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Innovación educativa (México, DF)

versión impresa ISSN 1665-2673

Innov. educ. (Méx. DF) vol.12 no.59 México may./ago. 2012

 

Aleph

 

Ciudadanía, equidad e innovación: reflexiones sobre la política de responsabilidad social de las universidades

 

Citizenship, equity, and innovation: Reflections on the policies of social responsibility in universities

 

Eduardo S. Vila Merino

 

Universidad de Málaga

 

Recibido: 17/06/2009
Aceptado: 27/08/2012

 

Resumen

El presente artículo pretende incidir en varias cuestiones importantes para el presente y el futuro de las universidades públicas, entendidas como instituciones insertas en el marco de la globalización y políticas hegemónicas de corte neoliberal que a menudo suponen contradicciones con sus funciones sociales. En este sentido, se aboga por un modelo de universidad desde la ética y el compromiso con la equidad y la justicia, partiendo de una necesaria reconceptualización del concepto de responsabilidad social universitaria, alejada de la corporativa de corte empresarial y los discursos neoliberales, de manera que esté al servicio de lo público y la formación de ciudadanas y ciudadanos críticos.

Palabras clave: educación cívica, neoliberalismo, políticas educativas, responsabilidad social universitaria, universidad.

 

Abstract

The present article seeks to emphasize various important questions for the present and future of public universities, meaning institutions within the context of globalization and neoliberal political hegemonies that often entail contradictions in their social functions. In this sense, a university model is advocated based on ethics and a commitment to equity and justice. The proposal begins from a necessary reconceptualizaton of the social responsibility of universities, removed from neoliberal and corporate ideas, to return to public service and the formation of critical citizens.

Keywords: civic education, educational policies, neoliberalism, university, university social responsibility.

 

La vida universitaria no sólo debería ser liberadora
para todos sus participantes sino que también
debería tener un impacto en la sociedad en
general. En un sentido profundo, el papel social e
intelectual de la universidad debería ser subversivo
–liberador– en una sociedad sana.

Noam Chomsky

 

La universidad en tiempos globales: ética y compromiso

Desde sus orígenes escolásticos, la función pública de la universidad ha ido mutando, al menos en determinadas cuestiones, considerándose foco de saber, desarrollo científico-tecnológico, cuna de pensadores y pensadoras, uno de los referentes morales de la sociedad, etcétera. Quienes nos encontramos inmersos en la misma, partiendo de sus orígenes, pero atendiendo al análisis sobre todo de a qué tipo de demanda social da respuesta la universidad hoy, y que por tanto asumimos una responsabilidad axiológica y epistemológica al respecto, no podemos ni debemos pensar que nuestro paso por la misma está exento de compromiso con la formación integral de las personas que forman parte de la comunidad universitaria y el entorno sociocultural que las rodea.

Precisamente porque consideramos a la universidad como foro público para el desarrollo de la reflexión crítica y la formación de ciudadanas y ciudadanos autónomos, solidarios y comprometidos con sus semejantes, considero que debemos ejercer esa crítica a la hora de plantearnos si realmente cumple las funciones que una sociedad democrática exige, o bien lo que el mercado le dicta; si los valores que transmite son aquellos que se basan en los derechos humanos, la convivencia intercultural y la justicia social, o bien los de la competitividad meritocrática y elitista que hace su emblema de la naturalización de las desigualdades. Es desde estas cuestiones que deseo realizar un breve análisis del papel de las universidades con respecto a las personas y los colectivos que coexisten en ellas y en las comunidades donde se encuentran insertas. Lo anterior, porque posiblemente la primera idea que haya que descartar sea la imagen de la universidad como una isla solitaria al margen de su entorno, a no ser de las empresas que cada vez con más descaro intentan guiar sus líneas de investigación y planes de estudio, mercantilizando el saber sin ir más allá de la miopía economicista de la relación costes-beneficios.

La concepción aquí defendida apunta hacia un predomino de lo social y los derechos en la política universitaria, más necesaria que nunca, en sintonía con lo que manifestaba Maturana:

Para mí la universidad es una institución del mundo actual concebida para ampliar la capacidad de acción y reflexión con responsabilidad ética y ecológica, de los miembros de la sociedad que la sustenta. Por esto considero que la Universidad, como institución de una nación moderna, es un centro de educación organizado de modo que los miembros de esa nación que pasen por ella tengan la oportunidad de vivir la experiencia de practicar y reflexionar en el quehacer particular de su elección de modo que puedan después actuar responsablemente en ese quehacer, tanto con dominio operacional y reflexivo, como con conciencia social, ética, y ecológica. (Maturana, 1994, P. 211)

Y es que toda cultura ofrece una manera de pensar, de sentir, de actuar y de hablar sobre el mundo. Kuhn (1990), centrándose en el contexto de la historia de la ciencia, habló de cómo nuestras lentes cognitivas son más que "descripciones" de los hechos, ya que las perspectivas de la ciencia se convierten en elementos de la manera en que interpretamos y valoramos el mundo, pues no podemos olvidar que nuestra conciencia surge de nuestra participación en las relaciones sociales. Todo esto nos lleva, en el terreno de la universidad, a enfatizar su carácter sociocultural y la visión política democrática que debe primar en su seno para ser realmente una institución de y para la igualdad de diferencias al servicio de la alteridad como principio rector.

Partiendo de aquí y practicando una disección de las funciones de la universidad pública, podríamos coincidir, desde una óptica progresista, al menos en las siguientes: docencia, investigación, innovación, divulgación y crítica. Así, la función docente de la universidad debe introducirnos de lleno en su conceptualización como comunidad crítica de aprendizaje. O sea, como espacio público compuesto por personas y colectivos que aprenden a comunicarse entre sí con criterios de sinceridad y veracidad, cuyas relaciones se dan en un marco de convivencia democrática, y que han establecido un compromiso con respecto a la configuración colectiva de sus mundos de significados. Esto, llevado al terreno pedagógico, se traduce en la necesidad de que las comunidades educativas sean por definición simultáneamente inclusivas y heterogéneas; comunidades donde se fomente la comprensión y la valoración de las diferencias individuales desde el criterio de que éstas ofrecen mayores oportunidades de aprendizaje a todos los componentes de dicha comunidad.

Para Bernstein (1993), los códigos simbólicos que elabora cada persona y la tipología de los mismos se encuentran vinculados fuertemente con las características de las actividades que tienen que realizar en su contexto social. Esto, dentro del contexto universitario significa –de acuerdo también con el pensamiento vigotskiano– que la perspectiva educativa que rija la construcción de significados en cualquier institución educativa (aun con sus peculiaridades, como es el caso de la universitaria) mediatiza la orientación (elaborada o restringida, siguiendo la terminología de Bernstein) del aprendizaje y la capacidad de relación y producción propia de significados por parte del alumnado y del profesorado.

