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Signos históricos

versão impressa ISSN 1665-4420

Sig. his vol.10 no.20 México Jul./Dez. 2008

 

Reseñas

 

La importancia del agua para la Revolución mexicana. Alejandro Tortolero Villaseñor, Notarios y agricultores. Crecimiento y atraso en el campo mexicano, 1780–1920

 

Carlos Martínez Assad*

 

México, Universidad Autónoma Metropolitana/Siglo XXI, 2008

 

Instituto de Investigaciones Sociales–Universidad Nacional Autónoma de México. *assad@servidor.unam.mx

 

Para explicar la Revolución mexicana Friedrich Katz se cuestionaba, quién se sublevó, y entre los muy heterogéneos grupos sociales del campo cuáles tendían más a la revuelta.

¿Los habitantes de los pueblos comunales libres, los residentes de las haciendas, los rancheros o los trabajadores eventuales sin raíces firmes en la comunidad?

¿Eran los indios o los no indios los más proclives a la revuelta?

¿Cuáles eran los motivos de la sublevación?

¿Qué tan importante era la cuestión de la tierra o de los derechos de agua?

¿Cuánto pesaba la cuestión de la autonomía local y el nombramiento de funcionarios locales?

¿Contra quién estaban principalmente dirigidas las revueltas: terratenientes, funcionarios locales, clero o Estado?

Con otras motivaciones Alejandro Tortolero asume responder algunas de esas preguntas en la historia que tiene la pretensión de ser la misma historia de México, sólo que contada, desde otra perspectiva, con todos los riesgos que conlleva, pues le da al agua, recurso vital para toda actividad humana, la importancia que merece.

Notarios y agricultores se propone centrar su atención en tres de los grandes problemas nacionales, los cuales planteó Andrés Molina Enríquez en su célebre libro, La revolución acuestas: la propiedad, el crédito y la irrigación; entre los que incluyó el de la población y, desde luego, el político, siendo el título una suerte de homenaje al notario de Jilotepec que hizo un eficaz diagnóstico de la deformidad de la sociedad porfirista. Ya en la introducción, el autor desarrolla con imaginación la forma como la historia nacional ha representado a la propiedad, e inicia cuestionando si la revolución fue provocada por el modo de operar de la hacienda tradicional como han sustentado prestigiados historiadores.

La hacienda estuvo en la base de las explicaciones más conocidas de la revolución, pues sus grandes defectos y la idea extendida de su ineficacia permeó la historia agraria mexicana hasta que la tesis de Molina Enríquez —el primero en esgrimirla a profundidad— comenzó a ser demolida después de casi un siglo de vigencia. La representación de la hacienda que dominó a la historia académica fue la de ese extenso territorio calificado como feudal en su sentido peyorativo.

El mito, afirma Tortolero, adquirió una fuerza enorme y sin embargo continúa perdiendo validez. Alcanzó a los autores contemporáneos de Molina, como a Toribio Esquivel, Alberto García Granados, quienes insistieron en el freno que puso al desarrollo del capitalismo —entre los que se pueden encontrar a los integrantes de la escuela soviética— hasta los revisionistas, con su propuesta de reinterpretar un pasado en el cual pesaban las interpretaciones previas que daban poca atención a la diversidad de variables presentes en el origen del estallido revolucionario.

El autor asume el desafío al comprometerse con un país diverso donde destacan características propias que diferencian grosso modo al norte moderno, minero, ganadero y de escasa población; al centro pujante región cerealeara destinada al mercado interno habitada por campesinos; del sur con sus cultivos tropicales para la exportación, con fuerte presencia de población indígena. Para los datos anteriores se apoya en varios de los autores que han estudiado la historia regional que develó elementos que no habían sido considerados. Así el México rural desarrollado por Tortolero está lleno de matices que fundamenta en un amplio reconocimiento historiográfico, el conocimiento del tema y el manejo de una vasta información.

Este es un libro sobre la crítica de una representación del campo mexicano que, sin duda, llama a una profunda reflexión y a un debate ineludible; pues siempre resultó más sencillo referirse a una sola causal que a variables que debían ser expuestas meticulosamente. Por ejemplo, el Porfiriato fue cristalizado como el tiempo de la intolerancia, sobre todo en el sentido de la leyenda negra de alguien como Kenneth Turner que se tardó mucho tiempo en valorar las inversiones, el desarrollo económico alentado por la extensión de la red ferroviaria y la estabilidad política alcanzada por ese régimen. Nadie puede ignorar las formas primitivas del trabajo colonial en las haciendas, pero junto a ellas surgieron otras prácticas más modernas. Además de los trabajadores atados por deudas en las haciendas, se habilitó el sistema paternalista, llamada la economía moral, y el trabajo propiamente asalariado.

A través de un minucioso seguimiento, Tortolero conduce al lector por las variables que permiten entender el verdadero funcionamiento de la economía agrícola: los créditos, la moneda, la tecnología y, en particular, el uso y el manejo del agua en obras hidráulicas muy cuestionadas. Temas que ya han sido motivo de anteriores trabajos.

La argumentación de Tortolero, sin descuidar la densidad histórica de sus planteamientos, se arriesga con fuentes interesantes; por ejemplo, al recurrir a Louis Lejeune, un funcionario francés que percibió las notables transformaciones del país en 1892, cuando afirmó que había pasado por varias revoluciones: "una política que había traído la paz, una económica que había llegado con los ferrocarriles [...] pero faltaba una hidráulica que llevara la riqueza al campo" (p.161). El problema de la irrigación y de los sistemas hidráulicos le interesa mucho tal como va relatando la desecación de los lagos, la disminución del caudal de los ríos, la inclemente destrucción de los bosques. Hasta afirmar que el acento en la cuestión de la pérdida de tierras como detonante de la revolución, anuló la tesis hidráulica que impidió resaltar episodios, por ejemplo cuando califica de infamia Tequequitengo, donde el campanario de una iglesia quedó como mudo testigo de la inundación del pueblo.

