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Política y gobierno

versión impresa ISSN 1665-2037

Polít. gob vol.25 no.1 Ciudad de México ene./jun. 2018

 

Artículos

Inmigración y castigo. Contra las leyes de inadmisibilidad penal

Immigration and Punishment. Against the Laws of Penal Inadmissibility

Alfonso Donoso1 

1Profesor asistente del Instituto de Ciencia Política, Pontificia Universidad Católica de Chile. Av. Vicuña Mackenna 4860, Macul, Santiago de Chile. Tel: +56 2 2354 1503. Correo-e: aldonoso@uc.cl


Resumen

¿Son justificables desde un punto de vista moral las leyes que prohíben el ingreso de extranjeros a un Estado en virtud del historial penal de estos individuos? Tomando como punto de partida los argumentos recientes de Cécile Fabre (2016) contra el uso de este tipo de leyes o criterios de inadmisibilidad por parte de Joseph Carens (2013), descarto una serie de posibles objeciones contra este criterio y ofrezco una crítica normativa distinta y sustantiva contra esta forma de inadmisibilidad migratoria. Esta crítica se funda en el principio de igualdad en la base de cualquier teoría política plausible que, consecuentemente, debe ser parte de una comprensión adecuada de la pena dentro de una comunidad política. De lo anterior concluyo que el criterio de inadmisibilidad penal es injustificable dentro de una comunidad política que aspira a respetar el igual estatus moral de todos los individuos.

Palabras clave: pena; ética de la inmigración; leyes de inadmisibilidad

Abstract

Are laws that forbid the entrance of foreigners in a state on grounds of their criminal record morally justifiable? Taking as a starting point Cecile Fabre’s arguments (2016) against Joseph Caren’s use of these laws or criteria of inadmissibility (2013), I consider a series of plausible arguments against these criteria to ultimately reject each of them. Instead, I offer a different and substantive normative critique against this criterion of penal inadmissibility based on the principle of equality, pivotal to any plausible political theory and, thus, central to an adequate conception of punishment within the political community. Ultimately, I deem penal inadmissibility unjustifiable within a political community that aspires to respect each individual’s equal moral status.

Keywords: punishment; ethics of immigration; laws of inadmissibility

Introducción

En una de sus declaraciones como presidente electo, Donald Trump afirmó que en su gobierno expulsaría de Estados Unidos a aquellos extranjeros que “son criminales y tienen un historial criminal, pandilleros, traficantes de drogas”. Según él, en territorio estadounidense vivirían dos o tres millones de estas personas a quienes como presidente “enviará fuera de [su] país [pues] están ahí ilegalmente” (Chishti y Mittelstadt, 2016).

Más allá de la retórica exuberante e imprecisa que acostumbra el actual presidente de Estados Unidos, Trump acertaba en un punto con sus dichos. La legislación migratoria estadounidense establece que a un extranjero se le denegará la entrada si presenta una enfermedad de significancia pública, como sífilis, lepra o tuberculosis; si ha sido condenado por, o admite haber cometido, o admite cometer actos que constituyan un delito que involucre vileza moral o un delito relacionado con sustancias controladas; o haya sido condenado por dos o más delitos, cualesquiera sean éstos, y acumule penas de confinamiento de cinco años o más (INA, 1952, acta 212[a]). Trump sabía bien que un extranjero que en su país de origen hubiese sido condenado por algún crimen no podría entrar legalmente en Estados Unidos, aun después de cumplir su pena y, por lo tanto, estos migrantes en suelo estadounidense efectivamente deberían llamarse ilegales.

A propósito de dichos como el de Trump, es pertinente preguntarse acerca de la justificación que puede tener (o no) una norma que impide que un individuo, por el mero hecho de tener un historial penal, ingrese a un determinado territorio. Por supuesto, Trump tenía razones suficientes para denominar como migrantes ilegales a aquellos extranjeros que, habiendo cumplido una pena por crímenes juzgados fuera del territorio de Estados Unidos, habían ingresado en territorio estadounidense. La ley estadounidense -resultado del ejercicio soberano de los ciudadanos a través de sus representantes- justificaría tal juicio. Sin embargo, ese tipo de justificación no es el que interesa para los propósitos de este trabajo. El objetivo de éste, en cambio, es evaluar la justificación moral de aquellas normas del Estado que establecen que extranjeros que hayan sido condenados por la comisión de un hecho punible fuera del propio territorio tengan prohibido el ingreso a ese Estado, aun después de que el condenado haya cumplido la pena impuesta por ese hecho. Estas son las leyes de involumen admisibilidad penal, cuya justificación moral es la que me ocupa en este trabajo.1

El supuesto que está en la base de esta preocupación por la justificación moral es que los Estados no tienen derecho a ejercer sin límites sus derechos de soberanía -que incluyen su derecho a determinar quién puede o no ingresar a su territorio- como si la razón última de cualquiera de sus decisiones estuviese limitada sólo por el ejercicio de la voluntad del pueblo soberano. Más precisamente, los Estados no tienen la libertad de actuar de maneras moralmente reprochables y, por el contrario, han de reconocer la existencia de principios ético-políticos fundamentales que actúan como restricciones acerca del modo en el que los Estados han de conducir sus asuntos doméstica e internacionalmente. Esto último es importante, pues supone que la justificación moral acerca de las acciones del Estado debe considerar los intereses tanto de aquellos individuos dentro del territorio de un Estado, como de aquellos que son excluidos de ese territorio. Esta convicción profunda y asentada en buena parte de la filosofía política contemporánea, en general, y la ética de la migración, en particular, es lo que hace pertinente y urgente la pregunta acerca de los límites éticos que se imponen al ejercicio del derecho de soberanía de los pueblos con respecto a la cuestión migratoria.2

El debate reciente sobre la ética de la migración, en efecto, puede presentarse en términos de las razones que el Estado dispone para, en el ejercicio de su soberanía, limitar el libre movimiento de individuos hacia su territorio. Estas razones incluyen el valor y significado que la autodeterminación tiene para el Estado y sus ciudadanos (Wellman, 2008; Van der Vossen,2015), el principio de asociación (Wellman, 2008), la cohesión sociocultural (Miller, 2014; Walzer, 1983), la seguridad y el bienestar nacional (Macedo, 2007). A su vez, estas razones justificarían ciertas políticas a favor de limitar la inmigración cuando ésta ponga en riesgo las razones recién especificadas. Como sugerí más arriba, mi análisis en este trabajo se reduce a una de estas políticas, ampliamente utilizada en el derecho migratorio, pero sólo muy superficialmente estudiada en la ética de la migración: las leyes o criterios de inadmisibilidad penal.