De esta manera, si los educadores y educadoras pretendemos que los contextos donde desarrollemos nuestro quehacer sean verdaderas comunidades, lo primero que debemos considerar es dar la voz a todas las personas, sin exclusiones de ningún tipo (por etnia, hándicap, género, etcétera), como principio para edificar una democracia activa desde la conciencia de todos y todas de que sus reflexiones y sus acciones, tanto individuales como colectivas, repercuten en la configuración de su propio contexto y en su aprendizaje. Por tanto, aquí las palabras clave serían: diálogo, reflexión crítica y cooperación, formando redes de colaboración, tanto en el alumnado como en el profesorado, y de manera recíproca entre ambos y con otros agentes educativos y comunitarios.

Sin embargo, en el seno del globalismo neoliberal y las reformas que pretende imponer la desigualdad penetra y se extiende haciendo que la denominada sociedad del conocimiento sea una realidad sólo para una minoría que no cuestiona a la sociedad que permite las injusticias y la segregación en su seno.

A menudo la universidad establece discursos múltiples que provocan la desigual consideración del alumnado y la desconfianza en sus capacidades. Incluso dentro de los discursos progresistas que abogan por las posturas democráticas e inclusoras se puede vislumbrar, a veces, un doble discurso en el que la "igualdad" parece ser el principio de las medidas destinadas a las culturas o personas desfavorecidas, y la "calidad" el del resto. No obstante, lo que se nos olvida en la práctica es que la calidad sólo puede darse bajo criterios de equidad y justicia social. O sea, que ambos discursos son realmente una unidad dialéctica que debe girar en torno a la argumentación de la praxis educativa y el trabajo cooperativo. Esto hace referencia a la necesaria significatividad del aprendizaje y la comprensión de su función social a partir de las proposiciones particulares de las argumentaciones que le dan sentido, lo cual debe dar lugar a diversos cuestionamientos con el fin de tenerlos presentes en nuestro quehacer educativo.

Estas cuestiones no se realizan para conseguir una receta que "mágicamente" nos dé respuestas, sino para interrogar nuestra práctica y nuestro contexto, de modo que podamos introducir mejoras en ambos y de que se vivan realmente los procesos educativos democráticos y colaborativos. Por lo tanto, es en el seno de estas formas de interacción colectivas donde se otorga al alumnado las experiencias que necesitan para comprobar que, desde el diálogo, pueden aprender unos de otros.

De ahí la importancia que le otorga Habermas (1987) a la repolitización del espacio público (en este caso por parte del profesorado y del alumnado que cada vez se ven abocados en la universidad a una menor capacidad crítica), como el destinado a la socialización y los procesos de aprendizaje. Para Habermas esta es la nueva zona de conflicto del capitalismo avanzado y donde más debemos concentrar nuestros esfuerzos para la transformación social, lo cual rompe además con las concepciones posmodernas –muy en boga en los sectores neoconservadores de la universidad– de fragmentación de la experiencia, que llevan a un proceso de vacío del mundo de la vida por parte de los sistemas abstractos; y la impotencia del individuo frente a las tendencias globalizadoras y la dispersión que considera imposible el compromiso político coordinado. Desde la perspectiva de una modernidad radicalizada (en el sentido etimológico del término), todo esto se vería en el marco de la posibilidad de procesos activos de reflexión crítica, análisis dialécticos de los mecanismos de poder y legitimación, y reacciones críticas a los sistemas abstractos, considerando el compromiso político coordinado no sólo posible sino necesario tanto en el ámbito local como en el global de la educación universitaria.

Se trata, nuevamente, de llevar los ideales emancipatorios y democráticos al terreno de la educación. Pero, eso sí, teniendo presente en todo momento esta circunstancia que señala Grundy (1991): "En la simple consecuencia concreta de lo determinado de antemano por la teoría no hay libertad, aunque uno se adhiera a la teoría particular que se implementa en la realidad. La emancipación radica en la posibilidad de emprender acciones de manera autónoma. Esa acción puede estar informada por determinadas ideas teóricas, pero no está prescrita por ellas." (p. 158).

En este sentido vamos a partir de perspectivas diferenciadas, pero siempre desde una óptica crítica, aportando una serie de ideas clave que, a mi juicio, suponen ejes sobre los que debe girar la política de responsabilidad social en las instituciones de educación superior. La finalidad de todo ello se debe encontrar en la necesidad de que la universidad se transforme definitivamente en punta de lanza en los aspectos éticos relacionados con la vida social. En palabras de Connell:

Tanto en la educación como en otros contextos, un proceso democrático está relacionado con la inclusión, valora más la complejidad que la conformidad y requiere recursos, tanto culturales como materiales, para quienes se encuentren en peligro de exclusión. Si queremos desarrollar un proceso de orientación democrática en nuestra vida social, tenemos que trabajar para crear las condiciones necesarias para ello. Creo que las universidades, como instituciones culturales, con todas sus debilidades, tienen una función estratégica en este proceso. (Connell, 2000, p. 13)

En todo caso, resulta necesario, en un primer momento, tener claridad conceptual y dialéctica en torno a qué podemos entender por responsabilidad social en el ámbito universitario, qué dimensiones conlleva, y cómo debe afectar el quehacer de las instituciones de educación superior y de los diferentes miembros de su comunidad.

 

Responsabilidad social y universidad

Las políticas educativas –como ejes referenciales de las instituciones educativas y del conglomerado social que generan, de creciente complejidad en sus dinámicas y estructuras– han tenido una evolución histórica ligada a sus funciones sociales de socialización, transmisión y reelaboración de la cultura, así como a la cualificación personal y profesional de la ciudadanía. Pero, precisamente por esa evolución histórica (cultural, política, social y económicamente condicionada), el sistema de educación superior se enfrenta actualmente a los "nuevos" retos que le marca el economicismo hegemónico y a las "viejas" exigencias sociales de igualdad y libertad a las que debe su origen en el seno de la modernidad.

Para afrontar estos desafíos se está extendiendo el uso del término Responsabilidad Social Universitaria (RSU), reforzado en la Declaración de la Conferencia Mundial de Educación Superior celebrada en París, en 1998. Es necesario aclarar y acotar dicho término para librarlo de connotaciones de origen economicista que lo alejen de la imagen y la realidad de la "universidad empresa", enfatizando su compromiso académico y social desde la equidad y el reconocimiento. Es decir, sin ser ajena a la economía, pero articulando su pensamiento y su acción para la consecución de una sociedad más justa, igualitaria y libre. Podríamos, entonces, definir la RSU como el conjunto de discursos y acciones que genera y realiza la universidad, como resultado de su proyecto y proyección social como institución, de modo que trabaje para la construcción en su seno de las condiciones para la mejora social desde su labor reflexiva, ética, académica, investigadora e innovadora. Esto requiere, a su vez, la promoción del debate, dentro de la propia institución en torno a cómo la universidad puede incidir en la sociedad de manera ético-cívica a través del conocimiento. Por tanto, la RSU abarcaría una doble dimensión, interna y externa, de reflexión y autorreflexión, de formación y acción, de debate y asunción política. En definitiva, es necesario considerar la responsabilidad social desde sus facetas interna y externa. O sea, aludiendo tanto a las consecuencias que las políticas y prácticas universitarias tienen sobre las personas y contextos insertos en ellas como a las que tienen sobre los agentes sociales, colectivos diferentes y el medio ambiente.