El valle de Chalco en el Estado de México y Morelos son las regiones por medio de las cuales sustenta sus tesis; ya que en el último la riqueza azucarera no puede entenderse cabalmente sin todas las implicaciones que trajo consigo el uso del agua y su acaparamiento por las haciendas productivas que llevaron a México a ocupar uno de los primeros lugares como productor en el ámbito internacional. Tortolero enfatiza sobre la utilidad de este recurso para insistir que dicha tecnología no resultó la más adecuada para su aprovechamiento. Un tema relevante que en la actualidad está causando desastres evitables; como en Tabasco donde las decisiones técnicas pusieron en evidencia una incapacidad explicable en función de la escasa atención que históricamente se le ha concedido al manejo del agua y aún más grave cuando atenta contra la vida humana.

En el capítulo final, Tortolero concluye con los sorprendentes logros del periodo porfirista y las contradicciones que albergó, como el desarrollo económico espectacular y la estabilidad política en contraste con una violenta revolución. Es importante remarcar que desde el poder se dio a un modelo urbano donde al campo sólo le correspondía proveer de sus excedentes a las ciudades, en un lugar de subordinación. Se amplió la superficie irrigada —pero a través de un ataque en contra de los lagos— igualmente se dio:

[...] la creciente inversión de capitales en la trasformación del paisaje agrario, la formación de sociedades anónimas, la asociación a empresarios y capitales extranjeros, el asalto irrestricto sobre los recursos naturales y la subordinación del campo a la ciudad. (p.283)

Por otra parte las fotografías dispersas en el texto sugieren y acentúan varios de los planteamientos que la historia tradicional negó. Por ejemplo, la imagen de los campesinos en la nieve en Amecameca, me hizo recordar un documento que encontré en el archivo del general Porfirio Díaz, resguardado por la Universidad Iberoamericana, y que refuerza la idea de modernidad que prevaleció durante ese régimen.

El capitán Charles Holt afirmó que en 1904, obtuvo del presidente la concesión para establecer una empresa en el volcán Popocatépetl, para lo cual requería una inversión de 100 mil dólares. Con The Popocatepetl Company se proponía explotar las 148 toneladas de sulfuro que tenía en su cráter, material que por cierto ya había dado en qué pensar al mismísimo Hernán Cortés. El barón Alejandro de Humboldt había expresado que sus reservas estaban entre las más grandes del mundo. El capitán Holt afirmaba que podían extraerse hasta 60 mil toneladas de azufre al año. El general Nelson A. Miles de la Compañía George W. Morrison aceptó fungir como presidente del cuerpo directivo de la empresa que también incluía al general Manuel González, expresidente de México.

Sin embargo, la inversión no pretendía hurgar solamente en las entrañas del gigantesco volcán, sino que se complementaría con la creación de parques, fuentes de agua y centros de salud, algo que interesó particularmente a la señora Carmen Romero Rubio de Díaz. Además, el afamado arquitecto Émile Benard —quien se encargaría del proyecto del Palacio Legislativo— diseñaría en las laderas del volcán un nuevo Versalles con los más modernos y hermosos hoteles del mundo para atraer a miles de turistas. Se construirían cottages a diferentes alturas, canchas de tenis y de béisbol, así como caminos para autos y bicicletas. El proyecto presumía que dejaría intacto el paisaje con sus 40 mil acres de bosque.

El asunto no debió ser tan descabellado pues hubo interés, por participar en la explotación de los recursos del volcán, por parte de compañías reconocidas como la Wells Fargo, Hamilton Storage, Hudson Valley, Treasures of Munson S.S. Co y American Security and Guarantee Co., dispuestos a invertir 5 millones de pesos. La estabilidad del régimen de la que habla Tortolero facilitó ese tipo de proyectos, quizás influyó que en 1904 se impuso el plan de 6 años de gobierno que daba más posibilidades de continuidad a Díaz. Por lo que cabe la pregunta: ¿la revolución impidió el establecimiento de esa empresa? Quise aportar este ejemplo porque coincide con ese espíritu de modernización semejante al que irradió de la construcción de la red ferroviaria, con algo también de utopía, pero como afirma el autor:

La modernización [...] acarrea altos costos sociales y ecológicos. Se barren los excesos y la tecnología fomenta el asalto irrestricto sobre el bosque, los cuerpos de agua, las selvas y su mundo biótico y abiótico. (p.287)

dando a la tierra y al agua la importancia decidida que han tenido en la historia de México.Tortolero nos muestra otros elementos para entender las causas de los levantamientos que no coinciden necesariamente con las ideas más divulgadas, sobre todo cuando después con el régimen cardenista los repartos agrarios resignificaron y dieron prácticamente el mismo sentido homogéneo a las diferentes luchas agrarias y formas de posesión que no se identificaban con el ejido que se impuso como conquista revolucionaria.

El libro Notarios y agricultores hubiera resultado impensable hace apenas unos lustros. Ahora arroja nuevas luces para comprender mejor nuestra historia abatiendo los lugares comunes, discrepando de la historia oficial y con la cristalización de mitos e ideas, fardos pesados que es mejor dejar de lado de una vez por todas, mas cuando la inteligencia de un historiador como Alejandro Tortolero Villaseñor, provoca repensar la historia para encontrar interpretaciones más acertadas. Algo por demás necesario, pues con el Bicentenario de la Independencia y el Centenario de la Revolución debería alentarse una profunda revisión de estos doscientos o cien años transcurridos y lo que las revoluciones que festejamos dejaron en nuestro país.

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