Aunque sobre esta materia la filosofía política ha sido más bien silenciosa, en su reciente y especialmente influyente análisis sobre la ética de la migración, The Ethics of Immigration (2013), Joseph Carens ha presentado sucintamente un argumento a favor del criterio de inadmisibilidad penal. Si bien Carens es uno de los máximos exponentes de la ética de las fronteras abiertas, su propuesta no excluye la imposición de ciertos límites al derecho que un individuo tendría para migrar al territorio de una comunidad distinta a la de origen.3 Uno de esos límites, afirma Carens, es el que impondría la conducta penal pasada del potencial migrante. Más precisamente, un Estado receptor de migrantes tendría una razón pro tanto para no permitir el ingreso de ciertos individuos si éstos han sido condenados penalmente por algún Estado. La condena penal, entonces, representaría una marca indeleble que justificaría que un Estado impida el ingreso de estos individuos a su territorio. Por otra parte, Cécile Fabre recientemente ha argumentado contra la propuesta de Carens y este criterio específico, afirmando que “tanto el argumento a favor de las fronteras abiertas [de Carens] como su escepticismo acerca del cosmopolitismo radical están en tensión con su afirmación de que las condenas penales pasadas pueden funcionar como prohibición a la entrada migratoria” (Fabre, 2016: 428).

Las conclusiones que alcanzo en este artículo coinciden con la evaluación que Fabre hace de la propuesta de Carens respecto al criterio de inadmisibilidad penal: tanto ella como yo rechazamos la propuesta y coherencia normativa de Carens en lo que respecta a la legitimidad de impedir el ingreso de migrantes a una comunidad política -un Estado- en virtud de su historial penal. Sin embargo, como mostraré más abajo, mi argumento en contra del criterio de inadmisibilidad penal no sólo es distinto a los que ofrece Fabre sino que, además, se opone a éstos. Dicho más propositivamente, en este trabajo ofrezco un argumento contra el criterio de inadmisibilidad penal fundado en el principio de igualdad, bloque fundamental en la base de cualquier teoría política plausible.4 Según este principio, las personas tienen un derecho a un trato igualitario y, asimismo, a ser tratadas como iguales, con el mismo cuidado y consideración. En definitiva, cada individuo tiene un derecho a que no se le asignen ventajas o desventajas cuando éstas devienen en un trato desigual producto de factores moralmente arbitrarios. El criterio de inadmisibilidad penal aquí escrutado viola este principio, pues establece como una diferencia relevante para el acceso a oportunidades -las oportunidades que permite el movimiento internacional- la condición de un individuo como condenado con pena ya cumplida.

El artículo se divide en cinco partes. En la segunda sección de este trabajo presento de manera resumida la propuesta de Carens sobre fronteras relativamente abiertas y las razones que, según él, existirían para promulgar el criterio de inadmisibilidad penal a partir del historial penal del potencial inmigrante. Esta sección prepara el camino para la siguiente parte del trabajo, donde presento las objeciones elaboradas por Cécile Fabre contra la política de exclusión de individuos con sentencias penales ya cumplidas. En las partes cuarta y quinta explico las razones que tenemos para dudar de los argumentos de Fabre contra Carens y elaboro un argumento contra el criterio de inadmisibilidad penal a partir del principio de igualdad, explico los límites de este argumento y concluyo.

Fronteras abiertas e inadmisibilidad penal

Durante treinta años, Joseph Carens ha defendido un argumento a favor de las fronteras abiertas (Carens, 1987, 2013). Tomando como punto de partida el principio de igualdad según el cual “todos los seres humanos tienen el mismo valor moral” (Carens, 2013: 227), Carens ha llegado a la conclusión de “que por lo general las fronteras deberían estar abiertas y que normalmente las personas deberían ser libres para dejar su país de origen y asentarse en otro, sujetas sólo al tipo de restricciones que obligan a los ciudadanos en el nuevo país” (Carens, 1987: 251).

Para llegar a tal conclusión, Carens compara -y considera como equivalentes- los privilegios de clase feudales con la ciudadanía contemporánea en los Estados de Occidente. Dichos privilegios se entienden como un estatus hereditario que ensancha enormemente las oportunidades de vida de quien los ostenta, tal como es nacer y residir en un Estado rico y desarrollado (véase Carens, 2013: 226). La cuestión relevante es que ser ciudadano (o no) de un Estado generador de privilegios es una contingencia que desde un punto de vista moral es arbitraria (Rawls, 1971) y, por lo tanto, no debería determinar la suerte de los individuos que constituyen esas comunidades.

Lo que da fuerza práctica a esta analogía entre los privilegios feudales y las restricciones migratorias que favorecen a los ciudadanos de los Estados más aventajados son tres premisas interrelacionadas que, según Carens, cualquier Estado democrático debería sostener: primero, que el orden migratorio internacional -uno que define la oportunidad de los individuos para obtener ciertos privilegios- no es un orden natural, sino convencional, y que por consiguiente puede ser transformado. Segundo, que la evaluación de cualquier orden social que rija la vida de las personas ha de tener como piedra de toque el principio de la igualdad moral de todas las personas. Y tercero, que las restricciones que se le imponen a las libertades de las personas requieren una justificación fuerte (Carens, 2013: 226).

Entre aquellas libertades cuya restricción requiere una sólida justificación, Carens considera la libertad de movimiento. Además de un valor intrínseco, la libertad de movimiento es un prerrequisito para muchas otras libertades que, al mismo tiempo, contribuye a la autonomía individual: “Si las personas son libres de vivir la vida que elijan, entonces ellas deben ser libres de moverse a donde quieran, en la medida en que esto no interfiera con los legítimos derechos [claims] del resto” (Carens, 2013: 227). Asimismo, y esto funciona como un segundo argumento en contra de los límites impuestos por las leyes migratorias, la libertad de movimiento es esencial para la igualdad de oportunidades. Si tomamos en serio la igualdad de oportunidades, como deberíamos hacerlo, entonces tendríamos que adoptar políticas que permitan a las personas “trasladarse a donde las oportunidades estén para que puedan beneficiarse de ellas” (Carens, 2013: 228). Así como a escala doméstica la libertad de movimiento está garantizada por los Estados liberales y democráticos para todos los individuos, y así como la igualdad de oportunidades es un compromiso de esos mismos Estados con aquellos que nacen y residen en ellos, de la misma manera la libertad de movimiento y el compromiso por la igualdad de oportunidades han de ser un valor a respetar para todos, independientemente de si estos individuos han nacido o residen más allá de las propias fronteras. Si en el territorio de un Estado las restricciones sobre la libertad de movimiento son consideradas interferencias indebidas respecto a un derecho básico, sin mediar una justificación fuerte, las interferencias a la libertad de movimiento entre Estados debería también juzgarse de una manera semejante (Carens, 1987: 267).