Esto nos debe llevar a una concepción de la RSU que trascienda la simple legitimación de estructuras ya definidas y/o al servicio de la ideología que las genera, o bien a una visión que evite lo que plantea Isla (1998) al afirmar que "muchas universidades consideran que su responsabilidad social termina cuando logran la exigencia y calidad académicas, producen un buen número de diplomas y grados, y hasta cultivan las destrezas y habilidades de sus consumidores" (p. 8).

En este sentido, el diseño de programas de RSU constituye un reto para lograr una mejora y un eventual cambio cultural de la sensibilidad institucional y su capacidad de autorreflexión para valorar las consecuencias de sus actividades, tanto hacia dentro como hacia fuera, por lo que metodológicamente habría que plantear ese diseño y puesta en práctica desde los principios de la investigación-acción crítica, siguiendo el ciclo de la planificación, acción, observación y reflexión como espiral autorreflexiva.

Además, la RSU ofrece una nueva manera de relación de las instituciones de educación superior con su entorno social, cultural y natural, basado en la reciprocidad y la interdependencia, la cual se identifica, como se ha apuntado, a través de sus efectos, repercusiones e impactos en diversos ámbitos que se derivan de sus principales actividades y funciones: académica, investigadora y de extensión. Así, el impacto social de la universidad supone identificarla como interlocutora válida y necesaria de la sociedad en el análisis y la solución de sus realidades y situaciones problemáticas, con conciencia ética, política y ecológica. Es necesario, por tanto: 

Revisar conceptualmente lo que se entiende por iniciativa y responsabilidad públicas, así como de las distintas acepciones en las que parece haberse instalado el Estado de Bienestar, la calidad de vida y los estilos de desarrollo al uso; una tarea para la que no basta con acrecentar las dosis de participación social, la percepción y las prácticas de la democracia, o la visión acerca de los derechos y los deberes cívicos. (Caride, 2009,p. 152)

En todo caso, desde una perspectiva crítica, vamos a desarrollar a continuación esa serie de puntos aludidos anteriormente que a mi juicio proporcionan claves para entender desde dónde hay que entender la Responsabilidad Social en las Universidades, y hacia dónde deben dirigirse las políticas en este sentido desde los principios de ciudadanía, equidad e innovación para la mejora social. Estas reflexiones deben, sin embargo, partir de la exigencia axiológica y epistemológica para que el neoliberalismo académico no restrinja las posibilidades de acción social de las universidades, tal y como se está dando con mayor frecuencia cada vez. Así:

Una vez creadas las condiciones, la universidad debe ser motivada para asumir formas más densas de responsabilidad social, pero no debe ser solamente entendida de manera funcionalista en este sentido. La responsabilidad social de la universidad debe ser asumida por la universidad aceptando ser permeable a las demandas sociales, especialmente aquellas originadas en grupos sociales que no tienen el poder para imponerlas. La autonomía universitaria y la libertad académica –que en el pasado fueron esgrimidas para quitarle la responsabilidad social a la universidad– asumen ahora una nueva importancia, puesto que solamente ellas pueden garantizar una respuesta entusiasta y creativa frente a los desafíos de la responsabilidad social. (Sousa Santos, 2005, p. 78)

 

La ciudadanía y la construcción de un nuevo sujeto político en el ámbito universitario y su proyección social

Si en toda relación social resulta imprescindible atender a nuestra responsabilidad como actores e interlocutores frente a las demás personas, cuando centramos esa relación en lo educativo, ya sea desde el papel de educador o de educando (línea ésta cada vez más difusa), se vuelve una máxima, uno de los pilares de la educación: hacer personas responsables desde la vivencia de ese sentido de la responsabilidad en la propia interacción educativa, porque considero que precisamente la libertad ética emerge de allí y se encuentra fuertemente condicionada por la presencia del otro o la otra.

La universidad debe partir de una concepción y un análisis de la sociedad a la que no pueda serle ajena una manera de entender y construir al sujeto político por excelencia: la ciudadanía. Aquí tendríamos que ver la ciudadanía desde diversas perspectivas complementarias, en la línea de Kymlicka: a) ciudadanía en sentido amplio y no restrictivo, lo que incluiría derechos civiles, políticos y sociales; b) ciudadanía como identidad de una o más comunidades políticas; c) ciudadanía como actividad o virtud cívica, lucha por los valores, la democracia, los derechos humanos; d) ciudadanía como cohesión social.

En todo caso, hay que entender la ciudadanía como motor de la praxis social y democrática de nuestras sociedades, y no solo como elemento que otorga derechos y hace cumplir ciertos deberes –como propone el pensamiento liberal–, sino que conforma y recompone identidades. La ciudadanía arrastra consigo un potencial emancipatorio: la cohesión social a partir del reconocimiento de lo distintivo, de lo otro, que nunca es ya otro radicalmente separado ni sustancialmente diferente, sino integrado, mezclado y conviviente. La ciudadanía también incluye dentro de sí el demos como vitalidad, como virtud que empuja a la consecución de conquistas sociales; aunque hoy se muestre más como desobediencia y desacato a una ley que se aferra al formalismo jurídico y a la concepción propietarista y mercantilista de la vida, que a la satisfacción de las necesidades y capacidades del sujeto.

Una ciudadanía así entendida, como garantía de identidad, de estatus, de virtudes y de cohesión social, constituye una protección y un aliciente enorme para eliminar y suavizar los conflictos sociales, étnicos, religiosos, dentro de una comunidad política mayoritaria. La ciudadanía, siempre que trascienda su reducción formalista y la mutilación de sus contenidos, puede llegar a ser fuente de solidaridad intragrupal y posibilitar la recepción de nuevos grupos y minorías dentro de una comunidad política mayor dotada de una ciudadanía común.

Inevitablemente, toda consideración contractual de la ciudadanía civil (derechos civiles) lleva a considerar la dimensión social de los derechos como mera caridad, como donación gratuita, vaciando de contenido el carácter de exigencia moral con pretensión de normatividad que éstos encierran. La concepción contractual ha dificultado el entendimiento y la articulación de los derechos sociales. Se trata de conectar la ciudadanía con la recuperación de la corporalidad del sujeto viviente: reproducir la vida y desarrollarla en condiciones de sostenibilidad que garanticen el bienestar y la seguridad, sin ningún tipo de abstracción de las condiciones de posibilidad de la igualdad formal. La actual situación del entendimiento de los derechos desciudadaniza a través de esa relación invertida entre crecimiento económico, evolución progresiva y exclusión masiva. Todo se plasma en una creciente polarización entre ciudadanos incluidos y excluidos. Esta tendencial perversión, acelerada por la globalización de la economía, la política y la ética, sólo podrá evitar la exclusión de los ciudadanos-sujetos rellenando de contenido la ciudadanía: permitiendo el acceso a los recursos materiales mediante la provisión de los derechos sociales. Esta es la única manera de acabar con una política de sacrificios humanos.

