.22

La última mención del año en estos diarios sobre el pleito de liberales y positivistas, correspondió a Jesús E. Valenzuela, quien el jueves 14 de octubre dio a conocer en La Libertad su postura en un artículo titulado "Mi profesión de fe", mismo que publicó el viernes inmediato su colega opositor, aunque sin comentario alguno.

Ahí, acusó a Altamirano de injusto, apasionado, impresionable y apocalíptico. Con estos tres últimos epítetos calificó la crítica contra Timón; con aquél el supuesto ataque del maestro contra la juventud positiva, que se decía tan acostumbrada hasta entonces a su benevolencia. Como sea, en ninguno de los casos estuvo el literato suriano a tono, ya que —adujo Valenzuela— ni Leopoldo Zamora, Cosmes u otros, habían puesto en entredicho el amor que sentían por la Patria. Incluso, en el caso de Timón el problema de su escrito no iba más allá de un error del cajista, que en lugar de poner metafísica, puso masa física. Así:

No ha habido de parte del señor director de La República, la serenidad que de él esperábamos los elefantillos, como donosamente nos llama. Y su artículo del sábado no ha sido el parto de tranquila y desapasionada meditación, más bien ha sido una descarga hecha con el arcabuz de la noche de los hugonotes, como diría un respetable diputado. ¿Puede explicarse tal conducta en un hombre como el Sr. Altamirano? Creo que sí.

Más apegado el insigne literato a los viejos dogmas de la teología liberal, que a las serenas enseñanzas de nuestra época; seducido, aún, invenciblemente, por las épicas luchas y los gloriosos triunfos que registra parte de nuestra historia, en la que él desempeñara eminente papel; alejado hace tiempo de la juventud que en la Escuela Preparatoria se ha nutrido en las nuevas ideas; y a la cual, por ende, en su mayor parte desconoce; la verdad es que el maestro vacila, toma hoy una senda, la abandona pronto para empeñarse en otra distinta, deteniéndose al fin perplejo, entre el mundo en que naciera, y el que hoy se abre a sus ojos llamándole a su seno, seno a donde, hasta ahora, no se ha dirigido definitivamente.23

Previo llamado a tan brillante tribuno para que empuñara el estandarte de Barreda y se convirtiera en el invencible campeón de la verdad y del verdadero progreso, Valenzuela culminó su carta señalando que su profesión de fe era indudable, ya que creía en la revolución de Ayutla y en la Reforma —su legítima hija— pero también en lo dicho por Timón, con quien se solidarizaba sin importar cuán funestas pudieran ser las consecuencias.24

Mucho debió pensar Altamirano para no responder a las réplicas positivistas. Seguramente su fecunda y erudita pluma dejó numerosas hojas al respecto, pero por alguna razón no las hizo públicas. En su correspondencia privada tampoco he encontrado datos sobre el tema. ¿Será que prefirió dejarlo todo por la paz, desencantado como estaba de que el gobierno permitiera el reposicionamiento del clero católico y de los conservadores, en aras del orden y el progreso? ¿Sería esto el principio de esa desilusión que pocos años después le haría abandonar el país, refugiándose en Europa con una representación menor del gobierno porfirista? O bien, ¿se sintió derrotado en lo político por los positivistas, que no en vano ya estaban insertos en la administración del saliente Díaz y parecía que continuarían en la del entrante Manuel González, aunque en el plano intelectual tuviera aún mucho qué enseñarles y qué corregirles?

Dejo las preguntas abiertas, por el momento.

 

HEMEROGRAFÍA

El Centinela Español, Ciudad de México, México, 1880.         [ Links ]

El Monitor Republicano, Ciudad de México, México, 1880.         [ Links ]

El Siglo Diez y Nueve, Ciudad de México, México, 1880.         [ Links ]

La Libertad, Ciudad de México, México, 1880.         [ Links ]

La República, Ciudad de México, México, 1880.         [ Links ]

 

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Roeder, Ralph, Hacia el México moderno: Porfirio Díaz, II tomos, México, Fondo de Cultura Económica, 1996.         [ Links ]

 

Notas

1 Para un análisis más detallado del papel de la prensa durante la segunda mitad del siglo XIX, véanse: Charles A. Hale, La transformación del liberalismo en México a fines del siglo XIX, traducción de Purificación Jiménez, México, Fondo de Cultura Económica, 2002; Ralph Roeder, Hacia el México moderno: Porfirio Díaz, tomo I, México, Fondo de Cultura Económica, 1996, pp. 158-173; Adriana Pineda Soto y Celia del Palacio Montiel (coords.), La prensa decimonónica en México: objeto y sujeto de la historia, Morelia, Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades Universidad de Guadalajara/Archivo Histórico Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo/CONACYT, 2003.

2 La Libertad, año III, núm. 222, México, 1 de octubre de 1880, pp. 1-2.

3 La Libertad, año III, núm. 227, México, 7 de octubre de 1880, p. 1.

4 La República, año I, vol. 1, núm. 195, México, 8 de octubre de 1880, p. 1.

5 La República, año I, vol. 1, núm. 196, México, 9 de octubre de 1880, p. 1. Las cursivas son del original, excepto en el caso de los nombres de los periódicos: La Libertad y La Voz de México.

6 Para éstos y más datos sobre la vida nacional de esos momentos, véase los ya citados La Libertad y La República, además de El Monitor Republicano, El Siglo Diez y Nueve y La Patria, entre otros.

7 Sigo aquí el texto de La República, año I, núm. 198, México, 12 de octubre de 1880, pp. 1-2, por ser copia directa de la carta leída por Altamirano. La versión de La Libertad, año III, núm. 231, México, 12 de octubre de 1880, p. 2, difiere en algunas palabras y en varios signos de puntuación. Las palabras en cursivas son del original.

8 Ibid.

9 El Centinela Español, tomo I, núm. 91, México, 10 de octubre de 1880, pp. 1-2. Véase también en La Libertad, año III, núm. 231, México, 12 de octubre de 1880, p. 1, aunque esta versión presenta ligeras variantes.

10 Ibid.

11 Ibid.

12 La República, año I, núm. 198, México, 12 de octubre de 1880, p. 1.

13 Ibid. Por su parte, La Libertad publicó esta carta un día después, sin hacerle mayores comentarios. La Libertad, año III, núm. 232, México, 13 de octubre de 1880, p. 1.

14 La República, año I, núm. 198, México, martes 12 de octubre de 1880, p. 1.

15 Ibid.

16 La Libertad, año III, núm. 231, México, 12 de octubre de 1880, p. 3.

17 La Libertad, año III, núm. 232, México, 13 de octubre de 1880, p. 1.

18 Ibid., pp. 1-2. Las cursivas son del original.

19 Ibid.

20 Ibid., p. 2.

21 Ibid. 22 Para más detalles sobre esta controversia, véase Charles A. Hale, op. cit., 2002, pp. 266-319.

23 La Libertad, año III, núm. 233, México, 14 de octubre de 1880, p. 1. Cursivas en el original. Véase también, La República, núm. 201, México, 15 de octubre de 1880, pp. 1-2.

24 Ibid.

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