Sin embargo, si bien la libertad de movimiento es entendida como precondición de otras libertades y requisito para la igualdad de oportunidades, está de facto limitada por las restricciones inmigratorias de los Estados. Esta limitación de la libertad de movimiento es algo que Carens está dispuesto a aceptar, como se desprende de las tres premisas interrelacionadas presentadas anteriormente, siempre y cuando se ofrezca una justificación suficiente. En particular, nos interesa aquí la justificación que Carens deriva del valor de la seguridad y el orden público (Carens, 1987: 259).5 De esta manera, la limitación de la libertad de movimiento migratorio se justifica sólo en caso de que exista una expectativa razonable de que la inmigración sin estos límites pueda dañar el orden público y esta expectativa se base en evidencia razonable (Carens, 1987: 259).

Es evidente que este principio restrictivo de la propuesta de Carens está en la base de los supuestos actuales de la práctica migratoria internacional. Sin embargo, incluso en la restrictiva perspectiva del derecho migratorio internacional -sometida a un principio fuerte de soberanía de los Estados-el poder que tiene el Estado para definir criterios de inadmisibilidad debe estar sujeto a ciertas consideraciones de justicia. Esto es así porque, como insistí al inicio de este trabajo, los Estados no tienen la libertad de obrar de maneras moralmente reprochables. La pregunta natural, entonces, es qué prácticas o criterios de inadmisibilidad son moralmente aceptables dentro del marco de análisis de Carens.

Es fácil ofrecer ejemplos de criterios de inadmisibilidad inaceptables: es ilegítimo excluir a un potencial inmigrante por su orientación sexual, sus creencias religiosas, u origen étnico o raza. Todo esto no parece controvertido. Incluso si un potencial inmigrante no tiene un reclamo específico contra un Estado para ser admitido, éste tiene el derecho a ser tratado de manera justa y no-discriminatoria, y estas especificaciones particulares del criterio de inadmisibilidad no satisfacen ese derecho (cf. Carens, 2013: 179). Ahora bien, ¿pueden los Estados legítimamente excluir individuos por razones asociadas a la seguridad nacional? Como bien dice Carens, si bien los bordes conceptuales del término seguridad nacional son a ratos difusos y se prestan a abusos, “no deberíamos permitir que las fallas en nuestras prácticas confundan nuestros pensamientos sobre principios” (Carens, 2013: 175).6 En esta línea, Carens considera, para inmediatamente rechazar, la idea defendida por algunos de que “los estados democráticos deberían excluir a aquellos potenciales migrantes que no acepten normas y valores democráticos” (Carens, 2013: 176). La razón es simple: el mero hecho de que alguien tenga una visión crítica de la práctica democrática y sus principios no es razonablemente un ejemplo de amenaza a la seguridad nacional. Por la misma razón los Estados no pueden legítimamente excluir, por ejemplo, potenciales migrantes por los compromisos o convicciones ideológicas a las que éstos se adhieran (Carens, 2013: 177).

En contraste con las especificaciones del criterio de inadmisibilidad recién mencionadas, en un par de escuetos pasajes Carens parece aceptar -o al menos le parece razonable- que conductas criminales significativas pasadas del potencial inmigrante se entiendan como una razón suficiente para excluirlos de la comunidad política.7 Si bien aquí no estaría en juego la seguridad nacional, sí existiría un evidente interés público concerniente a la seguridad pública y el mantenimiento de la ley y el orden (Carens, 2013: 177). Por supuesto, hay bastantes razones para dudar de la legitimidad de un criterio de inadmisibilidad como éste y son algunas de las posibles objeciones a este criterio, ofrecidas recientemente por Cécile Fabre, lo que ahora paso a considerar.

Fabre y el criterio de inadmisibilidad penal

Cécile Fabre (2016) ha presentado una serie de argumentos que abordan críticamente el criterio de inadmisibilidad penal que nos ocupa en este trabajo.8 Como anticipé, mi análisis aquí alcanza conclusiones semejantes a las de Fabre: ambos concordamos en que el criterio de inadmisibilidad penal debe ser rechazado y no debería ser adoptado. Sin embargo, como mostraré después, las razones que me llevan a estas conclusiones no sólo son distintas de las que Fabre ofrece, sino que son razones que funcionan además como una crítica a sus argumentos contra el criterio de inadmisibilidad penal.

El primer argumento de Fabre contra el criterio de inadmisibilidad penal es lo que aquí denomino el argumento filial. Este argumento se funda en el derecho que todo individuo tendría a vivir con su familia, incluso si quienes la constituyen están en una jurisdicción distinta.9 Un individuo condenado y con pena cumplida no sería la excepción, por lo que impedirle el ingreso a una comunidad política, de manera que tal prohibición le impida reunirse con su familia cercana, representaría una violación del derecho a vivir con su familia. Algo similar ocurre, por ejemplo, en casos de deportación, donde una razón sustantiva para que un Estado desista de llevar adelante la expulsión de un individuo es que tal acto impediría que ese individuo -y los miembros de su familia- gocen del derecho a una vida familiar. Este derecho, en efecto, es una de las restricciones más estrictas del derecho migratorio en el derecho internacional (véase nota 9). Apoyar entonces el criterio de inadmisibilidad en estas circunstancias representaría una violación del derecho a la vida familiar y, por lo tanto, sería un argumento contundente contra el criterio que Carens defiende.

El segundo argumento depende de la existencia de individuos que, habiendo cumplido su pena, son víctimas de persecución en su país de residencia. En estos casos, dice Fabre, “su pasado criminal bien puede ser contrapesado por su presente y futuro sombríos para tener una vida mínimamente decente” (Fabre, 2016: 432). De cara a la existencia de graves actos de persecución indebida, este argumento busca proteger a los individuos ya condenados y con pena cumplida permitiendo su migración a otros Estados. Al impedir el refugio de estas personas fuera del alcance de quienes los persiguen, el ejercicio del criterio de inadmisibilidad -al impedir en la práctica el ingreso de individuos a un Estado en el cual no serían perseguidos ni sufrirían abusos- deja en total desprotección a los sujetos ya condenados e impide el cumplimiento de las obligaciones debidas con quienes se hallen en circunstancias de vulnerabilidad evidente. En consecuencia, este argumento ofrece razones contra el criterio de inadmisibilidad penal fundadas en la vulnerabilidad y desprotección en la que quedan aquellos condenados con pena cumplida sometidos a actos de persecución indebida.