Se trata de entender la ciudadanía como pertenencia participada que se concreta en la realización de los derechos sociales. No cabe un modelo de ciudadanía multicultural sin una ciudadanía social, y ésta no es mera proyección de la ciudadanía civil y política. Es necesario, por tanto, que los derechos salgan de su jaula de acero y que la universidad sea punta de lanza al respecto. Tomarse en serio la ciudadanía (sustantiva-social) exige capacitar a los sujetos y a los grupos por medio de derechos, y es allí donde cobran un papel fundamental la educación y las instituciones de educación superior en particular.

 

La defensa de lo público, en respuesta a las supuestas bondades de la privatización del conocimiento y la investigación

El economicismo y la mercantilización de la educación niegan la alteridad que las constituye, excluyen a ese otro, u otra, que le dan sentido, inhibe las posibilidades de crecimiento y promoción que deben ser consustanciales a los procesos educativos, y desgarran los planteamientos éticos que los narran, articulando así sus significados. Reducir, por tanto, la educación al terreno del capital, la eficacia, la competitividad o el éxito academicista, es aherrojarla de piel y huesos, convertir sus órganos vitales en elementos disfuncionales que apenas permiten vehicular su corporeidad y la desvirtúan, la vuelven irreconocible y, en última instancia, provocan que asuma esa máscara impuesta, diluyendo su identidad, haciéndola naufragar. A su vez, vincular la educación con una idea corporativa de normalidad (por definición excluyente, abstracta, casi inhumana), que transforma a las personas en pecios de ese naufragio aludido y posee su valor de uso en el tener y no en el ser, nos debe hacer profundizar en los mecanismos que generan esos procesos de exclusión y discriminación para luchar contra ellos, descubriendo nuevos caminos. Y, para ello, también desde la perspectiva universitaria: "es preciso evitar el maniqueismo de tomar a las instituciones públicas como ejemplos de desperdicio, y las privadas, como modelos de comportamiento racional de economizar y tomar decisiones inteligentes, en línea con sus objetivos definidos a largo plazo (Moura, 2009, p. 124).

La defensa de lo público en la universidad debe partir de una somera revisión de las políticas educativas emergentes, des-de una necesaria mirada intercultural y emancipadora, de manera que visibilicemos no sólo a quienes han sido históricamente beneficiarios del sistema educativos, sino también a los y las invisibles, porque su alteridad nos interpela para construir un sociedad donde estemos todas y todos de verdad. Y para ello es imprescindible asumir el carácter intrínsecamente político de todo acto educativo, evitando planteamientos como el siguiente: 

Los educadores frecuentemente separan las cuestiones políticas e ideológicas de las pedagógicas, y limitan la pedagogía a una serie de métodos y técnicas estipulados, que sacrifican la teoría y la reflexión en el altar de los altos sacerdotes y profetas de la práctica. ... Sin embargo, las dimensiones teóricas y prácticas de la pedagogía jamás se deben reducir, ya que ellas existen en una tensión dialéctica (McLaren y Farahmandpur, 2006, pp. 22-23).

Por lo tanto, si queremos realizar un análisis de las políticas educativas desde la realidad de la exclusión, pero con el referente de la interculturalidad, debemos dar respuesta, siguiendo a García Canclini (2005, p. 45) a tres procesos ontológicos en permanente interacción y síntesis: la desigualdad (desde la no redistribución), la diferencia (entendida desde el no reconocimiento), y la desconexión (como negación de acceso a redes comunicacionales y posibilidades de convivencia). Aquí el reto se encuentra en cómo, desde el desarrollo legislativo y práctico, las instituciones de educación superior pueden dar respuestas a estas tres caras de la exclusión, aludidas en el discurso de los derechos humanos, sin que las personas concretas que sufren sus consecuencias se vean desprovistas de su propio ser-sujetos en una abstracción que, en la praxis, los vuelva de nuevo invisibles, aunque sean nombrados (más bien, cuantificados), lo cual es una realidad más común que la deseada, cuando desde las tristemente cotidianas posiciones políticas conservadoras y las posturas academicistas embestidas de asepticismo cínico se habla del alumnado sin contar con sus voces ni con sus saberes.

Boaventura de Sousa Santos (2005) señalaba las crisis y desafíos que debía enfrentar la universidad pública a finales del siglo XX: pérdida de hegemonía de la universidad frente a otras agencias de conocimiento científico más "competentes" al servicio de intereses privados que pretenden llenar el vacío de cobertura, tanto en la enseñanza técnica como en la formación de investigadores de punta. Pérdida de legitimidad frente a la sociedad como portadora de soluciones a los problemas sociales, y como lugar de equidad frente a la demanda de educación superior. Pérdida de institucionalidad al tener que enfrentar la contradicción de luchar por su autonomía como centro de saber, frente a las imposiciones internacionales y gubernamentales que pretenden someterla a intereses no académicos.

La universidad pública, se podría concluir, no parece ser necesaria porque no es la única productora de ciencia y tecnología, y porque la avalancha de universidades privadas puede suplir la demanda de educación superior y se ajustan mejor a las exigencias del mercado globalizado. Su existencia misma se cuestiona también frente a las políticas internacionales que le están imponiendo cambios estructurales incapaces de cumplir ante la crisis financiera en la que la tienen sumida los gobiernos de turno que centran sus esfuerzos en el aseguramiento de la educación básica. Actualmente, según ese mismo autor, estos retos se han agudizado debido a la descapitalización de la universidad pública, a la transnacionalización del "mercado universitario", y al avance inusitado de otras formas de conocimiento pragmático y técnico aparentemente más útil y eficaz en situaciones de crisis presupuestal. Comienza, entonces, un desmantelamiento de la universidad pública debido a factores externos e internos. Entre éstos se pueden señalar: en lo externo, la ofensiva internacional de las multinacionales para "colonizar" la educación superior en los países empobrecidos y las exigencias del FMI para privatizar los servicios públicos con el fin de asegurar, en los estados acreedores, el pago de los intereses de la deuda externa mediante "la racionalización del gasto". Y, en lo interno, el congelamiento de las plantas de personal docente, el aumento de profesores por contrato, la exigencia de autofinanciación mediante la venta de servicios, el aumento del valor de las matrículas, la injerencia del gobierno y sus políticas gerenciales en los consejos superiores de las universidades y, finalmente, la apatía y la ausencia de propuestas viables por parte del estamento estudiantil y profesoral orientadas a enfrentar tan grave crisis más allá de la protesta y la denuncia.

Si a esto se añade el discurso ideologizado de quienes desacreditan la universidad pública por su espíritu crítico y contestatario; por el excesivo tiempo que se invierte en las carreras debido a los paros y bloqueos; por la poca eficiencia, eficacia y rendimiento de la gestión administrativa; por los exagerados subsidios al bienestar universitario; la carga prestacional de su empleados, y el poco impacto del valor de las matrículas en el presupuesto global –además de la burocratización del profesorado–, es entonces "normal" que se acepte sin análisis ni discusión que ya es tiempo de privatizarla, disminuir la duración de sus programas, contratar a sus empleados mediante la modalidad del outsourcing, y privilegiar las carreras técnicas que formen profesionales en menor tiempo pero con las "competencias laborales" que requieren las industrias. Aliviando, de paso, el gasto del estado en tan improductiva institución y dejando que el sector privado se responsabilice eficazmente de la prestación de este servicio. Lo realmente grave de este enfoque, tan en boga hoy, es que diluye el sentido y el significado de lo público.

En todo caso, siguiendo a Verger (2008), hay que añadir que la mercantilización de las universidades es una realidad con muchas caras. Una de ellas es la privatización del financiamiento universitario, ya que, actualmente, como resultado de la contracción del gasto público en educación superior, las empresas privadas han pasado a financiar activamente la universidad y, específicamente, determinadas actividades de investigación en las mismas. La Comisión Europea, en el año 2001, determinó incentivar a los países miembros para que fomentaran la participación del sector privado en la investigación, recomendando que dos tercios de los gastos del I+D de los países se cubriera a partir de aportaciones de las empresas. Se realizaron incluso cambios en el nivel legislativo para promover esto en algunos estados, y se crearon modelos de colaboración universidad-empresa cada vez más estrechos y difusos al mismo tiempo. En este sentido, vale la pena mirar el siguiente cuadro, donde se constata la injerencia de la financiación privada en la universidad de ciertos países (cuadro 1).

Siguiendo con Verger (2008), en su magnífico informe se constata que el énfasis de la relación entre investigadores universitarios y empresas permite que entren más recursos a las universidades, pero altera las funciones tradicionales de las universidades públicas y tiene efectos socialmente perversos. En primer lugar, implica que los conocimientos y descubrimientos efectuados en el sector público puedan ser controlados por el capital privado, vulnerándose así una función primordial de la universidad como socializadora y generadora de conocimiento. Una segunda repercusión del financiamiento privado de la investigación es que el mundo de los negocios fija las prioridades y la agenda de la investigación universitaria. En tercer lugar, los resultados de la investigación se pueden alterar para favorecer (o no perjudicar) los intereses del ente financiero, como pasa con determinados estudios sobre efectos de fármacos financiados por las propias empresas interesadas, por ejemplo. Esto genera presión entre los propios investigadores, que si no legitiman determinados intereses pueden ver peligrar sus fuentes de financiación e incluso sus empleos en algunos casos. Esto nos lleva, finalmente, a una última repercusión: la pérdida de calidad y excelencia académica en el ámbito de la investigación. Se priman los estudios aplicados en detrimento de los básicos, que son fundamentales para profundizar en las discusiones teóricas, se pueden instrumentalizar menos, y resultan fundamentales para el avance del conocimiento y la futura creación de nuevas y mejores investigaciones aplicadas.

A modo de conclusión, respecto de la RSU, hay que apuntar que el vínculo universidad-sociedad es uno de los pilares de la universidad moderna con el que se busca favorecer la extensión del conocimiento universitario a todos los rincones de la sociedad. Sin embargo, a raíz del incremento del gasto privado en las universidades se corre el riesgo de que el vínculo universidad-sociedad se restrinja al vínculo de la universidad con la empresa privada. En consecuencia, se estaría subordinando la actividad y las funciones de la academia a los objetivos lucrativos del mundo de los negocios.

 

La ambigüedad del discurso de la calidad y la excelencia competitiva

El discurso de la calidad es un arma de doble filo que desde posiciones conservadoras está siendo explotada hasta la saciedad, adaptando los criterios de las instituciones privadas elitistas, e intentando que el concepto de calidad se traslade a la cuestión de la excelencia competitiva bajo preceptos y valores de corte neoliberal. La calidad pasa a ser un criterio de exclusión más que un elemento integrador e innovador; un indicador tangible a evaluar más que una cualidad institucional. Desde la responsabilidad social universitaria hay que abogar por el fomento de la calidad, pero entendida fuera de los márgenes economicistas, no desde posturas de estrés institucional por lograr puestos en ranking competitivos donde los indicadores puestos en liza responden a preguntas sobre resultados materiales y formas de gestión empresarial de lo académico.

Esto está llevando a que muchos centros, públicos o privados, orienten su organización y funcionamiento por principios y lógicas semejantes a las de las empresas lucrativas convencionales. Así, actualmente hay universidades que se fusionan y absorben entre ellas, que cotizan en los mercados bursátiles (véase el Global Education Index), o que buscan atraer clientes a través de la publicidad, participando en actividades de comercio exterior, u organizando ferias comerciales. Además, cada vez cobran mayor importancia los rankings de las universidades, entre cuyos ejemplos internacionales podemos destacar el Times Higher Education Supplement y la Shanghai Jiao Tong University. En todo caso, lo importante aquí es tener presente que este tipo de mecanismos de comparación internacional favorecen que los estados concentren sus recursos en un número limitado de universidades para poder así posicionarse favorablemente en esta peculiar competencia internacional.

Además, el modelo de autonomía dominante actualmente permite que las universidades determinen sus propias prioridades, recaben fondos de manera independiente, y definan su estrategia para atraer clientela. En algunos países se llegan a fijar los precios de los créditos de docencia por parte de cada universidad, gestionando los recursos humanos de manera independiente, o bien elaborando su propio catálogo de titulaciones sin necesidad de licitación estatal. Esto engarza con el tema de la elección de centro, asociado también a dinámicas de competencia en el ámbito de la demanda. Tengamos en cuenta que la educación superior es un bien posicional. Es decir, un bien que puede proveer a los estudiantes una ventaja relativa en la competencia por obtener trabajo, ingresos, estatus, etcétera. Por lo tanto, lo que es importante para mucho estudiantes no es sólo contar con una titulación determinada, sino que ésta sea expedida por la universidad más prestigiosa posible. En consecuencia, los estudiantes compiten entre sí, en primer término, para acceder a la universidad y, en segundo término, para acceder a las "mejores" universidades.

En definitiva, este nuevo modelo de gestión empresarial, que está penetrando en las universidades públicas al poner una mayor atención a los productos finales y a los resultados, se encuentra en franca oposición al concepto y la práctica de la RSU que aquí se defiende. Es más, la RSU debe ser a mi juicio un instrumento de lucha contra este tipo de modelos organizativos y sus nocivos efectos académicos, para la investigación y la proyección social del conocimiento.