El tercer argumento está asociado al ejercicio de obligaciones de justicia internacional. De acuerdo con este argumento, ciertas conductas criminales están correlacionadas con desigualdades que son responsabilidad de la comunidad internacional. Si esto es así, hay circunstancias en las que quienes cometen actos punibles son también un problema de otros Estados, a saber, aquellos Estados que han permitido o han contribuido a generar aquellas desigualdades correlacionadas con conductas punibles específicas (Fabre, 2016: 432). Para Fabre, permitir el ingreso de estos individuos tras el fin de su condena “puede ser una manera de corregir nuestra negligencia en el cumplimiento del deber hacia los pobres distantes (mediante el ofrecimiento de oportunidades de rehabilitación que ellos no tienen en el país del cual son ciudadanos)” (Fabre, 2016: 432). De esta manera, en el supuesto de que efectivamente los Estados tienen obligaciones de justicia internacional como la que aquí se menciona y que estas obligaciones pueden ser al menos parcialmente satisfechas a través del permiso de entrada migratoria de individuos condenados y con pena ya cumplida, este argumento va en contra del criterio de inadmisibilidad penal y, en consecuencia, nos ofrece razones para rechazarlo.

El cuarto y último argumento está vinculado con la naturaleza misma de la pena. Fabre dice que debemos distinguir entre dos tipos de criminales condenados con pena cumplida. Primero, los correctamente condenados. Negarles el ingreso a ellos equivaldría a castigarlos por un acto por el cual ya han cumplido condena, lo cual es injusto. Además, la imposición de esta pena supone asignarse la autoridad para castigar a un extranjero por hechos cometidos extraterritorialmente, lo cual representaría una transgresión de nuestras propias competencias jurisdiccionales: “Simplemente no tenemos la autoridad para agregar pena a esa sentencia por ese crimen” (Fabre, 2016: 432-3).

Un segundo grupo de sujetos es el que está constituido por criminales con condena y sentencia desproporcionada. Estas condenas y sentencias son inadecuadas o bien por defecto o bien por exceso.10 Si se les niega el ingreso migratorio a quienes han sido condenados en exceso, dice Fabre, estaríamos profundizando la injusticia de la sentencia, pues la inadmisibilidad migratoria aumenta la carga de la pena. En cambio, si se les niega el acceso a los primeros, se abre la pregunta de si la pena en este caso sería proporcional. El problema, dice Fabre, es que incluso si en este caso se respetara el principio de proporcionalidad, se mantiene aún el problema de la competencia que tendría un Estado para aplicar la pena a un extranjero por un crimen cometido en un territorio sobre el cual no posee autoridad.11

Objeciones a los argumentos de Fabre

Después de presentar los cuatro argumentos considerados por Fabre contra el criterio de inadmisibilidad penal, explico ahora por qué cada uno de ellos es insatisfactorio y debe ser rechazado.

Vayamos en orden. El argumento filial es insatisfactorio pues no presenta realmente una objeción contra el criterio de inadmisibilidad. Más bien, este argumento establece una condición para el ejercicio legítimo de tal criterio, a saber, que la exclusión de condenados con penas cumplidas no signifique un impedimento contra el ejercicio del derecho a la familia. En otros términos, el argumento filial especifica el ejercicio legítimo del criterio de inadmisibilidad y, en este sentido, difícilmente puede entenderse como una objeción a esa forma de exclusión migratoria.

Por otro lado, al no mediar la inclusión de restricciones adicionales ausentes en el análisis de Fabre, el argumento filial podría abrir la puerta a prácticas o políticas migratorias moralmente reprochables. Por ejemplo, en el Estado de residencia de los condenados con penas cumplidas, el argumento filial permitiría políticas que impedirían la emigración de los familiares de estos condenados. Sin principios que limiten el argumento filial, aquellas políticas podrían implementarse con el fin de no violar el derecho a la familia del condenado con pena cumplida que, debido a su historial penal, no puede ingresar a otro Estado como resultado del ejercicio de las leyes de inadmisibilidad. En otras palabras, estas políticas moralmente reprochables podrían justificarse en razón de la protección del derecho de familia.12 Es evidente, sin embargo, que una política migratoria que defiende o al menos permite prácticas de este tipo no es una política moralmente defendible y, en consecuencia, el argumento contra el criterio de inadmisibilidad fundado en el derecho a la familia debe ser rechazado.

Por al menos dos razones, el argumento de la persecución indebida tampoco representa una objeción importante contra el criterio de inadmisibilidad. Primero, al igual que lo que ocurre con el argumento filial, el argumento de la persecución indebida establece las condiciones en las cuales el criterio de inadmisibilidad puede ser legítimamente ejercido, a saber, aquellas circunstancias en las que el individuo condenado con pena cumplida no sea indebidamente perseguido por el Estado en el cual reside o por otros miembros de la comunidad política. Al ser un argumento que establece condiciones para el ejercicio legítimo del criterio de inadmisibilidad, el argumento de la persecución indebida no puede ser entendido como una objeción contra dicho criterio.

Segundo, el argumento de la persecución indebida traslada la discusión sobre el criterio de inadmisibilidad a un contexto distinto al que hemos considerado hasta ahora. Quien es indebidamente perseguido en su comunidad política de origen -como en el caso que nos presenta Fabre- ya no es un migrante simpliciter sino que es un individuo que cae dentro de una definición adecuadamente amplia de refugiado. De acuerdo con tal definición, un refugiado es “cualquier persona que tenga un reclamo de ayuda urgente debido a que el Estado en el que se halla no puede o no quiere proteger sus derechos humanos” (Wellman y Cole, 2011: 119).13 En la ética de la migración, el caso de los refugiados es bastante menos problemático y controversial que el de los migrantes. Esto es así pues, debido a la urgencia de su reclamo, existe un consenso generalizado acerca de las obligaciones que tienen los Estados de recibir a quienes sufren persecuciones indebidas en su país de residencia.14 El criterio de inadmisibilidad penal, en otras palabras, no es adecuadamente testeado en circunstancias de violación de derechos humanos básicos sino en circunstancias migratorias normales. Entonces, atacar el criterio de inadmisibilidad penal mediante un argumento que no objeta la exclusión de migrantes sino de solicitantes de refugio es una victoria fútil y, al final, irrelevante para deslegitimar tal criterio.