 

La organización académica y la pedagogía de las consecuencias

Todo esto que estamos planteando requiere que la propia universidad sea una institución que aprenda y donde los miembros de su comunidad tengan como referente continuo la reflexión teórico-práctica, tanto desde un punto de vista específico (relacionado con su área de conocimiento y una visión holística de su relación con las otras) como genérico, centrándose en su propia idiosincrasia como institución y en cómo para ello es absolutamente enriquecedor que en la misma convivan personas y comunidades distintas que aporten esa diferencia para ir construyendo, a partir de esa realidad multicultural, una visión intercultural como única aspiración posible para llegar a una verdadera comunidad de aprendizaje. Desde esta óptica es necesario abordar institucionalmente el referente ético y la transversalidad como estrategias para la acción, tanto desde la interculturalidad aludida como desde la igualdad de género, como aspectos que deben estar presentes en toda planificación y acción institucional, académica y de investigación. Todo esto con el fin de promover una pedagogía de las causas en detrimento de la pedagogía de las consecuencias, tan extendida académicamente.

Cabe destacar, también, la presencia de principios vinculados a factores de reflexión y diálogo intersubjetivo, de asunción de posiciones colaborativas y cooperativas en el aprendizaje, del carácter holístico y (re)constructivo del conocimiento, de apelación a la ética y la lucha contra las desigualdades desde una apuesta decidida por la educación en valores. Mas todo ello, insisto, debe pasar por una consideración previa de visibilización, reconocimiento y valoración del otro o la otra desde la sensibilidad, la escucha y la invitación pedagógica, como un prerrequisito ineludible frente a todo posicionamiento y acción educativos.

Por tanto, la cultura universitaria debe ser una cultura de cooperación, crítica, de innovación y justicia social, pero la realidad que vivimos en nuestras facultades es otra con demasiada frecuencia. Se fomenta el individualismo y la competitividad, se priman los contenidos acríticos y muchas veces memorísticos a la formación de profesionales éticos y reflexivos, activos políticamente y con una clara vocación de servicio hacia sus semejantes.

 

La equidad como respuesta a la mercantilización de la educación superior

En una sociedad donde manda el dinero, la diferencia entre incluidos y excluidos se halla en gran parte determinada por esa despolitización a la que aludía y por su acceso al mercado de trabajo, cada vez más precario, donde los que están legitiman el sistema con su labor individualista, y la mayoría de los que no están se encuentran más preocupados por entrar en el círculo de la explotación laboral que por cuestionarlo. Todo esto, claro está, configura un panorama social poco halagüeño, pero considero que es necesario partir de estas condiciones generales para después adentrarnos en las excepciones y las formas de lucha contrahegemónicas que existen y pueden generarse para conseguir una sociedad sin exclusiones y con una democracia verdaderamente participativa en el seno de las instituciones de educación superior. Para ello hay que considerar cuestiones como las siguientes:

Los análisis de políticas educativas y las evaluaciones frecuentes del sistema escolar insisten en su fracaso sin llegar a interrogarse en qué límites humanos operan tanto el sistema cuanto las políticas y, sobre todo, los educandos. Si reconocemos lo que los movimientos sociales apuntan (que la garantía del derecho a la educación está enmarañada con la garantía o negación de los derechos humanos básicos) las políticas educativas deberían ser programadas y evaluadas de manera integrada con otras políticas sociales pro-derechos básicos de la infancia, adolescencia y juventud. La función social del sistema educacional tendría que ser orientada para contribuir a la garantía de los derechos básicos junto con otros sistemas públicos. Políticas y sistemas integrados son el horizonte de las propuestas de los movimientos sociales y de los gobiernos comprometidos con los derechos de los sectores populares. (Arroyo, 2006, p. 126)

Desde aquí es importante partir del cuestionamiento de los conceptos y prácticas de investigación e innovación fuera de las lógicas de la mercantilización de la educación y del conocimiento. Este proceso de mercantilización es una realidad a combatir, que se ha suscrito incluso en cumbres recientes de rectores de universidades públicas, donde se han denunciado los procesos de mercantilización educativa asociados a procesos como la aplicación de los acuerdos de la Organización Mundial del Comercio en la educación superior (véase, por ejemplo, las declaraciones finales de las Cumbres Iberoamericanas de Rectores de Universidades Públicas).

Pese a ello, como comenta Verger (2008), el concepto de mercantilización es aun muy ambiguo e indefinido. Es decir, no cuenta con significados claramente compartidos ni su uso evoca siempre los mismos fenómenos. Además, determinados usos del concepto restringen su significado y el poder explicativo de la transformación que se vive actualmente en las universidades. Por ejemplo, la mercantilización suele identificarse con cambios muy visibles: carnés estudiantiles gestionados por entidades financieras, grandes empresas que patrocinan aulas de informática, los precios de los cursos que se abaratan o encarecen, etcétera. No obstante, los procesos de mercantilización no siempre son tan fáciles de percibir y se insieren en el día a día de las universidades de modo mucho más sutil.

En este sentido, también es importante hacer referencia a la injerencia de otros sectores o departamentos, públicos y sobre todo privados, en el diseño y la puesta en práctica de las políticas de educación superior. Así, debemos tener presente lo siguiente: "El análisis de la política educacional ha sido conducido con frecuencia desde esferas ajenas al sector educación. Por ejemplo, en América Latina, en general, es común ver que los análisis y evaluaciones de políticas provienen de los ministerios de hacienda, economía o planificación y no de los ministerios de educación" (Espinoza, 2009, p. 5). Por no hablar de los distintos institutos, observatorios, consultorías, fundaciones, etcétera, que pretenden ejercer presión o influencia, con muy diversos intereses, en dichas políticas. En todo caso, en las disciplinas desde donde se realizan esos análisis prima una visión positivista y funcionalista, lo que los condiciona sobremanera.

De ahí también la importancia de la docencia y la investigación universitarias al servicio de la sociedad, donde ésta se convierte en el archivo más importante para la reflexión pública sobre educación, tanto en investigación histórica como de la práctica contemporánea, siendo imprescindible para su democratización el que se haga un gran esfuerzo de divulgación del saber generado y sus implicaciones en todos los niveles, abogando para ello por la innovación como exigencia, sobre todo para una institución como la universidad, con tal grado de autonomía. Y esa autonomía, en definitiva, preñada de ética, debe conllevar un compromiso social y político en defensa de los valores democráticos y de lo público, cerrando así el círculo (en realidad, un tramo de espiral) de una universidad tolerante y solidaria, y donde los criterios de convivencia y justicia social se encuentren presentes en la totalidad de sus facetas y procesos.

 

La evaluación institucional como estrategia de mejora y no como ajuste de cuentas, mecanismo de control o proceso de legitimación predeterminado

Todo lo anterior también tiene efecto –en cuanto a las consecuencias del aterrizaje del BM, el FMI, la OCDE y la OMC, entre otros organismos internacionales– en las políticas educativas, que provocó que el derecho a la educación fuera fagocitado por el discurso del acceso a la educación, restringiendo las prácticas políticas al planteamiento de las condiciones de acceso (y permanencia) en los sistemas educativos, en el mejor de los casos, haciendo al mismo tiempo que la obligación de los gobiernos de garantizar la educación gratuita fuera reemplazada por inversiones condicionadas por las tasas de rentabilidad (Tomasevski, 2004).

Esto se puede ver también claramente desde la cultura de la evaluación meritocrática que se está institucionalizando y que supone una recentralización del poder en manos de unos intereses mercantilistas y que utiliza indicadores de rendimiento como dádiva o moneda de cambio donde las personas se diluyen y sus derechos con ellas. Y en este discurso esencialista y neoliberal dos palabras se tornan en letanías "sagradas" e incuestionables, a pesar de su intencionado vacío semántico y el oscurantismo político que las promueve: eficacia y excelencia (Torres Santomé, 2006). Ambas pretenden vincular el sistema educativo a las necesidades del mundo empresarial y frenar las políticas de bienestar, recortando las inversiones económicas en la educación pública, a la que se tilda de poco rentable, ineficaz, de insuficiente calidad, etcétera, como estrategia para seguir recortando sus fuentes de financiación en lo público (lo cual supone asumir altas dosis de ílo propugnan los principales organismos internacionales ya aludidos (BM, FMI, OMC, OCDE) que, por cierto, "casualmente" son los patrocinadores de las principales pruebas estandarizadas de "medición" de calidad de los sistemas educativos (caso de la OCDE con el Informe PISA), que tanto están condicionando las políticas educativas de los estados, cuando no suponen la legitimación de una imposición de criterios o medidas que "casualmente" también acaban perjudicando la educación pública y, con ella, a los sectores más desfavorecidos de la sociedad.

Se trata de una nueva vuelta de tuerca al positivismo, con tintes postmodernos, eso sí, donde se aceptan los lenguajes de "caja negra" del conductismo aplicados a las políticas educativas: calidad, gerencialismo, indicadores, estándares, competencias, rentabilidad, competitividad, mercado, libertad de elección de centros, privatización, eficacia, rankings de centros, empleabilidad, excelencia, becas "fantasma", resultados... Todos éstos son términos promovidos por las instituciones que tienen entre sus fines, como hemos ido diciendo, acelerar la implantación de modelos económicos neoliberales, en este caso en el ámbito educativo. Por eso, insisto, es tan importante que los países salgan de esos círculos viciosos para enfrentar sus políticas educativas desde su soberanía y contando con los pueblos insertos en él.

Derivado de lo anterior, se desprende otro factor fundamental a tener en cuenta. En palabras de Jurjo Torres:

Los procesos de mercantilización a los que está sometido el actual sistema educativo, le llevan a incorporar de una manera acrítica toda una serie de conceptos y modelos de análisis que tiene como consecuencia una mayor presencia de las tecnologías de la medición y de control de los contenidos que circulan en las aulas. El aula vuelve a convertirse en el principal y único foco de atención y, por tanto, la calidad y eficacia de lo que en ella acontece pasa a ser responsabilidad del profesorado y, como consecuencia del oportunista eslogan de la cultura del esfuerzo, del alumnado. Cualquier otro tipo de explicaciones y causalidades son silenciadas y, por tanto, otras instancias políticas y de la Administración, liberadas de responsabilidades (Torres Santomé, 2006, p. 163).

Volvemos al mito de la competitividad y la igualdad de oportunidades (desigualdad e indiferencia) en detrimento de la igualdad de condiciones (redistribución-equidad desde las diferencias). Si la "culpa" en última instancia se encuentra en el alumnado, en su esfuerzo, en sus capacidades-competencias, entonces, ¿qué culpa tienen el sistema, las políticas educativas o el mercado? Este es otro reto importante para la RSU. Y para ello igual debemos recordar, una vez más, que los derechos humanos, como es el caso del derecho a la educación, no se otorgan ni se cuestionan, sino que se tienen. Esto no significa que no deban ser perfectibles, pero eso no puede ser utilizado para negarlos o para la legitimar que no se pongan en práctica.

Esto es así, y regresamos con ello a la diatriba de la necesidad de conjugar las políticas educativas con las sociales, porque lo contrario supone fragmentar, aherrojar, descontextualizar, parchear, o sobredimensionar los efectos de las reformas educativas parciales que, al margen de su intencionalidad potencial, no introducen factores de cambio real ni cuestionan las estructuras de injusticia de partida. Por ello, debemos reflexionar con Carnoy (contextualizando sus palabras en el nivel universitario) sobre el hecho de que:

No es accidental que las reformas educativas en los veinte años pasados se hayan enfocado a la descentralización, la privatización, la reforma del plan de estudios, nuevas pedagogías y la participación de los padres. Éstas son reformas relativamente baratas, generan una gran energía y satisfacen las demandas políticas de que algo debe hacerse para mejorar la educación. Desde luego, lo único que ellos no hacen es mejorar el bienestar de los niños que necesitan mayor ayuda. No quiero decir que estas reformas son parte de una conspiración para evitar el verdadero cambio, pero a no ser que se ejerza presión política para hacer algunos cambios significativos, una mayor equidad educativa es posible, pero no de manera que cause mayor equidad económica y social. (Carnoy, 2005, p. 11)

Esa misma mirada debe estar inserta, a su vez, en un proceso de toma de conciencia y emancipación, porque esa pronunciación de la palabra propia de las dianas requiere un aprendizaje que se da con condiciones para su apropiación. No se trata de un simple reemplazo de las voces "dominantes" por las "marginadas" en la universidad, porque sin cuestionar las condiciones de desigualdad e injusticia "estas voces pueden resultar tan forzadas y contraproducentes como las que piensan sustituir, a menudo incluso excluyen a las personas dentro de esas comunidades cuyas voces al parecer son representadas, pero que no son escuchadas. ... Por eso no podemos asumir que la voz marginada sea la voz liberadora" (Flores y McPhail, cit. McLaren y Farahmandpur, 2006, p. 140).

 

La figura docente en la universidad: de técnicos a intelectuales públicos

Centrando finalmente el tema en la docencia universitaria, debemos partir, desde un posicionamiento coherente con la RSU aquí defendida, de una concepción no tecnócrata de la labor docente, sino de reconocimiento como intelectuales públicos con conciencia ética y social que asumen desde allí sus funciones de formación cívica y profesional. Esto implica, por un lado, la necesidad de la participación del alumnado en todas las fases del proceso educativo, lo cual incluye aspectos tan concretos como la negociación del programa y del currículo, el fomento del trabajo cooperativo y reflexivo en detrimento de las clases magistrales, darles la posibilidad de evaluar la marcha de la asignatura y autoevaluar su trabajo argumentadamente, generar debate sobre temas vinculados con la realidad socioeducativa e ir construyendo un pensamiento propio al respecto, incidir en los aspectos éticos profesionales y ciudadanos, etcétera. Las tarimas y la posición asimétrica de la relación docente-discente no pueden basarse en relaciones de poder coercitivas si queremos intentar ser coherentes con una pedagogía de la alteridad en nuestra práctica.