El argumento de las obligaciones de justicia internacional no lo hace mucho mejor. Incluso bajo el supuesto plausible de que las premisas básicas de este tipo de justicia sean correctas, este argumento contra el criterio de inadmisibilidad penal resulta insatisfactorio o, al menos, no concluyente.15 En efecto, las premisas de una teoría de la justicia global plausible nos llevan a sostener y explicar las obligaciones que los Estados tienen con algunos otros Estados y sus ciudadanos. Así, por ejemplo, puede sostenerse que la responsabilidad por la pobreza global recae en todos aquellos que participan de un orden global injusto que genera o permite esa pobreza y que esta responsabilidad debe traducirse en ciertas políticas redistributivas globales.16 Sin embargo, de lo anterior no se sigue necesariamente que los estados no puedan o no deban honrar esas premisas -o hacerse responsables de esas injusticias globales- mediante prácticas o políticas consistentes con el criterio de inadmisibilidad penal. En efecto, un Estado puede satisfacer impecablemente sus obligaciones distributivas globales sin que tenga por ello que permitir el ingreso a su territorio de individuos condenados con penas ya cumplidas.

Podrá contra argumentarse que, tal como precisa Fabre, las consecuencias de ciertas injusticias globales están correlacionadas con la comisión de hechos punibles en los Estados desaventajados y que es en esos casos en los que el ejercicio del criterio de inadmisibilidad penal debe ser rechazado. Considerando que las injusticias globales están extendidas, se puede concluir entonces que este argumento tiene un alcance general y funciona adecuadamente como una objeción contra el criterio de inadmisibilidad. Sin embargo, insisto, toda esta réplica no representa una objeción concluyente contra los criterios de inadmisibilidad penal que aquí consideramos. Sin negar que las injusticias globales estén ampliamente extendidas ni que exista una fuerte correlación entre desigualdad y pobreza producto de injusticias globales y la comisión de hechos punibles, lo que resulta un problema insoluble para este argumento es que, incluso tomando como verdaderos estos dos últimos supuestos, los Estados pueden satisfacer sus obligaciones de justicia global sin permitir el ingreso de condenados con pena cumplida. Fabre menciona a favor de su argumento la posibilidad de mayores oportunidades de rehabilitación en los países receptores de estos potenciales migrantes, pero nada exige que esa obligación del Estado aventajado deba satisfacerse necesariamente mediante políticas migratorias en lugar de políticas de transferencia de recursos, instituciones y conocimiento que favorezcan una rehabilitación penal efectiva en el país desaventajado. En otras palabras, nada hay en las exigencias de justicia global que obliguen necesariamente a los Estados a actuar de maneras contrarias al criterio de inadmisibilidad penal. En consecuencia, este argumento, si bien no necesariamente incorrecto, no es concluyente como objeción contra las leyes de inadmisibilidad penal.

Llegamos entonces al último argumento ofrecido por Fabre en contra del criterio de inadmisibilidad penal. Este argumento está asociado a la naturaleza misma de la pena y contiene dos elementos fundamentales, uno asociado a la proporcionalidad de la pena y el otro a la competencia penal que se asignaría a sí mismo el Estado que decide actuar de acuerdo con el criterio de inadmisibilidad. A mi modo de ver, este argumento erra porque no da cuenta de lo que hay de incorrecto en el criterio de inadmisibilidad penal y, por otra parte, oscurece la función que tiene la pena en una comunidad política organizada en torno a valores democráticos y liberales. Si todo esto es verdad, este último argumento de Fabre también debe ser rechazado.

El argumento de Fabre sugiere que lo que hay de problemático en el ejercicio del criterio de inadmisibilidad penal está asociado, en parte, a la cuestión de la proporcionalidad de la pena.17 La prohibición que se le impone a los sujetos con pena cumplida de entrar a otra comunidad política implicaría, dependiendo de las circunstancias, que o los estamos castigando nuevamente por una acción acerca de la cual ya fueron condenados y cumplieron sentencia (Fabre, 2016: 431), o que “los estamos castigando más duramente que lo apropiado” (Fabre, 2016: 432, énfasis mío), o que estaríamos sumándole carga a la sentencia establecida por el juez que consideró el caso originalmente (Fabre, 2016: 432).18 Fabre establece correctamente que castigar nuevamente por una acción ya juzgada, sentenciada y cuya pena ha sido cumplida, o castigar más duramente que lo apropiado, o sumarle carga a una sentencia ya definitiva, son todas acciones ilegítimas que, entre otras cosas, violan el principio de proporcionalidad -i.e., el principio que cautela la relación adecuada entre un hecho punible y la carga punitiva que el Estado impone por la comisión de ese hecho. Por otra parte, más allá de la cuestión de la proporción, Fabre identifica como problema la competencia penal que se designaría a sí mismo quien utilice el criterio de inadmisibilidad para definir e imponer una pena. Esto también sería problemático en todos los casos de desproporción considerados más arriba, pues en esos casos un Estado cualquiera (el Estado que utiliza el criterio de inadmisibilidad penal) estaría definiendo e imponiendo una pena sobre un conjunto de individuos extranjeros -a saber, todos aquellos individuos extranjeros condenados por el derecho penal de otra jurisdicción. Esto viola el principio de territorialidad que caracteriza al derecho penal y que determina la competencia y autoridad de un Estado para juzgar y castigar la comisión de un crimen particular.

Como anticipé, me parece que este argumento confunde dos cosas. Por una parte, sugiere que lo que es moralmente incorrecto en el criterio de inadmisibilidad penal es que genera penas desproporcionadas. Esto es equivocado. La proporcionalidad de una pena depende de la relación adecuada entre un hecho punible y la carga punitiva (el dolor, diría Bentham) impuesta por las instituciones pertinentes en virtud de la comisión de ese hecho. En el caso del ejercicio del criterio de inadmisibilidad penal esa relación entre un hecho y una carga punitiva impuesta institucionalmente es inexistente. En estos casos, el Estado -a través de sus políticas migratorias- define que ciertos individuos no pueden ingresar en su territorio, no por algún tipo específico de conducta sino por su condición de condenados. Esto es análogo a la prohibición de ingreso que un Estado pueda establecer en virtud de la raza, la cultura o la condición sexual de un potencial migrante, todo lo cual viola el principio de igualdad y es, por lo tanto, moralmente indefendible.