Así, las cuestiones educativas aquí reflejadas y las reflexiones éticas que hemos ido apuntando someramente, nos pueden dar la posibilidad de ir estableciendo una base para una pedagogía de la alteridad (Vila, 2005 y 2007) en la docencia universitaria, a través de la cual se pretenden aportar principios de acción y elementos de reflexión para la construcción de prácticas sociales y educativas emancipatorias, estando en nuestra mano brindarles la posibilidad de la realidad y la memoria en un marco intercultural e igualitario.

Y es que este posicionamiento pedagógico desde la alteridad nos debe permitir también reconocer el papel fundamental que tenemos como educadores y educadoras no sólo respecto al reconocimiento del otro, sino también desde las competencias que les atribuyamos y las expectativas que tengamos para con él y su proceso de aprendizaje. En función de variables como esas, vinculadas a los procesos de sensibilidad, escucha e invitación pedagógica antes apuntados, fomentamos e incidimos en el modo de responder del otro desde la manera en la que articulamos nuestra interacción con él. Como indica Imbernón:

La universidad no sólo debe preocuparse por el problema de la innovación individual investigadora, del contenido de la enseñanza y de la transmisión de los conocimientos que imparte, sino que debe realizar o propiciar cambios con proyección
en el exterior. Y eso debe ser una característica de su formación más allá de lo técnico. Un o una docente universitario debería ser un agente cultural importante en su entorno. (Imbernón, 1999, p. 125)

Por último, para llevar a cabo esto, desde la perspectiva docente, me permito añadir algunas necesidades de acuciante asunción dentro de unas políticas de la RSU vinculadas a la docencia: 

• Mejorar el funcionamiento institucional y de departamentos, evitando los intereses corporativos y de áreas en detrimento de posicionamientos pedagógicamente fundados.

• Establecer mecanismos de comunicación interna y participación reales.

• Buscar alternativas y reflexiones sobre evaluación (institucional, docente, del alumnado, etcétera).

• Crear grupos docentes estables y obligatorios, no sólo de investigación.

• Elaborar proyectos de formación-innovación contextualizados, que vayan más allá del uso de las nuevas tecnologías de manera acrítica o conservadora.

• Aportar elementos y estrategias para la autoformación o formación permanente.

• Implicar criterios epistemológicos, axiológicos y educativos en la elaboración curricular.

 

A modo de conclusión

Como bien dice Boaventura de Sousa Santos (2005): "La universidad pública es hoy un campo social muy fragmentado y en su seno cohabitan sectores e intereses contradictorios" (p. 58). Partir de esa realidad debe ser un primer paso para, desde el conocimiento de la realidad, poder incidir en ella y articular políticas de RSU verdaderamente útiles y congruentes con lo expuesto en estas páginas.

Hemos visto, a modo de síntesis, que el panorama actual de las instituciones de educación superior es complejo y está sujeto a múltiples corrientes economicistas que pretenden desgajarlas de su función pública de facto. No olvidemos que las instituciones deben competir y diversificar sus fuentes de ingreso; surgen nuevos proveedores (instituciones privadas, universidades corporativas, a distancia, vía Internet); los estudiantes pagan aranceles y pasan a ser clientes; los profesores son contratados y dejan de ser funcionarios; las funciones institucionales se convierten en desempeños y están sujetas a minuciosas mediciones; se enfatiza la eficiencia y los modelos de negocio sustituyen en la práctica a los planes estratégicos; la gestión se racionaliza y adopta un estilo empresarial; el gobierno colegiado se transforma en corporativo al independizarse de los académicos e integrarse con representantes externos; se estimula a los investigadores a patentar y a los docentes a vender docencia "empaquetada" a las empresas; los incentivos vinculados a la productividad académica reemplazan las escalas salariales asociadas al cargo; los currículos son revisados y sancionados en función de su pertinencia laboral y evaluados por agencias externas en relación a su calidad; las culturas distintivas de las instituciones empiezan a ser tratadas como asunto de clima organizacional; las universidades se comparan por medio de los rankings locales y se clasifican geopolíticamente en el nivel global; se crea un mercado global para los servicios de educación superior y su regulación se resuelve en las rondas del Acuerdo General sobre el Comercio de Servicios de la OMC, no en sede académica. En definitiva, como plantea Brunner (2009):

1. Las universidades pierden el monopolio sobre la producción del conocimiento avanzado y, más significativo aun, pierden el control sobre la forma legítima de producirlo.

2. Como producto de la masificación del servicio de la enseñanza superior, las universidades pierden también el control sobre el valor de cambio y simbólico de las credenciales que otorgan (grados académicos y diplomas profesionales y técnicos).

3. La universidad ha visto reducida su capacidad de autorregulación interna y ha debido entregar –habitualmente a agencias oficiales y a dispositivos de tipo mercado– la inspección, regulación y control de la calidad de sus procesos y resultados dentro de un esquema que las obliga a evaluarse, a acreditarse, a informar a sus clientes y al público, a rendir cuentas y asumir responsabilidades frente a la sociedad y el gobierno.

Por todo ello, resulta imprescindible profundizar en estas cuestiones éticas vinculadas con la RSU y su debate, desde los tamices de la epistemología y la axiología como referentes primeros e imprescindibles en el análisis y la puesta en práctica de todo acto educativo, que constituyen nuestra base para seguir mejorándola y, sobre todo, para ir creando, desde la recreación de esas teorías, interpretaciones de las mismas contextualizadas en el mundo educativo. Generar un saber debe significar, como dijo Bourdieu (2002) en su último discurso público, generar un saber comprometido y comprometer un saber. Esta es la pretensión de estas palabras, con una manera de concebir la ética y la interculturalidad como fundamentos para ir (re)construyendo una pedagogía de la alteridad (Vila Merino, 2006) que nos permita tener una sociedad más solidaria y justa, así como una educación superior donde se conjugue la presencia de voces que sienten (al otro), cuerpos que escuchan (se abren al otro), y miradas que invitan al crecimiento (del otro y, por consiguiente, de nosotras y nosotros mismos).

 

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INFORMACIÓN SOBRE EL AUTOR:

Eduardo S. Vila. Profesor en el Departamento de Teoría e Historia de la Educación de la Universidad de Málaga. Ha sido maestro de educación primaria y responsable de Educación Intercultural y Programas Europeos en la provincia de Málaga. Ha publicado diversos artículos en revistas especializadas y dado conferencias sobre educación intercultural, políticas educativas, derechos humanos y cultura de paz.

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