Por otra parte, incluso si dejamos de lado el problema de la proporcionalidad y asumimos que esto no es relevante en el argumento de Fabre, su sugerencia de que lo que enfrentamos en el criterio de inadmisibilidad penal es un problema de competencia o autoridad confunde la función que tiene el derecho penal en general y la pena en particular.19 En este sentido, rescato especialmente la función pública del derecho penal en cuanto que éste declara que ciertas acciones son, desde una perspectiva pública y colectiva, condenables e inadmisibles para todos los miembros de una comunidad política: “creer que una cierta clase de conducta debería ser penada es creer, al menos, que es una conducta que debería ser declarada como reprochable por la comunidad; que es una materia sobre la cual la comunidad debería adoptar una mirada común y pública y, así, reclamar autoridad normativa sobre los miembros” de la comunidad (Marshall y Duff, 1998: 13).20

El problema es que al sugerir que lo que está en juego es un problema de competencia penal, el argumento de Fabre oscurece la función expresiva o declaratoria del derecho penal en lo que respecta a su objeto, a saber, acciones penalmente reprochables. Dicho de otra forma, lo que puede concluirse del argumento de Fabre es que, en la medida en que hayamos despejado el problema de la competencia penal, el criterio de inadmisibilidad puede utilizarse legítimamente como una pena. Esto traslada peligrosamente el derecho penal a configurar penas no por la comisión de algún tipo de acción específica sino en función del tipo de persona que se es, a saber, alguien condenado con pena cumplida. Esto es problemático, por una parte, por las razones ya expuestas unos párrafos más arriba donde se explica que una política como ésta es análoga a aquellas que discriminan arbitrariamente entre tipos de personas. Además, una política de este tipo es moralmente problemática porque denigra a los condenados que residen en la comunidad política que utiliza el criterio de inadmisibilidad penal contra extranjeros. En efecto, un condenado con pena cumplida en un Estado que utiliza este criterio pasa a ser en su propia comunidad un ciudadano simbólica y materialmente discriminado y denigrado. Como afirma Michael Blake en su análisis de la restricción migratoria como herramienta de preservación cultural, “eliminar la presencia de un cierto grupo de nuestra sociedad mediante la inmigración selectiva es un insulto hacia los miembros de ese grupo que están ya presentes” en nuestra sociedad (Blake, 2005: 233). El uso del criterio de inadmisibilidad penal posee el mismo efecto insultante y discriminador.

Igualdad e inadmisibilidad penal

Del escepticismo de mi análisis acerca de los argumentos de Fabre contra el criterio de inadmisibilidad penal no debería concluirse que este criterio es inexpugnable. Por el contrario, como anticipé al inicio de este trabajo, la adherencia al principio de igualdad nos entrega razones fuertes para rechazarlo.

El principio de igualdad es un bloque fundamental en la base de cualquier teoría política plausible. En la versión muy influyente de este principio presentada por Ronald Dworkin, las personas tienen un derecho a un trato igualitario, lo que se expresa en que ellas deben estar sujetas a una distribución igual de oportunidades, recursos y cargas. Asimismo, los individuos tienen un derecho a ser tratados como iguales, entendido esto como el derecho a ser tratados con el mismo respeto y preocupación (Dworkin, 1977: 227). En otros términos, no debe establecerse un trato desigual entre las personas cuando esta desigualdad se funda en diferencias moralmente arbitrarias.21 El principio de la igualdad, entonces, representa un principio de no-discriminación arbitraria, donde la arbitrariedad de la discriminación se define a partir de acciones o políticas que generan ventajas o desventajas para algunas personas en función de factores que están fuera del control de estos mismos individuos (véase, por ejemplo, Scheffler, 2003).

Lo que ahora me gustaría mostrar es que el criterio de inadmisibilidad aquí escrutado viola este principio de igualdad y, por consiguiente, no es un criterio que debiésemos aceptar. Esta transgresión del principio resulta del hecho de que este criterio de inadmisibilidad considera la condición de un individuo como condenado con pena ya cumplida como un elemento relevante para definir quién puede o no acceder a las oportunidades que permite el movimiento internacional. El criterio de inadmisibilidad penal supone que la pena cumplida por quien cometió un hecho punible no transforma al condenado y, por lo mismo, es una acción incapaz de restablecer el estatus de igual de éste dentro de la comunidad política. En otros términos, el ejercicio del criterio de inadmisibilidad penal implica que el cumplimiento de la pena no extingue la responsabilidad del condenado por su acción pasada y, en consecuencia, es incapaz de recuperar el carácter de igual que el condenado poseía antes de la comisión del hecho punible. Si éste es el caso, entonces las oportunidades que posibilita la libertad de movimiento se vuelven inaccesibles para un importante grupo de personas, a saber, todos aquellos individuos que han cumplido su pena tras ser condenados por actos contrarios al derecho.

En este punto podría contra argumentarse que es un error afirmar que el criterio de inadmisibilidad viola el principio de igualdad, pues a partir de sus acciones libres y voluntarias, el condenado ha comprometido su propia igualdad al cometer una acción contraria al derecho. La discriminación contra el condenado con pena cumplida no sería arbitraria, pues se fundaría en la comisión de un acto punible que, ex hypothesi, es voluntario y cumple con las condiciones de mens rea características del derecho penal. Sin embargo, esta réplica confunde el objeto de mi objeción. No estoy poniendo en duda que la comisión de un hecho punible sea una razón legítima para prohibir el ingreso de ese individuo al territorio de un Estado. Lo que rechazo, más bien, es que si una persona P ha cumplido una pena por una acción punible A, no sea este cumplimiento de la pena una razón suficiente para silenciar los argumentos que discriminan o excluyen a P de una comunidad política por haber cometido A.22

Más allá de cuál sea nuestra filosofía del castigo, no es adecuado excluir de la pena su rol transformador dentro de la comunidad. Sea este rol transformador entendido en términos de rehabilitación (Goldman, 1982), educación moral (Morris, 1981, Hampton, 1984), expresión (Feinberg, 1965), comunicación (Duff, 2001),23 o cualquier otro, debe reconocerse que el estatus normativo de quien ha cometido un hecho punible -estatus transformado a una vez por la comisión del delito- cambia o se transforma sustancialmente una vez que este individuo ha cumplido su pena. Lo que permite esta segunda transformación que restaura el estatus de igual del condenado es precisamente una de las funciones centrales del castigo penal: extinguir la responsabilidad del condenado por su acción pasada contraria al derecho. Si desconocemos esta función, entonces estamos entendiendo la pena como algo que se impone a un sujeto paciente, incapaz de comprender y hacerse cargo de su propia conducta y, en este sentido, estamos concibiendo al condenado como un individuo irredimible.

Una comprensión más adecuada de la pena, en cambio, ha de concebir esta práctica del Estado como la que posee un carácter público que emerge del derecho común a todos los ciudadanos; una práctica utilizada por el Estado sobre sujetos autónomos y responsables, capaces de comprender la censura que ésta expresa e, idealmente, capaces de reconectarse con formas de conductas y valores correctos.24 Cuando un Estado impide el ingreso de personas a su territorio en virtud del historial penal de éstas, está desconociendo la capacidad transformadora de la pena y, como consecuencia, está negando el carácter de igual de esos sujetos condenados con pena cumplida. Esto es así porque al desconocer la transformación que posibilita la pena en el estatus normativo del condenado -transformación que ocurre gracias a la extinción de la responsabilidad por un acto pasado- el Estado genera desventajas en esas personas, que ahora no pueden acceder a las oportunidades que facilita la libertad de movimiento internacional y que, en principio, son accesibles al resto de las personas sin historial penal.

Por último, y como se mencionó en la sección anterior, el ejercicio del criterio de inadmisibilidad penal viola también el principio de igualdad pues representa un acto simbólico discriminador por parte del Estado contra un subconjunto de sus propios ciudadanos, a saber, aquellos individuos condenados por el derecho penal doméstico y con pena cumplida. Al no permitir el ingreso al territorio de condenados con pena cumplida de otros Estados, el Estado que utiliza el criterio de inadmisibilidad penal denigra a sus propios ciudadanos que poseen un historial penal y declara que personas como ellas no han de tener las mismas oportunidades que cualquier otra; personas como ellas, no han de ser tratadas como iguales, con el mismo respeto y consideración y, por lo tanto, la reducción de sus oportunidades por su condición de condenados con pena cumplida se asume -equivocadamente- como una práctica justificada.

Conclusión

En este trabajo he intentado mostrar que el ejercicio del criterio de inadmisibilidad penal es moralmente reprochable pues transgrede el principio de igualdad al cual ha de comprometerse toda comunidad democrática y liberal.

Nada de lo que he dicho, por supuesto, equivale a una defensa de, por ejemplo, las fronteras abiertas o un derecho humano a la migración. Lo que en este trabajo he argumentado es simplemente que el criterio de inadmisibilidad penal transgrede un principio básico de moralidad política y, por lo tanto, debe ser rechazado. Por otra parte, lo que aquí he señalado tampoco puede entenderse como un ataque contra el criterio de inadmisibilidad en sí mismo sino, más bien, como una objeción sustantiva sostenida contra una versión de ese criterio, a saber, la versión penal. Mi argumento, entonces, posee un alcance limitado. No puede ofrecerse como una aproximación comprehensiva del problema ético de la migración ni tampoco puede entenderse como una refutación de toda ley o criterio de inadmisibilidad presente en las leyes migratorias contemporáneas. Lo que aquí he comenzado a elaborar es un argumento que descarta una política internacionalmente extendida y que transgrede principios fundamentales de todo Estado democrático y liberal.

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Notas

1 Para otros ejemplos de leyes de inadmisibilidad penal, considérese la ley migratoria chilena. Ésta prohíbe el ingreso al país de extranjeros que propaguen doctrinas que tiendan a destruir o alterar por la violencia el orden social y el sistema de gobierno; que se dediquen a actividades como el tráfico ilegal de drogas, la trata de personas, o cualquier otra que atente contra la moral y las buenas costumbres; que hayan sido condenados o actualmente estén procesados por delitos comunes que la ley chilena califique de crímenes o se encuentren en calidad de prófugos de la justicia por delitos no políticos; o que no puedan ejercer profesión u oficio o carezcan de recursos que les permitan vivir sin ser una carga social (Ley 1.094, 1975, art. 15). Por su parte, la regulación migratoria británica es taxativa en establecer que son causales de inadmisibilidad estar actualmente sujeto a una orden de deportación; haber sido condenado por un delito y sentenciado a un periodo de encarcelamiento de al menos cuatro años; haber sido condenado por un delito y sentenciado a un periodo de encarcelamiento de al menos 12 meses, pero menor de cuatro años, a menos que hayan pasado diez años desde el término de la sentencia; o haber sido condenado por un delito y sentenciado a un periodo de cárcel de al menos 12 meses, a menos que hayan pasado cinco años desde dicha sentencia (Home Office, 2016, § A320[2]). Lo enunciado acerca de la ley chilena, y en menor medida las establecidas en los casos de las leyes migratorias de Estados Unidos y Reino Unido, recoge sólo algunas de estas condiciones de inadmisibilidad. Lo que busco es ejemplificar algunos de los criterios de inadmisibilidad presentes de la legislación de estos países, no ser exhaustivo acerca de ellos.

2 Véase Carens (2013). Para ilustrar esta idea, y a propósito de la pregunta ética acerca de la migración, otra comentarista ha afirmado que el derecho de los Estados “para excluir potenciales inmigrantes no les entrega un derecho moral a imponer criterios de admisión que sean sexistas, homófobos o racistas. Después de todo, las políticas ejecutadas por un gobierno legítimo están sujetas a exigencias morales básicas” (Ferracioli, 2015: 104. Todas las traducciones de citas del artículo son del autor). Para otro ejemplo de este tipo de argumento, véase Donoso y Mancilla (2017).

3 Para otros ejemplos de esta perspectiva sobre las fronteras, véanse Bader (2005) y Miller (2008).

4 El locus classicus de esta idea es, por supuesto, Dworkin, 1977.

5 Carens sigue en esto a Rawls, quien afirma que “al limitar la libertad respecto al interés común en el orden público y la seguridad, el gobierno actúa de acuerdo con un principio que sería elegido en la posición original. Esto es así pues en aquella posición cada uno reconoce que la disrupción de esas condiciones es un peligro para la libertad de todos. Esto se sigue una vez que el mantenimiento del orden público es entendido como una condición necesaria para que, dentro de ciertos límites, cada persona alcance sus fines, cualquiera que éstos sean, y para la satisfacción de su interpretación de sus obligaciones morales y religiosas” (Rawls, 1971: 212-213).

6 Carens es enfático en subrayar el carácter difuso del concepto de seguridad nacional, lo que impide ofrecer una definición sustantiva del mismo: “El concepto de seguridad nacional puede ser, y ha sido, interpretado de una manera tan expansiva que puede ser utilizado para excluir por cualquier razón a cualquier persona que las autoridades del Estado elijan mantener fuera” (Carens 2013: 175).

7 Más precisamente, lo que Carens dice es: “El uso de este criterio [de inadmisibilidad penal] no es no-razonable” (Carens, 2013: 179). Debe notarse que Carens no habla de historiales penales simpliciter, sino de historiales penales significativos. Un problema con este calificativo es volumen que Carens no especifica en lo más mínimo qué debemos entender por un historial penal significativo. Por otra parte, la adición del adjetivo “significativo” no tiene efectos en el argumento que presento en la quinta sección de este trabajo, ya anticipado en la Introducción. Las leyes de inadmisibilidad penal transgreden el principio de igualdad independientemente de cuán “significativo” sea el historial penal del condenado con pena ya cumplida. Agradezco a un evaluador anónimo de Politica y Gobierno por invitarme a aclarar este punto.

8 En su artículo, Cécile Fabre aborda tanto el caso de individuos condenados con pena cumplida que ya han emigrado a un territorio extranjero como el caso de individuos que aún se hallan en su país de origen y que, producto de las leyes de inadmisibilidad, son excluidos de algún territorio extranjero. En este artículo sólo considero este último tipo de casos.

9 Como fundamento de este derecho, Fabre tiene en mente la Convención Europea de Derechos Humanos que, en su artículo 8, establece que “Toda persona tiene derecho al respeto de su vida privada y familiar, de su domicilio y de su correspondencia”.

10 Lo que está en juego aquí es el principio de proporcionalidad, el cual prohíbe penas cuya carga sea mayor que el grado de culpabilidad de un condenado por un hecho punible. La proporcionalidad de la pena, en otros términos, se refiere a la relación adecuada -como sea que determine esta relación el mejor argumento disponible- entre un hecho punible y la carga punitiva que se impone al condenado por ese hecho. Véase, por ejemplo, Alexander (1980). Fabre se apoya para el análisis de este asunto en McMahan (2009) y Tadros (2011).

11 Un evaluador anónimo de Política y Gobierno me ha hecho ver que en este punto habría un problema adicional al que menciona Fabre. Este problema está asociado al principio “el lugar rige al acto”, según el cual la ley del Estado en que un acto se lleva a cabo determina la forma de ese acto. Esto significa que “un país no puede decir si la condena dictada en otro país fue desproporcionada, esto es, ir más allá de sus límites jurisdiccionales” (de los comentarios del evaluador anónimo enviados por el editor de Política y Gobierno).

12 No estoy sugiriendo que Fabre considere permisibles políticas como las que aquí describo. Es evidente que estas políticas le parecerían indefendibles. En cambio, el propósito de este ejercicio es mostrar que la protección del interés con base en el argumento filial debe estar sometido a principios adicionales que lo restrinjan pues, de lo contrario, se transforma en un argumento que puede llevar a transgresiones inaceptables. Esos principios adicionales no están presentes en el argumento de Fabre, de modo que ella deja el flanco abierto a objeciones de reductio ad absurdum como la que he presentado. Agradezco a un revisor anónimo de Política y Gobierno por invitarme a aclarar este punto.

13 La Convención Sobre el Estatuto de los Refugiados (1951) -expresión de una definición estrecha (y, por tanto, inadecuada) de refugiados- define un refugiado como toda persona que “debido a fundados temores de ser perseguida por motivos de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social u opiniones políticas, se encuentre fuera del país de su nacionalidad y no pueda o, a causa de dichos temores, no quiera acogerse a la protección de tal país” (Convención art.1A).

14 Christopher Wellman ofrece una analogía poderosa que explica la profundidad del consenso entre los filósofos políticos sobre las obligaciones de los Estados con los refugiados: “la situación de un refugiado es semejante a la de un bebé que ha sido abandonado en nuestra puerta durante un invierno crudo. Sólo un monstruo moral negaría el deber de traer a ese bebé a nuestro hogar, y ningún teórico que apruebe los derechos humanos podría negar que los Estados han de admitir a los refugiados” (Wellman y Cole, 2013: 120).

15 Dos aclaraciones parecen necesarias en este punto. Lo primero es que lo que a continuación argumento en el cuerpo de este artículo no debe entenderse como un argumento contra la idea de obligaciones de justicia internacional sino como una objeción contra el uso del argumento de obligaciones de justicia de este tipo contra las leyes de inadmisibilidad penal. Lo segundo es que mi objeción contra el argumento de las obligaciones de justicia internacional debe matizarse pues, como cité más arriba, Fabre afirma que el permiso migratorio puede ser una manera de corregir nuestra negligencia respecto a los sujetos de esas obligaciones. Es decir, no dice que sea ni el único modo ni un modo necesario de corregir tal negligencia. Por esto califico el argumento de las obligaciones de justicia internacional de Fabre como un argumento no concluyente -y no necesariamente equivocado- en contra de las leyes de inadmisibilidad penal. Agradezco al evaluador anónimo de Politica y Gobierno por solicitarme aclarar este punto.

16 Este ejemplo es la idea que está en la base de la propuesta de Thomas Pogge (2002).

17 Véase nota 10.

18 Nótese que los dos últimos casos no son equivalentes. Un individuo puede ver aumentada la carga de su pena sin que por ello su pena sea más pesada que lo que es adecuado. Un individuo que recibe una pena más pesada que lo que corresponde en virtud del hecho por el cual es castigado es un ejemplo de sobrecriminalización. Este no es el caso cuando un individuo ve su carga penal aumentada y, sin embargo, esta carga es menor a la que le corresponde por el acto cometido. Véase Husak (2008).

19 Véase además la nota 11 para un problema adicional.

20 Anthony Duff entiende el concepto de comunidad política como una entidad que posee al menos dos características estructurales, que en conjunto funcionan como una aspiración para quienes componen esa comunidad: primero, consideración o reconocimiento mutuo entre ciertos individuos como miembros de una misma comunidad y, segundo, un compromiso compartido por estos individuos sobre ciertos valores definitorios de esa comunidad (Duff, 2001: 42-48).

21 Como ya se indicó más arriba, esta formulación se refiere a Rawls (1971). La idea de fondo es que la suerte de los individuos, y los tratos desiguales que ellos puedan recibir, no pueden depender de hechos o circunstancias que están fuera de su control como, por ejemplo, la raza, el sexo o, debemos agregar, el lugar de nacimiento.

22 Esto no significa que no puedan existir otras razones -esto es, razones distintas a la comisión de un hecho punible en el pasado por el cual ya se ha cumplido una pena- para excluir a P de una comunidad política. Aquí sólo estoy afirmando que haber cometido A (cuando ya se ha cumplido pena por este hecho) no puede ser una razón legítima de un Estado para declarar a P inadmisible.

23 La distinción entre Joel Feinberg y Anthony Duff en este punto o, dicho de otra manera, la distinción entre la función expresiva y la función comunicativa de la pena es especialmente importante en el contexto de este trabajo. En contraste con consideraciones meramente expresivas, la pena como comunicación “requiere alguien con quien nos tratamos de comunicar. Tiene como propósito tratar a esa persona como un participante activo en el proceso de comunicación, y apela a la razón y comprensión de los otros -la respuesta que busca es una respuesta mediada por la comprensión racional del contenido por parte de los participantes en el proceso-. La comunicación,entonces, trata al otro como un agente racional, mientras que la expresión no lo hace” (Duff, 2001: 79-80).

24 El aspecto central de esta concepción de la pena y el derecho está bien articulada en la idea de un derecho penal liberal y democrático en el cual los ciudadanos pueden verse a sí mismos como autores de las prácticas e instituciones que lo componen. Véase, por ejemplo, Duff (2010). Para la idea que conecta la pena con la reconexión con valores correctos, véase Nozick (1981).

Recibido: 24 de Diciembre de 2016; Aprobado: 28 de Agosto de 2017

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